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ArribaAbajoCuaderno III


1

En una de las principales calles hay una inscripción gigantesca, que coge toda la fachada de una casa, y dice así:

PRO BONO PUBLICO
JAMES ASHLEY IN 1731
FIRST REDUCED THE PRICE OF PUNCH
RAISED ITS REPUTATION
AND BROUGHT IT INTO
UNIVERSAL ESTEEM.

Que quiere decir, Por, etc., Jaime Ashley, en 1731, bajó el primero el precio del ponche; levantó su reputación, haciéndolo digno del aprecio universal.




2

El número de coches de alquiler en Londres será, lo menos, igual al de los propios. Hay dos clases de coches alquilones (sin contar los de camino): los de la primera son los que se alquilan por días, semanas, meses, o mayores épocas: nada hay que decir de ellos, sino que son de lo mejor que se puede pedir, los de la segunda son los que equivalen a nuestros simoniacos. Éstos están todos numerados, y llegan a mil: en general, son muy decentes, y sobre todo, muy cómodos y seguros; los cocheros lo echan a perder, porque muchos de ellos suelen ir en malísimo traje; tal vez en justillo, y tal vez con un gran camisón grasiento, que les sirve de sobretodo; pero el honor del que va en el coche no padece en la opinión pública, por muy indecente que esté el cochero. Estos coches están repartidos por las calles todo el día, a cortas distancias; luego que se pide uno, está a la puerta. Se paga según el trecho que andan, y hay una tarifa arreglada a este fin. Si el cochero quiere exigir más de lo que es justo, no hay que disputar, se le presenta la mano llena de monedas para que tome lo que quiera; y si toma algo que exceda al precio establecido, viendo el número del coche y dando una queja, se le castiga al instante rigurosamente.




3

Pasan de veinte las gacetas que salen cada día en Londres; sólo me acuerdo de éstas: The Star, The Sun, The Oracle, The Times, Morning Post, Morning Chronicle, Morning Herald, The Daylli, Public Advertiser, London Gazette, The Argus, The Courier, Saint James Chronicle, London Packet, Ayre's London Gazette, Evening Post, The Observer. Cada una de ellas, así por lo enorme del pliego en que están impresas, como por lo menudo de la letra, equivaldrá, lo menos, a tres de nuestras gacetas comunes.

Todas ellas son al principio partidarias de la oposición: sus autores declaman contra el Ministerio, vierten máximas políticas, y proponen medios de hacer feliz a la patria, zahiriendo cuanto se hace, y afectando el más puro desinterés. Si alguno de ellos merece protección, la encuentra en alguno de los muchos hombres poderosos del partido antiministerial; y según las guineas que recibe el gacetero al cabo del año, así se encarniza más o menos contra los abusos del actual sistema.

Si realmente hay algún mérito en sus declamaciones, y llega a hacerse temible, en tal caso le compra el partido opuesto; y no sólo le hacen callar dándole de comer como al Cerbero, sino que, mudando de plan, se convierte en panegirista de todo lo que antes abominaba. Algunos hay también que prueban el primero y segundo medio de acreditarse, y en uno y en otro son igualmente desgraciados: la resulta es que se acaba la gaceta, y el autor, por falta de talento e industria, queda reducido a hambre y oscuridad eterna.

Como hay tantos, es increíble lo que ellos trabajan y revuelven para adquirir la preferencia en la estimación pública, lo que exageran la puntualidad de sus corresponsales en las demás cortes de Europa, y lo que cada uno de ellos se lisonjea cuando logra dar una noticia, sea la que fuere, un par de horas antes que sus competidores. Es verdad que tal vez se atropellan un poco, y el deseo de adelantarse les hace dar por hecho lo que no ha sucedido todavía, ni acaso sucederá jamás.

Estos papeles contienen, por lo general: primero, las comedias que se representan aquel día; segundo, los demás espectáculos; tercero, abertura de diversiones y curiosidades; cuarto, libros nuevos, suscripciones, etc.; quinto, píldoras, parches, bebidas y otros remedios nuevamente descubiertos; sexto, ventas; séptimo, noticias de la Corte; si vino el Rey de Windsor, si recibió visitas, y quiénes fueron los que le visitaron; si la Reina está mejor de los callos; si el Duque de York almorzó en la casa de campo, y volvió a Londres a las tres y media, etc.; octavo, gracias del Rey, títulos de baronetes, etc., etc.; noveno, noticias políticas y militares de los reinos extranjeros; décimo, sesión y debates de las dos Cámaras, con todos los discursos que en ellas se han dicho; undécimo, noticias de varias partes del Reino, anécdotas particulares, sentencias contra tales o tales reos, etc.; duodécimo, elogios, críticas o versos sobre los espectáculos, o el mérito de alguna pieza nueva o de algún actor, decimotercio, acomodo de criados, ayos, maestros de lenguas, etc., etc.

Luego que cada papel de éstos sale de la prensa, se desata una multitud de muchachos, que van corriendo por las calles, tocando de rato en rato una bocina, y anunciando el nuevo papel con las noticias más interesantes que contiene.

A mediados del año de 1793, el intitulado The Times era el más abatido, lamerón y empalagoso adulador del Ministerio, y el Courier el más acérrimo apóstol de la oposición; ya debe inferirse que éste era el más moderno de todos ellos.

Además de los referidos (que son diarios), hay otros que sólo salen una o dos veces a la semana, y otros cada mes, que son a modo de Mercurios.

Continuamente se están mordiendo los unos a los otros. Si alguno dio una noticia falsa, luego se le echan encima todos los demás, le burlan y escarnecen, y procuran desacreditarle por todos los medios posibles. Esto les hace bastante contenidos; y aunque realmente no todo cuanto se anuncia en esos papeles es el Evangelio, sorprende, en verdad, el considerar cómo llegan a procurarse unos sujetos particulares tal multitud de noticias, las más de ellas exactas, y en tan breve tiempo, lo que supone una suma diligencia en la adquisición de papeles, correspondencias extranjeras, prontitud en los correos, y una celeridad en la impresión, que ciertamente admira. Igualmente se leen en Londres, con un día o dos de atraso, cuantas gacetas se publican en las demás ciudades del reino.




4

Quise haber hecho un largo artículo acerca de la pronta comunicación que hay de unas provincias a otras, y la multitud de gentes que continuamente viajan, atendida la bondad de los caminos, las comodidades de coches y posadas, y la necesidad urgente que tienen de pasar de unos pueblos a otros gentes a quienes la industria, el comercio, o el deseo de variar sus placeres, mantiene en un continuo movimiento; pero creo haber hallado un medio de reducir a menos palabras esta materia. El día 13 de Julio de 1793 vi pasar por mi calle, una de las principales de la ciudad, desde las siete a las ocho de la tarde, veinte y siete coches de camino, que unos salían de Londres y otros llegaban, llenos de gente. Multiplíquese este número, poco más o menos, por todas las horas del día y por todas las calles principales de Londres, y no podrá menos de causar la mayor admiración. Adviértase que en aquel día no hubo motivo alguno extraordinario, y que todos los días del año sucede lo mismo.




5

La primera voz humana que se oye por las calles de Londres, luego que amanece, es la de los judíos, que en gran número empiezan a correr toda la ciudad, gritando si hay quien venda vestidos viejos. Sus caras, sus barbas, su ademán, su traje asqueroso, la voz lúgubre con que pregonan, todo anuncia en ellos la sordidez, la mala fe, la mohatra, la avaricia. No hay cosa que no compren y que no vendan, ni cosa en que no quede engañado el que trata con ellos. Este es su oficio: engañar, mentir, esto hacen los que he visto en Bayona y en el Condado de Aviñón, y esto hacen generalmente cuantos hay repartidos por Europa. Ha sido un problema muy disputado saber si los judíos son tan canallas porque los gobiernos que los toleran los han reducido a este estado de abatimiento, o si nace este mal de ellos mismos; si es su religión, su educación, sus costumbres privadas, la causa verdadera. Se ha dicho también que donde los traten como a los demás ciudadanos, sin oprimirlos ni molestarlos, procederán como los demás, y serán honrados y fieles, sin dejar de ser industriosos. Pero ¿quién persigue a los judíos de Londres? ¿Quién les quita los medios lícitos de su fortuna? ¿Quién les prohíbe la aplicación a las artes, a la agricultura, al comercio? O ¿quién les cierra el paso, para que no puedan adquirir los conocimientos más sublimes de las ciencias? Pues en Inglaterra, donde no se les marca, como en otras partes, donde no se les encierra en barrios, donde nadie disputa con ellos de creencia; en fin, en una nación en que las artes, el tráfico, la industria, la agricultura, las ciencias han llegado a un punto de perfección admirable, y donde todo hombre halla abierto el paso en cualquiera de estas carreras para su fortuna y su gloria, los judíos se ocupan en comprar camisas, calcetas y zapatos viejos, en coser y zurcir los harapos más asquerosos, venderlos por nuevos, y, en suma, ejercer un comercio de basurero con tanto dolo, que no hay cosa que ellos vendan que dure media hora sin deshacerse o inutilizarse. Esto, y las usuras escandalosas, su avaricia, su asquerosidad, su abatimiento indigno, y los demás vicios que por necesidad acompañan a este género de vida, les hacen odiosos, aquí como en todas partes, y disculpa el horror con que el vulgo de otras naciones oye su nombre.






