Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —81→     —82→     —83→     —84→     —85→  

ArribaAbajoGaldós y el vocabulario de los amantes

Gonzalo Sobejano


Tristana vive recluida en casa de su anciano y despótico protector. A veces con Saturna, la criada, escapa de la casa para dar una vuelta por las calles de Madrid. Cierta tarde de octubre, durante uno de aquellos paseos, Tristana se siente impresionada por la presencia de un caballero de atractivo aspecto. Abórdala éste días después. Hablan. Tristana es demasiado sincera para usar de la táctica convencional que aconseja rechazar la primera vez al pretendiente. Le da un «sí» triplicado, espontáneo, desesperado, y así comienza un intercambio de misivas que pronto deja paso a encuentros y visitas, siempre a espaldas del receloso curador. Tristana pasea con Horacio y se reúne con él en su estudio. «Turcas de amor» llama Galdós a estas entrevistas y, en efecto, el pintor y la inteligente joven se hablan de un modo tan entusiástico y tierno que parecen embriagados. Horacio, de ascendencia italiana, ha vivido en Venecia, Roma y Nápoles y conoce de memoria cantos enteros del «Infierno» y del «Purgatorio» de Dante. Con sus excelentes dotes de asimilación, Tristana ha aprendido a su lado un poco de italiano. Una tarde, mientras espera a su amada, Horacio se entretiene leyendo a Leopardi. De pronto aparece Tristana:

-¡Rico, facha, cielo, pintamonas, qué largo el tiempo de ayer a hoy! Me moría de ganas de verte... ¿Te has acordado de mí? ¿A que no has soñado conmigo como yo contigo? Soñé que... no te lo cuento. Quiero hacerte rabiar.

-Eres más mala que un tabardillo. Dame esos morros, dámelos o te estrangulo ahora mismo.

-¡Sátrapa, corso, gitano! -cayendo fatigada en el diván-. No me engatusas con tu parlare onesto... ¡Eh! Sella el labio... Denantes que del sol la crencha rubia... ¡Jesús mío, cuantísimo disparate! No hagas caso; estoy loca; tú tienes la culpa. ¡Ay, tengo que contarte muchas cosas, cariño! ¡Qué hermoso es el italiano, qué grato al alma es decir mio diletto! Quiero que me lo enseñes bien y seré profesora. Pero vamos a nuestro asunto. Ante todo, respóndeme: ¿la jazemos?


Y el narrador se ve precisado a explicar:

Bien demostraba esta mezcla de lenguaje chocarrero y de palabras italianas, con otras rarezas de estilo que irán saliendo, que se hallaban en posesión de ese vocabulario de los amantes, compuesto de mil formas de lenguaje sugeridas por cualquier anécdota picaresca, por este o el otro chascarrillo, por la lectura de un pasaje grave o de algún verso célebre. Con tales accidentes se enriquece el diccionario familiar de los que viven en comunidad absoluta de ideas y sentimientos. De un cuento que ella oyó a Saturna salió aquello de ¿la jazemos?, manera festiva de expresar sus proyectos de fuga; y de otro cuentecillo chusco que Horacio sabía, salió el que Tristana no le llamase nunca por su nombre, sino con el de señó Juan, que era un gitano muy bruto y de muy malas pulgas. Sacando la voz más bronca que podía, cogíale Tristana de una oreja, diciéndole:

-Señó Juan, ¿me quieres?

Rara vez la llamaba él por su nombre. Ya era Beatrice, ya Francesca, o más bien la Paca de Rímini; a veces Crispa o señá Restituta. Estos motes y los terminachos grotescos o expresiones líricas que eran el saborete de su apasionada conversación, variaban cada pocos días, según las anécdotas que iban saliendo.104


No es Tristana de las mejores novelas de Galdós, pero dos aspectos al menos hay en ella que la hacen interesante: uno, aquella disolvencia de la ilusión vital   —86→   en términos de olvido y de abandono a la servidumbre de lo cotidiano (aspecto que da a Tristana una tristura semejante a la de L'éducation sentimentale y a la de las historias vulgares de Goncharov); otro, el vivaz y condensado reflejo de la relación amorosa entre hombre y mujer en su modo privado de hablarse. Los capítulos XIV a XXI de Tristana constituyen un ejercicio de penetración en la realidad del lenguaje amoroso no llevado hasta ese límite por ningún novelista español del siglo XIX ni por Galdós mismo en otra de sus novelas. Hemos espaciado en el texto transcrito la denominación galdosiana: «vocabulario de los amantes». El objeto del presente comentario es poner de relieve las características de ese vocabulario de los amantes en Tristana y comprender su función en el arte dialogal de Galdós, tan justamente ponderado por la crítica.105

Tristana es el punto de partida y de llegada en este intento de exposición del arte expresivo de Galdós a través de la mínima unidad social: la pareja amante. Tómese lo citado como ejemplo y como definición. Galdós nos dice ya mucho: el vocabulario de los amantes mezcla locuciones chocarreras con palabras de otro idioma; usa formas de lenguaje sugeridas por anécdotas, chascarrillos, pasajes graves y versos célebres; pone motes en lugar de nombres; sazona el diálogo con terminachos grotescos y con expresiones líricas. También indica Galdós que aquel vocabulario de Horacio y Tristana variaba cada pocos días, dando así a entender que se trata de un lenguaje efímero, en perpetuo trance de renovación.

Aunque Tristana sea la novela de Galdós donde con mayor abundancia se representen las peculiaridades expresivas de dos amantes, no es la única. En novelas anteriores los amantes hablan de un modo especial e incluso poseen, en algunos casos, cierto vocabulario privado. Pues conviene distinguir entre un modo de usar el lenguaje común los amantes y la tentativa de un vocabulario privado, dual, en clave. Que Tristana llame a Horacio «rico, facha, cielo, pintamonas» no es sino un modo afectuoso de halagarle directamente («rico», cielo») e indirectamente por vía de injuria ficticia («facha», «pintamonas»); se trata de un uso particular, pero no exclusivo, de la lengua común. En cambio, cuando Tristana llama a Horacio «señó Juan» o él a ella «Paca de Rímini», y cuando ambos sustituyen «fugarse» por «jazerla», están empleando un vocabulario secesivo, formado por ellos a base del recuerdo de determinadas situaciones compartidas y de un acuerdo semántico no inteligible para los demás sin previa aclaración.

