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ArribaAbajo Ojeada retrospectiva

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ArribaAbajo Capítulo XI

El arte hispano en América


Ruta geográfica del influjo artístico de España en América.- Los grandes arquitectos españoles en el Nuevo Mundo.- Influencia de los escultores españoles en la América Latina.- Los primeros maestros de pintura europea en América.- El arte quiteño dentro del arte hispanoamericano.


En el plan que nos impusimos al escribir este ensayo, contemplamos la necesidad de construir una base documental, que nos permitiera luego estudiar las características de nuestro arte colonial, ya en la asimilación de influjos hispanos y europeos en general, ya en las notas individuantes de un quiteñismo inconfundible, ya, finalmente, en la irradiación de sus influencias. Pretendemos haber añadido, a los datos conocidos ya, algunos nuevos, sobre todo de carácter gráfico. Intentamos ahora formular algunas conclusiones deductivas, que nos hagan formar un concepto más o menos justo del valor del arte colonial quiteño.

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Al Mar de las Antillas se ha llamado con razón el Mediterráneo de América. En él se concentraron las fuerzas múltiples de España, para en seguida repartirse por todo el ámbito de la América Latina. La corriente de cultura artística hizo alto, por de pronto, en la isla de Santo Domingo y formó el prototipo del arte hispanoamericano. Luego, al Valladar de Centro América, se bifurcó en dos ramas, una de las cuales se dirigió al norte y creó el arte hispanomexicano y la otra se encaminó al sur, y fue formado el rosario de ciudades cisandinas con rasgos típicos de un arte hispanoincaico.

El arte hispano, al vaciarse en América, encontró los fuertes sillares de un arte americano autóctono, del cual hubo de aprovechar para la creación del nuevo tipo de arte, que ni fue solo español ni solo americano, sino arte hispanoamericano. También el Arte hubo de observar la ley de la repetición con que la historia suele comprobar la unidad del género humano. La ruta seguida por España, en su conquista civilizadora, no desdeñaría las huellas dejadas antaño por las migraciones, que partiendo del Yucatán visitaron a los Mayas, Quitus, Chavines, Cuzqueños, Tiahuanacos y Diaguitas.

Quito resultó, desde los más remotos tiempos, un remanso de cultura. Aquí halló descanso el arte   —175→   maya que venía del norte: hasta aquí avanzó el arte cuzqueño venido del sur. España, a su vez, escribiría en Quito uno de los mejores capítulos del arte hispanoamericano.

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Vale la pena comprobar estas conclusiones, de suma importancia para apreciar el valor del arte quiteño. Por lo que mira a la arquitectura, tenemos la máxima autoridad de Eugenio Llaguno y Amirola, en sus cuatro volúmenes de Noticias de los Arquitectos y Arquitectura de España desde su restauración (Madrid 1829).

El 25 de mayo de 1510, el Arquitecto Mayor de la Catedral de Sevilla, Alonso Rodríguez se comprometió a pasar a la Isla Española con un grupo numeroso de maestros y oficiales, para organizar, dirigir y realizar la construcción de iglesias y edificios públicos en la Isla de Santo Domingo. Juan Miguel de Agüero, montañés, estaba dirigiendo, en 1585, la catedral de Mérida en Yucatán y en la probanza, recomendaticia de su persona, se dice que diez años antes había dirigido la fortificación de la Habana.

«Juan de Vergara, después de haber pasado al nuevo Reino de Granada, sentó en 12 de marzo de 1572 la primera piedra de la catedral de Santa Fe de Bogotá, que él mismo había trazado. Concurrieron a este solemne acto el Deán don Francisco Adame, que la colocó, los dos cabildos eclesiástico y   —176→   secular, la Real Audiencia, Antonio Moreno y Martín Dajubita, canteros, Pedro Rodríguez, Antonio Cid y Antonio Díaz, albañiles, que empezaron a construir el templo, según refiere Florez Ocariz en el lib. I de la genealogía de aquel reino, impreso en Madrid, año 1671»97.

El dato más interesante es el que se refiere a Francisco Becerra, trujillano. Fue hijo de Alonso Becerra, arquitecto constructor en Extremadura y nieto de Hernán González, el maestro mayor de la Iglesia de Toledo, amigo y albacea de Alonso Berruguete. Para pasar a Indias hizo información de limpieza de sangre y con testigos declaró haber construido edificios de nota y una capilla en el Monasterio de Guadalupe. «Luego que llegó a Nueva España se detuvo algún tiempo en la Puebla de los Ángeles, y construyó el coro del convento de San Francisco, que dice ser el más principal de aquel reino: los conventos de San Agustín y de Santo Domingo, y el Colegio de San Luis; y dos capillas de cantería en los pueblos de Totemeguacan y Guatinchan. Reedificó después en México la iglesia de Santo Domingo, que por haberse construido mal se caía; y levantó otros templos en Talnepaula, Cuitablabaca, Tepuzthlan, y en otros lugares del Marquesado del Valle, que le dieron gran crédito y opinión. Era entonces Virrey de Nueva España don Martín Henríquez, quien tratando de edificar la catedral de la Puebla de   —177→   los Ángeles, le nombró por maestro mayor de ella a 24 de enero de 1575, con el sueldo anual de quinientos pesos de oro... De Nueva España se trasladó a Quito, y allí trazó y comenzó las iglesias de los conventos de Santo Domingo y San Agustín, y tres puentes en los ríos comarcanos que fueron de gran utilidad y provecho a la provincia. Estaba ocupado en estas obras el año de 1581, cuando pasó del virreinato de Nueva España al del Perú el dicho don Martín Henríquez, quien conociendo por experiencia la pericia y buenas partes de Becerra, le escribió desde Lima luego que llegó para que pasase a aquella capital a trazar y construir la catedral de Lima y del Cuzco. Empezó por ésta, que dirigía con aplauso del Cabildo y del Gobierno cuando falleció el Virrey su protector, cuya muerte le fue de gran sentimiento. Pero la Audiencia de Lima, que quedó mandando aquel Reino y que no quería perder la coyuntura de tan buen arquitecto para la construcción de aquella Santa Iglesia, despachó real provisión en 17 de junio de 1584, confirmando a Becerra el título de maestro mayor, como consta de la misma provisión».

La historia del Alto Perú ha conservado el nombre del famoso conquistador, ingeniero y arquitecto Pedro Anzures, que en 1538 trazó la ciudad de La Plata (Sucre) y que debió intervenir en la construcción de los primeros edificios, y del alarife Paniagua, que en 1548 delineó la ciudad de La Paz y levantó las primeras fábricas de la misma98.

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Bastan los datos transcritos para convencernos del trasplante de la arquitectura religiosa de España al Nuevo Mundo. Del norte al sur de la América Latina, todas las principales ciudades recibieron la savia hispana, que al germinar con vida propia, dieron lugar al arte, común hispanoamericano. Si algún país americano, tiene sus características salientes, necesita determinar sus causas y definir sus rasgos propios, que en definitiva provendrán de la unión de los elementos españoles básicos con los elementos indígenas locales, pero de profundo sabor americano.

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Para la escultura hubo dos clases de influjo de parte de la Madre Patria: importación de modelos y traslado de artistas. La historia del Arte hispanoamericano recuerda que en 1533 el tesorero de la Contratación de Sevilla pagó seis mil maravedís al entallador Jorge Hernández, por la hechura de un crucifijo y de una imagen de Nuestra Señora con el Niño, que debió traer fray Juan de Chávez a Santa Marta99. Es ya célebre la historia del Cristo de San Agustín de Lima, copia exacta que el escultor Jerónimo Escorceto hizo de la santa imagen de los agustinos de Burgos. Se menciona también el envío de   —179→   las imágenes obsequiadas por Carlos V a los dominicanos del Perú.

Por lo que mira a los artistas, el profesor Miguel de Bago Quintanilla nos ha suministrado datos interesantes, tomándolos del archivo notarial de Sevilla. Según ellos, se trasladó a Indias Juan de Oviedo, colaborador de Montañés y maestro mayor de obras de la ciudad de Sevilla. Lo mismo sucedió a Diego López Bueno, famoso maestro especialista en retablos, cuya hija estaba casada con un ensamblador sevillano que también pasó a América. También se habla del escultor Pedro de la Cueva que vino al Nuevo Mundo trayendo consigo un Apostolado, junto con unos cuadros del pintor Juan de Uceda100.

En Quito conocemos ya a los españoles Diego de Robles y Diego Rodríguez, no menos que al flamenco fray Pedro Goseal, que dirigió el Colegio de San Andrés, donde los Indios aprendieron la escultura.

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Más aún que en arquitectura y escultura, se deja sentir el influjo europeo, en la pintura. México tuvo la singular fortuna de contar desde el principio con buenos maestros, que crearon las escuelas de la capital   —180→   y de Puebla. En el séquito de Hernán Cortés apareció Rodrigo de Cifuentes, qué pintó el cuadro del Conquistador de México orando ante San Hipólito y los retratos del Conde de Tendilla y de fray Martín de Valencia. Junto con Cifuentes asomó el maestro sevillano, Alonso Vázquez, de quien se conservan algunos cuadros y que tuvo por discípulo a Juan de Rúa. A mediados del siglo XVI el pintor Andrés de Concha hizo los cuadros que decoran el templo de Santo Domingo de Janhuitlán (Oaxaca). Finalmente, en el segundo tercio de ese mismo siglo vino con el virrey Gastón de Peralta, el pintor flamenco Simón Pereyns, autor del retablo de la Virgen de la Merced en la catedral de México101. Aparte de estos pintores, los religiosos mendicantes, franciscanos sobre todo, establecieron en sus conventos talleres de pintura, de cuyo éxito habla con entusiasmo Bernal Díaz del Castillo.

A la América del Sur, con destino a Lima, vino a fines del siglo XVI Mateo Pérez de Alesio, discípulo de Miguel Ángel y pintor de Cámara de Gregorio VIII, nacido en Roma en 1547. Trabajó con el maestro en la Capilla Sixtina y fue luego a Sevilla, desde donde se trasladó al nuevo mundo. Trabajó muchos años en la ciudad de los Virreyes y dejó buenos discípulos, como su hijo fray Adrián de Alesio, O. P., el agustino fray Francisco Bejarano y el dominico quiteño fray Pedro Bedón. En la misma ciudad de   —181→   Lima se estableció y dejó algunas obras, el pintor napolitano Angélico Medoro.

La escuela primitiva del Cuzco vigorizó su inspiración y técnica con el influjo del franciscano español fray Basilio de la Cruz y de Gabriel Murillo, hijo del célebre Bartolomé Murillo, el de la clásica Inmaculada Concepción102.

Quito fue favorecida desde su fundación con la presencia de fray Pedro Goseal, que a la vez que escultor, fue maestro de pintura. En el Colegio de San Andrés enseñó a los indios el arte de hacer viñetas. Aparte de esta orientación de influjo flamenco, practicaron el arte pictórico, a fines del siglo XVI, los pintores españoles Luis de Rivera y Juan de Illescas. Al influjo flamenco y español se sumó el italiano con la presencia de Angélico Medoro, que pasó después a Lima.

