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Abolición de los Fueros(26)

La política de la Francia desde el reinado de Francisco I, tuvo por constante objeto la destrucción del inmenso poder que había adquirido la casa de Austria en la persona de Maximiliano I, y poder que había aumentado Carlos I, su nieto, con la herencia de Castilla y Aragón. Las guerras sangrientas de Italia a principios del siglo XVI entre España y Francia; el apego decidido prestado por esta potencia a los rebeldes de los Países-Bajos; la guerra de los treinta años de Alemania, obra del Cardenal de Richelieu; las campañas de Carlos XII de Suecia, juguete del mismo Cardenal, y la sublevación de Nápoles y de Portugal, no fueron otra cosa que el resultado de los esfuerzos hechos por Carlos IX, Luis XIII y Luis XIV de Francia, para aniquilar la preponderancia austriaca en Europa. Francisco I, Rey cristianísimo, se aliaba con el Sultán para dir un golpe al poder del Austria; y durante dos siglos fue la España la eterna pesadilla de los herederos de San Luis. Faltaba convertirla de rival en satélite, y al fin lo consiguió. Los últimos planes de Luis XIV pusieron cima a la obra de dos siglos: la lucha empezada caballerescamente por dos Reyes soldados, acabó por un viejo sagaz y un Rey débil, sin más armas que las intrigas de hábiles cortesanas. Era preciso que Madama de Maintenon dictara desde su gabinete los medios de llevar hasta el trono de Pelayo los vicios de la corte de Versalles. Era preciso que un Embajador francés, Mr. Amelot, Marqués de Gournay, trabajase el primer sudario para enterrar nuestra libertad foral.

     Valencia conservaba su sagrada independencia en aquellos momentos supremos en que Carlos II bajaba al sepulcro, contemplado irónicamente por los espías y agentes de la corte de Francia. Lo que pasó junto a aquel lecho de muerte, es uno de aquellos arcanos que hacen bien en oscurecer: hay verdades ocultas que, si se pusieran de manifiesto, sublevarían el mundo. La corona de Carlos fue escamoteada, y vino a parar a los pies del viejo Luis XIV, que al verla pudo ya reclinarse en su ataúd, diciendo a la Francia: »No me queda más que hacer."

     En 1705 principió en el reino de Valencia la guerra llamada de sucesión. La escuadra inglesa desembarcó en Altea algunas tropas del egército del pretendiente Archiduque de Austria. La España estaba destruida ya; el gobierno de Felipe V, presidido por un estrangero, atendía a sus propios intereses. ¡La corte se divertía! Valencia no tenía fuertes, ni tropas ni recursos: las guerras del siglo XVI; la espulsión de los moriscos; las emigraciones a la América, y la Paz indolente del siglo XVII, habían dejado en nuestro país las huellas de la miseria y del abandono. ¡Sólo quedaba en pie su libertad foral! Valencia sin embargo pidió al gobierno en aquellas circunstancias prontos socorros para hacer frente a los austríacos, que desde Altea marchaban sobre Denia. El Virey Marqués de Villagarcía pasó de los salones de palacio al mando militar de este reino: valía poco un cortesano para luchar con las circunstancias. A su apatía respondieron la Diputación y el Cabildo eclesiástico y secular, solicitando por estraordinario eficaces ausilios contra el pretendiente por medio de una respetuosa esposición, fechada en 21 de Agosto de 1707: el gobierno contestó en 28, que mandaba en su socorro 1800 caballos. Entre tanto cayó Denia en poder de los ingleses: su Gobernador militar había huido vergonzosamente, y le sustituyó en nombre del Archiduque D. Juan Bautista Baset. La capital hizo entonces un esfuerzo, y mandó al Conde de Cervellón con algunos tercios para hacer frente a Baset, obligándole a encerrarse en Denia. Esperábase con impaciencia la llegada de los 1800 caballos para apoyar a Cervellón en la reconquista de Denia, que parecía ya inevitable, por el apoyo que prestó el Duque de Gandía; y los caballos llegaron: pero al punto salieron para Cataluña. Valencia, burlada en sus esperanzas, representó de nuevo; para acallarla quedaron sólo dos escuadrones al mando del Mariscal de Campo D. Luis de Zúñiga. El gobierno no envió ya más socorros.