ArribaCuaderno IV


1

Teatros materiales de Londres


Tres son los principales teatros de esta ciudad; todos tienen el título de Reales, y el Rey y su familia asisten muchas veces en el año a las representaciones que se dan en ellos; el primero es el que se llama vulgarmente de la Ópera, y está en la calle de Hay Market.

El segundo, el pequeño teatro de Hay Market, enfrente del anterior.

El tercero, el de Covent Garden, situado en la plaza de este nombre.

El de la ópera es el más grande de todos, y tanto, que más parece haberse construido con la idea de recoger en él mucha gente, que con la de que pudiese gozar cómodamente de la representación. Detrás de la orquesta se extiende una gradería que llaman el pitt (patio); alrededor hay varias órdenes de palcos, interrumpida la más alta de ellas (como sucede en los teatros de Madrid con la tertulia) por una gradería muy espaciosa, que da enfrente de la escena, y en ella se acomoda el bajo pueblo, por ser lo más barato; los aposentos (exceptuando algunos pocos inmediatos al teatro) se alquilan por asientos; están abiertos para todo el que quiera entrar en ellos, y durante la representación puede mudar de puesto el que quiere, como sucede en los teatros de Francia. Los otros dos tienen, poco más o menos, la misma distribución, con la diferencia de que en ellos se interrumpe también el primer piso de los aposentos con una gradería que cuasi es una continuación del patio, semejante por su situación a la cazuela de los teatros de Madrid, aunque no tan espaciosa.

El de Covent Garden, aunque más pequeño que el de la ópera, está mucho mejor proporcionado que aquél, más cómodo y mejor dispuesto, y, a mi entender, es el menos malo de Londres. Estos dos tienen cada uno dos salas con sus chimeneas, donde los espectadores van a pasearse y hacer tiempo en los entreactos e interrupciones del espectáculo; pero en ninguna de estas piezas hay gusto ni magnificencia; en ninguna he visto (como sucede en París) inmortalizados en mármoles aquellos célebres autores dramáticos que ilustraron a la nación con sus escritos.

Shakespeare, Congrave, Dryden, Otway, Vicherley, no han logrado una estatua ni un monumento en estos santuarios de las Musas, donde tantas veces se representan sus obras con aplauso y entusiasmo público. El espíritu de avaricia sórdida, que preside a la administración de los teatros ingleses, no ha podido concebir esta idea de generosidad y de justo reconocimiento a la memoria de tan grandes hombres.

El pequeño teatro de Hay Market es de lo peor que he visto: la forma de la sala es un cuadrilongo; las escaleras y pasillos son tan estrechos, que apenas caben dos personas de frente por ellos, y al abrirse las puertas de los palcos, quedan atajados enteramente; no tiene piezas accesorias para el uso del público; todo él es de madera, escaleras, pisos, techos, paredes y divisiones; todo es pobre, mezquino, incómodo, indigno de una corte como la de Londres, y nada proporcionado a disculpar la vanidad inglesa, que juzga de buena fe que todo lo de este país es lo mejor del mundo. El teatro de la Cruz de Madrid, tan justamente criticado, es cosa excelente si se compara con el pequeño de Hay Market. Ni éste ni los dos otros pueden competir en nada con los buenos de Francia.

Cuando asiste el Rey con su familia, se pone un dosel o colgadura en el aposento que ocupa, y en lo restante del año se alquila al público, como todos los demás.

Nadie preside por parte del Gobierno a los espectáculos: esto se mira como contrario a la libertad. Las puertas se guardan con centinela; pero dentro de la sala no hay ninguna.

El modo con que se iluminan las salas de espectáculo es muy malo: consiste en una multitud de arañas de cristal, colocadas de trecho en trecho, pendientes de unas palomillas, fijas en los postes de los aposentos o en su antepecho. Resulta de aquí, en primer lugar, demasiada luz en la sala, que amenora y destruye la del teatro, y confunde el efecto que debería producir el claro y obscuro de las decoraciones; en segundo, la incomodidad que produce a los asistentes la multitud de llamas y los reflejos de los cristales, que les hieren la vista por todas partes; y en tercero, el calor y el humo que reciben los que están en los aposentos, teniendo debajo, a una vara de distancia, las luces de las arañas. En Francia alumbran las salas del teatro con una grande araña, que forma un círculo de luces, pendiente en medio del techo y muy alta, evitándose de esta manera todos los inconvenientes que se acaban de expresar.

Los precios de entrada son: en la gradería alta, que se ha dicho estar colocada como nuestra tertulia, 10 rs.; en el patio, 15; en los aposentos, 30. A mitad del espectáculo, cuando regularmente se ha concluido ya la primera pieza, se admite segunda entrada, pagando la mitad de los citados precios.

En la ópera Italiana son mayores los precios: el asiento del patio cuesta 52 rs.; y los demás en proporción, según se ha dicho ya.

No hay divisiones en los teatros de Londres para hombres y mujeres, como en España; todos están mezclados, a la manera que sucede en Francia: no resultan de aquí desazones ni escándalos; y, al contrario, se evitan los gravísimos inconvenientes que diariamente se verifican en Madrid por esta ridícula separación.

La duración del espectáculo suele ser de cuatro horas y media, y muchas veces más. La gente de los palcos puede mudar de asiento, como ya se ha dicho, salir y entrar y pasearse en los intermedios; pero la del patio y graderías carece de este beneficio; y como, por otra parte, acude con anticipación para coger puesto, resulta que están con una paciencia septentrional, que admira, cinco o seis horas sin moverse del asiento; que, a la verdad, es demasiada diversión.

No merece grande elogio la policía de los teatros de Londres: el populacho de esta capital (que puede apostárselas en ferocidad e ignorancia al primero en Europa) tiene facultad, por el dinero que da a la puerta, de gritar, cantar, alborotar, aporrearse, y no dejar en quietud a lo restante del auditorio. Esto es muy frecuente: si la gradería alta se empeña en que no se ha de oír la comedia, no hay quien lo estorbe. Asistí a una de Shakespeare, que el pueblo decente veía con gusto; pero se había anunciado por fin de fiesta una pantomima, en que Arlequín, favorecido de una hechicera, grande amiga suya, debía hacer maravillas: por consiguiente, el vulgo más zafio y tumultuoso acudió al reclamo; empezó a vocear así que se alzó el telón; y haciéndosele siglos los instantes que tardaba en salir la bruja, no dejó entender una palabra de todo el drama. Es verdad que luego que la vara mágica de la Madre Shipton comenzó a destruir las leyes eternas de la naturaleza, calló de repente, y admiró con profundo silencio aquel ridículo espectáculo, hasta que se verificó el feliz consorcio de Colombina y Arlequín.

También se cree con suficiente autoridad (y tiene motivo de creerlo, porque nunca se le resiste) para hacer repetir una o más veces a los actores cualquier trozo de música que le cae en gracia. He visto muy a menudo la crueldad con que suelen obligar a una actriz a repetir inmediatamente un aria de muy difícil ejecución que acaba de cantar, y como si el haberla desempeñado bien por la primera vez fuese un delito, castigarla con que vuelva de nuevo a hacerlo. ¡Triste de la que resista un poco a estas órdenes, o lo haga de mala gana! La hundirán a silbidos, estará expuesta cada vez que salga al teatro, o acaso la obligarán a abandonarle.

Tiene igualmente facultad para pedir que salgan los actores a cantar alguna canción o coro de los que más le gustan, y esto lo pide con tales voces, patadas y estrépito, que es necesario servirle al instante, aunque no haya disposición de hacerlo. No es de omitir que muchas veces el Gobierno se vale de esta gente, a quien paga la entrada de la comedia, para que aplaudan ciertos pasajes, o pida canciones que tengan alusión a las circunstancias del día y sean favorables al partido ministerial. El 1792 y principios del siguiente año, el pueblo hacía repetir dos o tres veces cada día el coro de God save the King.

