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ArribaAbajoSiglo XVIII

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ArribaAbajoCapítulo VIII

Arquitectura


La Merced: iglesia y convento máximos, el Tejar.- Capilla del hospital.- Carmen Moderno.- Fachada de la Compañía.- Camarín del Rosario.- Sala Capitular de San Agustín.


La Merced, no obstante haber sido de los primeros en establecerse en Quito, fue de los últimos en contar con un templo definitivo. La iglesia primera, de destino provisional, duró hasta fines del siglo XVI. La segunda, concluida hacia 1627, fue puesta a prueba en el terremoto de 1645. Poco después, hubo de soportar los temblores que ocasionó en 1660, la erupción del Pichincha. Finalmente, el terremoto de 1698, que asoló Riobamba, Ambato y Latacunga, cuarteó también en Quito la iglesia de la Merced, en forma de obligar a pensar en una tercera. La actual Basílica de Nuestra Señora, de la Merced debe su plano y dirección constructiva técnica, al arquitecto quiteño don   —132→   José Jaime Ortiz. El nombre de este consta en los libros de cuentas de fábrica desde 1700 hacia delante. En la vigilancia de la labor se distinguió desde el principio el padre Felipe Calderón, a quien designó su Orden como obrero mayor de la construcción.

La obra, en su conjunto, llevó casi la primera mitad del siglo XVIII, debido en gran parte a la falta de fondos, que se los debió buscar con visitas de La Peregrina de Quito a las ciudades de América.

A juicio de los peritos, la iglesia de la Merced es una imitación de la de la Compañía. «Como la planta de su prototipo, tiene la forma de cruz latina inscrita en su rectángulo, casi con las mismas dimensiones. Su bóveda de cañón y los cupulines que cubren las capillas laterales son un trasunto de la cubierta de la iglesia jesuítica. Y con todas sus variantes, la decoración estucada de la iglesia mercedaria delata su origen y fuente de inspiración, aunque no se hubiese seguido la línea de la composición mudéjar que adaptaron los decoradores de la iglesia de la Compañía»81.

La hechura de la torre y del coro data de 1715. El año siguiente se consagró a la decoración interior del templo. En 1736 el maestro Uriaco talló los cuatro relieves de los Doctores de la Iglesia, que adornan las pechinas sobre las que se levanta la gran cúpula central. En el Provincialato del padre Tomás Baquero (1748-1751) se hizo el gran retablo del altar mayor,   —133→   en que lució su habilidad el conocido escultor e imaginero, don Bernardo de Legarda82.

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El Tejar, con su mismo nombre, está indicando el origen de su destino. Fue desde el principio, el surtidero de tejas y ladrillos para las construcciones de Quito, señaladamente para el Convento Máximo de la Merced.

El Tejar, en su capilla y convento, conserva el recuerdo del venerable padre fray Francisco de Jesús Bolaños. Fue él quien, a mediados del siglo XVIII, trabajó hasta llevar a cabo los edificios de esa recolección. La Peregrina de Quito, portada por fray Pedro Saldaña, colectó la limosna necesaria para sufragar los gastos del material y mano de obra.

La iglesia que hasta hoy se conserva, no es la primitiva sino en sus paredes. La reconstrucción data de 1832, año en que se hizo la consagración, según se lee en la gran placa de mármol adosada a uno de los muros.

El convento sí, mantiene la forma de su edificación primera. «Su claustro principal es muy hermoso: la galería superior se distingue por la originalidad de sus arcos. Esa originalidad consiste en haber cerrado los arcos de medio punto con una pared falsa   —134→   en forma de media luna, que con la circunferencia del arco viene a formar un perfecto ojo de buey. La galería inferior del claustro está decorada con cuadros de Bernardo Rodríguez y Manuel Samaniego acerca de la vida de San Pedro Nolasco»83.

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El año de 1705 se encargó a los Betlemitas la dirección del Hospital San Juan de Dios. Doce de ellos, venidos de Guatemala, organizaron, desde el año siguiente, el servicio a los enfermos. Con el entusiasmo de recién llegados, transformaron los claustros del primer patio y construyeron la actual iglesia.

Bajo el influjo del estilo hispano-americano, se dieron modos de hallar espacio para un atrio con pretil. La fachada es íntegra de piedra. Lleva, encima de la puerta, una gran tarjeta en que se destaca la representación del Nacimiento de Jesús. Sobre esta figura se abre una gran ventana de forma hexagonal, que hace base al remate del campanario.

Los retablos laterales del interior del templo son de un solo nicho y de muy buen labrado. El púlpito conserva aún el gusto, que inspiró la hechura de los de San Diego y de Guápulo. En uno de los altares se recomienda la imagen de San Vicente de Paúl, obra rara del escultor quiteño Domingo Carrillo.

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El Monasterio del Carmen Moderno conserva con religiosa veneración un gran cuadro, que representa a la Virgen Inmaculada. Las monjas la llaman la Virgen del Terremoto. Según ellas, María Santísima habló por medio de esa imagen, para anunciar a las religiosas el terremoto de 1698 y ponerlas a salvo de la destrucción de que fueron víctimas los habitantes de Riobamba, Ambato y Latacunga.

Destruido el convento de Latacunga, las religiosas se trasladaron a Quito, donde se establecieron definitivamente. Al principio su mansión fue provisional y humilde. Pero, desde la llegada del ilustrísimo señor don Andrés Paredes de Armendáriz (1735), comenzaron las religiosas a respirar económicamente. Fue este Obispo quien, a sus expensas y dirección inmediata, levantó todo el edificio conventual y templo del Carmen Moderno. La obra no tardó mucho tiempo en concluirse y por eso guarda unidad arquitectónica en su conjunto. El monasterio posee un Nacimiento, que revela la munificencia del Prelado como también de las Madres Dávalos, que se encerraron en su claustro.

«El retrato del ilustre Mecenas, ejecutado en madera está en un nicho hecho en la pared al lado de la Epístola en el Presbiterio de la iglesia, siendo uno de los pocos retratos con que cuenta la estatuaria   —136→   quiteña. El interior de la iglesia es una maravilla, principalmente el retablo del altar mayor, ejecutado por Bernardo de Legarda, con su gran baldaquino de plata para la exposición del Santísimo, decorado con estatuas, algunas de las cuales son obra de la Madre Magdalena Dávalos. El púlpito es uno de los modelos en su género, por su forma y ornamentación. Esta iglesia tiene las puertas labradas íntegramente como si fueran encaje»84.