     El enemigo se aprovechó de esta circunstancia, y parte de sus fuerzas, destacadas de Cataluña, se apoderó de Tortosa, amagando a Peñíscola. Alarmada Valencia pidió nuevos recursos, acompañando la esposición un donativo de mil duros para las atenciones de la guerra, y ofreciendo por tercera vez que corría de su cuenta la manutención de las tropas militares. El gobierno cobró los mil duros; envió al regimiento del Marqués de Pozo-blanco, y el reino pagó religiosamente a la tropa.

     Vinaroz cayó también en poder de los austríacos, Valencia elevó nuevas súplicas; puso en campaña a sus espensas algunas fuerzas de paisanos armados; pero en tan críticos momentos se recibió una real orden, que negaba los ausilios ofrecidos, y mandaba pasar a Aragón las tropas existentes en Valencia, reprendiendo la lentitud que se observaba en su marcha. El pueblo entonces armado por su cuenta, y la nobleza por la suya también, se encaminaron hacia Vinaroz y Denia para contener al enemigo; mientras pagaban al Rey las contribuciones estraordinarias que, contra fuero, exigía a nuestro país. No contento con esto, levantó el reino un cuerpo de caballería con destino a Cataluña, y un tercio de 600 infantes, que pasó a Cádiz, constituyendo a estos gastos el Arzobispo, el Cabildo y las comunidades religiosas. El príncipe tío Sterclaes, encargado por el gobierno de Felipe de proteger las fronteras de nuestro reino, esquivaba encontrar al enemigo, y oponía obstáculos a los esfuerzos mismos de la capital, representada en una gran junta improvisada, compuesta de seis caballeros, cuatro abogados, dos escribanos, dos comerciantes, setecientos sesenta y seis menestrales. Esta junta envió comisionados, a la corte quejándose de Sterclaes, y el gobierno no los recibió. En tan apurados momentos, el regimiento de caballería que mandaba D. Rafael Nebot, se pasó a los austríacos, llevándose prisioneros a D. Luis de Zúñiga y a D. Pedro Corbí, gefe de las guerrillas de paisanos.

     Apremiaban las circunstancias: Oliva y Gandía se hallaban ya ocupadas por Baset; el Virey Marqués de Villagarcía disputaba a la junta todos sus planes; y en tanto conflicto vino a reemplazarle en Valencia el Duque de Cansano. El mismo día de la llegada del Duque, entraba el activo Baset por sorpresa en Alcira, y el 15 de Diciembre acampaba delante de la capital.

     Los ciudadanos en masa se presentaron al Duque pidiendo armas; y los oficios, llevando al frente sus estandartes, ocuparon armados la muralla, esperando sólo a los oficiales que debían mandarles. El Marqués de Villagarcía rehusó continuar en el mando que lo ofrecía Cansano: uno y otro gefe dejaron entonces a la ciudad el cuidado de su defensa. Los nobles y el pueblo rogaron al Duque se encargara del mando, y el Duque se negó. En aquella crisis algunos emisarios de Baset prendieron fuego en las Torres de Serranos; y los presos, libres por este incidente, se derramaron por la capital, pidiendo a gritos la rendición. Fue espantosa entonces la confusión: las autoridades superiores callaban; el pueblo corría indeciso; Baset, hijo de Valencia, tenía dentro parientes, amigos y efectos; y los presos gritaban y amenazaban, seguidos de gente perdida que Baset había introducido antes de bloquear la ciudad. La capitulación se hizo inevitable; y la ciudad la aceptó, dando al pretendiente el título solo de Archiduque, según consta de la escritura que recibió el 16 de Diciembre Juan Simiam, Síndico del Cabildo. La alta nobleza, el Arzobispo y varios individuos del clero abandonaron la ciudad.

