Aproximación al pensamiento político de Emilia Pardo Bazán
Marisa Sotelo Vázquez
Universitat de Barcelona
Emilia Pardo Bazán |
En el preámbulo al análisis de «La España de ayer y la de hoy, la muerte de una leyenda» (1899), señalaba yo los dos hitos cronológicos1 que servían de marco al pensamiento regeneracionista de doña Emilia Pardo Bazán. Se trataba por un lado de «Despedida» (Diciembre de 1893), último artículo en su revista el Nuevo Teatro Crítico y, por otro, «La nueva generación de novelistas y cuentistas en España», en las páginas de la revista modernista Helios en marzo de 1904. A partir de ahí sólo de forma esporádica volverá la autora coruñesa sobre dicha cuestión en artículos de La Ilustración Artística o en el discurso a la memoria de Gabriel y Galán (Salamanca, 1905) o los últimos artículos en el diario ABC (1918-1921).
Entre las dos fechas propuestas 1893-1904, una década aproximadamente, junto a la espléndida conferencia de París, la autora siguió manifestando sus ideas a propósito de la regeneración del país en el discurso de la sesión inaugural del Ateneo de Valencia, el 29 de Diciembre de 1899, y en otra espléndida pieza de oratoria política, esta vez como mantenedora de los Juegos Florales celebrados en Orense el 7 de Junio de 1901, el mismo año en que Pi Margall actuó como mantenedor de los Juegos de Barcelona, Unamuno de los de Bilbao y Joaquín Costa de los de Salamanca. Discursos que fueron objeto de la atención crítica de Gómez Baquero, «Andrenio», en su habitual «Crónica literaria» en La España Moderna, señalando como nota común a todos ellos la sustitución de la temática literaria propia de los Juegos Florales por la temática política y sociológica, sobre todo, a partir del desastre del 98, aunque tanto Andrenio como Zeda, desde las columnas de La Época, adviertan la conveniencia de que dichas Justas recuperen su carácter literario primitivo.
En ambas piezas
oratorias Pardo Bazán reflexiona sobre el mismo tema: la
preocupación nacional, «el esfuerzo
por salvar lo que queda de nuestra alma
nacional»
2,
por decirlo con sus palabras, y ambos presentan también
caracteres comunes en cuanto a la forma, el tono y la
articulación de la temática. Parte siempre la autora
de un exordio inicial en el que no faltan la justificación
sobre la elección del tema, así como la llamada de
atención sobre su condición femenina, que
había provocado más de una crítica por
irrumpir en un terreno, el de las ideas, poco o nada frecuentado
por la mujer en su siglo -a excepción de doña
Concepción Arenal-. Sigue después una parte central
expositiva y reflexiva que se vertebra siempre desde un andamiaje
historicista y que intercala un apólogo o parábola
ejemplificante, para pasar a la tercera parte de cierre o
conclusión. Pero, sobre todo, estos dos discursos junto con
la conferencia pronunciada en París, los Cuentos de la
patria y toda una miscelánea de artículos
periodísticos y crónicas costumbristas3
entreveradas de reflexiones críticas sobre la
situación española, merecen con toda justicia ser
insertados como un eslabón más en la mejor
tradición del pensamiento regeneracionista español,
que hunde sus raíces en los ilustrados y pasando por
Joaquín Costa, Silió, Lucas Mallada, Macías
Picavea, Morote, Giner, Clarín4,
Ganivet, Unamuno y la nómina del 98, insufla buena parte de
la prosa finisecular, pivotando sobre dos claves, de un lado, a la
regeneración por la cultura y la educación, y de
otro, por la necesaria apertura a las corrientes del pensamiento
europeo, que en el caso de doña Emilia se produce desde una
actitud manifiestamente ecléctica, importando lo más
fecundo de la cultura europea, francesa singularmente, sin
renunciar nunca a la tradición nacional.
E importa también señalar con ecuanimidad pero sin victimismos que se trata de la única mujer con una obra narrativa y crítica no sólo extensa sino importante que fue capaz de reivindicar su derecho a intervenir en cuestiones políticas, unas veces desde la tribuna periodística, El Imparcial o La Ilustración Artística son buenos ejemplos, y otras, como las que ahora nos ocupa, desde la oratoria denunciando tantas veces como le fue posible y con los registros adecuados a las peculiaridades de cada género5 la injusticia de que a la mujer de su tiempo le estuviesen vedadas ciertas funciones cívicas.