En uno y otro caso las criaturas de Galdós relacionadas por el amor atestiguan una viveza, un carácter, que no poseen las de otros novelistas españoles coetáneos. Los amantes de Valera hablan como Valera; los de Alarcón hablan como los amantes... de las novelas; en los de Pereda puede advertirse colorido local, pero apenas peculiaridad personal, y si la novela no es de la Montaña los amantes dialogan con tiesura libresca. Sólo en algunas narraciones de Emilia Pardo Bazán (Insolación, Morriña) se da algo parecido a lo que Galdós supo hacer; pero precisamente en esa semejanza se echa de ver el influjo de Galdós en la novelista gallega.106

Antes de considerar el lenguaje amoroso de Tristana deben recordarse, pues, otras novelas de Galdós muy ilustrativas a este propósito: Marianela, 1878; La   —87→   desheredada, 1881; Lo prohibido, 1884-85; Fortunata y Jacinta, 1886-87; Realidad, 1889.

El capítulo VI de Marianela se titula «Tonterías». En sustancia, lo que se pretende recordar en este comentario se reduce a lo siguiente: en las novelas de Galdós los amantes saben decir tonterías y las dicen; la manera de hablar de los amantes y su eventual vocabulario en cifra consiste mayormente en decir tonterías; las tonterías brotan del entusiasmo amoroso como el árbol se cubre de hojas en primavera; el amor, si está verdaderamente vivo, es euforia, y no puede menos de manifestarse con frondosa locuacidad; empujadas por la savia desbordante del amor, las palabras redundan, expresando el doble deseo de los amantes: unión de los dos, separación de los demás.107

Titúlase, pues, el capítulo VI de Marianela, «Tonterías». Presenta a Pablo y a Nela por los campos: él queriendo absorber el mundo a través de los ojos de ella; ella absorbiéndolo por los dos: ambos felices, disfrutando de la naturaleza en una amistosa compañía que tiene mucho de amor. Pablo es el «amo y amigo» de Nela; Nela es su lazarillo, su criada y su amiga. Además de esta relación lateral de compañía existe una relación transitiva: Pablo va conducido materialmente por Nela, como un hijo suyo, como un niño; pero -amo y maestro- aspira a conducir espiritualmente a la muchacha. Lo que en esta escena se hace sentir es el contento, un contento que nace de ese estar juntos a solas y que se espacia en la hermosura del lugar y la hora: campo florido, aire suave y fresco, sol que calienta sin quemar. «¡Ay, qué hermoso día y qué contenta estoy»,, exclama la muchacha, y poco después bate palmas, se recoge las faldas y se pone a bailar. «¿Qué sientes cuando estás alegre?», le pregunta al ciego. Y éste: «¿Cuando estoy libre, contigo, solos los dos en el campo?» «Pues siento que me nace dentro del pecho una frescura, una suavidad dulce...»; y más adelante: «Es de día, cuando estamos juntos tú y yo; es de noche, cuando nos separamos».

Dado el carácter idílico de la novela, otro autor que no hubiese poseído el tacto de Galdós para pulsar en las palabras más corrientes la más alta capacidad de latido emotivo habría hecho hablar a Pablo y Nela un lenguaje poético, acaso literariamente convencional. Para Galdós la hermosura paradisíaca de la escena no impedía, antes demandaba, la naturalidad y la propiedad de expresión de los enamorados. Y así, el lenguaje de Nela no deja de ser en ningún momento el verosímil en una muchacha ignorante y enloquecida por la alegría de su cariño. Ese lenguaje abunda en exclamaciones y en vocativos adecuados. La mayoría de las exclamaciones aluden a la Virgen, devoción máxima de Nela: «¡Si está esto lleno de flores! [...] ¡Madre, qué guapas!»; «¡Madre divinísima, qué poca ciencia!»; «¡Cómo se conoce que no lo ves! ¡Madre del Señor!», etc. Los vocativos con que se dirige al ciego son manifestaciones de la ternura que siente amándole y viéndole desvalido. A veces se sitúa en el papel de madre: «niño de mi corazón», «rey del mundo», «niño mío», «hijito»; otras, afecta sentir la superioridad del que ve y sabe frente al ciego que creer saber: «No, tonto» (no brilla el sol «con frescura»); «con sus ojos, tonto»; «¡Miren el sabihondo!»; en otros momentos, más que como criada a señor, Nela trata a Pablo como a un chico crecido le trataría la nodriza: «Brilla mucho (el sol), sí, señorito mío»; «Señorito mío, no se la eche de tan sabio...»

  —88→  

Todo el júbilo de los enamorados parece estar a punto de extinguirse cuando Pablo pregunta a su amiga: «Dime, Nela, ¿y cómo eres tú?». Estas son las últimas palabras del capítulo y, aunque los dos siguientes se titulan «Mas tonterías» y «Prosiguen las tonterías», el entusiasmo de aquel que iniciaba la escena ya no alienta en la misma medida. En el capítulo VII hay apasionamiento, en el VIII presentimientos tristes. En aquel es donde Pablo pronuncia más palabras de afecto: «tontuela», «Mariquilla», «niña mía», «chiquilla bonita», «ángel de Dios».

En La desheredada asistimos a una escena parecida (I, iv, ii-iv). Isidora Rufete, ansiosa de reivindicar un fantástico título nobiliario, y Augusto Miquis, joven médico, se conocen y se estiman. Augusto siente algo más que simpatía por Isidora. Pasean juntos una tarde de abril, visitan el Museo y la Casa de Fieras, comen en un ventorrillo y caminan por las calles de Madrid en casi amoroso coloquio. A lo largo de la escena las expresiones afectivas de Isodora son escasas. La impulsividad de su cortejador le provoca algunas injurias ficticias muy propias de quien, como ella, se distingue por sus pretensiones aristocráticas: «ordinario», «grosero, salvaje», «paleto»; otras injurias van encaminadas a burlarse amablemente del joven galeno: «Formalidad, señor doctorcillo», «pedante», «sacamuelas». Pero no es Isidora, sino Augusto, quien habla de un modo sin cesar humorístico, extravagante adrede. Con vocativos usuales, como «tonta», «chica», «hija mía», «prenda», alterna Miquis otros mediante los cuales se finge marido de Isidora («Vamos, mujer, esposa mía, a ver esas alimañas») y otros en que, pasando al usted, ridiculiza los humos de su compañera: «Para otra vez, marquesa, iremos a uno de los buenos restaurantes de Madrid»; «Usted, señora duquesa, viene, sin duda, de altos orígenes»; «Su gusto de usted, señora, se amoldará al gusto mío».