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Esta inspección al vuelo sobre el arte hispanoamericano debe servirnos para no encerrarnos en un criterio optimista, a fuerza de ser estrecho. La comparación es balanza de justicia. El arte quiteño es un capítulo del arte hispanoamericano, que tiene su relieve precisamente de la comparación. Ocupando un   —182→   lugar central entre México y el Cuzco, puede ser que de ambos se deje ganar en Arquitectura; pero tiene la primacía de la pintura e imaginería, por lo menos en el valor intrínseco de algunos de sus representantes y obras representativas. Lo interesante es conocer los rasgos característicos de su arte, que lo averiguaremos en el capítulo siguiente.



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ArribaAbajoCapítulo XII

El arte quiteño colonial


Arquitectura: La posición geográfica determina la forma arquitectónica.- La presencia de Becerra en Quito.- Fray Antonio Rodríguez.- Escultura: Los Retablos y la Imaginería.- Pintura Quiteña: Sus principales representantes: P. Bedón, Hernando de la Cruz, Miguel de Santiago, Gorívar y Samaniego.


Por estrategia militar o destino feliz, el Quito incaico se convirtió en español, sin cambiar su situación geográfica. Recostado en las faldas del monte Pichincha, al arrimo inmediato de collados, encima de abras y despeñaderos, Quito se ofreció a los conquistadores, con la advertencia franca del peligro que encerraba la cercanía del volcán. Las construcciones hubieron de acomodarse a las quiebras del terreno, enfiladas unas sobre los bordes de las quebradas, suspendiéndose otras en los desfiladeros, descendiendo algunas a balancearse sobre arcadas y rellenos.

«La visión de un turista que entienda el arte y   —184→   lo sienta, apreciará estas originalidades, tan raras en estos tiempos en que predomina la fea geometría, la cansada línea recta, los cuadrados sin variedad atrayente, la numeración prosaica de las vías, la uniformidad de las construcciones y el menosprecio de la vieja estética, la de nuestros antepasados, que la mantuvieron por espíritu de raza y afinación de gusto, no estragado por mal comprendidas extravagancias de pedantería». R. C. Toral.

En Quito no se pudo tener a la vista las edificaciones monumentales como en el Cuzco, donde la Arquitectura española aprovechó e imitó, sin superar, los modelos del labrado y ensamblado incaicos. Pero tuvo más que el Cuzco las canteras a la mano y la amenaza de temblores, que obligó a pensar en construcciones sólidas. Así y todo, apenas queda resto colonial de arquitectura civil. Lo que subsiste es la arquitectura religiosa, monumento de la fe robusta y tenaz de nuestros padres.

La topografía de la naciente ciudad determinó la forma de los primeros templos. El estilo renacimiento, corriente en España y aclimatado ya en México, debía respaldar el gusto de Rodríguez de Aguayo y de fray Jodoco para idear el plano y dirigir la construcción respectivamente de la Catedral y de San Francisco. Ambos se vieron en el caso de salvar la desigualdad del terreno, que se les señaló para su iglesia. La catedral, construida a lo largo del lado sur de la plaza central; se comunicó con esta mediante un atrio, que hace de balcón y pasadizo. En lo arquitectónico fue la primera construcción monumental de   —185→   Quito. Levantada sobre alta terraza de cantería, de sencilla estructura y hermosa cúpula, fue obra colectiva, en que españoles, indios y mestizos pusieron su fe y su mano hasta lograr concluirla en el corto tiempo de tres años (1563-1565).

La construcción de San Francisco se desarrolló bajo los mejores auspicios. Debió ser el templo dedicado al Patrono y titular de la ciudad. Para construirlo se le señaló el mejor sitio, el residencial en el tiempo de Huayna-Cápac. A la cabeza de la obra estuvieron fray Jodoco, fray Pedro Goseal, Jácome y Germán el alemán, todos de procedencia flamenca y ajenos a la política de los conquistadores. Por suerte vino del Cuzco a Quito el indio Jorge de la Cruz Mitima con su hijo Francisco Morocho, ambos muy prácticos en labor constructiva y que se adhirieron a los Padres Franciscanos. Desde 1552, el Convento estableció en sus claustros la escuela de artes y oficios para indios y mestizos. San Francisco, en su templo y su convento, fue obra en la que concurrieron el entusiasmo religioso, la culta tenacidad flamenca y la obra de mano de los indios.

Para el último cuarto del siglo XVI, el templo estuvo concluido y adelantada la fábrica del primer tramo del convento. En el trazo del plano, no fue posible prescindir de la modalidad geográfica, que hizo de San Francisco la construcción más quiteña. Para dar a la obra una superficie plana, se ha levantado, al lado occidental de la inclinada plaza, el gran murallón en que descansa el atrio, con dominio a la ciudad extendida a su alrededor. La proporción de   —186→   cinco, trece y veintinueve escalones con que el atrio desciende respectivamente al lado izquierdo, al centro y a la derecha, nos permite imaginar la ímproba labor que ha debido costar la hermosa edificación franciscana.

Basta comparar las varias dependencias -Cantuña, San Buenaventura, el templo, el convento, el noviciado- para deducir que iglesia y claustros adjuntos fueron los que construyó fray Jodoco con sus compañeros. Ambas edificaciones conservan el sello majestuoso del renacimiento, como también el atrio que debió servir de antepecho para contemplar las fiestas de la plaza, de calle para las procesiones y de sitio de reunión para catecismo de los indios.

Catedral y San Francisco fueron las obras que brotaron de la energía conquistadora en el primer medio siglo de vida hispano-quiteña y son las que más han conservado su solidez primitiva a través de las duras pruebas que ha soportado nuestro suelo volcánico. Pedro Rodríguez de Aguayo y fray Jodoco Ricke, sin ser arquitectos de profesión, idearon y llevaron a cabo sus respectivas construcciones, con todas las características del neoclásico: noble conjunto por la sencillez de sus líneas y recursos constructivos y por la reciedumbre de sus materiales.

La presencia de Francisco Becerra en Quito marca un rumbo nuevo a la arquitectura quiteña colonial. Desde luego, establece un nexo de parentesco en el arte español que lo asimiló Becerra en su juventud, con el mexicano en que Becerra dejó hermosos ejemplares y con el peruano, que exhibe todavía   —187→   la magnificencia de las catedrales de Lima y el Cuzco, cuyos planos los trazó Becerra. Este arquitecto, «vio sus días primeros en la extremeña Trujillo, ciudad mística y feudal por excelencia, donde sus ojos sensibles aprenderían de niño a penetrar la honda expresión lugareña de los arcaicos y rancios modelos españoles. Por lo demás, Francisco Becerra es contemporáneo de Herrera y había recibido también las influencias neoclásicas de la escuela toledana». M. S. Noel.

Becerra estuvo en Quito hacia 1580. A pedido de los Padres Dominicanos y Agustinos, trazó el plano de sus respectivos templos y conventos. Por primera vez, la arquitectura colonial contó con un técnico de fuste. Becerra, por desgracia, tuvo presto que ausentarse a Lima y la construcción de las obras quedó a merced de los interesados. Basta echar una mirada a los muros con sus contrafuertes del templo y del convento de Santo Domingo, a la uniformidad de arcos de los altares y los claustros, a la persistencia del ochavado en la base de las cúpulas y el cuerpo de las pilastras, para distinguir el influjo fuerte del neoclásico, tan del gusto de Becerra.

Los almozárabes de la techumbre, con hermosas lacerías geométricas y reticulares del templo dominicano, delatan el alejamiento del plano primitivo. El siglo XVII no pudo continuar la sólida reciedumbre que caracterizó a la anterior centuria. Sartorio ha observado que la ordenación de las galerías en los claustros de San Agustín, «provocaba por primera vez en América, un movimiento arquitectónico   —188→   nuevo. Es el intercolumnio alternado con arcos de mayor y menor tensión a la manera árabe: movimiento tan marcado en el palacio del Marqués de Torre Tagle y en el claustro de la Merced, de Lima: movimiento que dará color a estos edificios, a semejanza de las últimas residencias musulmanas de la India, levantadas precisamente a fines del siglo XVII, en Agra y Nueva Delhy. En este claustro de San Agustín, las columnas son todavía más cortas y rígidas, para caracterizar la índole colonial de la arquitectura, mientras los arcos, apoyando sobre el ábaco dórico, amplio, caen sobre el vacío del gálibo, creando un vano trilobulado de gusto morisco».

El aporte de raíz mudéjar que se incorporó a la arquitectura quiteña colonial vino con los laceros y geométricos andaluces, que cubrieron de lacerías las pilastras, jambas y archivoltas de numerosos templos y las techumbres de los conventos en Quito, Lima, Cuzco y Ayacucho. Este recurso exhornativo lucía en Quito en los artesonados de la Catedral, San Francisco, Santo Domingo y San Diego y más tarde, con degeneración de gusto, en los claustros de San Agustín y la Merced, la Sala Capitular y el Refectorio de Santo Domingo.

La Compañía es un ejemplar del estilo arquitectónico adoptado por los hijos de San Ignacio para sus construcciones del siglo XVII. «La iglesia de San Ignacio de Roma, construida por el padre Horacio Grassi, arquitecto jesuita, se identifica en muchos de sus aspectos con la Compañía de Quito, cuyos altares de crucero, por ejemplo, están copiados de los que   —189→   dibujó en 1680 para la iglesia romana el padre Andrea Pozzi, altares que sirvieron de modelo para otras iglesias quiteñas, como la Merced y la del Hospital». M. Solá.

Para Quito la ventaja estuvo en la capacidad artística de los constructores, casi todos europeos, que supieron dirigir a los obreros y aprovechar del excelente material lapídeo, que ofrecían las canteras del Pichincha y de Tolóntag.

La Compañía, con su espléndida fachada, carece de una plaza amplia para destacarse con perspectivas de imponente magnificencia.

La atenta comparación adivina el influjo que ejercieron los templos y conventos del siglo XVI y principios del XVII en la traza y fábrica de los posteriores: Guápulo, el Sagrario, la Merced, los Cármenes y el Hospital. Lo importante de estas edificaciones para Quito es que todas fueron trazadas y llevadas a cabo únicamente por arquitectos quiteños. Fray Antonio Rodríguez y el hermano Marcos Guerra deben su formación a Quito, que los reconoció por sus hijos beneméritos y les confió la conservación de su arte tradicional y la hechura de nuevas obras.

En conclusión, la Arquitectura, en su traslado de Europa a la América del Sur, hizo de Quito un centro de peculiar adaptación y desarrollo. Nunca escasearon aquí hábiles canteros y albañiles. Las pendientes del Pichincha ofrecieren siempre «canteras grises o brunas de hermoso aspecto y aptitud para el ensamble y el bruñido». La tierra se brindó fácilmente   —190→   al moldeado de tejares. Nada faltó en mano de obra y material.

Las quiebras geográficas exigieron «las más atrevidas cimentaciones, la superposición de arcadas, y muros de contención, de ingente valor, y puentes y socavones, rellenos y graderías, acueductos y viaductos, catacumbas y emplazamientos sobre columnas y mampostería: todo ello en profusión casi inverosímil». R. C. Toral.

Sobre esta topografía desigual, las Comunidades Religiosas se ingeniaron en construir sus templos y mansiones conventuales, con la franca aceptación de todo influjo estilístico, en aras del ideal religioso. Los obreros quiteños asimilaron por igual así la imponencia del Renacimiento y la fascinación del Mudéjar, como el caprichoso primor del Plateresco y el Barroco, sin que se excluyeran las tímidas reminiscencias del Incaico.

