Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Aproximaciones al humor político de José Mármol

Beatriz Curia





Escasas obras de nuestro canon decimonónico han sido tan poco estudiadas en profundidad cuanto objeto de apreciaciones, superficiales, generalizaciones de sustrato insuficiente, clasificaciones arbitrarias y prejuicios ideológicos como Amalia, de José Mármol. No evaden este aserto las consideraciones sobre el humor en la novela que pueden espigarse aquí y allá en estudios no específicos.

Las referencias al humor o la comicidad en Amalia -bastante infrecuentes por cierto- suelen limitarse a dos personajes de caracteres risibles bien definidos, que bordean a cada instante lo grotesco y forman contrapartida permanente de las acciones serias de la novela: el maestro don Cándido Rodríguez, con su bombástico discurso plagado de circunloquios, y la criolla trotaconventos doña Marcelina, tan aficionada a las citas literarias como a las de otra naturaleza1. Sin embargo, el repertorio de personajes con aristas cómicas o tratados con irrisión es muy nutrido y sus características personales destiñen sobre las escenas en que participan coloreándolas con los matices del ridículo.

También se ha mencionado alguna vez, pero sin demasiado énfasis, la importancia que adquiere la comicidad en Amalia como factor distensivo: equilibra el clima de tragedia de muchas páginas sangrientas referidas a la situación general del país o, simplemente, a la de alguno de los personajes que desfilan por las nutridas páginas de la novela. Es preciso destacar en tal sentido que por lo general la risa y la sonrisa no guardan una alternancia con los acontecimientos graves, sino que se produce esa amalgama entre lo grave y lo ridículo que caracteriza a la estética romántica, tan acorde con la sensibilidad de Mármol. De todas maneras, resultan incuestionables las distensiones logradas por el humor, la sátira o la comicidad, fundamentalmente en los capítulos X y XI de la primera parte, II, III, V, VII y IX de la segunda, VIII, XII, XIII de la tercera, II, III, IV, VII, XI, XII, XIV de la cuarta, y IX, X, XV, XVI y XIX de la quinta.


Risas y sonrisas

El humor en Amalia no se reduce a la comicidad, sino que abarca una variada gama de formas de la risa y la sonrisa que, además de contrapesar lo doloroso, constituyen medios eficaces para la caracterización de personajes, sectores de la sociedad o facetas de la vida política rioplatense hacia 1840, fecha en que transcurre la acción de la obra -caracterización todavía válida en 1851-1855, cuando se publica el texto de Mármol.

He señalado más de una vez2 que humor, buen humor, humorismo, jovialidad, comicidad, ironía, sátira, parodia y grotesco son conceptos precarios, como lo muestra una bibliografía generosa en interpretaciones contradictorias. Creo legítimo englobar las diversas manifestaciones de la disposición hacia la risa y/o la sonrisa bajo la designación de humor. Todas ellas ofrecen puntos de tangencia y a menudo se interpenetran3. El humor de más alto vuelo es el humorismo. Abarcando la realidad en su anverso y reverso, moviéndose en el ámbito de la ambigüedad, en «el ser y no ser al mismo tiempo, en el según cómo, en la relatividad, en la paradoja, en la conciencia de lo otro, esto es, en la ironía»4, el humorismo atenúa lo conflictivo de la realidad y muestra, a través de la sonrisa, la seriedad profunda de la vida.

La comicidad es evidente en las escenas donde participan doña Marcelina y don Cándido. Diversos recursos coadyuvan para provocar decididamente la risa del lector.

La comicidad satírica se manifiesta en las escenas del baile federal, en los capítulos en los que actúan Felipe Arana, Juan Enrique Mandeville, Salomón, Mercedes Rosas de Rivera, Agustina Rosas. Se trata de ridiculizar a los federales, ya sea colectivamente, ya sea a través de sus representantes más característicos. El narrador y Daniel Bello manifiestan repetidamente jovialidad y buen humor. El humorismo caracteriza a Daniel Bello, en ocasiones, impregna el discurso del narrador heterodiegético y llega a ser constitutivo esencial de don Cándido Rodríguez.

