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Antonio García Gutiérrez y el teatro francés en la temporada madrileña 1837-18381

Montserrat Ribao Pereira





Al referirse Mesonero, en sus memorias, al triunfo en la escena española del drama romántico histórico señalaba las características del modelo hugoliano que, a su juicio, solo durante un breve período y en dramaturgos muy concretos había triunfado en la década de los treinta. La perversión de la historia, la pintura atroz de la monarquía, la presencia en las tablas de «asesinos filósofos, de mujeres criminales y, sin embargo, de alma superior»2, habrían contaminado poco el panorama teatral del Madrid de la Regencia. Pese al lamentable espectáculo ofrecido en 1837 por Gil y Zárate en su Carlos II el Hechizado, los dramaturgos más reconocidos del momento, a juicio del crítico, habían apartado pronto su mirada del horizonte francés para centrar su atención en el paradigma patrio que, sobre carácter apasionado y heroico, brindaba la dramaturgia áurea.

Si bien la influencia francesa a la que se refiere Mesonero tiene que ver más con cuestiones temáticas y de espectacularidad externa que con aspectos filosóficos y formales, cierto es que, salvo excepciones -el momento de «satánica tentación» que hace sucumbir a Gil y Zárate es una de ellas- las polémicas que suscitan las sucesivas representaciones de textos de Hugo o Dumas no se siguen, en la misma medida, a propósito de los dramas españoles más o menos inspirados por ellos.

En efecto, los juicios de la crítica se concentran en torno a las representaciones de los originales franceses mismos, cuya supuesta inmoralidad (matizada por Larra en el 36, en su reseña de Antony3) sirve de argumento en las disputas entre clásicos y románticos de que da noticia la prensa de la época. De hecho, el prefacio de Cromwell y su propuesta de transformar lo feo, lo deforme y lo grotesco en objeto de imitación y arte, sirve de punto de partida para que en 1837 (año especialmente interesante desde el punto de vista que me ocupa) el Pobre Diablo escriba en El Eco del Comercio:

«A mi entender, la esencial diferencia que separa los conceptos de las dos denominaciones de clásicos y románticos consiste ya no en los tiempos antiguos y modernos, sino que el clasicismo (sigamos por ahora usando este nombre) en diferentes ocasiones ha separado a un lado las ideas exageradas y las formas irregulares, llamando feo a lo feo, sin más indagación, y formando un conjunto de pensamientos uniformes y de formas escogidas. [...] Una grande confusión y choque entre las pasiones, las creencias y la duda hay mientras no se vislumbre el camino por donde ha de pasar, detenerse y reposar el género humano, ese judío errante para cuyo consuelo se consagran hoy día los cantos del poeta».


(El Eco del Comercio, 18 de diciembre, 1837, s. p.)                


A esta búsqueda de un nuevo camino en lo dramático acaso respondan la diversidad crítica y aun las contradicciones entre la valoración del teatro romántico francés y la del español concebido a la sombra, sobre todo, de Víctor Hugo. Como explica José María Quadrado en el Semanario Pintoresco Español, ya con cierta perspectiva temporal,

«[...] quisiéramos que, dejando la crítica de ser hipócrita, no asquearan tanto los horribles dramas del autor francés los que aplaudían el Don Álvaro o la fuerza del sino y se extasiaban ante El rey monje o ante Carlos II el hechizado-, quisiéramos que guardaran nuestros literatos, si no mayor veneración, mayor gratitud al menos con aquel que abrió en su corazón tantas fuentes de poesía, a quien deben tantos castillos almenados, tantas góticas catedrales, tantas pálidas y aéreas hermosuras, y cuyo yugo, sin querer y quizá sin saberlo, pesa todavía sobre su imaginación».


