Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Antonio Flores y los españoles pintados por sí mismos

Enrique Rubio Cremades


Universidad de Alicante



Es curioso observar en la actualidad cómo el análisis de las colecciones costumbristas del XIX conserva todavía un sabor arcaico ante los ojos del gran público. La crítica que tantas veces ha postulado un estudio de la obra literaria en su correspondiente correlación al tiempo que le tocó vivir, olvida con cierta frecuencia esta premisa. Hoy en día la sola definición de «colección costumbrista» conlleva un fuerte sabor arcaico, vetusto, que nos conduce en ocasiones a mirar con cierta condescendencia desdeñosa la labor de unos escritores que no hicieron otra cosa que reflejar minuciosamente parte de nuestro entramado histórico.

De igual forma la crítica actual olvida en no pocas ocasiones este capítulo literario, citándose tan solo a unos cuantos nombres significativos de nuestro costumbrismo -Larra, Mesonero Romanos y Estébanez Calderón- como fieles exponentes de un género literario que apenas merece la suficiente atención. Salvo raras excepciones -sería el caso de Larra-, la mayoría de los escritores costumbristas yacen arrinconados en las hemerotecas o bibliotecas en espera de mejor suerte.

Las preferencias o gustos literarios actuales tampoco favorecen hoy en día la continuación de estas colecciones. Pero no hay que olvidar que a lo largo de la centuria pasada todo escritor que se preciara de tal tenía que pagar el justo tributo a la consabida colección costumbrista del momento. La nómina de escritores de la primera colección costumbrista es, en verdad, reveladora. Nombres como Bretón de los Herreros, Hartzenbusch, Zorrilla, Rivas, García Gutiérrez, Gil y Carrasco, etc., encasillados en distintos géneros literarios, tuvieron que rendir tributo a un género que estaba de moda: el costumbrismo. Pero si esto sucede en la primera colección -Los españoles pintados por sí mismos- otro tanto ocurre en posteriores ediciones. Recordemos, por ejemplo, la titulada Las españolas pintadas por los españoles (1871-72), en donde Galdós colabora con dos artículos o en la titulada Las mujeres españolas, portuguesas, y americanas, en la que colaboran por aquel entonces autores ya consagrados, como Alarcón, Valera o el Marqués de Molins. El mismo destino parece guiar a las posteriores colecciones costumbristas y es así cómo en Los españoles de Ogaño el éxito editorial alcanza nuevas cotas de aceptación popular.

El paréntesis trazado entre la primera colección costumbrista -Los españoles pintados por sí mismos (1843)- y la aparecida en 1915 con idéntico título y propósito, nos indica que la lectura de estas colecciones gozó del favor del público. Otro tanto sucede con las imitaciones de la primera colección que tuvieron lugar en distintas partes de España. Sería el caso del Álbum de Galicia en donde colaboran nombres harto conocidos -Rosalía de Castro, E. Pardo Bazán...- o en Los valencianos pintados por sí mismos (1859) en la que aparecen tipos y escenas que tendrán posterior desarrollo en el novelar de Blasco Ibáñez.

También es curioso observar cómo la gran mayoría de estos escritores que participan en las mencionadas colecciones costumbristas desarrollaron más tarde el tipo o la escena descrita. El mismo Antonio Flores continuará su peculiar costumbrismo de Los españoles... en sus novelas Doce españoles de brocha gorda y en Fe, esperanza y caridad. Otro tanto sucede con el cuadro de Valera titulado La mujer cordobesa, claro precedente de su novela Juanita la Larga; en idéntica actitud estaría Galdós que si bien es verdad que en sus colaboraciones los tipos descritos aparecen sin nombre literario, en su posterior desarrollo novelístico el germen iniciado en dichas colecciones costumbristas tendrá su feliz continuación. El artículo titulado Aquel, de Galdós, perteneciente a Los españoles de Ogaño, se identifica, en un principio, con la figura del cesante. Galdós utilizará, pues, un tipo conocido y estudiado por los costumbristas, el cesante, ofreciéndolo al lector no como tipo aislado sino como materia novelable. Recuérdense, por ejemplo, aquellos cesantes del mundo galdosiano, tales como Ramón Villaamil -Fortunata y Jacinta-, José Ido del Sagrario -El doctor Centeno, Tormento, Lo prohibido y Fortunata y Jacinta-, o aquel alto empleado llamado Aguado, cesante en las novelas La Incógnita y Realidad; Simón Babel, de Ángel Guerra. Los tipos descritos en estas colecciones tendrán, pues, un mayor tratamiento, formando parte de ese entramado novelesco de la segunda mitad del siglo XIX.