En los teatros ingleses no hay apuntador como en los nuestros; los actores que salen a las tablas bien pueden haber estudiado su papel, porque no tienen otro auxilio que el de los traspuntes de los bastidores, los cuales en la mayor parte de las situaciones quedan muy distantes, para que deban contar con ellos. Esto les hace aplicarse a tomar de memoria lo que han de decir, y puedo asegurar que de cuantas veces asistí al teatro, jamás noté la menor equivocación.

Los actores ingleses destinados a desempeñar los principales personajes de la tragedia, parece que los han escogido cuidadosamente, altos, bien dispuestos, de heroica presencia, para producir toda la ilusión que es tan necesaria al teatro. Aquiles, Orestes, Fedra o Clitemnestra no debieron ser ni más bien hechos, ni de más gigantescas y bellas formas que los actores y actrices que los representan en Londres. Cuán útil sea esto a la verosimilitud y dignidad de tales espectáculos podrá conocerlo el que reflexione la ridícula figura que hacen el Mayorito, Juan Ramos, Ruano o la Juana, representando a Hernán Cortés, Agamenón o la gran Semíramis.

Poco hay que decir acerca de los trajes, aparato, acompañamiento y decoraciones. En todos estos artículos se hallan muy inferiores a los teatros de Francia. Los trajes son decentes, pocas veces de buen gusto, y muchas impropios de las naciones o siglos a que se refieren. Las tragedias de Venecia salvada y La esposa de luto las visten a la moderna: prueba de la poca atención que se pone en un requisito tan necesario a la ilusión dramática. Los antiguos trajes nacionales los imitan bien, como es natural. El aparato nada tiene de particular, muchas veces es indecente y pobre, pero siempre superior al de los teatros españoles de Madrid. El acompañamiento es numeroso cuanto es necesario que lo sea; las decoraciones, de un mérito regular, con poca novedad, osadía ni belleza en la invención. En este género nada he visto comparable a las de la ópera de París.

En la representación de las batallas añaden una circunstancia muy necesaria, que nunca se practica en Madrid, y es la vocería confusa de los combatientes, que unida al ruido de las armas, produce un buen efecto. Pero lo echan a perder cuando durante la batalla tiene que hablar alguno de los personajes sobre el teatro: entonces cesa de repente todo el estrépito, y vuelve de nuevo cuando el actor acabó lo que tenía que decir, y esto, en verdad, es no menos inverosímil que ridículo. Podrían lograrse ambos fines si el rumor de las armas y voces (sin dejar de continuarle) se figurase a mayor o menor distancia; y siendo más sordo, cuando lo exigiera la ocasión, daría lugar a que fuesen oídas las personas que hablan en la escena, sin el inconveniente que resulta de interrumpirle.




2

Declamación y canto


No hay escuela de declamación teatral en Inglaterra, como la hay en Francia: así no es mucho que este arte se halle no muy adelantado entre los ingleses. Imítanse los actores unos a otros; pero faltando un plan constante, apoyado en sólidos principios que los dirijan: tal vez se admiten a la carrera del teatro los menos aptos para ella, o tal vez los modelos de imitación que eligen son defectuosos. Esto no impide que alguna vez se hayan visto hombres dotados de un talento y disposición particular para este ejercicio, que han aprendido sin otro maestro que la naturaleza misma (felicidad concedida a pocos), y que, sin dejar sucesores dignos, han sido, por algún tiempo, la admiración de Londres: así como en España, donde se ignora qué cosa es buena declamación, se ha visto, no obstante, una Ladvenant, una Carreras, un Chinitas y un Espejo.

Garrick fue por muchos años las delicias de esta nación, y no se repite su nombre sin elogios por todos los que tienen algún conocimiento del teatro. Entre los que hoy viven no puede citarse sin alabanza justa a Mrs. Siddons, actriz de un mérito singular, particularmente en el género trágico. Una presencia heroica, un rostro expresivo, capaz de cualquier afecto, una voz llena, dócil a toda inflexión, grande inteligencia y oportunidad en las aspiraciones, perfecta imitación del llanto y del gemido, sensibilidad, nobleza en la acción y movimientos, conocimiento exquisito de las situaciones que finge, no menos cuando habla que cuando escucha; tales son las prendas teatrales que he admirado en ella.

Exceptuando a ésta (que es en efecto una excepción de todos los demás), diré lo que pienso en general acerca de la declamación y el canto.

Antes de todo, es necesario advertir que no se representa tan mal como en España: los defectos de los cómicos ingleses me han parecido menos absurdos que los de los nuestros; en cuanto a presunción de hacerlo bien, allá se van todos.

No he notado que en la representación de las tragedias se haga estudio particular de los grupos y actitudes. La acción con que se acompañan la voz, aunque no disparatada, es por lo común insignificante, acompasada y monótona; los ademanes y el paseo, muy distantes de aquel noble decoro que debe caracterizar a los semidioses trágicos. Todos los actores, por lo común, gastan un cierto contoneo afectado y fantástico, que antes excitan con él la idea de un soldado fanfarrón, que la de ninguno de los héroes inmortalizados en la historia. Tampoco hallé, ni en las inflexiones de la voz, ni en el gesto, cosa que mereciese particular alabanza.

Lo que se ha dicho sobre la representación trágica debe entenderse también acerca de la comedia afectuosa y noble.

En la farsa tienen más mérito: figura, gesticulación, trajes, movimientos, posiciones ridículas, todo contribuye a lograr el fin que se proponen, de excitar (por cualquiera medio que sea) la risa del público; y en un teatro donde es harto escasa la delicada gracia cómica de Tartuffe es necesario acudir con frecuencia al saco de Scapin. Lo que son las caricaturas respecto de la pintura en el género gracioso, eso mismo es la representación de las farsas respecto de la buena comedia. Todo es en ella excesivamente recargado, todo pasa los límites de la naturaleza y verosimilitud dramática, todo hace reír por un instante, dejando sólo en los espectadores de gusto el arrepentimiento de haberse reído. Fácil es de inferir que estos mamarrachos serán las delicias del vulgo inglés; pero, como quiera que la buena comedia no está demasiado conocida en esta nación, debe advertirse que no es sólo el vulgo el que se entretiene y deleita con ellos.

Lo que se canta en los teatros de Inglaterra se reduce a ciertas arietas o canciones alegres, de gusto nacional; ni imagino proporcionada esta lengua, ni la medida de sus versos, para aquella sublimidad patética que se admira con razón en la música de los italianos. Tal vez suelen querer apartarse de este género gracioso, y en mi opinión lo yerran: el recitado inglés ha sido siempre insufrible a mis oídos; no sé si a otro que no sea inglés le será agradable. He observado que sus arias nobles y afectuosas tienen todas un carácter monástico y lúgubre, más apto para conciliar el sueño o conducir un cadáver al sepulcro, que para inflamar al oyente con la imitación de las agitaciones del ánimo. Los franceses en su música heroica aúllan como desesperados; los ingleses parece que entonan antífonas en un coro de benedictinos.

Dejando, pues, a una parte la música de los semidioses (que no parece concedida a las lenguas septentrionales), diré solamente que las arias y canciones que mezclan los ingleses en sus piezas cómicas, y tal vez en las pantomimas, son por lo común de un estilo fácil, gracioso y alegre; y éstas, ejecutadas con chiste nacional, tienen mucho mérito a los ojos de cualquier extranjero desapasionado: yo las compararía con las tiranas y seguidillas del teatro español, si no reconociera más inteligencia música en la ejecución de los actores ingleses. Entre varias actrices de habilidad en este género merece elogio Mrs. Bland por la gracia y viveza natural de su canto, y Mrs. Storace por la delicadeza y sensibilidad con que expresa los afectos más tiernos, dotada al mismo tiempo de una voz sumamente grata al oído. Los ingleses no han prostituido todavía su teatro, admitiendo capones en él, ni envidian esta gloria a Italia, satisfechos con las voces enteras, sonoras y masculinas de sus cantores. ¡Italia, que aunque degollase en un día todos sus Narsetes, sería siempre la maestra de la buena música entre las naciones de Europa!