Cada iglesia fue el hogar común para el culto religioso, el refugio seguro en las calamidades públicas, el sitio preferido para sepultura. Los titulares de templos y conventos dieron su nombre y algo de su espíritu a los barrios. Hasta el presente no hay quien no defienda las características del lugar urbano en que ha nacido.

En torno a los conventos, bulle aún la ola popular, con el gracejo andaluz en los labios, conservando en Quito y para Quito ese aire de devoción, cual patrimonio inalienable.

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Dos son las ramas de la. Escultura quiteña, que reclaman un estudio especial: el tallado y la imaginería. Para uno y otra, Quito brindó clima propicio al desarrollo: materia prima a la mano, buenos maestros y habilidad en los obreros.

Fundada la ciudad en alta serranía, las faldas de los montes y explanadas estaban cubiertas de cedros, que desde el principio fueron objeto de explotación en grande. La historia recuerda a Diego de Sandoval, el proveedor de buena madera para las construcciones de iglesias y conventos.

A la estructura suntuaria de los templos, correspondió la magnitud y esplendidez de los retablos. De estos son pocos los primitivos, que han salvado de los estragos sísmicos. Algunas como el de la Capilla del Rosario y el altar mayor de San Francisco, conservan las pilastras cilíndricas y lisas y la superposición simétrica de los cuerpos, que delatan la antigüedad de su tallado. Los más son del siglo XVIII, en que columnas salomónicas con racimos de uva entrelazados enmarcan nichos de caprichoso modelado. En esta especialización hicieron escuela Juan Bautista Menacho, el hermano Jorge Vinterer y Bernardo de Legarda. Al lector que quiera informarse a este respecto le recomendamos la tan bien documentada obra del doctor José Gabriel Navarro, sobre La   —192→   Escultura en el Ecuador durante los siglos XVI, XVII y XVIII.

En el desarrollo cronológico de la Escultura, aplicada a la imaginería, mencionamos al padre Carlos, a Olmos, Caspicara y Legarda, ofreciendo gráficas de algunas de sus imágenes. Son los Artistas que resaltan entre tantos imagineros anónimos, que poblaron nuestras iglesias y conventos de efigies de santos, de pastores de Nacimientos y de apóstoles para los Pasos de Semana Santa.

La comparación entre las obras de estos artistas demuestra el grado máximo a que llegó la habilidad y buen gustó de nuestros escultores. Sacerdote el uno, indígenas los dos y criollo el último, sin embargo, todos dejaron obras maestras en la expresión anatómica, en el simbolismo transparente, en la actitud noble y en el realismo dramático de las actitudes. La escuela castellana y andaluza con Berruguete y Montañés a la cabeza, no desdeñarían ninguna de las buenas esculturas quiteñas.

Al parangonar las imágenes, que abundan en el Cuzco y Lima, con las de la escultura quiteña, se acentúa más el carácter de nuestra imaginería. No es aire de candor y timidez de formas que distinguen a las abras cuzqueñas. La escuela quiteña de escultura se caracterizó por el vigor de los trazos y la expresión franca de los sentimientos humanos, dentro del marco de la austeridad religiosa.

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Más que por arquitectura y escultura, Quito colonial reclama, por su pintura, un puesto de honor en la historia del arte hispanoamericano. Al respecto, aun compatriotas serios han dudado de afirmar la existencia de una escuela quiteña de pintura, alegando por principal razón la falta de originalidad. No obstante, el más ligero cotejo de lienzos quiteños con los de las otras naciones de la América Latina, acentúa la fisonomía peculiar de la pintura quiteña, que vale la pena conocerla.

Alguien ha definido la originalidad como la reverberación del carácter personal de un autor. Esta reverberación, si ha de ser interesante, presupone un talento madurado. El talento, dice Flaubert, se transfunde siempre por infusión, o lo que es lo mismo, por imitación.

Ya había escrito, siglos atrás, Quintiliano, en el libro décimo de sus Instituciones Oratorias: «El arte consiste, en gran parte, en la imitación, porque, si lo primero, si lo más esencial es inventar, nada más útil que tomar por modelo lo que ha sido bien inventado.

»Por ventura ¿no se pasa nuestra vida en querer hacer aquello que aprobamos en los demás?... Vemos a todas las artes proponerse en sus comienzos un modelo para imitar. En definitiva, no nos queda sino elegir de dos cosas, una: o parecernos a aquellos   —194→   que han hecho bien, o ser del todo diferentes. Como es muy raro que la naturaleza nos haga semejantes a ellos, tenemos que hacernos por imitación». Virgilio se formó a la sombra de Homero; el Dante se cobijó con el manto de Virgilio; Miguel Ángel tuvo a la vista los modelos griegos; Velázquez hizo viaje a Italia para dejarse influir por Tintoretto y el Tiziano. La imitación de nuestros pintores a modelos europeos, no ha de defraudar la originalidad que reclama Quito para su pintura colonial.

En la historia de la pintura quiteña pueden distinguirse tres etapas en que los caracteres se definen hasta marcar rumbos propios, naturalmente con la relatividad que cabe al tratarse del arte. En la primera se observa la coexistencia de dos corrientes, la italiana y la española, personificadas ambas respectivamente en el padre Bedón y el hermano Hernando de la Cruz. La segunda se caracteriza por el fuerte influjo holandés, que determina la formación de Miguel de Santiago y que culmina en Nicolás de Gorívar; y la tercera en que la pintura reviste un aspecto que nos provoca a decir con Teófilo Gautier: «El dibujo, el relieve y el color, he aquí la trinidad pintoresca», la de los Albán y Manuel Samaniego.

De fray Pedro Gosseal y sus discípulos indios no hay recuerdo alguno pictórico, que nos permita formarnos idea de lo que pudo ser la infancia de la pintura quiteña.

El primer pintor nacional que quiteñizó un estilo europeo fue el padre dominicano fray Pedro Bedón. Discípulo de uno que lo había sido de Miguel   —195→   Ángel, aprendió en Lima el estilo y la técnica de la escuela italiana. De regreso a Quito, aprovechó de la presencia de Angélico Medoro, otro italiano que acentuó el influjo de su patria en suelo americano. Que el padre Bedón fundara escuela con indios y criollos, nos lo demuestran los nombres de Andrés Sánchez, Alonso Chacha, Antonio y José Francisco Gocial, Felipe, Jerónimo Vileacho, Sebastián Gualoto, Juan, Francisco Guajal, Juan Greco Vázquez y Juan Díez Sánchez, que figuran como pintores en el Libro de la Cofradía del Rosario, que abrió el padre Bedón en 1588. Además de los nombrados, tuvo el pintor dominicano, un discípulo entre sus hermanos de hábito en la persona de Fray Tomás del Castillo, de cuyo pincel ofrecemos una gráfica. Como muestras personales y auténticas del padre Bedón, presentamos dos pintadas en vidrio que conserva el Convento de Lima, las viñetas de los libros de Cofradía y del Coro y la imagen de Nuestra Señora de la Escalera. Si la técnica de la pintura del padre Bedón es italiana, la inspiración es personalísima. Meléndez y Montalvo recomendaron la suave unción de las imágenes pintadas por fray Pedro.

Con la presencia del padre Bedón en Quito, coincidió el primer certamen artístico, en el que intervinieron varios pintores con lienzos, que se dijo ser los mejores que hubo en la Provincia.

No es improbable que Luis de Ribera, español, tuviera aquí discípulos. Pero el que de hecho formó escuela fue don Fernando de Ribera, quien al entrar en la Compañía quiso llamarse Hernando de la Cruz.   —196→   De él dice Velasco que, «le obligaron los superiores a que se ejercitase en la pintura, enseñándola al mismo tiempo a varios discípulos de fuera. Los muchísimos cuadros con que su diestro pincel enriqueció al templo y al Colegio Máximo fueron y son el mayor asombro del arte y el más inestimable tesoro. Sus discípulos aprendieron de él más que a pintar, a servir a Dios; y poblaron después diversas Órdenes Sagradas». Francisco de Ribera vivió en Quito en los últimos años del padre Bedón, a quien le sobrevivió un cuarto de siglo.

Al hermano Hernando se le atribuye un retrato de Mariana de Jesús. Aunque apenas sea posible identificar sus otros lienzos, datan de su época y probablemente de su influjo muchos cuadros anónimos, de que no escasea Quito.

A Miguel de Santiago nuestra historia no le reconoce infancia. El primer dato conocido hasta ahora respecto de su arte, es la inscripción de uno de los cuadros de San Agustín que dice: «Este lienzo con 12 o más pintó Miguel de Santiago en todo este año de 656 en que se acabó esta historia». De 1656 a 1706, año de la muerte del maestro, corre medio siglo: lo que indica que el artista era muy joven cuando pintó en San Agustín.

La crítica logró comprobar que nuestro artista, para la pintura de esos lienzos, tuvo a la vista los grabados de Schelte de Bolswert, amigo y discípulo de Rubens y grabador de algunos cuadros de Van Dyck y de Jordaens. Pudo ser que Santiago obedeció en esto a la voluntad del Mecenas que le mandó   —197→   pintar. En todo caso, fue para él una suerte vincularse artísticamente con maestros flamencos y holandeses, a cuyos grabados les dio vida por el colorido. A través del artista Pinto ha llegado hasta nosotros un cuaderno de grabados de Rembrandt y otros pintores flamencos, que fue del uso de Miguel de Santiago, cuya firma consta en algunas fojas. Un argumento más para comprender la formación de nuestro gran pintor. La acertada combinación de la luz y la sombra, que Vinci llamó el claroscuro, el realismo sincero y minucioso, la nobleza de las formas, el aire místico y trascendente, todo lo asimiló Santiago por imitación del arte flamenco.

En cuanto a la práctica de la pintura y al uso de los materiales, no se apartó de la técnica española-italiana. La tela, generalmente lino, recibe primeramente una capa de cola mezclada con alumbre. Sigue luego el fondo en varias capas con una mezcla de cola, yeso, color y un poco de óleo. Este fondo, además de garantizar el éxito del claroscuro, absorbe el óleo de las pinturas superpuestas, evitando que se resquebraje el lienzo. Muy del gusto del maestro ha sido el fondo café oscuro y rosado a veces. Se sobrepone una nueva capa de color blanco con temple mezclado, fuerte en la luz y atenuado en la sombra con veladuras. Encima se aplica los colores mezclados con óleo y bálsamo de trementina asimismo en veladuras; los más claros tienen el color en óleo muy pastoso con nuevas veladuras. En este método, Miguel de Santiago es un discípulo remoto de la escuela veneciana.

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Para la época del maestro quiteño, el comercio proveía de colores importándolos de España, Holanda e Italia. Tan sólo los ocres se hallaban en el país.

Por lo que mira a los motivos de inspiración, Miguel de Santiago es exclusivamente religioso. En este género ha dado a sus imágenes un aire de mística nobleza. El mejor elogio del gran pintor quiteño lo trazaron don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, quienes escribieron: «En la pintura fue célebre el mestizo nombrado Miguel de Santiago: de él se conservan con grande estimación algunas obras, y otras de su mano pasaron hasta Roma, donde también la merecieron». Miguel de Santiago fue un quiteño que sin salir de su ciudad natal hizo obras que llamaron la atención en el país del arte.

