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Arielismo y latinoamericanismo


ArribaAbajoPresentación

En el año 2000 celebramos el centenario de la publicación de Ariel, la obra de Rodó que simboliza la afirmación del ideal cultural latinoamericano.

Integrante de la generación del 900, Rodó nació en 1871 en Montevideo y murió en Palermo (Italia) en 1917. Tenía cuarenta y cinco años y había pasado por la docencia y por la vida política, en la que sólo cosechó decepciones.

La publicación de Ariel, en 1900, fue de gran impacto en toda América. Rodó proponía el rescate de la cultura latinoamericana en toda su unidad y en su conjunto. A quienes, en la búsqueda de la identidad, no solamente uruguaya sino americana, dirigían su mirada hacia Europa o hacia los Estados Unidos, Rodó ofrecía una respuesta nueva.

Es desde el contexto uruguayo y rioplatense que Rodó escribió su ensayo. Le inquietaba seguramente el tema de la identidad cultural de su país y de su región, ante la aceleración de las transformaciones modernizadoras y la llegada masiva de inmigrantes. También se intuye la influencia de la problemática latinoamericana finisecular: la emergencia de los Estados Unidos como potencia, el retorno de los iberoamericanos a sus orígenes culturales y la derrota española en la Guerra de Cuba, en 1898, fomentaron algunos complejos en la intelectualidad de América Latina. En una reacción magnífica, optando por la exploración y la recuperación de las raíces, Rodó, en su Ariel, propuso a «la juventud de América» una nueva valoración de su pasado y una nueva mirada hacia su futuro. El llamado: «Debes llegar a ser el que eres» apelaba a la justa apreciación de las propias raíces culturales y a la definición de un proyecto propio y realista. Así lo entendieron los jóvenes estudiantes latinoamericanos a partir de 1908.

El magisterio de Rodó no se limitó sin embargo a los originales aportes de Ariel. Liberalismo y jacobinismo, Motivos de Proteo, El mirador de Próspero son permanentes desafíos para los espíritus abiertos y reflexivos.

En el ciclo cuyas exposiciones les ofrecemos se desarrollaron otros aspectos de la obra de José Enrique Rodó: su notable influjo en la educación uruguaya; su participación en la polémica que se originó en 1906, cuando se decidió el retiro los crucifijos de los hospitales públicos. En su polémica con el doctor Pedro Díaz, Rodó planteó un concepto definido de liberalismo, más cercano al respeto de la libertad individual como valor supremo y a la apertura a la diversidad religiosa, que opone al jacobinismo, de fuerte presencia en el Uruguay.

A la reflexión sobre estos temas y otros fue consagrado el ciclo cuya publicación es el tema central de este número de Prisma.

El ciclo de conferencias «Arielismo y latinoamericanismo», organizado por el Instituto de Historia de la Facultad de Ciencias Sociales y Comunicación de la Universidad Católica, tuvo lugar los días 17 y 18 de octubre de 2000. Contó con el apoyo del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica y con los auspicios del Ministerio de Educación y Cultura, el Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay y la Academia Nacional de Letras.

El martes 17 de octubre, las actividades se iniciaron con la conferencia «El Uruguay desde el que se escribió Ariel», a cargo de Enrique Mena Segarra; más tarde Alberto Methol Ferré desarrolló el tema «De Rodó al Mercosur». Ese mismo día se presentó el panel «Arielismo, ¿impulso o freno para América Latina?», con la participación de Romeo Pérez Antón y Adolfo Garcé.

El día 18 de octubre, Heber Benítez presentó la conferencia «Ariel y las raíces del vuelo, entre El que vendrá y lo que no viene». Pablo da Silveira disertó sobre «Rodó: un liberal contra el jacobinismo», y el panel, integrado por Helena Costábile y Antonio Pérez García, sobre «La influencia de José Enrique Rodó en la educación uruguaya», cerró el programa.

Una vez más, deseamos compartir con nuestros lectores los trabajos de investigación y las propuestas de reflexión que han resultado del trabajo anual del Instituto de Historia. Al iniciarse el siglo XXI, en otro Uruguay y en otro mundo, la obra de Rodó se mantiene vigente y nos interpela.

Fuera del tema central se presentan dos artículos. En el primero, Ana María e Isabel Quintillán se ocupan del factor recursos humanos en la gestión ambiental mediante el análisis de algunas experiencias en la actividad empresarial nacional. Finalmente, Susana Monreal sintetiza las grandes líneas de la historia de la Iglesia Católica en el Uruguay y reseña los principales enfoques historiográficos sobre el tema.






ArribaAbajoEl Uruguay en que se escribió «Ariel»

por Enrique Mena Segarra1


Se me ha pedido que desarrolle el tema «El Uruguay desde el cual se escribió Ariel». El Uruguay sí, pero sobre todo Montevideo. Rodó era un hombre urbano, un hombre de ciudad, antes que nada o entre muchas cosas. Desearía comenzar citando una carta que escribió José Enrique Rodó a su amigo Juan Francisco Piqué el 19 de enero de 1904. En un fragmento dice así: «Nada hay seguro en nuestro bendito país, ni en política ni en cuestión económica; todo es inestable, problemático, todo está amenazado de mil peligros y expuesto a desaparecer de la noche a la mañana: incluso el país mismo».

Uno puede, en primer lugar, observar la fecha de redacción: el 19 de enero, cuando había estallado uno de los conflictos más trágicos y agudos de nuestra historia, aunque también hay que reservar su parte a la hipocondría con que tantos intelectuales han observado la realidad nacional. No sabía Rodó que, superada esa crisis, el país se abocaría a una serie de reformas trascendentales. Pero veamos cuáles eran los datos objetivos de la realidad, hasta el punto en que los conocemos.

En primer lugar, podemos hablar muy brevemente del trasfondo económico. El Uruguay estaba remontando la crisis de 1890, la crisis más extrema, por la gravedad de sus manifestaciones, que ha conocido en toda su historia. Pero el país mostró una elasticidad muy grande, y en estos años del 900 se presenciaba el éxito del modelo agroexportador, exportación esencialmente de lanas, de tasajo, charque -si bien éste se hallaba ya en declinación- y otros productos derivados de nuestro campo. Todo ello dentro de la órbita económica británica.

En los años 1896 a 1900, hubo un total de exportaciones de 156 millones de pesos. No olvidemos que la cotización del peso era ligeramente superior al dólar y la libra tenía una cotización estable de 4,70 pesos, que duró más o menos un siglo. A esos 156 millones de pesos de exportaciones se contraponían 119 de importaciones, o sea que en esos cinco años hubo un superávit de 37 millones de pesos. Esa prosperidad fue la que dio base a las reformas del período que se suele llamar batllista, que sin esa abundancia de recursos habrían sido absolutamente imposibles.

En 1896 se introduce otra novedad: un banco estatal (que no lo era por su carta orgánica pero que lo fue en los hechos), el Banco de la República Oriental del Uruguay, que marca una acción y una presencia crecientes del Estado en la fijación de la orientación económica, lo cual logró imponerse a través de la superación de los profundos prejuicios enraizados en la ideología liberal que había reinado durante el siglo XIX.

En 1901 van a comenzar las obras del puerto de Montevideo, adaptación necesaria a costa de cuantiosa inversión, pero indispensable para mantener la eterna ecuación económica uruguaya: la campaña produce y Montevideo exporta. Pero aquel puerto primitivo no podía seguir exportando sin un nuevo equipamiento, que se comienza a realizar en 1901 y llega a su terminación en 1910.

Las inversiones británicas eran otro protagonista. Se discuten las cifras, pero me parece acertada la de 40 millones de libras esterlinas que, dividiendo esa cifra por la población, nos da la mayor concentración de capital británico en el mundo (fuera de las propias Islas Británicas) per cápita. Consideremos que la India, poblada en aquel entonces por 300 millones de habitantes, tenía invertidos 850 millones de libras. Las divisiones respectivas revelan claramente la concentración de capital británico en el Uruguay, la mitad de él en ferrocarriles y la otra mitad en servicios tales como agua, luz, gas y seguros, aparte de otros rubros de comercio que también contribuían a ese total.

En segundo lugar hablaremos de la población en sí. En 1900 son 936.000 habitantes, cifra estimada, pero cuando Rodó tenía seis años, en 1877, la población era de 440.000, mucho menos que la mitad; en otras palabras, Rodó, desde el albor de su vida consciente, vio cómo se iba más que duplicando la población. Sin embargo, ese ritmo de crecimiento se iba enlenteciendo progresivamente, por un descenso de la natalidad, un descenso de la inmigración y el comienzo de una emigración hacia los países vecinos, emigración por supuesto de carácter laboral.

Montevideo contaba con 250 mil habitantes, de los cuales más o menos el 40% eran extranjeros; de ese 40% la mitad eran italianos y el resto predominantemente españoles, factor que le daba a la ciudad un cierto color que luego evidentemente la masificación le hizo perder. Es el color que intenta rescatar un libro del año 1898, Mi Montevideo, de Arturo Giménez Pastor, libro que merece ciertamente reedición, puesto que es desconocido hoy día.

Ese Montevideo era una ciudad sin automotores, y eso alcanza para darnos una idea de lo que podían ser aquellas calles surcadas por tranvías de caballos, coupés y volantas de las personas acaudaladas y un gran porcentaje, como es natural, de peatones, pues en general las distancias no eran largas. Personas había que tenían estos medios de trasporte privados, coches de caballos, podría decirse que más por ostentación que por necesidad.

La luz eléctrica se había impuesto en la Ciudad Vieja y en el Centro; el 1% de la población de Montevideo estaba abonada al servicio telefónico, si bien es verdad que los teléfonos domiciliarios eran muy escasos: la gran mayoría estaba en comercios.

Dicho de otro modo: ésta era todavía una sociedad de vecinos, una sociedad con el contacto humano directo, que no había llegado todavía al umbral de la masificación. En determinado nivel, por ejemplo, en la clase social a que pertenecía Rodó, todo el mundo se conocía. Para nadie eran un secreto las costumbres y los hechos concretos de la vida de los demás miembros de ese mismo nivel.

Desde el punto de vista cultural, el analfabetismo era elevado aún; en el marco general del país, un 50% más o menos, con un 35% en Montevideo, pero eran cifras en retroceso gracias a la obra de la reforma vareliana, que no fue instantánea, como es natural, sino que demoró años en implementarse para establecer los fundamentos de la escuela pública moderna.

Secundaria agrupaba apenas a 300 alumnos aproximadamente, cifra bastante fija, lo que no es de extrañar si consideramos que era una enseñanza estrictamente preuniversitaria, pensada con esa exclusiva finalidad. Allí se impartía una cultura esencialmente humanística, pero que apuntaba ya a un racionalismo cientificista, aun pasando por alto las disputas, tan intensas al fin del siglo, entre espiritualistas y positivistas; pero había de todos modos un racionalismo que ambas tendencias compartían y una inclinación, impulsada sobre todo por el positivismo, hacia el cultivo de las ciencias y la disciplina mental derivada de ellas.

La Universidad contaba más o menos 900 alumnos en sus diversos cursos, como es natural, repartidos en las facultades de Derecho, Medicina y Matemáticas (excluimos la formación secundaria, que institucionalmente era también parte de la Universidad). En ella se elaboraba todavía la alta cultura nacional, si bien la generación del 900, que Rodó integraría, sería la primera generación intelectual uruguaya que no debiera su formación exclusivamente o casi exclusivamente a la Universidad; de hecho, el porcentaje de titulados en las generaciones intelectuales anteriores era casi unánime y aquí en cambio es inferior; el mismo Rodó no concluyó sus estudios.

Pero existía una cultura letrada (en el sentido de cultura del papel impreso) popular, una cultura que se alimentaba de la prensa. Había unos diez diarios, algunos de ya larga permanencia, como El Siglo, otros más episódicos, y uno de esos periódicos, El Día, de José Batlle y Ordóñez, sería el primer diario de masas, el primer órgano de prensa auténticamente popular, porque aquel hábil hombre de negocios que supo ser ocasionalmente José Batlle y Ordóñez, además del político e ideólogo que conocemos, impulsó su periódico disminuyendo el precio a la mitad (el «diario a vintén»); fue el primer diario que se sostuvo en parte por la venta y en parte muy fundamental por los avisos.

Las revistas de sátira política eran muy numerosas en aquel tiempo y bastante efímeras, con alguna excepción como pudo ser Caras y Caretas, que ya para esas fechas se había mudado a Buenos Aires, o El Negro Timoteo, en sus diversas etapas, obra de la vida de Washington Bermúdez.

Esas revistas colocaban al elenco y al acontecer político bajo el prisma del humor, del humor alimentado con excelentes plumas en lo satírico y en lo anecdótico y también con unos soberbios dibujos. Produce una sensación a veces extraña recorrer las páginas de aquellas revistas en colores y recordar que en Montevideo se publicaba como media docena al mismo tiempo. Han sido certeramente analizadas por el chileno Alfonso Cerda Catalán en un trabajo publicado por la Facultad de Humanidades, sumamente recomendable.

En cuanto a la religiosidad, comparando la de nuestro país, y nuestra ciudad sobre todo, con las de realidades tan cercanas como la de la vecina orilla, se observa un cumplimiento de los deberes religiosos más bien escaso y además predominantemente femenino.

Sería del caso hablar ahora de la sociedad. Según los estudios de Barrán y Nahum, un 4,5% de la sociedad, montevideana sobre todo, estaba compuesto por la clase alta, calculada por ellos en unas 2.700 familias. Sus centros de residencia estaban bien determinados: el Centro y la Ciudad Vieja, todavía no tugurizada como ahora, donde podemos ver en conventillos deprimentes, pensiones sospechosas y depósitos de comercios las escaleras de mármol de Carrara de las antiguas casas, hechas a medida (el arquitecto enviaba desde Montevideo las medidas a las canteras de Carrara y venían ya labrados los escalones). Poseían sus quintas, naturalmente en el Prado, y sus casas de veraneo en Pocitos. Eran estancieros o comerciantes, como el padre de José Enrique Rodó, inscrito cómodamente en ese sector social; su casa de la calle Treinta y Tres casi Buenos Aires era realmente una casa de categoría, que revelaba un muy buen pasar. Otro sector de la clase alta eran los grandes industriales, hombres nuevos de la sociedad, la gran mayoría de ellos de origen inmigratorio.

Las clases medias vivían esa indeterminación que las caracteriza, entre el temor de caer y la desesperación por subir; no sabían que las aguardaba un siglo eminentemente mesocrático, en el que sus valores y sus costumbres se impondrían al conjunto de la sociedad.