3

Historia del teatro en Inglaterra, extractada de la introducción que precede a la obra intitulada Biographia Dramatica, or a companion to the Play House. Londres, 1782


Se cree generalmente que el teatro inglés empezó más tarde que el de las naciones vecinas; pero los que sostienen esta opinión se admirarán acaso al oír hablar de espectáculos dramáticos tan antiguos como la conquista; sin embargo, no hay cosa más cierta, si quiere darse crédito a lo que dice un honrado monje, llamado Guillermo Stephanides, o Fitz Sthephen, en su Descriptio nobilissimae civitatis Londoniae, donde escribe: «Londres, en vez de las farsas ordinarias propias del teatro, tiene dramas de un asunto más santo; representaciones de los milagros que los santos confesores obraron, o de los sufrimientos en que la gloriosa constancia de los mártires se manifiesta.» Este autor era un monje de Canterbury, que escribió durante el reinado de Enrique II, y murió en el de Ricardo I, año 1191; y como no hace mención de aquellas representaciones como cosa nueva para el pueblo, sino que va describiendo las que comúnmente se usaban en su edad, difícilmente podremos fijar su principio después de la conquista. Y ésta es, a nuestro entender, la data más antigua que ninguna otra nación de Europa podrá producir acerca de sus representaciones teatrales.

Cerca de ciento cuarenta años después, en el reinado de Eduardo III, se mandó, por acto del Parlamento, que una compañía de hombres, llamados vagrants (vagabundos), que había hecho máscaras en la ciudad de Londres, saliese prontamente de ella, a causa de haber representado cosas escandalosas en las tabernas y otros parajes, donde el populacho se juntaba. Ignoramos de qué naturaleza fuesen estos escándalos, si deshonestos y obscenos, o impíos y profanos; pero es más natural creer lo primero, por cuanto la voz máscara tiene mal significado, y no es de creer que en su infancia fuesen mejores de lo que son hoy día.

Poco después de este período se hizo muy común en toda Europa la representación de los misterios, pero de un modo tan estúpido y ridículo, que, en particular las piezas sacadas del Nuevo Testamento, más parecían ser compuestas para aumentar el libertinaje y la incredulidad, que para otros fines. Es muy probable que los actores arriba mencionados fuesen de las clases que llamaban mummers (enmascarados), que acostumbraban a vagar por las provincias, vestidos de un modo antiguo; bailaban y hacían posturas difíciles y actitudes míticas. Esta costumbre dura todavía en algunas partes de Inglaterra; pero antiguamente fue tan general y distraía tanto de sus ocupaciones al pueblo, que se tuvo por muy perniciosa; y como estos mummers iban siempre enmascarados y disfrazados, cometían con demasiada frecuencia excesos, deshonestidades y delitos. No obstante, malos como eran, ellos parecen haber sido el verdadero original de los cómicos de Inglaterra: su excelencia consistía (y aún hoy día es una parte del mérito de sus sucesores) en la mímica y gracia natural.

En un acto del Parlamento, expedido el cuarto año del reinado de Enrique IV, se hace mención de ciertos wasters (ladrones), master-rimours, minstrels (músicos de violín), y otros vagabundos, que infestaban el país de Wales; y se manda por él que ningún master-rimour, minstrel, ni otro vagabundo, sea favorecido en aquella provincia para pedir por los pueblos de ella. No podemos asegurar quiénes fuesen estos master-rimours, que tan incómodos fueron, especialmente en Wales, si ya no es que fuesen algunos degenerados descendientes de los antiguos bardos...

Cuando los master-rimours se fijaban en un paraje para representar en él, hacían publicar esta noticia por diez o doce leguas en contorno, y esto sucedía frecuentemente, según se infiere por la descripción de Cornwall, escrita por Carew, en tiempo de la Reina Isabel, el cual, hablando de las diversiones del pueblo, dice: «El Guary Miracle (en inglés pieza de milagro) es una especie de farsa sacada de algunos pasajes de la Escritura. Para la representación hacen un anfiteatro en un campo abierto, cuyo diámetro total tendrá unos cuarenta o cincuenta pies. La gente del país, y aun de muchas millas de distancia, se junta de todas partes a ver este espectáculo, donde se hace uso de diablos y tramoyas para agradar no menos a los ojos que a los oídos.» Mr. Carew no fue tan exacto que nos informase del tiempo en que estas piezas de Guary Miracle se representaban en Cornwall; pero el mismo género de ellas puede inferirse que el uso era muy antiguo.

El año de 1378 es la data más remota en que hayamos podido hallar hecha mención de la representación de misterios en Inglaterra. En este año, los estudiantes de la escuela de San Pablo presentaron una petición a Ricardo II, suplicándole «que prohibiese al pueblo ignorante representar la Historia del Antiguo Testamento, con gran perjuicio de la citada clerecía, que tenía hechos grandes gastos para representarla en la Pascua de Navidad.» Cerca de doce años después, esto es, el de 1390, los curas de las parroquias de Londres, se dice haber representado farsas en Skinner's Well, el 18, 19 y 20 de Julio; y en 1409, el décimo año de Enrique IV, representaron en Clerkenwell (Pozo de los Clérigos), que tomó su nombre de la costumbre de representar farsas allí los curas de las parroquias, una farsa que se repitió por ocho días consecutivos, en la cual se trataba de la creación del mundo, y asistió a verla la mayor parte de la nobleza y caballeros del Reino. Estos ejemplos son suficientes a probar cuán temprano empezó entre nosotros la representación de los misterios, si bien no puede asegurarse con certeza cuánto tiempo duraron...

En los misterios se representaban de una manera inanimada algunas historias milagrosas del Viejo y Nuevo Testamento; pero en las moralidades, que siguieron después, donde se personificaban las virtudes, los vicios y los afectos del ánimo, ya se empezó a ver algún artificio en la fábula, un fin moral y algo de poesía. En estas moralidades se trataban frecuentemente cuestiones religiosas; y no es de admirar que en aquel tiempo, en que todos trataban de estas materias, emplease cada uno de los partidos todas sus artes para hacer valer sus opiniones. Si ahora estuvieran en uso las moralidades, todo cuanto en ellas se dijese recaería sobre la política. La nueva costumbre (The new custom) fue ciertamente introducida para promover la reforma. Cuando se renovó, en el reinado de la Reina Isabel, y en los primeros tiempos de la dicha reforma, era tan común a los partidarios de las antiguas doctrinas (y acaso también a los de la nueva) el sostener e ilustrar sus opiniones por medio del teatro, que en el año vigésimocuarto del reinado de Enrique VIII se halla un acto del Parlamento, dirigido a promover la verdadera religión, por el cual se prohíbe a todos los rimors o cómicos el cantar en canciones o representar en farsas cosa alguna contraria a las doctrinas nuevamente establecidas.

Era muy común en aquel tiempo representar estos dramas morales y religiosos en casas particulares, para la edificación, aprovechamiento y diversión de las familias acomodadas. A este fin estaban dispuestas las salidas del drama de tal modo, que cinco o seis actores podían representar veinte personajes distintos...

Puede decirse que la musa dramática despertó cuando, encaminándose a la verosimilitud, no sin gracia e ingenio, comenzó a divertir con las antiguas farsas. Por ellas merece el primero, si no el más eminente lugar, Juan Heywood, el epigramatista bufón de Enrique VIII, que vivió hasta principios del reinado de la Reina Isabel.

Generalmente tenemos por nuestra primera comedia la pieza intitulada Grammar Gurton's Needle, compuesta por Juan Still, que después fue obispo de Bath y Wells, impresa, la primera vez, en 1575. Apareció poco después de las farsas: toda ella está escrita con mucha fuerza cómica, y no carece de naturalidad, aunque afeada con obscenidades indecentes.

Entonces empezaron ya a aparecer los poetas dramáticos, y a enriquecer el teatro con sus escritos. Enrique Parker, hijo de Guillermo Parker, se dice haber compuesto algunas tragedias y comedias en el reinado de Enrique VIII, y Juan Hoker, en 1535, escribió una comedia intitulada Piscator or the Fisher caught (El Pescador pescado). Mr. Ricardo Edwards, que nació en 1523, y a principios del reinado de la Reina Isabel fue nombrado maestro de los niños de la Capilla Real, fue un excelente músico y buen poeta, y escribió dos comedias: la una intitulada Paloemon and Arcite, en cuya representación se imitó tan perfectamente el ladrido de los perros de caza, que la Reina y todo el auditorio quedaron sumamente complacidos; la segunda, intitulada Damond and Pithias, o Los dos amigos más fieles del mundo. Por el mismo tiempo florecieron Tomás Sackville y Tomás Norton, autores de Gorboduc, la primera pieza dramática inglesa de alguna consideración (impresa en 1590).