(Semanario Pintoresco Español, 24, 1840, 2.ª serie, tomo II, pp. 189-192)                


Por lo general, la crítica coincide en señalar el drama Carlos II como el hito hugoliano de mayor relevancia en la temporada 1837-1838. Pero no es el único: amparado en el reciente éxito de El trovador y avalado por su reconocimiento literario, los contactos de A. García Gutiérrez con la perniciosa escuela francesa en ese año teatral apenas fueron subrayados por la crítica si se le compara con el eco alcanzado, en este sentido, por otros textos. Pasado el tiempo, el propio dramaturgo discreparía de los frutos resultantes de un modelo literario en el que también él, como otros jóvenes autores de su tiempo, había ensayado/tanteado nuevos caminos para la literatura dramática4.

Como ya en su día determinaron Parker, Peers, Gabbert o Adams, en 1837 se alcanza el mayor número de representaciones de Dumas y Hugo no solo en Madrid, sino también en el resto de capitales que se consideran5. En cuanto a los estrenos españoles, la temporada 37-38 supone, en palabras de E. Caldera, la amalgama «del programa historicista duraniano de la unión de lo pasado y lo presente con el principio huguiano de la identificación entre liberalismo y romanticismo»6. Además de los dramas históricos nuevos y las reposiciones de los representados en temporadas previas, también se lleva a las tablas Cromwell, que llega a Madrid un año teatral después de Hernani o Lucrecia Borgia.

Pues bien, en 1837 García Gutiérrez redacta Magdalena, que es rechazada por la Comisión de Teatros, y estrena El paje y El rey monje. Unos meses antes, en octubre de 1836, había representado Margarita de Borgoña, adaptación de La Tour de Neslé en colaboración con Isidro Gil, y en 1838 pone a la venta El bastardo7. Aunque Larra no llegó a conocer ninguno de los originales, sí se manifestó a propósito del texto de Dumas con motivo de su puesta en escena. En el artículo que publica en El Español (5 de octubre) sus juicios sobre el drama francés son claros: no critica su contenido, la exagerada presentación de los sentimientos, el efectismo en el planteamiento de la trama, ni siquiera la justificación de lo criminal que subyace al texto, sino que todo ello carezca en él, a su juicio, de resultado, de consecuencia, «como el salto mortal de un atleta que, una vez visto y admirado, nada deja en el fondo del alma»:

«¡Oh! No se puede venir al teatro. ¡La Tour de Nesle! ¡El incesto, el adulterio, el parricidio! [...] Cuando esos horrores no son verdad, entonces los recusaremos; cuando estén mal manejados, mal presentados, entonces daremos la razón a los enemigos del género; entre tanto nosotros admitiremos los géneros todos y todas las escuelas».


(p. 578)                


Incesto, adulterio y parricidio no solo están bien presentados en la adaptación de García Gutiérrez, sino también matizados con respecto al original francés para hacer menos gratuita su presencia en la escena madrileña, ya que se eliminan los contenidos de tipo sexual y se varía esencialmente el sentido de los desmanes protagonizados por Margarita de Borgoña8. En el texto español (traducción de 3.ªclase, de acuerdo con la tipología de Menarini9) el móvil de la reina no es la lujuria, sino que los asesinatos por ella ordenados en la Torre de Neslé, a orillas del Sena, tienen su razón en cuestiones políticas encaminadas a proteger la estabilidad como monarca de su esposo Luis X. De hecho, el trágico fin de Buridan y los hijos de ambos resulta, en última instancia, de una serie de casualidades derivadas de un comentario fanfarrón del primero: el capitán explica a Felipe que espera grandes favores de la reina porque posee un secreto que puede acabar con su regencia. El tabernero Orsini, mano ejecutora en los crímenes de la Torre, escucha estas palabras e informa a la protagonista, quien inmediatamente pone en marcha un plan para sonsacar a ambos esa temible información. El destino, los equívocos y la ambición se encargarán del resto.

