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Antonio R. Huéscar: filosofía y novela

Helio Carpintero





Antonio Rodríguez Huéscar ha sido un pensador singular. Es considerado, y no sin fundamento, uno de los hombres que mejor ha repensado, y prolongado, las líneas imaginarias que definen la obra filosófica de Ortega y Gasset. Ha despertado vocaciones filosóficas, ha tenido discípulos, todo ello al margen de nuestra universidad, que no supo encontrar para él el lugar que le era debido.

Formado en la famosa Facultad madrileña de Filosofía que dirigiera Manuel García Morente, en los años de la II República, discípulo de Ortega, Morente, Zubiri y Gaos, pasó muchos años luego como profesor de Bachillerato en su tierra, la Mancha, y en Madrid, ejerciendo su docencia con modestia y maestría. Permaneció también unos cuantos años en la Universidad de Puerto Rico, al lado de otro orteguiano, el rector Jaime Benítez, que fue capaz durante su rectorado de aproximar aquella universidad al modelo de institución con el que soñara el propio Ortega.

Huéscar fue un hombre de «tempo lento», como él mismo reconoció alguna vez -por ejemplo, en su interesante correspondencia con Ferrater que publicó no hace demasiado tiempo- (Lasaga, 1993a, b). Fue además un espíritu con múltiples intereses, incluyendo junto a la filosofía un activo sentido de autor literario y una vocación duradera, y también lenta, hacia la pintura.

Aunque su obra no es amplia, incluye ensayos y estudios de muy alto interés. Sus ensayos -Del amor platónico a la libertad, Con Ortega y otros escritos, Perspectiva y verdad, La innovación metafísica de Ortega, junto a otros ya aparecidos póstumamente- revelan, junto a una extrema calidad conceptual, una singular penetración en torno al sentido con que su maestro Ortega fue elaborando problemas y temas concretos.

Pero tiene, además, un interés añadido, que procede del hecho de ser él no sólo filósofo sino autor de una novela, una obra literaria que no puede verse desligada, como es lógico, de su perspectiva filosófica. En esa condición peculiar de un doble papel de novelista y filósofo, o de novelista filósofo -o de filósofo novelista-, Huéscar, que hizo la experiencia de modo bastante temprano, coincidió muchos años después con otro explorador de esas tierras intelectuales, José Ferrater Mora, quien por cierto también se internó activa aunque más tímidamente por el mundo del cine. Esa coincidencia les acercó teórica y humanamente, como la mencionada correspondencia muestra.

No se ha estudiado a fondo la peculiar condición de estos dos filósofos-novelistas. Dejaré aquí a un lado el caso de Ferrater. Quisiera en cambio reflexionar sobre la singular novela de Rodríguez Huéscar Vida con una diosa (Madrid, 1954). Y de lo que ella pueda querer decir en el conjunto de su pensamiento.

Se da una particularidad. Esta novela, posiblemente, es la única que surge dentro del inmediato círculo de filósofos orteguianos al que Huéscar perteneció, con singular fidelidad. Aunque cabría tal vez mencionar aquí buena parte de la obra literaria de Francisco Ayala o la de Rosa Chacel, fuertemente impregnados de influencia de Ortega, ninguno de ellos ha sido filósofo sensu stricto, como es el caso de Huéscar. Éste mantuvo respecto a su maestro un discipulado hecho de coincidencia, más aún, de convergencia de puntos de vista en torno a la realidad, lo que hizo posible una auténtica y radical convivencia intelectual, y no simple e interesada cercanía. Huéscar, como Julián Marías, como algunos pocos más, han estado con Ortega cuando no convenía ni resultaba rentable. Luego, con el tiempo transcurrido, ha podido parecer que tal gesto no entrañaba dificultades ni peligros. Pero la vida de estos hombres, su lejanía de la Universidad española, su retiro a la vida privada e íntima, su voluntaria limitación a la docencia de instituciones privadas o extranjeras -en el caso de Huéscar, al mundo del bachillerato, salvo el tiempo, ya mencionado, que pasó en la Universidad de Puerto Rico- no se entienden sino desde el tremendo rechazo a la situación consolidada en España tras la guerra civil.

