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Aproximación al pensamiento político de Emilia Pardo Bazán

Marisa Sotelo Vázquez


Universitat de Barcelona



Si me preguntasen cómo podrá España seguir existiendo, qué hacer para conseguirlo, diré que lo primero, instruirse, lo segundo, instruirse, lo tercero, instruirse, y después, desenvolverse con arreglo a su naturaleza, y con variedad y libertad, reconociendo, respetando, cultivando la intimidad de cada región


Emilia Pardo Bazán                


En el preámbulo al análisis de «La España de ayer y la de hoy, la muerte de una leyenda» (1899), señalaba yo los dos hitos cronológicos1 que servían de marco al pensamiento regeneracionista de doña Emilia Pardo Bazán. Se trataba por un lado de «Despedida» (Diciembre de 1893), último artículo en su revista el Nuevo Teatro Crítico y, por otro, «La nueva generación de novelistas y cuentistas en España», en las páginas de la revista modernista Helios en marzo de 1904. A partir de ahí sólo de forma esporádica volverá la autora coruñesa sobre dicha cuestión en artículos de La Ilustración Artística o en el discurso a la memoria de Gabriel y Galán (Salamanca, 1905) o los últimos artículos en el diario ABC (1918-1921).

Entre las dos fechas propuestas 1893-1904, una década aproximadamente, junto a la espléndida conferencia de París, la autora siguió manifestando sus ideas a propósito de la regeneración del país en el discurso de la sesión inaugural del Ateneo de Valencia, el 29 de Diciembre de 1899, y en otra espléndida pieza de oratoria política, esta vez como mantenedora de los Juegos Florales celebrados en Orense el 7 de Junio de 1901, el mismo año en que Pi Margall actuó como mantenedor de los Juegos de Barcelona, Unamuno de los de Bilbao y Joaquín Costa de los de Salamanca. Discursos que fueron objeto de la atención crítica de Gómez Baquero, «Andrenio», en su habitual «Crónica literaria» en La España Moderna, señalando como nota común a todos ellos la sustitución de la temática literaria propia de los Juegos Florales por la temática política y sociológica, sobre todo, a partir del desastre del 98, aunque tanto Andrenio como Zeda, desde las columnas de La Época, adviertan la conveniencia de que dichas Justas recuperen su carácter literario primitivo.

En ambas piezas oratorias Pardo Bazán reflexiona sobre el mismo tema: la preocupación nacional, «el esfuerzo por salvar lo que queda de nuestra alma nacional»2, por decirlo con sus palabras, y ambos presentan también caracteres comunes en cuanto a la forma, el tono y la articulación de la temática. Parte siempre la autora de un exordio inicial en el que no faltan la justificación sobre la elección del tema, así como la llamada de atención sobre su condición femenina, que había provocado más de una crítica por irrumpir en un terreno, el de las ideas, poco o nada frecuentado por la mujer en su siglo -a excepción de doña Concepción Arenal-. Sigue después una parte central expositiva y reflexiva que se vertebra siempre desde un andamiaje historicista y que intercala un apólogo o parábola ejemplificante, para pasar a la tercera parte de cierre o conclusión. Pero, sobre todo, estos dos discursos junto con la conferencia pronunciada en París, los Cuentos de la patria y toda una miscelánea de artículos periodísticos y crónicas costumbristas3 entreveradas de reflexiones críticas sobre la situación española, merecen con toda justicia ser insertados como un eslabón más en la mejor tradición del pensamiento regeneracionista español, que hunde sus raíces en los ilustrados y pasando por Joaquín Costa, Silió, Lucas Mallada, Macías Picavea, Morote, Giner, Clarín4, Ganivet, Unamuno y la nómina del 98, insufla buena parte de la prosa finisecular, pivotando sobre dos claves, de un lado, a la regeneración por la cultura y la educación, y de otro, por la necesaria apertura a las corrientes del pensamiento europeo, que en el caso de doña Emilia se produce desde una actitud manifiestamente ecléctica, importando lo más fecundo de la cultura europea, francesa singularmente, sin renunciar nunca a la tradición nacional.