Tanto El paje como en menor medida El bastardo retoman los motivos del drama de Dumas a los que se refiere Larra. En el primero de estos títulos el joven Ferrando está enamorado de la que es, sin que él lo sospeche, su madre, y por su pasión se convertirá en el asesino del marido de la dama a instancias de esta10. En ningún caso (ni en Dumas ni en los textos de García Gutiérrez) esta relación ilícita trasciende lo espiritual. Para encontrar un auténtico incesto es necesario acudir a otros textos, no teatrales y de carácter popular, como los pliegos de romances, en los que sí se consuma la relación entre madre e hijo11.

A diferencia de lo que suele ocurrir en los dramas de esta temporada (incluida la adaptación de La tour de Nesle) el personaje principal de El paje aparece en la primera escena, caracterizándose por sus actos y por sus palabras sin la mediación de terceros que hagan de él una presentación previa. El lector descubre así a un muchacho osado, jugador, atrevido, altanero y provocador hasta el punto de hacer ostentación de su puñal toledano, circunstancia esta que, además, anticipa el misterio que rodea sus orígenes y el desenlace mismo de la pieza.

El espectador que acude a la representación (cinco días, desde el 22 de mayo de 1837 hasta el 26, en el teatro del Príncipe; 10 y 11 de junio en La Cruz) observa, además, una peculiaridad escénica de la que tenemos noticia gracias a los apuntes que la compañía de Latorre utiliza para el montaje12: el paje es interpretado por Matilde Díaz. Si bien los papeles infantiles son ejecutados por mujeres, en ningún otro estreno dramático de tipo histórico en la década de los treinta un papel de adolescente, protagonista, por más señas de la pieza, es desempeñado por una actriz.

Voluntaria o involuntariamente, al levantarse el telón el público descubre, sin preámbulos, a un personaje conflictivo en lo literario y en lo espectacular. El desarrollo de la pieza -la relación incestuosa que se plantea, el asesinato del antagonista, y la vivencia dolorosa del adulterio que conduce al protagonista al suicidio- no hará sino confirmar las terribles consecuencias a las que conduce (parece afirmar el drama) la inadecuación de la pasión a la propia realidad.

La representación refuerza, pues, el carácter subversivo del texto. Muy significativas son, a este respecto, las sistemáticas elisiones, en la puesta en escena, de comentarios diversos sobre la crueldad de la protagonista femenina, Blanca. En el primer acto aparece como una mujer débil, temerosa del reencuentro con su antiguo amante, con el que se plantea huir a Sevilla solo por motivos de amor maternal, esto es, para emprender la búsqueda del hijo abandonado. Las primeras alusiones al adulterio aparecen, en la edición, en boca del esposo agraviado, pero se eliminan en la representación:

«Ya supe para mi mengua / sus livianos devaneos. / Y vive Dios, que a lograr / prueba de ello más segura, / su loca desenvoltura / no tardara en castigar. / Que no ha de llevar mi nombre / mujer que su lustre humilla, / y de su honor en mancilla / fue del amor de otro hombre».


(I, 1, p. 21)                


Del mismo modo se suprime una estrofa del canto del trovador Ferrando, que da cuenta de la ingratitud de la mujer al saber de sus anhelos13, y también -lo que resulta aún más significativo- todas las manifestaciones amorosas explícitas (y falsas) de Blanca hacia su paje, al que convence para dar muerte al marido14. Intervenciones de la dama como «Te adoro / y me separan de ti», «¡Y he de perderte! / No me amaste, no es verdad», «Tal vez llorarás ya tarde / esa dicha, que cobarde / tu brazo no conquistó» o finalmente «FERRANDO: Júrame amor / BLANCA: Siempre amor» (III, 8, pp. 54-55) no se representan, de tal modo que el asesinato de don Martín resulta de la ceguera pasional del muchacho, arrastrado al crimen por simples insinuaciones, nunca por una promesa de amor. La perversidad de la protagonista se muestra, así, de un modo más sutil, puesto que engaña al paje con la verdad («No es tu vida lo que quiero... / ¿Qué digo? Clava ese acero», p. 54) y le convierte en un ángel caído:

«FERRANDO: Perdóname tú señor, / que el ángel malo ha vencido. (Se precipita hacia la puerta de la derecha.) BLANCA: Corre, insensato rapaz, / corre y maldice tu suerte».