El humor no consiste simplemente en un recurso, ya que Mármol revela en su amplia trayectoria de escritor una tendencia a la sátira, a la burla, a la ironía, a la mordacidad que hace eclosión especialmente en los escritos periodísticos -como las aventuras del señor Anrumarrieta, publicadas en La Semana de Montevideo5-, en sus cartas o en los Cantos del Peregrino, cuyo canto cuarto, de marcadísimo corte satírico, recuerda las peregrinaciones de Bonnivard en el Tobías de Alberdi.

Por momentos, la novela instala al lector en verdaderas páginas costumbristas de irresistible comicidad y lo enfrenta con personajes grotescos y otros decididamente ridículos. Estos últimos integran particularmente lo que el lenguaje periodístico de nuestros días llamaría el entorno gubernamental de Rosas, de cuyos rasgos el narrador da cuenta pormenorizada en las «Escenas de un baile» y en los capítulos dedicados a la tertulia de Manuelita.

No se hallará en las páginas de este estudio un panorama analítico completo del humor en Amalia que -según se advierte a través de lo esbozado más arriba- tiene perfiles complejos y presencia sostenida. Ni lo permitiría la brevedad del espacio, ni trazarlo es mi propósito. Me ceñiré, en cambio, a puntualizar el alcance político de la risa y la sonrisa y a examinarlo en algunos ejemplos clave.




Devaluaciones vicarias

Mármol tiene una elitista conciencia de clase -de clase europea y culta- y subraya a través de su narrador las divergencias de los federales con respecto a lo aceptado por la elite.

En su excelente libro sobre la ironía literaria, señala Philippe Hamon que, así como los animales delimitan su territorio con productos de su cuerpo tales como gritos u olores, los humanos en sociedad marcan su territorio por «esas producciones de su cuerpo que son la palabra, la risa y la sonrisa»6. El extranjero, el ajeno a ese territorio, debe ser ridiculizado por haberse mantenido apartado del territorio comunitario y, además, para que continúen siendo afirmadas una frontera, distinciones y diferencias7.

Rosas y sus partidarios deben ser mostrados como transgresores de las pautas aceptadas por la sociedad culta y por ello rechazados a través del ridículo. Rosas, a quien Mármol se propone descalificar máximamente, el transgresor por excelencia, no es objeto de risa y aparentemente la sátira no dirige contra él sus dardos. Resulta interesante esta actitud, porque se diferencia de la adoptada en los escritos periodísticos que los exiliados argentinos, entre ellos el propio Mármol8, publicaban en Montevideo, invectivas furibundas teñidas de mortal escarnio, dirigidas tanto al propio Rosas como a sus seguidores. Al respecto, puede servir de elocuente ejemplo este texto anónimo de notable virulencia aparecido en El Nacional del 20 de marzo de 1840 (número 1579, sección Correspondencia):

Nomenclatura y clasificación de la mashorca. Votos para que este símbolo de ignominia desaparezca de la tierra de los libres del Río de La Plata.

Rosas uno, Oribe dos, / Arana tres periñanes, / Lehite cuatro sacristanes, / cinco Agustín Garrigós, / seis Baldomero el feroz, / Lorenzo siete leones / El Nicolás ocho urones / Love [,] Angelis diez, osos / Mariño once mentirosos / Corbalán doce peones. // ¡Ved ahi la docena justa / de los federales netos, / y cada cual con sus nietos / otra docena se ajusta! / ¡Ved ahi la gruesa que asusta / con puñal, serrucho y horca! / ¡Ved ahi lo que es la mashorca! / ¡Marlo, y granos de mais / que nadie en este pais / con tal miseria se emporca! // Hombres de suma ambición / de una codicia infernal, / sin cultura, sin moral, / sin patria, ni religión / hijos de prostitución / malvados, y corrompidos / son los granos escogidos / de esa mashorca insolente / simbolo el mas elocuente / del mayor de los bandidos [...]9.