Augusto Miquis, en general, se singulariza por el uso irónico de un lenguaje altisonante (imitado por Emilia Pardo Bazán en el Rogelio de Morriña), y al lado de Isidora esa tendencia suya se desenvuelve ampliamente, sobre todo en la escena mencionada. «¡Leoncitos a mí!», exclama aludiendo a los leones del zoo y a la fiereza de su amiga; y ante los remilgos de Isidora en el merendero: «¡Impertinencia, tienes nombre de mujer!» El paisaje desolado de las afueras de Madrid le sugiere encarecimientos burlescos:

-Allá -decía-, las pirámides de Egipto, que llamamos tejares; aquí el despedazado anfiteatro de estas tapias de adobes. ¡Qué vegetación! Observa estos cardos seculares que ocultan el sol con sus ramas; estas malvas vírgenes, en cuya impenetrable espesura se esconde la formidable lagartija. Mira estos edificios: San Marcos, de Venecia; Santa Sofía, El Escorial... ¡Ay!, Isidora, yo te amo, yo te idolatro. ¡Qué hermoso es el mundo! ¡Qué bella está la tarde! ¡Cómo alumbra el sol! ¡Qué linda eres y yo qué feliz!


Como allá había recordado a Don Quijote y a Hamlet («Frailty, thy Dame is woman») y más aca la canción de Rodrigo Caro, en otro momento parafrasea a Don Miguel de los Santos Álvarez: «Malo es el mundo, malo, malo, malo. ¡Duro en él», y en otro evoca la opera italiana: «Un Miquis no vuelve atrás; un re non mente; la palabra de Miquis es sagrada».

La propensión de Augusto, Miquis a la grandilocuencia burlesca es constitutiva, pero aquí se nota incrementada por la eufórica facundia del amor. «Si no me das un abrazo» -dice a Isidora- «me meto en la jaula del león... Quiero   —89→   que me almuerce. O tu amor o el suicidio». Y cuando ella le pregunta que son mamíferos:

-Mamíferos son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja de lumbre, dime que el Mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado más en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus.


Metáforas instantáneas, comparaciones improvisadas, respuestas cómicas («¿Quieres ver al oso? Aquí me tienes»), hipérboles y dislates se agolpan al corazón y a los labios de Augusto, inspirado por la exultación de la compañía amorosa, y cuando Isidora le recomienda formalidad, su contestación define precisamente el estado de ánimo de alborozada confianza que nutre al lenguaje de los amantes: «¡Formalidad el amor! El amor es vida, sangre, juventud, al mismo tiempo idea y juguete». Ese estado de ánimo lo refuerzan a cada paso las descripciones del novelista. En algunos instantes resalta con particular énfasis: «Ella empezó a comer otra naranja, y él la mimaba embebecido. Nunca le había parecido tan guapa como entonces». «Las risas de Isidora oíanse desde lejos. Al llegar al barrio de Salamanca guardaron más compostura y desenlazaron sus brazos».

Isidora y Augusto siguen después rutas diferentes. Empobrecida más y más, desmoralizada, Isidora admite sin obedecerlas las recetas que Augusto le prescribe para curar su alma, pero su preocupación es sacar de apuros a Joaquín Pez, el efectivo amante, que anda huido y en deudas. Vuelven a encontrarse los antiguos amigos y recuerdan «aquellos paseítos del Museo, de las fieras, de las naranjas». Augusto va a casarse pronto y a ingresar en la vida seria y regular. Pese a la disparidad de los caminos, todavía estos encuentros tardíos remueven en Miquis los fondos de su primer afecto, y el médico moralista torna a ser, a ratos, «el Miquis de antaño, ingenioso, alegre y vivo, con su follaje de palabrería metafórica y su corazón repleto de bondad» (II, x, i). Su inminente boda le brinda imágenes de una traviesa pomposidad: «patíbulo de miel», «mazmorra de flores», «el delicioso ataúd de la luna de miel» (II, x, ii). Y viene el último encuentro. Isidora pide dinero a Augusto para tener modo de salvar a Joaquín y le insinúa que está dispuesta a entregarse. La ruptura es inevitable. Él la deja ir con un «Dios te ampare», y ella le grita a distancia, completamente en serio y con voz sarcástica: «¡Farsante!»

Es significativo que el amor sólo sea ingeniosamente locuaz en labios de Augusto, el enamorado, mientras la relación entre Joaquín e Isidora se produzca en un lenguaje insípido y mostrenco. Galdós ha querido sugerir la condición vulgar de la aventura de Isidora con Joaquín, primer paso de su descenso a la prostitución, y ello explica que un diálogo habido entre ambos (II, vi) se titula «Escena Vigésima Quinta», o sea: enésima escena de la comedia de siempre.108 Tal escena es una conversación sobre necesidades, temores, disgustos, papeles y conocidos más bien que un diálogo de amor.

Lo Prohibido presenta a un mismo personaje, José María, el narrador protagonista, en dos negocios amorosos: amor consumado y en extinción con Eloísa, amor creciente y malogrado con Camila.

José María y Eloísa sostienen entrevistas furtivas en las que, como el narrador declara, no todo era charla ideal y voluptuosa, sino también conversación   —90→   sobre las cuestiones más prosaicas: comisiones, ventas, corretajes... Y cuenta José María:

Estaba yo tan alucinado que tomaba estas cosas por jovialidades sin sustancia... Con tales tonterías se pasaba el tiempo, y por fin la adusta hora de la separación llegó. Hubo parodias grotescas de Romeo y Julieta.

-Esa claridad mortecina no es, como dices, la del gas, sino la del crepúsculo. El cielo, teñido de rojo, celebra con siniestro esplendor las exequias del día. Es la seudoaurora que este año da tanto que hablar a la gente supersticiosa...

-No; es el gas, el gas. Ya el mensajero de la noche, corriendo de farol en farol con un palo en la mano, va colgando luces en las ramas de los árboles...


(I, xii, iii)                


El farolero con su palo es aquí el nuncio de la noche, como las míseras afueras de Madrid eran para Augusto Miquis el espejismo de las maravillas del mundo: transmutación de la realidad por entusiasmo e impulso evasivo; transmutación irónica, pero jovial, de la realidad. Y al cabo de esa entrevista los amantes fingen la discreta distancia de una primera presentación como medio de reafirmar su íntima confianza:

-Caballero...

-Señora...

-Encantada de conocer a usted... Me parece usted algo tímido. No se decide...

-Señora, usted se me antoja una sílfide, un hada sin consistencia corpórea, sin realidad física...

-Burlón, otro abrazo. Tu amor o la muerte...

[...]