(III, 8, p. 55)15                


Simultáneamente se eliden las románticas reflexiones sobre el porvenir adverso y el sino que persiguen a don Rodrigo, lo que contribuye a la verosimilitud de la violencia verbal con que el personaje se refiere a la que considera su amante infiel. La desaparición de parlamentos como este:

«¿Qué me importa el porvenir / si es hoy mi destino adverso? / Palpitando aquí se agitan / en convulsivos deseos / de un cariño no olvidado / mil deliciosos recuerdos: / ¿y qué hay en el porvenir? / La muerte acaso, el infierno... / Dejadme en el paraíso, / si no está el infierno lejos»16.


(II, 1, pp. 24-25)                


confiere mayor credibilidad a la inmediata decisión de asaltar la casa de don Martín, a sangre y fuego, para ver a Blanca a toda costa.

Una última reducción del texto editado modifica el desenlace de la representación con respecto al original concebido por García Gutiérrez. De nuevo se elimina un parlamento de tipo reflexivo por parte de Rodrigo y se hace caer el telón con el grito de la madre culpable, no sobre la maldición que su amante le arroja en el momento de abandonarla17. De este modo la compañía consigue -al igual que, de modo muy significativo, ocurre en la dramaturgia de Dumas, como ha explicado G. Zaragoza- provocar fácilmente el aplauso de los espectadores18.

Con todo ello se logra que el desarrollo de los acontecimientos aparezca ante el espectador de una forma más brusca y violenta que en el texto que se edita, acaso porque la compañía decide, en su momento, ajustar la representación a la moda de la temporada, marcada por los estrenos franceses, relegando las reflexiones de tipo filosófico, las divagaciones sobre el pasado de Blanca o sus mentiras amorosas, nacidas de la voluntad del dramaturgo, al plácido ámbito de la lectura.

El contexto histórico, más acentuado en los títulos de 1837-1838 que en los anteriores, sirve también para reforzar el motivo del crimen que se anuncia desde que en la escena inicial Ferrando afirma haber unido su destino al del puñal que hereda de su padre19. De este modo, el convulso tiempo en que se ubican los hechos (marzo de 1369, pocos días después de la muerte de Pedro I) y el fratricidio cometido por el rey Enrique concuerdan ad sensum con la primera acción y con la realidad de una España inmersa, en el año 37, en la primera guerra carlista. La implicación de la historia en la trama es, pese a ello, inexistente ya que no hay determinación mutua ni influencias destacables entre ambos niveles.

Ferrer del Río afirmó de esta obra que era superior a El trovador como drama, «aunque no de tan agradable conjunto»20. La razón acaso esté en la complicación de la trama, la acumulación y superposición de motivos subversivos... en los ecos de La Tour de Neslé que la puesta en escena potencia. En cualquier caso, la influencia francesa en este drama es formal, no sustancial, pese a lo que (o precisamente porque eso era lo más obvio) no se libró de las críticas de inmoralidad, si bien contrapesadas por el general reconocimiento de sus méritos literarios. Así, J. de Salas en No me Olvides alaba el léxico y la versificación, pero «en cuanto al argumento, nos parece trillado e inmoral; [...] los caracteres no ofrecen novedad alguna»21. El comentarista de la Gaceta de Madrid, por su parte, aunque disiente de la caracterización de los personajes, que «es imposible, es ideal», alaba la armonía de los versos, las delicadas comparaciones y los pensamientos nuevos y filosóficos de la pieza22.