Y después los obreros, residentes en arrabales o mezclados geográficamente con la clase alta en los conventillos de la Ciudad Vieja y del Centro; entre ellos había un elevado porcentaje de extranjeros que dieron combatividad a la luchas obreras, tan intensas en los primeros años del siglo XX.

Una referencia, en fin, a la vida política. José Enrique Rodó nació dos días antes de la batalla de Manantiales, aquel combate de la revolución de las Lanzas en que perdió la vida de manera homérica Anacleto Medina, viejo prácticamente ciego. Ése era el Uruguay en que nació Rodó.

Un Uruguay con escasísimo peso del Estado, un Estado rudimentario, impotente, mendicante, pero un Estado en que la autoridad pública estaba mediatizada por los caudillos. El desdichado general Lorenzo Batlle, presidente en este año del 71, no podía hacerse obedecer de la campaña si no era por intermediación de las buenas gracias de un caudillo local de influencia, cosa que los acontecimientos de aquella época revelan de una manera casi caricaturesca.

Mientras se desarrollaban la infancia y la adolescencia de Rodó, tenía lugar la obra del militarismo, tan oscurecida y deformada por la pasión política, pero que es preciso reconocer. Por una parte, se buscó imponer el orden, sobre todo por la mano de hierro del coronel Lorenzo Latorre, que era una necesidad impostergable de la sociedad, prioritariamente en la campaña; también se procuró la neutralización del viejo caudillismo, el establecimiento de la autoridad del gobierno central, que entonces pasaba a ser acatado en todos los ámbitos del país. Por otra parte, se organizaron, y fundaron en su caso, instituciones como el Registro Civil; se reestructuraron las preexistentes, como ocurrió con el Correo; las innovaciones técnicas se utilizaron al servicio del poder público: los ferrocarriles, el telégrafo, el armamento moderno, el fusil, primero de retrocarga y después de repetición, la artillería de acero de retrocarga y de largo alcance, según los nuevos modelos europeos.

En una palabra, el período militarista ambientó la creación del Estado nacional, que antes de él no existía; pero además, durante esa etapa histórica, simultáneamente se consolidó un sentimiento nacional, y ésa es una transformación espiritual de enorme jerarquía. Es por demás dudoso que existiera tal sentimiento nacional uruguayo en 1830; creo que simplemente cabe negarlo. De otra manera la Guerra Grande sería incomprensible, a no ser que admitiéramos que allí se estaba en presencia de dos bandos de traidores. No hay tal; no había sentimiento nacional; había un sentimiento difuso, rioplatense por un lado y localista por el otro, pero no una conciencia que se pudiera llamar nacional uruguaya.

Ese sentimiento nacional uruguayo, fomentado desde los gobiernos militaristas, se expresó en la cultura. Toda cultura que nace, toda cultura perteneciente a una nacionalidad que se está afirmando (y los ejemplos decimonónicos de Europa son simplemente innumerables) exalta los valores patrióticos, los valores que se tienen como más propios e identificatorios de esa nacionalidad. Y entonces tenemos en 1878 el cuadro más conocido de la pintura uruguaya, El juramento de los Treinta y Tres Orientales, de Blanes, que es un cuadro de tema patriótico.

En 1879, al inaugurarse el monumento a la independencia en la Florida; La leyenda patria de Juan Zorrilla de San Martín proclamaba: «Es la voz de la patria, pide gloria»; y el intelectual, el pensador, el poeta, el artista, el historiador responden a ese llamado de la patria, exaltándola de acuerdo con sus medios y su forma de expresión. En un nivel más modesto pero de gran repercusión popular, en 1882 Gerardo Grasso difundía el Pericón nacional, con esa exaltación de la bandera que todos conocemos. A partir de 1888 comenzaba el ciclo novelístico de Eduardo Acevedo Díaz, desarrollado en tiempos de la Patria Vieja y de la revolución que llevó a la independencia.

La historiografía responde al mismo compás: entre 1880 y 1882 Francisco Bauza escribe su monumental Historia de la dominación española en el Uruguay. Pero además esta nacionalidad nueva que se estaba afirmando necesitaba un prócer unánimemente reconocido, y allí estaba Artigas en proceso de reivindicación. Se lo exalta entonces como lo que seguramente no fue: fundador de la nacionalidad oriental -ningún hombre funda una nacionalidad, ni tampoco ningún hombre la destruye, pues ellas son producto de evoluciones largas y complejas- y también se lo eleva a máximo prócer nacional, despojándolo de su carácter rioplatense y federal para reducirlo a héroe parroquial, héroe de un país separado de la vieja confederación, de lo que él mismo llamaba «el sistema».

En este ambiente llega a su ocaso la prédica unionista de Juan Carlos Gómez, triste personaje en mi opinión (y no exijo que nadie se pliegue a ella), prédica que trotaba detrás de unos utópicos Estados Unidos del Plata, imposibles y no deseados por ningún uruguayo excepto él y su circulillo. Esas ideas parecían ya anacrónicas; no hay más que recordar la respuesta altanera y despectiva de Francisco Bauzá en 1879, en páginas en verdad magistrales por la forma, pero muy endebles desde el punto de vista histórico, tal como las vemos ahora, y también la refutación de José Pedro Ramírez en 1881.

Simultáneamente encontramos a ese personaje tan curioso que fue Ángel Floro Costa, hoy día inexistente excepto por el nombre de una calle. En 1880 había publicado un libro titulado Nirvana que despertó gran atención y preocupación: el Nirvana, el no ser, la extinción del Estado uruguayo. Allí analiza, con acopio de argumentos, las posibilidades que se le ofrecían al país como futuro. Negaba el mantenimiento de su independencia; lo deseaba pero no creía que fuera asequible. La formación de los Estados Unidos del Plata, como lo predicaba su mentor Juan Carlos Gómez, le parecía deseable pero muy improbable; lo que él miraba como destino más cierto para el Uruguay era volver a ser la Provincia Cisplatina.

Cuando en 1880 se publicó esta obra, suscitó ecos; pero en 1899 Costa consideró del caso dar a conocer una segunda edición (la primera había sido bonaerense; la segunda fue montevideana, de la imprenta de Dornaleche y Reyes) y ésta pasó con un encogimiento de hombros del público. Era otra voz del pasado, que a ese Uruguay optimista y pujante ya nada le decía.

Pero este año 1900 está fundamentalmente dominado por las consecuencias de la revolución de 1897, que significó el comienzo de la purificación del sufragio y la representación de las minorías, conquistas democráticas absolutamente innegables y que sin esa revolución no se habrían producido, o se habrían producido de muy otra manera.

Esos progresos estaban consagrados en la paz de 1897 y en las leyes del año siguiente: en abril la del Registro Cívico Permanente y en octubre la de elecciones. El Uruguay, república desde sus inicios institucionales, se va convirtiendo progresivamente en una democracia; no lo es todavía en 1900, aunque está encaminándose a serlo, y en todo caso la consagración de un sistema plenamente democrático es el objetivo de las mejores mentes y las mejores voluntades del país.

Esa marcha se realiza de la mano de una clase política en formación y progresivamente profesionalizada. Van apareciendo hombres que se dedican exclusiva o por lo menos prioritariamente a la vida política, de los cuales el primero y más proceral fue José Batlle y Ordóñez, un hombre que durante toda su vida no tuvo otra actividad, directa o indirectamente, que la política.

Un nuevo impulso se da en la organización de los partidos; pero todos estos progresos, que son indiscutibles, tuvieron un precio: la regionalización del poder político. El Uruguay estaba dividido -no sólo en la realidad sino sobre todo en la visión popular- en un país colorado y un país blanco, muy desiguales en superficie y más aun en población. Los seis departamentos blancos contaban con el 27% de la superficie de la república y el 18% de su población, pero se habían establecido claramente dos polos de poder. Uno de ellos estaba en Montevideo, personificado en el presidente Juan Lindolfo Cuestas, hombre gruñón, atrabiliario y colérico que aparentaba una edad superior a los 60 años que tenía en 1897 (edad más provecta entonces que ahora), pero dotado de un ánimo combativo que lo impulsaba a escribir en el diario oficialista La Nación artículos anónimos, virulentos y cargados de hiel contra sus adversarios, artículos que todo el mundo sabía que los escribía él, por otra parte. El otro polo estaba ubicado primero en la estancia El Cordobés, y desde este mismo año 1900 en Melo, en la persona del caudillo nacionalista Aparicio Saravia.

Existía, pues, una tensión bipolar, una verdadera corriente eléctrica entre ambos centros de poder, acompañada de un gran temor a los enfrentamientos electorales que podrían convertirse en enfrentamientos armados. Por eso ésta fue una etapa de acuerdos electorales (el primero ya en 1898) por los cuales se elaboraban listas mixtas para evitar la contienda en las urnas. Esas listas se pactaban con determinado porcentaje para los colorados, uno menor para los blancos y alguna migaja para los constitucionalistas, partido ya en disolución.

No obstante, el panorama político mostraba un crecimiento indiscutible del Partido Nacional. Y así fue que en noviembre de 1900 se procedió a la elección de seis senadores. De acuerdo con la Constitución de 1830, el Senado se renovaba por tercios cada dos años, o sea que seis senadores debían ser elegidos en ese año, y el Partido Nacional, observando sus excelentes perspectivas electorales, se negó al acuerdo y obtuvo cinco de esas seis bancas, cómputo tanto más importante por cuanto triunfó en tres departamentos blancos y en dos colorados. ¿Qué quiere decir esto? Que se respetó la libertad electoral, que el gobierno no intervino en los comicios como era lo habitual hasta entonces. Otro dato interesante es que la victoria del Partido Colorado en Río Negro se produjo por 14 votos, lo cual nos revela otra cosa: la exigua cantidad de votantes, en los departamentos del interior sobre todo, apenas unos pocos centenares.

Pero en el horizonte se vislumbra ya la sombra de la guerra, desde las palabras agoreras pero proféticas de Julio Herrera y Obes al negarse a votar en el Senado la aprobación de la paz del 97, diciendo que esa paz traería a los pocos años otra guerra, hasta los temores de las clases poseedoras, que preferían cualquier cosa antes que una nueva guerra civil, que significaba la ruina de las estancias, el descenso del comercio y una conmoción general de la economía.

Esos temores no fueron suficientes para impedir el movimiento armado de 1903 y sobre todo la gran guerra civil de 1904, ya bajo otra orientación gubernativa, la de Batlle y Ordóñez, que sería el último conflicto bélico que viviera nuestro país. Pero eso estaba aún envuelto en las sombras del futuro. Algunos lo veían venir, otros no querían admitirlo. Lo que nadie sabía, ni tampoco Rodó cuando escribía que «todo es inestable, problemático; todo está amenazado de mil peligros y expuesto a desaparecer de la noche a la mañana: incluso el país mismo», era que la guerra de 1904 abriría el camino a un país nuevo.




ArribaAbajoDe Rodó al Mercosur

por Alberto Methol Ferré2


Vamos a hacer una reflexión sobre una de las tres columnas fundamentales, uno de los tres hombres estructurantes del Uruguay. Uno sería Hernandarias, que es más que el inventor de la agropecuaria, el segundo es Artigas y el tercero, Rodó.

Hernandarias es el que echa los fundamentos económicos del Uruguay hasta hoy, y no solamente, sino que, como hombre que genera las misiones jesuíticas del Paraguay, es también configurador básico de un ámbito que está en el corazón fronterizo del Mercosur, del pueblo cristiano del sur, del que Artigas fue una de las expresiones importantes en la historia.

Artigas es uno de los últimos caudillos de las misiones guaraníticas y, en ese sentido, heredero de la estirpe de los Hernandarias en el origen de la Provincia Oriental. Él fue, en 1813, caudillo del pueblo de la Provincia Oriental, que sería parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Ése es el marco en que actuó. Artigas no fundó un Estado federal sino que encabezó una Liga Federal, una alianza de provincias para gestar un Estado federal en Río de la Plata.

Y el otro héroe es Rodó. Como dijo ya hace muchos años una poetisa chilena muy inteligente, Gabriela Mistral, él fue el iniciador intelectual del latinoamericanismo del siglo XX. En Rodó se retoma intelectualmente una historia interrumpida y fracasada desde la derrota y el exilio de Simón Bolívar. Rodó es el re-fundador del latino o hispanoamericanismo del siglo XX.

Me interesa la lectura de la actualidad histórica: interpretar los signos de los tiempos en que uno vive para ver los caminos de la sociedad, del barrio en que uno nació y morirá. Y es desde esa óptica, la apertura del siglo XXI, que interesa Rodó en el gran marco en el que, aunque todavía no se reconozca claramente, se inscriben la gestación histórica del Mercosur y su posible futuro. Entonces voy a referirme a ese singular itinerario que desemboca en un intento de comprender los signos de los tiempos de nuestra época.

El Ariel se inscribe en un marco de interpretación. Ya antes del Ariel, Rodó tenía como preocupación fundamental «la unidad moral e intelectual» de la América hispana o de la América Latina. Él sentía -y se lo manifiesta en una carta a Ugarte en 1896- el aislamiento mutuo en que estaban los distintos países que formaban la América hispana y sentía la necesidad de una tarea fundamental: generar una nueva convergencia histórica.

El Ariel es fundamentalmente un acto político de largo aliento de Rodó. La forma en que él concibió el Ariel, la forma en que lo distribuyó -meticulosamente en casi toda la intelectualidad importante de España y de América Latina, con cuidado de enviarlo a todos los puntos estratégicos- fue un acto intencional, minuciosamente pensado, porque era consciente del designio y de la empresa que se había propuesto.

Fue a consecuencia de la irrupción de los Estados Unidos visiblemente en la historia mundial, a través de la Guerra de Cuba y de Filipinas, en el Extremo Oriente. La apertura del siglo XX nuestra está signada por una gran presencia de Cuba. También en la segunda mitad del siglo XX Cuba ha tenido una nueva presencia en nuestra historia, vinculada a un replanteo de los intentos de unidad latinoamericana, tanto en forma revolucionaria en los sesenta como por los intentos de integración latinoamericana impulsados por la CEPAL y por el BID en los años sesenta y que tuvo en Montevideo la fundación de la ALALC, que fue quizás un hito más importante que otros de eco revolucionario, pero quizás más infecundos que las tareas de la CEPAL que llevaron a la gestación de la ALALC. Porque la historia no camina sólo por caminos heroicos: tiene muchas formas de andar, aun bajo formas de apariencia tecnocrática o burocrática.