Miguel de Santiago tuvo muchos discípulos. Los más conocidos son su hija Isabel, su yerno Antonio Egas Venegas de Córdoba y su sobrino Nicolás Javier Gorívar. Para muchos críticos especializados en arte, Gorívar supera al maestro en la valentía del color y firmeza de expresión. Los motivos de inspiración son predominantemente bíblicos: su especialización, el retrato. La preparación del lienzo es idéntica a la del maestro; pero con colores diferentes. El fondo es por lo general gris amarillo, no tan oscuro como los de Miguel de Santiago.

Durante el siglo XVIII se aclimató en Quito un género de pintura colorista, que halló su máxima representación en Manuel Samaniego. El origen fue la llegada hasta la Capital de una colección de las Vidas de los principales Santos de la Iglesia, en representaciones   —199→   gráficas, que llevaban la firma de Klauber Sc. el Exc. A. V. Conforme a esos modelos, los Padres Mercedarios hicieron pintar la Vida de San Pedro Nolasco a los pintores Nicolás Cortés y Francisco y Vidente Albán. A su vez, los Padres Dominicanos encargaron a los mismos artistas la ejecución de la vida de Santo Domingo.

Los modelos llevaban un marco caprichoso dentro del cual se desarrollaban varios motivos que hacían consonancia con un capítulo de la vida del Santo. Los grabados eran en tinta negra. De aquí se originó la forma de pintar en el cielo la imagen de la Trinidad, o Ángeles con palmas o nubes lúcidas. De aquí también la forma de dividir la idea, para su desarrollo, en tres partes la superior, la intermedia y la inferior.

Lo especial para los pintores quiteños era la técnica del lienzo y el colorido y en esto consiguió sobresalir Manuel Samaniego. En esta nueva etapa de la pintura quiteña, decae la técnica tan definida en Miguel de Santiago y Gorívar. La tela es por lo general de algodón; la base, cola sin alumbre; luego, una preparación con color en óleo, generalmente gris o amarillo; el fondo inmediato de veladuras. Las imágenes van distribuidas en sitios definidos; el cielo con la Trinidad o Ángeles entre nubes, al medio comienza el desarrollo del motivo, que concluye abajo con fondo de paisaje. Más que la descripción literaria, es la contemplación de los ejemplares de esta época, lo que nos hace comprender los caracteres de esta nueva escuela. Esta última corriente se acentuó   —200→   en forma de definir su técnica, que la publicamos como apéndice a este ensayo.

En resumen, la Pintura Quiteña se desarrolla bajo el influjo del arte italiano y flamenco y, en menor grado, del español: es, pues, de técnica clásica. Los motivos de su inspiración no salen del marco religioso. Encuentra gusto en pintar Inmaculadas. Y es especialista en vestir a las Vírgenes al modo de las Infantas de España. Frente a las manifestaciones pictóricas de otros países sudamericanos, el padre Ricardo Cappa dio la sentencia: «Tomando en la mano, y sin preocupación alguna, el peso de la justicia, veo que el fiel se inclina, sin oscilar una vez siquiera, del lado del Ecuador. Sólo Miguel de Santiago, en la pintura, contrabalancea y supera a todos los pintores del resto de la América del Sur».



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ArribaAbajoCapítulo XIII

El arte y el costumbrismo popular


Origen de la música criolla.- La pompa del culto.- Platería.- Ceremonial religioso.- Disfraces.- Pirotecnia.- Los toros.- Fiestas.- Procesiones.- Cofradías.- El año litúrgico.


Capítulo esencial de la pedagogía misionera fue el consagrado al culto externo. En el siglo de la conquista espiritual, nadie se atrevía a poner en tela de juicio la necesidad de las ceremonias de la liturgia. Al contrario, todos estaban convencidos de que, al conocimiento de la excelencia y bondad de Dios, se seguía lógicamente el culto interno y externo, ya que el hombre en alma y cuerpo dependía de su Creador. Santo Tomás expuso la razón de los ritos exteriores «La mente humana, escribió, necesita del auxilio de las cosas sensibles, para excitarse a los actos espirituales con que se une a Dios»103. El culto   —202→   interno, si ha de ser sincero ha menester manifestarse por el gesto, las palabras y otros actos exteriores. Nuestros indios habían aprendido ya la doctrina sobre la existencia de Dios y sus atributos. Por los sacramentos se les había aplicado los méritos de Cristo, regenerándolos y vigorizándolos en la vida espiritual. ¿Qué efectos producirían en ellos las atenciones de la Religión? Por de pronto, las prácticas populares de un culto rudimentario.

El colegio franciscano de San Andrés, fundado hacia 1552, estableció una clase de liturgia elemental para los indios. El móvil lo condensó fray Francisco de Morales en los términos siguientes: «Todos los indios de estas partes tienen y han tenido en mucha reverencia sus guacas y sus ritos y ceremonias, y para que viendo cómo el oficio divino se celebra con tanta música y solemnidad, le sean más aficionados y tengan más reverencia al culto divino: por esta causa en el dicho colegio se enseña lo sobredicho»104. La alusión se refería a las clases de música, canto llano y ceremonial.

No podía organizarse mejor el método de formación de dirigentes y el apostolado de conquista conste que de propósito aprovechamos la terminología de la Acción Católica. «Se juntarán, expresaba el prospecto, en el dicho Colegio muchos hijos de principales y caciques no de principales y mestizos   —203→   de cuarenta leguas a la redonda, a donde se les enseñe doctrina cristiana y pulicia y asimismo leer, escribir y cantar y tañer todo género de instrumentos y latinidad, los cuales han hecho y hacen en sus tierras mucho provecho porque ellos dan lumbre a nosotros de lo que vieron y entendieron»105.

El padre fray Jodoco contrató a don Gaspar Becerra para profesor de canto y después a don Andrés Laso para maestro de canto y tañido de chirimías, flauta y tecla. Bajo la dirección de estos preceptores españoles se formó una pléyade de cantores y músicos, indígenas y mestizos, que hicieron del Colegio uno como Conservatorio de arte musical criollo. En 23 de mayo de 1568, el Director del Colegio fray Juan de Obeso presentó a la Audiencia la lista del personal que estaba al frente de la especialización de canto e instrumentación. No constaba ya ningún nombre de español, ni siquiera de criollo. Todos eran indios de las distintas parcialidades de Quito. Vale la pena conocerlos nominalmente. Eran ellos Diego Gutiérrez Bermejo, maestro de escritura, canto y tañido de tecla y flautas; Pedro Díaz, indio natural de Tanta, profesor de canto llano, órgano, lectura, escritura y de tañido de flautas, chirimías y tecla; Juan Mitima, de Latacunga, preceptor de canto y toque de sacabuche y flauta; Cristóbal de Santa María, indio de Quito, director de canto y tañido de instrumentos. En calidad de ayudantes y suplentes se comprometió a Juan Oña, natural de Cotocollao; Diego Guaña, indio   —204→   de Conocoto; Antonio Fernández, nacido en Guangopolo y Sancho, hijo de Pízoli106.

El resultado de esta enseñanza, según lo refiere   —205→   fray Juan Cabezas de los Reyes, fue que hasta 1568 «se había henchido la tierra de cantores y tañedores desde la ciudad de Pasto hasta Cuenca, que son muchas iglesias y monasterios entre muchas y diversas lenguas, entre los cuales, los que aprendieron la lengua española en este Colegio son los intérpretes de los predicadores y florecen entre los otros en cristiandad y pulicia y de quien los otros son industriados en las cosas de nuestra santa fe católica a cuya causa de cada día van dejando sus ritos e idolatrías y vienen de su voluntad a pedir el bautismo y los demás sacramentos y tienen en grande estimación el   —206→   culto divino viendo que con tanta majestad y suavidad de música se honra y celebra107.

El aprovechamiento de la música para la conversión de los indios fue el método adoptado en el Muevo Mundo. Fray Juan de Zumárraga, hablando de México, escribió el 17 de abril de 1540 a Carlos V: «La experiencia muestra cuanto se edifican de ello los naturales, que son muy dados a la música, y los religiosos que oyen sus confesiones nos lo dicen, que más que por las predicaciones se convierten por la música, y los vemos venir de partes remotas para la oír»108. Más o menos en igual forma se expresó el Concilio Provincial de Lima (1583) refiriéndose a la práctica observada en los pueblos de la América del Sur. «Es cosa cierta y notoria, dijo, que esta nación de yndios se atraen y provocan sobremanera al conoscimiento y veneración de nuestro Summo Dios con las cerimonias exteriores y aparato del culto divino; procuren mucho los Obispos y también en su tanto los curas, que todo lo que toca al culto divino se haga con la mayor perfection y lustre que puedan, y para este effecto pongan studio y cuydado en que aya escuela y capilla de cantores y juntamente música de flautas y chirimías y otros ynstrumentos acomodados   —207→   en las yglesias...»109. Por estos documentos se colige que Quito se había adelantado a todas las ciudades de la América Austral a establecer, organizadamente, el método de conquista de los indios. Y en esta actividad la Iglesia reconoce a los hijos de Francisco de Asís por los más celosos y aventajados apóstoles del Evangelio, mediante el arte a servicio de la Religión.

Fray Reginaldo de Lizárraga, a su paso por Quito hacia 1560, llevó de nuestro primer Obispo la mejor impresión. «Fue -dice- el Rdmo. D. Garci Díaz Arias... amicísimo del coro; todos los días no faltaba la misa mayor ni vísperas... Los sábados jamás faltaba de la misa de Ntra. Señora. Gran eclesiástico, su iglesia muy bien servida con mucha música y muy buena de canto de órgano»110. Durante la administración del Ilmo. señor fray Pedro de la Peña, tomó incremento el coro catedralicio con el personal de sacerdotes jóvenes, todos criollos, que habían estudiado primaria en el Colegio de San Andrés. A la cabeza figura, desde 1567 hacia adelante el Pbro. Diego Lobato de Sosa, a quien ya conocemos. Junto con él servían en el coro de la catedral los Presbíteros Luis Darmas, Francisco de Saldívar, Pedro Ortiz, Juan Yánez, Pedro de Solís, Andrés de Mansilla, Juan Dorado, Miguel de la Torre, Juan de Orijuela y Juan de   —208→   Campos, todos organistas y conocedores del canto llano y polifónico. Simultáneamente componían el coro de cantores y la orquesta los músicos Juan Martín y Pedro de Zámbiza, Juan Mitima, Francisco Morán, Hernando de Trejo y el indio Lorenallo111. Con la catedral   —209→   rivalizaban las iglesias conventuales, con San Francisco a la cabeza. Traduce la realidad de la vida colonial del siglo XVI la constitución del segundo Sínodo de Quito que ordena así:

«Porque es cosa cierta y notoria que esta nación de yndios se atraen y provocan sobremanera al conoscimiento y veneración de nuestro Sumo Dios con las cirimonias exteriores y aparato del culto divino, procuren mucho los Obispos y también en su tanto los curas que todo lo que toca al culto divino se haga con la mayor perfección y lustre que puedan y para este effecto pongan estudio y cuidado en que aya escuela y capilla de cantores y juntamente músicas y flautas y chirimías y otros instrumentos acomodados en las iglesias». Const. 35.

