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Años y leguas

Gabriel Miró




ArribaAbajoDedicatoria

Sigüenza se ve como espectáculo de sus ojos, siempre a la misma distancia siendo él. Está visualmente rodeado de las cosas y comprendido en ellas. Es menos o más que su propósito y que su pensamiento. Se sentirá a sí mismo como si fuese otro, y ese otro es Sigüenza hasta sin querer. Sean estas páginas suyas para el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él.






ArribaAbajoLa llegada

Camino de su heredad de alquiler, se le aparece a Sigüenza el recuerdo de una rinconada de Madrid. Las ciudades grandes, ruidosas y duras, todavía tienen alguna parcela con quietud suya, con tiempo suyo acostado bajo unas tapias de jardines. Asoma el fragmento de un árbol inmóvil participando de la arquitectura de una casona viejecita.

Por allí se internaba muchas veces Sigüenza. La rinconada le dio su goce a costa del cansancio de la ciudad. Allí se escaparía cuando quisiera, llenándose el corazón y los ojos de todo aquello, como si se llenara, de prisa, los bolsillos.

Promesa de provincia; es decir, de infancia. Detrás de un cantón surge el horizonte de tierra labradora: follajes opulentos de la Casa Real; nieblas del río; senderitos que se tuercen y suben, y se apartan de Madrid, anda que andarás...

...Y al volver la memoria, le parecía a Sigüenza que volviese con recelo sus ojos a muchas leguas de distancia. Porque, ahora, desde la verdad rural, aquel sitio apacible, de consolación, no era sino el principio de la ciudad, un embuste de calma.

Iba Sigüenza montado en un jumento, porque así recorrió, hacía mucho tiempo, sus campos natales. Estaba muy gozoso, como entonces; no había más remedio, para guardarse fidelidad a sí mismo, al que era hacía veinte años. Y se inclinaba tocando la piel tibia y sudada de la cabalgadura, y se miró en sus ojos, gordos, dorados y dulces como dos frutos.

El animal doblaba su pescuezo frisado como si le sofocase tanta solicitud; hasta que se paró.

Entonces, Sigüenza, saltando de la enjalma de piel de borrego, se puso a caminar a su lado. El borrico, en medio del arriero y de Sigüenza, como tres amigos que se van a pasear a su antojo.

¡No tenemos prisa! -lo pensó y lo dijo Sigüenza para que se oyese, creyendo que objetivaba la realidad de su júbilo, porque veía sus palabras desnudas en el silencio, silencio desde su boca hasta las cumbres.

Y mirando en su torno toda la tarde, tan ancha, descubrió en el camino la huella de sus pies. Sería la de su bota. No; porque él acababa de sentir el contacto de su carne en la carne del camino. Y esa noche se quedarían sus pisadas, frescas de relente, bajo los cielos inmediatos y finos. ¡Cuántos años sin sentir el ahínco y marca de humanidad por el asfalto y las losas que se chafa o se pisan sin hollar!

Quizá estos aturdimientos probaban en Sigüenza el predominio de la calle. De seguro que él se creía ya en su ruralismo de antaño. Pero aun no debía serlo sino de presencia, de óptica y de tacto, porque la inquietud y el goce seguían refiriéndose a la ciudad, de la que traemos el brinco, el grito, la exaltación y la suavidad junciosa; resabio de entusiasmarse por agradar y contentarnos.

Todavía este hombre no se sentía sino a sí mismo, con acústica de recinto cerrado.



Un manso ruido de aire que aletea entre las mieses ya granadas. Una respiración del verano, de árboles tiernos que están junto a las aguas vivas.

Sigüenza dejó que su jumento paciese el verde de una acequia, y él se recostó en el tronco de un algarrobo.

Pasó un labriego con su azada de sol, y, mirando al forastero, le dijo:

-¡A la sombra, a la sombra! -Y en la boca seca de ese hombre, enjuto y acortezado, la palabra sombra tuvo una frescura nueva, como si acabase de crearla.

Y, antes de seguir caminando, tendiose Sigüenza a beber de un manantial que de allí cerca salía, recién nacido.

Venía un leñador, oloroso de monte, con la espalda doblada por los costales, y le saludó diciendo:

-¡A disfrutar con el agua! ¡No la hay mejor en el mundo!

Y Sigüenza, que había ya bebido, bebió más, mordiéndola en un temblor de claridades, y le goteaba un frío de luz por las mejillas, por los cabellos, por las manos.

Aquella sombra y este agua tenían categorías distintas para las gentes del campo, según las disfrutase Sigüenza o las aprovechase un jornalero. La sombra que Sigüenza buscó, era un concepto y una capacidad de delicias; el agua, un refocilo de creación en el que se gusta la caricia, el aliento y el matiz de la naturaleza que ella ha tocado en su camino. Desde la umbría del árbol de Sigüenza se ve el paisaje oloroso. Para el labriego es la sombra de un árbol concreto desde donde se cuentan los bancales de cada vecino de la comarca; el aire, es el bueno para la trilla, y el agua, la de su sed. Para nosotros, evocación; para ellos, precisión.

Ya se regalaba Sigüenza con estas calidades y exactitudes, que podrán haber envejecido en cualquier mediano entendimiento, pero que en él eran de una verdad virgen, cuando volvió la ciudad a tocarle la frente y el corazón, avisándole que esas complacencias campesinas vendrían principalmente de ella.

Bastaba de recelos y de acechos; quería el goce descuidado sin actuación suya. No podría contemplar en tanto que discriminase su sentir. Después de muchos años, lo primero que encontraba en su campo, era a sí mismo, atravesándolo, estampándose en todo como su sombra prolongada por el sol poniente. Había de sumergirse y de perderse en la visión como en el sueño que no nos gana sino cuando perdemos la conciencia de nuestra vida y de nuestra postura.

Tierra de labranza. Olivos y almendros subiendo por las laderas; arboledas recónditas junto a los casales; el árbol de olor del Paraíso; un ciprés y la vid en el portal; piteras, girasoles, geranios cerrando la redondez de la noria; escalones de viña; felpas de pinares; la escarpa cerril; las frentes desnudas de los montes, rojas y moradas, esculpidas en el cielo; y en el confín, el peñascal de Calpe, todo de grana, con pliegues gruesos, saliendo encantadamente del mar; una mar lisa, parada, ciega, mirando al sol redondo que forja de cobre lo más íntimo y pastoso de un sembrado, un tronco viejo, una arista de roca, un pañal tendido, y, encima de todo, el aliento de la anchura, el vaho de sal y de miel del verano levantino cuando cae la tarde. Y entonces Sigüenza percibe el grito interior sobrecogido: «¡Campo mío!». Ya se ve, sin verse, en el agua de los riegos que corría, en la cal de los cortinales, en el temblor de los chopos, en el azul, en todo lo que le rodeaba. Como en esa tarde vino en aquel tiempo. El olor de los viejos campos de la Marina, como el olor de su casa familiar en la felicidad de los veranos de su primera juventud. Pero no pareciendo que «fuese ayer», o pareciéndolo precisamente porque entonces sentimos todo lo contrario. Y porque nos oprime la verdad del tiempo devanado tuvo más fuerza alucinante la emoción de esta hora que se había quedado inmóvil para Sigüenza desde entonces. Y hasta hizo un ademán suave de tocarla, de empujarla, queriendo que volviese a caminar a su lado. Una lente lírica le acercaba a sí mismo. En ese algarrobo desgarrado, en aquella quebrada, en un contorno de una colina, en una tonalidad, en un rasgo preciso, debió de dejarse más hincada su mirada, y ahora, entre todo, se le presentaba, no el recuerdo óptico y casuístico, sino la misma mirada, la sensación de su vida, que se había envejecido allí, y ahora le salía para verle pasar, a veinte años de distancia...


ArribaAbajoEl beso en la moneda

Veinte años de distancia equivalían a la edad sensitiva de este paisaje suyo, porque sólo desde hacía veinte años comenzó este paisaje a pasar y envejecer humanamente referido a su vida. Ahora, al verse, se consustanciaban en el tiempo y se pertenecían.

Y Sigüenza tuvo un goce íntimo, callado, de posesión, que fue removiéndose en un ímpetu de propietario.

Vio una masía en lo raso del monte. Los grandes árboles de soportal ensanchan, anticipan el techo de familia. Desde allí se aparecerá la heredad a los barcos de vela, a los trasatlánticos, todos diminutos, infantiles, subidos en el azul vertical del horizonte. La casa y los barcos se mirarán hasta muy lejos; y ella se queda quietecita en el silencio sutil, estremecido de la altitud. Las laderas y los hondos se entornan y se apagan; y arriba, en el filo de una tapia, todavía arde un rescoldo de sol.

Sigüenza quiso esa heredad; preguntó su nombre y su precio.

Pero en un llano apacible asomó una granja. Y en seguida la hizo suya: porches viejos donde colgar las frutas; la era delante de la solana; un fondo de álamos en sendero que se va alejando y cerrando, pequeñito y azul; un pueblo cerca, con su calvario de escalones de cipreses... Sigüenza, trocado en agricultor, trae ropas de pana que crujen. Asiste a los oficios de la Parroquia. Madruga el Viernes Santo para subir al vía crucis; de hornacina en hornacina, un ruido bronco de rodillas de lugareños de luto que se postran y se levantan rezando; y él se vuelve, complaciéndose en sus frutales, todos de escarcha de flor pascual.

Pasa las primaveras aquí; los veranos, en la masía de la quebrada, y los inviernos..., los inviernos en la Marina, porque precisamente en la Marina acaba de ofrecerse a sus ojos un jardín, con sus mirtos y romeros esquilados; un laurel casi negro; eucaliptos que sueltan la piel de sus troncos y su hojarasca dura, de pasta de olor; una palmera estampada en la gloria del mar y de nubes de ángeles. Mañanas de Navidad; luna grande, desnuda, del mes de enero, en la soledad de las aguas. Huerto luminoso y caliente.

También lo comprará. Y rebana los bancales, planta las hoyadas baldías, abre caminos... Y como todo lo dice, el arriero le mira pasmado del trastorno de la comarca.

En una revuelta de la carretera trabajaba un peón caminero, un hombrecito abrasado y enjuto, casi del todo vegetal y mineral, de costras de leguas. Y fue desdoblándose para ver a Sigüenza desde sus anteojos de alambre de picapedrero.

-Peón caminero, peón caminero: ¿cuántos años lleva usted remendando este camino?

Le dijo que más de treinta años.

¡Más de treinta años, Señor! De modo que este buen hombre quizá le viese cuando él pasó, siendo muchacho, por estos lugares; y tendría entonces la edad suya de ahora. Con tan simples pensamientos se angustió un poco su conciencia cronológica. Pronunció el nombre de su padre, que fue ingeniero. Y principió el hombrecito a cogerse la falda de su sombrero de lona, y le salió su frontal de adobe recocido. Sus manos de leña, de pellejo y de asta, sin temperatura íntima suya, tomaron las manos de Sigüenza, que las sintió adelgazarse y rebullirle muy tiernas allá dentro. Se le mojaron los ojos de vidrio polvoriento que se empaña de la serena; y esos ojos se le paraban a su lado, como si a su lado estuviera el padre, de pie.

-¡Era un siervo de Dios!

Siervo de Dios lo pronuncia mirando despacito a Dios; lo dice con llaneza, quitándole al ingeniero toda jerarquía, jubilándolo evangélicamente; viéndole en la bienaventuranza hermanado con los humildes, que aquí, en la tierra, están sirviendo en obras públicas. Le refiere los beneficios que recibió del padre; los desmenuza, vuelve a gustarlos como pan que ha de emblandecer rosigándolo entre sus encías lisas, siempre bañadas.

A veces se encorva más, como si conversase con dos criaturas, los dos hijos del ingeniero: Sigüenza y su hermano; y después se incorpora como si se los subiese uno en cada brazo. Pregunta por su antigua casa, tan abundante, con corraliza y hortal. Bien recuerda que estaba junto a un Colegio de Padres de la Compañía de Jesús.

-Peón caminero: ya no queda casa, ni corraliza, ni hortal.

-¿Ya no? -y se rascó la cara huesuda, que le sonaba como una quijada de res. ¡Qué sabría el pobre de tener y perder haciendas!

Al despedirse le dio Sigüenza una moneda de plata para que fumase, y fumando volviese a pensar en aquel tiempo.

El viejecito le mira, le sonríe, llora; y llorando palpa y besa, callado y devoto, la limosna...

Sigüenza se aparta, retozándole una suave vanagloria. Le parece que ese buen hombre le ha legitimado la llegada; sus manos de hierba y de piedra, de santo de pórtico, acaban de abrirle, de par en par, las puertas de su paisaje. Y el espolique no hacía sino mirarle y sonreír. Estaba, como él, también más gozoso.

Ya Sigüenza quiso contener su regodeo tan fácil. Siempre le era recelosa la facilidad.

Le divertió de sus menudos escrúpulos una hacienda que iba saliendo en un altozano de llencas o fajas de bancales gruesos y rojos. Las tierras, los cultivos, todo de un color de realce, de calidad apretada; el verde jovial del maíz; el de las calabaceras de un tacto velludo; el de los frutales, tan jugoso, que trasciende a su medula dulce; el tostado de las cebadas maduras, que van desplegándose con un crujido de espigas de barbas luminosas, que se nos agarran a los dedos, como zancas de cigarrones; el frescor de la vid y del jazminero, que suben sabiamente por el casalicio recién enjalbegado... ¡Esa es la finca que Sigüenza quisiera comprarse; ésa es la deseada, y la escogida entre todas! Y su índice se tiende y la señala con arrogancia.

-¿Esa? -le pregunta el trajinero con socarronería-. Esa es del peón caminero de la limosna. Tuvo herencias de familia de Argel, y no suelta su jornal...

Sigüenza dobló la frente, sonrojándose de haber socorrido a un hacendado.

Pero vino una brisa generosa que le levantó los pensamientos. El viejecito tomó la moneda y la besó, dándole valor de limosna, no siendo pobre. ¿Era menester la gollería de la pobreza de verdad?

Y montó y empujó con los carcañales a su cabalgadura. A trechos se volvía; miraba al socorrido; miraba la abundancia del huerto deseado.

...Encima de una rambla, con ruido de fuentes, se presentó, como recodándose para mirar quién pasa, la finca de alquiler de Sigüenza. Salía luz por los balcones abiertos, luz encendida poco a poco, hecha en casa, como el pan de nuestra artesa, luz de lámpara que junta en ruedo a la familia. Ya estaba la suya esperándole. Entró bajo un envigado de parrales que apretaba la noche del campo.

Desde el balconaje vio el pueblo amontonado, negro, picudo; y junto a la torre, la cuerna amarilla de la luna. Caía una lumbre mojada en las copas de los almendros, que exhalaban en el mismo contorno suyo un humo verde, fresco, inmóvil.

No quiere Sigüenza ver ni adivinar más; y así, al otro día, todo le parecerá recién brotado.






ArribaAbajoPueblo, Parral. Perfección

Mañana de junio, alta, grande, precisa hasta en los confines. Sigüenza, delante. Podría ir volviéndose, mirándola toda. Pero se impuso la penitencia de beber a sorbos, de disciplinar la contemplación.