En alguna ocasión se refirió precisamente al impacto de la guerra, en particular sobre el grupo de personas que se habían llegado a identificar con el quehacer filosófico en aquella Facultad de Filosofía de Madrid inspirada por Ortega: «Fue más fuerte, yo creo, el impacto, el trauma de la guerra civil en nosotros, porque estábamos encauzados en una tarea que nos ilusionaba mucho...» (Salas, 1986, 111). Sin duda encontraron un tremendo desnivel entre aquello que habían estado esperando y lo que al final había sucedido. Además, habían sido enseñados a «coincidir consigo mismos» (Huéscar, 1964, 11), a no admitir un hipócrita desdoblamiento por conveniencias, y hubieron de reforzar su esqueleto moral para soportar estoicamente la nueva circunstancia que la guerra trajo al país.

No ocultaré, no obstante, mi impresión de que, a pesar de la guerra, la trayectoria intelectual de Huéscar ha estado bastante cerca de aquella otra que hubiera podido ser la suya de no haber acontecido la catástrofe. La desviación ha sido mucho menor de lo que ha sucedido en otros casos. Cierto que su ausencia total de la universidad española debió ser un drama para un hombre de conciencia lúcida y con una voluntad de comunicación como la que en él anidó. Pero es también cierto que su exigencia de autenticidad, su condición polifacética, y en concreto, esa convergencia de literatura y filosofía, debió permitirle ciertos cumplimientos de su vocación que tal vez un marco más académico no habría posibilitado. Para quien demanda autenticidad a su existencia, toda hora puede venir a llenarse de quehacer vital íntimamente justificado y satisfactorio. Éste es uno de los puntos claves que obligan a estudiar su novela a la hora de emprender la comprensión de su obra personal, porque, muy probablemente, ha sido una de sus vías alternativas hacia la autorrealización, obstruidas otras más convencionalmente académicas.


El filósofo novelista

«Yo tuve vocación de escritor desde muy joven». Así se lo dijo a Jaime de Salas el propio Huéscar en una entrevista de sus últimos años, aparecida en la Revista de Occidente en 1986 (Salas, 1986, 113).

Tuvo también, indudablemente, una radical entrega a la filosofía tal y como él la concebía. Y aproximó ambas dimensiones al escribir una novela plena de alusiones y cargada de sentido filosófico. Cierto que podría haber recordado el precepto juvenil de Ortega para uso de intelectuales españoles -«en España, o se hace literatura, o se hace precisión, o se calla uno». Éste parece condensar una exigencia de especialismo que lo haría incompatible con la literatura. Pero sin duda al joven Huéscar le importaron mucho más algunas de las tesis centrales del Ortega maduro, especialmente aquellas de que «somos nuestra vida», que «nuestra vida es drama», y que «la vida es el instrumento de conocimiento de la realidad», entre otras. No se puede olvidar que para Ortega la forma superior de conocimiento de esa realidad radical que es la vida reside en una razón dramatizadora o narrativa. Según ello, razón y narración, o si se prefiere, metafísica y novela, tienen una misión convergente, iluminadora de la realidad personal, que terminan por complementarse.

Más allá de la simple formulación escolar y abstracta de esas tesis, la aproximación esencial de la novela y la filosofía, en nuestro país, ha venido sugerida, y en algún caso ejecutada magistralmente, gracias a una fecunda síntesis de las tesis de nuestras dos grandes figuras, sentidas en ocasiones como difícilmente conciliables: la de Ortega y la de Unamuno. Para analizar la vida humana, y comprender al hombre de carne y hueso, la novela posee recursos nada desdeñables.

Hace muchos años, casi recién desaparecido Unamuno, Marías mostró que éste había llegado a hacer de la novela un método de conocimiento de la realidad humana (Marías, 1959). Huéscar, en fraternal diálogo con su antiguo compañero, ha detallado con minuciosidad su coincidencia y sus discrepancias con aquella tesis, y así da su personal opinión al respecto.

Por resumirlo brevemente, mientras ve en la tesis de Marías un interés porque la novela clarifique dimensiones estructurales de la vida, lo que tal vez llevaría a tener ante sí un objeto «abstracto» (R. Huéscar, 1964, 291), para él en cambio lo interesante radica en «el latido concretísimo, irrepetible, que la realidad da en la novela», las «"configuraciones de vida" -intraducibles, inefables en cualquier otro lenguaje-» (Id., 292). Y añade: «una novela, [...] cuando es buena, es una especie de aparato de "óptica"; algo, por tanto, que permite ver ciertos aspectos de la realidad en una determinada e insustituible perspectiva» (Ibid., 264).