En Amalia, no hay mofa que tenga como blanco evidente a Rosas, pero certeros tiros por elevación se orientan al gobernante a través de la sátira vicaria contra sus incondicionales. Recae sobre él todo el ridículo de personajes ignorantes, zafios, que desconocen las reglas de urbanidad y lo que la élite considera de buen tono. El sistema adoptado por Mármol para atacar a Rosas es el de la descalificación sucesiva y creciente de cuantos lo rodean.

La mujer de Rolón10 ofrece café con leche como broche de oro de una tertulia y la señora de N... se encarga de puntualizar la inconveniencia de su elección (cap. VII, II):

-Pues bien, oiga usted: anuncia que la tertulia se abre con café con leche; ¡pobre Juana!

Amalia no pudo menos que soltar la risa con menos conveniencia de la que requería el lugar en que se encontraba [...]11.



La sociedad federal en miniatura

Desde antiguo -puntualiza Colette Arnould- los banquetes han sido fuente generosa de inspiración para la sátira, yaírue constituyen una «sociedad en miniatura» y ofrecen como blanca el variadísimo conjunto de fisonomías y conductas de los concurrentes,' de quienes es posible devaluar tanto su apariencia física como su apariencia social12. A ello se añade que los personajes hablan y las conversaciones son reveladoras de sus defectos menos aparentes.

Como la clásica cena de Trimalción, las «Escenas de la mesa» (cap. XI, II) resultan un compendio de ridiculeces, en este caso «federales». Los que comen porque comen, y los que no comen porque no lo hacen, los que hablan y los que callan, todos sirven de pretexto para el escarnio, en escenas de una densidad satírica que merecería por cierto un estudio más detenido que el que pueden dedicarle estas páginas. En conjunto se satiriza el desconocimiento de los modales corrientes en la buena sociedad, de los hábitos mundanos, que impide a las señoras moverse con soltura y hasta comer, o bien las lleva a atiborrarse de comida, a beber en exceso, al igual que sus maridos, o sumarse a la grita general. De «un silencio de funerales» se pasa al «bullicio, la elasticidad y la bacanal».

El asombro de Amalia -que no reconoce en ese lugar a Buenos Aires, «la culta ciudad»-, la «burla finísima» de Florencia, la mirada de Bello, la ironía que emana a raudales del narrador, van formando una trama devaluativa. Esa trama sirve de base para que, cuando Daniel Bello brinde por el primer federal que tina su puñal en la sangre de los franceses y de los «salvajes unitarios», deseosos de «saciar sus pasiones feroces en la sangre de los nobles defensores del héroe de la América, nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes», y sea aclamado por una concurrencia cuyos sentimientos interpreta, quede bien en claro cuál es la naturaleza de los sostenedores del Restaurador. Por supuesto que Daniel, acota el narrador, «era el hombre más puro de aquella reunión, y el hombre más europeo que había en ella» (el realzado es mío).




Una Rosas apasionada

Las mujeres unitarias aparecen como poco menos que ángeles y cuando Amalia y Eduardo se dejan llevar por sus apasionadas inclinaciones mutuas hasta el borde mismo de lo aceptado por las conveniencias, la viudita reclama la presencia de su criada Luisa y pone su honor a buen recaudo.

Casada con un discípulo del insigne médico Dupuytren -Miguel de Rivera, que descendía de los incas del Perú-, Mercedes Rosas de Rivera, hermana del Gobernador, se extralimita en sus insinuaciones a Daniel Bello y llega a perseguirlo en escenas que han de haber sido muy osadas para la época.

En el acto la Señora del médico Rivera hizo un lugar en el sofá en que estaba, pero tan estrecho que Daniel habría tenido que sentarse sobre alguna parte del turgente muslo de la abundante hermana de Su Excelencia. Crimen político que estuvo muy lejos de querer cometer [...].