E importa también señalar con ecuanimidad pero sin victimismos que se trata de la única mujer con una obra narrativa y crítica no sólo extensa sino importante que fue capaz de reivindicar su derecho a intervenir en cuestiones políticas, unas veces desde la tribuna periodística, El Imparcial o La Ilustración Artística son buenos ejemplos, y otras, como las que ahora nos ocupa, desde la oratoria denunciando tantas veces como le fue posible y con los registros adecuados a las peculiaridades de cada género5 la injusticia de que a la mujer de su tiempo le estuviesen vedadas ciertas funciones cívicas.

Procediendo por riguroso orden cronológico a fin de resaltar la continuidad y coherencia de su pensamiento desde la mencionada conferencia hasta estos discursos finiseculares, es necesario partir del análisis de la disertación pronunciada en el Paraninfo de la Universidad de Valencia la noche del 29 de Diciembre de 1899. Sin quebrar la coherencia argumental de la reflexión sobre «la leyenda dorada y la leyenda negra» que había desarrollado brillantemente pocos meses antes en París, este trabajo supone una inflexión más optimista en el espíritu de la autora gallega, con respecto al pesimismo y la tristeza dominante en sus palabras de entonces:

Convenía allí, tal fue por lo menos el dictado de mi conciencia, demostrar que nos dábamos cuenta exacta del desastre, y que algunos estábamos dispuestos a aplicar el cauterio a la gangrena, para buscar la vitalidad de España en lo íntimo, donde se hubiese refugiado; conviene aquí, un tanto recobrados ya como estamos de la terrible sorpresa, reconocido lo crítico y grave del momento, pensar lo que más nos importa y cómo hemos de unirnos en esfuerzo supremo y constante, para salvar lo que resta de nuestra alma nacional.


(p. 4)                


Tras la declaración explícita del objetivo regeneracionista la reflexión se articula en torno a los conceptos de «patria» y «regeneración». Señalando de partida como ni la arrogancia de entonces producto de la «leyenda de oro» ni el menosprecio y escepticismo actuales conducían a la verdadera regeneración. En consecuencia reclama una actitud crítica, serena y reflexiva para antes de condenar los particularismos, que tienden a la disgregación de la patria, contemplarlos como «suma de dos fuerzas formidables: la de la tradición y la del instinto de independencia», puesto que:

Ni el fenómeno del indiferentismo desdeñoso hacia la patria está aquí basado sólo en el regionalismo más o menos separatista; no lo creáis: aunque sea ese síntoma uno de los más aparentes de nuestro estado general de atonía, no hay que achacarle toda la culpa ni quizás el mayor tanto de ella. Por estímulos al fin menos explicables que los del particularismo de las regiones; por egoísmos de clase o de bandería; por ambiciones, intereses y codicias personales y bastardas, se ha prescindido aquí de la patria, y arrojado por la ventana su interés y su honra. Y a veces, aun sin que medien reprobables estímulos, sólo por una especie de inercia que delata el marasmo crónico, se mira aquí la suerte de la patria con frialdad, como algo que no importa, que incumbe sólo a los gobernantes; así, merced a la versatilidad de aquellos cuyas convicciones no se basan en nada reflexivo, hemos pasado de la presunta arrogancia con que nos parapetábamos tras la leyenda, al escepticismo acorchado y burlón que no tardará en renegar hasta de lo pasado desconociendo su eficacia para elaborar lo porvenir.