Putthenham, en su Arte de la Poesía, escrito en el reinado de la Reina Isabel, dice: «Yo creo que en la tragedia, el lord Buckhurst (esto es, Tomás Sackville) y Mr. Edward Ferrys merecen el más alto elogio, según lo que he visto de ellos; el conde de Oxford y Mr. Edward, de la Capilla de S.M., por lo que toca a la comedia y farsa.» El mismo escrito dice en otra parte: «Pero el mejor autor en esta profesión (de poesía) es, en el día de hoy (esto es, en tiempo de Eduardo VI), Mr. Edward Ferrys, escritor de no menor donaire y felicidad que Juan Heywood, pero de mayor inteligencia y sublimidad en el metro: y así, lo más que escribe para el teatro son tragedias, y algunas veces comedias o farsas, con lo que divierte tanto al Rey, que por ello adquiere muy buenas recompensas.» Es sensible que no se conserve obra ninguna, ni aun los títulos de las que compuso este Eduardo Ferrys, escritor tan célebre en aquella edad.

Siguió a éstos Juan Lillie, ingenioso y célebre autor, que perfeccionó mucho el lenguaje inglés con su novela intitulada Euphues and his England, o La anatomía del ingenio, de la cual obra dice el editor de sus comedias: «Nuestra nación le es muy deudora, por el nuevo inglés que la enseñó con su Euphues and his England. Todas nuestras damas se hicieron entonces sus discípulas, y una señora de la Corte que no supiese hablar Euphuismo era tan poco estimada como la que ahora no sepa el francés.» Hemos visto esta novela, tan aplaudida por su invención, que tan de moda se hizo en la corte de la Reina Isabel y que tan notable alteración introdujo en el idioma; y no es otra cosa que una impropia y afectada algarabía, en la cual el perpetuo uso de las metáforas, alusiones, alegorías y analogías se ha llamado ingenio, y la estudiada hinchazón, lenguaje. Esta obra absurda infestó la corte de la Reina Isabel, en cuyo tiempo se habían escrito los mejores modelos de estilo y composición que tenemos, y el siguiente reinado se sufrió y llegó a admitirse generalmente este despreciable pedantismo de locución: tanto puede el más ridículo instrumento cuando, desviándose de la naturaleza, se propone adelantar sobre su sencillez.

La tragedia y la comedia, que entonces empezaron a levantar cabeza, no hicieron otra cosa por algún tiempo que culteranizar y aturdir, y se prueba cuán imperfectas fuesen en todas sus partes por una excelente crítica que publicó Felipe Sidney contra los escritores de aquel tiempo.

No obstante, parece que había en ellos disposición suficiente para hacerlo mejor, según los esfuerzos que hicieron para dar más forma a sus piezas, adornando algunas con apariencias mudas, otras con coros, e introduciéndolas y explicándolas otras veces por medio de un interlocutor, pero ignoraban lo esencial del arte, y se quedaron muy distantes de la perfección. Como quiera que sea, aun con todos los defectos que en ellas había, nuestros progresos en la dramática eran superiores, por aquel tiempo, a los que entonces habían hecho nuestros vecinos los franceses. Los italianos, que habían empezado muy temprano a traducir las mejores obras de la antigüedad en este género, se hallaban ciertamente mucho más adelantados; pero, exceptuando éstos, nos hallábamos, a lo menos, iguales con las demás naciones de Europa.

A esta época (como sucedió en Francia mucho después) nació en Inglaterra y adquirió perfección el verdadero drama, por el genio creador de Shakespeare, Fletcher y Jonson, autores tan conocidos ya entre nosotros, que nada puede añadirse acerca de ellos, que no sea superfluo...

La primera compañía de cómicos de que tenemos noticias es la que se formó en virtud de privilegio concedido en 1574 a Jaime Burbage y otros criados del Conde de Leicester. Consta que en 1578 representaron los coristas de San Pablo piezas dramáticas, y cerca de doce años después de esto, se dice haber representado misterios los curas de las parroquias de Londres en Skinner's Well. Se ignora cuál de estas dos compañías existió primero; pero, como se hace mención de la de los coristas de San Pablo antes que de otra alguna, no podemos menos de reputarla por la más antigua. Lo cierto es que los misterios y moralidades fueron representados por estas dos asociaciones eclesiásticas, muchos años antes que apareciese ninguna otra compañía formal, y los coristas de San Pablo continuaron representando por mucho tiempo las tragedias y comedias, que después empezaron a usarse.

Se cree generalmente que la primera compañía arreglada y formal que se estableció fue la de los jóvenes músicos de la Capilla Real, a principios del reinado de la Reina Isabel, de la cual fue director Mr. Ricardo Edwards, ya mencionado. Algunos años después, en que ya el teatro había adquirido más jocosidad, se estableció otra compañía, bajo la denominación de The Children of the Revels (Los Niños de la diversión). Éstos y los de la Capilla Real se hicieron muy famosos; todas las piezas de Lillie, muchas de Jonson y otros fueron primeramente representadas por ellos: el concurso y la estimación que obtuvieron fue tal, que los comediantes ordinarios no pudieron verlo sin envidia, como se infiere claramente por una escena de Hamlet. Lo cierto es que sirvieron de excelente escuela para el teatro, y muchos de los actores que en lo sucesivo adquirieron gran celebridad, se educaron e instruyeron con ellos.

Desde el año de 1570 hasta el de 1629, cuando se acabó el teatro de White Friars, se levantaron diez y seis teatros en Londres, como se deduce por los frontispicios de muchos de los antiguos dramas. Las compañías de cómicos eran en proporción al crecido número de teatros que tenía entonces esta capital.

Además de las dos de que ya se hizo mención, la Reina Isabel, a instancia de Francisco Walsingham, estableció otra, formada de doce de los principales cómicos de aquel tiempo, con abundantes sueldos y bajo el título de Comediantes y criados de S.M. Pero, sin tratar de éstos, muchos señores tenían compañías de cómicos, que representaban, no sólo privadamente en sus palacios, sino públicamente también, bajo su autoridad y protección. Concuerda con esto la relación de Stow, en que se dice: «Los cómicos antiguamente estaban asalariados por los señores, y nadie sino ellos tenía privilegio de representar así en tiempo de la Reina Isabel muchos nobles tenían criados y pensionados en su casa, que ganaban su vida con este ejercicio. El Lord Almirante los tenía, como también el Lord Stange, y representaban en la ciudad de Londres. Era muy común la supresión de estas compañías, por las quejas que de ellas daban todos los caballeros, a causa de las indecencias e injurias que decían en las comedias. Así fue que un Lord Tesorero notificó al Lord Mayor (Corregidor de Londres) que prohibiese los cómicos del Lord Almirante y el Lord Strange, a lo menos por algún tiempo, a causa de que un tal Mr. Tilney tenía fundados motivos de disgusto contra ellos. En vista de esto, el Lord Mayor despidió entrambas compañías, con estrecha orden de abstenerse de representar hasta nueva resolución. Los cómicos del Almirante obedecieron; pero los del Lord Strange, como haciendo desprecio, se fueron a Cross Keys, y allí representaron aquella tarde: el Mayor envió dos de ellos a la cárcel, y prohibió toda representación de allí en adelante hasta que el Lord Tesorero mandase otra cosa.» Esto sucedió en 1589. En otro pasaje de su descripción de Londres, dice el citado autor, hablando del teatro: «Antiguamente los artífices de talento y los criados de los caballeros formaban muchas veces compañía, aprendían piezas, y en ellas manifestaban lo feo del vicio, o representaban las nobles acciones de nuestros abuelos. Estas funciones se hacían en los días de fiesta en las casas particulares, en las bodas y otros regocijos; pero con el curso del tiempo se hizo de esto un oficio, y representándose tales piezas por lo común en los domingos y días feriados, resultó que los teatros se llenaban de concurso, y las iglesias quedaban desiertas. Se emplearon a este fin grandes habitaciones, donde había cuartos separados, asientos dispuestos, tablado y galerías. Allí las doncellas y los hijos de honrados ciudadanos eran frecuentemente engañados, y contraían clandestinos y desiguales matrimonios; allí se trataban públicamente materias sediciosas, se oían discursos indecentes y vergonzosos, con otros excesos. Esto dio motivo, en 1574, a un acto del Common Council (Tribunal de la ciudad), por el cual se prohibía en todo el distrito de Londres la representación de piezas en que hubiese expresiones, acciones o ejemplos de liviandad, indecencia o sedición, bajo la pena de cinco libras de multa y catorce días de cárcel; que no se presentase al público pieza ninguna sin ser primero leída y aprobada por el Lord Mayor y la sala de los Aldermen (especie de regidores de Londres), con otras muchas restricciones. También se advirtió que este acto no se extendiese a las piezas que se daban en las casas particulares de los nobles y caballeros, en ocasión de bodas u otros regocijos domésticos, y donde se exigía dinero del auditorio. Estas órdenes no se observaron como era menester: la deshonestidad de los dramas iba en aumento, y su representación se juzgó perniciosa a la religión, al Estado, a la modestia y a las costumbres, y también causa poderosa de infección en tiempo de peste, recelo que después los hizo suprimir del todo.