Ahora se quedará cara a cara del pueblecito, aunque los horizontes le llamen con un grito infinito de silencio para que sus ojos brinquen y se revuelquen en sus delicias.

Le acoge la alegría de tener de verdad ese pueblo en que siempre se piensa cuando contamos un cuento. «...Una vez, había un pueblecito...». Y en la mirada de las criaturas va pasando quietecitamente este pueblo. Es el hallazgo de nuestra palabra, hecha realidad. Alegría de la revelación y de la pronunciación de la palabra «pueblo», sino que éste es más moreno y más viejo. Lo que Sigüenza imaginaba o recordaba como blancura suya, es claridad que no le pertenece.

Todo el caserío se arrebata por un otero, y sube triangularmente. Las cuencas de las ventanitas y de los desvanes; los labios de los postigos; todas las casas, se fijan en Sigüenza, y le preguntan, atónitas, fisgonas, durmiéndose; y las que tienen la sombra en un rincón de la ceja del dintel, le miran de reojo. Algunas rebullen sin frente, porque en seguida les baja la visera pardal del tejado; otras tienen la calva huesuda y ascética del muro que prosigue. Arriba, la parroquia, de hastiales lisos, y en medio, el campanario, con una faz quemada de sol y la otra en la umbría; un esquilón a cada lado de la nariz de la esquina; en lo alto, la cupulilla, con las graciosas asas de los contrafuertes chiquitines, como un cántaro dorado; el follaje de la veleta se embebe y se sumerge en el azul.

Si terminase así el pueblo, resultaría de una fórmula de perfección, o de simulación intelectualista. Pero, no; todavía hay un derrocadero, crispado, roído, de belén de corcho, con figuritas aldeanas tendiendo ropa; y en cada lienzo que ponen a secar se precipita una hoguera de sol. La cima, de escombros antiguos, está tapiada; un portalillo, y en la punta de la caperuza, una cruz: el cementerio, sin un ciprés... Desde allí se verá el mar. Viene su promesa con un viento ancho, calmoso y salino; palpita entre los almendros, y parece que se hinchen unas velas gloriosas, muy blancas. La lumbre, de mediodía de Oriente, aquí no ciega; aquí unge la carne torrada de los bardales, de las techumbres, de la piedra; se coge a todos los planos y aristas, modelando con paciencia lineal las cantonadas, los pliegues, los remiendos, los paredones de albañilería agraria, la paz del ejido, la prisa de una cuesta...



El parral es una claustra vieja de pilares gordos, encalados; las vigas son de troncos de pino y almendro; y el artesón, de canas enteras, con sus pieles tostadas como de panochas maduras. Las vides se tienden y se retrenzan y cuelgan. El toldo se mueve con su oreo va cernido y vegetal, con latido y gracia de sensibilidad suya.

De seguro que estas parras fueron escogidas meditadamente. Han de ser de distinto veduño. Allí estarán los dos linajes de Valenssi: el de uvas moradas, y el de hollejo delgado y translúcido, con sus toques de canela de sol. Pesan de tanto azúcar, y se escarchan y resisten hasta la Navidad; entonces, sus granos nos crujen en la boca fríos y finos, y se nos derrama el sabor de los días grandes del verano.

Cuando le presenten a Sigüenza el frutero, un frutero de loza, desbordante de racimos, como un jarrón barroco de portal de jardín, los cogerá de las dos castas, sopesándolos y complaciéndose posesivamente en las dos; y si tomó un gajo de la blanca, antes de acabársele, se volverán sus dedos a pellizcar de las uvas negras.

No faltará la cepa de lairén y de Cambrils, de granos duros, hinchados, tirantes, de un color íntimo y sensual de amatista, con alguna desolladura de abejas que mana la sangre de su arrope.

Estará también la vid de Corinto, de uvas largas, lisas, de cera, sin granuja, casi desnudas, sólo cuajadas en su miel; femeninas y perfectas. Una balanza de químico paciente ha pesado la precisión de su zumo, de su pulpa, de su color, combinando los elementos sutiles de su forma. Fruta para los dedos y los dientes de una señora de primorosos melindres, del siglo pasado, en la desgana de una convalecencia casi sin enfermedad.

...Pero aquello del frutero en colmo, y lo de decir las calidades de los sarmientos, no es posible ahora. El parral está en cierne; los pámpanos acaban de crecer, ensortijados de zarcillos que se quiebran de tan tiernos. No comerá Sigüenza los racimos de Navidad. Los ve agraces, y el envero y maduración irá midiéndole el tiempo de su partida. Todo ha de realzarse y oprimirse a costa de nosotros mismos.

Y para que no se le pliegue su alegría, se pone a mirar las avispas, los abejorros, los escarabajos que vienen a las parras.

Las avispas vuelan con dejamiento, con descuido de sí mismas. No se preocupan ni de recogerse las patas. Deben haberse dicho: «Voy cerca, y no es menester que me suba las piernas; colgando van bien; tal como estaba, sobra...». Esas zancas llevan una media de vello arrugadita y caída. Pasan, vuelven, meciéndose en el sol, distraídas y comadres.

Los abejorros, repolludos y malhumorados, se afanan por sentir mucha prisa. Si no se fijan ni cavilan más en las cosas, no es porque les falte capacidad de atención y ahínco; y, si no, que se repare en el bramido que llevan. Pues, si se estuviesen en torno del parral, no lo podría resistir el envigado; cada pámpano se estremecería, doblándose bajo el ímpetu de su viento; una perdición. Además, es que no pueden parar. La inmensa mañana les solicita; todo ha de recibir la sensación de su diligencia.

Llegan los escarabajos con su negrura pavonada. Antenas, palpos, patas se les cruzan reciamente como un costillaje. En su sotanilla bombada y en su bonete, traen ellos todo el sol de los campos en una gota; todo el sol miniaturizado dentro de un azabache. Sus alas y elictras son un molino de hélices y exhalaciones moradas. Se pesan tanto a sí mismos que rebotan contra los pilares. Temen no haberse puesto las alas que les corresponden. Esa es su lástima. ¡Tan bien acabados, esferoidales, carbonosos, bruñidos, organizados para empresas de terquedad, y con las mangas tan cortas que no les permiten sostenerse en todo el día del cielo!

Ven la redonda entrada obscura de un cañuto del techo del parral. Las avispas y los abejorros han visto ese agujero, y nada. Pues los escarabajos no pasan delante del misterio sin escudriñarlo. Les obliga su naturaleza y su crédito. La creación les contempla. El mediodía tan grande, con tanto sol, no puede sumergirse en un tubo de caña. No importa: allí está el escarabajo. No temerá. Para él solo estaba guardada la tenebrosa aventura. Y se agarra al borde del cañuto y se va asomando. Su cuerpo tan orondo principia a sudar y crujir, adelgazándose, afilándose para internarse en el abismo. Después, se queda silencioso; y en silencio, blandamente, se hunde. Fuera, está toda la mañana esperándole. ¿Qué sabrá, a estas horas, el desaparecido? ¿Cómo podrá salir?

El desaparecido sale reculando, y en seguida se le encienden en su espalda y en su sombrero de luto los negros fanalillos de sol. Y se pasa a otra caña horadada. Es otro misterio. No se cansará el investigador. Vuelve a sumirse; vuelve a salir; y acude insaciable al cañuto de al lado. ¿Qué hace dentro? Está encogido, atendiendo lo que piensa de él la gloriosa mañana. A otro cañuto, después al siguiente; todos los pesquisa; y nunca acaba, porque tiene el goce doctísimo de volver a penetrar en los mismos misterios de los mismos cañutos de antes, sin darse cuenta...

Tocan las campanas, muy poco, cabeceando con pereza. Tocan lo preciso para acentuar «las doce». Mediodía exacto. Todo el pueblo se sienta a comer; y los jornaleros que están en la labor, dejan hincada la azada y la reja, y buscan su atadijo de pan, companaje y navaja.



El mediodía se queda sin nadie. Ahora parece más inmóvil el pueblo, recortado calientemente. Sol. Sol en cada teja, en cada guija, en cada brillo. El pueblo es un cantarero apretado de jarras que resudan, y en lo hondo duerme el frescor de una paz viejecita.

Aprovechándose de la soledad viene una araña invisible por el azul y cuelga la tela de una nube blanca y delgada desde el cementerio a un asa del campanario. El silencio es tan grande y tan fino que Sigüenza no se atreve a gozarlo por si se rompe como un vidrio precioso.

Y se quiebra la urna diáfana, rajándola hasta lejos de la herida el regruñir candente, rojo y retorcido de una piara furiosa.

Toda una piara alborotada en los gañiles de un cerdo. No había sino uno, atado por la pezuña enfangada a una olivera.

Y Sigüenza baja a la huerta para mirarlo. En el portal se le junta el labrador; y se sientan en la umbría de la noria.

Este cerdo, y su cerda que está criando en la tibia pocilga, los mercó y los trajo el labrador dentro de la faja, dormidos, plegados como el pañuelo de hierbas.

Y le va contando a Sigüenza que este cerdo ha sido cebado nada más que con dassa, maíz, maíz en grano y en harina. Otros le dan de comer al suyo patatas, desperdicios y hasta cadáveres, como hacía el sepulturero de un pueblo de Valencia.

La carne, la enjundia, el tocino, los quebrantos, todo en su cerdo ha de ser muy gustoso, porque además de su legítima mantenencia, le viene de raza. Es de raza murciana: la mejor, y costosa de engordar. El cerdo murciano crece apretándose; no como el americano, que se hincha y se engrasa pronto y flojo.

Sigüenza ha de recordar los ejemplares yanquis. El cerdo de Norteamérica es alto, blanco, sonrosado, limpio como si lo bañasen y adobasen ajos masajistas de bata esterilizada. Parece un cerdo de celuloide. Su cabezota es tan grande que, a veces, semeja postiza. No tiene mirada feroz, sino un cansancio, una cortedad de ojos rubios. Es un cerdo sinónimo del cerdo, es decir, su imitación; y, como todas las imitaciones y las restauraciones, excede a la verdad originaria. Claro que el cerdo de América es cerdo hasta en la torcedura de su rabo rudimentario, aunque lo apócrifo surja en su traza y en lo íntimo de sus sabores.

Este cerdo de la heredad de Sigüenza acaba de tenderse en la sombra del olivo; el oleaje de su vientre se le queda dormido y volcado en la gleba, y le rebullen de moscas dos verrugas. Esas verrugas son la ejecutoria de su pureza étnica. No hay sino mirarle las nalgas rotundas y grises como de pórfido, perniles vivos y ya curados; el rabo que brota de la hendedura es mono de vieja y pezón de calabaza. Y arranca, en seguida, la comba del lomo, poderosa y tirante capacidad que no se rompe y su perfección hace palidecer la piel entre rodales de pelo rígido; y luego del arco robusto de la espalda, la testa obtusa, rápida y fragosa; entre los andrajos de las orejas, la sensación de una mirada de ojal oblicuo; la rodaja de caucho del hocico con quijadas de fuelle, y, al abrirse, surgen dos colmillos nítidos, resplandecientes, guardando la pasta tierna de la lengua color de rosa.

Todo el enorme animal se despertó, volviéndose un poco hacia Sigüenza; resopló en la inmundicia, y su mirada de cicatriz le decía:

-Esto se acaba, porque llego a la plenitud de mi gordura. ¡Soy perfecto!

Era verdad. A la siguiente mañana lo degollaron.




ArribaAbajoTocan a muerto

¡Tocan a muerto! El claror que pasa por los postigos todavía tiene la palidez fresca de la madrugada.

Pero ¡tocan a muerto!

Y Sigüenza brinca de la cama.

Es viernes; y el lunes, en un atajo, encontró al barbero del lugar que iba de jornada de quijales, de masía en masía; y Sigüenza le dijo:

-¡Aquí no hay entierros!

-Aquí, sí, señor, que hay; cinco o seis por año, de los viejos que se van muriendo poco a poco.

-¿Y cuántos viejos quedan ahora?

El barbero se puso a cavilar, y fue recordándolos por el apodo y por el mal que padecían.

Pues uno acabaría de morir. Y Sigüenza se lava y se viste a puñados.

Tocan a muerto. Algunos sones se quedan balbucientes en los labios de las campanas; otros, vuelan con temblor de murciélagos en torno de la parroquia; otros, salen anchos, claros, enteros.

Sigüenza corre rasgando un viento velludito de humedad. No es temprano; es que el día no puede crecer porque se topa con el techo de un nublado fosco. Detrás de las sierras rueda la tronada blandamente, con llantas de nubes hinchadas, algodonosas que, lejos, se deshilan en lluvia perpendicular y azul.

Una larga blancura sube por todo el filo roto de la cumbre de Bernia.

Bernia es un galeón volcado, con la quilla quebrada a martillo; y entre las púas y rajaduras de esa carena de pedernal se carda, se descrina la nube; va cayendo torrencial, toda de espuma, y en la vertiente se parte formando corderos muy gordos que caminan bajando y subiendo, aprovechándose de la soledad del monte. La soledad de siempre, se significa, se cuaja hoy en un color morado. Bernia aparece sin rasgo, sin denominación vegetal para los ojos. Su plana de labrantío, de huertas tiernas, de pinar joven; los ramblizos, los breñales de sus laderas, todo está inmóvil, empastado del mismo color; toda la serranía lisa, únicamente morada.

Aun baja más el nublado. Todo el paisaje se cierra en un mismo recinto y en un mismo silencio. El olor del viento, que viene de otros campos embebidos, se desploma en la quietud de aquí.

En el secano, el temporal derribó un almendro que está tendido, descansándose con un codo, y así puede subir la frente de follaje mirando la lejanía. Labra una yunta; va dejando la reja un crujido fresco, el único ruido preciso, pronunciado en la mañana, y entre la tierra roja estalla el oleaje del pedregal nuevo. Se paran las mulas volviéndose a Sigüenza.

-Tocan a muerto. ¿Quién habrá muerto en el pueblo? Y no lo sabe el labrador.

Ahora el nublado se rebulta, se raja, y camina cayéndose; tiene costas y abismos, blancuras de candeal, bronces, gredas, paños. Se amontona un tránsito de apóstoles de barbas dobladas por el vuelo, de sayales gordos; de vírgenes lisas; de ángeles con las alas rotas; todos los pobladores del cielo venerado en las parroquias pobres, todos han salido como estaban en la obscuridad de los retablos, sin andas, sin luces, sin devotos, y se arremolinan en la media naranja del día; se empujan, se desgarran y aplastan; y en ese tumulto procesional de las nubes sale también el Señor, el Señor en las multiplicadas formas de hombre, de flor, de pastor, de piedra angular, de torre, de carnero, de Abel, de árbol de la vida, de Pontífice; todas las estampas de los nombres que han ido dándole San Justino, San Clemente, San Efrén... Todo el cielo ha salido revuelto por la tormenta; todo el cielo se ha quedado sin gloria y sin nadie. De pronto, la tronada se desgaja encima de Sigüenza; y le cae una lluvia crujidora, que levanta un humo oloroso del tempero de los bancales. Las campanas doblan emblandecidas, esfumadas detrás del cáñamo recio del agua.

Sigüenza se refugia en el parador de la carretera.