Entonces, ¿qué significó la irrupción de los Estados Unidos en la apertura del siglo XX? Intentaré determinarlo en forma sencilla y lo más rápida posible.

A partir de comienzos del siglo XIX aparecen realmente los Estados-nación industriales, que van a marcar el ritmo de la historia de todo el siglo XIX hasta muy entrado el siglo XX y cuyo primer arquetipo es Gran Bretaña. A Gran Bretaña la seguiría Francia. El primer gran economista de la sociedad industrial se llama Ricardo y escribe su obra fundamental allá durante las guerras napoleónicas, por 1817. La obra de Adam Smith se refería a una sociedad mercantil y no industrial, pero el primer teórico de la sociedad industrial es Ricardo, un contemporáneo de Artigas. Y el otro es Saint-Simon, que allá por el año 1820 publica un libro intitulado La sociedad industrial. Ricardo y Saint-Simon son los dos primeros símbolos importantes de un pensamiento económico y social con relación a la emergencia de la sociedad industrial en Inglaterra y en Francia. Y estos dos primeros Estados-nación industriales serán el paradigma, en la primera mitad del siglo XX, de la vanguardia de la dinámica histórica concentrada en el centro de Europa.

En los dos primeros Estados-nación industriales hay sobrevivencias del antiguo régimen hasta muy cerca de nuestros días -el ejemplo inglés es arquetípico-, pero la nación pone un ámbito y una dimensión que los hace aptos para el desarrollo autosustentado de una revolución tecnológico-científica industrial. La nación es un ámbito homogéneo, virtualmente democrático, porque el rasgo de una nación es una cierta comunicabilidad y accesibilidad de todo con todos, que pone las condiciones de una sociedad igualitaria y móvil como lo es la sociedad industrial, donde es necesaria la complementación de industrias entre sí, de diferentes divisiones del trabajo entre sí.

No son como los viejos imperios agrarios donde, de un excedente económico mínimo de múltiples aldeas agrarias, el imperio recogía impositivamente una parte para el aparato central y dejaba las múltiples culturitas diversas, múltiples lenguas y usos de las diversas aldeas, que no afectaban la estructura del imperio. En cambio, la sociedad industrial exige una relativa homogeneidad que permite que se pueda cambiar de empresa, de lugar, que haya una educación común que permita una dinámica mucho más intensa y compleja que la de las sociedades agrarias, que de una forma u otra son todas sociedades aristocráticas.

En el siglo XIX el centro de Europa es el Atlántico norte, donde desembocan todos los mares del mundo. Desde el siglo XVI la globalización comenzó con Portugal y Castilla, que están sobre el Atlántico. Luego el poder se desplaza -tras el hundimiento del imperio unido hispano-lusitano, a mitad del siglo XVIII- más al norte en el Atlántico. Francia e Inglaterra luchan durante un siglo y medio por el centro mundial. Con Napoleón, Francia pierde la «segunda guerra de cien años» e Inglaterra se convierte en el centro del mundo. Hubo un intermedio en que ese lugar lo ocupó Holanda, que es a Inglaterra lo que Portugal fue a Castilla, para decirlo en forma sencilla.

En la Edad Media el poder estaba en dos puntas: las ciudades italianas en el Mediterráneo y el imperio alemán en el centro, el Sacro Imperio Romano-Germano, que pasan a segundo plano cuando comienza la mundialización oceánica de los países atlánticos de la Europa occidental y éstos son los hacedores de la historia universal. Cuando Alemania y luego Italia intentan acceder, en el siglo XX, entran en conflicto con el núcleo dominador formado por Francia e Inglaterra y se desencadenan, en diferentes formas, dos guerras mundiales entre los que ya estaban y los que querían entrar.

En el siglo XIX el primer poder de Estado-nación industrial es Gran Bretaña y el segundo es Francia, que se van a convertir en «paradigma mundial». Los países que quieran ser protagónicos deben alcanzar por lo menos el modelo de nación industrial que muestran Gran Bretaña y Francia. Ese paradigma será asumido en la segunda mitad del siglo XIX por Alemania y por Italia (me refiero a la Italia del Piamonte, de Turín, que es la parte industrial de Italia). Y en Alemania, Bismarck va a recoger y a sintetizar el Zollverein, la lucha por la unión aduanera que comenzó ya en 1834. De manera que Alemania e Italia van a acceder al Estado-nación industrial. Alemania mucho más que Italia, que sigue masivamente campesina. Y luego, a fines del siglo, aparece en Asia el quinto, que es el Japón.

Las «naciones hispanoamericanas» son ante todo un conjunto de repúblicas hijas de la descomposición del imperio español. El imperio español es un imperio preindustrial; con manufacturas, sí, pero en absoluto una sociedad industrial maquinista. Lo que quedará del imperio español es un conjunto de Estados-ciudad. Nuestras repúblicas latinoamericanas son ciudades-Estado antiguas que dominan un Hinterland, un inmenso territorio. Buenos Aires domina un amplio territorio; para controlarlo expulsó de su seno al Uruguay, que ofrecía el puerto alternativo. En la paz de 1828 se dice la verdad, se pone «el Estado de Montevideo»; hubo dudas luego en los constituyentes, pero en realidad lo que aparecía era la ciudad de Montevideo como puerto y su Hinterland.

Eso era y es así con todas las repúblicas. Son todas sociedades antiguas, agrarias, todas preindustriales. Son el Estado-ciudad de Montevideo, de Buenos Aires, de Santiago, de Lima, de Quito, de Caracas..., con inmensos espacios, inimaginables para los europeos, pero casi vacíos. Y estaban compuestos por los hombres libres -los comerciantes, los terratenientes y los artesanos- y los ilotas múltiples -gauchos, indios y todo lo demás-, que no tenían derecho a voto en ningún lado.

Estos Estados-ciudad se disfrazan, toman la retórica del Estado-nación industrial, suponiendo que imitar la Constitución de Francia nos convertirá en lo que es el Estado-nación industrial francés. Es una confusión, porque somos una periferia agraria formada por los últimos Estados-ciudad antiguos. No en vano en el 900, junto con el Ariel, aparece la obra de Juan Agustín García La ciudad indiana, que en realidad retoma la reflexión sobre La ciudad antigua de Fustel de Coulanges, trasladándola a nuestros países.

Esto recién se empieza a cuestionar a partir de la crisis mundial del capitalismo de 1929. Había gérmenes de industrias en San Pablo, en Buenos Aires, pero no llegan a configurar un poder emergente capaz de determinar al conjunto de la sociedad. Solamente en la crisis mundial del 29 los Estados-ciudad agroexportadores antiguos abren la lucha por los Estados-nación industriales en América Latina, con Haya de la Torre, con Vargas, con el PRI en México -no con la revolución mexicana-, etcétera. De manera que las nuevas exigencias de la sociedad industrial recién se plantean para nosotros en los años treinta. Antes hay insinuaciones -no es que no haya ninguna fábrica-, pero nunca con un poder social como para incidir en el conjunto.

Hubo también en Europa otros nacionalismos que poco tenían que ver con la construcción del Estado-nación industrial, pues se trataba de grupos étnicos que planteaban su autonomía e incluso independencia, pero lejos de las condiciones de una «sociedad industrial». Esto acaece especialmente en el mundo eslavo -eslovacos, croatas, eslovenos, polacos, etcétera-, que desarrollan su escritura, el cultivo de su identidad nacional y con ellas van a intentar hacer coincidir la nación. Pero no en el sentido del Estado-ciudad antiguo, como nosotros, porque no éramos naciones del tipo de Polonia, Croacia, Eslovaquia o Serbia, sino que pertenecíamos a un mismo gran ámbito histórico-cultural que se fragmentó en múltiples Estados-ciudad autodesignados «naciones».

Hay historiadores franceses contemporáneos, como Guerra, que se preguntan qué misterio hay para que la unidad de la nación se haya roto en tantos pedazos, por qué la América española, unitiva en lengua, etc., se rompe. Lo que pasa es que estaba lejos de ser una sociedad industrial y lejos de ser una nación en el sentido moderno, de dimensiones aptas como lo eran Inglaterra y Francia. La dispersión e incomunicación de América Latina entre sí era enorme. Nuestros países eran mucho más lejanos entre sí que en la época de la conquista y colonización, porque entonces España dominaba el mar. El barco oceánico era el instrumento máximo de comunicación. Con el mar y con los hombres de a caballo tenía la velocidad máxima del siglo. Una velocidad loca en comparación con la de los indios, que iban a píe. Pero en nuestra Independencia éramos solamente hombres de a caballo, el mar no nos pertenecía. Las flotas de la independencia son casi todas irlandesas, inglesas, norteamericanas; los corsarios de Artigas son casi todos yanquis, irlandeses... La América hispana no tiene barcos; en consecuencia, sus distancias se multiplican por cien, porque hacer una caminata a caballo entre un punto y otro, con los Andes y el Amazonas de por medio, se non ti vedo più, felice morte.

El fundador de la geopolítica alemana, Federico Ratzel, que escribe su Geografía política en 1897, ya ve la emergencia yanqui. Él había participado en la revolución industrial alemana, inspirada por Federico List, famoso autor del Sistema nacional de economía política (1841), el primer gran tratado económico en Alemania que postula la generación de la sociedad industrial. List fue educado por los yanquis; aprendió en los círculos industrialistas norteamericanos, descendientes de Hamilton.

La irrupción de los Estados Unidos es sencilla: el poder de los Estados Unidos emergía totalmente al margen del centro mundial. La emergencia de un poder en el centro europeo habría roto el equilibrio de poderes. Por ejemplo, una Alemania poderosa que surgiera alteraba todo el orden establecido; en consecuencia, chocaría inevitablemente con Inglaterra y con Francia, tuviera el signo que tuviera.

Pero los Estados Unidos se desarrollaban en la lejana América y en el lejano Oeste, en una colonización continental rumbo al Pacífico cuya única víctima fue México -le ocuparon inmensos territorios pero poco poblados entonces-. Una vez que liquidaron a la oligarquía agraria esclavista en la Guerra de Secesión, ahí los Estados Unidos dieron el gran salto industrial, sin necesidad de ninguna otra expansión externa. Inglaterra tuvo necesidad de formar un imperio, Francia también, Alemania intentó formar otro imperio colonial, Italia y Japón también. Los Estados Unidos no tuvieron ninguna necesidad, porque tenían espacios y la más portentosa inmigración humana que la historia conoce. Cada año llegaban cientos de miles en forma sostenida y en los últimos años anteriores a 1914 llegaban millones. Esa inmigración creciente e ininterrumpida le permitía un desarrollo continental industrial autosostenido con industrias de una escala inimaginable para Europa.

Ratzel, en plena revolución alemana, va a esa rara «periferia» que es Estados Unidos y queda asombrado, se siente como un liliputiense en el país de los gigantes. Él admiraba los ferrocarriles alemanes y, entre el setenta y el ochenta del siglo XIX, encuentra en Estados Unidos tres o cuatro ferrocarriles transpacíficos, que eran varias veces más poderosos que los de Alemania, algo inimaginable. Entonces Ratzel se da cuenta de que, dentro de la lógica del Estado-nación industrial hegemónico como vanguardia de la historia en Europa, había aparecido algo que multiplicaba en forma tan gigantesca todo, que derogaba la dimensión común aproximada que tenían todos los Estados-nación industriales de entonces e introducía dimensiones cuantitativas tan enormes que cambiaban cualitativamente la historia. Y Ratzel opta por no llamarlo Estado-nación, para no hacer una mezcla. Lo llamará «Estado continental» (industrial). Y anuncia que el siglo XX será, la era de los Estados continentales.

Hoy se habla de que el Estado-nación se terminó. «Estados-nación» son Jamaica, Uruguay, China, Estados Unidos... La expresión denota cosas tan disímiles que no dice nada. Cuando se habla de los Estados-nación se dicen palabras más o menos vacuas si no se da una explicación seria y no se disciernen distintos tipos de Estados-nación muy diferentes entre sí, porque Uruguay no es ni la China, ni Rusia, ni la Unión Europea, ni Jamaica, ni el Zaire.

Los Estados continentales serán los nuevos poderes protagónicos de la historia, desplazando a los Estados-nación industriales del siglo XIX, que quedan secundarios. Los otros tipos no industriales de Estado-nación pertenecen al coro de la historia.

Ratzel muere en 1904, pero escribe varios artículos al iniciarse el siglo, especialmente uno llamado «Lebensraum» ("espacio vital"). Más tarde los nazis adoptan esa palabra y hay una acusación contra Ratzel de ser un «prenazi», cosa totalmente falsa, porque incluso en el año anterior a su muerte él, que era un cristiano protestante, atacó duramente a Gobineau y a Houston Chamberlain, los dos teóricos máximos del racismo en Alemania.

Ratzel habla de la emergencia de los Estados Unidos cuando los cowboys se transforman en marines, se termina la epopeya del lejano Oeste y comienza la epopeya mundial de los Estados Unidos encabezada por Teodoro Roosevelt, el almirante Mahan, por George Taft y otros, el primer núcleo intelectual que ya a fines del siglo XIX se da cuenta de que ya son el «mayor poder mundial».

En la guerra con España, en la idea de Mahan, la isla fundamental para que Estados Unidos controlara las Antillas era Puerto Rico, no Cuba. En Puerto Rico están las bases de los Estados Unidos y eso no salió de su esfera. En el mismo 1898 anexan a Hawai, que había sido invitada por los Estados Unidos a la Primera Conferencia Panamericana de 1889 porque era un pequeño reino del Pacífico cercano. Y en 1904 inician el canal de Panamá para unir sus flotas del Atlántico con las del Pacífico, porque han ocupado las Filipinas, su vanguardia en el corazón del Extremo Oriente. Entonces los Estados Unidos se proyectan mundialmente, en especial, sobre la América Latina y sobre el Extremo Oriente.

Ése es el espectáculo que ve Rodó en el momento en que escribe el Ariel. Discúlpenme esta introducción extensa, pero, si no, no se entiende bien qué pasó.

Éste es el origen del nacimiento de la generación del 900 en las minisociedades latinoamericanas, o en algunas sociedades agroexportadoras como Argentina y Uruguay o el México de Porfirio Díaz, que tuvo su esplendor económico, o la naciente República de Brasil, que era una república de fazendeiros, una república de terratenientes, de hombres que controlaban el café, que era su gran producto de exportación a las sociedades industriales norteamericana y europea. Había una prosperidad finisecular en América Latina.