(pp. 10-11)                


A la luz de estas reflexiones resulta absolutamente coherente la definición de patria, que aparece por primera vez formulada con claridad y precisión en los textos políticos de la autora coruñesa, como un «todo orgánico» con «un vínculo de solidaridad nacional», que le confiera unidad por encima de las diferencias regionales distintivas de los pueblos que la integran. Se vale para ello de una extensa reflexión histórica donde laten una vez más los ecos del ideario tainiano, desde el que justifica las diferencias artísticas en función de las peculiaridades geográficas, climáticas, históricas, de raza e incluso de carácter entre su Galicia natal y las tierras mediterráneas con referencias concretas a Valencia, por supuesto, pero también a Cataluña, realidad y cultura que conocía bien por sus viajes a Barcelona y sus contactos epistolares desde los años setenta con Víctor Balaguer y ya en los ochenta con sus escritores más ilustres, Narcís Oller, Josep Yxart, Matheu e incluso Verdaguer. Revisión de la historia de España siguiendo el modelo de Unamuno en los artículos de En torno al casticismo que vieron la luz en La España Moderna (1895), y que indudablemente doña Emilia conocía bien. También podría señalarse el precedente -por la sintonía temática y académica-, de Rafael Altamira en el discurso de apertura del curso 1898-1899 en la Universidad de Oviedo, «La universidad y el patriotismo»6. Al igual que los autores mencionados doña Emilia interpreta la romanización como un verdadero proceso de asimilación que hizo que todos lo pueblos de España, a excepción de los vascos, hablasen «latín adulterado»7. Y aunque la autora defiende el principio intangible de la unidad nacional, con sagacidad advierte como además de la comunidad de raza y de lengua para formar una verdadera nacionalidad era necesaria sobre todo «la unidad moral». De nuevo, es evidente la coincidencia con Unamuno, pues el rector de Salamanca con su peculiar estilo paradójico había escrito: «Se podrá decir que hay verdadera patria española cuando sea libertad en nosotros la necesidad de ser españoles, cuando todos lo seamos por querer serlo, queriéndolo porque lo seamos. Querer ser algo no es resignarse a ser tan sólo»8, palabras que son verdadero antecedente de las de Ortega a propósito de la voluntad de querer ser, de tener «un proyecto sugestivo de vida en común»9. Para doña Emilia esta carencia de «unidad moral» se había puesto de manifiesto dramáticamente con la desmembración y pérdida del imperio colonial, y de ello debía extraerse una lección práctica aplicable a «la conservación y constitución de la nacionalidad en su mismo núcleo» (p.18), para, en el presente, evitar que el regionalismo derivase en separatismo.

En sintonía con los modelos regeneracionistas antes mencionados doña Emilia propone como primer paso en el camino hacia la regeneración un implacable examen de conciencia, sustentado en el reconocimiento de los propios errores y en la reflexión serena y valiente, más allá del ámbito de la privacidad, en público y sin miedo a ser considerado antipatriota. Es este proceso de revisión autocrítica de la sociedad española finisecular la que ocupa la segunda parte del discurso, subrayando entre todos aquellos errores o lacras, la debilidad del sistema educativo y la decadencia cultural, como la raíz de todos los demás. La preocupación por la educación no es nueva en doña Emilia. Arranca de textos de 1889, como el de «La mujer española», se acentúa durante la crisis finisecular y tiene indudablemente que ver con el estímulo recibido de los krausistas, singularmente de don Francisco Giner10, maestro por ella siempre respetado, que postulaba la regeneración a través de la educación y la instrucción. De aquí que se felicite por la iniciativa del Ateneo valenciano en «pro de la educación integral, gratuita y obligatoria»11 (p.18), pues la autora, que tan bien conocía Europa por sus viajes y lecturas, no deja de lamentar que lo que en otros países -léase Francia y Alemania- «es labor puramente intelectual y humana, ha venido a ser aquí, en el amargo trance presente, ante todo y sobre todo, labor patriótica» (p. 19).

Valencia, especie de Maguncia española, por su, en otro tiempo, floreciente industria tipográfica, aparece a los ojos de la entusiasta oradora como la ciudad idónea para capitanear la iniciativa de la regeneración cultural. Tras evocar la vida cultural de Valencia en los siglos XV y XVI, su italianismo, con familias tan importantes como los Borgia, recala en la personalidad de su hijo intelectual más ilustre, Luis Vives, para proponerlo como modelo a seguir tanto por su extraordinaria actividad intelectual como por su dedicación a la pedagogía y al fomento de la enseñanza; «la institución12 -así se decía entonces- de la juventud» (p. 23)