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Una lápida empotrada a la derecha de la fachada de la Compañía lleva la inscripción que sigue: «El año de 1722 el Padre Leonardo Deubler empezó a labrar las columnas enteras para este frontispicio, los bustos de los apóstoles y sus jeroglíficos inferiores siendo Visitador el R. P. Ignacio Meaurio. Se suspendió la obra al año de 1725. La continuó el H. Venancio Gandolfi de la Compañía de Jesús arquitecto mantuano desde 1760 en el Provincialato del R. P. Jerónimo de Herce y 2.º rectorado del R. P. Ángel M. Manea. Acabóse el 24 de julio de 1765...»

A esta lacónica inscripción lapídea hay que añadir las observaciones que hace justamente el padre José Jouanen en su Historia de la Compañía de Jesús, vol. II, pág. 382. Dice así: «El diseño de la iglesia se debe al P. Durán Mastrilli, el de la fachada al P.   —137→   Leonardo Deubler que dirigió en gran parte su ejecución. Pero débanse considerar como especialmente beneméritos en esta parte algunos Hermanos Coadjutores, los cuales, ya con su trabajo personal, ya al frente de los operarios, fueron el brazo derecho de nuestros Superiores, e hicieron posible el llevar a cabo con costo muy reducido una obra de tan asombrosa magnitud y magnificencia. Ya hablamos del hermano Jorge Vinterer que trabajó el retablo del altar mayor. Merece también particular mención el hermano Venancio Gandolfi que terminó la ejecución de la fachada. Otros hicieron oficio de maestros de obra, de talladores, de pintores, de escultores, de plateros y orfebres. Puede decirse que la mayor parte de la ornamentación de la iglesia o fue dirigida o ejecutada por humildes Hermanos Coadjutores, a quienes la Compañía y aún el Ecuador entero deben un tributo de eterna gratitud».

El padre Juan de Velasco, testigo contemporáneo, consigna algunos datos acerca del hermano Jorge Vinterer. Era tirolés y hábil escultor en toda clase de tallados. En San Joaquín de Omaguas hizo un hermoso retablo para la iglesia misional. En 1743 el padre Carlos Brentan lo asignó de las Misiones a Quito, «para que, como eminente escultor, emprendiese, la obra de los retablos de los altares que no se habían principiado y terminase los demás». Fue, pues, el autor del gran retablo del altar mayor y de algunos más de las naves laterales. A él se debe el tallado de la imagen de los dos Corazones con sus diversos emblemas.

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Don Pablo Herrera, en sus Apuntaciones históricas consigna, para 1733, el dato que sigue: «En 23 de Abril concedió el Cabildo cuatro vacas de la parte de la calle pública que va de Santo Domingo a la Loma, para que se formase un Camarín para la Santísima Virgen del Rosario. Jacinto González fue el Mayordomo de la Cofradía de esta Santa Imagen, que hizo la solicitud. Quiso obstruir la calle, mas por oposición de los vecinos de la Loma se ordenó que se formara un arco y sobre él el camarín como existe en la actualidad».

Con el camarín quedó integrada la arquitectura de la Capilla del Rosario. «Se compone de una planta de tres espacios rectangulares correspondientes, el uno, al cuerpo de la iglesia dedicado a los fieles; el otro, al presbiterio y el tercero, a la sacristía y recamarín de la Virgen: todos tres espacios cubiertos con abovedamiento cupular. La capilla reposa sobre un gran arco de piedra por exigirlo la planimetría del terreno y dar comodidad, al mismo tiempo, a los transeúntes por la calle que atraviesa debajo de ella... Los tres planos no sólo están limitados por arcos perpiaños o por un muro cualquiera, que ayuda al apeo de las cúpulas sino que cada uno de ellos tiene altura diferente; y así el espacio dedicado al público tiene casi el mismo nivel que la iglesia mayor; el del   —139→   presbiterio más o menos un metro más alto y el del recamarín, otro tanto: se diría que forman una especie de escalera de tres peldaños. Las bóvedas son ochavadas, a excepción de la del recamarín que es sólo una media naranja. Todas tres tienen una linterna con remate»85.

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La Sala Capitular de San Agustín cierra la serie de construcciones notables del siglo XVIII. El dato siguiente, del Libro de gasto y recibo de bienes de Provincia (1741-1761), señala el tiempo en que se la construyó. «Gastamos el General en bóvedas, retablo, hechuras, escañería, cáthedra, espejos, lámpara, hechura de Piscis, diademas de plata, digo en su hechura y cuatro marcos que se añadieron, órgano, con todos los dorados y pinturas, seis mil tres cientos diez y seis ps.». El descargo corresponde al Provincialato del padre Juan de Luna, cuyo celo «es patente a toda la Comunidad en la sumptuosa composición del Gral. o Sala Capitular» (fol. 28 v.)86. «Hay en el testero de la Sala un precioso y original retablo, del que forma parte un hermoso calvario. Como abovedamiento, un artesonado de madera decorado con lienzos. Se lo ha hecho con el sistema de pares y nudillos y sus faldones vienen a formar un friso   —140→   inclinado, decorado con telas que representan a varios santos dentro de fina moldura tallada y dorada. Decorando esta Sala existe la más hermosa sillería de la época colonial. La forman dos hileras de bancas de cedro, una superior y otra inferior, con capacidad para doscientas personas». J. G. Navarro.

La elegancia y amplitud de la Sala Capitular debieron convidar a los patriotas a ratificar allí el primer grito de la independencia sudamericana. Acto simbólico nos parece la elección de un lugar artístico y religioso para proclamar la soberanía de la libertad, de esa libertad que es la recompensa de las virtudes cívicas.



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ArribaAbajo Capítulo IX

Escultura


Bernardo de Legarda.- Caspicara.- Zangurima.


A mediados del siglo XVIII la Escultura tuvo en Quito un representante espléndido en la persona de Bernardo de Legarda. El padre Juan de Velasco, que estuvo en Quito hasta 1765, consigna en su Historia Moderna, un justo elogio de este artista singular. «Para hacer juicio, dice, de la escultura, sería necesario ver con los ojos los adornos de muchas casas; pero principalmente las magnificas fachadas de algunos templos, y la multitud de grandes tabernáculos o altares en todos ellos. Soy de dictamen que aunque en estas obras se vean competir la invención, el gusto y la perfección del arte, es no obstante muy superior la estatuaria. Las efigies de bulto, especialmente sagradas, que se hacen a máquina para llevar a todas partes, no se puede ver por lo común sin asombro.   —142→   En lo que conozco de mundo, he visto muy pocas, como aquellas muchas. Conocí varios indianos y mestizos insignes en este arte; mas a ninguno como a un Bernardo Legarda de monstruosos talentos y habilidad para todo. Me atrevo a decir que sus obras de estatuaria pueden ponerse sin temor en competencia con las más raras de Europa».