Al mismo tiempo que aquí emergen Rodó, Ugarte, Blanco Fombona, García Calderón y muchos otros, Ratzel dice en Alemania: los Estados nación industriales europeos están obsoletos, están liquidados, no sirven para más nada, estamos en el ocaso, salvo que nos unamos y formemos una Unión Europea, o sea, un Estado continental, aunque de distinto tipo que los Estados Unidos. Si armamos un Estado continental sí sobreviviremos; si intentamos ser sólo Alemania, Inglaterra, Francia, Italia, no serviremos para nada. No tenemos las dimensiones mínimas para enfrentar el ser protagónicos en la historia mundial del siglo XX. Esto lo sostiene Ratzel en la apertura del siglo XX. Europa fue tan decadente y tan burra que necesitó cuarenta millones de muertos y dos guerras mundiales atroces para entender algo que, si Ratzel lo entendió y hubo otros que también lo entendieron, es que se podía entender. Pero las inercias históricas adquiridas, las soberbias adquiridas, los viejos escenarios, los tics que habían generado las antiguas victorias pero que ya sólo iban a engendrar derrotas en el nuevo escenario, todo eso sobrevivió en forma de una irracionalidad terrible: dos guerras mundiales que fueron el fin histórico de Europa como centro mundial en la primera mitad del siglo XX.

Ya Ratzel dice en el 1900 que puede haber un competidor de ese Estado continental nuevo de Estados Unidos y que se abría una era de Estados continentales. ¿Y a quién ve Ratzel como competidor? A Rusia. Ratzel había visto el gran despegue industrial ruso de la última década del siglo XIX. El marxismo, Lenin, etcétera aparecieron en Rusia porque el desarrollo industrial había comenzado en forma muy intensa, localizado en seis u ocho centros. En el comienzo de la Primera Guerra Mundial, en 1914, Rusia superaba el producto bruto industrial francés, era más potencia industrial que Francia. Lo que ocurre es que su gigantismo le hacía conservar el aspecto de un mundo campesino, su industrialización estaba como difuminada en esa inmensa masa. Ratzel dice que Rusia es el único país en condiciones de enfrentar a Estados Unidos, si logra superar su heterogeneidad interna de las múltiples nacionalidades, si acelera su proceso de industrialización. Lo afirma al abrirse el siglo. Los rusos lo aceleraron en tal forma que un día, hace diez años, tuvieron un infarto y quedaron ahí, por la parálisis que les ocasionó finalmente el Estado burocrático colectivista.

En el mismo momento que Ratzel pensaba estas cosas aparecen Rodó, Blanco Fombona y otros, que ven que estos paisitos -Uruguay, Argentina, Chile, Brasil, Perú, Venezuela, etcétera- frente a los Estados Unidos somos barcos de papel, no somos más nada, no tenemos ninguna posibilidad de protagonismo histórico. Entonces ¿qué hacer? ¿Cuál es la nueva propuesta? El resurgimiento de la «Magna Patria», como le va a llamar Rodó, o «Patria Grande», al decir de Ugarte, el renacimiento de un horizonte latinoamericano. Ése es el propósito del Ariel.

Rodó se dirige a los jóvenes porque sabe que los que no son jóvenes están ya imbricados en las tareas de las pequeñas aldeas volcadas hacia lo transoceánico europeo. Y además con éxito: poco después en el Uruguay se instalaban los frigoríficos y el Uruguay empezaba a generar una modernización de su ganadería, etcétera, y en 1910 teníamos un excedente exportador altísimo que sería la base del Estado de bienestar que el Uruguay iría construyendo con Batlle y los otros partidos que lo van a compartir. Ése es el fondo de la cosa.

Rodó anuncia una nueva empresa en el instante en que el micro-Uruguay se consolida, y pasa de ser el augur de la Patria Grande latinoamericana. En el Parque Rodó, el Uruguay le hace a Rodó un monumento con «La despedida de Gorgias», un sofista que se despide de sus alumnos. Lo convierte en un profesor de literatura, pero no le hace monumento al que dice: si no hacemos la unidad del conjunto, si no generamos un estado continental latinoamericano, no existimos más. Eso es lo que dice Rodó, en esencia, cuando habla de la Patria Grande, lo que dicen Ugarte, Blanco Fombona, García Calderón.

Bolívar fue muy lejano al Uruguay de la independencia, aunque los Treinta y Tres vinieron por la victoria de Ayacucho -lo que determina la decisión de hacer la Cruzada Libertadora es la noticia que los anima de la victoria de Ayacucho de Sucre, uno de los generales de Bolívar-. Pero la primera gran reivindicación de Bolívar es el «Bolívar» de Rodó, que se lo pide Blanco Fombona, un venezolano. Le dice a Rodó que es el más indicado para rescatar a Bolívar, el hombre que puede rehacer la historia perdida, recuperar el sentido del conjunto. «Bolívar» aparecerá en 1911. Luego se publicará con otros ensayos en la segunda obra latinoamericanista importante de Rodó, El mirador de Próspero. Ahí la idea toma más forma, porque él en Ariel lo único que viene a decir es: no imitemos, imitar es no resolver el problema; el problema es plantearnos el problema y saberlo resolver desde nuestros recursos y desde nuestra historia, desde la conciencia de nuestra historia. Lo que Rodó pone en el Ariel y en «Bolívar» es la exigencia de retomar la continuidad histórica perdida del conjunto. A fines del siglo XIX había entre nosotros sólo «historias nacionales», no de América Latina, la gran nación.

Hay poco en el Ariel. Él le propone a la juventud... casi nada, y a la vez lo más fundamental: un horizonte nuevo. Nada más que un horizonte, una exigencia: sólo si caminamos hacia el conjunto de América Latina podremos autorrealizarnos y ser; si no, no vamos a ser nada.

Nada más que eso, muy poquito. Rodó apenas sabía historia de América Latina. El único que había hecho una Historia de América Latina, allá por 1865, era un chileno, Barros Arana, una especie de H. D. de América Latina, con una cronología... Pero es que una historia general sólo se puede empezar así, poniendo un orden en las fechas y los acontecimientos, para después pensarla bien. Y van a ser discípulos de Rodó, en conflicto con Rodó, los que van a empezar a escribirla. (Discípulos de la misma generación, porque Rodó escribe el Ariel a los 29 años, un pibe. Se disfrazó de viejo y el disfraz se le pegó: no se lo sacó nunca más.) Va a ser el argentino Manuel Ugarte, que lo consultaba en 1896, el que en 1910 va a escribir El porvenir de la América Española, una especie de síntesis muy sencilla. Es la primera síntesis de la historia del conjunto de América Latina: los indios, los negros, los españoles, la colonia, la independencia... Hizo un conjunto de capítulos muy accesibles y tuvo un éxito inmenso. Éste le vino por su, en cierto sentido, vocación «mesiánica» por América Latina.

Ugarte llama América española también a Brasil, lo que en el fondo no está tan mal, porque España quiere decir Hispania. La Hispania romana, que duró seis siglos, abarcaba toda la península Ibérica. Los franceses le decían l'Espagne y entonces los españoles escucharon y empezaron a decir España, pero quiere decir lo mismo, es una castellanización de Hispania, que abarcaba Portugal. El condado de Portucale era una parte de Castilla que luego se hizo reino. El reino de España se forma recién en el siglo XVIII, con los Borbones -solamente toma el título de rey de España, en el siglo XVIII, Felipe V; antes eran el rey de Aragón, el de Castilla, el de Navarra, etcétera-. Es toda una historia, y mis antiguos alumnos saben que insisto mucho en todo eso del origen, para que vean la unidad profunda que tenemos con los vecinos brasileños. Porque las batallas hay que ganarlas desde las raíces, si las hay; si queremos hacer un conjunto, que estemos desde la raíz, hermanos desde la raíz. Pues así fue y así podrá ser mejor.

Es claro que Ugarte incluye a Brasil porque toda esa generación, y la generación española del 98, está influida por el gran historiador portugués Oliveira Martins, que allá por 1877 escribe una obra magnífica que se llama Historia de la civilización ibérica. Después que España perdió su imperio y Portugal el suyo, a comienzos del siglo XIX, quedaron en harapos, y hubo grupos de intelectuales que intentaron rehacer la unidad entre España y Portugal. Oliveira Martins hace una historia unificada de Portugal y de España, los ve como dos polos internos de una sola historia. La generación de Unamuno, de Ramiro de Maeztu, la generación del 98 son todos hijos del enfoque de Oliveira Martins.

Rodó también sabe todo eso, y cuando habla de la unidad de Hispanoamérica, o de América Latina, incluye, por supuesto, a Brasil, porque para él Portugal y España son una sola nación. En ese sentido da un paso más allá de Bolívar. Bolívar sentía al Brasil monárquico como un mundo extraño. Hubo una etapa fundacional de alianza entre Portugal y Castilla, que culminó en la unidad de Portugal y Castilla en 1580, con Felipe II, Felipe III y Felipe IV. Hay sesenta años en que toda la América hispana tiene un solo rey, Brasil incluido. Ése es el apogeo inicial del imperio hispano y luego el Portugal, separado desde 1640, se convierte en instrumento inglés contra España, y España queda como segundona de Francia en su lucha contra los ingleses. Eso tiene su desenlace en la guerra napoleónica, generadora de nuestra independencia.

De la generación del 900, presidida y unificada por el horizonte del Ariel, no sólo Ugarte comienza a diseñar la totalidad de la historia de América Latina. También en 1911 el venezolano Rufino Blanco Fombona lanzaba su síntesis La evolución política y social de Hispanoamérica. Incluso en ese mismo año Rodó publicará su «Bolívar», que luego integrará El mirador de Próspero, esfuerzo de esbozar el horizonte del Ariel. Y todo esto culmina en Francisco García Calderón, cuya primera obra había tenido el espaldarazo de un prólogo de Rodó. García Calderón va a poner una visión más elaborada en Las democracias latinas de América (1912) y el remate en su espléndido La creación de un continente (1913). De tal modo, en el horizonte señalado por Ariel, la generación del 900, en vísperas de la Guerra Mundial de 1914, ya había formulado una primera gran mirada totalizadora de la historia latinoamericana. La inspiración del Ariel tenía ya sus primeros frutos intelectuales. América Latina estaba a la vista.

Pero Rodó no sólo estimuló la visión intelectual totalizante de América Latina, sino que eligió -y en cierto sentido inventó-, con notable sabiduría política, al primer sujeto histórico que podía ser portador y difusor social de ese mensaje y esa empresa unificadora: el estudiantado. El estudiantado será el primer sujeto de acción latinoamericanista. Solamente con los estudiantes podía inventarse socialmente el horizonte nuevo. El estudiante es un hecho social, no sólo biológico. No hay «jóvenes» en la clase obrera; podrán ser obreros de 20 o de 50 años, pero si hacen lo mismo es igual, tanto da, no es asunto de edad. En las clases medias y altas, en cambio, las familias eximen de trabajar durante una década a sus hijos, les pagan los estudios y los tipos se ve eximidos de ganarse el pan. Ése es el «joven». Ése es el loquito suelto, el que tiene la imaginación; no tiene nunca la victoria pero es el agitador. Ávido de sentido y de totalidades, de sintetizar su realidad abierta al futuro.

Rodó es muy consciente de que su clientela pueden ser sólo los jóvenes. Rodó es un político, un político intelectual. Entonces se dirige al mundo joven de las idealidades, y los padres se arrancarían los pelos: ¡y éstos qué me hablan de América Latina, estos anormales, con América Latina! Pánico en la familia: ¡con qué se viene este monstruo!, ¡qué ocurrencia! Pues los adultos estaban en los mecanismos socioeconómicos que procuraban el pan, y otras realidades nos ensamblaban con Europa, pero no con América Latina.

Hubo un caminar estudiantil. Cuando los estudiantes dejaban de ser estudiantes ya eran uruguayos, argentinos, etc.; añoraban su época de idealidad, sabían que sería bueno estar juntos pero... no se puede. Entonces hay una rueda en cierto sentido. Los mundos estudiantiles son herederos por más de cincuenta años del legado unionista debido al gran acto político que hizo Rodó en el Ariel. Gran político, digamos, de largo plazo, no de corto plazo; odiaba el cortoplacismo estéril de las pequeñas aldeas como aquélla en la que él se sentía vivir, la politiquería que no va a ningún lado, sobrevivir pero sin construir protagonismos futuros. Lo que hay que construir es lo más importante: la unidad de América Latina. Sólo así seremos un «Estado continental», sólo así seremos sujetos de la historia, y no coro en los márgenes.

El Ariel es simplísimo, es solamente alguien que señala un horizonte, de una historia que hay que rescatar, que hay que reinventar, que hay que redescubrir, que hay que hacer fértil. Hay que hacer Zollverein, uniones aduaneras para una gran unión política. En el Ariel sólo pone exigencias, no tiene aún la madurez de relatarnos qué diablos es el Círculo Histórico-Cultural de América Latina. Rodó está tanteando, aprendiéndolo apenas. Hoy sabemos infinitamente más que él de toda esa historia latinoamericana, porque él desencadenó ese movimiento que fue creciendo en forma incesante. Él señaló el horizonte y se murió allí, con muy pocas cositas más. Una especie de Braudel futurista de la historia a largo plazo. Y él dice en el Ariel:

Para preparar el advenimiento de un nuevo tipo humano, de una nueva civilización, de una personificación nueva de la civilización, suele precederles de lejos un grupo disperso y prematuro, cuyo papel es análogo en la vida de las sociedades al de las especies «proféticas» de que a propósito de la evolución biológica habla Heer. El nuevo tipo empieza a significar, apenas, diferencias individuales y aisladas; los individualismos se organizan más tarde en «variedad», y por último la variedad encuentra para propagarse un medio que la favorece, y entonces ella asciende quizá al rango específico: entonces el grupo se hace muchedumbre, y reina.



Él mismo se considera germen, casi insignificante, de una pequeña-inmensa novedad en todo lo que le acompaña, que van a ser los estudiantes. Aquéllos que pueden amar lo que son insignificancias para los maduros de la aldea, pero lo más decisivo del futuro.

Estamos acercándonos al momento en que la especie se aproxima a generar un reino. Estamos mucho más cerca que Rodó, por eso puse el título «De Rodó al Mercosur». Ya hemos caminado mucho, pero no sin él; por él hemos caminado. En América Latina entera se podría hacer un monumento de este Bolívar intelectual uruguayo que no es el del Parque Rodó, pobrecito, «La despedida de Gorgias». Aquí le hicieron un monumento a Rodó con lo menos importante de Rodó. El Uruguay batllista lo quería echar cuanto antes, ése es el fondo de la cosa. No lo digo despectivamente, sino porque el Uruguay batllista era uruguayista, era panamericanista, era, en el lenguaje de Rodó, «jacobino». Era todo lo anti-Rodó. Era una plenitud del Uruguay solo, justamente lo que Rodó quería trascender. Y el Uruguay lo va a empezar a trascender cuando se desprenda de la base que lo sostenía: el Imperio Británico y la Europa Occidental.