Reconoce doña Emilia en el eminente humanista valenciano del Renacimiento al representante del conocimiento enciclopédico a la par que al crítico sagaz y predicador de una verdad sencilla que convenía resucitar: «el hombre piensa y vive según aprende, y debe aprender totalmente, racionalmente, fundando la certidumbre en la experiencia y en la observación» (p. 23). Ideario similar en el contexto europeo al encarnado por Bacon en Inglaterra, Rabelais en Francia y, por supuesto, al de su maestro Erasmo, en Alemania. La significación de todos estos autores acaba por ser la misma, escribe doña Emilia, «el paso de la penumbra y la abstracción al realismo científico» (p. 24), y fácilmente podríamos añadir que fueron también verdaderos antecedentes del pensamiento ilustrado, del que se nutrirá necesariamente el pensamiento regeneracionista finisecular.

Del pensamiento de Luis Vives, más allá de sus ideas políticas e incluso estéticas, le interesa la vertiente educativa, heredera directa de la filosofía erasmiana y precursora de las modernas teorías pedagógicas, de las que traza esta interesantísima síntesis:

Siempre que releemos a los maestros del pasado, como Vives, sorprende ver que anunciaron hace mucho tiempo verdades que recogidas, interpretadas, explicadas y ahondadas después han producido hondos movimientos y transformaciones en la sociedad. La conveniencia de la educación cíclica; la teoría de los temperamentos que aprovechó el famoso Huarte en su Examen de ingenios y que tanto juego ha dado hasta en la crítica de arte; la apología de la lactancia materna, con que hizo una revolución en la sensibilidad Juan Jacobo Rousseau, la necesidad de la educación física, para que el cuerpo esté dispuesto a auxiliar al espíritu; la previsión de los efectos perniciosos del excesivo estudio, causa de ese agotamiento de la juventud tan lamentado por los actuales higienistas -de fuera de España naturalmente;- la organización de Academias y Gimnasios, semejante a la de ciertas Universidades y Colegios modelos de Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos, el empeño de quitar a las ciencias la sequedad libresca, y vivificarla al contacto de la naturaleza; la doctrina de que la función educativa es la más alta y delicada relación de sociabilidad y urbanidad, y juntamente un ejercicio de libertad, una creación continua de alma viril [...] Baste para excusar esta rápida ojeada la coincidencia entre el principal mérito de Luis Vives, que es su concepción educadora, y los propósitos que recientemente han fijado en el Ateneo de Valencia la atención y ganándole la aprobación calurosa de cuantos desean que reviva la patria.


(pp. 25-26)                


El objetivo de la autora coruñesa era defender la necesaria modernización de la enseñanza femenina en España tomando como base la revisión crítica de las doctrinas pedagógicas de Luis Vives formuladas en De institutione Feminae christianae (1523), obra que figuraba en la sección pedagógica de la «Biblioteca de la mujer», que había fundado la autora, y Lingua e Latinae Exercitatio (Diálogos). Doctrinas que si no conocía de primera mano, pues no tenemos constancia de que leyera directamente del latín13, podía haber llegado a ellas a través de traducciones14 y, por supuesto, de los trabajos de Menéndez Pelayo dedicados a «Los humanistas españoles del siglo XVI», en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, e indudablemente también a través del estudio de Lange, Luis Vives15,que había sido traducido del alemán por el mismo Menéndez Pelayo en 1894 y que la autora con toda seguridad había leído. A partir de estos trabajos denuncia doña Emilia la situación de parálisis progresiva de la enseñanza en España, achacable primordialmente a la escasa estima social hacia los profesores, juzgando lamentable que «función tan alta se ponga en manos ordinarias y rudas, siguiendo el mal camino de los griegos que escogían los maestros entre los libertos y los esclavos» (pp. 24-25).