Se trata, pues, de novelar para conocer. La novela pone al descubierto de un modo originario ciertas facetas de la vida, determinadas «esencias» (Lasaga, 1993b), en particular su condición argumental, su carácter dramático. Es al novelista a quien primero se revelan, a medida que la novela se crea, mientras el autor la va construyendo. Personajes y situaciones, por más que entes ficticios, se ven envueltos en una lógica de la verosimilitud, que se aproxima en grado variable a las complejidades mismas del vivir humano. Por eso, «la novela es una técnica de penetración en zonas de la realidad más o menos arcanas y a trasmano» (Id., 255). Tiene una función descubridora, iluminadora, primero y principalmente para el autor pero luego, naturalmente, para sus lectores, que se van enriqueciendo con la experiencia imaginaria narrada. Y lo que se aclara es, precisamente, la materia propia de la vida humana. De ahí que la experiencia personal e insustituible de crear una novela no puede en este caso permanecer aislada del análisis conceptual propio de la filosofía.




El novelista

Huéscar ha contado que escribió una novela siendo muy joven, hacia sus dieciocho o diecinueve años, allá por 1930 (había nacido en 1912; pertenece, por tanto, a la generación de 1936, la de Marías, Ferrater, Pinillos, Cela, Delibes, Torrente Ballester, Carmen Laforet, Ildefonso Manuel Gil, José M. Gironella, y tantísimos nombres que pudieran seguir en esta lista). Aquella opera prima era, según sus palabras, «una novela corta de un "realismo" rabioso» (Ibid., 1964, 285); al parecer, no se publicó. Luego vinieron otros intentos, y al fin uno resultó logrado y cumplido, Vida con una diosa.

La escribió, según él mismo ha contado, en un «estado como de íntima incandescencia» (Lasaga, 1993a) que, al parecer, le ocupó y absorbió tres meses extraordinariamente intensos de escritura. La obra fue finalista al Premio Nadal en 1948, y apareció en 1954 -en una rara y olvidada editorial, donde terminó oscurecida y desatendida.

Esta singular experiencia exige ser analizada y comprendida. Obliga a mirar más de cerca el mundo de ficción allí creado, para luego ponerlo en relación con la teoría filosófica de su autor.

Aunque Vida con una diosa no es una novela fácil de contar, su historia sucinta podría tal vez relatarse como sigue.

Un joven manchego ve en Madrid, en la calle, a una joven. Sorprendentemente, al verla, la ve como una diosa, como si de la helénica Diana se tratara. Trastornado, busca el retiro en un pueblo manchego junto a un amigo de toda la vida, Juan, cuya novia resultará ser la misma mujer-diosa con que tropezara en Madrid.

Tras descubrirlo dejará el pueblo, no sin escribir una carta justificativa al amigo. Entonces se ve sometido a una persecución por su propio hermano, quien busca y al fin logra encerrarlo en un sanatorio como presunto demente. Y allí, en el santuario, encontrará de nuevo a aquella «diosa» trabajando como enfermera. Ambos terminan huyendo juntos, y yéndose a la Mancha. Reencuentra al amigo, y en una situación confusa, parece que el protagonista lo «sacrifica». La pareja, entonces, huye a Grecia.

Esa historia -se entera el lector, llegado a cierto punto- se halla contada por el propio protagonista, «Eduardo Enríquez», en un manuscrito que un extranjero trasladará de Grecia a España, con el fin de hacerlo llegar a un supuesto editor. Hay también unas hojas en que ciertos «lectores» lo juzgan y opinan sobre el mismo.

La ambigüedad lo domina y envuelve todo; el autor ha dejado un manto de incertidumbre sobre los puros «hechos». Véase: el protagonista quería matar al amigo, pero ¿lo ha logrado?; él cree que sí, otros en cambio que no; e incluso una «testigo» aparecerá diciendo que la distancia en la montaña habría hecho imposible que el uno matara al otro.