El nombre de este artista quedó perpetuado en el gran retablo del altar mayor, de la Merced, que mandó hacer el padre fray Tomás Baquero en el trienio de su provincialato (1748-1751)87. Simultáneamente con Legarda, trabajó los cuatro Doctores que adornan las pechinas de la cúpula central el Maestro escultor Uriaco88.

Legarda ha tenido el buen acuerdo de estampar su nombre en la Inmaculada Concepción que se destaca en el nicho central del altar mayor de San Francisco. Es la Virgen Quiteña por antonomasia. La Virgen llamada de Legarda, porque de su taller salieron innumerables ejemplares de esa imagen para conventos y parroquias servidos por los franciscanos. Aunque   —143→   no fuera el creador de esa actitud de la Virgen, fue su propagador, llevando a la perfección el primor del tallado. No es la Inmaculada suave y celeste de Murillo. Es la Virgen de la Apocalipsis que huella con su planta la cabeza de la serpiente que se retuerce en rededor de su triunfadora. La idea inspiradora ha hecho que la postura de la Virgen, joven y bella, asuma un aire de movimiento en la inclinación de faz delicadamente airada, en el vuelo del vestido, en la elocuencia de las manos. Legarda tuvo su taller frente al convento de San Francisco. Discípulos suyos y compañeros de labor fueron Jacinto López y Gregorio, que en 1780 terminó el retablo del Presbiterio de la Merced, escultor y pintor, probablemente el Gregorito, al que alude Espejo, en la cita que transcribimos al tratar de Miguel de Santiago.

Como obras de Legarda se citan el Calvario de la iglesia de Cantuña y el Ecce Homo de la iglesia de la Merced. También se atribuyen a su mano el Retablo de la iglesia del Carmen Moderno y el de Cantuña. Por trabajo de Gregorio se conoce el retrato del obispo Paredes de Armendáriz, que descansa en el nicho de sobre el coro bajo del Carmen Moderno.

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El mismo Carmen conserva, cual sagradas reliquias, las imágenes labradas por Sor María de San José y Sor Magdalena, hijas del Capitán. Don José   —144→   Dávalos. Esas religiosas, de múltiples habilidades artísticas, dedicaron su pericia escultórica a las efigies de la Virgen del Tránsito y del Carmen, al Señor de la Resurrección y a Santa Teresa. De ellas hizo un gran elogio Carlos de La Condamine.

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La época colonial se cierra con un escultor indígena, que llevó el arte de la imaginería a su más alto grado de intrínseco valor. Fue su nombre Manuel Chili, conocido más por el apodo de Caspicara, vocablo quichua que expresa probablemente la tosca contextura de su fisonomía.

De él no hace mención el padre Velasco. Lo que indica que la actividad escultórica del artista debió tomar relieves en el último cuarto del siglo XVIII. Espejo, en cambio, en su discurso publicado en 1792 habla de Caspicara, como de artista contemporáneo. Conozcamos ese juicio de Espejo, que se adelantó a Hipólito Taine en el estudio del hombre en relación con su medio. «Podemos decir -escribe- que hoy no se han conocido tampoco los principios y las reglas; pero hoy mismo veis cuanto afina, pule y se acerca a la perfecta imitación, el famoso Caspicara sobre el mármol y la madera, como Cortez sobre la tabla y el lienzo. Estos son acreedores a vuestra celebridad, a vuestros premios, a vuestros elogios y protección. Diremos mejor: nosotros todos estamos interesados en su alivio, prosperidad y conservación.   —145→   Nuestra utilidad va a decir en la vida de estos artistas; ¿por que decidme, señores, cuál en este tiempo calamitoso es el único, más conocido recurso que ha tenido nuestra Capital para atraerse los dineros de las otras provincias vecinas? Sin duda que no otro que el ramo de las felices producciones de las dos artes más expresivas y elocuentes, la escultura y la pintura. ¡Oh! Cuánta necesidad entonces de que al momento elevándoles a maestros directores a Cortez y Caspicara los empeñe la Sociedad al conocimiento más intimo de su arte, al amor noble de querer inspirarle a sus discípulos, y al de la perpetuidad de su nombre. Paréceme que la sociedad debía pensar, que acabados estos dos maestros tan beneméritos, no dejaban discípulos de igual destreza y que en ellos perdía la patria muchísima utilidad: por tanto su principal mira debía ser destinar algunos socios de bastante gusto, que estableciesen una academia respectiva de las dos artes»89.

Hacia mediados del siglo XVIII, don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, que estuvieron algún tiempo en Quito, hicieron esta observación: «Los mestizos menos presumptuosos se dedican a las Artes y oficios; y aún entre ellos escogen los de más estimación, como son, Pintores, Escultores, Plateros y otros de esta clase; dexando aquellos que consideran no de tanto lucimiento para los indios. En todo trabajan con perfección y con particularidad en la pintura y escultura... Imitan cualquier cosa extranjera   —146→   con mucha facilidad y perfección por ser el exercicio de la copia propio para su genio y flema. Hácese aún más digno de admiración el que perfeccionen lo que trabajan, por carecer de toda suerte de instrumentos adecuados para ello»90.

Los nombres de José Olmos y Manuel Chili bastarían a comprobar la relatividad del parecer de los geodésicos españoles. También los indios y ellos mejor que los mestizos se distinguieron en el arte de la escultura. Y llama tanto más la atención, cuanto los medios para el labrado fueron por lo general rudimentarios. Sería de comprobar hasta qué punto pudo influir en Caspicara la imitación de los modelos. Sus obras son muchas y variadas. La comparación nos daría en detalle la caracterización de las fisonomías y las manos y el simbolismo claro y la expresión justa y la gracia noble de las imágenes en general.

Caspicara se acercó a la época republicana. Esto explica la autenticidad de la tradición que atribuye a su arte las imágenes que se conservan en Quito.

El Ilmo. señor González Suárez, afirma sin titubeos en el Tomo Séptimo de su Historia: «La ornamentación principal -del retablo del altar mayor de la catedral- se reduce a las estatuas de las virtudes teologales y al grupo vistoso de los ángeles, que están sosteniendo la Cruz. La estatua de la caridad es una obra maestra de escultura y justifica la fama de   —147→   que gozaba su autor en la colonia. El grupo de la exaltación de la cruz y las estatuas de las virtudes fueron trabajadas por el célebre Caspicara»... «En la catedral consérvanse obras de Caspicara, como el grupo llamado de la Sábana Santa». Anotemos de paso la diferencia de estilo entre las obras de Caspicara conservadas en San Francisco y las Virtudes del Coro de la Catedral. Sólo se explicaría admitiendo que para las últimas se le obligó a sujetarse a un modelo determinado.