Vaho de gente de camino; tartanas forasteras; frailes de San Francisco, ruidosos de rosarios y crucifijos que se golpean contra sus sombrillas empapadas, sus sombrillas de paseo rural. Sigüenza pregunta por el difunto a un hombre corpulento, de chaquetón de pana desollada, que está escurriendo la lluvia de su sombrero de palma de Argel. Pero este hombre se ríe, porque es el sanaor, el castrador de cerdos; acaba de llegar bajo la tormenta, y no le importa el difunto.

Y es que, además, no hay difunto. No ha muerto nadie. Tocan las campanas al funeral de un novicio que nutrió aquí, en la heredad de su familia; y hoy se conmemora el aniversario.

Ya se abre más el día. Apariciones de azul desnudo; glorias de nubes de tabernáculos; el arco iris perfecto desde el mar a Ponoch; debajo de los colores pasa un niervo: distancias de sol crecido; una respiración mojada y caliente; estruendo recial de las avenidas de los arroyos. Los follajes, los cardos, las bardas, las urdimbres de las arañas se han cristalizado de gotas de lluvia retenida.

Suben los frailes a la Parroquia. En los portales aparecen gentes de luto. Abuelos y mujeres con un brazado de hierba, con una cabra atada, y detrás las crías, que rebotan oblicuas; y de cantón en cantón, sale la tonada de la ocarina del sanaor recogiendo los gorrines.

Sigüenza principia la cuesta del cementerio escombrada de muladares. Las hornacinas del vía crucis se han derrumbado sobre plastas y costras de vertedero que hierven de moscardas. La máscara de una quijada entera de macho cabrío se descarna riéndose; su cuerna podrida se estremece de hormigas. Y sobre los hombros de Sigüenza una voz fonda le dice:

-Ahí está tres años; todo está así tres años, desde que se me quedó baldada la mujer.

Es un viejo con el cráneo calzado de pelo duro, y la espalda agobiada, como si le bramase un costal de leña; su osamenta de encina le pliega y le empuja el pellejo; tiene la cara bronca, y una sonrisa mansa; y por los brocales de sus órbitas le asoman unos ojos menudos y buenos. Se le para un tábano en la sien, y no se lo siente.

Como Sigüenza se queda mirándole, él se presenta alejado históricamente en tercera persona.

-Es Gasparo Torralba, el que se cuida de lo de arriba -Y va sacando de las alforjas de su faja la llave oxidada del cementerio-. Antes, yo y la mujer...

Y Gasparo pasa el portal refiriendo su vida y su oficio. Pero Gasparo es una promesa para otro día. Ahora, no; ahora la mañana rodea inmediatamente a Sigüenza. Se le aparece el mar, y en seguida le llega su olor; aliento de anchura. Inmóvil, dormido, con una nieve virgen de sol. Las costas nuevas, recién cortadas. Los pueblos de la orilla, con una gracia ligera, fina, gozosa, de vida vegetal que acaba de surgir.

Bernia ya no es un galeón volcado; no parece sino lo que es: una montaña; nace en la claridad del mar; y se interna entre serranías, coordinando y renovando paisajes. Se desdoblan otras cumbres con una fluidez, una movilidad de realces de los cultivos, de las arideces, de piel rosada de bojas; la sierra de Tárbena, de colores maduros; el Chortá gordo y rapado; la crestería sollamada del Serrella.

Al otro lado, Aitana, la sierra madre criadora; sus collados, sus raíces, todos sus ímpetus se paran, de pronto, en las espaldas del Ponoch, que prorrumpe sin preparación de laderas, vertical, encarnado, rebanado a cercén por las sienes.

Gasparo se asoma por el tapial. Le agradaría mostrarle a Sigüenza su huerto de cruces. Sigüenza ha de volver. Conversarán de sepultura en sepultura. Ahora nada más verá la del novicio, imaginándose que así le ve y le conoce antes de su funeral.

Es una casilla, una celda de argamasa, con el portal de hierba. Dentro, en un rincón, se hincha el suelo con un vientre acortezado de ladrillos, como una artesa. Zumban las moscas gordas y azules; corren las cochinillas tropezando despavoridas; se ensortijan y atirantan las lombrices en la frialdad de su suco. El cortezón abollado de adobes es como un lienzo ceñido que transparenta todo el franciscanito: frágil, menudo, con una pelusa de gramínea en la boca intacta y en la barbilla de almendra, y sus manos anatómicas abiertas sobre su hábito de cartón. Un San Francisco infantil y calcinado de Cimabué.

Allí se siente el pulso de la quietud de fuera.

Sigüenza baja a la Parroquia; y Gasparo Torralba se queda porque aguarda que suban los frailes y la familia del difunto después del oficio. Rezarán, llorarán y le darán limosna.

Acabó la misa; y Sigüenza nada más alcanza el responsorio. El Requiem vibra como un himno de consagración; y hasta el pobre órgano, de resuello cansado, se esfuerza hoy en exclamaciones tan juveniles, tan claras, que parece pasar el sol por todos sus caños como a través de una vidriera de colores. Toda la nave retiembla por un empuje coral de mozos de rondalla; y el chantre, el organista, los artesanos de la música del pueblo, se agrupan sobrecogidos escuchando. Desde las bancas, los abuelos de cráneos ascéticos y cayadas de pastor, miran inmóviles hacia el coro. Las viejecitas, dentro de sus mantos o de la toca de sus mismas haldas, se complacen en su Parroquia y lloran. A veces han de secar sus dulzuras para coger de un puñado a los chicos que se amontonan en el túmulo dejando su olor de escuela. El túmulo parece vestido de mortajas rígidas, con orlas de un galón amarillo como las luces de los hachones y, en medio, una calavera estampada. Allí remansan los frailes con sobrepelliz y estola, con capa pluvial, con dalmáticas negras. Y los dos capellanes del pueblo, los amos de la casa, sirven humildes a los forasteros, dándoles el acetre, el hisopo, el libro, el incensario.

Terminan las preces, rectas, exactas, con un tono triunfal de doxología; y los ojos y los corazones se alzan como si viesen la asunción del frailecito.

Ya sale la gente al sol de la plazuela. La familia de luto recibe el parabién de pésame. Mediodía magnífico que va embebiéndose los olores húmedos. Los frailes abren sus sombrillas. Andan con reposo de plenitud, de contento afirmativo. Han empujado a su novicio desde lo hondo de la artesa de adobes hasta lo alto de la gloria. Y comerán en la heredad del difunto.

El Cristianismo incorporó a su liturgia funeraria el festín pagano de los ritos de la muerte. La cena novemdialis; la comida in memoriam en torno de la tumba, es un arroz con pollastre en la comarca levantina.

Y a Gasparo Torralba le zumban las moscas gordas y azules de la sepultura de argamasa. Sale al portalillo; mira la cuesta de muladares y escombros.

No sube nadie.




ArribaAbajoDoña Elisa y la eternidad

Doña Elisa, la dueña de la heredad, quiere visitar a la familia de Sigüenza. Lo ha dicho la labradora.

Sigüenza se promete quejarse a doña Elisa de que estén cegadas las ventanas mejores del casalicio: las del lado de la sierra Bernia, la sierra del amanecer donde rebrota, todos los días, el sol nuevo, encarnado, fresco, goteante de mar; y las de poniente, bajo el monte Ponoch, en cuyos hombros rueda el sol viejo; se hunde la luna amarilla, descortezada; se desgranan las luces arcaicas de las constelaciones; pasa volcándose toda la gloria y todo el cansancio del firmamento.

Dice el Eclesiastés que la risa, el habla y el andar del hombre muestran su corazón. Pues el ánimo del dueño de estas heredades se manifiesta en las ventanas; aquí, aun sin querer, pone su tono, sus resabios, sus cavilaciones, sus conceptos, singularmente el de la interinidad de la vida. Crece el edificio; va cuajándose su fisonomía con los rasgos de los balcones, de las rejas... (Una ventana encima de un huerto, del mar, de las soledades de un monte, nos comunica las complacencias de los que están junto a la vidriera mirando.) Y apenas se acaban estas órbitas, el dueño les baja unos párpados de ladrillos. En la faz tapiada se endurece una mueca de avidez, como la de los tuertos y sordomudos. La ventana no es sólo la mirada, es también el grito, la ansiedad, la sonrisa hacia los senderos, las nubes, los caminantes, las aves, los rebaños, la lluvia, las estrellas... Su dueño pensó: «Por ahora dejaremos cerrados los huecos de esas ventanas». Ya no hay remedio. La obra envejecerá lisiada y precaria.

...La mujer labradora llama desde los parrales para recordar a Sigüenza que hoy ha de venir doña Elisa.

Sigüenza sube a los sobrados. Serían los aposentos más sensitivos a la claridad, a las distancias, al silencio del paisaje; y también están ciegas las fenestras de su predilección. Nada más quedó acabado el bastial de la entrada de la carretera; pero, arriba, los postigos no tienen vidrios, y pasa y sale un alboroto de golondrinas que fraguan sus nidos de una arcilla tierna y carnosa, y las avispas amasan sus cartujas diminutas en el yeso de los rincones. Retumban los pasos de Sigüenza, y al pararse sigue el latido de las carcomas que van rosigando cofres desollados, butacones retorcidos entre harneros, calabazas, cofines, que todavía dejan olor rural. Recostada en un odre de aceite hay una caja grande, redonda; y, al levantar la hoja de cartón, se le aparece a Sigüenza una corona de difunta, como una enorme araña que se ha desjugado, que se ha congelado; una estrella de mar, glacial y profunda; un trenzado de alambres, de follajes de tela, de abalorios, todo de una blancura agrietada; y aun le queda el asa para colgarlo de una lápida. Le parece a Sigüenza que haya abierto un pomo de olor de años, de años de una virginidad ya sin cuerpo. Y vuelve a poner la losa de tiempo y de cartón.



...Ya viene, ya viene doña Elisa por la carretera. Principia la siesta. Sol. No rebullen los árboles. Los bancales cavados son de color de naranja, y, encima, pasa como un trazo de frescura el ruido de las fuentes de la rambla que resplandece de pedrizal.

Viene a lo lejos doña Elisa. Es decir, vienen dos mujeres muy despacito. Hace tiempo que están bajando la cuesta. Las dos solas en todo el camino, y sus haldas dejan un humo de tierra.

Viste la señora hábito del Carmen de mucha ropa, y le baja hasta el vientre una mantellina de pana. La cubre un paraguas de ballenas combas que trae su sobrina, también vieja, menudita y dura; el filo de la espalda le sale bajo el manto; todo lo mira con humildad y con antiguo rubor de soltera. Las dos calzan alpargatas grises.

Sigüenza les da sillas; elogia el casal, y se duele de las ventanas tabicadas.- Esas ventanas...- Pero no pudo decir más. Es que en seguida la señora, cansándose, desmemoriándose y enmendándose, inocente y terca, lo habla todo. Todo lo recuerda como si lo viese bajo un vidrio empanado. Saca exclamaciones, anécdotas, lloros, risas, refranes; y con los dedos, rígidos y estremecidos, parece que se lo deje en la falda; se le olvida y después lo toma y lo descoge. A veces le lloran los ojos sin pena; o le solloza la vocecita, con los párpados enjutos; y la mirada se le duerme en un telo, en una niebla de desolación.

Y Sigüenza se dice: Es que se sumerge en una quietud de eternidad; es el presentimiento velado de la eternidad; ¡es la eternidad!...- Todavía no se le quejará de las ventanas.

La señora pertenece a la casa de más hacienda y rango de todo el término; como que a su padre lo secuestró una cuadrilla de ladrones para exigir rescate.

-¿Es que iba de camino y solo por esos montes? -le pregunta Sigüenza.

No; no iba de camino, sino que estaba paseando al sol, en esta misma heredad. Porque entonces la heredad estaba más lejos del pueblo que ahora; el pueblo no bajaba tanto; se apretaba todo al amor de la parroquia; y no había carretera.

Salieron criados y labradores en busca del señor. Una noche y un día resonaron sus trabucos por las barrancas y torrenteras. Un jornalero vio descolgarse a la cuadrilla en su refugio, y montó en un mulo que le derribó de un bote, y él, recobrándolo, se le agarró a la piel y a la crin y lo aguijaba rajándole el lomo con la punta de su navaja; el macho pateaba y relinchaba de dolor, galopando por las veredas, encima de los derrumbaderos; así corrió para dar el aviso. Doña Elisa, y su madre y todo el familiar pasaron la noche y el día llorando juntos, en un corro delante de la lumbre. Entraban los lugareños, los cabreros, los leñadores. Se callaban de súbito para escuchar un estampido remoto y, a la otra tarde, vino libre el señor. Tres mozos traían atravesados en sus mulas a los ladrones muertos; las ancas de las bestias llegaron rojas de sangre. Y, al subir la cuesta del pueblo, volaron todas las campanas de la iglesia como el Sábado de Gloria.

Doña Elisa sonríe. Era entonces muy criatura. Tampoco durmieron esa noche. Todos acudían a ver y oír al caballero rescatado. Y ella y dos rapazuelas se escaparon al cementerio, donde estaban los ladrones tendidos en la hierba mojada, con los ojos abiertos a la luna; Y desde el primer nicho del Calvario, se volvieron llorando y riendo despavoridas. En aquellos tiempos suyos todo era grande y más recogido. El mundo estaba muy lejos. Los pueblecitos del valle se sentían en la soledad; se oían unos a otros en las distancias. Ningún trajín. Ni siquiera diligencias ni carros. Senderos y caminitos de herradura. Hasta los campanarios semejaban más altos para hacerse compañía. Cada pueblo cantaba sus tonadas desde lo antiguo; y a la madrugada de los sábados sacaban la imagen de la Divina Aurora llevándola de portal en portal, entre viejos fanales, y rondallas de labradores con clarinetes de picos de avestruz, adufes como cedazos, guitarras de ciego, y bombos de feria, todo junto de un sonido pastoril; y, de repente, callaba, y se abrían las gargantas, como si cantasen los campos, los montes y los caminos:


A la Aurora tenéis a la puerta,
Tenéis a la puerta,
Pidiendo limosna,
Pidiendo limosna si le queréis dar;
Para nacerle una ermita a su hijo,
Que no tiene casa,
Que no tiene casa ni donde habitar.



En aquellos tiempos suyos todos eran crecentes, crecentes y sumisos. Los ladrones que cogieron a su padre rezaron el Rosario antes de la cena; le decían señor, le pedían permiso para fumar en su presencia...

La señora se queda inmóvil con los manojos de los dedos encima de la helada hinchazón de su vientre. Se le para en sus ojos la bruma de la quietud perdurable. ¡Es la desgana de lo de ahora; es la eternidad, es la eternidad! -vuelve a decirse Sigüenza, y aun no se atreve a mentar las ventanas tapiadas.

Doña Elisa se desposó con un mayorazgo. Los dos muy jóvenes. Don Pedro, el marido, se prometía muchos hijos. Tanto amaba las criaturas que, las noches de invierno, a la luz de un velón, iba, muy despacio, a saber si estaban abrigados los chicos de sus jornaleros. Sigüenza se lo imagina con todos los hijos deseados. A mediodía, después de vigilar sus labores, sube al comedor, diciéndose con Juan Boscán:


«Comamos y bebamos sin recelos
la mesa de muchachos rodeada,
muchachos que nos hagan ser agüelos».