No sólo la habilidad para el arte musical fue objeto de cultivo. También nuestros indios, bajo la dirección de peritos españoles y flamencos, aprendieron a construir órganos para las iglesias. El señor de la Peña hubo de rendir homenaje de gratitud a don Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa de Jesús, por el órgano que obsequió a la iglesia catedral112.

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Atraídos los indios por el señuelo de la música y el canto, se hallaban en la iglesia deslumbrados al espectáculo de la pompa rítmica de las ceremonias. «Estos neófitos, observa Atienza, son muy amigos de ceremonias, como de ellos reciban algún gusto; por cuya causa y para más animarlos a las ceremonias que los cristianos tenemos enseñadas, por orden de nuestra Madre la Iglesia Católica, conviene mucho declararles la significación de cada una de ellas»113. Compenetrado de esta verdad, nuestro primer Obispo, al acudir todos los días a la misa mayor y vísperas, se hacía llevar y volver, en compañía de los Prebendados y cuidaba que todos los oficios corales tuviesen la puntualidad del ceremonial sevillano. Los indios le veían «alto de cuerpo, bien proporcionado, buen rostro, blanco, y que representaba bien la autoridad y la guardaba con una llaneza y humildad que le adornaban mucho»114. El carácter del Señor de la Peña no era para avenirse con la grandeza, un tanto artificial, del culto exterior. Prefirió en su vida hacer de la dignidad del cargo una obligación de servicio. Edificó a los indios con la actitud de padre y pastor antes que con la superioridad de Prelado.

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Con todo, legisló y dio ejemplo, aun en este punto, a su clero y sus diocesanos. «No solamente los ministros, dijo, están obligados en el altar y coro a la simpleza interior con Dios, sino también a la edificación del pueblo». Ordenó asimismo «se hagan las procesiones principales conforme al ordinario sevillano». «Por cuanto el divino culto, amonestó en otra parte, se debe celebrar en las iglesias catedrales con la mayor veneración y reverencia que ser pueda, los ministros deben ser tales que sean espejo do todos los demás». Y yendo más a la práctica, «ordenamos, dijo, que nuestros curas tengan en sus iglesias sacristanes hábiles y suficientes para servir el culto divino, el cual ha de ser preferido el sacerdote al lego y el dicho sacristán ha de saber cantar a lo menos canto llano e ha de tener limpios en buena custodia los altares e iglesia, sacristía e hornamentos de la iglesia»115.

El culto católico estimuló la afición y desarrollo del bordado y la platería. El Ilmo. señor Valverde no pudo ocultar la pena de dejar a la Iglesia de Quito sin los ornamentos sagrados, de los que había provisto a las iglesias de Piura, Trujillo y Lima. Ordenó, por lo menos, que a Quito y Cali se les dotase a costa de los diezmos. La necesidad que es madre de la invención, improvisó bordadores entre los estudiantes del Colegio de San Andrés. Fray Jodoco había traído casullas de estilo flamenco, que sirvieron de modelo   —212→   para las primeras que se bordaron. Durante el episcopado del Ilmo. señor de la Peña, se dotó a la catedral de toda clase de paramentos, algunos preciosos y bordados de oro. Figuran como los primeros artistas de bordadura el Presbítero Diego Lobato de Sosa y los sastres Tomás de Bergara y Miguel de Ayala116. Por las datas de gastos en material, se echa de ver que los almacenes de Quito primitivo no carecían de efectos de gran valía. Terciopelo, raso, damasco, tafetán, brocado, hilo de oro y lino se hallaban fácilmente en la calle del comercio, en las tiendas de Francisco de Santa María, Alonso Núñez, Alonso de Troya, Diego Rodríguez, Lorenzo de Cepeda, Alonso de Moreta y Francisco Moreno. En los diez primeros años de administración, el segundo Obispo de Quito proveyó a la iglesia catedral de casi una docena de ternos completos de ornamentos, todos ellos prolijamente bordados. A lo que parece no estaba vedada la policromía en dalmáticas y casullas. Se habla de terciopelo   —213→   verde, azul y carmesí; de brocado bajo azul y anaranjado; de damasco blanco, negro, verde y carmesí; de raso azul y negro, y otra vez de terciopelo blanco, amarillo y colorado.

La calle de la platería, siquiera con su nombre nos evoca el recuerdo de los primeros artistas en el labrado de la plata. A par de las joyas, los objetos y vasos sagrados, de oro y plata, aguijoneaban la imaginación de los Maestros Diego Rodríguez y Diego Ramírez para la hechura de cálices y custodias. El platero Francisco Moreno fue de fama para candeleros y copones. Fue el que hizo el relicario para la reliquia de San Zenón de la catedral. Diego Sánchez fue el autor de los primeros incensarios117. Al citado Moreno se le pagó el precio por el crucifijo que remataba la cruz alta que presidía las ceremonias del coro canonical.

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A la pomposidad del culto contribuía, a vista de indios y criollos, el ceremonial cortesano de los funcionarios públicos. A raíz del asesinato de Pedro de Puelles, se improvisó un acto religioso en la catedral. El protagonista de la tragedia, acompañado de los cómplices, los ciudadanos y soldados, concurrió a   —214→   una misa solemne de su Majestad expuesta en la custodia. Terminado el Santo Sacrificio, el Sacerdote Alonso Pablos dio la bendición y con el Santísimo en la mano recibió el juramento de fidelidad al Rey que hicieron todos los presentes118. A raíz de la erupción del volcán Pichincha en 1575, los cabildos eclesiástico y civil hicieron juramento solemne de concurrir todos los años procesionalmente a la iglesia de la Merced, el día 8 de setiembre, a la fiesta de la Niña María119.

Desde la fundación de la ciudad se había establecido como ley el que el personal del Cabildo ocupara sitio de honor en las iglesias donde concurriere a fiestas de compromiso. Más tarde se hizo lo mismo con los dignatarios de la Real Audiencia. Ésta ordenó construir en la catedral «un estrado de quince pies de largo y siete de ancho con un espaldar alto y unos desvanes a los lados, el cual estaba desde el arco toral al primer arco»120. En las misas cantadas, el Subdiácono bajaba a dar la paz no sólo al Presidente y Oidores de la Audiencia, sino a todos los miembros del Ayuntamiento y aun a las esposas de aquellos. Y valió un proceso largo al Ilmo. señor de la Peña, que intentó corregir esta costumbre, para conformarse al ritual de Lima.

El Pendón Real era objeto de gran veneración. El Cabildo nombraba al Oficial que debía portarlo a   —215→   la iglesia. En ésta había un sitial prominente donde se lo colocaba mientras duraba la función. A la ida y a la vuelta se le rendían honores con el cortejo de una procesión121.

El Cabildo fue el primer defensor de las solemnidades religiosas. El 19 de marzo de 1549, los señores Municipales «acordaron e mandaron que todos los vecinos de la ciudad sean obligados a estar e residir en ella todas las Pascuas del año, que son la Resurrección y de Espíritu Santo y Navidad y día de Corpus Christi y Semana Santa y vengan y residan y estén en la ciudad so pena de cincuenta pesos de oro de minas al que lo contrario hiciere»122. En la Pascua de Pentecostés de 1573, se suprimieron los festejos populares de costumbre a causa de dificultades que hubo entre la Audiencia y el Cabildo. Pues éste, celoso del costumbrismo popular, reunió a sus miembros y acordó pregonar lo siguiente: «Porque a su noticia es venido que estando mandado jugar y correr toros y que se regocije la ciudad y que agora se ha impedido el no hacer lo susodicho, acordaron que se dé pregón público, que todos los vecinos e moradores estantes e habitantes en esta ciudad vengan a la plaza pública hoy e mañana a caballo o a pie e se regocijen por lo susodicho, y en cumplimiento de la carta real que su Majestad a este Cabildo escribió y por honra de la dicha esta   —216→   fiesta e Pendón Real, so pena que el que no saliere, se procederá contra él conforme a derecho, e así lo acordaron e firmaron y que haya careta e toros e luminarias»123.

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Estas últimas palabras nos descubren la manera de celebrar las fiestas. Por el vocablo caretas hay que entender todo disfraz. Ya en tiempo de los indios el baile era ritual en toda fiesta. El sacerdote con diadema de plumas, dirigía la danza de chocarreros y truhanes124. Atienza describe gráficamente los movimientos monótonos de los danzantes al son interminable del pingullo y el tambor. Con el contacto del gusto español ese baile autóctono aligeró el compás. Las pantorrillas se cubrieron de cascabeles para repicar al zapateo tosco de los pies guarnecidos de cuero. Los hombros cargaron un armador de cintas que ondulaban al aire con el balanceo del cuerpo. La cabeza se coronó con un penacho de caprichoso remate. No hubo ya fiesta sin danzantes. El sonido tiple de la dulzaina o el pingullo en contraste con el   —217→   bajo vibrante del tamboril delataban, a la distancia, las solemnidades populares.

En México, por donde pasaron muchos misioneros que vinieron a Quito, se hicieron célebres las danzas de moros y cristianos. También entre nosotros, disfrazados a caballo simulaban encuentros militares que recordaban el tiempo de la reconquista española. El Cabildo, en la sesión del 10 de mayo de 1573, ordenó que salieran los quiteños a regocijarse montados a caballo. Por la misma fecha se gasta, por orden del Obispo, la cantidad de treinta pesos en pago de cinco piezas de bocací para los disfraces de la danza125. Las autoridades, civil y eclesiástica, fomentaban toda suerte de regocijos populares.

En uso estuvo también, desde el principio, la danza de la trenza. Disfrazados, generalmente con túnicas blancas, al compás de músicas alegres, bailan a saltos al rededor de una pica sostenida por uno de ellos. Cintas de múltiples colores descienden de la punta y son llevadas por la mano derecha de los danzantes que, arqueándose y agitando su cinta al aire, forman un tejido de envoltorio multicolor. Durante el primer tiempo el baile se realiza en igual dirección de círculos perfectos. La marcha del segundo tiempo toma la dirección contraria y abre el tejido de la trenza. Entretanto un disfrazado de ángel custodia a un niño que corre el peligro de ser atrapado   —218→   por otro disfrazado de demonio, que se esfuerza en ganar entrada por en medio de los que danzan.

Las fiestas caracterizaban a su vez los disfraces. Para Navidad los Inocentes; para Viernes Santo las almas santas; para Corpus Christi, los danzantes. Un recuerdo simbólico de los disfraces de la colonia conserva Quito en la calle llamada del cucurucho.

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Para las vísperas de las fiestas se disponía previamente el alumbrado. Montones de broza y paja seca (chamiza) cubrían las esquinas de los atrios con destino a surtir de combustible a las hogueras, a cuyo al rededor susurraban enjambres de curiosos, que en incontenible algarabía, desahogaban sus humoradas. Por cuenta de los priostes corría asimismo el gasto de las luminarias. Estas consistían en tiestos llenos de cera, cebo o manteca con mechas a la mitad y colocados en las torres y pasamanos de los atrios126.

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No podía tampoco prescindirse de la volatería. Las camaretas semejaban serpientes movedizas que morían estallando el último estampido. Los rastreros justificaban su nombre arrastrando sus chisporroteos por entre los pies de los curiosos. Los simples cohetes hendían rápidos el firmamento para estallar arriba y escupir la escoria o esparcir un manojo de corolas luminosas. Los castillos se alzaban majestuosos a delatar la prodigalidad de los priostes127.

