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Aptitud de la mujer para las ciencias

Concepción Gimeno de Flaquer





La instrucción es la prudencia de los jóvenes, el consuelo de la vejez, la riqueza de los pobres y el adorno de los ricos.


Diógenes.                


Nada más difícil que la misión de la madre. Este sagrado ministerio impone a la mujer mil deberes, y le da el honroso título de educadora de la infancia.

Para ser digna de este título, al cual tiene indisputables derechos, necesita poseer la mujer gran caudal de conocimientos.

Los niños son curiosos: un niño hace mil preguntas y quiere que las satisfaga la madre.

Si la mujer no tiene algunas nociones de las ciencias más comunes, llenará de errores el débil entendimiento del niño.

De la manera más sencilla puede una madre instruir a su hijo, sin fatigar su razón naciente.

Cuando el niño mira con asombro un espejo, que en su ignorancia le parece una cosa fantasmagórica, la madre podrá decirle que es un cristal azogado, y le hablará de las propiedades del azogue; si el niño se acerca al espejo y lo empaña con el aliento, la madre podrá explicarle que nuestros pulmones despiden gas, y le hablará del oxígeno e hidrógeno. Cuando un niño arranca una flor y quiere analizarla, su madre será el mejor botanista; y las explicaciones que hechas por el maestro encontraría áridas o tal vez ininteligibles, la madre se las hará suaves y amenas.

Hablar de astronomía al entendimiento de un niño es difícil, y sin embargo, para una madre será facilísimo; sus labios destilan gotas de esencia y de ternura: no hay asunto que una madre no sepa explicar.

Los niños sienten gran propensión a destruir: si las madres les hacen conocer el daño que ocasionan al coger un nido o matar un pájaro, los niños se harán reflexivos y sensibles.

Una madre está obligada a saber higiene para preservar a su hijo de mil enfermedades. Sobre todo, si la mujer fuera médico, se introduciría el pudor en la medicina.

¡Cuántas mujeres dotadas de un pudor excesivamente delicado, han muerto víctimas de él por no entregar la desnudez de su cuerpo a las miradas de un hombre!

Las mujeres deben estudiar las enfermedades de su sexo, para ser útiles a sí mismas.

No hay duda que la cirugía, ciencia positiva y material, es repulsiva a la mujer en general, porque exige un gran valor práctico, un gran pulso y fuerza de insensibilidad pero en cambio, la medicina le es simpática. La medicina, como ciencia teórica descansa en la observación, y nadie puede disputar a la mujer sus eminentes cualidades observadoras y su espíritu completamente analítico.

Las enfermedades nerviosas, sobre todo esas enfermedades impalpables para las cuales no hay en la farmacopea remedio consignado, enfermedades que se apoderan únicamente de la mujer, las mujeres podrán curarlas porque las conocen. La mujer encuentra en su corazón mil recursos inesperados y salvadores.

Sabido es que la influencia de la palabra del médico obra de una manera consoladora en el enfermo. ¡Y qué frase más tierna, qué acento más angélico, qué mirada más dulce podrá encontrarse que la de la mujer!

Un reputado doctor, visitando los Estados Unidos, encontró una profesora de higiene al frente de un hospicio.

Después de haber examinado el hospicio detenidamente, dijo:

«En ningún país he visto una distribución tan perfecta. Vastas salas, con un pequeño número de lechos anchamente espaciados; nada de cortinas, mucho aire, luz regular, mucho silencio, limpieza extremada; nada de esos olores nauseabundos que hacen de un hospital un objeto repugnante y frecuentemente una estancia envenenada. Al llamamiento de la Sra. Hope acudió un escuadrón de mujeres jóvenes, cuyos vestidos negros y gorros blancos les daban aspecto de hermanas de la caridad. Eran las internas del hospicio, las futuras doctoras; asistieron a mi clínica con la mayor atención, y me admiraron con la sencillez y claridad de sus explicaciones cuando me referían el estado del enfermo. -Creo, me dijo la directora, que llegaremos a una gran reforma. Esas jóvenes han estado dos años en el hospicio de la maternidad, y el año próximo pasarán a la clínica de las mujeres».

Hoy cuentan los Estados Unidos en ejercicio quinientos veinticinco médicos del sexo femenino.

Madame Brees ha conseguido en Francia el grado de doctora, pero ejercerá en Constantinopla, donde le ha sido ofrecida la plaza de médico del serrallo con cuarenta mil francos anuales. Visita el serrallo y queda libre de tener mayor clientela.

El gobierno de Dinamarca ha facultado a las mujeres para que puedan seguir los cursos universitarios, obtener grados académicos y diplomas de capacidad.

En un real decreto fechado en Copenhague se determina que en adelante las mujeres serán admitidas a matricularse en la universidad de aquella capital como los hombres, sufrirán los mismos exámenes que los estudiantes y tendrán derecho a iguales censuras; sólo quedan exceptuadas de los estudios teológicos.