(cap. X, IV, el realzado es mío)                


Nótese la adjetivación, que destaca como disvalor la robustez de Mercedes -Amalia y Florencia son delgadas y etéreas-, que la excluye de lo aceptado por los cánones del buen gusto, a la vez alcanza a Rosas con la crítica a través del doblemente subrayado vínculo fraternal («hermana», «crimen político», adjetivo este último que a pesar de la sorna del desplazamiento calificativo no oculta la intención de fustigar a Rosas no sólo como persona sino como gobernante y hacer trascender a la esfera pública lo que sólo es relevante en la privada).

En el capítulo siguiente, donde los trazos caricaturescos con que se dibuja al personaje son mucho, más fuertes y coloridos, se torna explícita la referencia devaluativa a Rosas:

[...] aquella original criatura. La más original, sin duda, en la familia de Rosas, donde todos los caracteres tienen alguna novedad; la más original, pero la menos ofensiva, y la de mejor corazón. Con ese apellido, tan histórico desgraciadamente, ninguna mujer ha obrado el mal; y ningún hombre ha dejado, más o menos, de hacer sentir los arranques de su carácter despótico.


(cap. XI, IV)                


Aunque este capítulo merecería un estudio pormenorizado y extenso, diré solamente que su título, «De cómo empezó para Daniel una aventura de Foblas», remite a una famosa novela de Jean-Baptiste Louvet de Couvray, Amours du Chevalier de Faublas -publicada en París entre 1787 y 1790-, que presenta aventuras picantes y se inscribe dentro de la típica narrativa libertina del siglo XVIII13. En el texto de Mármol, una desenfadada Mercedes acosa al joven Bello sin el menor recato y hace gala de sus veleidades literarias. Mercedes -que era escritora y publicó en 1861, oculta tras el anagrama «M. Sasor», la novela María de Montiel- ya ha sido objeto de irrisión en el capítulo XI, II. Allí, la «hermana de Su Excelencia nuestro padre» es caracterizada irónicamente como la «Safo federal».




Condescendiente amistad

El ministro plenipotenciario de Su Majestad Británica en Buenos Aires, Sir John Henry Mandeville, fue duramente denostado por los opositores de Rosas, quienes criticaban su obsecuencia con el régimen a la par que manifestaban su descontento con la política exterior que implementaba el gobernador de Buenos Aires.

El capítulo XII de la tercera parte -«De cómo se leen las cosas que no están escritas»- es globalmente humorístico. Además de la presencia de Biguá y Corvalán, resulta destacable el tratamiento satírico de Mandeville. En conjunto, se tiende a mostrar la sumisión de este personaje a Rosas a través de un episodio de corte dramático, casi un puro diálogo teatral, que culmina en una escena de comicidad superlativa. Esta escena, que ridiculiza a Mandeville, no es sino una simbolización en pequeña escala de cómo -a través de su ministro- manejaba el gobernador a Inglaterra en los asuntos del Río de la Plata. Mandeville se desempeñó como plenipotenciario entre 1836 y 1845. Fue «más que amable [con Rosas]; fue casi un partidario», su amistad con Rosas resultó «demasiado condescendiente para limitar el terror de 1840-42 y su influencia demasiado débil para impedir la crisis de las relaciones anglo-argentinas en 1843»14.

El diálogo entre Rosas y Mandeville revela paso a paso la índole pusilánime del diplomático y la zumba prepotente y confianzuda del caudillo federal. La última escena se configura como demostrativa del carácter de Rosas, verdadero oponente de Daniel Bello, que alberga -como su enemigo- los contrastes tan caros al romanticismo imperante. «Rosas, por una de esas súbitas inspiraciones de su carácter, mitad tigre y mitad zorro, mitad trágico y mitad cómico», da indicaciones a Manuelita para gastar una broma pesada y humillante al inglés. Manuela simula machacar mazamorra -en realidad una mulata está haciendo la tarea- y Rosas induce al ministro extranjero a apoderarse de la maza y sustituir a la muchacha en la faena, recurriendo a la inocultable atracción que Manuela ejerce sobre Mandeville y también a su cortesía. Los puños de batista de su camisa doblados, sudando «por todos sus poros», Mandeville cree ejecutar una acción caballerosa y simplemente actúa de bufón, azuzado por don Juan Manuel que indica «-Más fuerte, señor Mandeville, más fuerte. Si el maíz no sé quiebra bien, la mazamorra sale muy dura [...]. Si se cansa, deje, no más». Pueden verse los hilos con que el diestro bromista lo maneja en sus movimientos de marioneta. Las bromas pesadas y el tono entre burlón, altivo y suficiente con que el gobernador se dirige a Mandeville muestran de sobra su desprecio y, a la par, brindan una imagen deslucida del ministro inglés, la imagen que Mármol configura críticamente. Es la misma crítica, pero en clave de humor, que ha efectuado en el capítulo VII de la primera parte -«El caballero Juan Enrique Mandeville»: ante Rosas tenía «postrado el ánimo y avasallada la voluntad».