No entremos ahora en la mayor o menor inverosimilitud de ese argumento, casi de novela bizantina. Hay un manuscrito que relata la historia de alguien que ha sentido que hacía su «vida con una diosa»; en torno a ella se multiplican las perspectivas, mediante el recurso a lectores y críticos imaginarios introducidos por el novelista. Y en todo ello se mezclan hábilmente el sueño, la realidad, incluso el misterio y una cierta cuasi-sobrenaturalidad, elementos que juegan un papel al menos en dos planos, uno más literario, otro más filosófico y conceptual.




Una novela quijotesca

Literariamente, la novela contiene muchos elementos que evocan irresistiblemente el Quijote cervantino.

Para empezar, hay una fuerte presencia del mundo manchego como escenario de los singulares amores de los protagonistas. El paisaje, en ciertos momentos, pasa al primer plano y llega a parecer el protagonista. Luego, hay recursos constructivos empleados aquí que evocan otros usados en aquella magna obra.

Nótese, por lo pronto, que se trata de una novela que tiene como base un manuscrito, que llega a manos de un editor. Este supuesto editor, un personaje que se llama Carlos Bonín, vendría aquí a ocupar el lugar vicario del quijotesco «Cide Hamete Benengeli». Bonín comienza por no saber si lo que ha llegado a sus manos es o no verdad (Huéscar, 1954, 7 y 329), y de esta suerte, al editarlo y comentarlo crea una distancia sobre el texto que enriquece al lector con una nueva perspectiva.

No para ahí la cosa. Las perspectivas se multiplican. Para eso hay aquellos otros comentarios de «lectores», cuyas hojas aparecieron de improviso, que consolidan ante el lector una red de juicios que envuelve el primitivo relato. A la hora de construir ese segundo círculo de opiniones Huéscar ha ido lejos. En efecto, introduce páginas de un supuesto diario; añade fragmentos de vida y acción inmediatas, en estilo directo, en unos «Interludios» donde los mencionados lectores hablan y comentan, discuten y se mueven, creando así otro plano muy diferente y cortando el desarrollo de la historia con esas otras narraciones menores, finamente intercaladas -como aquellas que también Cervantes introdujo en su libro. Al fin se sabe que esos interludios estaban dentro del plan del manuscrito, para darle un quiebro a la monotonía del relato (1954, 311), con lo que aún es más problemática su distancia respecto del argumento central.

Esa multiplicidad de puntos de vista hace que el lector no sepa nunca muy bien a qué distancia se halla respecto del texto. Tampoco van a estar seguros de esa historia sus «lectores» imaginarios. Incluso el protagonista, autor en primera persona del relato, cuando lo ve sobre su mesa, admitirá haberlo escrito, aunque le parece vivirlo como si lo hubiera escrito «otro» y no fuera algo suyo.

Las cosas aún van más lejos. El protagonista, como ya va dicho, se ha enamorado de una mujer, que tras su ser carnal deja ver otra personalidad más alta, propia de una deidad griega. Podría verse aquí realizada una posible versión, bien que singular y modernizada, de la experiencia quijotesca de «Dulcinea». Dulcinea inspira y mueve a don Quijote, quien de cierto ha conocido a la aldeana Aldonza Lorenzo, a la que tratará en persona más tarde bajo una encarnación de moza carirredonda, con olor a ajos, que Sancho con engaño le presenta, para salir él mismo de apuros, en inolvidable aventura. Algo no muy dispar ha llegado a suceder aquí, puesto que bajo la moza de carne aparece la Diana olímpica y radiante, y el protagonista oscila una y otra vez entre ambas caras de la misma persona. Esa dual personalidad de la amada del protagonista, la enfermera doblada de diosa, aparecerá dentro de una experiencia con visos de proximidad respecto de aquellas vividas por don Quijote con los molinos, los rebaños, o la misma bacía de barbero, que dejaban ver sobre su materialidad otros sentidos sólo perceptibles para el caballero andante.

Cabe pensar que Huéscar no ha podido dejar de tener presentes unas palabras de Ortega en que éste ha mantenido que toda novela moderna lleva en algún modo dentro de sí, «infartada», la novela cervantina, y por eso él mismo dirá que es el Quijote la verdadera novela «ejemplar» (Id., 235), mucho más que las otras así llamadas.




Una novela orteguiana

Todo esto no nos puede extrañar demasiado. La novela de Huéscar lleva dentro, como era de sospechar, la teoría orteguiana.