¡Y todas las ventanas de la heredad estarían jovialmente abiertas!

Nació una hija. Don Pedro encomendó a Valencia los pañales, las ropas de acristianar, todo de lo más fino. Todo lo guarda en su cómoda doña Elisa; y dos veces al año lo saca al oreo. No sosegaba don Pedro. Quiso mejorar sus propiedades. Una muy rica, en la calma de la Marina, toda de moscateles, fue la primera que escogió para sus propósitos.

La sobrina, muy apocada, recuerda el júbilo de las cosechas, cuando escaldaban las uvas para hacerlas pasas. Las cajitas blancas, lisas, de madera de chopo, de la chopera de otra heredad, llevaban los racimos confitados al puerto de Gandía y, de allí, a todo el mundo. Y don Pedro arrancó las primorosas vides, trocándolas por cepas de vino. Se pagaba más caro el vino que la golosina de la pasa. Siguió don Pedro sus pensamientos. La horada de enfrente del casalicio, al otro lado de la carretera, de bancales crasos y frescos, toda fue de naranjos, naranjos antiguos; sus troncos y ramas, como los pilares y bóvedas de una catedral. El olor de sus flores llevaba hasta muy lejos una emoción de bodas, de delicias de jardines; los montones de la fruta eran como colinas de sol. Y don Pedro también arrancó los naranjos, todos los naranjos, para plantar alcachofas y almendros; y aquellos árboles tan grandes y hermosos están aquí, en la casa, y no se ven: sirvieron de leña para los hornos de cal de la obra. Y cuando ya se acababa, el Señor principió a probarles en la desgracia: murió la hija; y después, don Pedro.

-¡Allá se fue el carro por el pedregal! -dice doña Elisa.

Pronunciándolo se le desgarran los labios y las quijadas, se atolondran sus manos, le cruje su osamenta; de verdad se ve el carro que caminaba por tierra apacible y, de súbito, desborda y se hunde y brinca por el áspero tumulto de una rambla pedregosa.

En seguida se le nubla la mirada con el telo azuloso, como los brillos viejos de los retablos con el velo morado de la Semana Santa. Es la eternidad, el dolorido misterio de la eternidad...

¡Aquella hija, la única hija, gloria y gozo del pueblo...! Se la pasaban de casa en casa como una luz de felicidad que querían tener todas las familias.

Todo hubiese sido para esa hija: esta heredad, las de la ribera con sus hortalillos como de monasterio, las de la Marina, los secanos de olivar, los pinares de Puigcampana, las llencas de algarrobos y sembradura de Margoch...

...Como ya se cierra la tarde, se despiden la señora y su sobrina, y cogiendo el paraguas gordo, enrollado, salen bajo el parral, acompañadas de Sigüenza. Dejará a doña Elisa en su casa del pueblo, y así le hablará y le pagará el arrendamiento del año.

A nada se vuelve, en nada repara doña Elisa, ni siquiera en una malvarrosa que plantó el difunto don Pedro; la malvarrosa no medra porque la muerden los ganados cuando vienen de pasturar. Acude el labrador para contarle que la noria sube cada día menos agua porque los cangilones se criban y el pozo se escombra. Doña Elisa no le atiende; pone su mano estremecida y dura en el filo del hombro de su sobrina; y las dos se apartan por el camino todo en sombra morada.

No; la señora no quiere cavilar ni desperdiciar dineros en una hacienda que sólo ha de tener mientras viva. ¿Y qué le queda de vivir a sus ochenta y seis años? Después, sin hija ya en el mundo, los bienes de don Pedro irán a poder de los de su sangre, y las heredades de ella, a los de la suya. Dejó el esposo sobrinos que esperan... Le queda a la señora la sobrina. Todo el pan está ya rebanado y a punto de que se lo repartan. Doña Elisa, con sus alpargatas, su toca y su hábito del Carmen, ya no le falta sino acostarse en la tierra, al lado de la niña y del marido... Y otra vez se le llenan los ojos de bruma inmóvil de eternidad: ¡Es la eternidad...!

Sigüenza se revuelve mirando la gota de lumbre de Venus, lumbre jugosa, de una sensación de desnudez. Ya baja por los hombros del Ponoch. Se lo avisa a la señora, que no puede levantar tanto su frente; y la sobrina busca el lucero por otro horizonte... Venus se hunde veloz, quebrándose en la humedad de la mirada... Se ha embebido el zumo de claridad, y el cielo se va desamparando. Por las noches ha de salir Sigüenza para ver el tránsito de la luz encarnada de Marte; del cuerpo de Júpiter, que centellea preciosamente; del Escorpión, que retuerce su cola y su uña de diamantes; de la Balanza, que vibra leve y recta con sus joyas en los platillos infinitos -un peso gracioso para que juegue la nena de la señora-. Después, aquel trozo de noche se ahonda, y Ponoch resalta más inmediato y torvo... Eso se podría contemplar desde las ventanas, las ventanas ciegas de nacimiento...

Pero la señora sólo aguarda la muerte... ¿No vio Sigüenza la corona de la hija?

Sí que la vio; una corona de cristalitos y flores de paño para una muerta con calcetines blancos y lazadas blancas y trenzas rubias...

Y la señora se para mirando a su sobrina: las dos: la nena y la sobrina nacieron el mismo año. ¡Ahora cumpliría la hija los sesenta y siete!

Ha desaparecido la emoción de infancia como un lucero detrás de la vieja foscura del monte.

Ya pasa, de cumbre a cumbre, la vía láctea tan fresca y aldeana que parece un arco de flor de trigo.

De la casona de doña Elisa, silenciosa y profunda, sale un vaho de cosechas que envejecen en los desvanes, y, sin embargo, hay un íntimo olor de pobreza y abandono. El quinqué estampa en los retratos amarillos de la cómoda una claridad cerrada, concreta. No ha de alumbrar ni costura, ni libro, ni diálogo...

La señora se ha sumido en su sillón de vieja.

Es nada más un hábito de mortaja, una faz exangüe, un frontal ascético... Pero Sigüenza ha de cumplir sus deberes de inquilino; y encogidamente le ofrece los dineros del alquiler.

Quizá no los vea doña Elisa desde su retiro del tiempo ya pasado, desde la bruma de sus órbitas, la bruma de eternidad.

Desde allí viene su voz preguntando:

-¿Es lo del año; todo lo del año? -y sus dedos de difunta abren los billetes y vuelven a doblarlos; palpan los duros y hacen montoncitos.

-¿Y todo está aquí? -en seguida llama al sobrino que le gobierna y cobra las rentas; un hidalgo rubio que, los domingos, toca el órgano en la misa mayor.

También le cuenta los dineros, y resultan cabales.

-¡Todos, y tan pocos! -suspira doña Elisa-. Y otra vez los repasa, los palpa, los sopesa. Los tiene un rato cogidos; los guarda en la cómoda; se hunde la llave en el seno, y vuelve a su butaca. Y otra vez se le nublan los ojos con el velo de la quietud impasible de la eternidad; es la eternidad...




ArribaAbajoGitanos

En la hornacina de yeso de una ventana tapiada puso unos vasares de maderas para sus libros. Ahora iba escogiéndolos y colocándolos otra vez, dejando una tabla para el pote de yodo contra las picaduras de los insectos, las tenazuelas para las espinas del breñal, el cuenco de loza fresca del tabaco, el fanalillo con que alumbrarse de noche por la cuesta de la fuente...

Limpio y ordenado ya todo, sentiría Sigüenza un principio de vida disciplinada, un goce de estrenar una buena hora de trabajo, una claridad de promesas, delante de sí mismo y de los volúmenes y de las cosas en sosiego.

Su cuarto era pequeño y encalado; las sillas, de olmo con asiento y respaldar de esparto; la mesa, virgen, sin adobo de barniz, y en medio, un pichel de vidrio aldeano con rosas; el balcón, a la sombra de un ala palpitante del toldo, y un postigo con red metálica que dejaba pasar el oreo sin moscas. ¡Ni una mosca! Nada más una que se parara en las flores, en los libros, usándose el manto, latiéndole la trompa, mirándolo todo con sus ojos hinchados de color de café, una mosca le trastornaba el silencio y la quietud más que un grito.

Y estalló en el aposento un zumbido de furor. Una avispa. Una avispa golpeándose contra la mañana enrejada por la celosía de alambres.

«La veré sin temerla; la miraré detrás de su prisión; la miraré, de cerca, su cintura, su vientre, su corpezuelo afilado, su vello estremecido». Y para que no se le fuese, cerró de un manotazo la hoja del balcón y saliose a la terraza.

No estaba la cautiva. Entró; abrió el postigo, y la vio aplastada sabiamente por el bárbaro golpe.

Desabor inicial del día. Y pasaron las moscas, y volaban en torno de sus sienes. Entonces, dejó de par en par los balcones; aspiró con avidez el verano, y se tragó un remolino de jovialidad que venía de la era. Lo postrero de la trilla.

Ese término de la trilla le avisaba ya del tránsito de una época rural. Del paisaje tierno a los campos en rastrojos. La vejez, la consunción del tiempo, tenía aquí más dolorida evidencia que entre la piedra y la prisa de la ciudad.

Cuando Sigüenza vino de Madrid estaba el labrador remendando la era según los preceptos de Virgilio:


Area cum primis ingenti aequanda cylindro,
Et vertenda manu, et creta solidando tenaci...



El labrador Francisco Bresquilla no había leído los viejos preceptos de las Geórgicas. No sabía leer. Pero Virgilio los escribió gracias a los Francisco Bresquilla.

Injertó en su ejido nueva piel de greda, y fue modelándola como una obra tierna de alfarero que crecía entre sus manos. Cada vez es más ancha la era de Francisco, porque allí acuden a trillar de muchas masías; él, deja su era, sus bieldos, su ruejo, sus zarandas, la sombra de los olivos desgarrados, esos olivos que dieron también sombra y aceite a los moros; él, sirve de meseguero de las garbas ajenas, y en pago de todo recoce la granza, el pajuz, que guardado en el corral se trueca en estiércol grueso. Además, participa de las comidas patriarcales de los trilladores, regocijo y abundancia de la parva. Y allí estaban hartándose, y la finca y el casalicio dormían las horas del bochorno.

De repente le sube a Sigüenza la voz de la labradora, encogida por otra voz maja y zalamera de gitano.

-Me llegaré donde están los hombres para decirlo.

-¡No se vaya, comare, comarita, que usted se bastará!

Recatadamente se asoma Sigüenza.

La labradora se inclina más vieja y desmedrada junto a un mozallón, roído de viruela, con un alboroto de tufos de pringue, la mirada caliente y los colmillos blancos de mastín.

En la carretera se ha parado una tribu andrajosa. Críos desnudos devorando basuras; viejos de una flaquedad de galgos con cazcarrias; mujeres de cobre que vibran finas, cinceladas entre las ropas tiesas de mugre; jumentos caroñosos, llagados, que tiemblan como si sintiesen los picos de los cuervos. La sombra que estampa la familia en la carretera se va morando de un color de podrida. Todos atienden a la labradora que se niega, muy sumisa y muy terca. El gitano le pide un costal de paja.

-Vamos de camino con una mujer enferma, que no tiene dónde recostarse, lo mismo que la Virgen Santísima; y aquí la era y los bancales están llenos, y la que guardará la comare en el corral y los pesebres... ¡Ay, comarita!

Pero, la labradora no puede socorrerle. Todo aquello no es suyo, sino de los que vienen a trillar. Es más pobre que los gitanos; ella y el marido han de comer siempre de la misma tierra, y los gitanos, no; los gitanos buscan su pan por todos los caminos del mundo...

El mozo hace que gime; luego se va ciñendo en su chaquetón de roña; se engalla; se estira una greña y se la muerde; se monda el pecho y escupe en un pilar de la vid; acecha lo profundo de la casa solitaria; le relumbran los ojos, y dice:

-¡Ea! ¡Se acabó, mi ama, que nos hemos de ir al otro pueblo! ¡Venga el pajuz y Dios la bendiga!

La tribu se remueve un poco. Ese hombre entrará en la corraliza y donde se le antoje, y se llevará lo que pide y lo que no pide. Pero, allí está Sigüenza para no consentirlo. Y mostrándose todo, al sol, grita con tono de dominio:

-¡Deje usted en paz a la buena mujer! ¡Lo que usted quiere no es suyo! ¡Vaya usted a pedírselo a los hombres de la era!

-¡Entodavía no toqué yo nada de la abuela!

-¡Usted y sus gentes se pensaban que estaba ella sola! ¡Sigan su camino! -y la mano de Sigüenza hundiose rápidamente en el bolsillo de su americana estival y quedose dentro, cerrada y dura.

El mozo le miró el rebulto del escondido puño, y humillose y salió a la carretera. Se apretó la tribu murmurando. Las hembras, los viejos, las crías y hasta los jumentos, todos alzaban a la solana su mirada negra. De cada visaje y ademán salía una maldición contra Sigüenza. Se apartaron mirándole, mirándole, y se perdieron en un polvo y vaho de muladar.

-¡Usted me libró hoy de esas gentes! -y elevose la gratitud de la labradora como un salmo.

Sigüenza recogiose en su aposento. Entonces sacó la temerosa mano de su bolsillo, y puso encima de su mesa la cajuela de los anteojos, la petaca de cuero, las artes de sacar lumbre y la pluma estilográfica, todo en un puñado.

Tenía una sonrisa de buen sabor de vida.



...Al caer la tarde, ha recordado Sigüenza su propósito de ir al otro pueblo, de compras. Le agrada sentarse en la tienda lugareña. Siempre se arrima a los montones de aperos, de odres, de cedazos. De las vigas cuelgan los racimos de la cordelería; sogas, cinchas, esportillas, alpargatas, cabezales, alternando con la variedad de los géneros de batihoja: crisuelos, faroles, coladores, alcuzas, moldes de cuajar pastas y confituras. En los anaqueles se reúne todo lo que puede saciar los deseos de la humanidad de muchas leguas: rodillos de lienzo, basquiñas, calzas y tocas; azafrán, pimiento molido, azúcar, lejía, anís escarchado, torcidas de candiles, almidón y petróleo. En una grada de arcones abiertos, están los granos, las simientes y harinas. En un poyo, reposan los toneles y zafras; en una rinconada, se junta la obra de alcaller: lebrillos, cántaros, tinajas, orzas, cosioles... En las alacenas del portal se ofrece la mercería y bujería: dedales, alfileres, cadejos y abalorios; sorpresas, figuritas de alfeñique, puros de regalicia, peonzas de zumbel de colores...; y las vidrieras se empañan de la respiración de las criaturas que vienen a mirar. El olor de esa tienda, tan humilde y concreto, es olor de mundo.

Allí Sigüenza ve pasar las abuelitas con su panilla de aceite, o con sus tazas de creciente para que la hija amase el pan de la semana; allí fuma con el tendero, que es también hacendado y habla de las heredades.