La comicidad de Mandeville es sólo objetiva15, ya que él mismo no tiene la mínima conciencia del carácter risible de sus actos, pero existe un intrincado sistema de complicidades que comienza por Manuela, en el plano de la realidad representada, continúa por el narrador y finaliza por el lector que necesariamente resulta convocado para el escarnio por el autor implícito.




Un terrón de carne y barro

Páginas memorables, de sesgo definidamente cómico satírico, están dedicadas a Julián González Salomón. A través del Presidente de la Sociedad Popular Restauradora, cuyos rasgos negativos son objeto de escarnio, se critica a los otros socios y a la Sociedad misma en su conjunto.

Después del capítulo XIII de la primera parte -«El presidente Salomón»- el narrador deja impresa en el lector una imagen global y perdurable sobre la Sociedad Popular Restauradora y la Mazorca, vistas en la novela como una unidad indiscernible16. La devaluación moral, cultural y social que descalifica a la organización es tanto más significativa cuanto mayor es la injerencia de ésta en la vida de la comunidad. A medida que se desarrollan los acontecimientos del año cuarenta, la Mazorca se desborda «como un río de sangre» (cap. XII, V) y es ella en definitiva la que sella con sangre el final de la historia de amor entre Amalia y Eduardo.

El discurso irónico, asevera Philippe Hamon, es evaluativo17; la evaluación constituye el corazón mismo del acto de enunciación irónica; el texto irónico, elaborando sus «montajes evaluativos», construirá al mismo tiempo una especie de «álgebra evaluativa» que el lector deberá interpretar activamente18. Los primeros rasgos que configuran a Julián González Salomón son devaluadores desde el punto de vista social, el punto de vista de las «buenas costumbres» de la sociedad culta y europea que toma café y se reúne en tertulias refinadas junto al piano y los libros de Byron o Lamartine -basta recordar el capítulo VIII de la tercera parte-: sentado en el umbral de su antigua casa, «en mangas de camisa, con los calzones levantados más arriba de las botas», se lo veía todas las tardes a la oración, «con un cigarro de papel en la mano derecha, y en la izquierda un mate cuya agua se renovaba cada dos minutos por el espacio de una hora». A partir de allí se despliega la hipérbole monstruosa:

Era éste un hombre como de cincuenta y ocho a sesenta años de edad, alto y de un volumen que podría muy bien poner en celos al más gordo buey de los que se presentan en las exposiciones anuales de los Estados Unidos: cada brazo era un muslo, cada muslo un cuerpo y su cuerpo, diez cuerpos.



La historia familiar de Salomón es narrada con un tono respetuoso y digno que contrasta con la vulgaridad de los hechos o los personajes: «Hijo de un antiguo español pulpero de Buenos Aires», «Jenaro, que era el mayor de los dos hermanos, se puso al frente del establecimiento de pulpería, y la tradición no cuenta [...]». El contraste de tonos va in crescendo -«Este don Julián empezó a crecer en volumen como en nombre, y en dignidades como en nombre y volumen, pues que de pulpero comenzó a elevarse con diferentes grados en la milicia cívica»-, para culminar en una metáfora hiperbólica y cosificadora que rebaja moral y físicamente a Salomón:

La ráfaga que levantó el polvo argentino a la entrada del general Rosas en el gobierno fue demasiado fuerte para que encontrase pesado aquel enorme terrón de carne y barro, y desde el umbral de su puerta lo levantó a la altura de coronel de milicias, y más tarde a la de Presidente de la Sociedad Popular Restauradora (el realzado es mío).