En los años del 1950 se nos van el Imperio Inglés y la Europa Occidental, se nos va la política de obtener cosas dentro del gran marco del Imperio Inglés, que era la tarea que tenían Batlle y Herrera, ésa y no otra. Un pequeño país no inventa su escenario; hay que ser una potencia para eso. Un pequeño país se adapta. Y Batlle y Herrera lograron un éxito extraordinario en la adaptación del país que durante cincuenta años fue «como el Uruguay no hay». Pero ese «como el Uruguay no hay», que le regalaba a Rodó la «irrealidad» de los jóvenes sólo por un ratito y después los hacía entrar en casa, ese Uruguay se resquebrajó, en los cincuenta, en los sesenta, en los setenta. No era el Uruguay solo: era el Uruguay británico, el Uruguay eurocéntrico, y perdió el sustento inglés y europeo. Tuvo convulsiones latinoamericanas modernas.

En el Instituto de Historia del IPA impera la historiografía francesa. Yo soy un epígono de la cultura francesa, porque mi papá quería que fuera educado por la France eterna y fui a parar al Liceo Francés. Soy un epígono de una época del Uruguay. Vasconcelos, un rodoniano, vino en 1922 y dijo: ¡que extraño país, qué país más raro! Lo definió así: «Un país de cultura francesa, economía inglesa y política exterior norteamericana». Él venía a la casa de Rodó, pero se encontró con Batlle y lo llamó el Ogro. Para Vasconcelos, Batlle era el antiRodó. Pero el Ogro había construido el Uruguay que en aquella época se podía construir. Hoy ya no se puede reconstruir ese Uruguay. Creo que hay que tener una sensibilidad de los ritmos históricos y no hacer caricaturas malsanas de las cosas.

El primer Congreso de Estudiantes, de 1908, que se hace en Montevideo. Todos son arielistas: muchachos de Perú, de Paraguay, de Chile de Argentina; también viene uno de Brasil. Y termina con un gran banquete con Rodó, lo invitan para que él cierre el Congreso. Y ahí habrá intelectuales importantísimos luego en sus países en el sentido de la lucha por América Latina: los arielistas. Y luego, la reforma de Córdoba, en 1918, tiene hasta un lenguaje rodoniano. No son los mismos estudiantes -los primeros ya eran abogados y estaban en otra cosa- pero sí el mismo mundo estudiantil. La «insensatez» pasaba a los que seguían. Pero así se construye la nueva sensatez: a través de una rueda de insensatos. La historia es así y hay que soportárselo. Los congresos estudiantiles latinoamericanos, que prosiguen hasta 1959, son los continuadores del Congreso de Panamá de Bolívar. El estudiantado latinoamericano recuperó la mejor herencia.

Viene la revolución mexicana, viene el primer acto antiimperialista multitudinario en Uruguay, en 1914, por la intervención de los marines yanquis en México, en el que Rodó es uno de los participantes. Es el primer acto antiimperialista, cuando el primer intento de unir Argentina, Brasil y Chile: el ABC, antecedente remoto del Mercosur, cuya acta de formación se firmó en Montevideo, para que Uruguay, que no integraba el acuerdo, fuera el depositario. Algo así como con el Beagle, con el ABC, en que Argentina, Brasil y Chile intentaron una alianza para arbitraje americano de los conflictos. Era algo remoto, aunque en el pensamiento de Río Branco y Sáenz Peña, que son los dos hombres que lo inventan, va más allá. Pero eran países agroexportadores que no tenían vínculo ninguno entre sí; iban todos hacia fuera, al océano y las metrópolis.

Ahí surge Quijano con el Centro Ariel, y la revista Ariel, y empiezan en los años veinte los síntomas de lo que va a venir después. Con la crisis del 29 irrumpe, con sus diferentes rostros, el nacional-populismo, que es el intento de industrializar los países latinoamericanos por separado, bajo la forma de sustitución de importaciones. Las materias primas estaban totalmente devaluadas, no les permitían comprar en el exterior, y entonces intentan sustituir las importaciones que no podían comprar. Ahí comienza la industrialización, la lucha por la industrialización, que se funda en la ampliación del mercado interno. Un ejemplo: el peronismo fue una alianza de la clase obrera y los industriales: porque esas industrias sólo se podían expandir si se aumentaba el poder adquisitivo interno. Entonces Perón impulsa los sindicatos, hace el «estatuto del peón», es decir, levanta el estándar interno. Y Vargas también. Todos los populismos levantan la única posibilidad que tenían. Por supuesto, era una industrialización limitada, porque eran pequeños mercados que no podían generar una verdadera sociedad industrial. Pero era único modo de comenzar. La industrialización era el sustento de la democratización, y la plenitud de la industrialización nos lleva a la integración.

El máximo teórico de los populismos, Haya de la Torre, será un hijo de Rodó y Ugarte. Todos los hijos están con Rodó y contra Rodó, porque le piden particularizaciones y no entienden que lo fundamental de Rodó fue sólo y nada menos que señalar el horizonte. Horizonte que sigue siendo el nuestro, nos guste o no.

Quijano tiene que estudiar economía en Europa. Acá no había facultad de Ciencias Económicas, no había economistas. Había algún abogado -Manini Ríos, Terra-, porque la administración era casi inglesa: los gerentes del ferrocarril inglés eran casi presidentes innominados del Uruguay, humildes, sin nombre. Y Quijano vuelve en 1928, cuando aflora la necesidad de los pactos regionales, planteados por el argentino Alejandro Bunge, fundador de la primera revista de economía en la Argentina, en 1919, la Revista de Economía Argentina, que va a luchar por la industrialización del país. Ibáñez, presidente de Chile en 1927, llama a Bunge, porque era partidario de la unión aduanera de los países hispanoparlantes -no todavía con Brasil. De manera que no va a ser un azar que, en 1951, Ibáñez, Vargas y Perón intenten un nuevo ABC para hacer un gran mercado común, una unión aduanera común. Es el primer intento de Mercosur, que fracasa.

Quijano, el 25 de agosto de 1930, ya escribe un artículo donde habla sobre Uruguay. Dice:

¿Qué haremos nosotros para no desaparecer en esta fantástica lucha entre los grandes? A la nueva generación le tocará responder a la interrogante, y de nada nos servirá haber conquistado la libertad política si no sabemos imponer, sin desmedro de la sociedad universal, nuestra libertad económica. Y para nosotros no la habrá, sino en el plano de la federación americana [latinoamericana, en su lengua], y en primer término de la entente regional.



Quijano en 1930 se da cuenta de que Bunge es el comienzo del aterrizaje del Ariel, en los pactos regionales. Y en un artículo de 1940, enseguida de la fundación de Marcha, el título es «Panamericanismo no, acuerdos regionales sí». Él va a fundar una revista de economía en los años cuarenta, la primera, en la Facultad de Derecho, evocando el título de la revista de Alejandro Bunge: Revista de Economía.

Todo este proceso va a continuar, al abrirse los años cincuenta, con el intento del Nuevo ABC. Al Uruguay le va a faltar -y a Quijano también- una comprensión eje, que es la del significado de alianza Perón-Vargas. Ni el Uruguay ni Quijano van a comprender el paso que da Perón sobre la enunciación de los acuerdos regionales. Perón dice: para la unidad de la América del Sur hace falta que haya un «núcleo aglutinador» fundante, y ese núcleo aglutinador fundante sólo puede ser la alianza argentino-brasilera. Ésa es la tesis central que enuncia Perón entre los años 1951 y 53. Y es la que en el Uruguay no recoge nadie. (Salvo unos pocos anónimos como el suscrito, para estar más risueño hoy, a pesar de todo.)

Eso es muy importante porque no hay política si no se señala el camino principal. Si cualquier camino llega a cualquier lado, ningún camino llega a ningún lado, sino por azar. Sólo hay política si soy capaz de discernir, si tengo una estrategia, y la estrategia es saber cuáles son los caminos decisivos y cuáles no lo son. O cuáles son importantes si se valoran desde el camino decisivo. Distinguir la importancia de los caminos, el principal y los secundarios.

Si en Europa la Unidad Europea la intentan hacer Italia, España y Suecia, no pasa nada, no importa nada, no tiene ningún efecto. Pero la Alianza de Francia y Alemania, que son las que destruyeron Europa dos veces, es la única que puede generar la Unión Europea. Ésa es la importante, todo el resto es accesorio. Y acá la alianza Argentina-Brasil es el nudo de la unidad, por lo menos de América del Sur, que es lo más importante de América Latina. Que podrá ser el Cono Sur solo o podrá ser América del Sur, como se intenta ahora, no sé. Pero ésta es la situación en que estamos hoy.

Así, hoy ya hay una política latinoamericana en marcha. La de Perón fue una enunciación que no pudo andar, hasta que empezó a andar a través de sus enemigos, como Alfonsín, que participó en la Revolución Libertadora. Pero la historia es así: no mira rostros ni nada, sigue su camino. El asunto es no confundir los significados con las personas; las personas pueden tener muchos significados.

En suma: el Mercosur, aunque muchos no lo sepan, es resultado de un largo camino del Ariel de Rodó. Y no todavía el final. Rodó nos exige profundizar y proseguir hasta la Unión Sudamericana. Eso nos corresponde a nosotros y a las generaciones que sigan. Pues se trata del «ser o no ser» de nosotros en y por América Latina. Ariel no terminó su tarea, ahora mucho más concreta y urgente. Ariel quiere incorporarse ya de una vez al mundo cotidiano, al pan de cada día. Llegar a ser ¡al fin! vulgar. Sólo así habrá realizado su misión.




ArribaAbajoArielismo: ¿impulso o freno para América Latina?

por Romeo Pérez Antón3



ArribaAbajo1.

El tema que se ha fijado a este panel gira en torno a una interrogante. La interrogante consiste en preguntar si una determinada noción, que naturalmente referiré de inmediato, es impulso o freno para América Latina.

Cuando se plantea algún tema de acción social en términos de impulso o freno como alternativas, no puedo dejar de pensar en el planteo clásico a esta altura de Carlos Real de Azúa, en relación con un actor y una acción social muy definida: el batllismo. Él lo formuló en términos de impulso y freno, pero no contraponiéndolos, un poco ingenuamente -¿fue impulso o fue freno?, ¿daba cuenta del impulso o del freno de la sociedad uruguaya de su época y de las posteriores?-, sino más bien buscando e identificando, creo que con éxito en el caso del análisis del batllismo de Real de Azúa, el freno en el propio impulso.

Impulso y freno no son necesariamente factores disociados; naturalmente, debe distinguírselos, pero pueden ser perfectamente representaciones alternas de un solo factor o de una sola línea u orientación de actividad.

Impulso o freno, entonces, para América Latina. La alternativa es de impulso o freno, pero también del freno en el impulso y del impulso en el freno. Y el tema refiere a la noción del arielismo. Antes de hablar del arielismo quiero subrayar que hay audacia en el planteo del tema del panel.




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En primer lugar, porque procura que refiramos al arielismo, y no es fácil referir al arielismo -ya vamos a ver con qué alcance es difícil y por qué es tan difícil-. Y en segundo lugar porque hay audacia al, por decirlo así, traer a juicio el arielismo, y justamente en la conmemoración de los cien años de su primer texto, aquel que da nombre a esta tesitura. Debe ser enjuiciado, hay que conmemorarlo enjuiciándolo, y enjuiciándolo en términos de eficacia en la promoción de una conciencia latinoamericana y un proyecto histórico, una política o sus contrarios, o sea, del fracaso de esas aspiraciones.

Me parece una muy buena manera de conmemorar, y especialmente de conmemorar a Rodó. No pude escuchar íntegramente la exposición de Alberto Methol Ferré; solamente escuché los últimos quince minutos. Por suerte conozco su pensamiento y puedo entonces reconstruir en parte lo que no pude escuchar. ¿Por qué aludo a su exposición? Porque quisiera apoyarme en él, en su autoridad para cargar de solemnidad la alusión de Rodó.

Rodó es la mayor proyección del Uruguay en los grandes espacios culturales y políticos del mundo. Tenemos que asumir esto: es la vigencia más gravitante, más duradera y más aceptada de las que han surgido en estas tierras, y en este agrupamiento y esta aventura oriental y uruguaya no hay ninguna de más amplio impacto y de mayor trascendencia.

No les niego valores a estas que voy a mencionar, pero quiero ser concreto. El impacto, la trascendencia de Rodó es superior a la de Artigas, es superior a la del batllismo, es superior a la del herrerismo, es superior a la de nuestra construcción democrática, que es el timbre de gloria más alto, seguramente, que tenemos como comunidad nacional, estatal, los orientales.

Rodó es no sólo aquello por lo que mayormente se nos conoce y se nos respeta, sino aquello a través de lo cual hemos codeterminado a otros en el continente y aun más allá del continente. Pongo nada más que un ejemplo de índole más bien literaria, pero es que con Rodó no hay mas remedio que pasar permanentemente de la política a la literatura y al pensamiento más abstracto. Durante décadas Rodó fue el único escritor uruguayo de la colección de clásicos de Aguilar, y allí ha sido editado y reeditado profusamente, hasta el día de hoy.

Ahora, esta principal vigencia que el país ha dado a los grandes espacios de interacción continentales y extracontinentales está, hasta el día de hoy, deficientemente asumida por nosotros mismos, por nuestro país. Oí apreciaciones de Methol al respecto y naturalmente descanso en su autoridad. Pocas veces se dice entre nosotros todo lo que Rodó significó y sigue significando; a menudo lo oímos de quienes nos visitan y nos hacemos como los distraídos.

Este año, los cien de Ariel, el primer centenario, ha pasado relativamente inadvertido. La solemnización que se ha hecho de él es sospechosamente flaca, fragmentaria, mérito naturalmente para quienes, como la Universidad Católica y el Instituto de Historia, lo han hecho y signo para que todos nosotros nos interroguemos por qué pasa lo que pasa.

No estoy pensando -es parte de la explicación pero no la parte sustancial- en las pequeñas rivalidades que en vida cercaron a Rodó y que en su muerte persistieron más allá de todo lo justificable. No estoy aludiendo sola ni principalmente al hecho de que la repatriación de sus restos, con la unción que correspondía, fue obra de la sociedad civil de este país, no del Gobierno, no del Estado.