Procediendo por riguroso orden cronológico a fin de resaltar la continuidad y coherencia de su pensamiento desde la mencionada conferencia hasta estos discursos finiseculares, es necesario partir del análisis de la disertación pronunciada en el Paraninfo de la Universidad de Valencia la noche del 29 de Diciembre de 1899. Sin quebrar la coherencia argumental de la reflexión sobre «la leyenda dorada y la leyenda negra» que había desarrollado brillantemente pocos meses antes en París, este trabajo supone una inflexión más optimista en el espíritu de la autora gallega, con respecto al pesimismo y la tristeza dominante en sus palabras de entonces:
(p. 4) |
Tras la declaración explícita del objetivo regeneracionista la reflexión se articula en torno a los conceptos de «patria» y «regeneración». Señalando de partida como ni la arrogancia de entonces producto de la «leyenda de oro» ni el menosprecio y escepticismo actuales conducían a la verdadera regeneración. En consecuencia reclama una actitud crítica, serena y reflexiva para antes de condenar los particularismos, que tienden a la disgregación de la patria, contemplarlos como «suma de dos fuerzas formidables: la de la tradición y la del instinto de independencia», puesto que:
(pp. 10-11) |
A la luz de estas
reflexiones resulta absolutamente coherente la definición de
patria, que aparece por primera vez formulada con claridad y
precisión en los textos políticos de la autora
coruñesa, como un «todo orgánico» con
«un vínculo de solidaridad nacional», que le
confiera unidad por encima de las diferencias regionales
distintivas de los pueblos que la integran. Se vale para ello de
una extensa reflexión histórica donde laten una vez
más los ecos del ideario tainiano, desde el que justifica
las diferencias artísticas en función de las
peculiaridades geográficas, climáticas,
históricas, de raza e incluso de carácter entre su
Galicia natal y las tierras mediterráneas con referencias
concretas a Valencia, por supuesto, pero también a
Cataluña, realidad y cultura que conocía bien por sus
viajes a Barcelona y sus contactos epistolares desde los
años setenta con Víctor Balaguer y ya en los ochenta
con sus escritores más ilustres, Narcís Oller, Josep
Yxart, Matheu e incluso Verdaguer. Revisión de la historia
de España siguiendo el modelo de Unamuno en los
artículos de En torno al casticismo que vieron la
luz en La España Moderna (1895), y que
indudablemente doña Emilia conocía bien.
También podría señalarse el precedente -por la
sintonía temática y académica-, de Rafael
Altamira en el discurso de apertura del curso 1898-1899 en la
Universidad de Oviedo, «La universidad y el
patriotismo»6.
Al igual que los autores mencionados doña Emilia interpreta
la romanización como un verdadero proceso de
asimilación que hizo que todos lo pueblos de España,
a excepción de los vascos, hablasen «latín
adulterado»7.
Y aunque la autora defiende el principio intangible de la unidad
nacional, con sagacidad advierte como además de la comunidad
de raza y de lengua para formar una verdadera nacionalidad era
necesaria sobre todo «la unidad moral». De nuevo, es
evidente la coincidencia con Unamuno, pues el rector de Salamanca
con su peculiar estilo paradójico había escrito:
«Se podrá decir que hay verdadera
patria española cuando sea libertad en nosotros la necesidad
de ser españoles, cuando todos lo seamos por querer serlo,
queriéndolo porque lo seamos. Querer ser algo no es
resignarse a ser tan sólo»
8,
palabras que son verdadero antecedente de las de Ortega a
propósito de la voluntad de querer ser, de tener «un proyecto sugestivo de vida en
común»
9.
Para doña Emilia esta carencia de «unidad moral»
se había puesto de manifiesto dramáticamente con la
desmembración y pérdida del imperio colonial, y de
ello debía extraerse una lección práctica
aplicable a «la conservación y
constitución de la nacionalidad en su mismo
núcleo»
(p.18),
para, en el presente, evitar que el regionalismo derivase en
separatismo.