De este escultor se conocen además una Virgen del Carmen, una Dolorosa en la Catedral y otra en Cantuña, un San José en San Agustín de Latacunga, un San Juan Capistrano en San Francisco, la Impresión de las Llagas de San Francisco, dos Asunciones en la iglesia franciscana y el Santo Cristo del Belén.

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La Colonia se despidió de la República por medio de la mano privilegiada de un contemporáneo de Caspicara, Gaspar Zangurima, nativo de Cuenca y llamado el lluqui, sobrenombre quichua que aún hoy se usa para designar al zurdo. Ejerció simultáneamente y con destreza muchas artes y oficios. Era arquitecto, escultor, pintor, platero, ebanista y relojero. Cuando estuvo Bolívar en Cuenca admiró su habilidad por un retrato que le dibujó al vuelo y le honró con la pensión vitalicia de treinta pesos mensuales, mediante el decreto de 24 de septiembre de 1822.   —148→   Una muestra de su pericia en imaginería se halla en el Calvario de la Capilla del Sagrario de Quito.

El autor del Tesoro Americano de Bellas Artes, publicado en París en 1837, hace el elogio de este artista en los términos que siguen: «Zangurimu, hijo de Cuenca, fue uno de los más afamados artistas y ha dejado una prole ilustre que tal vez ha excedido en habilidad al primero que dio nombre a su apellido, por apodo Lluqui (zurdo) siendo una notabilidad artística del Ecuador». Lo mismo dice Cortés en su Diccionario Biográfico americano91.

El padre Vicente Solano, en su Defensa de Cuenca escrita en 1851, consigna la siguiente anécdota, que, insignificante en sí misma, revela el tiempo en que trabajaba Zangurima. «Hallándome -dice- en una ciudad principal del Perú, hace muchos años, un amigo me llevó a una casa donde oí tocar una vihuela. ¡Qué preciosa vihuela, dije, y qué sonora! - -Es española, me contestaron, y ha costado tantas onzas». No contento con esto, y con una curiosidad de un hombre que quiere saberlo todo, me acerqué a la persona que dejó la vihuela a su lado, después de algunas tocatas. La toqué, y con bastante dificultad pude ver en el fondo del instrumento un papelito con estas letras: «Me hizo G. Zangurima en Cuenca... ». Zangurima vivía en tiempo del señor Callas, y dejó hijos y discípulos muy hábiles.

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Estos discípulos se formaron en la Escuela de Bellas Artes que por orden del libertador Simón Bolívar se organizó en Cuenca y cuyo Reglamento damos a conocer a continuación, por el interés que reviste para la Historia del Arte Nacional.

«Reglamento

a que deverá sujetarse el maestro Gaspar Sangurima Director de la enseñanza de treinta jóbenes, en las nobles artes de Pintura, Escultura y Arquitectura, y en las mecánicas de carpintería, relojería, platería y herrería.

Art. 1.º Este establecimiento estará inmediatamente bajo la protección del Gobierno de la Provincia, debiendo ser zelado e inspeccionado frecuentemente por uno de los dos SS. Procuradores de M. I. Ayuntamiento.

2.º Desde luego, y a la mayor posible brevedad presentará el maestro Sangurima al Gobierno los modelos que se proponga para la instrucción metódica de sus alumnos en la pintura y escultura: y el tratado elemental de arquitectura que se proponga seguir de este arte: recomendándosele como el mejor el de Atanacio Brisguz y Bru, y en su defecto el del padre Tosca.

3.º La relojería reducida a principios exige nociones exactas en la memoria. La arquitectura supone necesariamente la poseción de Aritmética y Geometría práctica. Por estas razones, será de su obligación instruir en dichas ciencias a sus discípulos, supuesto que ellas son absolutamente precisas para la poseción de dichas artes.

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4.º En la pintura y escultura donde parece suficiente la imitación, son necesarios los conocimientos razonados de las proporciones y estructuras del cuerpo humano; que por consiguiente les enseñará a los jóvenes.

5.º No siendo comunes las disposiciones y el genio que el Maestro Sangurima recivió de la naturaleza para todos los oficios que posee sin enseñanza: ni pudiendo transmitirles a sus alumnos; será necesario que dedicándose a conocer la capacidad y afición de cada uno de ellos, los dedique a el arte, o artes en que ofrezcan adelantamiento: proponiéndose en su enseñanza un método constante y suave que los haga adquirirla sobre principios sólidos y científicos, sin abrumarlos con multitud de ellos a un tiempo sobre diferentes oficios.

6.º Tendrá señaladas inmutablemente las horas de trabajo por mañana y tarde. Por la noche se estudia muy bien el dibujo y arquitectura.

7.º No les será permitido emplear a ninguno de estos jóvenes en servicio personal y doméstico, ni el distraer su aplicación del objeto a que esté contraído para obligarlo a prestarle ayuda para sus trabajos particulares, o su utilidad.

8.º No reunirá en un mismo taller o escuela a los que aprendan artes diferentes, sino que los distribuirá con una cómoda separación, que le facilite visitarlos, instruirlos, y velar sobre ellos. Si el taller y casa que habita no es capaz, el Gobierno deberá destinarle el edificio suficiente.

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9.º Las buenas costumbres y las virtudes sociales no deberá desatenderse al mismo tiempo que se les instruye en sus oficios. Por tanto les dirigirá en aquellas con sus consejos, doctrina y exemplo, alejándoles toda ocasión de corromperse y pintándoles los vicios con los negros colores de las fatales consecuencias que producen.

10. Siempre que le parezca oportuno hacer algunas observaciones o variación para mejora del establecimiento, las propondrá al Gobierno sin cuya precisa aprobación no procederá a verificarla.

11. Todos los años, presentará sus alumnos a un examen público en que den a conocer su aprovechamiento. Este acto será presidido por el Gobernador y asistirán a él los SS. Procuradores como Jueces. El día, hora y parage se señalarán oportunamente por el Gobierno. Los espectadores estarán facultados para hacer sus preguntas a los jóvenes alumnos que en aquel acto presentarán una pieza, diseño u obra de su mano. Al que en cada arte sobresaliere se le concederá una medalla de plata de peso de media onza en que estén grabadas las armas de la República y en su reverso este Lema: -A la aplicación -Esta distinción la llevará el premiado pendiente al cuello con una cinta color de fuego, y la conservará hasta que haya otro que lo sobrepuje. El costo de estas medallas lo satisfará el fondo de propios, o cualquier otro arbitrio que oportunamente designará el Gobierno.

12. Se le prohíbe castigar a sus discípulos con azote, o de otro modo degradante. El arresto, la prohibición   —152→   de entregarse al juego con los demás, a las horas de recreo, en otra privación semejante, serán mortificaciones más eficaces y pundonorosas.

13. Este reglamento fixado en una tabla estará siempre a la vista colgada en la Escuela.

Cuenca: Octubre 20 de 1822. -12.º

TOMÁS DE HERES.