Pero quizá uno de los análisis más perspicaces de la obra fuese el que lleva a cabo M. (probablemente Mesonero) en el Semanario Pintoresco. Cierto es que alaba la construcción de los diálogos, la versificación, la organización de las escenas... («El autor de El paje es siempre el autor de El Trovador», afirma), pero también pone de relieve las carencias del texto y supera las valoraciones esencialmente formales de que el drama es objeto en otras publicaciones. Acudiendo a Dumas como autoridad, recuerda algunos de sus presupuestos dramáticos, entre ellos uno fundamental para que los excesos argumentales y/o espectaculares tengan sentido: «Dejémonos embelesar por el drama, pero que lleve dentro de sí alguna lección que sea fácil de percibir». En el planteamiento mismo de su valoración de la obra resume el crítico la opinión que esta le merece:

«[...] vamos a descender a la averiguación de si el autor de El paje ha hecho en su drama la aplicación de aquel principio, principio vital para la escena, y sin el cual hemos visto que quedaría reducida a ser un lugar de entretenimiento y distracción. Mucho nos cuesta confesarlo, pero a nuestra escasa penetración no se ha revelado pensamiento moral falso o verdadero que el autor ha querido consignar en su obra»23.


Mientras se ensaya El paje, García Gutiérrez ha escrito ya El rey monje, que tampoco es ajeno a las influencias del drama francés que se representa en Madrid en esos años. El dramaturgo abandona los argumentos de invención y convierte un personaje histórico, el rey Ramiro II, en el centro de su nueva obra, caracterizándole como a un tirano sanguinario, «muy de acuerdo con la moda de la temporada», a juicio de E. Caldera24.

El efectismo, la espectacularidad a la que se subordina el tratamiento de la historia, el planteamiento sacrílego o tiránico del ejercicio del poder en el teatro hugoliano, que se critica por extenso en Carlos II, tiene en este texto del autor de El trovador otro ejemplo no menos significativo que el anterior, pero que, como al principio indicaba, fue objeto de críticas, si no menos severas, sí de menor proyección en su tiempo y en la actualidad.

Como en el caso de El paje, los ecos del drama romántico francés son esencialmente formales, lo que demuestra una vez más las dificultades de la escena española para asimilar sustancialmente los modelos ultrapirenaicos en torno al año 37. En este nuevo título, que se estrena en diciembre de ese año y se mantiene cinco días en cartel, se retoman recursos espectaculares y motivos temáticos paralelos a los que, solo un mes antes, habían suscitado la unánime; respuesta crítica al drama de Gil y Zárate.

El texto literario al que accede el lector y el que se pone en escena de nuevo no coinciden, como suele ser habitual. Las supresiones de determinados parlamentos, de las que dan cuenta los apuntes para la puesta en escena25, coinciden en eliminar ciertos aspectos que podrían hacer más verosímil y justificable el comportamiento del rey. Así, ya en el primer acto, en las escenas iniciales que resumen motivadamente la prehistoria de los hechos, Ortiz y Ramiro piensan en el modo de abordar a Isabel para que esta acceda a los requerimientos amorosos del monje. Se plantean varias opciones: convertirla en la manceba del -todavía- príncipe, olvidarla o engañarla. Las dos primeras opciones y las dudas en torno a ellas desaparecen de la representación, que coloca al personaje principal ante los ojos del público como un burlador sin escrúpulos ni moral. Desaparecen de las tablas los anhelos puros de un muchacho afligido por un destino que le condena al claustro:

«RAMIRO: Vive el cielo, que a no ser / por mi desdicha terrible / el casamiento imposible / la tomara por mujer. ORTIZ: Sea tu manceba. RAMIRO: No creo / que así mi pasión admita, / que lleva en su frente escrita / la virtud con el deseo. ORTIZ: No te cause eso inquietud / mientras no se muestre impía, / que no admiten compañía / el deseo y la virtud: / si no... olvídala. RAMIRO: Tampoco... / Fuera olvidarla locura. / No he de perder su hermosura, / que fuera tenerla en poco. / Y no es un vano capricho, / es una ardiente pasión»26.


(I, 3, p. 8)                


y prevalece el que, desde los primeros compases de la pieza, se perfila como un ser de impulsos poco racionales:

ORTIZ: Pues no hay más en conclusión / que engañarla. RAMIRO: Bien has dicho. ORTIZ: Fe de esposo... RAMIRO: Eso no es nuevo. ORTIZ: Y para que no se asombre / callas tu estado y tu nombre. RAMIRO: Bien me aconsejas; lo apruebo.