Si prácticamente en todo lo referente a la educación se muestra de acuerdo con el ideario de Vives, su preocupación constante por la educación femenina16 en un plano de igualdad con la educación masculina la llevan a disentir del pensamiento del eminente erasmista en este aspecto. Ya que el autor de los Diálogos, aunque defendía la educación de la mujer, la supeditaba en todo a su función como esposa y madre, cuestión que aprovecha doña Emilia para señalar las diferencias con la modernidad del pensamiento de su admirado Feijoo, más curioso, atrevido y casi feminista avant la lettre17. Veamos como las discrepancias de doña Emilia con respecto al ideario pedagógico del eminente humanista valenciano arrancan precisamente de que la educación de la mujer no fuese considerada algo sustantivo sino meramente relativo, o subsidiario de la educación masculina:

No llegaba Vives al extremo de querer que la mujer lo ignorase todo, y aun conocemos gente más inhumana para nosotras que Vives; era partidario de que recibiese la mujer instrucción bastante nutrida, propia de aquel siglo fecundo en damas eruditas y hasta pedantes, con la pedantería clásica y humanista que caracteriza al Renacimiento; y las princesas de quien fue preceptor Vives, y que llegaron más tarde a ocupar los tronos de Inglaterra y España, eran de esas hembras que saben latín, estigmatizadas por los refranes y máximas corrientes. Mas al lado de sus concesiones a las lenguas muertas, y de ciertas prescripciones acertadas y todavía aprovechables, nadie como Vives ha contribuido, echando en la balanza el peso de su inmensa autoridad, a reducir la personalidad de la mujer, atribuyéndole un valor, no sustantivo, sino meramente relativo, dependiendo de la personalidad de otros seres: marido, hijos; hasta tal extremo, que sostiene que si la mujer debe hablar con corrección y pureza, es porque los niños aprenden el habla con sus madres18.


(pp. 27-28)                


Como es frecuente en los trabajos de esta índole doña Emilia, siguiendo un enfoque esencialmente positivista, apoya sus palabras en ejemplos que constaten sus juicios, en este caso se trata de un caso histórico y dramático, la vida de la princesa doña Juana de Castilla, Juana la Loca19, que había sido discípula de Vives, y por ello con vehemente piedad y quizás exceso de determinismo-causalismo se pregunta doña Emilia: «¿Quién sería capaz de decir hasta qué punto contribuyeron las enseñanzas del eminente ayo a infundir en el espíritu de Doña Juana y a exaltar con romántica vehemencia esa fe conyugal que absorbió y devoró sus facultades y la llevó a un delirio bello para el arte, espantoso para la razón?» (p. 28).

Doña Emilia, que había confesado en repetidas ocasiones su admiración por Isabel, la Católica, propone la comparación entre el carácter de aquella mujer capaz de afirmar su personalidad con energía e independencia, el consabido «tanto monta», frente a su hija, que sacrificó la suya a un ídolo, ya que, «imbuida de las ideas de Vives, sólo existía el esposo, vivo o muerto; la idolatría conyugal» (p. 29). Haciendo depender, casi mecánicamente, el destino trágico de Juana la Loca de la educación recibida, y juzgando que aquella insensata era la mejor refutación de las teorías de Vives sobre la educación femenina, ya que no a otra cosa sino a frenéticos desvaríos podía conducir «la comprensión violenta que Vives recomendaba para las jóvenes, sentenciándolas al retiro y la pasividad absoluta y a que reciban el esposo que se les ordena aceptar como señor y semidiós» (p. 29).

A la luz de las palabras de la autora de Un viaje de novios (1881), y vuelvo sobre esta novela intencionadamente, ya que narra el fracaso de un matrimonio pactado y por interés entre un funcionario cuarentón y una joven provinciana e inexperta, que sufre las consecuencias de la diferencia de edad y del arribismo del marido que recurre a la boda como tabla de su maltrecha economía, resulta indicativo hasta qué punto estas cuestiones -la falta de instrucción ligada a la falta de libertad de la mujer- preocupaban a la autora desde tiempo atrás y enfatiza la coherencia de su crítica actual al papel totalmente pasivo que se asignaba a la mujer en el ideario educativo del que había sido lector de Catalina de Aragón y preceptor de María Tudor.