-Feo, apunte, mamarracho, adiós.


«De cómo al fin nos peleamos de verdad» se titula el capítulo (II, i, i-ii) donde asistimos a otro momento muy elocuente de las relaciones entre Eloísa y José María. La expresividad de esta escena reside en la manera como, a través del habla de los amantes, se registra el descenso de la pasión en el hombre y el vano empeño de la mujer por reavivarla. Eloísa, viuda ya, ha dejado de ser la fruta del cercado ajeno. Ahora José María anda detrás de la casada Camila. Eloísa no lo sabe, pero lo intuye. Entre irónica y temerosa de su inminente abandono, trata de poner unas apoyaturas de recuerdo y buen humor para retener el afecto fugitivo. Llama a José María «hombre prosaico, prendero», le ordena humillar la cerviz, declárale que le gustan su individuo y su parné; (jerga del pueblo). «¿Te casas conmigo, mala persona?», pregunta formulando en ademán de juego lo que tanto le importa. Y el desenamorado comenta:

Daba palmadas como si estuviéramos tratando de un asunto baladí. Yo me esforzaba por traerla a la seriedad, sin poderlo conseguir. Iba ella adquiriendo la costumbre de emplear a troche y moche expresiones de gusto dudoso, empleándolas también groseras cuando hablaba con personas de toda confianza.

-¿Quieres que nos arreglemos? Pues escucha y tiembla. Dame palabra de casamiento y no seas sinvergüenza... Me parece que ya es hora. Prométeme que habrá coyunda en cuanto pase el luto [...] ¿Aceptas?

-¿Qué he de aceptar tus disparates?...


«Como una leona humorística» abalánzase entonces Eloísa sobre él en un simulacro de pelea, profiriendo amenazas con burlesco furor. Luego, viéndole más afable, se pone a cantar la tonadilla de la Mascotte y razona y argumenta en son de queja: «Ya no soy un ángel, ya no se me dan nombres bonitos, ya no se me adora en un altar...» Más adelante: «¿Me vas a dar tu blanca mano? ¿Te arrancas al fin, te arrancas?» Pero de nada sirven estas travesuras y revoloteos   —91→   verbales, porque el codiciador de lo prohibido confiesa que «no la quería ya o la quería muy poco». El desamor le acoraza en una silencio contemplativo, desde el cual sólo puede hallar en el lenguaje de Eloísa trivialidades, groserías, artificios y disparates.

Entre José María y Camila es muy diferente la relación. No hay amor realizado, sino maniobras de sitio y defensa, de cerco y rechazo. Pero esta contienda aparece siempre traspuesta a un nivel irónico y humorístico que diluye en bromas el peligro constante del adulterio. José María está fascinado. Con espontánea e inocente coquetería, Camila espolea los afanes del seducido, manteniéndole siempre a raya en cuanto seductor. A las ternezas de él («chiquilla», «Camililla», «gitana negra», «loba», «fiera con más alma que Dios», «borrica del cielo») responde Camila con pintoresca variedad de improperios: «tísico», «tonto», «chocho», «perdis», «señor tísico», «tísico pasado», «esperpento», «grandísimo soso», «muñeco», «perdido», «espantajo», «estafermo»... A pesar de todo lo cual, o por ello mismo, el enamorado no acierta a alejarse de quien así lo castiga, y sólo se considera dichoso dentro del cercado ajeno:

Y todo lo que nos mandaba lo hacíamos gozosos, riendo y bromeando, y me pasé allí la tarde, encantado, embelesado, respirando a todo pulmón el delicioso ambiente de aquel paraíso terrestre y casero, en el cual yo quería hacer el papel de culebra.


(II, ii, iii)                


En Fortunata y Jacinta hay que considerar, de una parte, el lenguaje coloquial de los esposos Juanito-Jacinta y, de otra, el de los amantes Juanito-Fortunata.

Juanito y Jacinta, en su viaje de novios (¡tan diferente del novelado cinco años antes por Emilia Pardo Bazán!) se sentían «felices y locuaces». Tras la noche nupcial, Jacinta sabía «una porción de expresiones cariñosas y de íntimas confianza de amor»:

No le causaba vergüenza el decirle al otro que le idolatraba, así, así, clarito al pan pan y al vino vino..., ni preguntarle a cada momento si era verdad que él también estaba hecho un idólatra y que lo estaría hasta el día del Juicio Final. Y a tal preguntita, que había venido a ser tan frecuente como el pestañear, el que estaba de turno contestaba Chí, dando a esta sílaba un tonillo de pronunciación infantil. El chí se lo había enseñado Juanito aquella noche, lo mismo que el decir, también en estilo mimoso, ¿Me quieles? y otras tonterías y chiquilladas empalagosas, dichas de la manera más grave del mundo.


(I, v, i)                


Tal es el rasgo principal que caracteriza el lenguaje de estos casados: la puerilidad. De ello hay multitud de testimonios en las escenas en que Galdós, descorriendo las cortinas de la intimidad doméstica, presenta a su marido y mujer tonteando, sobre todo a raíz de la enfermedad de Juanito, en los capítulos VIII («Escenas de la vida íntima») y X («Más escenas de la vida íntima») de la primera parte. Santa Cruz amenaza a su mujer con darle «una solfa buena», la llama «golosa» y le da de comer, pídele cariño y mimos, se considera merecedor de que ella le pegue, dice «chí», «güeno», «mimir» (dormir) y pide «teta». Acordemente, Jacinta trata a su esposo como a un bebé: «mañosito», «este nene», «le voy a dar azotes», «duérmete, a rorró», «y ahora, a mimir», «ahola no... Teta acá, cosa fea...», etc. Y comenta el autor:

Ambos se divertían con tales simplezas. Era un medio de entretener el tiempo y de expresarse su cariño.

  —92→  

-Toma teta -díjole Jacinta, metiéndole un dedo en la boca; y él se lo chupaba diciendo que estaba muy rica, con otras muchas tontadas, justificadas sólo por la ocasión, la noche y la dulce intimidad.

-¡Si alguien nos oyera, cómo se reiría de nosotros!

-Pero como no nos oye nadie...