«Al fin, habiéndose hecho recurso a la Reina y su Consejo, fueron de nuevo tolerados, con las restricciones de que no se representaría pieza alguna en domingo ni día de fiesta, sino después de acabadas vísperas; que el espectáculo debía concluirse antes de entrar la noche, a fin de que los asistentes en Londres pudiesen volver a sus casas antes del sol puesto o poco después; que sólo quedaban autorizados para representar los cómicos de la Reina, cuyo número y verdaderos nombres comunicaría oficialmente el Lord Tesorero al Lord Mayor y a las justicias de Middlesex y Surrey; que estos cómicos no podrían subdividirse para formar otras compañías, y que en caso de infracción a cualquiera de estos artículos, cesaría su tolerancia. Pero aún no fueron suficientes estas providencias para contenerlos en los debidos límites; siguieron, como siempre, ofendiendo con sus representaciones a la virtud y el honor de sujetos particulares; y de aquí resultaron tales disturbios, que fue necesario prohibirlas otra vez.»

La autoridad que acabamos de citar, además de contener hechos notables, manifiesta las costumbres del teatro en aquel tiempo, y su temprana depravación. Pruébase también que no sólo en la citada época, sino mucho antes, se satirizaba a personas conocidas en el teatro, por una carta manuscrita de Juan Hallies al Lord Canciller, Burleigh, en que se queja a S.E. de haber dicho expresiones afrentosas contra él y su familia, y en particular que su bisabuelo, que había muerto setenta años antes, había sido tan excesivamente avaro, que los cómicos ordinarios le representaban en el teatro con grande aplauso de la Corte. Así es que apenas empezó a hablar la musa dramática, cuando se hizo maldiciente, y los primeros signos que dio de razón, los empleó en desenvolturas e insolencias.

Este abuso excitó igualmente el celo del público y la autoridad de los magistrados: se escribieron muchos papeles por una y otra parte, y Esteban Gosson publicó, en 1579, un libro intitulado La escuela del abuso, o graciosa invectiva contra los poetas gaiteros, cómicos bufones y semejantes orugas de la república, dedicado al Sr. Felipe Sidney.

...

No obstante, el teatro recuperó poco después su crédito, y llegó a mayor elevación que nunca. En 1603, el primer año del reinado del Rey Jacobo, se concedió licencia, bajo el sello secreto, a Shakespeare, Fletcher, Burbage, Hemmings, Condell y otros para representar piezas, no sólo en su casa acostumbrada de The Globe, en Bankside, sino en cualquiera otra parte del Reino. Estos formaron en aquel tiempo sobresalientes cómicos, acerca de lo cual podrá verse el suplemento a Shakespeare por Mr. Malone, donde este escritor ha recogido cuantas noticias se han podido hallar.

Parece, pues, que entonces llegó el teatro a la época de su gloria y reputación. Todos los años se publicaba un considerable número de piezas nuevas; la pasión del público a esta diversión era tan general, que la nobleza celebraba sus casamientos y cumpleaños con máscaras y dramas, representados con gran magnificencia, y el grande arquitecto Íñigo Jones fue empleado frecuentemente en ejecutar las decoraciones teatrales con toda la riqueza de su invención. El Rey, la Reina, las damas y caballeros de la Corte hacían papel en estas máscaras muy a menudo, y toda la demás nobleza y gente principal en sus particulares habitaciones; en una palabra, no había regocijo completo, si faltaban en él estos espectáculos. A esta afición debemos (y acaso es lo único que nos ha quedado digno de aprecio en este género) la inimitable máscara de Ludlow Castle.

Continuó esta general inclinación a los espectáculos teatrales durante todo el reinado del Rey Jacobo y gran parte del de Carlos I, hasta que habiendo adquirido grandes fuerzas el puritanismo, se declaró abiertamente contra ellos, reputándolos por impíos y diabólicos. Ésta y otras muchas causas que concurrieron, trastornaron del todo la Constitución; y entre las muchas reformas que entonces hubo, una de ellas fue la absoluta supresión de los teatros. En una ordenanza de los Lords y Comunes, expedida el año de 1647, se declaró a los cómicos por pícaros y sujetos a las penas expresadas en los estatutos del año treinta y nueve de la Reina Isabel y del séptimo del Rey Jacobo I. Mandáronse demoler todos los teatros, prender y azotar públicamente a todas las personas convencidas de representar comedias, en contravención a la citada ordenanza; a las cuales, después de este castigo, se les debía exigir juramento de no volver a representar jamás, con pena de prisión y otras mayores en caso de rehusarse a ello o de reincidir. El dinero recogido en los teatros sería confiscado en beneficio de los pobres, y todo el que se hallase haber asistido a alguna representación pagaría cinco chelines de multa.

Antes de la publicación de esta ordenanza se habían ya frecuentemente interrumpido las diversiones teatrales por las hostilidades ocurridas entre el Rey y su Parlamento. Muchos de los actores que se hallaban en edad proporcionada para ello, sentaron plaza en el ejército del Rey, reconocidos a la estimación que siempre había hecho de ellos aquel soberano antes del rompimiento entre él y su pueblo. El suceso fue igualmente fatal a la monarquía y al teatro: el Rey perdió la vida a manos de un verdugo, las casas de comedias fueron demolidas, y los cómicos muertos en las guerras, o perseguidos y desterrados a diferentes parajes, por el temor de que no volviesen a reunirse, en contravención de lo que el Gobierno había dispuesto.

En el año de 1648 se aventuraron a representar algunas piezas en el Cock pit; pero en una de sus representaciones los interrumpió una partida de soldados, que dio con ellos en la cárcel. Duró algún tiempo este rigor, aunque una u otra vez se toleró que se juntasen a representar privadamente algunas piezas antiguas, a corta distancia de la ciudad, o en las casas de campo de los nobles que los protegían. Durante el implacable rencor que el Gobierno mostró a todo cuanto tuviese relación con las bellas letras, los cómicos vivieron en la mayor infelicidad; y para socorrer en parte su indigencia, hicieron imprimir muchas obras dramáticas de sus contemporáneos, que conservaban manuscritas en su poder, y que acaso nunca hubieran visto la luz pública en otras circunstancias.

No obstante, el fanatismo religioso no pudo vencer la inclinación pública; y cuando más arriesgado parecía, Guillermo Davenant se atrevió, en 1656, a dar espectáculos de declamación y música por el estilo de los antiguos de Rutland-House, y dos años después se estableció en Cock-pit, en Drury Lane, donde siguió representando hasta la restauración. Cuando ésta llegó a verificarse, los cómicos que habían quedado se reunieron, y volvieron a ejercitar libremente su profesión. Formáronse, con privilegio especial del Rey, dos compañías: la primera dirigida por el citado Davenant, y la segunda por Mr. Killigrew que se estableció en Red-Bull, en la calle de San Juan. La primera se intituló compañía del Duque de York, y la segunda, compañía del Rey, dando a los cómicos de una y otra la denominación de criados de S.M.

(De aquí en adelante, el autor que seguimos en esta relación se dilata en demasía, hablando de las mudanzas locales de estos dos teatros de Londres, del modo con que fueron administrados por los directores, y menudencias que son poco interesantes para un extranjero. En consecuencia de esto, trasladaremos únicamente aquellas noticias relativas al adelantamiento o alteraciones del teatro inglés.)

