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Antonio Rodríguez Huéscar y su «salvación» de Ortega

Helio Carpintero





Antonio Rodríguez Huéscar es manchego y es orteguiano, es novelista y también filósofo y, a las veces, es profesor de Filosofía en la Universidad de Puerto Rico. Como escritor, es autor de corta obra: una novela, Vida con una diosa y dos volúmenes de ensayos, Del amor platónico a la libertad y Con Ortega y otros escritos1; en muchas de las páginas de su último libro se encuentran remansadas algunas de las más puras calidades filosóficas que vienen a compensar las dimensiones de sus escritos. Y, sin embargo, un manto de desatención y de silencio los envuelve y los rodea. ¿Es esto justo? ¿Es siquiera conveniente?

En un ensayo lleno de ideas y de finura mental, Huéscar dibuja el perfil vital del hombre manchego, el Homo montielensis que ve pasar los años por Infantes, por Fuenllana o Villahermosa... Encierran estas páginas, en cierto sentido, un profundo y certero autorretrato de este autor, nacido en Fuenllana, tierras de Ciudad Real. ¿Y cómo es este hombre? El hombre de Montiel, precisa, no vive hacia el futuro, sino de cara al pasado; cierto hermetismo anula la porosidad del alma, que queda convertida por su fuerza inercial en «un alma a la deriva»; con afán de inmutabilidad, el hombre de Montiel se rebela contra el tiempo, abandona el momento concreto y se dispara hacia sus visiones interiores de mística o locura; pero en el fondo, concluye Huéscar, «¡qué profunda poesía y qué represada intensidad las de esta vida ensimismada, reconcentrada, del hombre de Montiel -del hombre de Infantes, de Cózar, de Alhambra, de Fuenllana, de Almedina!».

Antonio Rodríguez Huéscar ha estado a dos dedos del abismo. Poco le ha faltado para quedarse sumergido en su intimidad recóndita, dispuesto a soñar ardientes caballerías. El mundo de la Mancha contiene múltiples reliquias del Quijote; «labrantines socarrones, entre simples y discretos, como Sancho, e hidalgos lunáticos; arrieros y trajinantes; bachilleres, curas y barberos... Cuando yo iba a la escuela de mi pueblo -nos confiesa- todavía se leía en ella el Quijote..., y nos parecía a los muchachos que el mundo que allí se nos pintaba era nuestro mismo mundo. ¡Como que lo era». Si superó la clausura para salir al campo abierto de los temas, los problemas y los hombres, ¿a qué es debido?

No encuentro más que una respuesta, y ésta es un nombre propio: Ortega. Huéscar lo dice con palabras tan certeras, que pueden ahorrarnos largas explicaciones: «Ortega no "tenía" una filosofía, sino que la "era"». Su palabra desvelaba la realidad, penetraba en ella, pero al tiempo dejaba al descubierto la más profunda intimidad humana, pues mostraba que la vida, mi vida, es la realidad radical.

Para el manchego intimista e introvertido que era Huéscar la palabra de Ortega debía resultar explosiva, trastornante, revolucionaria, y cada vez que le viniese a la mente aquello de que «yo soy yo y mi circunstancia», debía dar mil vueltas al final de esa misma frase: «y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Salvar la intimidad sólo era posible, pues, como empresa de mayor alcance y trascendencia: como salvación del mundo y de las cosas, de cuanto no soy yo.

Ahora bien: precisamente para salvar la circunstancia era preciso ser fiel a ella y verla desde su raíz en la vida humana. «La vida humana -advirtió Ortega hace ya muchos años- es una realidad extraña, de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella». Salvar la circunstancia y, por consiguiente, salvarme yo nos lleva a hacernos cuestión de la vida misma, de la vida de cada uno de nosotros, ámbito donde aparecemos a la vez las cosas y yo, o dicho de otro modo, yo haciendo algo con las cosas.

A la pregunta por la vida humana, Huéscar ha tratado de hallar contestación por dos vías diferentes. El primer camino es el de la filosofía; el segundo, el de la novela. Apuntémoslo rápidamente.