(I, X, ii)                


Clarín pensaba que en la novela tal vez sobraban «algunos mimos algo transportados de Santa Cruz y de Jacinta».109 Y Stephen Gilman observa: «A veces se burla Galdós del estilo usado en la intimidad, precisamente porque pretende ser totalmente privado y único. El ejemplo más notable es el del lenguaje aniñado que emplean Juanito y Jacinta de recién casados».110 Pero no creemos que Galdós se burlara nunca del estilo privado o único de la intimidad. Aquí, como en las novelas que hemos visto y veremos, trata de reproducir concretamente el lenguaje amoroso de la comunión feliz, comprendiendo que éste no se distingue casi nunca por su elevación o su gravedad, sino por una agilidad inventiva, evasiva y lúdica. Y si es cierto que califica de empalagosas las tonterías de estos recién casados, también lo es que considera tales tonterías, dos años después de las nupcias, como «justificadas por la ocasión, la noche y la dulce intimidad», advirtiendo que la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente» (p. 131). Al registrar semejantes coloquios Galdós está procurando descubrir los caracteres no en su modo público de producirse, sino en su manera de conducirse en retiro y secesión. Se trata de un descubrimiento indiscreto, como el conseguido por medio de apartes y soliloquios.

El aniñamiento de Juanito y Fortunata en su lenguaje tiene sin duda efectos de penosa ridiculez, pero la transcripción de esas puerilidades no sólo pone al lector delante de un intercambio afectivo tan verídico como el que pueda expresarse en graves y elegantes términos, sino que en este caso concreto contribuye además a perfilar la psicología de los personajes. Infantilizarse es uno de los medios más socorridos para pedir y entregar cariño; pero, esto aparte, Juanito Santa Cruz, como hijo único, había sido siempre un «niño mimado» (de donde la mayoría de sus defectos morales) y Jacinta es la encarnación de la maternidad anhelosa, la mujer obsesionada por los niños y condenada a no tenerlos; nada más lógico, por tanto, que la tendencia de estos esposos a la expresión infantil. Juanito Santa Cruz se porta, después del matrimonio, como el niño mimado y señorito díscolo que siempre fue. Jacinta, en su ansiosa esterilidad, convierte a su marido en el crío que quisiera criar.

No es la puerilidad el único rasgo de la expresión coloquial íntima de Jacinta y Santa Cruz, aunque sí el más saliente. Otros aspectos de ese lenguaje pertenecen al más manido repertorio del señoritismo burgués: ciertos piropos mutuos e injurias irónicas («curiosona, fisgona, feucha», «pillo, granujita») y los vocablos de miel: «cielito», «paloma», «niñita de mi alma», etc. En algún caso los tópicos literarios, irónicamente aducidos, proporcionan una especie de intercadencia o distensión que impide el brote de un conflicto. Y así cuando Juanito, enfebrecido por el alcohol, va a seguir contando a su mujer la aventura con Fortunata, echa por delante un: «Te amo con delirio, como se dice en los dramas» (I, v, v). Y en la escena de la reconciliación entre los esposos -tras la primera vuelta de Juanito a Fortunata-, Jacinta está a punto de proferir el lo sé;   —93→   todo de las comedias de intriga, y Santa Cruz repite otra frase teatral: Ahora lo comprendo todo (III, ii, i). El amor lleva así a sus agentes, para emplear un símil lingüístico, de los agudos de la niñez a los esdrújulos de la declamación histriónica.

Y no falta, en el lenguaje de este matrimonio burgués, la imitación de algunas expresiones del pueblo:

Las crudezas de estilo popular y aflamencado que Santa Cruz decía alguna vez, divertíanla más que nada y las repetía tratando de fijarlas en su memoria. Cuando no son muy groseras, estas fórmulas de hablar hacen gracia, como caricaturas que son del lenguaje.


(I, v, i)                


Nene y nena no en tono infantil sino flamenco, es modo habitual de llamarse estos esposos, y a los labios de Juanito afloran otras expresiones del mismo origen: «chavala», «cállese usted, so tía», «parese usted un poco, camaraíta».

En los coloquios de Juanito y Jacinta no es lo determinante la locuacidad por alegría irradiante o por miedo al desplome del afecto, sino la mimosidad de un cariño seguro, asegurado, sacramentado. Jamás se alza entre ellos la sombra de la tragedia. Por más sospechas que Jacinta oponga a su marido, éste las anegará en seguida en la marea de su verba bromista y seductora.

La relación entre Juanito y Fortunata está presentada en más concisa forma. Ya Jacinta, al escuchar las primeras confesiones sobre la aventura prematrimonial con Fortunata, se había dado cuenta, por una exclamación de Juanito («¡Pobre nena!), de que ella no había hecho sino heredar la aplicación de esa palabra «como un desecho de una pasión anterior, un vestido o alhaja ensuciados por el uso» (I, v, ii); y efectivamente el primer encuentro de Juanito y Fortunata se inicia con un «Adelante, nena» y un «¡Nene!... Bendito Dios!» (II, vii, vi). No ya Jacinta, sino el lector, se entera, líneas más abajo, de que no es aquélla la única alhaja gastada por el uso:

-Pero ¡qué guapa estás, nena!

-Chí.

-Estás hermosísima.

-Chí..., para ti.


Que el autor no haya aludido antes al traspaso de esta chuchería verbal de una amada a otra, y sólo en este instante nos lo dé a notar sin comentario, impresiona tanto más como indicio de la falsía y egoísmo del protagonista.

Por lo demás, en los diálogos entre Santa Cruz y Fortunata hay naturalmente menos trivialidades que en los de aquél y su consorte. Lo característico de aquéllos no es el aniñamiento, sino el popularismo: «nene», «chiquillo», «nena negra», «negra», «negra salada», «jormiguita»... Sólo en la escena de la segunda reconciliación (III, vii, v), al darse cita para el día siguiente, Juanito dice, o más bien debemos suponer que declama: «Ya llegó el instante fiero...». Y Fortunata redondea: «Silvia, de la despedida». Estos versos a dos voces indican que existía entre ellos la costumbre de decirselos así; caso parecido al «Ahora lo comprendo todo»; mencionado arriba.111

A estas consideraciones hay que añadir dos palabras sobre otros personajes de la novela: Don Evaristo Feijoo y Maximiliano Rubín. La relación de Fortunata con Feijoo es sólo conveniente y sensata: la diferencia de edad y la ausencia de toda pasión por parte de la hembra impiden cualquier ensayo de lenguaje   —94→   personalmente forjado al calor de la ilusión. Recuérdese sólo que Feijoo da a su protegida casi invariablemente el nombre de «chulita», tan popular madrileño, y que una sola vez emplea Fortunata un vocativo cariñoso, con delicadeza subrayado por el autor: «Pero ¿no sabes, hijo, lo que me han dicho hoy?» (p. 339).