La emulación excitada en una y otra compañía produjo buenos efectos. Los directores procuraron a porfía asalariar los mejores actores de Inglaterra; y según el testimonio de los escritores de aquel tiempo, el arte de la declamación llegó a un estado de perfección admirable. En 1665 se manifestó la peste en Londres, y el año siguiente ocurrió el incendio que redujo a cenizas una gran parte de la ciudad. Los espectáculos se interrumpieron por espacio de diez y ocho meses, y no volvieron a abrirse hasta la Pascua de Navidad de 1666. La compañía del Duque de York, menos favorecida del público que su competidora, procuró nuevos medios de diversión para atraerle; y hallándose establecida en 1671 en su nuevo teatro de Dorset Gardens, añadió a sus espectáculos ruido y aparato, mejoró las decoraciones, e introdujo música, danza y canto en muchas de sus piezas; introdujo el uso de las óperas dramáticas, adornadas con costosa decoración, y estos accidentes e innovaciones la dieron una superioridad sobre la compañía del Rey, que no hubiera podido esperar por el sólido mérito.

En el citado año de 1671 se abrasó el teatro de Drury Lane, que ocupaba la compañía del Rey. Tratóse de reedificarle, y para ello se valieron del caballero Cristóbal Wren. El plan que hizo, reuniendo la comodidad del auditorio y la de los actores, era digno en todas sus partes de aquel célebre profesor, pero las alteraciones que se hicieron en él al tiempo de ejecutarle, frustraron las ideas del arquitecto y echaron a perder el edificio, el cual se abrió en 1674.

En esta ocasión se representó un prólogo y epílogo que había escrito Dryden, en que se hablaba de la preferencia que daba el público a la compañía del Duque, llevado sólo del aparato de las máquinas y adornos de sus piezas. Después dieron en ridiculizarla por todos los medios posibles; y a este fin, Tomás Duffet puso en trova la Tempestad, el Macbeth y Psyches, y en general hacían lo mismo con todas las piezas que más concurridas eran del público en el otro teatro; pero todos estos esfuerzos fueron inútiles: la compañía del Duque, por medio de la declamación, la armonía, la pompa y aparato escénico, triunfó de los sentidos, y fue constantemente preferida a su competidora.

Pero uno y otro teatro se acercaban a su ruina: el del Rey por falta de concurso; el del Duque por los excesivos gastos que hacía para sostenerse. Estas consideraciones determinaron a los directores de uno y otro a unirse y formar una sola compañía que representase en Drury Lane, y así se hizo en 1682, y de allí en adelante se llamó Compañía del Rey, quedando la otra suprimida.

El mal gobierno de los directores que sucedieron, y sobre todo su avaricia, dio motivo a disgustos y discusiones entre los cómicos, tanto, que un cierto número de ellos hizo recurso al Rey Guillermo, solicitando privilegio para formarse en compañía separada; y así fue concedido. Edificaron, con el auxilio de suscripciones cuantiosas, un nuevo teatro en Lincoln's-Inn-Fields, que se abrió en 1695; pero los vecinos de la barriada suscitaron un pleito a la compañía sobre la incomodidad que resultaba a los que vivían inmediatos al teatro, por el concurso de los coches. No se sabe fijamente el éxito de este extraño litigio; pero lo cierto es que de allí a muy poco tiempo la nueva compañía se transfirió a Hay Market. Allí se mantuvo con buen suceso por espacio de uno o dos años; pero después el público empezó a resfriarse, y todos reconocieron la imposibilidad de sostenerse dos teatros en Londres.

El de Drury Lane padeció no pocas desgracias por la obstinación y mal gobierno de su director, no menos que por la ignorancia de los cómicos. Éstos, faltos de habilidad y de talento, estropeaban lastimosamente las mejores piezas, y para suplir este defecto, llamaron en su auxilio volatines, bufones y otras extravagancias, que redujeron al teatro al más ínfimo grado de desprecio. A este tiempo apareció el célebre Jeremías Collier, varón docto y de gran talento, el cual, lleno de las severas máximas del puritanismo, combatió con la mayor vehemencia el teatro, en razón de sus profanidades y relajada moral. Publicó su obra en 1697, a la cual respondieron Congrave, Vanbrugh, Dryden, Dennis y otros con ingenio y gracia; pero sin destruir los argumentos con que su enemigo los había combatido a ellos directamente, o al teatro en general. No puede negarse que muchos de los más célebres autores de aquel tiempo habían escrito de un modo que justificaba la censura de cualquiera que profesase algún respeto a la honestidad y a la virtud.

Esta controversia produjo saludables efectos. Tratóse formalmente de reformar los abusos del teatro; se castigó a algunos cómicos, que se atrevieron a decir en él expresiones indecentes; los poetas empezaron a escribir con la debida modestia, y a esta época puede fijarse la introducción de aquel gusto delicado que ha dado tanto crédito al teatro inglés.

Tratóse después de edificar un nuevo teatro en Hay Market, construido en términos que hiciese honor al arquitecto y a la nación, y produjese ganancias a los interesados en él. Hízose el edificio bajo la dirección de Juan Vanbrugh, empresario de aquella nueva compañía, que se asoció con Congrave; unión que hizo concebir al público grandes esperanzas. Se abrió el teatro en 1705 con una ópera italiana, que tuvo mal éxito. Vanbrugh, en vista de esto, se aplicó a escribir nuevas piezas para sostener su reputación; pero todo fue insuficiente, si bien todos reconocieron que tenía más habilidad para componer dramas que para construir edificios en que se representasen; y en efecto, en el nuevo teatro, adornado con grandes columnas, cornisas doradas y altas bóvedas, apenas de diez palabras se percibía una. Esto, y el estar situado en un extremo de la ciudad, contribuyó mucho a la falta de asistencia, y produjo, por consiguiente, cortas ganancias al propietario. Su dirección fue pasando de unas manos a otras con varia fortuna, hasta que en el año de 1708 se determinó que el teatro de Hay Market se cedería para ejecutar en él óperas italianas, y el de Drury Lane le ocuparía la compañía inglesa. Esto duró muy poco, pues al inmediato, por desavenencias ocurridas entre los cómicos ingleses, se mandó cerrar el teatro de Drury Lane, y que la compañía inglesa alternase en el de Hay Market con la ópera italiana. Alteróse cuanto fue posible su forma interior, a fin de evitar los inconvenientes que al principio de su construcción se habían experimentado. Empezáronse a representar en él las piezas nacionales, y el concurso fue tal, que excedió a las esperanzas que se habían concebido. Pero como las óperas empezaron a declinar al mismo tiempo, este accidente amenoró mucho la utilidad de los directores, interesados igualmente en la prosperidad de uno y otro espectáculo.

Hacia el año de 1714 volvieron a dividirse estas compañías: la italiana quedó en Hay Market, y la inglesa pasó al antiguo teatro de Drury Lane, y poco después volvieron a trocar de teatros. Por este tiempo se permitió abrir de nuevo el de Lincoln's-Inn-Fields, ya mencionado; y hallándose su director, Mr. Rich, incapaz de competir con los otros dos, acudió al arbitrio que en la anterior centuria había producido grandes utilidades, a pesar de la razón y del buen gusto. Introdujo pantomimas en sus espectáculos; y aunque la compañía de Drury Lane, al ver esto, se valió de los mismos medios para hacerle frente, tuvo que ceder a la fecundidad de invención con que Mr. Rich variaba estos estrafalarios entretenimientos, y a su conocida habilidad en la ejecución de los papeles que él mismo desempeñaba. El mal gusto del público alentó sus esfuerzos, y no obstante la ridiculez de tales piezas, recogió más dinero que los otros, cuyo mérito era indiscutible, ya en la ejecución, o ya en la composición de los dramas.

En 1720, Mr. Petter, carpintero, edificó por mera especulación un nuevo teatro en Hay Market, sin duda para alquilarle cuando hubiese ocasión, como en efecto empezó a verificarse en 1733.

En el de 1729 se levantó otro en Goodman's Fields, no sin grande oposición de muchos comerciantes y otros ciudadanos respetables del barrio, que miraron como perjudicial en su vecindad aquel establecimiento. Muchos curas se hicieron de su parte, y predicaron con vehemencia contra él; pero el propietario, Mr. Odell, siguió adelante, acabó el edificio, formó una compañía de cómicos, y se empezó a representar en él. Dícese que por algún tiempo su ganancia líquida no bajó de cien libras cada semana; pero habiendo continuado las quejas contra él, se vio precisado a abandonar la empresa, no sin mucha pérdida. Mister Giffard, en 1732, edificó allí mismo otro teatro magnífico, y a pesar de las quejas y persecuciones que le suscitaron como a su antecesor, se mantuvo en él por espacio de tres años.

En el de 1733 se concluyó el teatro de Covent Garden, que ocupó la compañía de Mr. Rich, dejando el de Lincoln's-Inn-Fields, adonde se trasladó la de Giffard en 1735.