Antonio Flores no será una excepción en el momento justo de iniciarse como escritor de novelas de costumbres, proyectándose su peculiar estilo costumbrista de Los españoles pintados por sí mismos en su mundo novelesco.

El comienzo de su carrera periodística puede situarse hacia el año 1843. Por aquel entonces Flores figura ya como director de un periódico madrileño, El Laberinto1. A los 25 años, pues, nuestro autor es el responsable directo de una publicación en la que colaboran los escritores más afamados del momento -Hartzenbusch, Rivas, Mesonero Romanos, etc.-, compartiendo su éxito con otra publicación ecléctica de vital importancia, El Semanario Pintoresco Español. El año 1843 marca un período decisivo para el periodismo de Flores, no sólo por ser el director de la mencionada publicación, sino porque también en este año Ignacio Boix, editor de Los Españoles, llama a Antonio Flores para que colabore en la citada colección. Sus artículos -El barbero, La santurrona, El hortera, La cigarrera y El boticario- los podemos situar dentro del subgénero de tipos. No inicia Flores su andadura costumbrista con escenas o estampas costumbristas por imperativos del editor, reservando el escenario madrileño para su obra cumbre titulada Ayer, hoy y mañana2.

En su primer artículo marca ya Flores la pauta a seguir en su posterior desarrollo como escritor. En El barbero observamos la especial predisposición de Flores por la descripción del lugar. Descripción que no ha pasado inadvertida por la crítica especializada, coincidiendo tanto Margarita Ucelay da Cal, como Montesinos y Correa Calderón en los aciertos descriptivos del cuadro. La segunda parte del mencionado artículo lo protagoniza ya el comportamiento de los personajes que forman parte del presente estamento social. Encontramos, pues, las premisas típicas del costumbrismo de Flores. En primer lugar, la descripción del escenario elegido; en segundo lugar, el comportamiento y condicionamientos sociales del tipo estudiado. No faltan tampoco las digresiones típicas de todo escritor costumbrista, referidas, en la mayoría de los casos, a moralizar sobre una serie de temas que suelen estar en relación directa como el asunto escogido. Aunque ocasión hay en que el autor toma el texto como pretexto -no es el caso de la presente colección- para comunicar al lector sus propias impresiones sobre el tema o asunto tratado. Es aquí, precisamente, donde el cuadro pierde agilidad y el interés por el tipo estudiado decae por momentos.

El segundo cuadro de Flores se titula La santurrona, tipo muy conocido por los lectores del XIX. Es curioso observar cómo en el costumbrismo de Flores el presente tipo protagoniza no pocas páginas de sus escritos. La devoción fingida, la mojigatería, beatería y otros comportamientos parecidos serán denunciados por Flores. En ocasiones desde una perspectiva humorística, haciendo suyo el lema horaciano satira quae ridendo corrigit mores, como en el citado cuadro. En otras, desde una postura crítica intransigente, denunciando tanto el sanchopancismo clerical como al eclesiástico que sólo vive para sus fines personales y que no duda en sacrificar a sus víctimas con tal de conseguir sus propósitos. Una prueba evidente de estos casos lo constituye su novela Fe, Esperanza y Caridad3, en donde el anticlericalismo asoma ya desde las primeras páginas.