No debemos omitir el testimonio de aprecio que dio a favor de nuestro sexo el célebre pontífice Benedicto XIV, con motivo de haber elegido la Universidad de Bolonia a la Sra. Cayetana Agnes para una cátedra de matemáticas. Creyó esta insigne mujer que debía participárselo a Su Santidad y saber si era de su aprobación, y Su Santidad le respondió: «Con mucho gusto apruebo, y me alegro de que se os ponga en estado de lucir vuestro talento. Os exhorto a que forméis otras compañeras semejantes, a fin de acreditar que valéis por lo menos tanto como nosotros».

Este mismo pontífice distinguió muchísimo a Madame Bocage, que mientras estuvo en Roma escribiendo sus admirables cartas, mereció el honor de ser acompañada frecuentemente por el cardenal Passionei, que contaba ochenta años de edad.

Numerosa es la pléyade de mujeres que han brillado por su capacidad para las ciencias. No podemos resistir al imperioso deber que nos impone la vindicación del sexo, y nos es forzoso consignar los nombres de algunas mujeres ilustres. Han sido asombro de Europa: Oliva Sabuco, de Nantes, autora de la Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, que brilló en la juventud; Juana de Vaz; Pluvia Hortensia de Castro, que llevó su afición al estudio hasta el extremo de disfrazarse de hombre para penetrar libremente en los ateneos; la marquesa de Alorna, Elena de Silva, Matilde Vasconcellos.

Abella, napolitana, nacida en Salerno, floreció en el siglo XIII; fue célebre por sus conocimientos en medicina, y dejó un tratado sobre la bilis negra.

Agalis, natural de la isla de Corfú, se distinguió por su ilustración, y según refiere Meursio, dio lecciones de retórica y aritmética.

Agnodice, ateniense, mereció por sus conocimientos en medicina que los atenienses revocaran para ella la ley que prohibía a las mujeres el ejercicio del arte de curar.

María del Rosario de Zepeda peroró en griego, latín, italiano, inglés, francés y castellano, en un certamen que hubo en Cádiz.

Hortensia de Castro se distinguió en lógica, metafísica y latinidad.

Francisca de Nebrija sustituía a su padre en la clase de retórica.

Faviola, dama romana, fundó los primeros hospitales de Italia.

Creemos suficientes estos ilustres nombres citados, para demostrar la aptitud de la mujer para las ciencias y las artes.

Todos los que hayan leído la historia recordarán a Débora, mujer de Lapidoth, que adquirió por su sabiduría gran influencia entre sus conciudadanos. Vivía en el monte llamado Efraym, entre las poblaciones de Rama y Bethel, y allí sentada bajo una palmera, dirimía todos los litigios de los israelitas, los cuales acudían siempre a consultar a la afamada profetisa. Esta mujer era tan valerosa, que animó a Balac para que reuniera diez mil combatientes, y poniéndose al frente de ellos, tomó posiciones en el monte Tabor.

Puede decirse que la victoria sobre el general cananeo, el terrible Sisara, fue debida a Débora, que dio instrucciones a los hebreos, con las cuales derrotaron completamente al ejército de Sisara.

Débora fue consejera de su pueblo, a causa de hallarse favorecida con el don profético.

No hay que dudarlo: la mujer se distinguirá siempre, porque, cual el hombre, está dotada de inteligencia y corazón.

Cuanto más se desarrollen las facultades intelectuales de la mujer, más ilustrado será el hombre.

En la antigua Roma, la madre de los Gracos contribuyó a formar la grande elocuencia de sus hijos.

En la antigua Persia, la depositaria de todas las ciencias fue la madre de los Magos.

No ha mucho que publicaban los periódicos el siguiente suelto, que trascribimos:

«La hija del opulento banquero Oppenhen recibió hace pocos días en París, después de un detenido examen, el diploma de institutriz. Lo mismo sucedió con la Srta. Rothschild. ¡Qué ejemplo para ser imitado! Las opulentas Srtas. Oppenhen y de Rothschild, que pudieran bien a mansalva permitirse el lujo de la holganza, no retroceden ante el trabajo que puede adquirir una instrucción sólida, en tanto que una infinidad de jóvenes, que no cuentan ni con la cienmillonésima parte de sus esperanzas, viven en la imprevisión más completa de los azares que les pueden sobrevenir».

En otros tiempos las damas de elevada clase desdeñaban la cultura del espíritu, porque rancias preocupaciones les hacían considerarla de mal tono; hoy las mujeres de alta jerarquía están poniendo en moda la instrucción. La moda está levantando actualmente altares a Minerva. ¡Postrémonos ante esos altares!

La mujer tiene excelentes aptitudes para las artes y las ciencias: dadle instrucción y brillarán esas aptitudes.





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