Estoy aludiendo a otra cosa, a una actitud que nos alcanza a todos y que todos debemos, creo, presentarnos como un problema de definición y de comportamiento. De tal manera que abordar las cosas de Rodó, superando los problemas que depara el hacerlo, es una de las tareas que con mayor asiduidad y energía debemos imponernos.

Nos toca entonces ahora, en ese cuadro, referir al arielismo. ¿Qué es el arielismo? Diría que hay una cuestión de la propia referencia a esta noción. ¿Es el arielismo el contenido del Ariel y el Ariel el único texto del arielismo? Creo que sería peligrosa esa equiparación, porque Ariel es un anuncio grandioso de un genio de 29 años, aún no cumplidos, pero solo un anuncio. Retomaremos esto un poco más adelante.

Es Ariel un compromiso estético, incluyendo la estética de las formas y la estética de las letras. Hay algo de eso, es una de las dimensiones, sin duda, de esta noción, pero el arielismo no puede sino ser mucho más que eso. Y así podríamos hacernos una serie de preguntas. El arielismo es esencialmente ambiguo o, quizás con mayor precisión, polisémico. Significa muchas cosas y probablemente signifique cosas distintas para la mayor parte de quienes lo invocan.

Ahora observen que, a pesar de su polisemia, de los malentendidos que puede generar, el arielismo constituye una referencia ineludible en muchísimos contextos, en muchísimas perspectivas. Por decirlo así, el arielismo existe, como existen las construcciones socioculturales; pero existe y existen mucho más allá del país. Es un componente de algo que podríamos llamar conciencia latinoamericana todo lo que ella genera.

Existe, es una vigencia, ha pasado de generación en generación durante cien años, no es un asunto hundido en el pasado -me remito a la exposición anterior y a muchas otras de este ciclo-. En la pluralidad de significaciones, entonces, cuando referimos a él no estamos aludiendo a quimeras o a construcciones antojadizas, estamos ante un asidero que conviene que identifiquemos y que le quitemos ambigüedad; no necesariamente pluralidad de significados, polisemia, pero sí ambigüedad.

Para hacerlo propongo un método: buscar el mínimo del arielismo. Entre todos sus significados y más allá de su oscuridad, creo que hay un mínimo en que podríamos coincidir con todos los que se han ocupado del tema. Creo que ese mínimo tiene que identificarse de la siguiente manera: no es una oposición entre la América sajona y la América Latina; se asocia a ello pero no es eso.

El arielismo es un alerta contra la nordomanía, contra la manía de imitación del norte, especialmente de Norteamérica, de los Estados Unidos de América -nordomanía, como ustedes saben, es un término de Rodó en el Ariel-. Un alerta contra la nordomanía, y no la comprobación de una oposición objetiva de América sajona contra América Latina. Un alerta, entonces, contra la imitación, la actitud imitativa del norte.

Para Rodó, fundado en la psicología, especialmente en la psicología social de su época, el concepto de imitación es una categoría de enorme trascendencia. No es lo que hoy nosotros manejamos como imitación, es mucho más que eso, mucho más comprometedor y más determinante. De modo que subrayo lo de la imitación y subrayo lo del alerta, imitación del norte y alerta contra ella.




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Vayamos al Ariel, que es sin duda un texto del arielismo. No me gusta que lo tomemos como el último texto, el definitivo del arielismo, como un epítome. No creo que lo sea: más bien es el proyecto del arielismo, pero no podríamos empezar de otro modo que leyendo el Ariel -y además, el conmemorar los cien años de su aparición nos lleva a esta obra.

¿Qué decir sobre el impacto del Ariel que ya no se haya dicho? Basta solo recodar todas las investigaciones que han calibrado, que han medido ese impacto.

Fue asombroso el impacto, absolutamente imprevisible. No era la obra de un escritor consagrado, ni siquiera de un escritor conocido. A la inversa: lo consagraría y lo volvería conocido en todos los rincones de América. Haría el milagro de que Rodó de ahí en adelante fuera un íntimo de todos los latinoamericanos angustiados, en búsqueda, con un mínimo de inquietud por las construcciones abstractas, del pensamiento general, del pensamiento abstracto. Lo haría llegar a España y entrar fuerte en la cultura española, a través de algunas elites, pero muy hondamente también. Ese Rodó que a la altura de Ariel era todavía tan injusto con las raíces ibéricas, de todo lo que era común y lo que le importaba, ya pagaría esa deuda con creces en sus obras posteriores.

Se han formulado explicaciones para el impacto, sin desmedro de su impredecibilidad. Tengo que decir que he aprendido de Alberto Methol Ferré el significado de la celebración del cuarto centenario del Descubrimiento de América en 1892. Sin duda alguna, las resonancias duraban en 1900, cuando apareció Ariel. Pero entre el 92 y el 900 hay una fecha importantísima: el 98, la guerra de Estados Unidos con España, la pérdida de las últimas colonias españolas, etcétera.

En un sentido, Rodó integra la generación del 98. Por cierto que se ha llamado generación del 98, la un núcleo español, pero hay una generación marcada por el 98 también en Hispanoamérica, y Rodó es probablemente el más influyente, el más profundo de sus miembros.

Creo que de las secciones del Ariel no hay que quedarse exclusivamente, cuando lo traemos a juicio en cuanto a su eficacia para el desarrollo latinoamericano, con aquella en que él perfila, caracteriza la sociedad norteamericana, se hace preguntas, la indaga y finalmente la juzga. Hay que leer eso, es el centro del texto arielista para lo que nos interesa, pero no se puede leer esa sección sin la anterior, porque en la anterior es donde se acuñan, y a veces se toman de otros autores, las categorías con las que Rodó va a analizar los Estados Unidos y su significación para los latinoamericanos.

La sección anterior es aquella en que centralmente Rodó asume la crítica que de la democracia ha hecho lo que podemos llamar la alta cultura; la mayor parte de los autores que más le importaban -un Carlyle, un Renan, y con ellos, otros-. A Rodó visiblemente lo conmueve el escepticismo hacia la democracia cuando la hostilidad, en nombre de los valores más selectos del espíritu -las acumulaciones culturales más valiosas, diríamos hoy- la exponen estos y otros autores.

Rodó percibe en el 900 la democracia como una práctica que respeta hondamente, pero de multitudes sin valores culturales destacados, principalmente de las multitudes que viven en los Estados Unidos, que se han integrado a los Estados Unidos. También observa experiencias democráticas en algunos países iberoamericanos o latinoamericanos, pero observa el mismo reinado de la mediocridad y por otro lado los altos faros de la cultura, que o son abiertamente antidemocráticos o recelan de la democracia, del igualitarismo democrático y de otras implicaciones de este ideal.

Rodó resuelve esa angustia replicando, refutando a muchos de sus guías intelectuales y morales; no acepta la crítica, termina pronunciándose a favor de la democracia, pero no es insensible, no despacha alegremente esa crítica. Salva a la democracia a través de una paradoja, porque dice: solo en la democracia es posible demoler las desigualdades que no son las de los talentos y las del mérito moral; solo en la democracia se puede seleccionar el modo como la alta cultura intelectual y moral y de la belleza seleccionan; solo la democracia puede habilitar la aristocracia del espíritu. Todas las demás aristocracias vulneran o bloquean la selección de los mejores en el espíritu, no de los mejores en la riqueza, en la prosapia o según cualquier otro criterio. Y es en esta paradoja que él equilibra su ideal democrático: quiere una democracia que produzca la selección y reconozca a los mejores, quiere una aristocracia del espíritu en el seno de un orden político y social democrático.

A partir de allí encara la que él reconoce como la más plena, la más sólida, ya por entonces la más duradera, prolongada históricamente de las democracias: los Estados Unidos. Afronta entonces a los Estados Unidos desde la angustia de que una democracia que no produzca la aristocracia según el espíritu no puede pasar de la chatura de las sociedades ordenadas según la mediocridad, tomando como base la fuerza del número, la indiferencia de los snobs que proliferan en los ordenamientos democráticos. Es la democracia, es la sociedad de la novela realista y naturalista de su tiempo, que él recibe con admiración como denuncia, pero como denuncia de un estado de cosas inaceptable, respecto del cual hay que reaccionar irremisiblemente.

Para una sociedad fundada en la mediocridad, reacia a producir en democracia la aristocracia espiritual, él utiliza el término utilitarista. Una sociedad así es una sociedad utilitarista en su mejor versión. Pone el término utilitarista para no menospreciarla, o para no ser injusto con ella, y entiende que Estados Unidos es la plena realización del utilitarismo. Utilitarismo no lo toma Rodó en el sentido de la escuela utilitarista de la filosofía. Utilitarismo es el orden social, económico y político fundado en la realización de los intereses inmediatos y visibles, normalmente vinculados al crecimiento de los bienes tangibles.

¿Qué piensa Rodó de la democracia utilitarista por antonomasia, los Estados Unidos? Debemos ser sumamente precisos. Estamos en la sección norteamericana del Ariel, están contenidos allí todos los reconocimientos que normalmente los críticos de Rodó le imputan haber salteado o haber ignorado.

Rodó no ignora la maravillosa construcción institucional a partir de los Papeles federalistas, de los Federalist Papers, y toda la labor de desarrollo constitucional, democrático en Estados Unidos: la de la Ley, la de la Constitución, la de los tribunales. No la ignora, utiliza los adjetivos más enfáticos que uno pueda concebir para ello. Rodó no ignora la pluralidad cultural que Estados Unidos va incorporando permanentemente sin perder sus ideales políticos primarios y su capacidad de igualar, de igualar al menos en los derechos políticos. Rodó no ignora la dimensión religiosa de la convivencia estadounidense; al respecto tiene las palabras que él sabía usar cuando quería ser afirmativo, categórico, cuando quería subrayar.

No, Rodó tiene todos los reconocimientos que habitualmente se supone no supo hacer al juzgar a Estados Unidos. Eso sí, están allí como infrarrepresentados, están aludidos, pero como de pasada. En un texto moroso, no excesivamente, pero moroso en un estilo que con maestría utiliza la reiteración, estos reconocimientos a veces cubren menos que un párrafo no demasiado largo y a veces son mencionados una sola vez. De tal manera que están, pero pesan relativamente poco, menos de lo que a mi juicio deberían pesar.

En segundo lugar, el enjuiciamiento de Rodó de la gran democracia utilitarista tiene una conclusión. El hombre de los finales abiertos, el escritor de esa maravilla que es el último párrafo de Motivos de Proteo -ese estatuto de la renovación, renovación de la verdad que el escritor pasa a otros-, ese maestro de los finales abiertos lleva esta sección del Ariel a una conclusión, le da un remate y es muy incisivo.

Ese remate, me atrevo a decirlo, es una verdad a medias, una gran verdad a medias. Era verdad en el 900 y creo que hoy todavía es verdad, a pesar de la computación, a pesar de Spielberg, a pesar de todo lo que sabemos de Estados Unidos.

Estados Unidos no es la cúspide, si es que admitimos que hay un esfuerzo civilizatorio y que hay una jerarquía de los logros de esa naturaleza, de ese esfuerzo. Esa creo que es la parte de verdad del remate jugado, del final no abierto de esta sección del Ariel y que es decisivo para el arielismo.

Pero decía que era una verdad a medias, porque a mi juicio, y acá está la parte de error de la conclusión rodoniana, si Estados Unidos en el 900 -y creo que en el 2000 también- no es la cúspide del esfuerzo civilizatorio, y no está cercano a la cúspide ni encaminado a ella, no es cierto que ese resultado se deba a que su sustancia es la de una democracia utilitarista.

Creo que los reconocimientos hechos al pasar deberían haber sido integrados a la conclusión. Y debería entonces haberse dicho que, si bien todavía, y no sabemos hasta cuándo, las más grandes realizaciones de la ciencia, del arte, de la filosofía, de la política incluso -dejando de lado las instituciones políticas, donde a mi juicio Estados Unidos tiene el primer lugar- no se registran en esta tierra tan generosa, también es cierto que esa civilización en sus cúspides hoy integra lo norteamericano.

Quiero decir: no se realiza ahí la culminación, pero la culminación supone la dinámica civilizatoria estadounidense, y no es que solo se difunda por los inventos de los estadounidenses o los sustentos utilitaristas de los estadounidenses, hay algo más. Entonces, presencia en la cúspide, aunque no es todavía hoy la tierra de las cúspides civilizatorias. A esto llamo una verdad a medias.




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A partir de ahí, Ariel termina dirigiéndose a los latinoamericanos. Buena parte de los latinoamericanos que se han ocupado de Ariel lo han interpretado como la proclamación de una diferencia con la América sajona que privilegiaría nuestro carácter latino. Creo yo que apresuradamente los latinoamericanos han interpretado que Rodó pensaba que Ariel era latinoamericano, o por lo menos que los latinoamericanos éramos arielistas y no calibanescos. Calibán residía en el norte y no es eso lo que dice Rodó.

Rodó dice que América Latina debe ser la patria de Ariel, debe inspirarse en Ariel, no dice que lo sea o que se inspire. Más aun, dice que muchas de las ciudades más avanzadas, más brillantes de la América Latina están prácticamente en el dominio de Calibán, ya se han convertido en patrias del utilitarismo y en algunos casos en democracias utilitaristas. El Ariel no es complaciente, y si es latinoamericano no es autocomplaciente; al contrario, es un desafío y tiene mucho de juicio desfavorable. Creo que esto es muy importante que hoy lo retomemos, al releerlo después de cien años.

Debemos recuperar a Rodó, debemos más bien abrirnos a la trascendencia que Rodó tiene, nos guste o no nos guste, y muchas veces, parecería, a pesar de su patria. Esa patria que lució tan extraña a Vasconcelos y podemos explicarnos que luciera tan extraña, si él vino a la patria de Rodó, a la tumba de Rodó y encontró lo que éramos y quizás en buena medida lo que todavía somos, aunque tal vez estemos dejando de serlo.

Yo digo que a Rodó hay que recuperarlo no tanto a través del arielismo, sino a través de otra cosa de su pensamiento íntegro, que de alguna manera queda anunciada plenamente en Ariel. Creo que casi nada de lo que luego Rodó aportaría se encuentra absolutamente divorciado de Ariel, es ajeno a Ariel, ni siquiera aquella justicia con la cultura hispánica a la que me refería antes. Todavía no es justo, pero por lo menos está la semilla que lo va a conducir, en páginas magistrales del Mirador de Próspero, a la justicia con esta tradición que es el sustento de buena parte de nuestras raíces, de la mayor parte de nuestras raíces.