Otra vertiente del pensamiento político de Vives que merecía a juicio de doña Emilia actualizarse era su «teoría de la paz universal y del arbitraje entre naciones»20, pues nadie había reflejado mejor que él, ni siquiera Goya con su espléndido buril, los estragos de la guerra, el despilfarro de fuerzas vivas que representa, «y nadie la ha fustigado desde el punto de vista cristiano de la fraternidad humana, como el que dijo con singular felicidad una frase que no rechazarían los internacionalistas si la conociesen: Quid aliud sunt omnia inter homines bella quam civilia? ¿Acaso hay guerra entre hombres que no sea una guerra civil?» (p. 30). Comentarios que enlazan con la denuncia de la inútil sangría humana que había supuesto la guerra de Cuba, asunto al que doña Emilia se había referido con especial énfasis y sinceridad en varios artículos de La Ilustración Artística21.

Sin embargo, en este balance de la importancia del ideario de Vives, en aras de la objetividad doña Emilia lamenta que las extraordinarias cualidades del pensador atrofiaran su sentido estético, su capacidad para juzgar la belleza y el arte. Valiéndose de nuevo no sólo de las doctrinas de Taine sino también de los trabajos de psicología colectiva de Fouillée22, doña Emilia advierte que Vives en este aspecto no respondía al arquetipo de hombre mediterráneo, menos aún levantino, proclive y especialmente dotado por la naturaleza al cultivo del arte y la fantasía. En este aspecto propone como ejemplo a su viejo amigo Emilio Castelar -valenciano de adopción, fallecido pocos meses antes-, del que traza un encendido elogio al evocar su amistad y su auténtico patriotismo con estas palabras: «aquel hombre tan único, y tan visible desde lejos en el horizonte español, que rendidas sin luchar nuestras armas, tragada por el abismo nuestra flota, deshecha nuestra leyenda, mientras el vivió aún parecía que un último reflejo del sol de la gloria doraba nuestro ocaso» (p. 33). En tono exaltado prosigue ejemplificando con Castelar, cuya fórmula regeneracionista, «no entregarse al pesimismo» sino crecer «en vergüenza y honor y trabajar para el resurgimiento de la patria» (p. 34), era preciso no olvidar.

Esta paráfrasis de las palabras castelarinas le sirven de puente para la tercera parte o cierre del discurso en el que propone la solución al diagnóstico de enfermedad y marasmo en que se agitaba la sociedad española:

Si me preguntasen cómo podrá España seguir existiendo, -dice la oradora- qué hacer para conseguirlo, diré que lo primero, instruirse, lo segundo, instruirse, lo tercero, instruirse, y después, desenvolverse con arreglo a su naturaleza, y con variedad y libertad, reconociendo, respetando, cultivando la intimidad de cada región.


(p. 34)                


Instrucción y respeto a las diferencias son los pilares del programa de regeneración propuesto por doña Emilia, que reitera que no cree en la eficacia de las soluciones bélicas que serían no sólo inútiles sino incluso peligrosas para la maltrecha estabilidad nacional, tal como argumenta apelando al ejemplo de don Quijote, como era frecuente en los textos regeneracionistas, singularmente de Unamuno23: «No era más fuerte don Quijote porque se cubriese de hierro, ni porque empuñase lanzones y embrazase adargas, ni lo sería aunque vistiese su endeble cuerpo templada y fina coraza milanesa, y recalentase su seco y enflaquecido meollo cincelado capacete florentino. La fortaleza viene de la nutrición, de la sanidad, de la capacidad, no de un revestimiento externo que al anémico y al caduco antes le asfixia que le resguarda [...] Ni aun basta el corazón, ni aun sirve la resolución si el vigor no acompaña. Valeroso fue don Quijote, y también pateado. Y las fallidas empresas y las humillaciones crueles que hacen interesante a un personaje novelesco, arrastran a una nación a la sepultura» (p. 36). En consecuencia apela a la sensatez y al heroísmo del pueblo en el trabajo cotidiano, en la adquisición de cultura y de justicia en un sentido más amplio que el que le daba Carlyle a dicho término, porque, en realidad, doña Emilia propugna un heroísmo netamente intrahistórico:

También los pueblos pueden ejercitar el heroísmo fuera de los campos de batalla; hay el heroísmo del trabajo, el de la resistencia al poder injusto, el de la adquisición de la cultura, el de la justicia social. Aquí en estos instantes, algo tendrá de héroe el que enseñe, el que aprenda, el que escriba, el que hable, el que comercie, el que produzca, el que labra la tierra, el que pinte, el que esculpa, siempre que refiera estas acciones al fin de la rehabilitación nacional.