En cuanto a Maximiliano Rubín, consumido de amor, recelos, impotencia e idealidad, su modo de hablar con Fortunata es siempre grave. Su declaración surge en un balbuceo abrupto y fulminante: «Si usted me quiere querer, yo... la querré más que a mi vida»; «Si usted me quiere, yo la adoraré, yo la idolatraré a usted...» (p. 167). Maximiliano nunca habla en broma ni con sordinas de ironía. Es incapaz de juego. Galdós hace sentir la mudez o tartamudez del puro amor, desamparado de la voluptuosidad y de los suaves halagos de la costumbre, cuando describe las congojas de este hombre ante la miseria de la palabra humana:

Tratando de medir el cariño que sentía por su amiga, Maximiliano hallaba pálida e inexpresiva la palabra querer, teniendo que recurrir a las novelas y a la poesía en busca del verbo amar, tan usado en los ejercicios gramaticales como olvidado en el lenguaje corriente. Y aun aquel verbo le parecía desabrido para expresar la dulzura y ardor de su cariño. Adorar, idolatrar y otros cumplían mejor su oficio de dar a conocer la pasión exaltada de un joven enclenque de cuerpo y robusto de espíritu.


(II, ii, i)                


La novela dramática Realidad es también excelente testimonio de la sensibilidad de Galdós para captar por medio de la palabra hablada grados y matices del sentimiento amoroso. Federico Viera oscila aquí entre la confianza de que goza al lado de Leonor, sin pasión, y la pasión que siente por Augusta Cisneros, sin confianza. Como mujer libre y «pública», Leonor emplea ese despierto y sabroso lenguaje en cuya reproducción significativa fue Galdós insuperable maestro. Son incontables sus vocativos cariñosos: «niño», «monín», «pizpireto», «pillo», «canallita», «chiquío», «pillastre», «besugo», «mico», «pobre mico» etc. Y Viera, a pesar de sus tribulaciones y habitual abatimiento, le corresponde con expresiones de amistad y con diminutivos fraternales: «Leonorcita», «Leonorilla».

Los encuentros de Augusta y Federico ocupan en la novela dos largas escenas, en la jornada II y en la V. Feliz es el primer encuentro, con algún momento opaco. El segundo está transido de desesperación y acaba en el suicidio del amante.

En el primer encuentro Federico es menos comunicativo y cariñoso que Augusta, pero aún puede, en medio de algunas expresiones tópicas («vida mía», «querida mía») introducir alguna relativamente animada: «No, gata salada, no hay ningún motivo para que te enojes con tu perdis». Más dichosa, menos preocupada, Augusta se asemeja bastante a Leonor en el modo de hablar. Su alegría de casada burguesa en plena aventura de adulterio afloja la rienda en numerosos vocativos («farsante», «embustero», «grandísimo tunante», «tontín», «grandísimo gaznápiro», «borrico», «pillo», «borricote») y en desaladas improvisaciones imaginativas:

-Tú no me ofreces más que la flor de la vida, y eso no me satisface; yo quiero también las hojas, el tronco, las raíces... ¿Qué te parece la figurilla?

-Siento el latido de tu corazón, ¡pum, pum!, y el chiquichiqui de tu reloj.


  —95→  

Las onomatopeyas, en este último caso, nos dan la sensación de la felicidad material de tal mujer en contacto con el cuerpo que ama y acosada por el veloz tiempo de la aventura y de la vida.

En el segundo encuentro (Jornada V) Federico Viera columbra con amargura su porvenir desastroso y se lanza imaginariamente por el declive de la canallería:

FEDERICO.-    (Delirante.)  Eres mi «Peri», y mi no sé qué, y yo soy tu perdis y tu chulo, y tú qué sé yo qué... Cuando me prendan por estafador, ¿irás tú a llevarme la comida a la cárcel, chavala mía?

AUGUSTA.-  Sí; me pongo mi mantón, y allá me voy. Luego, cuando te suelten, nos iremos del bracete por esas calles, y entraremos en las tabernas, siempre juntitos, a beber unas copas... ¡Ay, qué feliz soy esta noche!


He ahí entrevisto el mundo donde ambiciona vivir esa imperfecta casada: mundo de bohemia, pasión y desorden alentador, según ella. Y tales momentos traen a la memoria otros de Santa Cruz y Fortunata. Si Juanito Santa Cruz era, como señorito, el más propenso a los vulgarismo, aquí lo es Augusta, burguesa que sueña una existencia arrabalera dentro de la cual desearía vivir a ratos.

Pero la escena cobra temperatura trágica conforme avanza. Augusta, en la forma en que se dirige a su amante, recorre una escala que marca tres actitudes: reproche, compasión afectuosa, y amor. «Perdis», «perdulario mío», «bobalicón», «loco», «botarate», «fantasmón», «necio», «estúpido» son algunos vocativos de censura y reconvención. La compasión le inspira otros títulos: «alma mía», «muñeco», «mico» «pobretín», «pobrecito mío», «chico mío». Tras el primer intento de suicidio de Federico, los gritos de angustia y quizá de amor verdadero se acumulan: «¿Qué has hecho..., vida mía?», «Amor mío, ¿qué has hecho?», «Amor mío cálmate», «Federico, por Dios, apiádate de mí... Oye, sosiégate, hijo de mi alma».

Se ha atribuido a Galdós, en su tiempo y en el nuestro, falta de aptitud o de gusto para expresar adecuadamente lo trágico, lo elevadamente poético, lo sublime.112 Tal imputación se traduciría, por lo que hace al lenguaje del amor, en esta consecuencia: los amantes (enamorados, esposos, «amantes») hablarían en sus novelas de una manera demasiado doméstica y poco digna. Socialmente esa cualidad representa, sin embargo, un medio de internamiento en la personalidad: un trascender los usos públicos hacia las urgencias expresivas individuales. Y estéticamente supone la dimisión de la belleza convencional de la literatura en busca y alcance de la caracterizada verdad de la vida real. Volvamos ahora a Tristana.

En sus diálogos y en sus cartas Tristana y Horacio emplean un lenguaje que tiende a ser exclusivo. Consiguen ese lenguaje absolutamente peculiar a veces, y estamos así ante un ensayo de vocabulario, entendiendo por vocabulario un conjunto de sustituciones y creaciones de carácter privado (familiar, amistoso, amoroso) a diferencia de lo que se denomina idioma (lengua nacional), dialecto (lengua regional), jerga (lengua de un grupo social) y nomenclatura (lengua de un sector profesional).