Sin embargo, el presente cuadro no se mueve bajo estas premisas, ni tampoco intenta moralizar ni corregir a la manera moratiniana. Su intención no es otra que la de describir un tipo harto frecuente y común que hace gala de una conciencia no precisamente laxa y que se cree siempre en posesión de la verdad y de una pureza mal entendida. El cuadro, tras la consabida digresión inicial, da entrada a un personaje que juzga de forma negativa el mundo exterior. Inclinada a la meditación y a las prácticas religiosas, decide ingresar en un convento. Hasta aquí observamos una peripecia argumental que aproxima las primeras líneas del relato a lo que hoy entendemos por cuento. Flores en más de una ocasión se aparta de la nota descriptiva para introducir una acción, importándole más el comportamiento y la suerte de los personajes que el colorido local o la descripción detallada del lugar. Aspecto, por otro lado, frecuente entre los escritores costumbristas románticos. Recuérdese el caso de Larra en sus artículos El castellano viejo, El casarse pronto y mal; o el de Mesonero Romanos en El retrato, La capa vieja y el baile del candil, De tejas arriba; o el de Estébanez Calderón, como por ejemplo, El asombro de los andaluces o Monolito Gázquez el Sevillano. Flores no utiliza esta técnica narrativa en sus colaboraciones de Los españoles..., actuando un tanto de forma híbrida y presentando tímida o fugazmente un personaje para hacerlo desaparecer de inmediato. Sin embargo, sí encontramos artículos de costumbres en Flores muy semejantes al cuento. Precisamente por esta fecha publica en El Laberinto un cuadro titulado Don Liborio de Cepeda4 que supone una crítica al trasnochado romanticismo del momento.

La santurrona no supone una censura agria al comportamiento de este tipo. Sólo se limita a describirlo y a seguir sus pasos detenidamente, ironiza y presenta un tinte de comicidad en más de una ocasión y aunque la hipocresía asome tímidamente en estas páginas, en otros relatos suyos la beatería será sinónimo de hipocresía, de suerte que la beata que aparece en su novela Doce españoles de brocha gorda será el auténtico antónimo de la virtud.

Tras el estudio del comportamiento de la santurrona, Flores no falta a la nota descriptiva, reflejando con no cierto humor la estancia de nuestra protagonista:

De los aposentos de las Santurronas no puede decirse nada, porque varían según el rango de cada una de ellas. Generalmente viven solas en un cuarto interior modestamente alhajado, las paredes están cubiertas por una multitud de papeles impresos que en casa de un artista serían diplomas; y allí son patentes, cartas de hermandad y sumarios de indulgencias. Por ellos se sabe que la Santurrona es sierva de la Virgen, esclava de Jesús, hermana de S. Francisco, súbdita de S. José, congreganta de María, archicofrade de varias sacramentales y que pertenece en suma a todas las cofradías de la capital. Sobre su mesa tiene una urna de cristal llena de reliquias y escapularios, y en la rinconera hay una bandeja donde se conserva medio bizcocho y un mendrugo de pan, que a través de los años son testigos de la primera jícara de chocolate que tomó el padre confesor en casa de su hija de confesión. No menos significativo es un pañuelo sucio, pendiente de un clavo con el cual afirma la Santurrona que se limpió el sudor, predicando las siete palabras, el único predicador a quien ella escucha con gusto y apellida piquito de oro5.



Estancia que nos recuerda a la descrita por Flores en su última novela citada, de suerte que la descripción de la sala de Concha Partinmán, fémina que protagoniza la beatería, aparecerá envuelta en escapularios, reliquias, cilicios y manchas de sangre que hacen suponer una flagelación. Sin embargo, el autor aclara al lector que tales manchas de sangre esparcidas por las paredes son de un animal doméstico y no de la beata en cuestión. El lector descubre el engaño, pero los personajes del mundo novelesco de Flores no piensan igual, sino todo lo contrario, pues creen que se encuentran ante la virtud personificada.