En sintonía
con los modelos regeneracionistas antes mencionados doña
Emilia propone como primer paso en el camino hacia la
regeneración un implacable examen de conciencia, sustentado
en el reconocimiento de los propios errores y en la
reflexión serena y valiente, más allá del
ámbito de la privacidad, en público y sin miedo a ser
considerado antipatriota. Es este proceso de revisión
autocrítica de la sociedad española finisecular la
que ocupa la segunda parte del discurso, subrayando entre todos
aquellos errores o lacras, la debilidad del sistema educativo y la
decadencia cultural, como la raíz de todos los demás.
La preocupación por la educación no es nueva en
doña Emilia. Arranca de textos de 1889, como el de «La
mujer española», se acentúa durante la crisis
finisecular y tiene indudablemente que ver con el estímulo
recibido de los krausistas, singularmente de don Francisco
Giner10,
maestro por ella siempre respetado, que postulaba la
regeneración a través de la educación y la
instrucción. De aquí que se felicite por la
iniciativa del Ateneo valenciano en «pro
de la educación integral, gratuita y
obligatoria»
11
(p.18), pues la autora, que tan
bien conocía Europa por sus viajes y lecturas, no deja de
lamentar que lo que en otros países -léase Francia y
Alemania- «es labor puramente intelectual
y humana, ha venido a ser aquí, en el amargo trance
presente, ante todo y sobre todo, labor
patriótica»
(p.
19).
Valencia, especie
de Maguncia española, por su, en otro tiempo, floreciente
industria tipográfica, aparece a los ojos de la entusiasta
oradora como la ciudad idónea para capitanear la iniciativa
de la regeneración cultural. Tras evocar la vida cultural de
Valencia en los siglos XV y XVI, su italianismo, con familias tan
importantes como los Borgia, recala en la personalidad de su hijo
intelectual más ilustre, Luis Vives, para proponerlo como
modelo a seguir tanto por su extraordinaria actividad intelectual
como por su dedicación a la pedagogía y al fomento de
la enseñanza; «la
institución12
-así se decía entonces- de la juventud»
(p. 23)
Reconoce
doña Emilia en el eminente humanista valenciano del
Renacimiento al representante del conocimiento enciclopédico
a la par que al crítico sagaz y predicador de una verdad
sencilla que convenía resucitar: «el hombre piensa y vive según aprende, y
debe aprender totalmente, racionalmente, fundando la certidumbre en
la experiencia y en la observación»
(p. 23). Ideario similar en el contexto
europeo al encarnado por Bacon en Inglaterra, Rabelais en Francia
y, por supuesto, al de su maestro Erasmo, en Alemania. La
significación de todos estos autores acaba por ser la misma,
escribe doña Emilia, «el paso de
la penumbra y la abstracción al realismo
científico»
(p.
24), y fácilmente podríamos añadir que fueron
también verdaderos antecedentes del pensamiento ilustrado,
del que se nutrirá necesariamente el pensamiento
regeneracionista finisecular.
Del pensamiento de Luis Vives, más allá de sus ideas políticas e incluso estéticas, le interesa la vertiente educativa, heredera directa de la filosofía erasmiana y precursora de las modernas teorías pedagógicas, de las que traza esta interesantísima síntesis:
(pp. 25-26) |
El objetivo de la
autora coruñesa era defender la necesaria
modernización de la enseñanza femenina en
España tomando como base la revisión crítica
de las doctrinas pedagógicas de Luis Vives formuladas en
De institutione
Feminae christianae (1523), obra que figuraba en la
sección pedagógica de la «Biblioteca de la
mujer», que había fundado la autora, y Lingua e Latinae Exercitatio
(Diálogos). Doctrinas que si no conocía de
primera mano, pues no tenemos constancia de que leyera directamente
del latín13,
podía haber llegado a ellas a través de
traducciones14
y, por supuesto, de los trabajos de Menéndez Pelayo
dedicados a «Los humanistas españoles del siglo
XVI», en Estudios y discursos de crítica
histórica y literaria, e indudablemente también
a través del estudio de Lange, Luis
Vives15,que
había sido traducido del alemán por el mismo
Menéndez Pelayo en 1894 y que la autora con toda seguridad
había leído. A partir de estos trabajos denuncia
doña Emilia la situación de parálisis
progresiva de la enseñanza en España, achacable
primordialmente a la escasa estima social hacia los profesores,
juzgando lamentable que «función
tan alta se ponga en manos ordinarias y rudas, siguiendo el mal
camino de los griegos que escogían los maestros entre los
libertos y los esclavos»
(pp. 24-25).