Ésta es una novela sobre la realidad como tal. Aunque para hablar de la realidad se ha solido recurrir a la filosofía más abstracta y quintaesenciada, aquí de lo que se habla es de ella, de sus modos y formas. Y se la presenta desde una perspectiva sustantivamente orteguiana.

Aquí no hay «hechos puros» ni objetivismo a ultranza. Antes al contrario, hay una continua presentación de lo real desde una determinada perspectiva. La realidad del hecho no puede colocarse más allá de la vida donde supuestamente ha acontecido, puesto que al hacerlo todo se vuelve problemático, discutible, inseguro, vacilante.

Hay una continua tensión a lo largo de todas estas páginas, que imponen al lector una evidencia: que la realidad es lo que es siempre para alguien determinado desde una determinada posición o punto de vista. Todo lo que se ve desde fuera, desde los innumerables puntos desde donde puede ser tomada noticia de ello, encierra una dimensión de equivocidad o ambigüedad, y para deshacerla habría que lograr situarse en el punto de vista originario, desde donde ha sido vivido en primera persona.

Con otras palabras, la novela muestra inmediatamente un «mundo novelístico» dominado por el perspectivismo, en el que cuenta sobre todo lo que las cosas son para quien las vive. Por ejemplo: no hay personajes que sean locos o cuerdos, o buenos, o malos; incluso no los hay que sean divinos o humanos a lo largo de todas las páginas. La diosa es diosa «según cuándo» y «según para quién»; y «el criminal» ¿lo es o no lo es?; y «el amigo» ¿es sincero, o es también un enemigo? En este mundo orteguiano de raíz está latiendo la vieja idea de Cassirer según la cual en el pensamiento moderno domina la categoría de «función» en lugar de la de sustancia. Esa famosa distinción, subrayada enérgicamente por él a principios de siglo, hubo de facilitar las cosas a cuantos, como Ortega y algunos de sus contemporáneos, aspiraban a dejar atrás el mundo de las cosas para aprehender con fidelidad lo que es el mundo de las personas. Por encima de todo el mundo es mundo porque es circunstancia, porque está activamente operando en torno a alguien cuyas posibilidades limitan y definen el perfil de aquél, un mundo donde por tanto caben y pueden aparecer una mujer y una diosa, y por ello es a las veces humano, y a veces, «cuasi divino».

Todo lo que es, es lo que es para alguien. Ortega ha mantenido esa visión funcional de lo real, prolongando la idea de Cassirer de que el pensamiento moderno ha sustituido la vieja idea de sustancia por la moderna de función, dando con ello un vuelco a la metafísica (Cassirer, 1928).

Toda realidad se da siempre ante alguien, en cierta perspectiva. (Ortega dijo en Meditaciones del Quijote que el ser del mundo es «perspectiva», y ésta ha sido una de las grandes preocupaciones del Huéscar filósofo, autor de un gran estudio sobre Perspectiva y verdad, no se olvide).

En la perspectiva se integran aspectos superficiales y latentes, primeros y últimos planos. Y entre los profundos, se hallan aquellos que determinan el último sentido de la realidad. Ahí está, justamente, la cuestión del «prodigio» y la «esencialidad». Y allí se halla también el último fundamento del mundo, y con ello, su trasmundo, constituido por lo que Ortega llamó «la cuestión de Dios», aquella que en El Espectador anunció como emergiendo «a la vista», pues a su juicio la atención del hombre de nuestra época volvía a fijarse en «una línea intermedia, precisamente la que dibuja la frontera entre uno y otro mundo» (Ortega, II, 496).

Don Quijote, para Ortega, está en el bisel entre dos mundos, el de la materialidad y la idealidad. Une molinos y gigantes, enlaza a Maese Pedro y sus muñecos con la trágica persecución de don Gaiteros por los moros, y en todas esas ocasiones quiere intervenir dando cohesión a ambas esferas, enlazándolas: está en el bisel entre realidad e irrealidad. Comentando esas aventuras, escribió sagazmente:

Lo que en él (en don Quijote) es anormal, ha sido y seguirá siendo normal en la humanidad. Bien que estos gigantes no lo sean, pero... ¿y los otros?; quiero decir, ¿y los gigantes en general? ¿De dónde ha sacado el hombre los gigantes? Porque ni los hubo ni los hay en realidad. Fuere cuando fuere, la ocasión en que el hombre pensó por vez primera los gigantes no se diferencia en nada esencial de esta escena cervantina Siempre se trataría de una cosa que no era gigante pero que mirada desde su vertiente ideal tendía a hacerse gigante... También justicia y verdad, la obra toda del espíritu, son espejismos que se producen en la materia...