Flores da testimonio de la proliferación de este tipo y las palabras que cierran el presente artículo corroboran tal apreciación:

Hoy día es inmenso el número de beatas que cobran orfandad a los ochenta y tantos del pico; porque (eso es otra cosa) como precepto higiénico son muy buenas las costumbres santurronianas. Yo no sé si se vive bien o mal con ellas, pero se vive mucho, y algo es algo.6



Es significativo observar cómo este personaje aparece en casi la totalidad de las colecciones costumbristas del XIX. Galdós entroncará más tarde con el tipo estudiado por Flores. Precisamente en Las españolas pintadas por los españoles, Galdós en su artículo La mujer del filósofo aludirá a la mojigatería de doña Cruz:

Pasa todos los días cuatro horas en la iglesia comiéndose a Cristo por los pies, como vulgarmente y de un modo muy gráfico se dice. Goza mucho contemplando la faz amarilla y charolada de este y del otro santo, y se entretiene en aquel inocente y soso comercio con las imágenes, atiborrándose de letanías, rosarios, novenas, cuarenta horas y demás refrigerios espirituales.7



Tema que aparecerá insistentemente en el novelar de Galdós. Recuérdese a doña Clara, de La fontana de oro, que además de ser mojigata y abandonar a su marido para tales menesteres, se entregaba por completo al rezo de rosarios, escapularios, letanías, antífonas y cabildeos. Recuérdese también a María de los Remedios Tinieblas -Doña Perfecta-, a Felisita Casado -Ángel Guerra, a doña Serafina Lantigua en Gloria y La de Bringas, a doña Marcelina Polo en El doctor Centeno y Tormento, etc., etc. casos elocuentes y que ejemplifican el trasvase del cuadro de costumbres al mundo novelesco de la segunda mitad del XIX.

Otro tipo harto conocido por los lectores de la época lo constituye el cuadro que protagoniza el hortera. El hortera, dependiente de comercio, forma parte irreemplazable de esa galería de retratos del XIX. Lo interesante es destacar un rasgo de vital importancia en la trayectoria literaria de nuestro autor. Aludimos con ello a la especial predisposición de Flores en transcribir toda suerte de variantes idiomáticas que constituyen el habla popular. Flores presta, a diferencia del resto de los escritores costumbristas, gran atención a las peculiaridades típicas de los personajes estudiados. No se contenta con describir la parte física o moral del tipo en cuestión, sino que transcribe fielmente las voces peculiares de los distintos personajes. En El hortera se acusa esta premisa que va a suponer una constante en su costumbrismo, no extrañándonos el lenguaje achulapado o castizo de los tipos populares madrileños ni la utilización del lenguaje de germanía propio del hampa. En El hortera aparece, pues, este rasgo:

Llega por fin nuestra joven a descansar sus brazos sobre el mostrador, y todos los horteras se acercan a recibir órdenes, apoderándose uno del abanico, otro del pañuelo, quien examina los guantes, adulándola todos a porfía, hasta que una manola que está comprando terciopelo para una mantilla, dice al mocito que la despachaba: -¡Oiga usté, D. Cachucha, sabe usté que mi monea es tan rial como la de cualquier señorona; y que tengo dos onzas en el bolsillo, y algunas más en casa para sacarlo a usté de probe! -¡Alsa, Manola; -¡Quiá!... ¡si me llamo Juana, so escocío!... ¡si no tiene usté más gracia con las usías está abiao!8



Otro tanto ocurre en su cuadro titulado La cigarrera, en donde el vulgarismo se adecúa perfectamente a la personalidad del personaje en cuestión:

-Vaya, dejémonos de requilorios y agur; quédense las probes Cigarreras con su aquel y su frábica, y póngase osté a sacar romances de su cabeza, que lucío quedará con el oficio....9



Flores no siente animadversión hacia los tipos populares -sería el caso de Larra- ni cierto pudor en tratar sus usos y costumbres -como lo hiciera Mesonero Romanos-. Nuestro autor abordará con simpatía los tipos populares del Madrid castizo, analizando in situ Las costumbres de la gente de Lavapiés y del Barquillo. Flores siente gran atracción por el teatro popular del XVIII, enjuiciando, en la mayoría de los casos, positivamente el comportamiento de estos tipos populares.