Si prácticamente en todo lo referente a la educación se muestra de acuerdo con el ideario de Vives, su preocupación constante por la educación femenina16 en un plano de igualdad con la educación masculina la llevan a disentir del pensamiento del eminente erasmista en este aspecto. Ya que el autor de los Diálogos, aunque defendía la educación de la mujer, la supeditaba en todo a su función como esposa y madre, cuestión que aprovecha doña Emilia para señalar las diferencias con la modernidad del pensamiento de su admirado Feijoo, más curioso, atrevido y casi feminista avant la lettre17. Veamos como las discrepancias de doña Emilia con respecto al ideario pedagógico del eminente humanista valenciano arrancan precisamente de que la educación de la mujer no fuese considerada algo sustantivo sino meramente relativo, o subsidiario de la educación masculina:
No llegaba Vives al extremo de querer que la mujer lo ignorase todo, y aun conocemos gente más inhumana para nosotras que Vives; era partidario de que recibiese la mujer instrucción bastante nutrida, propia de aquel siglo fecundo en damas eruditas y hasta pedantes, con la pedantería clásica y humanista que caracteriza al Renacimiento; y las princesas de quien fue preceptor Vives, y que llegaron más tarde a ocupar los tronos de Inglaterra y España, eran de esas hembras que saben latín, estigmatizadas por los refranes y máximas corrientes. Mas al lado de sus concesiones a las lenguas muertas, y de ciertas prescripciones acertadas y todavía aprovechables, nadie como Vives ha contribuido, echando en la balanza el peso de su inmensa autoridad, a reducir la personalidad de la mujer, atribuyéndole un valor, no sustantivo, sino meramente relativo, dependiendo de la personalidad de otros seres: marido, hijos; hasta tal extremo, que sostiene que si la mujer debe hablar con corrección y pureza, es porque los niños aprenden el habla con sus madres18. |
(pp. 27-28) |
Como es frecuente
en los trabajos de esta índole doña Emilia, siguiendo
un enfoque esencialmente positivista, apoya sus palabras en
ejemplos que constaten sus juicios, en este caso se trata de un
caso histórico y dramático, la vida de la princesa
doña Juana de Castilla, Juana la Loca19,
que había sido discípula de Vives, y por ello con
vehemente piedad y quizás exceso de determinismo-causalismo
se pregunta doña Emilia: «¿Quién sería capaz de decir
hasta qué punto contribuyeron las enseñanzas del
eminente ayo a infundir en el espíritu de Doña Juana
y a exaltar con romántica vehemencia esa fe conyugal que
absorbió y devoró sus facultades y la llevó a
un delirio bello para el arte, espantoso para la
razón?»
(p.
28).
Doña
Emilia, que había confesado en repetidas ocasiones su
admiración por Isabel, la Católica, propone la
comparación entre el carácter de aquella mujer capaz
de afirmar su personalidad con energía e independencia, el
consabido «tanto monta», frente a su hija, que
sacrificó la suya a un ídolo, ya que, «imbuida de las ideas de Vives, sólo
existía el esposo, vivo o muerto; la idolatría
conyugal»
(p. 29).
Haciendo depender, casi mecánicamente, el destino
trágico de Juana la Loca de la educación recibida, y
juzgando que aquella insensata era la mejor refutación de
las teorías de Vives sobre la educación femenina, ya
que no a otra cosa sino a frenéticos desvaríos
podía conducir «la
comprensión violenta que Vives recomendaba para las
jóvenes, sentenciándolas al retiro y la pasividad
absoluta y a que reciban el esposo que se les ordena aceptar como
señor y semidiós»
(p. 29).