...Ya baja Sigüenza merendando como un chico. La labradora empapusa seis polluelos que le rebullen y pían en el delantal; y, después, los guarda dentro de una calabaza vacía. Y al oír que se encamina al otro pueblo le dice:

-¡Que no le salgan cuando venga de noche!

-¿Que no me salgan? ¿Quién ha de salirme? -le pregunta Sigüenza desde lo último de los parrales.

-Los gitanos de esta mañana que se fueron maldiciéndole...

Es verdad; los gitanos. No se acordaba ya de los gitanos. Y se los recuerda esta mujer, que no parece la misma de tan gozosa con su pollada bien guardada en el calabazón...

Tampoco es menester que vaya de compras. Pueden ir las mozas; puede ir él de día. No sería menester si no lo hubiese decidido antes de recordar a los gitanos. Es que si ahora se arrepintiera de su propósito y se contentara con un paseo junto al casalicio, no podrían salirle los gitanos, pero quizá le saliera otro Sigüenza dentro de sí mismo que le dijese sonriendo: ¡Sigüenza, Sigüenza: eres más prudente de lo que tú imaginabas!

Y sigue su camino. Se persuade de lo apacible de la hora. Ganados que vienen de los rastrojos. Leñadores que traen su costalillo para su llar. Jornaleros que bajan de las labores. La carretera tiene una inocencia de emoción de familia; la carretera únicamente va de pueblo en pueblo para que los caminantes regresen a sus casas. Claro que, después, después, la carretera se ahonda en una soledad de lejanía; y después ha de pasarla Sigüenza, y, entonces, el blancor del polvo en la foscura agranda el desamparo.

La carretera se hincha mansamente subiendo entre secanos de algarrobos, olivos, almendros. Todos los árboles son de tronco y ámbito donde pueden acogerse los gitanos. No están. No hay lumbre de fogariles. Sigüenza se para. Caminaba demasiado deprisa. Demasiado, porque, sin decírselo, intentaba regresar pronto, y así encontraría el automóvil y la diligencia que vienen de Benidorm.

Una rambla. Croan las ranas entre los juncos negros. Al abrigo del puente podría tener la tribu sus ranchos. No los tiene; si los tuviera, estarían los jumentos paciendo por el vallico, los cardizales y la hierba mojada.

Unos cerros pelados, de peña de plomo. Aun les quedan las llagas de los barrenos y las bocas de los socavones que aprovecharon de almacén de herramienta cuando los canteros abrían el camino. Ahora son refugio de mendigos trashumantes, y también pueden serlo de los gitanos. Pero, tampoco estaban allí. Todavía correrían al pueblo donde iba Sigüenza, y en viéndole el mozallón, avisaría con un guiño de ojos a sus compadres: «¡Ese es el de la solana, y ése ha de volver ya de noche por la carretera!».

La carretera se va empinando por un recuesto. A un lado, la roca de plomo; y al otro, un barranco de margas, bravío de árgomas, de cactos, de almeces. Un agua clara que mueve dos molinos se precipita después y corre profunda. De noche se abulta pavoroso el abismo. Allí la carretera se tuerce veloz. Allí, un grito que se le diera a un caminante sería como un empellón que le precipitara en el fondo. De noche ha de pasar Sigüenza. Se promete hincar cada pisada, y siente ya el dolor de sus pies dedo por dedo, y de sus ojos; sus ojos, que siempre contemplan anchamente el campo, cogen ahora con rápida y dura lucidez, en cada mirada, un rasgo concreto del camino. ¿Es que tiene miedo Sigüenza? Muchas veces, caminando, le alcanzó la noche. Si se le aparecía un caminante, un jornalero, que aquí, desde el obscurecer, ya no dicen adiós, Sigüenza les saludaba sin inquietud. Pero es que ahora tiene miedo del miedo que ha de tener.

...Y llega al pueblo bajo las primeras estrellas. El tendero le acoge rodeado de gentes labradoras. Dan el olor de sus bancales. Algunos hacen ahorros; mejoran sus fincas, y apartarían con un codazo y un grito de dueño al gitano que les pidiese las sobras de su pajera... Vienen las abuelitas a mercar aceite, y las que traen la levadura para amasar. Y Sigüenza, que ya hizo sus compras, se marcharía, y no se marcha.

Estruendo; clamores de bocina; polvareda iluminada de faros de acetileno, y, en torno, el vuelo de abejones, de libélulas y saltamontes. El automóvil de pasaje que retiembla parado. Esta noche se aguarda más que todas las noches. Y Sigüenza no se va. Ya pasa el ruido y el resplandor. Pero, aun ha de venir la diligencia tardana y viejecita.

El tendero refiere a los demás el gozo de Sigüenza en caminar de noche, con el atadijo de lo que mercó colgado de la cavada, y la cavada en el hombro.

Una mocita le dice con susto:

-¿Y no tiene miedo?

Todos se ríen. Sigüenza también. Pero el Sigüenza escondido en Sigüenza, se ha quedado repitiendo: «¿Y no tiene miedo?».

Principian a sonar dulces y antiguas las colleras de la diligencia. Coplas y crujidos de tralla... Puede llegarse Sigüenza y esperarla en el Parador. Se sentará al lado del mayoral. Desde allí vería las sombras de los mulos proyectadas en los campos por las luces de sebo de los faroles. El olor de la noche que les rodea, será el mismo olor de los viajes de 1890... Y Sigüenza no se mueve.

Pasa la diligencia. ¡Se acabó: ya no hay remedio! Y como no lo hay, como ya no ha de tener compañía, se aguarda Sigüenza, con altivez penosa, para que el camino se quede desolado y torvo.

Por eso, al despedirse, sonríe resignándose.

-¡En fin... veremos si me salen los gitanos!

-¿Los gitanos? -le pregunta el tendero.

-¡Los gitanos, los gitanos...! -repiten los labradores.

-Esta mañana, los gitanos... -y Sigüenza les va contando toda su aventura.

Y el tendero le dice:

-Yo los vi, yo los vi cuando venía de mi olivar. No le saldrán porque están a la otra banda de la carretera. Yo los vi. No tenían paja; y una de sus mujeres daba compasión porque había parido en el suelo como una borrega...




ArribaAbajoEl señor vicario y Manihuel

El señor vicario salió con Liso, su lebrel, una lámina roja que se alarga y se encoge galopando en el aire de la madrugada.

Desde la víspera sabe puntualmente la querencia y el itinerario de una liebre gorda, pasturada como un cordero, en los últimos bancales de sembradura de la sierra.

No pudo dormir el señor vicario. Mucho se ha encarecido el primor y regalonería de los capellanes para la mesa. Aquí no se trata de lo mismo. El señor vicario significa la alegría de la voracidad, ímpetu, grito de avidez; unanimidad química de todas sus células para engullir. Pero no es el hombre de las primeras edades ni de los confines vírgenes que come con ferocidad y por ferocidad, semejando enemigo de la res que le sirve de alimento. Tampoco el hombre que se refocila en los sabores, como si todos sus sentidos fuesen paladar. Es la salud, no la salud prolija, que parece llevada a nuestro lado en diálogo cominero, sino la salud concreta, rotunda, efigiada en la sangre y en el hueso. Mandíbulas encendidas. Vientre de un solo rasgo de comba como un pecho. Brío y exclamación y aclamación de sí mismo. Capacidad ancha, rodeada de sol de levante. Comer. Volver a comer. No había pecado más horrible que la mohína, ni desgracia peor que la desgana.

Amanecer de delicias. Ya estaba encarnada la carena de los montes. Ahora principiaría a rebullirse la liebre en su cubil de hierba enternecida por el relente. Todo, hasta el silencio, se paró y calló más. Instante propicio en que puede cumplirse la ansiedad de cada hombre, y, claro, el único también en que puede perderse. Todo se queda esperando como si nos mirase.

Lo comprendió el señor vicario y se contuvo.

Liso avanzaba con cautela de hombre que pisa de puntillas y, de improviso, volviose a su dueño con los ojos mojados y el fuego de su lengua retorcido. Le topaba, le mordía un botón, siempre el mismo botón, del hábito; rebrincó hasta lamerle el oleaje de badanas y brillos de fulminantes de la cartuchera. Una exaltación de ternuras que, de cuando en cuando, acometía a Liso, malogrando sus virtudes de raza.

Doblose el capellán, rascándole el lomo para aplacar tanto amor. Entonces, el lebrel se puso más contento. Ladraba jovialmente a los pájaros que ya salían a buscarse la vida. Lejos, la parroquia soltó sus esquilones y campanas.

El señor vicario terció en su hombro la escopeta de resplandores calientes, y por el atajo bajó a la carretera.

Allí estaba Sigüenza viendo alejarse a la liebre prometida, fresca, rubia, con su sombra de orejones oblicuos.

-¡Ya está perdido el pobre animal, señor vicario! ¡Mírelo, mírelo! Está perdido aunque no lo maten, porque ha de vivir ocultándose con el descaro. Ya va por la carretera, pensando que por la carretera no le buscarán ni le conocerán.

Parpadeó el vicario sin entenderle, y dijo:

-Pero ¿es que la liebre sabe que va por la carretera?

-Ya lo creo que lo sabe, aunque no sepa por qué ha de ser tan ancha y tan lisa una carretera. Quiero decir que la liebre conoce que se ha salido de sus términos; que ya no vive según le corresponde vivir por ser liebre. Ha cometido un fraude, pasándose de lista, incurriendo en la inocencia de la simulación...

-¡No diría usted lo mismo, señor Sigüenza, si usted fuese liebre; o liebre o cazador!

Les interrumpió un mozo que venía en su mulo buscando el Viático para su padre.

-¿Para tu padre? -y el brazo gordo del capellán se tendía señalando hacia las altas quebradas. Resolló profundamente, conformándose; silbó a su perro, y se fue a trocar sus arreos por las vestimentas, la píxide y el paraguas litúrgico.

Porque este buen hombre rollizo tenía, como todas las criaturas, sus trances de flaqueza; los suyos eran: asistir a los agónicos y su miedo a sudar. Asomado a la alcoba de un enfermo, únicamente se le ocurría, sin haber leído a Cervantes, la equivalencia del grito de Sancho viendo morir a su amo: «No se muera vuestra merced, sino tome mi consejo, y viva muchos años, porque la mayor locura que se puede hacer en esta vida es dejarse morir sin más ni más y sin que nadie le mate». ¡Pues allí no se moría nadie! Pero, por si acaso, venía él. ¡Y en mejorando, en seguida que pudiese, a comer! ¡Aquellos campos, aquellos aires y aquella agua no servían sino para la voluntad y el gozo de comer! Y le comulgaba, le ungía y se escapaba.

Ver morir y sudar, y de sudar romadizarse, eran sus grandes pesadumbres. Y ahora había de tener las dos.

...Revestido de sobrepelliz, con estola y paño de hombros, y ya en sus manos la vieja cajuela de las formas, auparon al señor vicario encima de la acémila. A su lado, el sacristán llevaba el paraguas rojo y el farol, y delante iba el mozo con el ronzal y la campanilla.

Les parecía rajar el aire parado en una costra de sol. Sol como un ojo que miraba al vicario desde un cielo desnudo. Las peñas, las rastrojeras, sus ropas, como de estaño.

Pasaban eras desbordantes de mieses. Rodaban los machos sudados, enfurecidos de moscas, y los jornaleros los aguijaban con el filo de la caña y de la copla de grito lento que iba desgarrándose:


Un picarón molinero,
¡Ay, pica la muela; ay, pica la muela!...
Y otro picarón pica,
¡Ay, la molinera; ay, la molinera!...



Se alejaba el Viático. Se hacía pequeñita la canción. Y pronto volvían a entrar los caminantes bajo el vuelo del cántico de otro redondel de garbas, de mulos, de tábanos y tonadillas, todo trémulo de vaho:


¡Si te casas con el calvo,
Llevas penitencia entera:
De día, cruz y calvario;
Y de noche, calavera!



Escalones de bancales rapados de las cosechas. Ascuas de terrones. Crujidos de aristas. Estridor de cigarras. Y a trechos, las heredades, con sus circos agrarios de la trilla. Polvaredas de cereal. Oleaje de bálago. Olor de trojes. Pieles relucientes de bestias y labriegos. Coplas encendidas. Y en la sombra de un olivo, las cántaras resudadas de agua fría de carcavón.

Y el señor vicario, arriba del macho, dentro de la coraza de los viejos tisús del paño litúrgico, sintiéndose los manantiales de sudor por sus orejas, por su nuca, por sus costados, por sus riñones. Y al trasponer un puerto se alborotó el vientecillo, un vientecillo de dientes chiquitines que se le agarraban a la tonsura. Traía el solideo en su faltriquera, y no podía ponérselo porque llevaba a Nuestro Señor en sus manos. Se quedó mirando a Nuestro Señor; en seguida miró hacia la heredad del que estaba muriéndose. Allí había de subir, sudando y con la cabeza desnuda. Se atolondró tanto que, sin querer, repetía:


¡Ay, la molinera; ay, la molinera!...
¡Y de noche, calavera!



¡Llevaba a Dios en sus manos! Hasta lo último del camino no hacía sino mirar a Dios, encogerse en el paño recamado y mirar al moribundo. Porque lo veía tendido, bajo las vigas de su alcoba, sin dársele nada del prójimo. Y le gritó al hijo:

-¿Y ha sido un dolor?

-¡Sí, señor; un dolor!

-¿Y sin enfermedad?

-Sí, señor; sin enfermedad. Un dolor. ¡Quedose negro y bramaba!

-¿Y estaría ya en los setenta?

-¡Sí, señor! ¡En los setenta y nueve años!

¡Negro, daba bramidos, setenta y nueve años! ¡Y le llevaba a Dios!

Arribaron a la era. Un ciprés acostaba su sombra olorosa en la parva. Y de un bote se metió el capellán en el portal. Se le amorataron los carrillos de la flama de la congestión. Miró a Dios y miró al moribundo. Pero ahora veía verdaderamente al moribundo, que estaba con su mujer y su hija comiendo junto a la llar.

-¡Ha sido un milagro! -le dijeron muy gozosas-. ¡Aun comenzarían ustedes a subirla cuesta, cuando se le pasó el dolor y le entró hambre, y aquí lo tiene comiendo el guisado que cocíamos para la trilla! ¡Un milagro ha sido!

¡Un milagro! Todavía le enfureció más al capellán el remedio. Prefería que le hubiesen engañado los hombres que Dios, obligándole a bajar con Él en sus manos, sudando, desde la escondida y abrupta masía hasta la parroquia, en aquella mañana de incendio inmóvil, rasgado delgadamente por el vientecillo de la sierra.

El hijo, la carne del hijo del exmoribundo, se quejó gritando:

-¿Y para eso estoy yo sin comer ni beber?

Y el vicario rugió:

-¿Sin comer ni beber desde antes de la media noche?

-¡Sí, señor, y más!

Y a codazos, para no soltar la píxide, arrinconó al mozo contra la artesa.

-¡Arrodíllate que te confiese, y comulgarás, que yo no me vuelvo como vine!

Después se enjugó, y sentose a comer con la familia labradora.



...Pero, Manihuel de la masía de Almazeres, ha muerto retorcido por otro dolor.