Tenemos que rescatar entonces, más que el arielismo, el pensamiento de Rodó. Queda feo decir rodonianismo, pero sería ese más o menos el término; o sea, el Rodó posterior y Ariel como anuncio y no como epítome de Rodó. No está todo Rodó en Ariel, está simplemente anunciado o anticipado; hay que leer íntegramente a Rodó. Hay que leerlo, desde luego, como un maravilloso prosista dentro de su estética, dentro de su poética. Tenemos que luchar permanentemente contra el «Rodó aburrido», el «Rodó anticuado», etcétera. Rodó no es aburrido ni anticuado; al contrario, es uno de los escritores dotados de mayor potencia sísmica, sin duda, de América Latina y del siglo XX, al menos considerado dentro de lo que yo conozco.

Pero hay que ir también más allá del Rodó escritor. Hay que captar también que Rodó era un político, un profeta político, no un conductor político. Quiso serlo, fue un militante político, es interesantísima la experiencia de política práctica de Rodó que uno observa a través de una memoria de Julio María Sosa, compañero en la adolescencia de militancia política en el Partido Colorado4. También es muy importante la labor parlamentaria de Rodó. Pero Rodó no tiene evidentemente su magnitud mayor en la política práctica, sí en pensar la política y en abrir horizontes, en llevar los horizontes adonde no podrían llevarlos seguramente otros.

Escritor, político, pensador abstracto... No digo filósofo, no creo que haya sido específicamente un filósofo, aunque era culto en filosofía, pero creo que sí es un importante constructor de nociones abstractas y de categorías de análisis histórico y de análisis literario (esto está muy reconocido), y ni hablar de análisis cultural, político y social. Y ahí tendremos entonces la plenitud de Rodó y nos reecontraremos con los que reconocen a Rodó mucho más allá de lo que los uruguayos lo reconocemos.




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Termino diciendo que en ese Rodó, y no en el de Ariel, encontraremos lo que ha destacado Arturo Ardao en el José Enrique Rodó de 1971 de Biblioteca de Marcha. Rodó, sostiene Ardao, elaboró después de Ariel una pauta o un programa de crecimiento cultural de América Latina que es al mismo tiempo netamente realista, consciente de lo que teníamos y no teníamos entonces -que no es muy distinto de lo que tenemos hoy, a mi juicio-, pero tanto como realista es un programa ambicioso.

Rodó, según Ardao -y esto se comprueba en su enorme correspondencia, que es la correspondencia de un operador cultural y de un creador de redes- propuso a América Latina recibir selectivamente. Fíjense qué pronto se dice, qué sencillo es y sin embargo cómo junta los pies en el suelo y la ambición muy alta, el horizonte mucho más adelante de lo que cualquier otro lo podría poner: recibir. Todavía somos receptores, en lo cultural; desde la técnica hasta las construcciones más abstractas o los productos artísticos de mayor trascendencia, todavía somos básicamente, diríamos hoy, tomadores. Tomadores de expresiones, de cultura, de pautas, de propuestas.

Pero seamos selectivos. Al ser selectivos ya hoy, pese a nuestras flaquezas, seremos autónomos, seremos creativos. Quien selecciona ya es creativo; quien selecciona no imita servilmente: cocrea, se abre, pero transforma lo que recibe y un día sin darse cuenta emite tanto como sintoniza, transfiere tanto como toma. Recibir selectivamente, entonces, en lo artístico, en lo filosófico, en lo literario y poético, en lo político, en lo económico, en la vida de la empresa, en el consumo, en las universidades, en las pautas juveniles, etcétera.

Si recibimos selectivamente, un día seremos autónomos y tal vez lleguemos a ser centrales y a tocar la cúspide de la jerarquía civilizatoria.






ArribaAbajoEl arielismo, más allá de su leyenda negra

por Adolfo Garcé5



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Quiero agradecer la invitación a participar en este homenaje a Rodó, a cien años de la publicación de Ariel. Pertenezco a una generación que, por razones que explicaré más adelante, prácticamente desconoce la importancia de la obra de los «maestros del 900». Mi encuentro con Rodó data de comienzos de los noventa. En aquel entonces, con Gustavo De Armas, estimulados por la lectura de algunos los excelentes ensayistas de la generación del 45, como Carlos Maggi y Carlos Real de Azúa, emprendimos la aventura de recorrer los principales hitos del pensamiento nacional. Al llegar al 900 descubrimos, con asombro, un mundo intelectual increíblemente similar al que nos estaba tocando vivir desde fines de los años ochenta: una época de creencias rotas, de severísimos cuestionamientos a la razón y a la idea de progreso. Leyendo a José Enrique Rodó y a Carlos Vaz Ferreira comprendimos que la crisis de paradigmas, la «intemperie», como le gustaba decir a Gerardo Caetano, podía transformarse en una espléndida oportunidad para crecer (sin que lo supiéramos, empezaba a gestarse el programa de investigación acerca de los intelectuales y la política en el Uruguay que hemos venido impulsando en los últimos años). Por eso, reflexionar sobre Rodó y su Ariel, en el marco de este ciclo, tiene un sentido muy especial para mí. Significa referirme a uno de los autores que más me ayudaron a esquivar la zancadilla posmoderna y a revalorizar la tradición intelectual uruguaya6.

Se nos ha pedido que reflexionemos acerca de los efectos del arielismo en el desarrollo latinoamericano. Es preciso empezar por señalar la doble pertinencia, teórica e histórica, de la pregunta que nos convoca: arielismo, ¿impulso o freno para América Latina? En primer lugar, considero que en el plano teórico la interrogante es absolutamente pertinente: existe una abundante acumulación teórica y empírica que abona la tesis de que la cultura, las ideologías, los valores, tienen efectos sobre el desarrollo de las naciones. Las ideas importan. El desarrollo económico y social no depende únicamente de factores materiales como la dotación de recursos naturales, la ubicación geográfica del país, la estructura de las relaciones comerciales, el grado de tecnificación de su aparato productivo o de sofisticación de las estructuras del estado. Las ideas predominantes en la sociedad acerca de los caminos y las perspectivas del desarrollo económico (colaboración-conflicto, pesimismo-optimismo, etc.), las doctrinas económicas imperantes (dirigismo-liberalismo), la ideología de los actores políticos (izquierda-derecha), entre otras formaciones ideológicas, inciden en la dinámica del desarrollo. Mirado desde esa perspectiva es perfectamente razonable concebir que el arielismo, en tanto doctrina con alto impacto en las elites latinoamericanas de las primeras décadas del siglo XX, haya ejercido una influencia política relevante7.

En segundo lugar, la pregunta disparadora del panel tiene una indudable pertinencia histórica: hemos heredado de las generaciones que nos precedieron una visión negativa del arielismo (el arielismo como freno) que resulta imprescindible problematizar. El cuestionamiento al arielismo formaba parte del vasto impulso hacia la «demolición de la ideología batllista» que caracterizó el ascenso de la «generación crítica»8. Estaba, por ende, teñido de las obsesiones, ideologías y percepciones predominantes en aquella época. Vale la pena, hoy, en un contexto histórico e ideológico tan diferente, volver a revisar el arielismo y su legado.




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El arielismo, para resumir su esencia en una frase, es un ambicioso programa de acción para la elite joven de América Latina. ¿Qué les dice Rodó a los jóvenes latinoamericanos? Los convoca fervorosamente al ágora, los llama con elocuencia a ser protagonistas de la vida pública para que impidan que nuestra América traicione sus raíces latinas, pierda su originalidad y se convierta en una mera copia de América del Norte. Repasemos ordenadamente los puntos centrales de este programa.

En primer lugar, el arielismo es, se ha dicho muchas veces, juvenilismo. Rodó convoca a los jóvenes a conquistar, «por la perseverante actividad de su pensamiento, por el esfuerzo propio, su fe en determinada manifestación del ideal y su puesto en la evolución de las ideas»9. América Latina, clama Rodó, precisa la «fuerza bendita» de su juventud10, «la iniciativa audaz, la genialidad innovadora»11: «Animados por ese sentimiento, entrad, pues, a la vida, que os abre sus hondos horizontes, con la noble ambición de hacer sentir vuestra presencia en ella desde el momento en que la afrontéis con la altiva mirada del conquistador»12.

Rodó no se limita a reclamar la participación juvenil, a desatar ese espíritu de «conquista». Les ofrece un modelo, un ideal de ser humano, un arquetipo al cual tender. Éste es el segundo rasgo fundamental del arielismo: el idealismo. Según Rodó, el hombre no debe desarrollar una sola faceta de su personalidad: «por encima de los afectos que hayan de vincularos individualmente a distintas aplicaciones y distintos modos de vida, debe velar en lo íntimo de vuestra alma, la conciencia de la unidad fundamental de nuestra naturaleza, que exige que cada individuo sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad, en el que ninguna noble facultad del espíritu quede obliterada y ningún alto interés de todos pierda su virtud comunicativa [...]. Aspirad, pues, a desarrollar en lo posible, no un aspecto, sino la plenitud de vuestro ser»13. De acuerdo con la visión de Rodó, la humanidad estaba quedando atrapada en la «esclavitud material»: «Todo género de meditación desinteresada, de contemplación ideal, de tregua íntima, en la que los diarios afanes por la utilidad cedan transitoriamente su imperio a una mirada noble y serena tendida sobre las cosas, permanece ignorado, en el estado actual de las sociedades humanas, para millones de almas civilizadas y cultas, a quienes la influencia de la educación o la costumbre reduce al automatismo de una actividad, en definitiva, material»14. Los jóvenes que América precisa, según Rodó, son los de esta clase. Son aquéllos que tienen la capacidad de preservar un espacio para la vida interior, «donde tienen su ambiente propio todas las cosas delicadas y nobles», «la meditación desinteresada, la contemplación ideal, el ocio antiguo»15, el sentimiento de «lo bello»16.

Esta reivindicación del idealismo en tanto complemento indispensable de la propensión materialista que él advierte en las sociedades modernas se traslada, en la segunda parte de Ariel, del plano individual al colectivo, del terreno estrictamente personal al de las estructuras políticas y sociales. El tercer rasgo importante de la doctrina arielista es la crítica de la democracia norteamericana. Esta crítica se efectúa en nombre del ideal. Rodó considera que la democracia norteamericana está arrasando con la jerarquía social, aboliendo la diferencia entre los individuos y sacrificando la calidad a la cantidad: «La democracia, a la que no han sabido dar el regulador de una alta y educadora noción de las superioridades humanas, tendió siempre entre ellos a esa brutalidad abominable del número que menoscaba los mejores beneficios morales de la libertad y anula en la opinión el respeto de la dignidad ajena»17. Rodó apoya la democratización de las sociedades pero insiste en la necesidad de salvar el «criterio de selección»: «Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores, asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados»18.

El cuarto rasgo del arielismo es la crítica del modelo de desarrollo social norteamericano. Rodó advierte contra la «nordomanía», contra la inclinación hacia la «imitación unilateral de una raza por otra». Muchos de los rasgos más característicos de la civilización norteamericana le merecen severos reparos: el utilitarismo desbordado19, el activismo convertido en fin en sí mismo20, el sensacionismo en el plano estético21 y la degradación de la vida política, atrapada entre el gobierno de la mediocridad y la plutocracia22.

El quinto rasgo de la doctrina de Ariel, en cierta forma, resume a todos los restantes: el latinismo. La reivindicación del idealismo y la crítica del modelo político y social norteamericano se realizan en nombre de la «raza latina», esa «gran tradición étnica» que, en su opinión, debe ser preservada para que América Latina no se convierta en una civilización vulgar, materialista, sin alma: «Existen ya, en nuestra América latina, ciudades cuya grandeza material y cuya suma de civilización aparente, las acercan con acelerado paso a participar del primer rango del mundo. Es necesario temer que el pensamiento sereno que se aproxime a golpear sobre las exterioridades fastuosas, como sobre un cerrado vaso de bronce, sienta el ruido desconsolador del vacío [...] Necesario es temer que ciudades cuyo nombre fue un glorioso símbolo de América [...] puedan terminar en Sidón, en Tiro, en Cartago. A vuestra generación toca impedirlo; a la juventud que se levanta, sangre y músculo y nervio del porvenir [...]. No desmayéis en predicar el Evangelio de la delicadeza a los escitas, el Evangelio de la inteligencia a los beocios, el Evangelio del desinterés a los fenicios»23.




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La doctrina arielista logró una victoria fulminante. Muy pronto, Rodó fue proclamado «Maestro» por las jóvenes generaciones latinoamericanas. En Uruguay, como tantas veces explicó Ardao, la influencia de su obra fue poderosa y perdurable: junto a Carlos Vaz Ferreira «realizan, cada uno a su manera, un excepcional magisterio por el que se expresan los cánones filosóficos de la nueva época»24. El Centro Ariel, creado en 1919 y presidido por Carlos Quijano, fue una de las instituciones más representativas de la penetración del mensaje arielista en las nuevas camadas25.

Será el propio Quijano quien encabece, con su precocidad característica, la rebelión contra algunos aspectos de la doctrina de su Maestro. En 1927, diez años después de la muerte de Rodó, envió desde París una nota al diario El País polemizando con un lector a propósito de la doctrina arielista. Decía Quijano: «¿Será necesario decirle a usted que nuestro respecto y nuestra admiración por Rodó no son menores ahora que antes? Y, sin embargo, ¡cuántas objeciones a su «sistema», esta nueva lectura [de Ariel nos ha hecho aparecer!». Las «objeciones», explica Quijano, están directamente relacionadas con la «oportunidad de su prédica en América»: «Somos un continente semi colonial; dependiente del extranjero en materia de capitales, de industrias, de ciencia [...]; carecemos, por regla general, de iniciativa, de perseverancia, de voluntad de trabajar; vegetamos en la pereza, la ignorancia y un vago y estúpido idealismo aristocratizante [...]. Pues bien, en un continente que todavía no ha sabido ganarse su pan, Rodó predica la educación antiutilitaria; el culto de la belleza; en un continente enfermo de «dilentantismo», la cultura integral; en un continente enfermo de idealismo y pereza, el «ocio noble», la despreocupación del presente [...]. Le repetimos, nosotros no discutimos a fondo las tesis de Rodó. Discutimos su oportunidad, su aplicación»26.