De igual forma conjuga con suma facilidad el vulgarismo con el lenguaje de germanía y el gitanismo. En su novela Doce españoles de brocha gorda aparecen fragmentos que reúnen estas variantes idiomáticas:

«Por mucha que sea tu cencia, chavó, es más mi esperencia, y cuando tú vas, yo vengo... Lagarto eres; pero yo no soy rana... y tú me entiendes y me conoces y... está dicho too... Valera más que jueras tan desembozao en ocasiones y tan escuro en otras..., pero te he dicho que me das pena, y voy a sacarte la criatura del cuerpo... Si tú abillas un nacío que te precure el paradero de esa chica que olfatea, pierdo yo el nombre que tengo».10



En Flores es, pues, frecuente la utilización del lenguaje de germanía para dar un mayor realce al cuadro descrito. Cuando el escenario se sitúa entre la gente del hampa, no duda en utilizarlo. El ejemplo contrario sería el ofrecido por Larra, vgr.: Los barateros o El desafío y la pena de muerte. Espronceda suele utilizarlo con cierta frecuencia, sería el caso de El diablo mundo.

Flores, en su cuadro Los gritos de Madrid11, recoge el rústico empleo de la publicidad a base de gritos y sonidos con los que el comerciante daba a conocer su mercancía.

No podía faltar tampoco en nuestro autor la utilización del refranero popular en boca de esos tipos castizos. El refranero constituye un ingrediente más en este peculiar estilo de Flores, en especial cuando se trata de aldeanos o provincianos llegados a Madrid que como única arma defensiva esgrimen largas retahílas de refranes ante el cortesano de turno.

En La Cigarrera se analiza el comportamiento, usos, costumbres y lenguajes de la cigarrera con la mayor objetividad posible. Por los datos que el propio autor nos ofrece de la fábrica de tabacos de Madrid cabe pensar en sus reiteradas visitas a dicho recinto. Rasgo muy semejante al de Pardo Bazán en su novela La tribuna.

El último artículo de Flores en Los españoles... es el titulado El boticario, apareciendo un cierto rechazo hacia el estamento encargado de curar los males y enfermedades que aquejan a la sociedad. La bipolaridad existente entre farmacéutico y médico nos recuerda la sátira de Torres de Villarroel contra los representantes de la medicina. Su protagonista, don Matías Hernández de Silverio y Lanuza, aparece como hombre preocupado no por la ciencia sino por las pingües ganancias que le pueden proporcionar sus pócimas curativas. El diálogo entre mancebo y boticario ponen al desnudo la escasa preparación del titular, utilizando métodos arcaicos para la curación de sus pacientes. El formulario manuscrito del que se sirve don Matías para sus operaciones farmacéuticas no puede ser más vetusto ni pintoresco:

COCIMIENTO DULZURANTE. Cogerás unos palitos de zarzaparrilla, los abrirás con una navajita vieja, y los echarás en una pucia o puchero de Alcorcón, después tomarás un puñado de raeduras de cuerno de ciervo; pondrás agua hasta el gollete del cacharro, y lo harás hervir hasta que merme cuatro dedos; entonces añadirás unos pedacitos de sándalo rojo y una taza de azúcar; lo separarás del fuego, tapando el cacharro con un papel ordinario; lo dejarás enfriar en el patio, o en un cubo de agua del pozo si corre prisa; lo cuelas y ya tienes hecho el cocimiento que venderás a 6 rs. libra.12



En realidad el presente tipo es un personaje a extinguir ante la avalancha de nuevos conocimientos en las prácticas curativas. Rasgo no muy usual entre los escritores costumbristas que ven con no poca desesperación cómo van desapareciendo las costumbres de nuestros mayores. A este respecto es curioso observar la actitud del escritor costumbrista en constituirse en salvaguarda de nuestra propia tradición familiar, denunciando en más de una ocasión todo intento reformista.