Sigüenza se marchó a verlo. Algunas veces le han dicho como si le revelaran un secreto miedoso: «Ahí, en esa calle, en la segunda casa que tiene la puerta entornada; o, allí, en aquella heredad del pino redondo, o de la higuera que se dobla, hay un enfermo...».

Un enfermo, en esta anchura de sol, en esta obligación de salud de la faena agrícola, es la amenaza y el maleficio para los sanos. Un enfermo significa la casa obscura. A mediodía, los hijos pequeños se asoman al portal. Les sacan de comer; y, en seguida, les dicen que se vayan al ejido. Siempre silencio. En el peldaño, se acuesta el perro despedido que mira hacía la entrada como preparando el aúllo. Todos ven llegar y salir al médico, que lleva el periódico que le envían de Valencia. En el rincón de la cocina hay una silla con almohadas; unas manos grandes, cruzadas en la curva del cayado inmóvil; una cabeza con un pañuelo de algodón que le faja las sienes amargas; y debajo, unos ojos que se clavan, esportillas, en los aparejos, que están arrimados a un pilar, esperando. Y de la lumbre sube un humo débil de la olla de hierbas cocidas y del puchero de alimento. A ratos, pasa una voz encogida que pregunta por el enfermo y deja un olor de salud, un olor de camino y de bancales; y, después, se aparta diciendo: ¡Dios proveerá!

La desgracia se ha parado allí como una sombra. La desgracia parada y proyectándose lejos. Si el vecino muere, la desgracia se encoge en la forma concreta y dura de cadáver. Ya no es un vecino; es un muerto, y aunque se prolongue su emoción como si estuviese tendido encima de todo el pueblo, de todo el campo, pertenece nada más a una casa. Y al otro día se le enterrará; y ya no estará la sombra.



Claridad de las luces de la alcoba. Los hijos del difunto y algunos labradores rodean a Sigüenza, y le alaban su misericordia de venir de noche siendo forastero; y las mujeres, con el capuz de su mantón de pésame, se afligen más y gritan sus lloros.

Sigüenza, para no sonrojarse, principia a creer y sentir la gloria de su caridad.

De una soga cuelgan tres candiles encendidos. Encima del arca, dos velones alumbran la estampa de San Francisco enredado y traspasado por los rayos de los estigmas. Rebullen las luciérnagas con su fanalillo verde, las moscas lívidas, los diminutos escarabajos de oro, las hormigas voladoras de blandos tropezones, las palomillas y libélulas escarchadas que les tiemblan los palpos de graciosos ademanes. Todos van llegando de la parva, por la ventanita de estrellas.

La viuda levanta la sábana del viejo Manihuel. Lo han amortajado con su traje de mozo. Tiene las manos de leña cogidas a la faja; los pies con calcetines gordos, blancos, doblados; las mejillas de mendrugo dentro de un pañuelo que le ata las quijadas; y la nariz como un pico azul.

Sigüenza se sale al portal. Han acudido más gentes de las masías del contorno. Un jornalero de Tagarina, con la boca siempre llena de rescoldo de su cigarro, refiere cómo acabó con las águilas del Peñón del Divino de Sella.

Sigüenza se le arrima para escucharle.

Según el de Tagarina, cada tres leguas hay una pareja de águilas. Si esto no es una verdad absoluta, puede serlo episódica. Y Sigüenza la cree. Cada pareja con su rodal de valle para volar solitariamente encima. En una socavadura del Peñón del Divino tenían su nidal dos águilas.

Pasan mujeres de luto, y en la alcoba arrecian los plañidos.

El jornalero prosigue:

-Nosotros queríamos coger vivos los aguiluchos y matar el macho y la hembra.

Pero no podían descolgarse a la cueva. Era un tajo sin breña ni raja. Y subieron por el filo del peñascal, y acostados miraron al fondo. Hincharon de paja las ropas de un hombre; y con una soga fueron bajando el pelele delante del nidal. Allí se quedó como un ahorcado. Vinieron las águilas, y rebotaron de un vuelo, espantadas. Volvieron cerniéndose en torno del peñón; y otra vez escapaban; y así todo el día. Las crías se alargaban en el borde de la roca, escarbando, temblando, pidiendo de comer.

Vino un hombre del pueblo a decir que el párroco quería setenta duros por el entierro con tres capellanes, cruz y luces, desde la heredad a la fosa; y cuarenta duros si le bajaban el difunto a la puerta de la parroquia.

La viuda, los hijos y las amistades trataron del precio, al lado de la cama de Manihuel.

-¿Y ha de ser de tres capellanes? -dijo Sigüenza.

La viuda porfió que de tres.

-Es que en el pueblo no hay más que dos: párroco y vicario.

El jornalero de Tagarina se ofreció a buscar otro en las parroquias del valle.

Un labrador gordo le dijo:

-¿Y lo de las águilas del Peñón del Divino?

-¡Es verdad!

Encendió la pavesa del cigarro en un candil del muerto y siguió:

-En amaneciendo volvíamos al tajo. Los padres lo rodeaban. Se les sentía crujir de rabia. Los aguiluchos volcaban el cuello fuera de la cueva. Y otro día, y otro día, hasta que se dejaban caer. Eran ya de pellejos vacíos; algunos se aplastaban; otros daban en lo blando de bojas y hierbas. Se precipitaba la pareja, y entonces nosotros les disparábamos y los rematábamos. Gritaban como personas.

El de Tagarina se marchó a traer un tercer capellán; y la viuda y los hijos decidieron llevar el difunto al pueblo.

Muchas mujeres salieron para no asistir a la despedida, porque habían de llorar ritualmente y no podían ya más.

Todo se quedó callado. La parva daba un olor bueno, como si el amo viviese.




ArribaAbajoHuerto de cruces

A media mañana principia a removerse el entierro de Manihuel por el camino del Calvario. Las piteras están en flor, tortas de flor amarilla y apretada como girasoles. Zumban las avispas. Cantan los gallos en los estercoleros. La máscara de la quijada de cabrón deja su risa entre las revueltas de los escarabajos.

Trae la cruz parroquial un mozo labrador de sotana corta y alpargatas nuevas. Los monacillos alzan los ciriales como follajes frescos, y el sacristán, con gafas de mal lector y cráneo moreno, calvo y español, lleva el acetre de bronce en el brazo como un cesto de fruta; en el puño, el libro de los responsorios, y de su belfo le mana el caño de un Requiem.

Detrás, en los hombros de cuatro jornaleros, se tuerce el ataúd negro como una barca vieja, hundida en el azul.

Resplandor amarillo de las vestimentas de oro pobre y felpa de luto. El párroco, con antiparras de mendigo, se abre los alones de la capa pluvial y se pisa el alba. El vicario, rojo, sudando bajo su sombrilla, se para, se enjuga, se asoma al valle, un alfoz verde de almendros y de higueras. Y el tercer capellán... ¿Quién sería el tercer capellán? Sigüenza se queda mirándole, mirándole. Lo recuerda y no lo reconoce.

(Había de ser entierro de tres capellanes, y, por la fiesta de San Pedro y San Pablo, toda la clerecía de la vall estaba obligada a sus parroquias. En el apuro se buscó a un alpargatero que sabe de letra y de solfa, y con la dalmática de subdiácono a cuestas, cantaba y oraba, añudándose mejor el cíngulo como si se apretase la faja.)

La gente va remansando en el portalillo del cementerio. Aparece Gasparo Torralba, y destapa el ataúd.

El sol se aprieta como un jugo en la nariz de Manihuel. Una abuelita arranca la almohada del difunto para llevársela a la familia sin mullir la huella helada de la cabeza. Gasparo, Sigüenza y los jornaleros se quedan solos en el huerto de cruces.

Pasan cuatro cuervos. Parece que abran el azul con el corte de las alas. Se remontan croando. No dan pesar de cementerio. Son pardales de buen mal humor, y en medio de la mañana ahondan y hacen más agreste la soledad.

Gasparo se ríe, llamándoles galopos. Nunca cometieron aquí daño los negros compadres. Se posan en el último tapial mirando las higueras ahora que se regañan las brevas con rajas blancas y huelen de maduras. Acuden de Aitana. Bajo sus ojos redondos van pasando los campos calientes; de algún derrumbadero quizá les sube el husmo de una carroña; en un muladar aldeano puede que fermente el bandullo de una res; en algunas tierras secanas y enjutas hay un rodal de gleba removida, crasa del unto profundo de haber enterrado un jumento. Todo lo adivinan los buenos pardales que se ponen a volar encima redondamente. Pero su regocijo se lo trae el verano con sus higueras verdes, olorosas, de todas las castas mejores que se crían en los bancales tranquilos, escalonados al pie del camposanto. Porque ellos saben que aquello es un camposanto, y que lo cuida Gasparo Torralba, y saben también que es día de fiesta y no hay labriegos en los huertos.

-¡Ay, los galopos! -dice Gasparo.

Los galopos apeonan brincando por las tapias como dueñas que se arregazan el faldellín para sus albricias y carantonas. Por cuervos jóvenes que sean, parecen viejos. Se asoman; tienden las alas coronando las cruces, graznan como si se asustasen y se fuesen, y, de improviso, se precipitan, y los brevales se abollan y retiemblan. Los pámpanos, las ramas, el tronco, se apiltrafan de brevas rasgadas; todo se impregna de un olor de confitura tibia y agria.

Las moscardas vienen a chupar en la cara de Manihuel. El sol de junio acerca a Sigüenza la impresión del paño de invierno de las ropas duras del difunto. La piel y el hueso de sus pulsos hundidos exhalan un frío mojado bajo la temperatura y el azul estival. A veces llega una respiración salina y le mueve una greña seca a Manihuel y le alborota a Sigüenza su cabello; a los dos.

En el portalillo, los rapaces del pueblo piden que abran. Gasparo se amohína. Un labrador intercede. Está siempre cerrado el cementerio. Hoy no hay escuela, y hay entierro. Es un gozo y una ansiedad que no pueden resistir los chicos. En fin, les abre, y pasan a botes atropellándose, como si saliese una lluecada a picar en un lebrillo de afrecho.

Vuelven los cuervos tan cerca que se les ve el buche gordo de alimento blando y dulce de viejos; y en el filo de los muros se mondan el pico pringoso de la granula encarnada y pastosa de las brevas.

Los chicos corren apedreándolos desde las tumbas. Y Manihuel sigue fermentando bajo el sol y el campaneo glorioso de San Pedro y San Pablo.

Una mata de pasionarias sube colgando por el nicho donde han de sepultar a Manihuel. En cada flor hay una abeja que late gorda, llenándose de jugo de los clavos del Señor. Gasparo Torralba quiebra con su escardillo la corteza de yeso y adobes, y saca entre los follajes un ataúd estrecho, blanco y andrajoso. En seguida lo rodean los muchachos para mirar por las rajaduras.

-¡Es Lluiset, es Lluiset!

-Sí que es Lluiset -dice Gasparo. Lluiset, nieto del difunto, era monaguillo de la parroquia. Un carro de estiércol le chafó una rodilla. La criatura penó mucho para morir. Se enrollaba, y se le quedó la pierna hinchada y horrenda como una pata de buey viejo.

Los chicos le atendían devorando el ataúd con los ojos. Y Sigüenza lo abre.

Está Lluiset con su sotanilla podrida y sobrepelliz que parece de recortes de papeles; un pie, el de la pierna intacta, se le ha caído entero en un rincón, y el otro sigue cuajado en la pata deforme de bestia.

Todavía hay que bajar otro ataúd despellejado, muy grande.

-Aquí está la suegra de Manihuel -dice Gasparo Torralba-. Murió a los noventa y siete años.

Los chicos rebotan de gozo por la golosía de mirar.

Es una vieja corpulenta; toda, hasta la mortaja y las calzas plegadas, es de barro cocido. Le cuelga en el seno una bolsica tiesa. Gasparo se la toma, y le descubre un sapo seco, liso, de manecillas primorosamente miniadas.

-Esto lo ponían de remedio contra los aojos -Y lo deshace entre sus uñas hembras. De súbito, se revuelve, y arroja del hortal a los rapaces, y atranca la puerta.

Riéndose del susto que les dio, se llega a la desenterrada, y principia a catarla con su pulgar remachado desde los hombros a la calavera, que aun tiene en el hueso la mueca de la agonía.

Entran en el nicho la caja de Lluiset; encima, la del abuelo; y han de aupar, en lo último, el ataúd de la vieja. Pero Gasparo mide con el legón el cadáver. Ni destapado ha de caber. Le sobra la calavera, y se la desgaja, llevándose un sartalejo de vértebras de cartón, y la envía rodando al fondo de la sepultura.

A fumar junto a la muerta descabezada, que no parece una muerta. Los bordes del cuello tronchado se llenan de sol y de brisa. Lo que menos se le ocurre a Sigüenza es decir lo que todos hemos dicho alguna vez: «¡No somos nada!». Porque «aquello» era precisamente algo que no se relacionaba ni con nuestra carne ni con la nada. Carne y nada que nos hacen prorrumpir en exclamaciones ascéticas, «no somos nada, no somos nada», pensándolo, casi siempre, cuando no lo creemos de verdad.

Y se levanta Sigüenza y se asoma a la tapia. Los montes desnudan hoy gloriosamente su forma; forma pensada de la escultura del paisaje. El mar remoto es de piedra azul, y en medio, inmóvil, con las alas rectas arde toda blanca la anunciación de un falucho. Dentro del hortal suena un ruido fosco, decrépito; después, golpes frescos, joviales, de vendimia. Es que Gasparo y los labradores arrastran el ataúd de la abuela y lo tunden a patadas en el nicho. Se dobla un poco el cadáver contra la bovedilla. Desde un rincón, la calavera se miraba todo su cuerpo, y así para siempre, porque el nicho ya está en colmo. Y lo cierran. Mediodía. Se quedan solos Gasparo y Sigüenza. Plenitud de junio. Se hincha el valle respirando y Sigüenza recibe el olor y el tacto de la calma de los árboles calientes. Campanas de San Pedro. Años y años subirían los campaneos de las fiestas, acostándose quietecitos entre las cruces.



Sigüenza y Gasparo caminan abriendo con las rodillas el sembrado alto de geranios, de dondiegos, de gramíneas. Y se paran mirando un herbazal tierno que se ondula, se frisa y vuelve a su quietud viva, como si acabase de hollarlo alguien invisible.

Y Gasparo se ríe. Le refiere de su oficio con su habla obscura y abrasada de fumador pobre.

En lo antiguo, aquello que pisaban no era todavía camposanto. El camposanto estaba en las últimas peñas y ruinas del castillo de moros. Todo lo nuevo -y Sigüenza lo ve tan viejecito-, todo lo nuevo ha crecido en las manos de Gasparo Torralba; él subió en serones la tierra blanda de los huertos. Habrá dos brazadas encima del espinazo del cerro.

Van pasando por un callejón de panteones. En medio está el de la familia más hacendada; la hornacina, ciega, sin imagen; el altar, rudo; la lámpara, sin vaso; todo sin acabar, como las mejores casas del pueblo, también sin acabar. Es el cansancio de las gentes de la comarca, que principian una obra, fuman, se duermen y, al despertarse, toman otro propósito y se aburren.

Una cuesta entre casillas y jaulas de sepulturas y vertederos.