(I, 3, p. 9)                


Una de las escenografías más impactantes de la escena española en esta temporada es la que se previene para la segunda parte del acto II. Se trata de una decoración completa que se ha preparado mientras tiene lugar el primer cuadro del acto en una corta. El receptor está prevenido del carácter subversivo de los hechos que se van a desarrollar, sobre todo porque acaba de asistir a una declaración de amor (también nocturna y subrepticia, como corresponde) en la que se infringen los códigos morales (el amante es un religioso), sociales (oculta su identidad) y de honor (ha conseguido el favor de Isabel por medio de una tercera). Con el cambio de decorado la acción se sitúa en el interior de esa casa a cuyas puertas acaba de matar don Ferriz al escudero de Ramiro. Si hasta este momento ha sido el príncipe el infractor de las normas, ahora será el padre de la muchacha quien, para lavar su honor, las contravenga de forma macabra. El anciano manda asesinar a la dueña que ha permitido la entrada del galán y la coloca en un ataúd en el que fingirá enterrar a su hija, quien habría muerto de forma repentina. Isabel, informada del engaño amoroso del que ha sido objeto, acepta fingir su propia muerte y vivir el resto de sus días en una torre.

El féretro en cuestión se ha situado al otro lado del telón de fondo, visualmente fuera del escenario y reservado por el momento de la vista del público. El descubrimiento del lúgubre espectáculo es simultáneo para el receptor y para Ramiro, que acude a la casa de Lizana para llevarse a su amante. La violencia con la que actúa contra el anciano

«RAMIRO: Acortemos el hablar, / que es ya tu charla prolija. (A una seña de DON RAMIRO los embozados se apoderan de DON FERRIZ.) Tu hija me has de dar, tu hija, / o puedes por ti rezar».


(II, 2.º parte, 8, p. 35)                


contrasta con la serenidad de don Ferriz:

FERRIZ: ¿Darla? No... Llevadla vos, / pues lo queréis así. RAMIRO: ¿Mas dónde está? ¿Dónde...? FERRIZ: Allí. (Señalando la puerta del fondo.)


(Idem)                


Al levantarse el tapiz del fondo descubrimos el lúgubre espectáculo con el que el padre ultrajado quiere borrar la afrenta que ha sufrido. El féretro, en la oscuridad del foro, alumbrado solo por cuatro hachas, pone un punto y final escenográficamente inesperado a las relaciones amorosas de Ramiro.

La unión entre el conflicto personal y la historia se verifica en el tercer acto, momento en que don Ferriz, que acude al monasterio de Sahagún con otros cien nobles para declarar rey a Ramiro el monje, descubre al burlador de su hija. La nobleza aragonesa se compadece del anciano y se ofrece a vengar su honor. La reunión de los conjurados se plantea también de un modo provocador desde un punto de vista literario. El título que encabeza el cuarto acto de la edición, «La orgía», anuncia contenidos que realmente no se desarrollan: se hace de la misma una descripción verbal por parte de uno de los conjurados, que tiene como única manifestación escénica la borrachera y posterior adormecimiento de cuatro de ellos.

Las casualidades poco verosímiles que se han venido sucediendo desde el inicio de la obra complican aún más la trama amoroso-política de los últimos actos. Alfonso, el hijo que Lizana cree muerto y que sirve de espía a Ramiro, es conducido por los conjurados al castillo de su propio padre con los ojos vendados, finge unirse a los facciosos, descubre a su hermana por azar, reconoce posteriormente a su padre y asiste a su prendimiento, hecho al que ha contribuido al delatar la revuelta de los nobles que se preparaba en la que, sin saberlo, es su casa. La conclusión de este precipitado planteamiento de los hechos es el ajusticiamiento público de los conjurados tal y como se recoge en las tradiciones alusivas a La campana de Huesca y en las representaciones pictóricas más significativas del siglo XIX (vid. ilustraciones 2 y 3). Retoma el protagonismo Ramiro (ausente desde el acto III) y se escuchan los alegatos en contra de la tiranía y la opresión de los reyes crueles tanto en boca de Alfonso como del pueblo, reivindicado como sostén de la monarquía:

DON FERNANDO DE LUNA: No hay soldados / contra un pueblo. [...] / Por las calles encendamos / el fuego de la discordia, / y haced que todos armados / hacia aquí en tumulto corran. / No hay más remedio... a la cabeza / de la multitud furiosa / a ese tirano arranquemos / la vida con la corona.


(V, I, p. 60)                


Si bien los ajusticiamientos tienen lugar fuera de la vista del espectador y las acotaciones son parcas en detalles, los apuntes para la puesta en escena dan cuenta de un movimiento actoral incesante en el foro: dos verdugos atraviesan las tablas, acompañados por el pregonero que una y otra vez aparece para anunciar al siguiente reo; cuatro hombres armados impiden el asalto del pueblo al palacio, los nobles sublevados que no han sido hechos prisioneros esperan el momento propicio para el asalto; doblan las campanas; la voz del rey resuena en escena:

«Sufrir es ya tu deber, / pues que tan ciego anduviste, / pueblo, que no conociste / mi flaqueza y tu poder. / Por eso crecen tus penas, / por eso se hunden tus leyes, / por eso cantan los reyes / al rumor de tus cadenas»27.


(V, 6, p. 67)                


Tras el asesinato de Lizana y en plena apoteosis de dolor por parte de su hijo, humillado e impotente ante la crueldad de Ramiro, aparece Isabel en escena, desgreñada y pálida, tan solo para postrarse pidiendo clemencia a los pies de su hermano, y cae el telón. El drama, sin embargo, no ha terminado. En el último acto (los ecos de Don Álvaro o la fuerza del sino son en él evidentes) la casualidad quiere que Isabel acuda a pedir confesión al monasterio de San Pedro en el que hace penitencia el monje tras ser desposeído de su trono. Apenas se reconocen los antiguos amantes cuando el rey, de quebrantada salud, muere. En ese mismo instante Alfonso, que acude para vengarse del asesino de su padre y de su honor, descubre a su hermana y la juzga culpable, castigándola con una de las penas más habituales en el drama romántico, esto es, con la vida, con el suplicio de no morir:

«ISABEL: Castiga mi desvarío... / Sepulta ese hierro frío / en el corazón de un muerto. / Yo misma expirar le vi. / Alfonso... hiéreme ahora. ALFONSO: El cielo lo quiere así... (Envaina el puñal.) ISABEL: ¡Hiéreme! ALFONSO: No, vive y llora».


(V, 6, p. 79)                


La representación elimina una última escena que sí aparece en la edición del texto, reflexiva como todas las que se eliden y ciertamente poco efectista tras las elocuentes intervenciones finales de Alfonso e Isabel «UN RELIGIOSO: Morir hemos todos. ABAD: Sí. / Morir del hombre es la suerte, / y su fin está prescrito / por la mano del Dios fuerte. / (Los religiosos se postran delante del altar y murmuran en voz baja alguna oración.) ALFONSO: ¡Padre! A su mano remito / la venganza de tu muerte» (Escena 7 y última del acto V, p. 80).

La crítica actual reconoce la maestría versificadora del dramaturgo y su impecable estilo, pero es unánime en la valoración global de este segundo estreno dramático del autor en la temporada. Recientemente ha señalado C. Alonso que todo él «es pura teatralidad con escaso sentido histórico», de igual forma que hace ya algunos años D. L. Shaw, en síntesis, afirmaba que tanto El paje como El rey monje pertenecen a la misma categoría que Carlos II el Hechizado, ya que todos ellos ilustran, en definitiva, una serie de tópicos románticos exentos de significado simbólico28.