(MQ, 178-179)                


¿No estamos ante un caso parecido? ¿Qué sabemos de los dioses? Siempre se tratará de que, en medio de la cotidianeidad, el hombre llegue a percibir algo nuevo, prodigioso, como sucede en nuestra novela al protagonista.

Finalmente, está la cuestión del enamoramiento, y la trasformación del protagonista y del mundo donde vive. Ese amor reordena el mundo:

También en el mensaje de las cosas circundantes, en las más nimias sensaciones externas, estaba ella presente, tiñéndolas y configurándolas de su esencia: el color del asfalto por donde caminaba, el ruido de un tranvía, la suavidad humanizada del pasamanos de esta escalera, el gusto de este vermut...


(1954, 19-20)                


Es una transformación que evoca de inmediato la teoría que Ortega llamara en El Espectador (1924) «geometría sentimental». Según ésta, el mundo se reestructura y reordena cuando, sobre el vivir amorfo y cotidiano, opera un interés, un amor personal. (En ese caso, «unas cosas estaban cerca y otras lejos, según su distancia del lugar donde yo esperaba ver a la dulce criatura...», y la ausencia de ésta desestructura la organización anterior).

En suma, desde la exploración de la cotidianidad, a través del análisis de la complejidad perspectiva, y de la experiencia del amor, se arriba a la cuestión más general de lo prodigioso, dentro de la que, sin duda alguna, hay que inscribir ese «vivir con la diosa» que Huéscar ha explorado.

Y aquí se llega a un punto crucial. El lector, que no está seguro de nada, a medida que ha absorbido las páginas de la novela, no puede dejar de preguntarse: ¿qué significa esta «vida con una diosa»? Éste es un punto que nos lleva directamente a la cuestión del argumento.




Una novela de lo «divino»

No es usual el tema de esta historia. El protagonista del relato vive la singular experiencia de una peculiar «teofanía». Sucede que, al conocer una mujer, se le aparece ella como una diosa.

Se trata de una experiencia singular. Para entenderla, el autor nos sugiere que al contemplar a la figura femenina, el protagonista ha llegado a descubrir en ella una peculiar dualidad, casi una doble personalidad. Hay la persona, y hay un «numen» (Id., 215), un segundo ser latente (Id., 155) que a veces se evidencia en ella. («Me daba cuenta de que había en ella dos seres y que uno de ellos era ignorado por el otro... Por encima de este espíritu humano que alentaba y sufría... estaba la otra, la desconocida, prepotente, devastadora, inescrutable...» [Id., 152]). De este modo el protagonista siente estar percibiendo, junto a la apariencia visible, el trasfondo más real de aquella aparición.

Esa visión femenina es, en cierto modo, una «metáfora viviente». Al contemplarla, «Eduardo» está ante una mujer de carne y hueso de la que puede enamorarse; pero también ante esa otra «desconocida», que la primera deja entrever y traslucirse. Es la de ésta una realidad que hace de bisel entre un mundo de cotidianidad y otro de significados trascendentes. Hay una Diana Sanchís, «pobre muchacha acosada por el fantasma espléndido que llevaba dentro, desbordada por su volumen espiritual, destrozada por la violencia tremenda de su genio...», y hay «la otra, la desconocida, prepotente, devastadora, inescrutable...». Y el personaje añade, para evidenciar la ambigüedad esencial del caso: «Y lo azorante del caso era que yo no sabía cuál era la verdadera Diana; quiero decir, la que yo amaba» (1954, 152).

Estamos, sobre todo, ante la experiencia de lo «prodigioso» que por fuerza ha de manifestarse en medio de la vida cotidiana. Cotidianidad es un modo de aparecer la realidad, que puede suspenderse o desgarrarse para dejar pasar entre sus hiladas otra forma más alta de realidad, solo perceptible en ocasiones por quien vive la experiencia de esa revelación, sea o no experiencia de locura, manía, rapto hacia lo sublime o lo anormal... Pero claro está que se trata de una experiencia sin la cual el mundo de lo «divino» no habría llegado a conocimiento del género humano.