Henos aquí, pues, ante la Mazorca, ante el propio gobierno de Rosas, convertidos en objeto de irrisión. No se contenta Mármol con esta befa, sino que a través de la comicidad más elemental del equívoco -vertida través de un mecanismo que nos es familiar por haberlo encontrado en cuentos populares- propone a un Salomón ignorante y torpe a quien Daniel Bello maneja a su antojo19. Salomón pronuncia una fervorosa arenga que ha aprendido de memoria minutos antes y ha elaborado Bello. Su discurso es pródigo en vivas al Restaurador, a la Federación y a sus prosélitos, y en mueras a los opositores, y «esta grita, que se oía en cuatro cuadras a la redonda, fue repetida por la turba que transitaba por la calle, no cuidándose mucho de decir ¡Viva! cuando Salomón gritaba ¡Muera! y viceversa». Así como la turba repite a ciegas, sin entender lo que oye, Salomón recita una a una las palabras que le dicta Bello:

Calmado el huracán, Salomón se sentó en su silla, su secretario Boneo a su izquierda, y nuestro joven Daniel a su derecha [...].

-Señores -dijo entonces el presidente de la Sociedad Popular-, la Federación es el Ilustre Restaurador de las Leyes; luego nosotros nos debemos hacer matar por nuestro Ilustre Restaurador, porque somos las columnas de la santa causa de la Federación.

[Se suceden vivas por parte de los socios].

-Señores -continuó el presidente-, para que nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes pueda salvar a la Federación del... pueda salvar a la Federación del... para que nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes pueda salvar a la Federación del...

-Del inminente peligro -le dijo Daniel, casi sonriendo.

-Del «eminente» peligro en que se halla, debemos perseguir a muerte a los unitarios [...].

-Ahora entra lo de anoche -le dijo Daniel, haciéndose que se limpiaba el rostro con el pañuelo.

-Ahora entra lo de anoche -repitió Salomón, como si esa advertencia fuera parte de su discurso. Daniel le pegó un fuerte tirón de los calzones [...].



Aunque algo extensa, la transcripción vale la pena, particularmente porque testimonia la vis cómica de Mármol. Pudo haber sido un buen autor de comedias, aunque evidentemente prefería mezclar lo cómico con lo grave y, a la vez, orientar las armas del ridículo contra sus adversarios políticos, armas que de antiguo se han venido revelando de eficacia impar para destruir la pretensión al valor del enemigo, para aniquilarlo, en suma20. Cuando se recorren las páginas de Amalia se encuentran a menudo escenas cómicas impecables. Y uso la palabra «escenas» con toda su carga de teatralidad, de manejo del espacio y del tiempo, de los personajes, de las situaciones.

Simbólicamente este hombre zafio, incapaz de concebir una idea, repetidor mecánico de pensamientos y consignas ajenas, que «no cabía en la inmensa epidermis que lo cubría, después de su portentoso discurso», encarna a la masa federal, ciega seguidora de Rosas, ignorante y demagógicamente adulada por el poder, según muestra Mármol en diversas escenas de la novela y se encarga de poner en boca del narrador.




El campanillero del Rosario

No menos revelador desde el punto de vista teatral sería un examen de las escenas cómicas de las que participan el cura Gaete, irónicamente llamado por el narrador «dignísimo sacerdote de la Federación» (cap. XII, IV), o el ministro Arana. En estos personajes se condensan las críticas devaluadoras contra los funcionarios federales que obedecen ciegamente al Restaurador y contra los miembros del clero que convierten su adhesión a Rosas en obsecuente fanatismo. Me limito a examinar aspectos de una de ellas vinculados con el humor político que me ocupa y del cual, por lo demás, esas escenas están totalmente impregnadas.