El lenguaje de los protagonistas de Tristana (1892) puede definirse como un intento de evitación del uso normal con arreglo a estas tendencias: aniñamiento, popularismo, comicidad, invención, extranjerismo, literarización. Advirtiendo que   —96→   estas tendencias pueden darse unidas en un solo giro expresivo, recojamos algunos de esos giros según la tendencia a que principal, y no exclusivamente, sirven:

1) Aniñamiento. -De Horacio a Tristana: «cielín mío, miquina». De Tristana a Horacio: «ya soy feliz, tan feliz que no sabo expresarlo»; «Tú como eres, yo como ero»; «nos hemos ponido a leer a Don Guillermo [Shakespeare]»; «Las brujitas me han dicido que seré reina»; «¡Dios mío, cuánto sabo!»; «monigote», «curiosón», «niño».113

Aparte la ternura de todo conato de infantilización, estas niñerías gramaticales del sabo, ponido, etc., apoyan la ficción de una Tristana ignorante. Tristana, libre de prejuicios, inteligente, culta, única posibilidad o imposibilidad de Nora ibseniana en la España de Galdós según el parecer -erróneo o no- de éste,114 equilibra con tales puerilidades, contrahaciendo el lenguaje de los párvulos, la superioridad intelectual que notamos en ella respecto a su galán.

2) Popularismo. -A cada momento Tristana llama a Horacio señó Juan, pero también a su profesora de idiomas la nombra señá Malvina y a Lady Macbeth señá Macbeth. Remeda Tristana la pronunciación popular con andalucismos como soleá, deíto (dedito) y mimito (mismito), o con madrileñismos como iznorante, maznético. Y finge ser lo más torpe posible llamando a Shakespeare «Chispeerís, Chaskaperas o Sáspirr» y a Macaulay Lord Mascaole. «No me interesa más aventura» -escribe- «que le de mi señó Juan de mi alma, a quien adoro con todas mis potencias irracionales, como decía el otro». Y en otro lugar: «Déjame suelta, no me amarres, no borres mi... ¿lo digo? Estas palabras tan sabias se me atragantan; pero, en fin, la soltaré..., mi doisingracia [idiosincrasia]». Con estas tonterías Tristana suscita irónicamente dos impresiones liberadoras: la ignorancia (como con los giros infantiles) y la espontaneidad popular. Estos amantes mesocráticos se sentirían tan dichosos como Juanito Santa Cruz o Augusta Cisneros si pudiesen realizar por una vez su quimera de majos y manolas.115

3) Comicidad. -Casi todas las expresiones antecitadas y otras que se mencionarán todavía, tienen o pueden tener un efecto cómico, de rebajamiento risible de la realidad; pero en algunas aparece más singularmente marcada esta tendencia. Tristana es un bello nombre. Horacio lo cambia poéticamente por Beatrice o Francesca, pero con más frecuencia hace variaciones cómicas llamando a su amada Paca, Paquita, Panchita, Frasquita, o Curra, Currita de Rímini; Crispa; seña Restituta, Restitutilla, Miss Restitute, Lady Restitute (o la propia Tristana se refiere a sí misma con estas variaciones). No se trata, pues, de diminutivos del nombre o de vocativos comunes, sino de motes nacidos de un mundo anecdótico privativo. Si el mote es elevado, será el contexto vulgar: «Tienes a tu Beatrice hecha una cataplasma». Y viceversa: «Verdad que nunca querrás a nadie más que a tu Paquita de Rímini?»; De los dos modos se produce la chispa cómica, lograda también al hilo de cualquier ocasión pasajera, por ejemplo cuando Tristana anda entregada al aprendizaje de idiomas:

-Y a propósito, señó Juan, naranjero y con zaragüelles, sácame de esta duda: ¿Has comprado la pluma de acero del hijo de la jardinera de tu vecino? Tonto, no; lo que has comprado es la palmatoria de marfil de la suegra del... sultán de Marruecos.


  —97→  

4) Invención. -Tristana inventa palabras como rustiquidad, marisabidillismo o fenómena, pero sobre todo se muestra ufana de inventarlas. Son neologismos de poca monta, y sin embargo traducen la tendencia creativa del lenguaje de los amantes, su anhelo de engendrar un vocabulario exclusivo. Donde este vocabulario alcanza entera realidad no es ahí, sino en ciertas transposiciones semánticas, al adscribir significados intransferibles a algunas palabras. A este tipo pertenecen la expresión jazerla con el sentido, sólo válido para Horacio y Tristana, de «fugarse», y la palabra botiquín, equivalente para ellos a «mar»:

-Día y noche me persigue la imagen de mi monstrua serrana, con todo el pesquis del Espíritu Santo y toda la sal del botiquín.

(Nota del colector: Llamaban botiquín al mar, por aquel cuento andaluz del médico de a bordo, que todo lo curaba con agua salada).


(XVI)                


Concertada la significación secreta de tal término, Tristana puede enviarle a su amado, en una carta, «un botiquín de lágrimas».

Como a continuación de un texto en lengua antigua o en idioma extranjero suele incluirse un vocabulario o registro de voces cuyo significado se supone incomprensible u oscuro para el lector, así el lenguaje de los amantes, en esta su faceta inventiva, reclama una lista de equivalencias si ha de ser entendido por otros (sólo en las novelas tiene que serlo).116

5) Extranjerismo. -Menos particularizador que el método precedente, pero encaminado también a separar la expresión dual de la general, es el uso de palabras y frases de distinto idioma, ¡Pobres de los amantes que no cuentan con un segundo, tercero o cuarto idioma para jugar a escaparse de la espesa red del suyo nativo! Horacio y Tristana se evaden en italiano: «¡Ay, tengo que contarte muchas cosas, carino! ¡Qué hermoso es el italiano y qué dulce, qué grato al alma es decir mio diletto!»; Y las recurrencias a este idioma son frecuentes: «caro bene», «per pietà», «ma non posso», «per Bacco», etc., pero no las únicas. «Give me a kiss, pedazo de bruto», escribe la discípula de la señá Malvina.

6) Literarización. -Horacio y Tristana han leído juntos a Dante, como Paolo y Francesca la historia de Lanzarote: de ahí el sobrenombre Paca de Rímini con sus variaciones. Del suave idioma de sus lecturas no toman sólo aquellas frasecitas incidentales, sino un amplio repertorio de citas de la poesía y la ópera: «¿Por qué eres así -dice Tristana-. Gran Dio, morir sí giovine!»; «El mejor día entra en casa [Don Lope], y el pájaro voló... Ahí Pisa, vituperio delle genti. ¿Adónde nos vamos, hijo de mi alma? ¿A me conducirás? -cantando-. La ci darem la mano...». Y la euforia de Tristana se vuelca en bilingües desatinos:

-¡Qué más! -mirando al suelo- Diverse lingue, orribile favelle... parole di dolore, accenti d'ira... Ya, ya; la congruencia es lo que no parece Señó Juan, ¿me quieres mucho?