En su momento las críticas a El rey monje se centraron, como antes a propósito de El paje, en su falta de moralidad. Para la Gaceta de Madrid el drama es inadmisible porque: «[...] Pone en boca de un príncipe o de un confesor lo que además de inmoral es ciertamente inverosímil» (13 de febrero, 1838). J. de Salas en No me Olvides censura que: «[...] El carácter de don Ramiro es enteramente falso, atendiendo a la historia, y de mal ejemplo, atendiendo a la moral» (n.º 34, 1837). Incluso años más tarde A. Cánovas, en el prólogo a su Campana de Huesca, reivindica su fidelidad a las fuentes históricas, al contrario de lo que ocurre en el drama de García Gutiérrez:

«Que el Rey don Ramiro era tal como aquí se muestra, lo dicen los libros viejos y el romancero, y aun la crítica sabia de los tiempos modernos no le considera de otro modo [...]. Desgracia fue que un poeta como el autor de El rey monje le retratara de otra suerte; porque su drama, puesto en competencia con los indigestos cronicones, podrá siempre más que ellos y con razón preferirá todo el mundo tales versos a la verdad»29.


Sin embargo M. (quizá de nuevo Mesonero) ofrece En El Español un panorama global de la producción teatral del dramaturgo en la temporada 37-3830 que, sin eludir los defectos, confiere a los títulos que nos ocupan el valor de promover la búsqueda de nuevas vías para la consolidación del teatro romántico tras la eclosión entusiasta de la fórmula en los años precedentes. De El paje destaca «el encanto de algunas situaciones bañadas en aquella intimidad que conmueve lo más exquisito de un alma sensible». Sobre Magdalena, el texto que la Comisión de teatros desaprueba ese mismo año, no entiende cómo siendo un drama original de mérito, ha podido «sufrir desaire donde tantos insustanciales extranjeros se acogían». No le complacen de El rey monje los dos últimos actos, excesivos y poco fieles a la historia, pero sí los tres primeros, que «compiten en belleza, distribución y poesía con lo más florido de El trovador, y a todas luces, según nuestro juicio, aventaja a cuantas escenas posee el nuevo teatro moderno»31.

Parece evidente que, al margen de juicios más o menos benévolos, los estrenos de García Gutiérrez en el año 37, al igual que el de buena parte de las piezas que se editan y representan en ese tiempo, ensayan modelos, con el drama francés en perspectiva, que no llegan a consolidarse ni a encontrar un cauce armónico de expresión. La causa de todo ello acaso radicara, como reiteradamente manifestaba Larra en sus artículos sobre teatro, en la precipitación con que se impusieron en España los parámetros literarios y espectaculares de la nueva escuela, así como en la falta de tiempo a la que debieron enfrentarse los dramaturgos para asimilar correctamente los modelos foráneos. La acumulación de motivos subversivos, la pintura de personajes sin moral ni principios, el tratamiento de que es objeto la monarquía, el recurso a una escenografía macabra... sin el sustento de una filosofía clara y unos principios estéticos unívocos, conducen a excesos que ni siquiera la crítica coetánea es capaz de valorar de modo uniforme y constante. El paje y El rey monje son, en este sentido, un buen ejemplo de esa aclimatación fallida del drama romántico francés a la escena española de la que Larra se había hecho ya eco con anterioridad, porque -como él mismo sentencia- en materia teatral «estamos tomando el café después de la sopa»32.






Referencias bibliográficas

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Ilustración 1

Ilustración 1. Margarita de Borgoña, reina de Francia. Romance histórico de los sangrientos asesinatos perpetrados por dicha Margarita en la Torre de Neslé;
y ejemplar castigo que sufrieron ella y su cómplice, Barcelona, Imprenta de Llorens, 188. Biblioteca de Catalunya

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Ilustración 2

Ilustración 2. Antonio María Esquivel. Ramiro II el Monje (1850)

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Ilustración 3

Ilustración 3. José María Casado del Alisal. La campana de Huesca (1874-1880)

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