Debido a su participación en las negociaciones de paz con el gobierno francés -negociaciones que culminaron en el Tratado Mackau-Arana, de octubre de 1840-, Felipe Arana, ministro de relaciones exteriores de Rosas y durante un lapso gobernador delegado, fue particularmente vilipendiado y objeto de mordaces sátiras en la prensa uruguaya por parte de los emigrados argentinos. En la caracterización risible del personaje es menos importante que don Felipe cruce sus manos sobre el estómago «como las tienen habitualmente las señoras cuando se hallan en estado de esperanzas» que la exhibición de su voluntad sumisa, plegada palmo a palmo a la de Rosas, de su candidez y de sus escasas luces. Sin embargo, el sesgo irónico de ese rasgo físico que se subraya al iniciar su retrato (cap. II, IV) sirve de señal21 para que el lector se convierta en cómplice del narrador y examine también irónicamente al personaje, de cuya candidez ha tenido noticia en el capítulo XII de la primera parte. Así, cuando Arana expresa obviedades en un trabajoso discurso y el ministro Mandeville -esta vez sujeto del discurso irónico- declara «-Yo transmitiré a mi gobierno las poderosas observaciones del señor gobernador delegado» (el realzado es mío), y el narrador acota

-contestó el Señor Mandeville, cuyo espíritu, no estando avasallado por Don Felipe como lo estaba por Rosas, podía medir a su antojo la diplomacia y la elocuencia del antiguo campanillero de la Hermandad del Rosario (el realzado es mío)22,



sin dificultad el lector sabe a qué atenerse con respecto a la valoración de Arana que quiere plasmar el autor implícito. A partir de allí, la diplomacia de don Felipe se muestra en acción y el lector deberá desentrañar el «álgebra evaluativa» que propone el texto. Toda la escena recalca una circunstancial connivencia entre Mandeville y Daniel Bello -paradigma de la joven generación argentina del 37-, inadvertida para el candoroso objeto de la ironía, pero presentada como de capital importancia para el manejo de la política internacional de Rosas.




Marionetas del poder

El edecán de Rosas, Manuel Corvalán, parece un títere, tal vez cúmulo de elementos de utilería, su marcialidad reducida a la lucha contra el sueño (cap. IV, I). Es casi un objeto y mucho más lo parece cuando se pone en movimiento para obedecer órdenes, con rigidez mecánica de muñeco desarticulado:

como tocado por una barra eléctrica, se puso de pie y se encaminó a la mesa, con el espadín hacia el espinazo, y una charretera sobre el pecho y la otra sobre la espalda.


(Cap. IV, I)                


El Padre Biguá -Juan Bautista Rosas Biguá-, bufón del gobernador, pintado con rasgos de notable animalidad, enroscado como una boa en el piso donde duerme, va contrastando con notas ridículas la escena en la que Cuitiño comparece ante Rosas con las manos teñidas por sangre de unitarios (cap. V, I). Una vez que el idiota advierte este detalle comienza el contrapunto que incluye un movimiento en falso y un golpe de tipo payasesco.

En el capítulo IV de la quinta parte, cuando el terror está llegando al clímax en

esa ciudad cuyo piso tiembla, cuyo aire tiene olor a sangre, donde sobre las nubes no parece haber Dios, donde sobre el suelo no parece haber hombres, falta de todo menos la agonía del alma, las creaciones asustadoras de la imaginación y la lucha terrible de la esperanza, que se escapa o se postra en el pecho, con la realidad, que subyuga y aniquila y mata esa esperanza misma,


el lector se encuentra frente a don Cándido convertido en encarnación visible del terror, casi un objeto en el que contrastan el rostro «como bañado en agua de azafrán» y la «vaguedad de sus miradas» con «un aplomo de piernas sorprendente», hasta el punto de que por un momento se llega a creer que «lleva una cabeza postiza», tanto contraste existe entre el rostro y la «seguridad que ostenta el cuerpo».