Gasparo coge una piedra, tirándola como un pastor a una cabra zaguera. Allí, donde atinó, en una fosa de escombros, está enterrado un forastero. Amaneció en el hostal. Paseó por el Calvario. Rodeó las paredes del cementerio. Se paraba; se asomaba al hondo. Le veían desde todos los portales del pueblo, y él encogiose de un brinco y cayó rebotando en las rocas y piteras. Allí, en la cantonada del muro, lo puso Gasparo, sin ataúd, sin un lienzo que le separe del tacto y del peso del pedregal. No tiene ni cruz. Ruedan los años y nadie pregunta por él; y este olvido y este silencio, ponen como una lápida lisa encima de muchas leguas profundas de cadáver.

En cambio, arrimada a la tapia, cría musgo una lápida de verdad, sin tumba. Sigüenza la vuelve, y lee:

DOÑA SALVADORA PEÑALVA Y MOSCARDÓ

RIP


Ya que nos arrebata tu alma hermosa
el Dios de Abraham con su potente mano,
flores prodigarán sobre esta losa
y lágrimas un padre y un hermano.

Nació en Alberique a 25 de diciembre de 1835.

Falleció en esta villa a 19 de junio de 1858.



Primera meditación de Sigüenza: Salvadora nació en la Navidad de 1835 y murió en junio de 1858. Tenía veintitrés años. Yo he doblado los cuarenta años. Salvadora nació en 183.5; en la Navidad que viene cumpliría ochenta y siete años. ¡Veintitrés... ochenta y siete!... Ahora quizá habría muerto. Veintitrés... ochenta y siete. De modo que ella... De modo que yo...

Necesita Sigüenza más sutilidad de pensamientos.

Segunda meditación...: «El Dios de Abraham con su potente mano»... Flores y lágrimas de un padre y de un hermano encima de una losa desde 1835... ¿Dónde está Salvadora Peñalva? Todo tan concreto: «Nació en Alberique a 25 de diciembre de 1836. Falleció en esta villa a 19 de junio de 1858». ¿Un hueso, un andrajo, algo de Salvadora tan concreto como sus fechas?

Y Gasparo Torralba se ríe, lamiendo la goma de su cigarro.

Tampoco se le ocurre a Sigüenza decirse no somos nada. Es de ella de la que no queda nada, porque ni la losa es suya; y han de arrimarla, suelta, contra un muro.

«Al sepulcro también mata la muerte».

Gasparo enciende con yesca su cigarro, y suelta el humo tupido como una lana, y da con su alpargata un azadonazo en el suelo.

-¡Por ahí estará en la tierra!

Pero no hay tierra, sino un osario molido, un entramado de raíces de un bosque de generaciones taladas; y al pisarlo crujen y salen briznas, aristas, siempre menuditas, como si nada más fueran de huesecitos de niños. En todo aquel recinto del cementerio antiguo no había más cadáver conocido que el del suicida forastero.

-Toda esta tierra y las paredes, todo lo acabé de llenar cuando el cólera -Gasparo dice «colic», y la palabra y la epidemia tienen más filo asiático, más filo convulso.

Entonces faenaba de noche, sin farol, para que las gentes, en acecho, no se sobresaltasen.

Fue con su mulo a recoger dos muertos de una masía: padre y un hijo. Pero llegó muy pronto. Aun vivía el hijo, y se sentó a fumar en el portal hasta que le dijeron: «Ya están los dos». Y los ató juntos en el albardón del macho.

-Cuando vine aquí era la madrugada; y en lo más fondo me salió... ¿a que no lo adivina?

Gasparo se ríe subiéndose la faja.

-Me salió una raposa. Se golpeaba de reconcomio. Los dos nos embestimos. Yo con el legón le arranqué una oreja; ella me mordió en el hombro. Yo me cogí de su rabo y tiré; ella se revolvió; se me quedó todo el pelo entre los dedos como si fuese barbas de avena; y la galopa botó en mis costillas y de mis costillas al tapial, y se fue con el muslo desollado y sangrando...

Por la brega se olvidó de los dos difuntos; sus cajas resonaban de carreras y chillidos de ratas, y con las ratas dentro tuvo que enterrarlos. Desde lejos las sentía pelearse.

Gasparo no podía remediarlo. No paraba por veredas, por barrancales; de heredad en heredad, con su mulo, cargando y descargando muertos.

Bien le preguntaría Sigüenza: «Oiga, Gasparo Torralba, ¿y entre todos esos huesos, ya tan escomidos y frágiles, no los habrá de algún enterrado vivo?». Pero no, no se lo dice porque sería sospechar de su pericia de enterrador.

Gasparo le coge confidencialmente de un codo, y le muestra los herbazales. Entre la frescura va pasando una vibración de lumbre. Otra vez se imagina Sigüenza que se deslicen las pisadas de alguien, de una aparecida invisible.

Y añade Gasparo:

-No había nicho donde no criaran las ratas. Mordían las raíces y los tronchos de los geranios, de las malvas, de las rosas y hasta la leña de las cruces. Una perdición. Yo las acabé sin cepos. Yo tengo mi gato, el único gato que aquí hace bondad. ¡Ahora lo verá!

A brincos se precipita retumbando en el bancal de sepulturas; se sume y escarba en la hierba, y saca de la cola una sierpe que se tuerce húmeda y dulce al sol.

-¡No hay animal tan manso y agradecido!

La pone en el muro, y la sierpe vislumbra como un tisú; sin moverse, su latido le va renovando la piel. Hierve fría y multiplicada en la piedra; y la traspasa, la cala, como si la piedra fuese tierna, de esponja, y se la embebiese.

En fin, Sigüenza se decide a preguntar:

-Gasparo, ¿no habrá en el cementerio viejo algún enterrado vivo? En casi todos los camposantos viejos los hubo. Las epidemias traen precipitaciones...

Gasparo, sin reparar en esas disculpas, vuelve junto a Sigüenza, y se queda cavilando.

-Yo me creo que a nadie enterré vivo... Pero aquí hay muertos de dos «colics». ¡Yo sé nada más lo que vi cuando abrimos nichos y capillas y paredes para llevar las cajas a lo nuevo! Mire lo que vi...

Gasparo se aparta chafando una geología de vértebras, de costillajes combos, de goznes, de nudos y cabezuelas de cal. Se recuesta en un socavón de los derribos acodándose en la argamasa, y entorna los ojos. Adquiere una actitud de elegancia. Tiene un fondo lejano de graciosos oteros con arbolillos finos; nubes blancas, barrocas; y los huesos fosilizados, que revientan bajo sus alpargatas, resultan emblemáticos. Todo semeja un fragmento de una estampa, de un cuadro que no recuerda Sigüenza si es de Víctor Carpaccio.

-Así como yo me pongo -dice Gasparo- estaba uno, un difunto; así se nos presentó, sentado y entero, cuando volcamos la pared vieja.

Luego busca otra rebañadura del tapial y la palpa muy calmoso.

-Aquí encontramos tres cajas, una encima de otra, y de la de en medio salía un brazo que se agarraba a la tapa de la de arriba.

...Ya principia a venir la tarde. La claridad es más azul; el aire más oloroso de campo íntimo, y el cementerio, con reposo, con silencio cerrado de «descansen en paz». Reposo y silencio «para siempre, siempre, siempre», dentro de la permanencia de la vida tan de nosotros, sin nosotros, sin nada de nosotros, como de Salvadora Peñalva.

Y en tanto que lo pensaba Sigüenza, como si lo pronunciase su frente, su frente con sensación de campo, de montes y de mar, iba leyendo lápidas de labradores, de señoras, de hidalgos viejecitos, tendidos desde mil ochocientos...; todos ellos, en ese día ancho de verano, día de San Pedro, saldrían a pasear por sus huertas, con sus mejores ropas, las mismas ropas ya estrujadas detrás de esas lápidas.

Al abrir el portalillo para marcharse se les ofrece bajo todo el pueblo en la falda del alcor.

Desde el pueblo no se puede mirar al cielo sin presentir cada uno su fosa. Las cruces se clavarán en los ojos, las cruces de los difuntos de cada familia.

Gasparo dice:

-¡No se les clava nada! El camino es un muladar. No quedan cipreses; no queda Calvario. Ni vienen ni miran, y si miran, no ven.

Es verdad. Tienen encima sus muertos; pero la muerte, la muerte está más allá del horizonte de nuestros pensamientos y de nuestros ojos.




ArribaAbajoBenidorm. Un extranjero. Callosa

Parece que los pueblos de la orilla del mar no puedan ser íntimos por la demasiada lumbre y anchura que les rodea. Abiertos y desceñidos en un lugar de tránsito, se estremecen como si se les mirase y se les tocase en su desnudez desde todos los caminos y rumbos. Pero Benidorm tenía intimidad. Se interna entre los azules del cielo y de las aguas. Mar y aire suyos, como creados privadamente para su goce.

Algunos imaginativos veían en Benidorm un pueblo con pórticos, aras y dioses de mármoles blancos.

Sigüenza no veía en Benidorm más que Benidorm, sin mármoles, sin nada clásico. Benidorm sumergido entre azules perfectos mediterráneos. Una gracia, una felicidad inocente de claridades que, como la felicidad y la inocencia de los hombres, daba miedo de que se rompiesen. Azules nuevos, como recién cortados; azules calientes, azules de pureza. Esa pastosidad y esa levedad de la luz se originaban de la armonía de todo lo que constituye y es Benidorm, aun antes, mucho antes de serlo. Lejos, en el fondo, se estampan las grandes montañas, y desde allí hasta el pueblo nada contiene ya el vuelo combo del espacio. Allí se han parado las sierras, porque era su lugar escogido para la perfección de este pueblo; la distancia precisa para que ellas también fuesen un espectáculo de belleza. Montes con las espaldas distendidas y nerviosas, montes delgados, perpendiculares, en asunciones tranquilas, siempre hilando el vellón de la claridad virgen. «Puigcampana» es la sierra cincelada para Benidorm, y todavía quedó enmendada la obra rebanándole el filo en una hendedura de bordes siempre tiernos. Se le quitó lo necesario para que se viese un momento más del día. Allí subió la anécdota caballeresca. Dicen que Roldan, enfurecido, rajó con su espada la lámina del monte. En la costa tiene Benidorm la Sierra-Helada. De mañana, de tarde, de noche, siempre de color de luna. Piedras puras y frías en una ondulación de lino mojado. El mar resultaría quizá demasiado profundo de azul; sobraría superficie azul delante del pueblo, y como nada puede sobrar en la belleza, floreció la lis de un islote: una roca, encarnada como un corazón, que recremase la lumbre.

Pueblo claro y recogido. Dentro de los azules, paredes de aristas de espigas, contornos de nitidez de sal. Casas volcándose sobre cantiles de color de limón; casas con lonas de faluchos. Entre los remos y salabres, una higuera que mana su olor caliente y espeso como una resina.

La maravilla de Benidorm era la farmacia. En sus potes, en sus redomas y arconcillos, se guardaban las esencias, los jugos, las luces y cristalizaciones de toda la magia y la química de la salud. Vahos de vegetaciones y civilizaciones. Brillos joviales y siniestros de toda la bujería de los específicos. Todo lo quiso tener el farmacéutico, ávido de secretos, un infante don Juan Manuel, boticario, con un hermano, capitán de barco, que navega por los mares antiguos y remotos. Su barco siempre arriba magnífico de aromas y rarezas, como un galeón de Batavia que trae para los tarros y urnas de «Don Juan Manuel» los preciosos remedios de todos los dolores del mundo. Y allí se quedan encantados.

Callejuelas de sol. Pasa la brisa como una gaviota deslumbrante que mueve la costura de las mujeres sentadas en el portal, oloroso de geranios y de horizontes. Y encima, resumiendo las líneas de Benidorm, la cúpula fresca de la parroquia. Dentro, umbría de muros colgados de cera de exvotos de barcas salvadas milagrosamente de los temporales, y al pie de los retablos de imágenes lívidas, con vestiduras y pelos de muerta, abuelitas llorando y rezando por los que se ahogaron en los temporales.

Así era Benidorm, labrador y marinero, en el descuido de los brazos abiertos y desnudos de sus playas. Murió «Don Juan Manuel». No vienen los hombres de Batavia.

Le parece a Sigüenza un pueblo reciente de pabellones de altos empleados de grandes fábricas. No hay fábricas; pero sus dueños han venido desde las ciudades, después de la guerra europea, atravesando en sus automóviles los collados bravíos y las hoces abruptas de Aitana. Benidorm es el baño disantero de ricos en vacaciones. Delante del baño abren sus residencias de verano como una sombrilla de membranas recortadas; residencias que han trastornado la fisonomía originaria de Benidorm y la lengua de las gentes con las líneas apócrifas y el concepto de chalet de t repercutida entre los dientes lugareños.

La felicidad y la inocencia se han roto.



...Sigüenza se marcha a la estación, porque ha venido desde su heredad para recibir a un amigo. Es una estación de un pequeño ferrocarril. Un tren, y un tren rural, ya no malogra el paisaje. La grúa de las mercancías se tuerce en el cielo como el huso de una almazara o el mástil de una barca de pesca. Los vagones que aguardan en un cobertizo parecen carros cosarios a la puerta del parador.

Y este tren de tartanas atadas con cadenas flojas, que cuelgan y se golpean y retumban como un obrador ambulante de calderería; este tren que brinca de tan menudo entre remolinos de humos gordos de tizne y de tierra de barrancos, humos y tolvaneras que pasan por todas las ventanas de cortinas desgarradas; este tren de labradores en mangas de camisa y de políticos lugareños con guardapolvos; tren como una recua cargada de banastas de peces, de hortalizas y frutas, todo a rastras de una locomotora flaca y sudada, que relincha de miedo y de gozo de hundirse por los túneles, con sus quinqués de aceite apagados, y se precipita de roca en roca, encima de abismos lívidos de sequedad, con el mar hondo, cavado bajo las ruedas, un mar ya solitario, como si se viese desde la proa de un bergantín; este tren tiene su Consejo de Administración de exministros, senadores, diputados, abogados, banqueros. Un grave y copioso consejo de familia para una pobre criatura. La pobre criatura se va parando a sacudidas, y aparece el amigo de Sigüenza, y detrás otro viajero, un gran señor británico, todo británico en su porte: ropas inglesas, zapatos ingleses, la mirada de soledad del inglés cuando no surca su mar, su escritorio y su Imperio, ni viaja en corro, entre tules, driles, correajes de prismáticos y kodaks. Es un señor inglés lento, sin Baedeker, sin idiomas, sin nadie. Bigotes mustios de cáñamo; manos, rodillas, que casi perdieron la ciudadanía de Londres. Aunque va delante, camina dócilmente, como si siguiese a otro, a sí mismo. Pregunta por el departamento o despacho de reclamaciones. Reclamaciones en tierras de Levante, ¿para qué? Porfía mucho con el amigo de Sigüenza; se asoma al umbral de la estación; se pone unos lentes de color de topacio y mira la mañana, que se le cuaja en un viejo vitral. Parece que, habiendo llegado a un sitio, no le quede que hacer sino aguardar el tren de regreso. Pero sube con Sigüenza y su amigo a un camión de viajeros, gobernado por un chauffeur de alpargatas. ¿Qué daño o demasía le hizo apetecer la meditada voluptuosidad de una «reclamación»? Y principalmente, ¿qué busca en esta comarca?