A la luz de las palabras de la autora de Un viaje de novios (1881), y vuelvo sobre esta novela intencionadamente, ya que narra el fracaso de un matrimonio pactado y por interés entre un funcionario cuarentón y una joven provinciana e inexperta, que sufre las consecuencias de la diferencia de edad y del arribismo del marido que recurre a la boda como tabla de su maltrecha economía, resulta indicativo hasta qué punto estas cuestiones -la falta de instrucción ligada a la falta de libertad de la mujer- preocupaban a la autora desde tiempo atrás y enfatiza la coherencia de su crítica actual al papel totalmente pasivo que se asignaba a la mujer en el ideario educativo del que había sido lector de Catalina de Aragón y preceptor de María Tudor.
Otra vertiente del
pensamiento político de Vives que merecía a juicio de
doña Emilia actualizarse era su «teoría de la
paz universal y del arbitraje entre naciones»20,
pues nadie había reflejado mejor que él, ni siquiera
Goya con su espléndido buril, los estragos de la guerra, el
despilfarro de fuerzas vivas que representa, «y nadie la ha fustigado desde el punto de vista
cristiano de la fraternidad humana, como el que dijo con singular
felicidad una frase que no rechazarían los
internacionalistas si la conociesen: Quid aliud sunt omnia inter homines bella quam
civilia? ¿Acaso hay guerra entre hombres que no sea
una guerra civil?»
(p.
30). Comentarios que enlazan con la denuncia de la inútil
sangría humana que había supuesto la guerra de Cuba,
asunto al que doña Emilia se había referido con
especial énfasis y sinceridad en varios artículos de
La Ilustración Artística21.
Sin embargo, en
este balance de la importancia del ideario de Vives, en aras de la
objetividad doña Emilia lamenta que las extraordinarias
cualidades del pensador atrofiaran su sentido estético, su
capacidad para juzgar la belleza y el arte. Valiéndose de
nuevo no sólo de las doctrinas de Taine sino también
de los trabajos de psicología colectiva de
Fouillée22,
doña Emilia advierte que Vives en este aspecto no
respondía al arquetipo de hombre mediterráneo, menos
aún levantino, proclive y especialmente dotado por la
naturaleza al cultivo del arte y la fantasía. En este
aspecto propone como ejemplo a su viejo amigo Emilio Castelar
-valenciano de adopción, fallecido pocos meses antes-, del
que traza un encendido elogio al evocar su amistad y su
auténtico patriotismo con estas palabras: «aquel hombre tan único, y tan visible
desde lejos en el horizonte español, que rendidas sin luchar
nuestras armas, tragada por el abismo nuestra flota, deshecha
nuestra leyenda, mientras el vivió aún parecía
que un último reflejo del sol de la gloria doraba nuestro
ocaso»
(p. 33). En
tono exaltado prosigue ejemplificando con Castelar, cuya
fórmula regeneracionista, «no entregarse al
pesimismo» sino crecer «en
vergüenza y honor y trabajar para el resurgimiento de la
patria»
(p. 34), era
preciso no olvidar.
Esta paráfrasis de las palabras castelarinas le sirven de puente para la tercera parte o cierre del discurso en el que propone la solución al diagnóstico de enfermedad y marasmo en que se agitaba la sociedad española:
(p. 34) |
Instrucción
y respeto a las diferencias son los pilares del programa de
regeneración propuesto por doña Emilia, que reitera
que no cree en la eficacia de las soluciones bélicas que
serían no sólo inútiles sino incluso
peligrosas para la maltrecha estabilidad nacional, tal como
argumenta apelando al ejemplo de don Quijote, como era frecuente en
los textos regeneracionistas, singularmente de Unamuno23:
«No era más fuerte don Quijote
porque se cubriese de hierro, ni porque empuñase lanzones y
embrazase adargas, ni lo sería aunque vistiese su endeble
cuerpo templada y fina coraza milanesa, y recalentase su seco y
enflaquecido meollo cincelado capacete florentino. La fortaleza
viene de la nutrición, de la sanidad, de la capacidad, no de
un revestimiento externo que al anémico y al caduco antes le
asfixia que le resguarda [...] Ni aun basta el corazón, ni
aun sirve la resolución si el vigor no acompaña.