REPÚBLICA DE COLOMBIA

CUARTEL GENERAL DE CUENCA

a 26 de octubre de 1822.- 12.º Secretario General.

Al señor gobernador de Cuenca.

He tenido el honor de presentar a S. E. el Libertador Presidente el Reglamento formado por U. para la escuela de Pintura, Escultura, Arquitectura y demás artes que debe enseñar en esta ciudad el ciudadano Gaspar Sangurima, y S. E. se ha servido aprobarlo. Dios guarde a Ud.

J. G. PÉREZ»92.





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ArribaAbajo Capítulo X

Pintura


Magdalena Dávalos.- Los Albán.- Manuel Samaniego.- Bernabé Rodríguez.- Los pintores quiteños a órdenes de Mutis.


La titulación de los párrafos no intenta establecer divisiones en los autores ni en las escuelas. Todo lo contrario. Más bien tiene por objeto hacer ver la continuidad del arte pictórico durante la Colonia y el enlace cronológico de autores con el influjo consiguiente. Miguel de Santiago avanza a 1706. La madurez artística de Gorívar se pone de relieve en la primera mitad del siglo XVIII.

Junto con su pariente debió trabajar, siquiera esporádicamente, Isabel de Santiago, una mujer que honró a su sexo, consagrando la finura de su gusto al arte del pincel. Asimismo, para honor de la mujer en la Colonia, merecen recordarse los elogios que hizo un autor tan competente como La Condamine   —154→   de María y Magdalena Dávalos, hermanas de sangre y religión en el Carmen Moderno. «La mayor de ellas -dice- poseía un talento universal: tocaba el arpa, el clavicordio, la guitarra, el violín y la flauta mejor dicho, todos los instrumentos que llegaban a sus manos. Sin maestro alguno pintaba en miniatura y al óleo. Yo mismo vi en su caballete un cuadro que representaba La Conversión de San Pablo, con treinta figuras correctamente dibujadas, y para el cual había sacado mucho partido de los malos colores del país. Con tantas prendas para agradar en el mundo, esta joven no deseaba más que hacerse carmelita; y para no poner por obra sus deseos la contenía solamente el amor tierno que profesaba a su padre, quien después de haber resistido largo tiempo, le dio, al fin su consentimiento, y así profesó en Quitó el año de 1742».

El Carmen Moderno conserva, como reliquias, las pinturas y esculturas de las Madres Dávalos.

La Colonia no fue desconocida para con Isabel de Santiago. Don Nicolás Carrión, en un discurso pronunciado en 1786 en la Universidad de Quito dio consistencia escrita al recuerdo que consagraba la tradición oral a la pintura quiteña. «Don Antonio de Ulloa -dice- al hacer mención de Miguel de Santiago, no tuvo noticia o se olvidó de su hija Isabel, quien si no le hizo ventaja en la valentía de los rasgos, le excedió, según sienten los del arte, en aquella cualidad que los pintores llamaban dulzura».

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El padre Juan de Velasco (1727-1792) conoció personalmente a los pintores quiteños de mediados de su siglo y a ellos consagra un párrafo de reconocimiento en su Historia Moderna del Reino de Quito. «No pocos de sus artistas -escribe - se han hecho célebres y de gran nombre. Entre los antiguos se llevó las aclamaciones en la pintura un Miguel de Santiago, cuyas obras fueron vistas con admiración en Roma y en los tiempos medios un Andrés Morales. Entre los modernos que eran muchos, conocí a varios que estaban en competencia y tenían sus partidarios protectores. Eran: un Maestro Vela nativo de Cuenca; otro llamado el Morlaco, nativo de la misma ciudad; un Maestro Oviedo nativo de Ibarra; un indiano llamado el Pincelillo nativo de Riobamba; otro indiano joven nativo de Quito, llamado el Apeles; y un Maestro Albán, nativo también de Quito. Varias pequeñas obras de este último y de otros modernos, cuyos nombres ignoro, llevadas por jesuitas, se ven actualmente en Italia, no diré con celos, pero sí con grande admiración, pareciendo increíble que puedan hacerse en América cosas tan perfectas y delicadas»93.

El padre Velasco tuvo oportunidad de conocer y tratar con algunos de los citados pintores, por cuanto   —156→   los jesuitas aprovecharon de ellos para hacer pintar no pocos cuadros para su Casa de Ejercicios. Conocemos asimismo, los nombres de esos partidarios protectores, de quienes habla el autor de la Historia Moderna. En los lienzos, que aún se conservan en la Casa de Ejercicios junto al Tejar, constan el Dr. D. Gregorio Freire, Canónigo de la Catedral de Quito, 1763; don Joseph de Izquierdo, 1763; don Gregorio Álvarez y Verjuste, 1764; don Cayetano Sánchez de Orellana, 1764; don Francisco Javier Saldaña, 1760 y don Nicolás Pacheco, 1760. Tan sólo un cuadro, el costeado por este último, lleva el nombre del pintor Francisco Albán, el maestro al que se refiere el padre Velasco.

De los pintores coloniales, es este Albán, quien tuvo la costumbre de consignar su nombre en sus pinturas. Firmados por él se conservan lienzos en el Tejar, en el Convento de Santo Domingo y uno en San Francisco. Los del Tejar y San Francisco datan de 1783 y los de Santo Domingo, de 1788. Probablemente hermano suyo fue Vicente Albán, autor firmante, en 1783, de un retrato del Ilmo. señor doctor don Blas Manuel Sobrino y Minayo, de medio busto y en ademán de dar la bendición. A esta familia de artistas pertenecieron dos religiosos de Santo Domingo, fray Juan Albán, cuya habilidad para el dibujo se echa de ver en el texto manuscrito de Filosofía, que compuso para sus clases del Colegio de San Fernando y fray Antonio Cecilio Albán, cuyo nombre consta en un lienzo del padre Bedón, que obsequió a la Recoleta dominicana en 1788.

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Con Vicente Albán trabajaron en los cuadros del Tejar los maestros Antonio Astudillo y Casimiro Cortés, que han escrito sus nombres al pie de las escenas de la vida de San Pedro Nolasco. A Astudillo se pagó la suma de 341 pesos «por la hechura de los cuadros de toda la vida de N. P. S. Franco, puesta en el claustro principal de este convento máximo que se ha renovado con esmero y acierto singular», según reza uno de los libros de cuentas del Archivo Franciscano. Su nombre dejó, asimismo, estampado en un lienzo que se halla en la archivolta de la puerta de entrada al Convento de San Francisco y representa a fray Jodoco Ricke, en acción de bautizar a los primeros indios de Quito.