La ingeniosidad quiteña lucía de igual modo su inventiva en las múltiples formas de los globos de papel, que henchidos de humo y de arrogancia subían vacilantes a la región de las nubes, para brindarse a los caprichos del viento o descender en vueltas de difícil equilibrio128.

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Por la orden municipal de 1573 evidenciamos que Quito no se sustrajo a la costumbre española de correr toros. La lidia con las fieras se hizo célebre desde el tiempo de los romanos. Las palabras circo y lidiadores, han quedado perpetuadas en las ruinas   —220→   del Coliseo y las actas de los mártires. España fue la sola nación latina que heredó de la Roma antigua ese placer vigoroso pero cruel de luchar con animales fieros. Y fueron los conquistadores españoles quienes trajeron al Nuevo Mundo ese regocijo entre varonil y salvaje, para comunicarlo a México más aún que a Lima o Quito.

El Concilio Provincial de Lima, de 1567, en el Capítulo 128, ordenó lo que sigue: «A nadie se ocultan los muchos daños que provienen de la corrida de toros principalmente en estas partes de las Indias, por cuanto los indígenas que no conocen la bravura de los toros, se les ofrecen incautamente; resultando, como consecuencia, la necesidad de conducirlos al hospital, algunos ya cadáveres y otros con los miembros fracturados. Tengan, por lo mismo, cuidado los que gobiernan al pueblo que en adelante se supriman semejantes hechos, como es principalmente el que en los días de fiesta, con pretexto de la corrida de toros, obligan a los indios a guardar las entradas de las plazas para impedir que nadie pase, resultando de esto que no cumplen su deber de oír misa y atender la plática»129. El Ilmo. señor de la Peña estuvo presente a las sesiones del Concilio en representación del Obispado de Quito; pero en el Sínodo de 1570 no hizo alusión alguna a la corrida de toros.

Posiblemente a instancias de los Obispos de la   —221→   América Latina, el Papa Pío V, el 1.º de noviembre de 1567, expidió una Bula prohibiendo lidiar toros130.

El 5 de enero de 1570, el Ilmo. señor fray Jerónimo de Loayza notificó a las autoridades de Lima la Bula Pontificia. Veamos la respuesta de la Justicia y Regimiento, que contiene la justificación de la costumbre. «Conforme a derecho es permitido y no prohibido el juego de correr toros, quitando de las plazas los que no son capaces ni se pueden guardar de ellos y ha sido y es costumbre usada y guardada de más de ciento, docientos y trecientos años en España que no hay memoria de lo contrario correrse los dichos toros y en este Reino desde que se descubrió como es notorio y por tal lo alego, y si se quitasen en esta ciudad no había hombres de a caballo ni caballos ni a quien se diese nada por serlo ni hacerlo cosa tan necesaria para la guardia y conservación de este Reino. Y estando como está prohibido y vedado no se lean libros ni haya farzas ni otras cosas semejantes, no queda en que se pueda regocijar el hombre, cosa tan necesaria para que pasado el regocijo no se les haga dificultoso el trabajo. Demás que los toros en estas partes no son bravos ni hacen   —222→   daño por haber como hay poca gente y no seguir inconveniente en que se corran demás y allende que en España aunque se notificó la dicha Bulla se corren y su Majestad y todas las ciudades, villas y lugares de castilla tienen suplicado de ella y así no se guarda»131. Tal fue la respuesta de los pueblos, que de hecho tuvieron la corrida de toros por número principal de toda fiesta.

Citamos el dato que revelaba el interés del Cabildo en promover los regocijos populares. En la sesión del 21 de mayo de 1574, «se trató, nuevamente, e acordó que para la fiesta de la Santa Pascua de Espíritu Santo que viene, haya fiesta de toros e juego de cañas»132.

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El aspecto propiamente religioso de las fiestas había sido objeto de una constitución especial en el primer Sínodo de Quito. «Ordenamos y mandamos, dice el N.º 15, que nuestros curas en las cibdades y lugares de españoles digan todos los días de domingos e fiestas de guardar misa e vísperas primeras e segundas cantadas o rezadas y tercia antes de misa mayor, conformándose en la solemnidad con la dignidad de la tal fiesta y con la ayuda que tuviere; e   —223→   para ello mande tañer la campana a las horas acostumbradas e tañan a sanctus e a la plegaria e a vísperas e a la oración de nuestra Señora, puesto el sol todos los días y en los días de Navidad, Corpus Christi, Pascua de Resurrección, San Pablo y San Pedro, Asunción de Nuestra Señora, Todos los Santos y día de la advocación de la iglesia de su parroquia. Si tuvieren quien les ayude digan maitines a prima noche en sus iglesias cantados, o no teniendo la tal compañía los digan rezados y en lo que pudieren sigan las loables costumbres de la iglesia»133.

El nombre de vísperas, con que designa la liturgia la primera de las horas del oficio divino, significó popularmente la primera parte de una fiesta solemne. Los regocijos populares recibían, en los repiques de campanas, la advertencia del momento en que iban a comenzar las ceremonias dentro de la iglesia. Callaba la música y todos entraban al templo a presenciar el canto de vísperas entonado por el sacerdote con capa de coro en alternativa con el maestro de capilla. A la madrugada del día festivo las campanas daban el albazo de alerta. Después, media hora antes de la misa principiaba el primero de los tres repiques rituales. La banda echaba sus sones al aire. Entretanto iban llegando a la plaza todos los parroquianos con su vestido dominguero. Terminado el último repique se paraba la misa. Adentro los circunstantes dirigían las miradas a las cadenas   —224→   de papel que arriba alternaban con las cortinas de color chillón. El estandarte delataba abajo la presencia de los priostes con sus pendoneros acompañantes. Al fondo se levantaba el altar en que se erguía el santo entre flores y ciriales134. Fuera o no entendido, el sermón constituía un número importante de la solemnidad. Luego las campanadas reclamaban la adoración al Señor en el momento de la consagración. Y se terminaba el sacrificio con el «Ite missa est» solemne respondido en requiebros de voz por el coro. A la misa seguía la procesión.

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Las procesiones constituyeron el acto de culto al aire libre. Con la cruz alta a la cabeza desfilaban hileras nutridas de fieles, con cirio a la mano y entonando cantos de aire proporcionado a la naturaleza de la fiesta. Fue entre nosotros el acto religioso de mayor frecuencia. En procesión se hacía el pase de la imagen del Niño Jesús para la misa. Con el cirio   —225→   bendito a la mano se desfilaba en la fiesta de la Candelaria. Con palmas a la diestra se recordaba el Domingo de Ramos. Sobre los hombros se portaban los pasos de Cristo en la procesión de Viernes Santo. Nadie podía faltar a la procesión de Corpus, cuando las calles se cubrían de chagrillo y en las esquinas de las plazas se elevaban los altares para descanso del Santísimo. El temblor de tierra o erupción volcánica, tan frecuentes en el suelo ecuatorial, exigía una procesión de rogativas, con cantos tan melancólicos como el Vuelve, Señora, tus ojos o el ¡Salve, Salve gran Señora! Las fiestas de los patriarcas Santo Domingo y San Francisco, las advocaciones marianas del Rosario y la Merced, los Santos Patronos de las iglesias tenían su procesión de rito popular. Datos de primera hora nos permiten comprobar la antigüedad de las procesiones en Quito Colonial. El Ayuntamiento reclama el concurso de los ciudadanos para el traslado del pendón a la iglesia135. El Cabildo se compromete a ir en procesión el 8 de setiembre a la iglesia de la Merced136. Con la asistencia de los funcionarios de la Audiencia se verifica la procesión de Corpus, en la que el Obispo de la Peña tiene que disimular la acometividad de fray Juan de los Reyes137. Los indios nazarenos salen en procesión del rosario de la aurora dirigido por el padre fray Pedro   —226→   Bedón138. Diego Rodríguez de Ocampo consigna como tradicional la procesión de Nuestra Señora de la Soledad en viernes santo139.

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La economía de todos los números de las fiestas corría ordinariamente a cargo de una asociación organizada con el nombre de cofradía. Todos los cofrades, con el prioste a la cabeza, procuraban los fondos necesarios que los administraba un síndico. La cofradía era reconocida como entidad jurídica. Heredaba patrimonios, poseía bienes, emprendía negocios, celebraba fiestas.

El 5 de enero de 1536, se menciona ya la cofradía de San Francisco140, como poseedora de bienes inmuebles. Desde los primeros años se organizaron también, en la Merced, la Cofradía de Nuestra Señora y la de San Juan de Letrán. El padre Alonso de Ambía estableció, en el mismo templo mercedario, la Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad o Soledad, con aprobación del Provincial141. El Cabildo, en sesión   —227→   de 10 de abril de 1540, facultó a Gonzalo Montenegro, mayordomo de la Cofradía de Ntra. Sra. de la Concepción, apacentar en el Egido el ganado de la Hermandad142. Esta Cofradía llegó a poseer propiedades de tierras y minas y fue la que se interesó para la fundación del Monasterio de Conceptas. El 11 de abril de 1576, hizo el Ilmo. señor de la Peña una Merced a favor de la Cofradía de la Santa Caridad143. En el libro de proveimientos de tierras por los Cabildos de Quito, consta la concesión de una marca de hierro para el ganado de la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario de Uyumbicho144. Rodríguez de Acampo señala, como existentes en Santo Domingo, las Cofradías del Rosario de Españoles, la de los indios y de los negros. Había también la Cofradía de labradores para honrar a San Isidro Labrador. Para la procesión de la Soledad en viernes santo se había asimismo organizado una cofradía especial, con obligaciones agravantes a los cofrades. La Vera Cruz, Almas del Purgatorio, San Juan Bautista, San Jerónimo, las advocaciones de Cristo y la Virgen, los patronos de cada iglesia y aun de cada altar tenían su hermandad, que cada año se preocupaba de su respectiva fiesta. Con ocasión de estas cofradías, había fieles que en momentos de imprudente fervor obligaban   —228→   sus conciencias, siendo ello ocasión de escrúpulos personales y compromisos familiares. El Ilmo. señor de la Peña, aprovechó del primer Sínodo para poner remedio y prevenir dificultades. «Por cuanto, dijo, el ángel de las tinieblas se suele transfigurar en ángel de luz para inducir a los hombres a mayores pecados haciéndolos imponer sobre sí mayores preceptos de los que pueden guardar, por ende ordenamos y mandamos que de aquí adelante no se erijan cofradías sin nuestro expreso consentimiento o de nuestros vicarios en nuestro nombre, pero reservamos la confirmación dellas a nos o a quien nuestro poder tuviere y si algunas estuvieren hasta ahora elegidas, no se use de ellas hasta que por nos sean vistas y examinadas y las que están con nuestra voluntad o de nuestro antecesor ahora con juramento de que guardarán las ordenanzas de las dichas cofradías, por evitar pecados, por el tenor de la presente, relajamos y absolbemos de los tales juramentos, con que queden obligados a una moderada pena por ordenanza de la dicha Cofradía. Fr. Petrus, episcopus quitensis»145.