Con la filosofía se encontró Huéscar cuando «comencé a oír -es su propio testimonio- la palabra de Ortega». Guiado por el pensamiento de su maestro, advirtió que el filósofo es quien hace objeto de su consideración a toda la realidad, gracias a que toda realidad transparece y se manifiesta en una realidad total: la vida humana, que es siempre la de cada cual. El pensamiento del filósofo aspira a captar la verdad de las cosas, a adecuarse a ellas, pero también ha de ser «"auténtico" pensamiento, "verdadero" pensamiento, y sólo lo es -afirma Huéscar- cuando responde a una individualísima y radical "necesidad"..., la que en este momento concreto de mi concreta vida tengo yo de "salvarme"». Con ello pasa a primer término de su consideración la dimensión ética del pensamiento, según la cual, de cuanto "puede" ser pensado en un momento por el hombre sólo algunos y precisos pensamientos "deben" ser pensados efectivamente. Pero entonces, se dirá, ¿qué hará quien medita en lo que debe y nada halla como solución aceptable a su problema? Para este hombre «la realidad misma... se hace insistentemente -resistentemente- opaca a la mirada, a la "interpretación" filosófica...»; y su destino filosófico y, claro es, vital, cobra un dramatismo insospechado. En semejantes circunstancias, le cabe al hombre que aspira a ser fiel a la verdad manifestar la verdad de su fracaso; puede también optar por callarse; cabe la posibilidad de vivir la vida íntegramente y luego expresarla en autobiografías o en confesiones, de modo que la verdad de la vida transparezca; finalmente, cabe buscar una vida filosófica sin filosofía, en que los hallazgos se traduzcan o conserven mediante recursos «poéticos». Y en esta última posibilidad se inscribe, a mi juicio, la segunda vía seguida por Huéscar: la de la novela. En vista de que, en nuestro tiempo, la realidad, la vida, se ha tornado profundamente opaca, y el «hombre medio de nuestros días... está decidido a mentir, tal vez inconscientemente», y nuestra conciencia está «anestesiada para todo lo que signifique enfrentarse de verdad consigo misma», en vista de todo ello, repito, Huéscar se ha encaramado con la vida humana concreta, con las ilusiones y esperanzas y fracasos, para tratar de hallar ahí «perspectivas nuevas, facetas y estructuras inéditas del mundo y de la vida reales». El único instrumento de que podía disponer era la imaginación. Con ella se construye el mundo de la ficción, con ella se coordinan los materiales que el novelista toma de la vida, y con ella, por fin, se teje una «apariencia de realidad» que constituye la realidad de la novela. Y precisamente, gracias a ese tejido imaginario, la novela nos presenta la vida y, con ella, lo que Huéscar llama «esencias del mundo», «configuraciones de vida» con las que clarificar la propia existencia. «La ficción -escribió en sus Ideas el gran Husserl- es la fuente de donde saca su sustento el conocimiento de las verdades eternas».

De vuelta, pues, a la intimidad por el camino de la novela, parece que nuevamente encontramos en Huéscar un rasgo «montielense» fundamental. Retirado del vivir cotidiano y superficial, en busca de lo intemporal o lo permanente, traduce su afán de inmutabilidad en una indagación de esencias y conexiones de la vida humana, y, si el hombre de la Mancha se rebela contra el tiempo, este singular manchego de Fuenllana, que es Antonio Rodríguez Huéscar, se sitúa frente a nuestro tiempo para despojarlo de cuanto pueda falsificar, disminuir o desmoralizar la vida presente, y clarificar, así, la vida misma.

En la medida en que la filosofía aspiraba a captar la realidad verdadera, y con ello trataba de proporcionar al hombre los medios intelectuales con que lograr la realización de la vida auténtica, Huéscar ha revivido ciertas experiencias filosóficas capitales en estudios recogidos en su volumen Del amor platónico a la libertad, y además, claro es, ha repensado personalmente el sistema de su maestro Ortega, como manifiestamente se ve en su reciente Con Ortega y otros escritos. Y, en la medida en que la filosofía le ha conducido a la novela, ha reflexionado teóricamente sobre ella y la ha practicado: ahí está su Vida con una diosa. ¿A qué se debe la falta de atención sobre su obra?

En líneas generales, el pensamiento de Huéscar es irreductible a tesis de carácter esquemático, a términos de aire científico, a fórmula. A una simple vista, parece que sus páginas repiten lo que Ortega, o Unamuno, o Marías, por ejemplo, han dicho sobre los problemas; una vista más aguda pronto advierte que, si bien las expresiones coinciden, en Huéscar alienta una personalísima forma de drama filosófico que le distingue y singulariza: en él, el filósofo se hace cuestión del camino hacia claridad, no sólo de los objetos que reclaman ser iluminados; para decirlo en dos palabras, la originalidad de Huéscar no se halla en sus teorías, sino en su propia situación, que le mueve a filosofar, a escribir y a novelar. Si, como creo, la novedad de su pensamiento radica en su personal forma de encarnar o vivir el problema filosófico radical, ello sólo será patente a través de Memorias o Diarios filosóficos donde el lector pueda reconstruir las huellas de su acendrada meditación. Y me parece urgente que una forma tan auténtica de filosofar, como lo es la de Antonio Rodríguez Huéscar, no quede sepultada en el olvido en años en que tanto escriben de filosofía quienes nunca han sentido la angustia de un verdadero problema intelectual.

Por otro lado, en él cobra la vida filosófica sus dimensiones reales, porque ha sabido y querido reconocer que el pensamiento humano fructifica en diálogo con los genios creadores, a quienes debemos hallazgos, iluminaciones y, por encima de todo, «amor intelectual», para darles adecuada continuidad y descendencia mediante nuestro propio esfuerzo.

Para salvarse a sí mismo, Huéscar se ha propuesto «salvar a Ortega: [...] promover... la germinación y fructificación de sus riquezas seminales». Y, con ello, hacer efectivas las posibilidades, en gran parte inéditas, de la mente española de nuestro tiempo.





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