     Los egércitos entre tanto continuaban sus operaciones en lo restante del reino. El Archiduque ocupó el palacio arzobispal en los primeros días de Octubre de 1706, y juró en 10 del mismo mes los Fueros del reino, permaneciendo después cinco meses en la capital, hasta el 7 de Marzo. En 25 de Abril de 1707 perdió la batalla de Almansa: el Duque de Orleans recobró a Valencia en compañía del Duque de Berwick, y destacó al caballero Asfeld, nombrado Capitán General de Valencia, para reducir a Játiva.

     El egército sitiador estrechó la ciudad, y la tomó por asalto; pero hubo de disputar su conquista calle por calle, y casa por casa. Vencedores los franceses robaron los templos, saquearon las casas, y cometieron los más brutales escesos. Dueño el bárbaro Asfeld del castillo, publicó un bando que deshonrará su memoria para siempre, dejando un borrón en la historia de su amo Felipe de Anjou. Hacía saber por su horrible documento, que por orden superior se iba a arrasar la ciudad; para lo cual mandó sacar de las iglesias las reliquias, las imágenes, los vasos sagrados y demás alhajas, trasladando a Carcajente las monjas de Santa Clara y Santo Domingo, en número de ciento. Apenas llegó a Valencia la noticia de este bando, propio de un Atila, levantaron su voz los valencianos en favor de la antigua Setabis, de la patria de Alejandro VI y de Ribera. La esposición fue inútil: Asfeld, como Nerón, contempló el incendio de la antigua ciudad, como éste al murmullo de un cántico; aquél al sonido del oro que había robado durante su permanencia en España. ¡Veían sus llamas los guerreros que habían escuchado en la corte del GRAN REY la voz del elocuente Bossuet! En premio de este servicio y otros, Asfeld fue agraciado con un título de Castilla. ¡Felipe el Animoso comenzaba su reinado destruyendo gran población! Esta venganza no le hubiera ocurrido jamás a Felipe II: ¡la primera voz de la civilización de Francia se trasmitió a Valencia a través de un incendio!

     Faltaba, empero, ampliar esta venganza: precedía a ella una real orden, en que concedía una amnistía amplia a los que hubieran tomado parte por el Archiduque. Esto hizo concebir alguna esperanza de que se conservarían los Fueros; y obligó a acallar los dos bandos, que con los nombres de Mauleros y Botifleros, sostenían a ambos pretendientes a la corona. Comenzó la era de la centralización; Luis XI dio principio en Francia al absolutismo real, que completó Luis XIV; Felipe de Anjou completó en España la obra que sólo para Castilla había comenzado Carlos I. Este primer Rey austríaco mató la libertad castellana; Felipe, primer Rey Borbón, mató la de Valencia. No olvidaremos el célebre decreto espedido en el Buen Retiro a 29 de junio de 1707. En él se declaraba rebeldes a los reinos de Aragón y de Valencia a su legítimo Rey y señor, y declarándose en absoluto dominio, que poseía además por el justo derecho de conquista, y porque uno de los principales atributos de la soberanía es la imposición y derogación de las leyes, tuvo a bien abolir y derogar todos los fueros, privilegios, prácticas y costumbres observados hasta allí en los reinos de Aragón y Valencia. Concluye el decreto ponderando la lealtad de sus fidelísimos castellanos. Componían el Consejo de Ministros D. Francisco Ronquillo, los Duques de Veragua, San Juan, Medinasidonia y Montellano, y el Conde de Frigiliana: todos aprobaron esta abolición, escepto los tres últimos, que opinaron por su desaparición lenta, por medio de reformas. Los términos en que está concebido este famoso decreto revelan su origen: era golpe de Estado, como los entendía el Real Consejero de Felipe de Anjou, el viejo Luis XIV. Tres días después aseguraba el Rey en otro decreto, que »muchos pueblos y ciudades, villas y lugares de este reino, y demás comunes y particulares, así eclesiásticos como seculares, y en todos los demás de los nobles, caballeros, infanzones, hidalgos y ciudadanos honrados, habían sido muy finos y leales, padeciendo la pérdida de sus haciendas y otras persecuciones y trabajos por su constante y acreditada FIDELIDAD," y »que en ningún caso se entendiese con razón que fuese su real ánimo notar, ni castigar como delincuentes a los que conocía por LEALES, declarando que la mayor parte de la nobleza y otros buenos vasallos del estado general, y muchos pueblos enteros, habían conservado pura e indemne su fidelidad, rindiéndose sólo a la fuerza incontrastable de las armas enemigas, los que no habían podido defenderse." Así se contradecía el mismo Rey; pero el golpe estaba dado.