Con el paso del tiempo, Quijano emprenderá «el camino de retorno a Rodó»27. Sin embargo, su tan temprano como lapidario juicio de 1927 ya anunciaba el tenor de los reproches que habrían de arreciar sobre el arielismo y su creador en las décadas siguientes. Uno de los críticos del 45 que más sistemáticamente ha pulsado esa cuerda es Carlos Maggi. Desde los ya lejanos tiempos de Uruguay y su gente hasta ahora, Maggi ha venido insistiendo en relacionar la prédica arielista con el «quede» uruguayo. En «Calibán 63», realiza una crítica implacable de «los arieles»: «Los arieles nadan entre imágenes, disfrutan en ese baño de inmersión y así confunden sus largas vacaciones en la playa con la soledad, la guerra y las mordeduras que supone entrar a la verdad. Creen que se puede hacer algo sin ampollarse las manos al empuñar la herramienta feroz de la cultura. Los arieles hacen la plancha, echan hacia arriba un chorrito de agua y dicen: somos los grandes cetáceos [...]. De los párrafos anchos de Rodó -más que armoniosos, parsimoniosos-, de sus consejos por vía aérea, de sus blancos ideales situados en el espacio exterior, nos viene en buena medida esta población de sonámbulos, hipnotizados, durmientes, sesteadores, casi ensoñativos y demás afectos al nirvana de aldea: contra la almohada de Ariel cierran los ojos y vagan los arieles señoriales entre columnas, imágenes y hermosas palabras»28.

Maggi no comete la enorme injusticia de asociar directamente a «los arieles» con Rodó: «arieles no son Ariel; ni por arieles se entiende Rodó. Esta larga y huera descendencia se realiza desde él por filtración indebida. De nueve arieles, diez no leyeron el libro o no supieron leerlo»29. El arielismo que Maggi cuestiona es, por ende, una transmutación de la doctrina de Rodó, la tergiversación realizada por «los arieles». Pero, curiosamente, para combatir esta mala mutación de la doctrina rodoniana Maggi aconseja «la misión de amor de matarlo para que logre la paz»30: «si el árbol se juzga por sus frutos, vale más cortarlo. Tal vez sirva para echarlo al fuego, y quemándose, haga una buena brasa. Caballeros: siete llaves al sepulcro de Ariel y en marcha»31. A partir de entonces, Maggi se ha cuidado mucho menos de distinguir el árbol de sus frutos. Totalmente decidido a erradicar el arielismo de raíz, apunta sus dardos siempre afilados directamente contra el propio Rodó: «Rodó suponía que el ocio contemplativo era una manera de la vida superior y muchos uruguayos se subieron caminando a ese tren comodísimo. Hablo indistintamente de patrones, obreros, políticos y gente común. De cada diez uruguayos, uno se llama José Enrique y dos consideran que su ocupación es «el yugo». Los pueblos que se prodigan en sus labores nos causan lástima. Nosotros somos discípulos del maestro de América y tenemos en menos a los utilitarios; preferimos el inutilismo que mira sin hacer y en cualquier momento toma mate [...]. La quedada y la pereza no son recomendaciones magistrales; son lo contrario de la vida superior»32. Para Maggi, por lo tanto, el arielismo habría resultado altamente nocivo para el desarrollo de Uruguay. Una doctrina inapropiada para un país que debía pensar mucho más en trabajar fuerte que en «cultivar ideales desinteresados». Más que un llamado a la acción, una canción de cuna.

Esta visión del arielismo como freno cultural del progreso económico y social fue la que acabó predominando, a medida que la prédica de la generación crítica fue impregnando las elites intelectuales. Ese proceso se produjo paralelamente al avance de la crisis económica, que acabó tornándose evidente a fines de los años cincuenta y siendo cuidadosamente medida y diagnosticada a comienzos de los sesenta, en el marco del proceso de preparación del Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social 1965-1974 de la CIDE, realizado bajo el auspicio de la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy33. En este contexto de creciente malestar con el statu quo es comprensible que ganaran audiencia los enfoques que procuraban explicar la debacle del «Uruguay batllista». Durante esta época aparecieron muchas explicaciones de la crisis. Algunas se centraban en el análisis de los problemas de la estructura económica (por ejemplo, el deterioro de los términos de intercambio o la dependencia del imperialismo); otras enfatizaban aspectos políticos (por ejemplo, señalaban la dispersión de los actores políticos o la debilidad técnica de las estructuras del estado); finalmente, también hubo explicaciones centradas en variables sociales (el ascenso desenfrenado de los grupos de presión) y culturales (la inercia de una cultura política particularista y conservadora).

El cuestionamiento al arielismo debe ser comprendido en este marco histórico, en el contexto de este desesperado esfuerzo colectivo dirigido a comprender los orígenes de la crisis uruguaya y a inventar soluciones. Es absolutamente natural que la crítica haya apuntado hacia Rodó, en la medida en que durante varias décadas fue considerado -junto a Vaz Ferreira- uno de los máximos símbolos culturales del «Uruguay feliz». Fue así como Rodó y su obra más difundida terminaron sentados en el banquillo de los acusados. Eso sí: el proceso contra el arielismo sólo pudo llevarse adelante sobre la base de una lectura distorsionada, superficial y malhumorada de la obra rodoniana34. Examinaremos este punto en el apartado siguiente.




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Una de las interpretaciones más incomprensibles del arielismo es aquélla que lo considera una convocatoria a la abulia, algo así como la canción de cuna de la «siesta batllista». Muy por el contrario, el arielismo «puro», lo que cualquiera puede leer en Ariel, es un elogio formidable de la voluntad, un programa de acción para el perfeccionamiento moral y social de nuestra América. Reléanse las páginas finales de Ariel y se tendrá una dimensión cabal de la intensidad emocional de esta fervorosa convocatoria al compromiso juvenil con el futuro de América Latina: «No aspiréis, en lo inmediato, a la consagración de la victoria definitiva, sino a procuraros mejores condiciones de lucha. Vuestra energía viril tendrá con ello un estímulo más poderoso, puesto que hay la virtualidad de un interés dramático mayor, en el desempeño de ese papel, activo esencialmente, de renovación y de conquista [...]. La obra mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato; y el más glorioso esfuerzo es el que pone la esperanza más allá del horizonte visible; y la abnegación más pura es la que se niega en lo presente, no ya la compensación del lauro y honor ruidoso, sino aun la voluptuosidad moral que se solaza en la contemplación de la obra consumada y el término seguro»35.

«Lucha», «energía viril», «papel esencialmente activo de renovación y conquista»... No parece ser, precisamente, un llamado a la contemplación de la realidad, sino a su transformación, para usar el famoso aforismo de Marx. Los jóvenes latinoamericanos, insiste Rodó una y otra vez, deben luchar con tenacidad pero sin ansiedad por el desarrollo de la civilización latinoamericana, asumiendo un definido compromiso con el «porvenir desconocido»: «Yo os pido una parte de vuestra alma para la obra del futuro»36. Rodó, a través del discurso de Próspero, pretende educar militantes, activistas, ciudadanos «atenienses» dispuestos a combatir enérgicamente por la grandeza de la «polis», intelectuales republicanos capaces de combinar sus desempeños en el ámbito de lo privado con una intensa participación en la esfera de lo público. Este elogio de la capacidad arquitectónica de la voluntad, este «optimismo paradójico» como él mismo lo bautiza, aparece fortísimamente subrayado en su monumental Motivos de Proteo. Es difícil encontrar una apuesta mayoral papel rector de la voluntad en la transformación racional (orientada por la razón) de la personalidad humana que a lo largo de las páginas de Motivos. El cambio, dice Rodó, es inevitable: «el tiempo es el sumo innovador37. El desafío para cada hombre radica en gobernar la innovación: «Hija de la necesidad es esta transformación continua; pero servirá de marco en que se destaque la energía racional y libre desde que se verifique bajo la mirada vigilante de la inteligencia y con el concurso activo de la voluntad [...]. Y si inevitable es el poder transformador del tiempo, entra en la jurisdicción de la iniciativa propia el limitar ese poder y compartirlo, ya estimulando o retardando su impulso, ya orientándolo a determinado fin consciente, dentro del ancho espacio que queda entre sus extremos necesarios»38.

Pero no puede tenerse una idea totalmente justa de la concepción rodoniana del poder de la voluntad sin leer «La pampa de granito», una de las parábolas más impactantes de Motivos de Proteo. Explicando el sentido de esa parábola dice Rodó: «Esa desolada pampa es nuestra vida, y ese inexorable espectro es el poder de nuestra voluntad, y esos trémulos niños son nuestras entrañas, nuestras facultades y nuestras potencias, de cuya debilidad y desamparo la voluntad arranca la energía todopoderosa que subyuga al mundo y rompe las sombras de lo arcano»39. Aunque parezca imposible, este autor, que teorizó tan elocuentemente acerca de la voluntad como «energía todopoderosa que subyuga al mundo», terminó convertido en el ideólogo de la abulia. En tren de inventarle reproches, habría sido más plausible y menos caprichosa aquella crítica de la doctrina rodoniana que apuntara al flanco exactamente opuesto: tomando en cuenta su fervoroso llamado a la militancia juvenil y sus conmovedores elogios del papel de la voluntad, podría habérsele cuestionado un exceso de voluntarismo y mesianismo. Esta variante, sin embargo, nunca se asomó. Es probable que el giro interpretativo predominante (esto es, esta visión del arielismo como legitimación de la abulia) haya venido de su clara reivindicación del «ocio contemplativo». Este aspecto de la doctrina de Rodó cobró una visibilidad tan especial que, seguramente, terminó introduciendo un sesgo en la interpretación de toda la obra del autor. Veamos este punto más en detalle.




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Es absolutamente cierto que Rodó reivindicó «el ocio contemplativo». Como señalé más arriba, este aspecto de la doctrina arielista está íntimamente relacionado con su crítica del utilitarismo de la sociedad norteamericana y con su defensa de nuestra «herencia latina». Es absolutamente cierto que Rodó proclamaba la superioridad del «alma» sobre el «cuerpo», del «principio racional» sobre el «principio apetitivo», de acuerdo con el viejo esquema platónico40. Sin embargo, una lectura serena de la obra rodoniana sugiere que estaba muy lejos de contraponer de manera simplista idealismo y utilitarismo. En realidad, él consideraba inevitable y hasta cierto punto funcional a «los intereses del alma» la orientación de las sociedades hacia la búsqueda de riquezas materiales. Rodó estaba muy lejos de establecer un paralogismo de falsa oposición entre idealismo y utilitarismo. En realidad, lo que realmente impugnaba con toda su energía era el carácter de modelo ideal con que muchas veces se presentaba el modelo norteamericano: «Y advertid que cuando, en nombre de los derechos del espíritu, niego al utilitarismo norteamericano ese carácter típico con que quiere imponérsenos como suma y modelo de civilización, no es mi propósito afirmar que la obra realizada por él haya de ser enteramente perdida con relación a lo que podríamos llamar los intereses del alma. Sin el brazo que nivela y construye, no tendría paz el que sirve de apoyo a la noble frente que piensa. Sin la conquista de cierto bienestar material es imposible, en las sociedades humanas, el reino del espíritu»41.

Por ende, cuando reclama que los jóvenes latinoamericanos se consagren a defender «ideales desinteresados» no está recomendando que se desentiendan de los problemas inherentes al desarrollo material sino que además (y no en vez de, como le gustaba decir a Vaz Ferreira) luchen por hacer de América Latina un lugar «hospitalario para las cosas del espíritu». Insisto: Rodó no contrapone materia y espíritu. No recomendaba sustituir el trabajo por el «ocio contemplativo», ni el desarrollo material por el perfeccionamiento espiritual. Nunca quedó atrapado en una falsa oposición tan elemental. Su reivindicación del idealismo y de la tradición latina apunta a incorporar ideales al desarrollo material. Propone un camino hacia el desarrollo económico diferente del implícito en el «modelo» utilitarista; un camino en el que la búsqueda de «lo útil» no constituya un fin en sí mismo sino que se haga en función de horizontes normativos, de «nobles ideales». Dicho de otra forma: no es un crítico de la modernización sino de la forma concreta que ella ha asumido en el país que pretende constituirse en el paradigma de lo moderno. Por eso convoca a los latinoamericanos a discernir «lo que puede y debe servir de modelo de lo que no debe ser objeto de imitación».

Esta feliz combinación de nacionalismo y cosmopolitismo aparece reiteradamente en la obra de Rodó. En 1895 había escrito en su artículo «El americanismo literario»; «una cultura naciente sólo puede vigorizarse a condición de franquear la atmósfera que la circunda a los "cuatro vientos del espíritu". La manifestación de independencia que puede reclamársele es el criterio propio que discierna de lo que conviene adquirir en el modelo, lo que hay de falso e inoportuno en la imitación»42. Reforzando esta idea de los beneficios implícitos en la apertura «a los cuatro vientos de espíritu», Rodó argumentaba que utilitarismo e idealismo, Calibán y Ariel, Norteamérica y América Latina, expresaban dos ideales llamados a fertilizarse mutuamente: «Se ha observado más de una vez que las grandes evoluciones de la historia, las grandes épocas, los períodos más luminosos y fecundos en el desenvolvimiento de la humanidad, son casi siempre la resultante de dos fuerzas distintas y coactuales que mantienen, por los concertados impulsos de su oposición, el interés y el estímulo de la vida, los cuales desaparecerían, agotados, en la quietud de una unidad absoluta [...]. América necesita mantener en el presente la dualidad original de su constitución [...]. Esta diferencia genial y emuladora no excluye sino que tolera y aun favorece en muchísimos aspectos, la concordia de la solidaridad. Y si una concordia superior pudiera vislumbrarse desde nuestros días, como la fórmula de un porvenir lejano, ella no sería debida a la imitación unilateral [...] de una raza por otra, sino a la reciprocidad de sus influencias y al atinado concierto de los atributos en que se funda la gloria de las dos»43.




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La imagen del arielismo que nos han ofrecido sus críticos no encaja con la doctrina expuesta por Rodó en Ariel. La «leyenda negra» transformó una doctrina voluntarista, casi mesiánica, en una insensata convocatoria a la abulia; una crítica inteligente y ponderada del «utilitarismo norteamericano» como único modelo de modernidad, en una negación radical de la importancia histórica del progreso material; una visión lúcida de algunos problemas clásicos de la democracia, en un mero reflejo conservador de defensa de la aristocracia. La «leyenda negra», en realidad, no es otra cosa que una pavorosa tergiversación de la doctrina rodoniana. Tomando en cuenta el contexto histórico es posible comprender las razones de este penoso proceso contra el arielismo llevado a cabo en tiempos de la generación crítica. Sin embargo, hoy por hoy, más importante que explicar cómo se las ingeniaron en aquellos años para elaborar una imagen tan peculiar de la doctrina de Ariel, es volver a insistir en sus méritos. Más allá de los mitos.





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