Antonio Flores está más cerca, en cuanto a ideología se refiere, de Larra que de Mesonero Romanos. Sus opiniones sobre la reforma del sistema penitenciario, la pena de muerte o las repercusiones de la desamortización de Mendizábal aproximarán el sentir de Flores a las opiniones vertidas por Fígaro en sus artículos; por el contrario, los temas o bocetos que intentan reflejar el panorama matritense le acercarán más a la intencionalidad de un Mesonero Romanos. Sus cuadros costumbristas aparecidos en Ayer, hoy y mañana darán cumplida cuenta de la pervivencia de estos dos grandes escritores.

La presencia de Flores en la referida colección costumbrista finaliza con la colaboración última titulada El boticario. Sin embargo, no termina aquí su vinculación con las denominadas colecciones costumbristas. Precisamente en el año 1843 la imprenta del Panorama Español pide su colaboración para una serie de cuadros que tendrían como finalidad el describir a la mujer española13. El editor quiso que sólo colaboraran mujeres y si la primera entrega cumple este requisito a la perfección -Gertrudis Gómez de Avellaneda inicia la colección con su artículo La dama de gran tono-, la segunda no se debe ya a ninguna escritora, y si bien es verdad que el tipo estudiado corresponde a una mujer, su autor no tiene nada que ver con el propósito inicial del editor. Flores publica un cuadro titulado La colegiala, asomando el tono festivo y la sátira contra los sistemas educativos del momento. Con este artículo y sin ninguna explicación al respecto se suprimen las posteriores entregas, publicándose tan sólo la de Gómez de Avellaneda y la de nuestro autor. De ahí que esta brusca interrupción haya motivado el considerar a la presente publicación como rareza bibliográfica, pasando inadvertida para la crítica especializada en temas costumbristas.

Aparentemente la labor de Flores como escritor-colaborador de las colecciones costumbristas de la época termina aquí. No obstante, una vez recogidas las entregas de Los españoles... y publicadas bajo el formato de libro en 1843, Flores pensó que se habían deslizado más de un tipo característico del momento. Circunstancia que le impulsa a escribir una novela que intenta recoger los tipos no estudiados en la colección de Boix. Decide escribirla y titularla Doce españoles de brocha gorda que no pudiéndose pintar a sí mismos, me han encargado a mí, Antonio Flores, sus retratos. Incluso en el prólogo el autor es más explícito; él mismo nos dice:

Pero quiso Dios se terminase la colección de «Españoles pintados», y viendo yo que por ser el acto voluntario todos los pájaros de cuenta habían huido de llevar allí sus retratos, subí corriendo al caramanchón, y abrazado a mi daguerrotipo, cual otro Sancho Panza a su amado rucio, exclamé: - ¡Ven acá tú, espejo de justicia, pincel de desengaños, paleta de claridades! ¡Sacúdete las telarañas, amigo franco, censor incorruptible, fiscal infatigable, juez imparcial, fotógrafo desinteresado! Prepara los trebejos, daguerrotipo de mi alma, que ya nos cayó que hacer por unos días; y si tú me prestas tu poderosa ayuda, hemos de bosquejar en cuatro brochazos ese puñado de Españoles sin pintar que se escurrieron entre los pintados.14