     Valencia recibió atónita la noticia de la pérdida de su veneranda libertad. Sus corporaciones, sorprendidas al principio, se recobraron después, y acudieron todos, sin distinción de clases, a parar aquel golpe terrible. Imploraron la clemencia del Rey y de la Reina; se postraron delante del omnipotente Mr. Amelot, y llegaron hasta, el estremo de rogar la protección de Luis XIV, a quien el Señor Borrull llama déspota de ambas monarquías. Apelaron a la influencia de los Duques de Orleans y de Berwick. Todo fue inútil: Mr. Amelot quiso imponer silencio por medio del terror, mandando conducir y encerrar en el castillo de Pamplona al Jurado Luis Blanquer y a D. José Ortiz, que redactó la esposición principal. Mr. Amelot dejó numerosos imitadores; y destinó al seyde Asfeld para Comandante General del reino. El mismo Marqués de S. Felipe, tan partidario del Borbón, asegura que Asfeld y sus gentes »cometieron tantas tiranías, robos, estorsiones e injusticias, que pudiéramos, añade, formar un libro entero de las vejaciones que Valencia padeció, sin tener noticia alguna de ellas el Rey, porque a los vencidos ni se les permitía ni el alivio de la queja" Todo esto fue preciso para que un Ministro estrangero acabase con la libertad de los Fueros valencianos. ¡Conteste la historia de Castilla, si el gobierno de Amelot les fue tan paternal como merecía su fidelísima lealtad!

     Publicado el ominoso decreto de 29 de Junio, y abolidos los Fueros, dice el Canónigo Ortiz, llegó a tal punto la opresión del pueblo, la humillación de la nobleza y la miseria pública, que faltó muy poco para que se cerrasen los templos, por el desprecio con que se miraba el culto y clero. ¡En tanta aflicción el pueblo acudía a la iglesia, para rogar a Dios por los triunfos del Rey! A la abolición de los Fueros siguió el impuesto de una gran contribución, que se cobró hasta 1715, con el nombre de cuarteles de invierno, y después con el de equivalente de rentas provinciales. Con esto se improvisaron fortunas colosales: el reino se convirtió en menos de un año en patrimonio destinado para unos pocos.

     Felipe vino a Valencia en 1709: Valencia le recibió con entusiasmo: esto equivalía a una súplica. El Rey se divirtió, y marchó a Zaragoza. Era un país de conquista: llegó su hora, y sucumbió. A no haber venido Carlos III, Valencia hubiera sido un villorio. Si algo vale, lo debe al genio de sus hijos: le han arrebatado su libertad; pero no han podido matar su naturaleza, ni oscurecer su cielo, ni cambiar su clima. Esto no se puede centralizar. ¡Valencia quiere marchar; pero ponen obstáculos a sus pies; y marchará, pero luchando; y será un gran pueblo, pero venciendo; y será feliz, pero a espensas de sus propios hijos! ¿Será más libre? ¿recobrará siquiera una sombra de su antigua libertad? Aislada creo que no; pero Dios tiene reservado el destino de los pueblos; lo que ha de ser, pues, Valencia con el tiempo, lo sabe Dios.

     El historiador cuenta; el filósofo medita; el patricio espera: yo no puedo hacer más.

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