(p. 36)                


Además, en este género de heroísmo intrahistórico, tienen cabida las diferencias, pues desde la idiosincrasia de cada región se puede servir al ideal de la patria, así «tierras donde la industria ha adquirido vuelo, natural es que marchen a la vanguardia en esa utilísima, indispensable campaña económica, honor del buen sentido aragonés, legítima preocupación de un pueblo tan europeo como el catalán, campaña inseparable de la de la enseñanza, a la cual va unida cual las funciones de nutrición a las del cerebro» (37), palabras que reflejan con nitidez la profunda influencia del ideario de política de «despensa y escuela» de su admirado Joaquín Costa. Para Valencia reserva doña Emilia como sesgo distintivo «el cultivo intensivo del arte», que, a la manera de Atenas y Florencia, formaba la sensibilidad del pueblo con educación inefable. Reivindica asimismo la autora, de nuevo vía Taine, la función del arte como máxima expresión del alma nacional: «Sólo expresando el alma nacional se inmortaliza la obra de arte, y el Quijote nos ha nacionalizado más que esa dudosa victoria de Lepanto, tópico de la patriotería», escribe (p. 38).

Porque las verdaderas fuerzas de cohesión nacional solo podían ser, según la autora coruñesa, «arte, trabajo, educación» y «si con esto no se aprieta el lazo nacional... ¡ah, no fiemos en otra fuerza de cohesión; ninguna impedirá que nos disociemos y que los cuatro vientos del acaso esparzan nuestros átomos y borren hasta la memoria de nuestro nombre! Sin ser poderosos a impedirlo, con el alma hecha trizas, veremos a España marchar en sentido inverso a los demás pueblos del mundo, y deshacer la nacionalidad cuando otros se esfuerzan en constituirla» (p. 38).

Y con renovadas energías vuelve a insistir en que la solución al problema del desmembramiento nacional no será nunca la represión o la fuerza, que tan a menudo es máscara de debilidad cuando no de despotismo, la solución sólo puede llegar a través de la voluntad de querer compartir afectiva y moralmente un mismo destino. En consecuencia escribe: «cuando oigo decir, señores, que hay razones económicas, razones de conveniencia práctica, que aseguran la permanencia de ciertas regiones bajo la enseña nacional, no puedo expresar cuán triste hallo la causa, siquiera sea bueno el efecto. La unidad nacional no puede fundarse sólo en cálculos: se funda principalmente en lo que se funda todo; en la atracción, en el amor, en la suprema ley afectiva; en una fuerza moral, en una idea, si queréis, -¿pero hay algo que mueva al mundo como las ideas?-. El medio de que las regiones se sientan otra vez miembros vivos de la nacionalidad, es curar su escepticismo dándoles la patria que aun puede consolidarse aquí, si no arrebolada de gloria, al menos corregida y saneada, consciente, con alientos y bríos para caminar a destinos mejores» (p. 39).

Emilia Pardo Bazán, observadora atenta de la realidad e incansable luchadora, defiende la unidad de la nación pero no sólo por cálculos mercantiles y pragmáticos, sino sobre todo por la fuerza moral, que debe fortalecerse en el reconocimiento de la diversidad y la necesaria regeneración cultural y educativa, sin descuidar en este proceso a una parte importante de la sociedad española, las mujeres de su tiempo. En realidad, por tanto, la autora de La Tribuna, defiende -como lo hiciera Clarín24 y tantos otros- aunque de forma más amplia un regeneracionismo esencialmente moral y cultural.





 
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