También el viejo maestro es un ente fragmentario, compuesto de partes dislocadas e incongruentes. Si esta imagen resulta en verdad cómica, ridícula, sin matiz humorístico de ninguna naturaleza, no lo es tanto la realidad humana subyacente. Por algo Daniel se preocupa

con el recuerdo de ese hombre que, mucho más allá de la mitad de su vida, conservaba, sin embargo, la candidez y la inexperiencia de la infancia, y que reunía al mismo tiempo cierto caudal de conocimientos útiles y prácticos en la vida; uno de esos hombres en quienes jamás tiene cabida, ni la malicia, ni la desconfianza, ni ese espíritu de acción y de intriga, de inconsecuencia y de ambición, peculiar a la generalidad de los hombres, y que forman esa especie excepcional, muy diminuta, de seres inofensivos y tranquilos, que viven niños siempre, y que no ven en cuanto les rodea sino la superficie material de las cosas.


(Cap. III, II)                


Don Cándido es incapaz de advertir los contrastes, de captar la dimensión bifronte de la realidad. Sí lo hace, en cambio, Daniel Bello, quien toma en cuenta la compleja inclusividad de lo real:

se le veía en las circunstancias más difíciles, en los trances más apurados, mezclar a lo serio la ironía, a lo triste la risa, y lo más grave, aquello que era la obra misma de su alta inteligencia, picarlo un poco con los alfileres del ridículo.


(Cap. IV, II)                


En el cuarto canto de su Peregrino Mármol -el yo poético se identifica claramente con el autor implícito y se ficcionaliza como tal- incluye conceptos similares, que suponen una poética de nítidos perfiles románticos23 o, más abarcativamente, decimonónicos24:

Y escucha; esta inconstancia en mi poema, / al grotesco saltando de lo serio, / no es tanto inspiración como sistema, / de lo que, ya lo ves, no hago misterio. / El mundo es una orquesta, el cambio un tema: / una orgía vecina a un cementerio / una luz y una sombra; anda, detente, / así es el mundo y quien lo niega, miente.


(vv. 265-272)25                


Para lograr su objetivo, el humorista debe «quitarle, más o menos irónicamente, nobleza y dignidad a la víctima o al conflicto»26. Cándido representa la «visión por detrás», la lectura oblicua, irónica, del terror. No es posible reír ante su cómico lenguaje, pleonástico por hábito, cuando manifiesta que bajará al sepulcro «sin entender, sin comprender, sin saber lo que he hecho ni lo que he sido, en esta época calamitosa y nefasta» (cap. VI, V).

El maestro de primeras letras se convierte en símbolo de sus conciudadanos, gobernados por el miedo, moviéndose a impulsos del pánico que anula sus facultades -inteligencia y voluntad controladas por el terror de estado-, verdaderos muñecos o autómatas. Detrás de la escena, moviendo los hilos -Mármol se ocupa de que el lector lo advierta- se encuentra Rosas.




El humor como arma política

Amalia tiene entre sus rasgos definitorios una dimensión política predominante, ya que Mármol se propone trazar a través de la novela un panorama crítico de su época. Capítulos enteros están dedicados a pintar con los colores más sombríos a Rosas y sus partidarios, y esta faceta -la que más ha trascendido en la fama posterior de la novela- ha sido subrayada por la bibliografía. No se ha advertido, sin embargo, hasta qué punto las páginas humorísticas o satíricas y las escenas de mayor intensidad cómica o grotesca están subordinadas a este propósito.

He procurado mostrar en las páginas que preceden de qué manera en Amalia el humor permite a Mármol descalificar satíricamente el régimen rosista. Intrincados montajes evacuativos configuran un discurso irónico que abarca los diversos grados de la risa y la sonrisa. Múltiples señales del texto y del peritexto advierten al lector que la enunciación es irónica y debe efectuar una lectura oblicua. Cosificación, mecanicidad de palabras y movimientos, contraste de tonos, hipérboles, equívocos, entre otros recursos, son los instrumentos de que se vale Mármol para urdir su trama devaluativa.

La estrategia del autor consiste en una devaluación gradual y progresiva de cuantos rodean a Rosas, maniobra que le permite degradar vicariamente al propio Restaurador y labrar ese ríspido cuadro de su época que se ha propuesto como objetivo.







 
Indice