Por este tiempo se verificó una extraordinaria revolución en el teatro. Enrique Fielding, escritor de mucho talento y gracia, pintor excelente de las costumbres, ya fuese para salir de la estrechez y mala fortuna en que se hallaba, o ya para vengarse únicamente de los disgustos que le habían hecho sufrir muchos sujetos de distinción, determinó divertir a la ciudad a costa de las personas más conocidas de la república, y de mayor influencia y poder en los negocios políticos. A este fin juntó una compañía que intituló Compañía de cómicos del gran Mogol, y establecida en Hay Market, empezó con la comedia del citado autor, Pasquin: ésta y algunas de las muchas que compuso tuvieron grande aplauso. La amarga sátira que en ellas se contenía irritó sobremanera al Ministerio; y aunque por falta de buena administración en Fielding, su compañía iba decayendo, y el público llegó a cansarse de aquel nuevo género dramático, con todo eso, el Ministerio trató de vengarse de él y reducirle al estado de no poder en adelante ridiculizarle impunemente por medio del teatro. En efecto, por un acto del Parlamento, expedido en 1737, se prohibió representar pieza alguna sin que precediese expresa licencia del Lord Chamberlan, y se quitó al Rey la facultad de dar privilegios para el establecimiento de nuevos teatros, con graves penas a todo el que contraviniese a estas disposiciones. El Lord Chesterfield declamó altamente contra esta ley; el público se inquietó al ver amenazada por este medio la libertad de la prensa; salieron papeles por todas partes, ridiculizando, abominando, arguyendo los principios adoptados por el Parlamento; pero, a pesar de todo, la ley pasó, y los ministros quedaron libres en adelante de verse expuestos a la censura de los poetas dramáticos.

El año de 1741 fue venturoso para el teatro, habiéndose presentado en él al público por la primera vez el admirable cómico Mr. Garrick, el cual en 1747, después de varios reveses de fortuna que sufrió, entró a medias con Mr. Lacey en la dirección del teatro de Drury Lane, donde permaneció representando con alguna interrupción, necesaria al restablecimiento de la salud, hasta el de 1776, en que se retiró. A él se debe el buen gusto, la propiedad y el decoro que introdujo en la representación, prescindiendo de su sobresaliente mérito como actor y como poeta. Murió en 1779.

En 1767 se reedificó el pequeño teatro de Hay Market, y obtuvo el título de teatro Real. El de Covent Garden, después de la muerte de Mr. Rich, ocurrida en 1761, padeció muchas mudanzas en su dirección hasta el presente; pero se ha sostenido no obstante, y en él se empezaron a dar algunas piezas de música, que agradaron al público, y que hoy día se repiten con general aceptación.

Para la formación de este extracto se han tenido presentes las siguientes obras:

El prólogo y suplemento de Mr. Dodsley a su Collection of Old Plays.

Un catálogo de piezas dramáticas, impreso con la Tragicomedia de Goff intitulada The Careless Shepherdess, en 1656.

A New Catalogue of English Plays Containing Comedies, etc. Londres, 1688, y otro después, añadido en 1691.

The Lives and Characters of the English Dramatick Poets, etc., por Mr. Gildon.

Poetical Register or the Lives and Characters of All the English Poets, with an Account of their Writings. 1723, por Giles Jacob.

A List of All the Dramatick Authors with some Account of their Lives and of All the Dramatick Pieces ever Published in the English Language to the Year 1747. Esta obra se publicó unida con el Scanderberg, pieza dramática de Whincop.

The British Theatre: Containing the Lives of the English Dramatick Poets, with an Account of All their Plays together with the Lives of most of the Principal Actors as well as Poets. To which is Prefixed a Short View of the Rise and Progress of the English Stage, 1752.




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Extracto de la noticia que se da en el libro intitulado A new guide to the city of Edimburgh (Año de 1792)


Acerca del teatro de Escocia


Las diversiones del género dramático empezaron a estilarse muy presto en este país, siendo en sus principios representaciones de asuntos religiosos, destinadas peculiarmente a adelantar los intereses de la religión: el clero las componía, y se representaban los domingos. En el siglo diez y seis era tan crecido el número de los teatros, que hubo quejas de ello como de un mal, no sólo en Edimburgo, sino en todo el Reino. Éstos degeneraron presto de su primera institución; y en vez de inspirar devoción, sólo se veían en ellos bufonadas de todos géneros, y desvergüenzas. Después de la reforma, se quejó el clero presbiteriano de estos espectáculos indecentes, y animado de un violento espíritu de celo, anatematizó las representaciones teatrales, cualesquiera que fuesen. El Rey Jacobo VI les obligó a desistir de sus censuras; pero en tiempo de Carlos I, cuando el fanatismo llegó al más alto punto imaginable, ¿cómo es posible suponer que las piezas de teatro fuesen toleradas? Parece, no obstante, que estas diversiones se introdujeron otra vez en Edimburgo hacia el año de 1684, cuando el Duque de York tuvo allí su corte, atrayendo su residencia una mitad de la compañía de cómicos de Londres, que representaron comedias por un poco de tiempo. Pero las desgracias acaecidas al citado Duque, y el establecimiento de la religión presbiteriana, cuyo genio es poco favorable a las diversiones de esta especie, impidieron los progresos del teatro, y no hubo comedias hasta después del año 1715, etc.

Fue muy bien recibida una compañía de cómicos de Londres, y siguieron viniendo anualmente a Edimburgo las de la legua; pero habiéndose hecho odiosas otra vez al clero, prohibieron los magistrados, en el año 1727, toda representación teatral en los límites de su distrito, si bien esta prohibición fue suspendida por la sala de Justicia, y los cómicos continuaron representando como antes. No obstante, eran muy escasas estas diversiones en la ciudad, pues sólo la visitaban, con dos o tres años de intervalo, algunas compañías de la legua, que representaban en Taylor's House (la casa de los sastres).

Por este tiempo salió un acto del Parlamento, que prohibía toda representación de dramas, excepto en los teatros privilegiados por el Rey. Con este motivo, los clérigos de Edimburgo levantaron inmediatamente la cabeza, y a sus propias expensas, apoyados en el acto mencionado, fulminaron una causa contra los comerciantes. Ésta se decidió en primera instancia contra los comediantes, los cuales apelaron al Parlamento, solicitando un bill que autorizase a S.M. a permitir un teatro en Edimburgo. Contra esta solicitud se presentaron peticiones, en 1739, a la Cámara de los Comunes por los magistrados y ayuntamiento de la ciudad, por el Rector y profesores de la universidad y por la clerecía, en consecuencia de lo cual se detuvo el expediente.

Pero todas estas oposiciones, y el espíritu de partido que las animaba, llegaron a redundar en beneficio de los cómicos; y al fin se halló fácilmente el medio de eludir el acto del Parlamento de que se ha hecho mención. Siguieron pues las comedias, y la sala de Taylor's House fue tan frecuentada, que se halló ser insuficiente para el concurso que asistía.

Construyóse después una casa de comedias en Canongate, año de 1746, la cual llegó a ser demolida, porque la mala conducta de los directores y las desavenencias entre los cómicos excitaron alborotos y tumultos.

Últimamente, cuando el Soberano concedió el terreno en que debía edificarse la parte nueva de la ciudad, se añadió una cláusula al bill, autorizándole a privilegiar un teatro en Edimburgo: concedió S.M. esta gracia, y los clérigos callaron para siempre.

No obstante, el alto precio que, se exige a los directores por la patente, que es no menos de quinientas guineas anuales, ha impedido hasta ahora el ver en este teatro buenas decoraciones y buenos actores, como se hubiera logrado a no haber esta causa, que ha hecho el éxito del teatro de Edimburgo menos favorable de lo que se pudiera haber esperado. En esta última temporada se ha arrendado por la suma de doce mil libras a los señores Jackson y Kemble.




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Anfiteatro


Este edificio está cercano al teatro en el camino de Leith, y fue abierto en 1790 para juegos de equitación, diversiones de pantomima, danza y saltos. El circo tiene setenta pies de diámetro, y puede contener mil y quinientos espectadores. Las diversiones que en él se dan no son inferiores a las de Londres. Los directores, procurándose excelentes profesores en todos estos ramos, se han hecho dignos de toda la protección que reciben del público de Edimburgo. Dicho anfiteatro sirve también de escuela de montar, donde se enseñan a las señoras y caballeros los ejercicios de equitación.







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