La principal de todas las Cofradías en la América Latina, pero señaladamente en las ciudades de la Diócesis de Quito, fue la del Santísimo. A raíz de la fundación de Quito, Guayaquil, Loja, Cuenca y Riobamba, los Cabildos comenzaron a funcionar, imponiendo   —229→   una multa al municipal que faltaba a la sesión, para el culto del Santísimo Sacramento. En la mayor parte de los casos, esta Cofradía miraba por la lámpara del Santísimo, la decencia de los vasos sagrados, el acompañamiento al Santo Viático, la organización de las fiestas. Los cofrades serían los que más tarde se interesarían por la erección de los templos eucarísticos146. Ellos quienes conservarían el esplendor del Curpus con sus setenarios y procesiones.

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La primitiva vida colonial no tenía mayor desahogo de alegría que el que le brindaban las fiestas religiosas. Hoy nos parece reñir con el refinamiento de la cultura artificial el modo de celebrar las solemnidades del culto católico. Hay más bien que admirar el ingenio de los primeros misioneros en adaptarse a la capacidad del indio, valiéndose para ello de los recursos más elementales y al alcance general. ¿Cómo grabar en la memoria de los indígenas las   —230→   escenas de la vida de Cristo y el sentido de los misterios, sin ofrecerles un memorial sensible de expectativa periódica. El calendario del año cristiano tenía sus fechas, para las que el alma popular se preparaba muy de antemano. Alegrías de Navidad y Año Nuevo, desbordados regocijos de carnaval, luto de la Semana Santa, júbilos de Pascua y Corpus, solemnidades de San Pedro y San Pablo, San Francisco y Santo Domingo, conmemoración de los difuntos, provocaban reacciones del sentimiento popular, que contribuían a formar el folklore nacional.

Las temidas heladas de San Andrés preludian Navidad. En estas tierras cercanas a la línea ecuatorial, Diciembre es tiempo de invierno crudo, que viste las plantas de verdor y robustece los sembríos. El veranillo del niño es la contribución de la naturaleza a las alegrías de Noche Buena. En ésta nace Jesús, en la Misa de la media noche, entre música de pitos y tamboriles, para alegría inocente de los niños, para regocijo de los campesinos, para pascua feliz de todos. Esta noche es noche de no dormir. Porque todos deben esperar lo que los ponga el niño, a parte de los buñuelos y pristiños que no faltan ni en el hogar más pobre.

Herencia de la madre España, nuestra manera típica de celebrar Navidad.

Cuando en 1544, fray Bartolomé de las Casas se embarcó para América con una comitiva de cuarenta y cinco religiosos, «celebraron en la mar -dice Remesal- el solemnísimo día del nacimiento del Salvador, lo mejor que les fue posible. Hicieron un altar   —231→   en el camarón de popa en donde pusieron un Niño Jesús envuelto en heno, que lo hubo en la nave. Delante de él cantaron vísperas y completas. Predicó el padre fray Tomás Casillas e hizo la absolución general que la Orden acostumbra este día. En anocheciendo pusieron velas en el altar y repartidos velaron al niño hasta media noche, parte del tiempo en oración y parte cantando himnos. A su hora se levantaron todos, cantando Maitines y la Misa del Gallo, al amanecer la del alba, y hecho esto se fueron a descansar cada uno en su rancho»147. Del número de estos religiosos fue fray Cristóbal de Pardave, que vino a Quito en la segunda mitad del siglo XVI. Hay, sin embargo, que reconocer a los hijos de San Francisco como los principales autores de la Navidad popular y alegre. Cantos, música, teatralidad campesina, son muy del espíritu del Patriarca de Asís.

En estas quiebras de los Andes, no hubo iglesia parroquial, urbana o campesina, ni templo conventual o de doctrina, ni casa cómoda o desmantelada choza, donde no se compusiera un nacimiento. Bajo un cobertizo del que penden cendales flotantes de salvaje148, entre huicundus149 y paja se recuesta el niño, cortejado por el asno y el buey y María y José, que extáticos guardan actitud de abrazar al divino   —232→   infante. Caminos orillados de magueyes conducen a pastores; mientras desde allá lejos, por la pendiente del monte cubierto de nieve, aparecen los Reyes magos con su cortejo de dromedarios y de esclavos. El nacimiento hubo de ejercitar la habilidad de los escultores para multiplicar las figuras e idear las actitudes.

El tiempo de Navidad era esperado por músicos y cantores. Su arte, a la vez que contribuía al esplendor del culto, les traía la ventaja económica. En las cuentas de gastos de la Catedral, correspondientes a 1570, constan los empleados en la compra de cuatro trompetas para el servicio de la iglesia y en cera para velar al niño la noche de Navidad150. Esta noche y durante el tiempo de Navidad se dejaban oír en las misas del niño, toda clase de música religiosa alegre y de villancicos, octavas y redondillas151.

La autoridad civil se preocupaba de que, para esta pascua de regocijo popular, todos se reunieran en la ciudad como en familia. Año tras año se renovaba la pena de multa al español o criollo que sin justa causa estuviere ausente. El lunes 13 de enero de 1539, nada menos que en sesión pública, «los señores   —233→   del Cabildo disxeron que porque Alonso de Vargas, vezino desta villa, no ha estado en ella la Pascua de Navidad ni la de los Reyes e ha incurrido en pena de veinte pesos, por cada pascua diez, que le dan por condenado en ellos»152.

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Como Navidad, Año Nuevo era consagrado, hasta por su vocablo, a un regocijo esperanza. Más que el recuerdo de la Circuncisión del Señor, a todos preocupaba el cambio de la última cifra en el cómputo de la vida. El año ya desde entonces llamado viejo se iba, cediendo su puesto al Año Nuevo, que ansiaba el pueblo no tuviera su domingo siete153.

En ciudades de reducida población, Año Nuevo traía la novedad trascendental de la renovación de alcaldes ordinarios. Desde su fundación, cada ciudad veía el 1.º de enero acudir en corporación los Alcaldes, Justicia y Regimiento a oír Misa del Espíritu Santo, «para que a los dichos señores, reza el acta de 1549, alumbrase sus entendimientos para hacer la dicha elección de la manera que su Majestad manda»154.   —234→   Luego se dirigían a la Sala de Cabildo para el acto de elección de alcaldes.

En las ciudades y pueblos de indias, donde no asistiere Gobernador ni Lugarteniente, había mandado Carlos V, «se elijan cada año dos Alcaldes ordinarios, los que conozcan en primera instancia de todos los negocios y causas civiles y criminales y las apelaciones de sus sentencias vayan a las Audiencias»155. Ni Virreyes, ni Presidentes u Oidores podían influir en la elección, «porque, decía el Rey, conviene a la República se haga con libertad y sirvan estos oficios sujetos idóneos». Más tarde se ordenó que «en las elecciones de Alcaldes Ordinarios se hallaren presentes los del año anterior; los que no debían salir del Cabildo hasta hechas las elecciones y recibidos los nuevos». Los libros de los Cabildos nos permiten adivinar el entusiasmo de la población al saber que, desde el primer día de cada año, iba a ser gobernada por personal de funcionarios nuevos.

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La historia eclesiástica de México consagra un capítulo especial a lo que se llamó, desde la conquista, teatro edificante. Consistía en representaciones de comedias religiosas, compuestas en lengua indígena y llevadas a las tablas por indígenas. Era una forma de instrucción por cuadros vivos, introducida principalmente por los Padres franciscanos. El Colegio de San Andrés, al que le sirvió de modelo el establecido en México por fray Pedro de Gante, tuvo también, en su programa de enseñanza, la práctica del teatro. El caballero quiteño Alonso de Bastidas, atestiguó en el informe acerca del plantel, «que ha visto indios del dicho Colegio muchas veces representar comedias y pasos de la Sagrada Escritura»156. El paso ritualmente representado y que aún se lo realiza en algunos pueblos es el de la Adoración de los Reyes Magos. Sobre un tablado cercano a la iglesia se arreglaba el escenario de la Sagrada Familia. De alguna colina de las inmediaciones asomaban los tres Reyes magos precedidos de un ángel que llevaba una estrella. Todos montaban en caballos muy bien enjaezados. El rey blanco -Gaspar- traía un cofre para la ofrenda del oro. Melchor, el rey indio, portaba el tributo del incienso. Y Baltasar, el rey   —236→   negro, llevaba el obsequio de la mirra. Cada rey se hallaba cortejado por pajes y palafreneros. Llegados al lugar donde estaba el niño se detenía la estrella y, desmontándose los Magos, presentaban su respectiva ofrenda con una loa de circunstancia157.

En la imaginería era regla imprescindible representar barbado y entrado en años al rey blanco. El rey indio debía ser cobrizo; como azabache de cabello ensortijado, el rey negro. La escena de la epifanía dio asimismo ocasión de hacer justicia al noble y valiente animal que tanto ayudó al conquistador. Los caballos de los Reyes Magos dejaban traslucir, en el aire de su estampa, el placer de ser los portadores de los vasallos del Niño Dios. A su vez los magos honraron con su nombre a los indios, que gustan llamarse Gaspar, Melchor y Baltasar. Guangopolo, patria de uno de los indios del Colegio de San Andrés conserva inviolable este paso del teatro edificante.

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La liturgia occidental consagra el 2 de febrero a la fiesta de la candelaria. Antes de la Misa se bendecían las ceras, que según la fórmula del ritual, sirven   —237→   para librar de las tempestades, granizadas, incendios, epidemias y sobre todo de ayuda a bien morir158. El Cabildo del 18 de enero de 1575, relata la forma que tenía Quito de celebrar la fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria. Ese día acordó que, como de costumbre, el mayordomo diese las ceras al personal del Cabildo, Alcaldes y Regidores, Escribano, Procurador y Mayordomo, como también al Presidente, Oidores y Fiscal de la Audiencia, para la procesión que se hacía por el atrio de la catedral159.

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El libro de Cabildos, correspondiente a los años 1575-1576, consigna la palabra carnestolendas, que desde muy antiguo cedió su puesto al vocablo popular de carnaval. Desde el comienzo de la vida civil, el Municipio de Quito reglamentó la provisión de carnes a la ciudad. Oportunamente se anunciaba en público pregón el remate de las carnicerías, y la adjudicación de arrendamiento corría desde Pascua de Flores hasta Carnestolendas160. Por estos actos administrativos   —238→   el pueblo sabía su obligación de abstenerse de carnes durante la cuaresma.

Etimológicamente los vocablos carnestolendas (carnes tollendas supresión de carnes) y carnaval (caro vale, carne ¡adiós! ) dan a entender lo mismo.

La diversión, a veces grotesca, que en otros pueblos constituía el programa obligado de carnaval, se la adaptó aquí con el juego de agua en chubasco franco o en el cascarón grosero, acompañándolo de los excesos, que más tarde hicieron necesario el desagravio de las XL Horas.

El domingo, lunes y martes de carnaval, con su fisonomía empolvada y su cuerpo maltratado, abrían perezosamente las puertas al miércoles de ceniza para dar comienzo a la cuaresma.