De apellido Cortés hubo toda una familia de artistas del pincel. Además de don Casimiro, sobresalió como retratista don José Cortés de Alcocer, padre de Antonio y Nicolás, quienes fueron a Santa Fe de Bogotá a trabajar a órdenes de Mutis. A don José se refirió Espejo en sus Primicias de la Cultura de Quito, en los términos que siguen: «Hoy mismo veis cuanto afina, pule y se acerca a la perfecta imitación, el famoso Caspicara sobre el mármol y la madera, como Cortés sobre la tabla y el lienzo. Estos son acreedores a vuestra celebridad, a vuestros premios, a vuestro elogio y protección... ¡Cuánta necesidad de que al momento elevándoles a maestros directores a Cortés y Caspicara, los empeñe la Sociedad al conocimiento más íntimo de su arte, al amor noble de querer inspirarle a sus discípulos y al de la perpetuidad de su nombre!»

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Don Pablo Herrera, en su estudio sobre arte quiteño, menciona los nombres de José Ramírez y Juan de Benavides, como pintores que no carecían de mérito.

Casualmente ha llegado a nuestras manos el Tomo VII de una colección de viñetas, que representan las escenas principales de la vida de algunos santos. El librejo fue de los pintores Albán y lleva manuscrita esta inscripción: Este libro es de Tadeo Cabrera. Tenemos la clave de la modalidad de la pintura del siglo XVIII. Esas viñetas sirvieron de modelo a los artistas, para componer los cuadros de la vida de Santo Domingo, San Pedro Nolasco y Francisco Javier. No nos es ya difícil apreciar el grado de originalidad de los Albán y Cortés, ni seguir el proceso de formación artística del más célebre pintor del siglo XVIII, Manuel Samaniego y Jaramillo y su hermano materno Bernabé Rodríguez.

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El nacimiento de Manuel Samaniego y Jaramillo corresponde cronológicamente a la madurez artística de Francisco y Vicente Albán. En una declaración que dio en noviembre de 1797, dijo que era nativo de Quito y de poco más de treinta años de edad. El 23 de agosto de 1791 hizo un reclamo judicial de 200 pesos al apoderado del ibarreño don Mariano Yépez. En el expediente justifica su petición diciendo que es «un hombre pobre, cargado de obligaciones y que se sustenta con su trabajo personal».

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Las obligaciones eran indudablemente las de padre de familia. Joven, había unido su suerte a la de doña Manuela Jurado, de la que tuvo algunos hijos. Hay indicios de que no fue muy feliz en su matrimonio. En octubre de 1797, su mujer, con insistencia celosa y vengativa, se querelló civil y criminalmente, acusándole de reincidente en adulterio con doña Josefa Yépez, mujer abandonada de su esposo don Nicolás Rosales. Por este motivo se le encarceló por algún tiempo y al dársele la libertad se le advirtió que no tratase mal a su esposa.

En las declaraciones del proceso hay algunos datos biográficos de interés. «Dijo llamarse don Manuel Samaniego natural y vecino de esta ciudad, ser de edad de más de treinta años, casado con doña Manuela Jurado, de exercicio pintor». Conoció a la Yépez «con motivo de estar el declarante dirigiendo cierta obra de carpintería o retablos de la iglesia en el convento de Santa Clara, hace el tiempo de dos años escasos». Pide salir de la prisión, «respecto a que en el día me hallo precisado a concluir la obra en la casa preparada para el Sr. Regte. y que los oficiales no pueden seguir sin mi dirección la obra y que tal vez por esto se me seguirá perjuicio». A la negativa de la libertad por no consentirla la mujer, insiste: «He dicho a V. S. que se halla a mi dirección la casa del señor Regente e más obras no las puede concluir otro artesano, más quando tengo recibido de antemano de las del Sr. Dn. Jerónimo Pizarro sobrino del señor Presidente todo el dinero que le pedí necesario para su conclusión». Finalmente, su   —160→   Procurador don Mariano Aguiar interpone su garantía con el siguiente manifiesto: «Hago presente a la sabia consideración de V. S. que mi parte es un oficial público bien acreditado en las artes liberales de escultura y pintura: que están a su cargo varias obras que debe entregar con prontitud y remitir a Santafé, Luna, Guayaquil y otras partes». El 22 de diciembre se le concedió recién la libertad. Su profesión no le fue económicamente ingrata. Con dinero propio compró una casa en Santa Bárbara a don Manuel Bolaños. El inmueble colindaba con casa de doña Josefa Cañizares, quien, en septiembre de 1802, levantó querella a Samaniego, acusándole de que había construido una pared encima de su casa y que las aguas lluvias, cayendo sobre el tejado, abrían goteras que inundaban las piezas. Este pleito duró hasta 1806. El expediente reviste interés por cuanto contiene dos planos trazados por el mismo Samaniego. En el segundo, con su letra clara y bien perfilada, escribe lo que sigue: «Diseño del modo, qe propongo poner la cubierta, en la pared propia mía, de mi casa, y el alar mediano bajo que aquí lo muestro, para preservar de toda humedad que por algún acaso, con vientos recios, pudiera ocasionar; quedando con este dicho modo, libre de todo perjuicio, de ambas partes, como aquí se ve». Manuel Samaniego94.

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No se conoce aún el año de su muerte. Pero hay acerca de él, un párrafo biográfico, escrito con los recuerdos frescos de su vida. Consta en el Tesoro Americano de Bellas Artes, publicado en París en 1837. Lo dio a conocer por primera vez entre nosotros el doctor Pablo Herrera, en la Revista Científica y Literaria de la Corporación Universitaria del Azuay, publicada en Cuenca en 1889. Dice así: «Vivamente apasionado al estudio de su profesión, Samaniego se distinguió no tanto en la pintura del paisaje, como en la de la figura humana. Son muchos los cuadros que ha dejado, señalándolos con un estilo peculiar y propio de su escuela. Los lienzos que existen en la Catedral de Quito son los siguientes: la Asunción de la Virgen en el altar mayor, el nacimiento del Niño Dios, la Adoración de los Reyes Magos, el Sacrificio de San Justo y San Pastor y alguno otros relativos a la Historia Sagrada.

»La entonación de su colorido es sumamente dulce. Feliz en la encarnación y frescura de sus toques, se distinguió en sus cuadros de Vírgenes y otros santos, en cuyo ejercicio empleó una gran parte de su vida.

»Sus paisajes son conocidos por la destreza en la pintura de los árboles, aguas, terrazos y arquitecturas, siendo sólo sensible que a su paleta le hubiese faltado el número suficiente de colores para diversificar el colorido; mas no debemos atribuir esta falta a su poca habilidad, sino a los tiempos de atraso en que vivió, pues se veía obligado a servirse de los pocos y malos colores que entonces existían en Quito.