Valeroso fue don Quijote, y también pateado. Y las fallidas
empresas y las humillaciones crueles que hacen interesante a un
personaje novelesco, arrastran a una nación a la
sepultura»
(p. 36). En
consecuencia apela a la sensatez y al heroísmo del pueblo en
el trabajo cotidiano, en la adquisición de cultura y de
justicia en un sentido más amplio que el que le daba Carlyle
a dicho término, porque, en realidad, doña Emilia
propugna un heroísmo netamente intrahistórico:
(p. 36) |
Además, en
este género de heroísmo intrahistórico, tienen
cabida las diferencias, pues desde la idiosincrasia de cada
región se puede servir al ideal de la patria, así
«tierras donde la industria ha adquirido
vuelo, natural es que marchen a la vanguardia en esa
utilísima, indispensable campaña económica,
honor del buen sentido aragonés, legítima
preocupación de un pueblo tan europeo como el
catalán, campaña inseparable de la de la
enseñanza, a la cual va unida cual las funciones de
nutrición a las del cerebro»
(37), palabras que
reflejan con nitidez la profunda influencia del ideario de
política de «despensa y escuela» de su admirado
Joaquín Costa. Para Valencia reserva doña Emilia como
sesgo distintivo «el cultivo intensivo del arte», que,
a la manera de Atenas y Florencia, formaba la sensibilidad del
pueblo con educación inefable. Reivindica asimismo la
autora, de nuevo vía Taine, la función del arte como
máxima expresión del alma nacional: «Sólo expresando el alma nacional se
inmortaliza la obra de arte, y el Quijote nos ha
nacionalizado más que esa dudosa victoria de Lepanto,
tópico de la patriotería»
, escribe
(p. 38).
Porque las
verdaderas fuerzas de cohesión nacional solo podían
ser, según la autora coruñesa, «arte, trabajo,
educación» y «si con esto no
se aprieta el lazo nacional... ¡ah, no fiemos en otra fuerza
de cohesión; ninguna impedirá que nos disociemos y
que los cuatro vientos del acaso esparzan nuestros átomos y
borren hasta la memoria de nuestro nombre! Sin ser poderosos a
impedirlo, con el alma hecha trizas, veremos a España
marchar en sentido inverso a los demás pueblos del mundo, y
deshacer la nacionalidad cuando otros se esfuerzan en
constituirla»
(p.
38).
Y con renovadas
energías vuelve a insistir en que la solución al
problema del desmembramiento nacional no será nunca la
represión o la fuerza, que tan a menudo es máscara de
debilidad cuando no de despotismo, la solución sólo
puede llegar a través de la voluntad de querer compartir
afectiva y moralmente un mismo destino. En consecuencia escribe:
«cuando oigo decir, señores, que
hay razones económicas, razones de conveniencia
práctica, que aseguran la permanencia de ciertas regiones
bajo la enseña nacional, no puedo expresar cuán
triste hallo la causa, siquiera sea bueno el efecto. La unidad
nacional no puede fundarse sólo en cálculos: se funda
principalmente en lo que se funda todo; en la atracción, en
el amor, en la suprema ley afectiva; en una fuerza moral, en una
idea, si queréis, -¿pero hay algo que mueva al mundo
como las ideas?-. El medio de que las regiones se sientan otra vez
miembros vivos de la nacionalidad, es curar su escepticismo
dándoles la patria que aun puede consolidarse aquí,
si no arrebolada de gloria, al menos corregida y saneada,
consciente, con alientos y bríos para caminar a destinos
mejores»
(p. 39).
Emilia Pardo Bazán, observadora atenta de la realidad e incansable luchadora, defiende la unidad de la nación pero no sólo por cálculos mercantiles y pragmáticos, sino sobre todo por la fuerza moral, que debe fortalecerse en el reconocimiento de la diversidad y la necesaria regeneración cultural y educativa, sin descuidar en este proceso a una parte importante de la sociedad española, las mujeres de su tiempo. En realidad, por tanto, la autora de La Tribuna, defiende -como lo hiciera Clarín24 y tantos otros- aunque de forma más amplia un regeneracionismo esencialmente moral y cultural.