Incluye en su primer capítulo unos personajes que nos recuerdan a los descritos por Cervantes en su novela ejemplar Rinconete y Cortadillo, tipos ausentes en la colección de Boix y protagonistas aquí en el primer capítulo. Igual suerte corren otros personajes como la cuca, la jamona, el caballero de industria, el doceañista, la aristocracia de nuevo cuño, etc., etc. tratados en la presente novela con cierta amplitud. Flores intenta tejer una historia con estos tipos. Ya no se trata de retratarlos o describirlos como arquetipos de una especie, sino de situarlos dentro de un mundo novelesco. Flores se anticipa así en tres años a La Gaviota, de «Fernán Caballero», tejiendo escenas y cuadros costumbristas que provocan el nacimiento de la novela realista española. Pero en honor a la verdad debemos afirmar que los ingredientes folletinescos protagonizan el motor de la historia y lo que podía haber sido un gran éxito se convierte hoy en día en una curiosidad bibliográfica o en novela que intenta romper los esquemas fijos del cuadro costumbrista para emprender el camino de la novela realista.

El pleno acierto de la novela lo constituye la descripción del Madrid de la época, siendo enjuiciada en el momento de su aparición como novela modélica en lo que a la descripción del Madrid urbano se refiere. Actitud idéntica a su posterior novela titulada Fe, esperanza y caridad, cosechando en este apartado los mejores elogios de la crítica. Flores ensayó nuevos moldes en la década de los años cuarenta, mostrando su preocupación y su interés por el fiel reflejo del Madrid decimonónico.

Lo realmente interesante es el comprobar de qué forma el autor se perfila como uno de los escritores costumbristas más interesantes de la época. Su costumbrismo inicial marca las pautas de su posterior desarrollo costumbrista, apreciándose en las páginas de Los españoles... rasgos y peculiaridades típicas que irán ampliándose con el correr de los años. Su preocupación por recoger tipos que están en trance de desaparecer provocarán una amarga mueca en nuestro escritor, como sucede en La Cigarrera. Actitud, por otro lado, adoptada por la casi totalidad de los escritores costumbristas que observaron nuestro pasado histórico con cierta veneración. En los cuadros de Flores apreciamos una posición intermedia a la hora de enjuiciar los tipos de Los españoles...; intermedia porque no supone una defensa a ultranza de nuestras costumbres ni acepta postulados extremistas. Flores elogia ciertos hábitos de sus coetáneos por creer que esos hábitos forman parte de nuestro patrimonio histórico, pero también censura usos y costumbres que, lejos de beneficiar a la sociedad, corrompen los buenos hábitos. De igual forma nuestro autor se sitúa en la corriente de escritores que defienden lo que de positivo hay en otras naciones. Su actitud es lo suficientemente objetiva como para discernir lo que de positivo o negativo hay en nuestras costumbres, postulando, incluso, aires nuevos para la reforma política.

La crítica ha intentado situar a Flores como el gran defensor de las costumbres de nuestros mayores y acérrimo enemigo de las costumbres extranjeras. Cuando se habla de la xenofobia costumbrista se intenta juzgar a todos con la misma etiqueta. Sin embargo, Flores no juzgará despectivamente lo francés o inglés por el mero hecho de que todo lo extranjero es censurable. Cuando utiliza el término gabacho lo hace a conciencia de que lo francés no tiene por qué ser a la fuerza sinónimo de excelente o bueno. Pensamos que su costumbrismo refleja objetivamente el cambio social de la España de mediados de siglo. Sociedad en la que se operan nuevos cambios, desde el nacimiento de una incipiente mesocracia, hasta los nuevos problemas que supone el proceso industrial de todos estos años. Su obra debe ser enjuiciada desde distintas perspectivas para ser entendida e interpretada en su justo merecimiento.

Flores, pues, es un fiel reflejo de la sociedad de 1850, y para llegar a este convencimiento hay que acercarse a su obra maestra Ayer, hoy y mañana. La visión parcelaria de un Flores como mero colaborador de Los españoles... puede inducir a engaño. Su auténtico valor radica en su gran obra anteriormente citada y ahí es, precisamente, donde encontramos ya la madurez literaria del escritor.





 
Indice