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»Samaniego daba gran importancia a sus cuadros y no los pintaba sino a precios muy subidos, motivo por el cual sólo existen, además de los nombrados anteriormente, una galería pintada por él en una casa de campo del antiguo Marqués de Selva Alegre; pues no tenían medios para encomendarle sus obras. Parece que no era de su agrado el pintar retratos, porque según se asegura, decía que en los retratos tenían voto hasta los cochinos.

»Tampoco debemos pasar en silencio ni olvidar su grande habilidad para el trabajo de la miniatura y obras al óleo de una pequeñez que admira. Este artista falleció repentinamente en edad avanzada, dejando muchos discípulos y dando pruebas de mucha moralidad y consagración al trabajo».

En la biblioteca de Jijón y Caamaño se encuentra un cuaderno de puño y letra de Samaniego, que trata de la técnica de la pintura. Y efectivamente nadie como él ha seguido normas concretas en la forma de pintar. Sobre tela generalmente de algodón echa una base de cola sin alumbre, a la que sobrepone una preparación con color en óleo gris amarillento. Dispone luego el fondo inmediato de veladuras suaves para de seguida dar las últimas pinceladas. Sus cuadros constan ordinariamente de tres partes: el cielo, con la Santísima Trinidad sobre fondo de veladuras de un rosa o anaranjado de etérea suavidad; en el medio del lienzo se desenvuelve la idea con tonos definidos de color azul, verde, sepia o rojo satinados; abajo, sobre campo de azures, va un paisaje, una plataforma, una perspectiva de jardín o huerto.   —163→   Samaniego es el pintor más fecundo de la Colonia y el único que formó verdadera escuela. Muy de su gusto han sido las Vírgenes de la Merced, la Divina Pastora, el Tránsito de María y las Inmaculadas.

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Junto a Samaniego hay que poner a Bernabé Rodríguez, quien, según se dice, fue su hermano de madre. A este pintor se atribuyen algunos de los cuadros que se hallan en las naves laterales de la catedral. Su técnica fue la misma de Samaniego. Tanto que ni aun peritos en el arte pueden distinguir con precisión las obras de uno y otro artista.

Discípulos de Samaniego y Rodríguez fueron los hermanos don Ascencio, don Nicolás y don Tadeo Cabrera. Don Nicolás fue maestro de don Joaquín Pinto. Según el padre Matovelle, «los cuadros de la nave -del Santuario de Guápulo- son obra del reputado artista Tadeo Cabrera y fueron trabajados en la primera mitad del siglo XIX»95.

En el cuadro de la Virgen de la Merced que reproducimos oportunamente, cuyo original se conserva en el descanso de la grada del Tejar, se lee la siguiente inscripción: «Un Padre Nuestro y Ave María por ánima de Manuel Samaniego que pintó este cuadro.- Se concluyó el 19 de junio de 784.- Tadeo Cabrera concluyó».

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Entre los discípulos de Rodríguez y Samaniego, también enumera don Pablo Herrera a Vicente Sánchez, Antonio Barrionuevo, Antonio de Silva y Francisco Villarroel. Según el mismo doctor Herrera, «Don Antonio Salas sobresalió entre todos los discípulos de Samaniego y de Rodríguez, que fueron sus maestros; poseído de fecunda imaginación, no se limitó a copiar como una gran parte de nuestros artistas, pues trabajó obras originales. En el Convento de San Francisco se conservan preciosos cuadros de Salas como el del ayuno de este Patriarca y otro en el cual está resucitando a un Obispo. Desgraciadamente han sufrido deterioro por habérselos retocado, dándolos nuevo colorido por algún oficial o pintor vulgar».

Don Antonio Salas eslabona la República a la Colonia, para mantener en Quito la continuidad del prestigio artístico en la pintura quiteña.

De los talleres de Cortés y Samaniego salieron asimismo los artistas, que dieron lustre a Quito, trabajando en Bogotá, bajo la dirección de Mutis. Ellos merecen un párrafo aparte y cerrarán este estudio de la pintura quiteña colonial.

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La segunda mitad del siglo XVIII fue de gracia para Bogotá. Un verdadero sabio, que veló su ciencia con el austero vestido sacerdotal, desembarcó en costas colombianas el año de 1760. Había nacido en   —165→   Cádiz el 6 de abril de 1732. No obstante contar sólo 28 años de edad, era ya doctor en medicina, conocía bien las matemáticas y ciencias naturales y no había descuidado los estudios de Filosofía y Teología. Llegó a la Capital del Nuevo Reino de Granada de médico del Virrey y don Pedro Mesía de la Cerda. Su nombre que, en frase del insigne naturalista Carlos Linneo, no borrará jamás edad alguna, es José Celestino Mutis y Bosio. Llegó a Bogotá con el destino de hacer un renacimiento de cultura hispanoamericana. Para ello le dio el cielo cuarenta y ocho años de vida en su nueva patria. Bajo su vigilancia y dirección se formaron, entre muchos otros, Francisco José de Caldas y Joaquín Camacho, Jorge Tadeo Lozano y Francisco Antonio Zea, José Domingo Duquesne y Salvador Rizo, Francisco Javier Matiz, Eloy de Valenzuela y José Manuel Restrepo. Parecía como que España colonial quisiera legar a su hija emancipada y libre una pléyade de hombres nuevos hechos para vida nueva: botánicos, naturalistas, mineros, médicos, cosmógrafos, pintores y escritores.

Desde su llegada a Bogotá fue ideal obsesionante de Mutis fundar un Instituto que se dedicase al estudio de las riquezas naturales del país. Como me dio de enseñanza práctica organizó, con permiso y amparo del Arzobispo Virrey, una expedición científica en 1773, compuesta, cual miembros principales, de él mismo como Director, como subdirector, Eloy de Valenzuela, y como delineador, Antonio García. Diez años después, el Rey Carlos III, a instancias de Mutis, tomó la Expedición bajo su amparo, en Cédula   —166→   de 1.º de noviembre de 1783. En calidad de dibujantes envió el Monarca a los españoles José Calzado y Sebastián Méndez, que apenas prestaron sus servicios a la Expedición botánica. Mejor resultado obtuvo Mutis de don Salvador Rizo y de ese artista delicadísimo que se llamó Francisco Javier Matiz. Ni son para olvidados los nombres de Camilo Quezada, Pedro Almansa y Francisco Dávila.

Desde aquí cedemos la palabra al concienzudo crítico e historiador de los Pintores Botánicos, don Gabriel Giraldo Jaramillo, quien ha sabido hacer justicia a los artistas quiteños, que fueron a trabajar bajo la dirección de Mutis96.