Vivir con una diosa por fuerza ha de ser algo problemático y ambiguo. Lo es desde luego para el propio protagonista, sujeto paciente imaginario de la vivencia. Éste, que escribe el manuscrito, como se recordará, llamará a su propia historia «novela» (Id., 1954, 311) en el supuesto «diario» editado anejo. Así, eso lo habría escrito él mismo -es de su «puño y letra»-, pero como siendo tal vez «un otro» (Id., 1954, 317). Lo más importante es que en todo caso se trata de una diosa de limitadísima «actividad divina»: no hace milagros, ni trae nuevas doctrinas, pero produce una trasmutación de la vida, «un dolor delicioso», un «dulce veneno», «rumor de eternidades», mientras «algo trémulo y virginal llena el mundo» (Id., 1954, 11). Y con ello se produce «la íntima transmutación de mi personalidad», según dice el personaje (Id., 1954, 21).

Ya hemos visto que hay ahí una dualidad encerrada. Es una experiencia en que la otra persona aparece como una realidad con superficie, de un lado, y con una profundidad, de otro. La clave de la experiencia está en el amor. Ésta es una realidad amorosa que cabría interpretar como un amor a un tiempo divino y humano, «una trágica pasión bifronte» (1954, 153). El contacto con esa personalidad femenina determina un alejamiento del mundo cotidiano y de la humanidad, y representa una «invitación a la vida pura y esencial» (Id., 1954, 39-40); la experiencia de esa relación es lo único que ha merecido el «nombre de vida» (Id., 1954, 44).

Se trata, por lo pronto, de una experiencia de lo sobrehumano, de lo «divino». Al examinarla, pronto se advierte que el autor no ha dejado de tener en cuenta algunas enseñanzas clásicas.

Por lo pronto, está la importante reflexión de William James sobre la experiencia religiosa. Allí viene descrita esa experiencia de la percepción de lo misterioso que en ocasiones sobreviene a algunos humanos. Son unas palabras que se ajustan bastante bien a nuestro asunto. Dice James, hablando acerca de la raíz de ciertas ideas sobre los dioses griegos, que «es como si en la conciencia humana existiese un sentido de la realidad, un sentimiento de presencia objetiva, una percepción de lo que podemos llamar "algo" más profundo y general que cualquiera de los "sentidos"...» (James, 54), un sentido que en ciertas ocasiones transmite la noticia inmediata de una «presencia» que sólo se entiende como algo paranormal o supranormal.

Resuenan también otras lecturas. La experiencia de los dioses ha sido vista como experiencia de lo «numinoso». Lo divino, se ha dicho, aparece como algo tremendo, majestuoso y enérgico. Así lo resumió Rudolf Otto, cuyo libro, Lo santo -uno de los primeros incorporados por Ortega a la biblioteca de la Revista de Occidente-, posiblemente hay que tomar como otra de las raíces o fuentes de esta novela. Otto dice que lo santo es algo poderoso y tremendo, que a la vez produce sentimientos de fascinación y terror (mysterium tremendum et fascinans). Y en efecto, la «diosa», cuando se manifiesta como tal, y el protagonista ve en ella aquel trasfondo latente, se manifiesta con rasgos muy semejantes a los mencionados: «prepotente, devastadora, inescrutable...». Después de verla revelada en plena Gran Vía madrileña, el rendido espíritu del protagonista dice:

Luché fatigosamente, hora tras hora, por borrar de mi mente aquel extravagante, inverosímil episodio... Todo fue inútil. Aquello se incorporaba en mí con fuerza creciente, arraigaba en zonas de mi yo cada vez más subterráneas e insondables.


(Id., 1954, 19)                


Este protagonista, como sucede también en el caso de espíritus análogos, enlaza y separa, combina y distingue entre el mundo como cotidianidad y el mundo como teofanía. Llegamos a descubrir así una esencial raíz de esta novela, la que a mi juicio se combina de modo radical con las ideas orteguianas: la concepción platónica del hombre como intermediario entre dos mundos, el de las Ideas y el de las cosas. Es esta dualidad clásica la que, repensada y recreada por Huéscar, encuentra su plasmación circunstanciada en estas páginas.