-Ese varón británico -se dice Sigüenza- todavía trae ropas de invierno, con algunos rasgos de benignidad de primavera: una chalina blanca, unos guantes de seda, que vislumbran y crujen al sol como un musgo. Nada de entretiempo. El traje de entretiempo es una moda francoargelina. Chaquet de Argelia, curvado y torácico, con el primer ojal ciego por la cinta o el asterisco de decoré. También lo usan nuestros hombres de la Marina, panaderos y ganaderos que vuelven del África francesa con la piel colonial, el aliento de ajenjo y las manos y las faltriqueras gordas de ganancias.

Sigüenza y su camarada llegan a la heredad. El extranjero sigue camino de Callosa.

Y bajo los parrales dice el amigo de Sigüenza:

-Este señor británico no ha sosegado en todo el trayecto; ni miraba el campo ni el mar, porque se le ha perdido un gabán de entretiempo.

-Es un crítico de arte. Esa palidez de su frente se le quedó remansada de la luz cenital y académica de todos los museos del mundo. Tendrá un comentario para las obras de las salas más escondidas sin olvido de ninguna intención estética. No hay monografía ni epistolario de artistas que no se haya cribado, palabra por palabra, de cedazo en cedazo de su conciencia. A ese hombre le parece indigna la frase socrática: «¡Cuántas cosas de que no tengo necesidad!».

Sigüenza va recordando las maletas, las carteras, los atadijos desbordantes de cuadernos, de revistas, de libros de ese señor británico, que ya estará en Callosa.

Callosa de Ensarriá es un pueblo moreno, acortezado, encima de una hoyada verde, como si fuese toda una mata inmensa de calabazar maduro, que cuelga en la peña el montón de fruto carnoso.

Callosa ha escogido las mejores tierras con un buen presentimiento. Estaba lejos, y sin moverse ve a los demás que recuden, porque han ido abriéndose los caminos de los lugares más cerrados: camino del valle de Guadalest y de la serranía de Tárbena. Callosa, en medio. Pone su plaza como una falda tendida para recoger el mercado de muchos lugares. Pone también la fita entre el clima mediterráneo y el interior. Hasta Callosa sube desde las playas el follaje tierno y fácil de los huertos; después, el esfuerzo de cada bancal murado de roca viva.

Calvario barroco de cipreses negros. Voltear de campanas a la redonda de las cumbres. Calles con toldos de cañizos. Fiestas y casas viejas. El Ayuntamiento con soportales de cal. En la sombra, un banco con los mismos abuelitos de siempre, que miran la lejanía desde la curva de sus cayadas.

En Callosa y en los pueblos que vienen detrás quedan soledades y hermosuras de señorío y de arte.

Y ese varón británico no descansará escudriñándolas, removiéndolas, palpándolas, desjugándolas. Los artistas dejan intactas las bellezas para los otros artistas. Pero los sabios, los sabios oficiales, son los peores maridos de las guardadas bellezas. Buscan la doncellez y la dote del pasado, y ya el pasado es una esposa enjuta de laicas virtudes.

Sigüenza, sin ser erudito ni desearlo, sentía un rencor de celoso. Siempre preguntaba por el extranjero.

Y siempre le decían:

-¡Allí sigue!

¡Allí seguía! ¿De manera que no se le saciaba su voracidad? Si en Benidorm y en otros pueblos una albañilería flamante dejó para siempre la palabra chalet, con su t apretada, a estas horas el caballero británico habrá esparcido por callejuelas y veredas vocablos doctos y deportistas. Y no pudo resistir su sobresalto y encaminose a Callosa.

Solo, por la carretera, iba cortando el hervor de las cigarras. Llegó en el bochorno del mediodía.

En el portal de una venta, a la sombra del alero, dormía un hombre, con las manos colgando por los hinojos y los pies saliéndosele de las esparteñas. A veces subía los párpados para mirar las telas de araña de las rejas de los pesebres. Tuvo que despertarle el amo de la posada; y él abría sus ojos grises de niño, le sonreía mordiendo una palabra valenciana y otra vez cabeceaba entre moscas de siesta.

Y vio Sigüenza que bajo la piel de badana, de sol y de relentes del hombre dormido, yacía el docto caballero inglés...

¡Levante! Levante era más poderoso que la sabiduría británica...




ArribaAbajoSábado de luna

Día bueno; un día de felicidad para Sigüenza, sin que haya sido necesario el motivo que la origine. Felicidad que no le exalta ni le mejora; felicidad clara, sin dejo, como el agua más pura que no tiene sabor. Leve en el día, sin soltarse de sí mismo. Ningún propósito le hace enfilar el corazón hacia un deseo del mundo.

Tarde de sábado. El pueblo sale al sol en lanza de piedra dorada. Recibe una claridad tierna y madura; parece que se han juntado la claridad de la mañana y la de la tarde, como dos mozas.

Hoy la piedra de los montes es de cera y la va modelando Sigüenza con los ojos. Los collados tienen una piel de albérchigo; las umbrías, un verde íntimo para corderos de San Juan Bautista niño.

Sendas frescas como si principiasen a correr esta tarde. Sendas humildes hechas de pisadas ajenas, y siempre parece que se dejen abrir virginalmente por nuestros pies. ¡Nuestros pies obedecen las viejas pisadas el agua de estos manantiales, agua estremecida de todas las imágenes de su camino; la misma agua desde la sierra al llano; el mismo cuerpo en cada gota y en las distancias, en su conjunto y multiplicadamente, sin perderse en su unidad!».

Las venas duras de San Antonio -del San Antonio de Flaubert- se le engordan y atirantan casi a punto de romperse por el deseo de volar, nadar, bramar, mugir... Quiere tener alas, corteza, concha, garfa, trompa; retorcerse, desmenuzarse, sentirse en todo, ser todo; desarrollarse como las plantas, correr en el agua, exhalarse en los sonidos y en los olores, resplandecer en la luz, encogerse bajo todas las formas, descender hasta el fondo de la materia; ser la materia. Esta fue la postrera tentación de Antonio, la que sólo pudo resistir persignándose y rezando.

Pero Sigüenza no es Antonio. Pronuncia cada una de esas avideces, representándoselas y sintiéndolas con sus capacidades y limitaciones de hombre. Goce dolorido del propio contorno en la inmensidad. Y toma su sombrero y su cayada, y sale por un camino calcinado y cerril, rodeando unas lomas eriales. El monte Ponoch se le presenta como una hoguera; dentro de la calina, la roca tiene la vibración de la llama.

Pasa un cuervo. Debe de ser el mismo de todas las tardes. Enciende más el azul que van tocando sus alas, y pone su acento a la soledad del campo.

...He aquí que no hay vallado ni fita, y Sigüenza ha presentido que traspone una linde. Se recoge el paisaje. Es más jugoso y parece más antiguo. Antigüedad sin envejecer; antigüedad de atmósfera, como un vidrio arcaico encima de una estampa de asunto geórgico.

Una casa pequeña, como un albergue de jornaleros; detrás, la corraliza; delante, la parra sostenida por horcones; poyos de cal; geranios, dalias, albahacas y rosales; un ciprés, y de la sombra se levanta, para recibir a Sigüenza, un matrimonio viejo, entre un estrépito de gallinas. El marido le tiende su mano diciéndole su nombre y el de su pueblo como para fijar su linaje: Gregorio de Benimantell.

Enjuto, afilado, grande y rápido. Es de otra comarca, cerrada y abrupta.

Gregorio se revuelve y grita:

-¡Paloma! ¡Paloma!

Resuena un brinco en la frescura de un ribazo, y aparece una cordera mordiendo un pámpano que le zuma por la boca. Blanca, perfecta, graciosa; parece saberlo como una mujer. Sus pezuñas relucientes son cuatro aisladores, cuatro taconcitos de charol. Gregorio le dice que se quede a su lado; y ella se arrodilla y se acuesta, y entonces se estremece toda, muy fina, comunicándose del tacto de la tierra.

Desde el corral, un jumento pide que lo saquen de su clausura. No es el rebuzno específico, clamoroso, que se rompe en ángulos agudos de garganta hasta agotar todo el fuelle; sino un rebuzno concretamente pronunciado para decir lo que quiere: estar cerca del amo, como la Paloma. Y cuando lo sueltan, todavía da un berrido, un poco tartamudo, con hipo de regaño. Blanco, gordo, peludo; el poco aire que viene de Bernia le va ondulando la felpa de la barriga. Una moscarda de oro verde, moscarda de frutales, le hace temblar el morro de goma sensitiva.

De noche, los dueños de la heredad se marchan al pueblo; y allí, en el albergue, se queda el burro de ayo y mayordomo. Muy cerca se le duerme la Paloma; entre las patas le rebullen primorosamente los conejos; en los travesaños de la cuadra se aponan las gallinas; en las hormillas de yeso descansan los palomos; por la pared rota pasan las estrellas; y a la madrugada, el gallo se le sube al lomo para cantar, y él dobla su pescuezo y le mira consintiéndole que se ufane.

Ahora sabe que Gregorio habla de él; está callado, muy quieto, reflejándolo en la negra gelatina de sus ojos. Bien quisiera toparle blandamente como hace la Paloma. Pero su amo se lleva a Sigüenza para mostrarle la hacienda. Los bancales se precipitan gozosos por la quebrada de un torrente donde repica la sonaja de un viejo molino. En el otro borde se asoma la aldea de Chirles, de casas tostadas en coro de comadres. Se baja al hontanar por la cuesta, toda con techo de ramas y peldaños de raíces de algarrobos. Una rama enorme (cimal, le dicen aquí), un cimal se desgajó vivo del tronco; y agarró y crió en el suelo; y se hizo árbol acostado. Todo es bueno y fértil en la tierra de Gregorio. Le regala a Sigüenza las mejores frutas, colmándole un cuévano. Y como el forastero quiere pagar esa dulce abundancia, Gregorio de Benimantell sonríe tan pasmado que no puede agraviarse; él vende sus cosechas de almendras, de algarrobas, de aceite, de trigo; todo eso se lo llevan los trajinantes; todo eso es un producto. Pero, sus cerezas, sus albaricoques, sus cidras, sus manzanas; la fruta, es casi obra de sus manos; es su complacencia, su vanagloria; su arte, y esto lo da, pero no lo vende.

La mujer llama a su averío para que ya se recoja; y acuden los polluelos zancudos, como chicos que corren silbando, con las manos en los bolsillos del pantalón.

El marido y su jornalero hablan de los planteles de alcachofas. Las matas son cardenchas retorcidas de vejez; en algunas queda una flor morada como una borla doctoral. Ya tienen quince o veinte años; larga senectud. Pero el lunes las trasplantarán a un bancal recién cavado y mullido, para que vuelvan a retallecer, porque en los alcaciles no es la planta lo que envejece sino su tierra. Y Sigüenza se llega a las bienaventuradas osamentas vegetales, y las contempla y las toca envidiándoles la resurrección de su carne.

-¡Son como nosotros! -le dice la mujer de Gregorio llena de fe.

-¡Que Dios la oiga!

Y Sigüenza se despide.

...Principia a subir la luna, marchita y antigua; cara de Nuestra Señora guardada mucho tiempo en la obscuridad de una capilla románica. Cara de virgen y de luna egipcia que mira de perfil y lleva una corona pobre, empañada de aréola.

-¡Tiene tana la luna! -gritan los rapaces que vuelven por las aradas del olivar.

Se ha quedado el azul del día en el cielo de la noche. Los campos aparecen recientes, entre penumbras de humos pálidos y claridades de aceites, como una carne sudada. Siempre se quiere mirar a lo lejos de la noche de luna. Allí, a lo último de Bernia, está el mar; y en aquel silencio, que se siente venir por la ladera alumbrada, se acostará la luna encima de las aguas.

Todo vibra por un ruiseñor; él solo. Arde su buche golpeándose y rompiéndose en la noche como dentro de un vaso pálido de oro. Debe oírsele desde las cumbres lejanas que se ven humedecidas de luz. Todo este paisaje, que va colonizando Sigüenza con su lírica de forastero, todo está habitado, ahora, por el delirio del ruiseñor, y es un pecho donde salta el canto encendido como un corazón.

Los grillos que tiemblan en las parvas se oven distantes y tímidos; parece que resuenen entre las pocas estrellas sumergidas en el cielo de luna. Casi nada más se perciben cuando el ruiseñor calla para sentir el silencio suyo que se queda estremecido.

Y, de repente, viene una voz desde el horizonte invisible de la Marina. Toda la noche interior de este paisaje se ha quedado sin respirar, atendiendo por saber de quién sería esa voz; una voz ancha, como de vendaval que se sintiese muy claro, en un sitio de calma. Y esa voz se comunicaba de la dulzura de los lugares que no eran suyos, resbalando en la faz de esta quietud cerrada por los montes. Ha sido el acorde grave y humano de un órgano inmenso de catedral. Habrá sonado en la sierra Bernia. Esta noche Bernia es un órgano de plata entrevisto por una vidriera infinita, translúcida de luna. Otra vez el hondo alarido. Descansa un instante; y vuelve a sonar en una despedida muy larga. Todo principia a sentir la evidencia del prodigio. Es la sirena de un barco. Estaba el aire dormido; todo parado, y la sensibilidad de los ecos desnuda en un dulce ocio. Y en ese momento pasa un vapor frente a lo más hermoso de la costa; aparición de Calpe y a su lado el Ifach, tallado de luna... El barco se ahogaba de belleza y ha tenido que gritar. Para que la gracia se cumpliese del todo, ha volado la brisa, llevándose las exclamaciones de la sirena, y entonces las arrebataron los montes entrándolas claramente en todos sus recintos.

Todo se quedó sobrecogido viendo pasar el fantasma del barco viajero por en medio del valle, y al derretirse el último acorde encima del ascua blanca de la luna, el barco se ha perdido para siempre dentro de la noche suya; y el paisaje y el mar han vuelto a desceñirse.



...Al otro día, Sigüenza y Gregorio se han marchado juntos, muy temprano, para soltar a la Paloma por los bancales pacederos.

La cordera no podía levantarse de la rinconada de la corraliza. La cogieron de la lana de los ijares, y ella plañía.

Tiene el cuello rajado a dentelladas; y los finos vellones se le acortezan de sangre dura y de babas gordas como si le hubiese bollado la piel un caracol monstruoso.

Gregorio da un grito de perdición y se abalanza contra el burro. La bestia le aguarda inmóvil y triste; y con los ojos mojados de arrepentimiento ha ido confesándolo todo:

-«¡He sido yo; se lo hice yo, anoche! Fue sin querer, amo mío. Entró la luna, y nos pusimos a jugar la Paloma y yo. Yo estaba tan contento que retozaba creyéndome un cordero novio. Mis quijadas se hundían en su cuello tierno como una hierba. La Paloma se quejaba y yo venga de morderle y de pasarle mi lengua caliente como una mano. ¡Mis orejas parecían dos ramas de ciruelo en flor! ¡Yo no me acordaba de lo que era, porque yo estaba, amo mío, yo estaba también muy jovencito y guapo de luna!».



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