«Los pintores colombianos, a pesar de su consagración y entusiasmo, eran ya insuficientes para atender al diseño del gran número de plantas que se presentaban. Las labores de la Expedición crecían por momentos y era necesario contratar nuevos oficiales. En Santafé era inútil buscarlos. Los pocos que al arte se dedicaban eran los mediocres, que hubiera sido gran error acudir a ellos. No quedaba otro remedio que dirigirse a Quito, centro artístico muy floreciente y gran mercado de cuadros, lienzos y colores, en busca de algunos dibujantes expertos que quisieran trabajar a órdenes de Mutis. Con este objeto el Virrey Arzobispo, que se encontraba por entonces en Tumaco, escribió al Presidente de la Audiencia de Quito con fecha 11 de agosto de 1786, rogándole   —167→   encarecidamente que contratara seis pintores para el adelantamiento y conclusión de las científicas ideas de don José Celestino Mutis». Después de vencidas algunas dificultades se encontraron cinco artistas dispuestos a marchar a Mariquita y dedicarse a los trabajos de la Expedición. Fueron estos Antonio y Nicolás Cortés, Vicente Sánchez, Antonio Barrionuevo y Antonio Silva. Los dos primeros habían trabajado en el taller de su padre José Cortés de Alcoser, que figuraba en primera línea entre los pintores quiteños. Los otros tres fueron presentados por el maestro Bernabé Rodríguez «como prácticos y hombres de bien», añadiendo además que eran los más aprovechados discípulos que habían estudiado bajo su dirección. Algunas muestras de dibujos de los cinco artistas fueron enviadas a Mutis, que muy complacido las aprobó, diciendo que en esos trabajos se descubría «genio y habilidad», y prometiendo que todos los jóvenes hallarían en él «amor, afabilidad y buen tratamiento con las demás preferencias a que se hicieran acreedores por su docilidad y buena conducta».

A principios de 1887 salieron los cinco artistas de Quito en compañía de don Juan Pío Montúfar, que iba conduciendo los caudales de «situación» con destino a Cartagena.

Después de una larga demora en Popayán, debido a la enfermedad que en esa ciudad los atacó a todos, continuaron su viaje a Mariquita y comenzaron tareas en abril del citado año 87.

En Mariquita, a pesar del clima ardiente y malsano   —168→   y de las muchas enfermedades de que se vieron atacados, trabajaron los pintores quiteños hasta el año de 1890, en que, temiendo el Gobierno por la salud de Mutis y de sus ayudantes, dispuso se trasladasen a Bogotá, donde quedó definitivamente instalada la Expedición en marzo del año siguiente.

Antes de su partida para Capital y siendo necesaria la presencia de nuevos dibujantes, se dirigió Mutis a Quito en demanda de algunos que quisieran alistarse a sus órdenes. Vinieron entonces Francisco Villaroel y Francisco Javier Cortés, que salieron de Quito en compañía de Manuela Gutiérrez, esposa de Antonio Cortés. Un poco más tarde llegaron Mariano Hinojosa, Manuel Rueles y José Martínez, y por último otros tres artistas, José Xironsa, Félix Tello y José Joaquín Pérez.

La labor de los quiteños en la flora de Bogotá constituye una altísima gloria para su patria y un justo motivo de gratitud para nosotros. La consagración, desinterés, aplicación y cuidado con que siguieron las indicaciones del sabio Mutis y los consejos y observaciones de Rizo y Matiz, hizo (sic) que, gracias a ellos se pudiese completar la parte artística de la flora de Bogotá. Fue esta una obra de conjunto en que cada uno de los artistas aportó toda su habilidad y destreza. Ni siquiera tenían la esperanza de ser recordados, como los demás pintores, ya que ninguno de ellos firmó sus dibujos, cosa que por otra parte no podían hacer, pues uno diseñaba la planta, otro la perfeccionaba, un tercero le ponía los colores, y así cada lámina venía a ser obra de todos ellos.

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«Hacían -dice Humboldt- los dibujos de la FLORA DE BOGOTÁ en papel de GRAN AIGLE y se escogían al efecto las ramas más cargadas de flores. El análisis o anatomía de las partes de la fructificación se ponía al pie de la lámina. Parte de los colores procedía de materias colorantes indígenas desconocidas, en Europa. Jamás se ha hecho colección alguna de dibujos más lujosa, y aún pudiera decirse que ni en más grande escala». Al propio tiempo de establecida la Expedición Botánica en Santafé resolvió el sabio Mutis crear una escuela gratuita de dibujo y pintura, en la que se prepararían artistas que más tarde reemplazaran a los pintores botánicos. Fue ésta la primera escuela de dibujo que se fundó en la Capital. Se recibían niños pobres que mostraran alguna capacidad para el arte; en la escuela se les daba de comer y, apenas pudieran ayudar en los trabajos de la flora, se les socorría con un moderado jornal. En esta forma se llevó a cabo una labor de beneficencia y de cultura admirable.

La muerte de Mutis ocurrida el 11 de septiembre de 1808 vino a trastornar un poco la regular marcha de la Expedición. El nombramiento de Director que se hizo en la persona de Sinforoso Mutis no fue del agrado de la mayoría de los miembros que esperaban naturalmente la designación del sabio Caldas. Los trabajos no se continuaron con el mismo entusiasmo que antes; faltaba la figura venerable y paternal del llorado Director que nadie podía reemplazar dignamente. Por otra parte el movimiento de Independencia se avecinaba.

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Todos los sabios, escritores y artistas que formaban el Instituto Botánico se vieron obligados a abandonar sus estudios y prepararse para la guerra; pinceles y libros fueron cambiados por fusiles y cañones; la venida del pacificador Morillo liquidó definitivamente la Expedición. Los muebles de la casa fueron vendidos en pública subasta; los demás enseres fueron llevados a España y hoy reposan en el jardín botánico de Madrid.

Ese riquísimo tesoro, que pondera y exalta la obra imperecedera de unos cuantos modestos sabios y artistas americanos permanece oculto para el mundo y para nuestra patria.

Ni uno solo de los 6717 dibujos originales que forman la FLORA DE BOGOTÁ se conserva en nuestros Museos ni colecciones. ¡Nada que recuerde la labor paciente y fecunda de quienes fueron la admiración de los más grandes sabios europeos!

Mucho se ha escrito sobre la belleza de las laminas de la Expedición. El Barón de Humboldt, el ilustre Linneo, Cavanilles, La Gasca, Colmeiro, nuestro insigne Francisco José de Caldas, y en una palabra, la plana mayor de los botánicos del mundo han tributado sus alabanzas y extremado sus elogios a la obra de los pintores botánicos. Sus dibujos no son una copia de la naturaleza, simplemente, son la naturaleza misma interpretada por los más sensibles y inspirados artistas que ha conocido América».