(XV)                


Cuando se separan los amantes la ausencia, como refiere el autor, trae a cuento «aquello tan sobado de nessun maggior dolore...», y en las cartas prosiguen las citas toscanas: «Tu duca, tu maestro, tu signore»; «E se non piangi, de che pianger suoli?»;- «Oh donna di virtù!» Estos son lugares comunes literarios en la lengua extranjera de preferencia. Cuando Tristana está tomando lecciones de inglés, claro es que no puede dejar de travesear con nuevos tópicos   —98→   lanzados sin ton ni son, por puro retozo: «Te muerdo una oreja. Expresiones a las palomitas. To be or not to be... All the world a stage.»

Pero sin necesidad de salirse del propio idioma cabe a los amantes jugar al disparate con los tópicos literarios que ruedan por la memoria:

La jaremos cuando tú dispongas, querida Restituta -replicó Díaz-. ¡Si no deseo otra cosa!... ¿Crees tú que puede un hombre estar de amor extático tanto tiempo? Vámonos: para ti la jaca torda, la que, cual dices tú, los campos borda...


Y como aquí el exquisito ripio del Duque de Rivas, así van saliendo en otros lugares, con la menor congruencia posible, inundando la comunicación del frenesí de un gustoso desconcierto, versos o pedazos de versos de Fray Luis de León, Baltasar del Alcázar, Quintana o Garcilaso. Y los amantes juegan también con los clichés de la lengua culta («lácteos virgíneos candores», «senos turgentes», «undosa corriente») y con la retórica teatral:

Es muy tarde: he velado por escribirte; la pálida antorcha se extingue, bien mío. Oigo el canto del gallo, nuncio del nuevo día, y ya el plácido beleño por mis venas se derrama... Vamos, palurdo, confiesa que te ha hecho gracia lo del beleño... En fin, que estoy rendida y me voy al almo lecho..., sí, señor, no me vuelvo atrás: almo, almo.


(XX)                


La enfermedad de Tristana y la larga permanencia de Horacio lejos de ella originan una crisis: Tristana se lanza por los espacios ideales y transfigura a su amado en un remoto foco de adoraciones místicas. Sus cartas van tomando un sesgo cada vez más tristemente soliloquial. Y Galdós, que, según hemos visto, había medido con tanta delicadeza en otras novelas el descenso del amor, o su falta, por medio del lenguaje de sus criaturas, cierra así la aventura amoroso-idiomática de estos amantes:

En sus últimas cartas, ya Tristana olvidaba el vocabulario de que solían ambos hacer alarde ingenioso en sus íntimas expansiones habladas o escritas. Ya no volvió a usar el señó Juan ni la Paca de Rímini, ni los terminachos y licencias gramaticales que eran la sal de su picante estilo. Todo ello se borró de su memoria, como se fue desvaneciendo la persona misma de Horacio, sustituida por un ser ideal, obra temeraria de su pensamiento, ser en quien se cifraban todas las bellezas visibles e invisibles.


(XXI)                


Compendiemos el sentido de lo ejemplificado en Tristana. Los enamorados, en esta novela tan representativa del período en que Galdós se interesa más por la verdad de la persona en su sociedad que por la realidad de la sociedad a través de unos ejemplares típicos, háblanse como niños y como plebeyos buscando la felicidad del no saber: la inocencia; y con los efectos cómicos que prodigan se reafirman en su alegría, la alegría del juego en el seno de la confianza. Creando palabras nuevas, y nuevas significaciones de palabras, y trasponiendo su habla a un idioma extranjero creen asegurarse el apartamiento propicio a la concentrada suficiencia de su cariño mutuo, y mediante citas poéticas y remedos del estilo literario hacen un simulacro de solemnidad. Son adultos y quisieran ser niños; son burgueses y desearían ser como el pueblo; conocen la seriedad de sus sentimientos y pretenden darles un aire de intrascendencia. En vez de repetir, desean inventar; cansados de su idioma, buscan la variación en otros; en lugar de personas comunes se fingen personajes de ópera o tragedia. De este modo verifican el traspaso imaginario de una edad, una clase social y un temple   —99→   emotivo a otra edad, clase y disposición sentimental; del mundo de las palabras gastadas al paraíso de las por crear; del pueblo propio al extraño; del cerrado circuito de lo cotidiano a un ámbito de libertad poética.

El clima en que normalmente se desenvuelve el lenguaje de los amantes en estas novelas de Galdós no es de concupiscencia ni de pasión artísticamente preparada: es un clima de compañía creadora y expansión emocional; y las observaciones hechas en estas páginas documentan, creemos, el certero juicio de Sherman Eoff:

What is seen in Galdós' novels is not the overpowering force of sexual instinct, but the stronger needs of sympathy, devotion, and confidence in the love and protection of close companions. Love of woman is indispensable in Galdós' world, but its course, with all its conflict and frustration, is one that gradually becomes a sublimated conversion of the erotic instinct into spiritual creation.117


El vaivén del arte oral galdosiano entre el tópico y las formas jugosas y vitales, entre la inercia y la vivacidad -tan bien estudiado por Joaquín Gimeno y por Stephen Gilman- se evidencia muy ejemplarmente en el habla de los amantes de estas novelas. Si la moderna novela nace del choque entre la maravilla y la verdad, puede decirse que hubo en España novelistas que no quisieron ni pudieron postergar la primera (Alarcón, Valera, Pereda) y otros que la maltrataron a golpes de áspera verdad (Clarín, Pardo Bazán, el Palacio Valdés naturalista). Pero sólo Galdós supo dar alentada plasmación artística a la confluencia de lo imaginario y lo real, lo íntimo y lo público, lo poético y lo prosaico. Para los fabuladores el amor era poesía; para los disectores, prosa: o «la ambrosía de la mentira hermosa» o «el caldo de la horrible verdad», para decirlo con palabras de Don José Ido del Sagrario. Como en todo, Galdós vio e hizo ver en el amor el contraste entre lo uno y lo otro, la tragicomedia, la ironía trascendental. Y así el lenguaje de sus criaturas enamoradas, nutrido de la más humilde materia anecdótica, está clamando siempre a un cielo.

Columbia University (N.Y.)