Lo que nos da la novela, junto a otras tesis conceptuales del pensamiento de Ortega sobre la vida humana, es una visión del hombre -de un hombre, mejor dicho, que es el protagonista- como auténtico enlace entre idealidad y materialidad, como verdadero intermediario o metaxy -el papel que en el platonismo se da al hombre, y por modo de eminencia, al propio filósofo.

Explicando el Fedro, precisamente, Huéscar escribió:

el eros, como el alma, y como el filósofo, es un metaxy; pertenece a ese linaje de seres medianeros entre el mundo de las Ideas y el de las cosas, y cuya misión es poner en comunicación ambos mundos.


(Huéscar, 1957, 27)                


Si nos damos bien cuenta, éstos son los temas de la novela. No podemos dejar de advertir que en la Vida con una diosa estamos ante un hombre que convive con una diosa griega; se presenta todo en un manuscrito que viene de Grecia; incluso, según la ficción, nos hallamos ante un hombre que tiene una experiencia análoga a la descrita por el pensamiento platónico puesto que se mueve entre «este» mundo y el «otro», entre el círculo de lo humano y el de lo divino.

En la novela, el protagonista ha vivido, y vive, en un mundo, que, tras descubrir a «su diosa», por efecto de esa experiencia cuasi mística se convierte en mundo de sombras frente al otro más enérgico, más verdadero en que convive con aquella en ciertos momentos excepcionales. En los campos de la Mancha, la estructura de bisel del alma del protagonista se sitúa justamente en una ideal línea divisoria que separa y enlaza a la mujer manchega y a la diosa helénica, a la Diana Sanchís y la Diana divina, al mundo de la materialidad y de la idealidad. Su experiencia, al cabo de los siglos, vendría a reproducir, mutatis mutandis, la del espíritu impulsado por el eros platónico, o la del otro gran manchego, el cervantino Alonso Quijano, oscilante siempre entre Aldonza y Dulcinea.

Huéscar, comentando a Platón, advierte que en esa filosofía el amor y el conocimiento se interpenetran y vivifican. Por eso sólo con amor, y entusiasmo, puede el alma aspirar a lo mejor. Y añade:

La lectura de Platón constituye, en grado superior, quizá, a la de cualquier otro clásico..., una enérgica invitación a la fe en los destinos humanos, a la alegría creadora de la vida, y también a una alentadora esperanza de salvación de lo mejor que hay en el hombre.


Y aún añade: «Y sin embargo...» (Id., 1957, 32).

¿No será que Vida con una diosa explora las limitaciones de una experiencia de mística teofanía? ¿Los inmensos problemas de una combinación, en concreto y por vía amorosa, de la realidad ideal y de la cotidiana existencia?

Al cabo, la tesis podría ser: el mundo, ¿no vale lo que vale y significa lo que significa, según haya sido la experiencia cimera vivida por el sujeto? Para quien vive inmerso en trivialidad, el mundo no es más que algo trivial. Pero en ciertos momentos, el hombre puede llegar a traspasar la costra de cotidianeidad, y llegar a un fondo de verdad y de misterio, desde el cual el mundo se reordena y reconstruye en función de esa verdad o misterio que han sido logrados.

La novela vendría a dar pleno sentido a esos puntos suspensivos, a esta última expresión de duda con que se cierra aquel comentario al Fedro platónico. La combinación de los dos mundos, imaginada en concreto, parece venir a terminar en tragedia, más que en comedia. Como don Quijote al fin es vencido y ha de regresar a casa desalentado, tan sólo ya ansioso de morir, es posible que esta Vida con una diosa explore la tragedia que también en esa experiencia se podría encerrar. Por más que se trate de una vida con los dioses, en este mundo el último acto de toda vida, como dijo Pascal, siempre parece que termina en tragedia, aunque, ante el juego inextricable de perspectivas, nunca se sepa bien en qué terminan las vidas de los demás, y todavía uno no sabe nunca en qué terminará la de uno mismo. La exploración de todas esas posibilidades de la vida humana, eso es lo que parece haber atraído por sobre los demás problemas al autor de esta novela.








Referencias bibliográficas

  • James, W. (1986): Las variedades de la experiencia religiosa, Barcelona, Península.
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