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El Papa Paulo III concedió a los indios que no fuesen obligados a ayunar más que los viernes de cuaresma. En el prospecto del Colegio de San Andrés se señala, como artículo de atención particular, la enseñanza del sentido del ayuno y abstinencia. No era desconocida la mortificación entre los indígenas. Al contrario, hechiceros y pueblo desenojaban al sol y a la luna con actos de penitencia. El interés de la Iglesia fue hacer comprender el espíritu de la mortificación cristiana, simbolizada en el color de los ornamentos, en la austeridad del canto litúrgico, en la   —239→   serie de fiestas conmemorativas, de algún paso de la pasión, en el despojo de los altares, en el ayuno y la abstinencia.

El Domingo de Ramos iniciaba la Semana Santa. A la familia de las pandanáceas, que abundaban en ambas cordilleras de los Andes, pidió por tributo la liturgia las bellas palmas, cuyas flexibles hojas se brindan a caprichosos tejidos, anillos con figuras y pitos de altísimo sonido. Desde la madrugada la gente concurría a los templos con los ramos y manojos de romero y albahacas para hacerlos bendecir y guarda después con cuidado, con el objeto de quemarlos, cuando la tempestad de granizo amenazaban los sembríos.

Lunes, martes y miércoles santo estaban consagrados en los templos conventuales a honrar la Preciosa sangre, la Corona de Espinas, a Jesús en las advocaciones de los Milagros, del Buen Amor, de la Misericordia, de los Remedios, etc.

Del Colegio de San Andrés se propagaron por todo el territorio de Quito las prácticas de culto externo, que se han convertido en costumbres religiosas, cariñosamente mantenidas por el pueblo, cuyo buen sentido no se resigna a renunciar su auténtico tradicionalismo. El programa del Colegio señala como objeto de enseñanza: «que el jueves santo hagan su procesión y se azoten y visiten los monumentos y anden sus estaciones como lo hacen»161. Estas palabras   —240→   fueron escritas en 1568. Son el testimonio escrito de una costumbre para entonces ya tradicional. Del monumento de Jueves Santo nos hablan los arrendatarios de los diezmos desde antes de 1566. Los gastos más crecidos se referían al arreglo del altar162.

Del que se levantaba en Santo Domingo hay una referencia escrita en el proceso seguido contra Salazar de Villasante163. De las visitas populares a los Monumentos nos da testimonio el mencionado prospecto del Colegio de San Andrés. De la manera simbólica de componerlos nos atestigua el descargo que hizo el administrador de la catedral por el año de 1573, donde dice «que pagó a Mateo Lucas, por que hizo ciertas figuras al monumento, quince pesos de plata». Con Quito nació, pues, la costumbre de arreglar los monumentos en jueves santo, de visitar al Santísimo en las iglesias y rezar las estaciones.

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El viernes santo era célebre por la famosa procesión de la Soledad, de que nos habla Rodríguez de Ocampo y que se la conservaba aún hasta fines del siglo antepasado. A medio día se realizaba el sermón de las Tres Horas y por la noche el del Descendimiento, uno y otro con representación dramática, en que se seguían los cánones del teatro edificante.

A las procesiones de viernes santo se refiere la escena de los Pasos, que en España es tan popular y que inmortalizó los nombres de Montañés y sus discípulos. Consistía en una serie de imágenes que representaban los personajes que más intervinieron en el proceso de la Pasión. Allí estaban Cristo con la cruz a cuestas; la Virgen con su túnica blanca, manto azul y fisonomía de indefinible angustia; Judas con su barba roja, vestido sepia y rostro de renegado, como para excitar el desprecio del pueblo consternado; los apóstoles, los santos varones, todo un desfile de figuras de un arte caprichoso y de un estofado, que no pediría favor a la Italia del Siglo XV ni a la España de Esteban Jordán, Juan de Juni o Gregorio Fernández164.

Aun en esto es San Francisco el relicario de la tradición. Su sacristía conserva todavía al Cristo con la cruz a cuestas, atribuido a Montañés y las imágenes de los Pasos, colocados sobre la cornisa que rodea las paredes del cuerpo de la iglesia.

La escena del descendimiento tuvo aquí igual   —242→   dramatismo que en España. El predicador, desde el púlpito, al fin del sermón, daba la voz de orden, que la cumplían los santos varones, retirando la corona de espinas, desclavando uno por uno los clavos del crucificado, recogiendo en la sábana santa el sagrado cuerpo, para presentarlo a la Dolorosa, que moviendo las manos enjugaba las lágrimas y abrazaba al hijo hecho cadáver. Luego se lo depositaba en el sepulcro, donde era visitado ininterrumpidamente por los fieles.

En el documento de erección de la Diócesis hizo constar el Ilmo. señor Díaz Arias que en su Obispado se observaría el ceremonial que había adoptado para sí la Diócesis de Sevilla. El ritual que se practicaba en Quito tenía, pues, un modelo. Las costumbres religiosas no eran una creación. Eran más bien un trasplante. Crecieron con tanto mayor vigor, cuanto que hallaron un terreno propicio en el temperamento ceremoniático de los indios. Por esto, cuando vemos en las cuentas de cargo y descargo de la administración catedralicia, que se gastaron pesos en la compra de hachas para las tinieblas y la noche de la resurrección e incienso para las pellas del cirio pascual, nos figuramos fácilmente el tenor de las ceremonias de Quito primitivo165.

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Más que la Pascua de Flores, la de Pentecostés se había convertido en clásicamente popular. La devoción del Espíritu Santo fue general en la colonia. Son numerosos los testamentos en los que Prelados, funcionarios públicos y encomenderos dejan mandas para misas al Espíritu Santo, a fin de que ilumine las mentes de los indios. Tal vez así se explique el entusiasmo público en la celebración del tercer misterio glorioso del Rosario. A la Misa solemne de la Catedral concurrían corporativamente la Audiencia y el Cabildo, llevando en procesión el estandarte real. Terminada la Misa, había corrida de toros, bailes de disfrazados, escaramuzas a caballo y juegos de cañas. No faltó ocasión en que el Cabildo, hubo de luchar con la Audiencia en defensa del derecho del pueblo a los regocijos tradicionales de esta Pascua.

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El culto al Santísimo Sacramento, tan arraigado al corazón del pueblo, tenía su culminación en la fiesta de Corpus. El Ilmo. señor de la Peña había amonestado en sus Constituciones Sinodales de 1570: «Porque el Santísimo Sacramento de la Eucaristía se celebra en memoria de Jesucristo e de su Sagrada Pasión y Resurrección y entre estos indios que miran mucho lo que ven hacer a los cristianos, conviene que se tracte este sancto sacramento con gran reverencia y muestra de la adoración -latría- que al verdadero Dios se debe»166. Las Cofradías organizadas en cada parroquia se encargaban del programa de la fiesta y de satisfacer los gastos. En las iglesias se procuraba la magnificencia de la compostura. La Misa a toda orquesta. La plática a la altura de la solemnidad, que era la máxima en todo el año. Quedaba expuesto el Santísimo hasta la hora de la procesión. Para ésta se componían altares en las esquinas de las plazas. El Amo Sacramentado bajo palio era llevado por entre una alfombra de pétalos de toda clase de flores. Hasta la vida de hogar llegaba el influjo   —245→   de esta hermosa fiesta. Todos sabían que en la mesa no faltarían los tamales ni el champuz167.

Para los indios no había mayor fiesta en el año. Era la en que el prioste debía portarse. El día en que se debía estrenar ropa nueva. La única en la que no debía prescindirse de los danzantes. Para la solemnidad de Corpus se guardaban los ahorros de la mayor parte del año. Aún parece que los indígenas ocultaban, al través de las ceremonias de la fiesta, su culto supersticioso. Así lo da a entender la Constitución 95 del Concilio Provincial de 1567, donde dice: «Los indios recién convertidos procuran también celebrar algunas fiestas y solemnidades, que durante el año dedican los fieles a nuestro Redentor y a los Santos, señaladamente la solemnidad de Corpuscristi; pero no faltan quienes, persuadidos del demonio, con el pretexto de celebrar nuestras fiestas y fingiendo el Cuerpo de Cristo, rinden culto a sus ídolos. Por lo cual, el Santo Sínodo exhorta a todos los sacerdotes encargados de los indios y les amonesta que con prudencia y sagacidad tengan cuidado de investigar e impedir que fiestas tan sagradas para los católicos, principalmente la de Corpus Cristi, se conviertan en objeto de burla para quienes son aún   —246→   meros instrumentos del demonio. Ya ha sucedido que, cuando según la costumbre de la fiesta de Corpus, llevaban los fieles sus imágenes en las andas, los indios ocultaban entre las imágenes sus ídolos»168.

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Los Apóstoles hallaron acogida cordial en la piedad de los primeros pobladores del suelo ecuatorial. El Patrón Santiago, tan adentrado al espíritu español guerrero, presidió la fundación de Quito primitivo y bautizó con su nombre a parroquias del centro y sur de la República. Los Príncipes de los Apóstoles patrocinaron la erección de la ciudad de Riobamba y San Pedro se llamó a una parroquia cercana a Loja, mientras San Pablo ofreció su apelativo al bello lago que se extiende a las puertas de Otavalo. San Bartolomé, con una tradición persistente de su remota presencia en estas regiones, fue elegido patrono de la antigua villa de Ambato y de varias doctrinas de la Diócesis de Quito. San Andrés fue conocido en la jurisdicción de Guano. San Juan Evangelista tuvo su época de intenso culto en Chimbacalle. San Mateo fue el primer nombrado en el avance descubridor de Pizarro y sus compañeros. San Marcos   —247→   dio su nombre a una parroquia central de Quito. San Lucas no desdeñó ser el protector de una parcialidad de Loja.

En el Sínodo de 1570, el Ilmo. señor de la Peña hizo el elenco de las fiestas obligatorias para todo el Obispado169. Allí constan los nombres de cada Apóstol. Por lo general estas solemnidades no salían del molde ordinario del ceremonial. Tan solo a la de los Apóstoles San Pedro y San Pablo se daba un sello popular. En las Vísperas no había valle, colina, ni monte áspero donde no se divisaran llamaradas de chamiza, que atraía turbas de gentes a jugar a la luz inquieta y crepitante de la broza que se quemaba. Es probable que la fogata recordara el fuego a cuyo calor San Pedro tuvo la debilidad de negar a su Maestro.

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Un noble sentimiento de justicia excitó al Ilmo. señor de la Peña a formular la constitución que sigue: «Nos por la obligación que estos indios tienen a todos los Sanctos y a los bienaventurados Sancto Domingo y San Francisco, cuyos religiosos han trabajado y trabajan en la conversión de estos naturales; por lo cual les mandamos guarden el día de todos los Sanctos y Santo Domingo y San Francisco»170.

Desde la fundación de nuestras ciudades y pueblos se verificó un hecho social, que no llama la atención porque es una realidad en cuyo ambiente hemos nacido. La población se dividió al principio en tres porciones principales. La una adherida espiritualmente a San Francisco; la otra vinculada cordialmente a Santo Domingo y la tercera que frecuentaba la Merced. Cada uno de los tres conventos había hecho como un espíritu de familia, en cuyo ambiente encontraba el pueblo principios normativos, devociones, prácticas piadosas y hasta costumbres sociales. Sobre la base de cercanía de vivienda, los fieles podían aducir razones de simpatía que poco a poco se había convertido en afecto invencible. Poco o nada concurrían a su iglesia parroquial. Su templo era el de San Francisco, Santo Domingo o la Merced. Y era que en las iglesias conventuales tenían mayor número   —249→   de misas, la atención espiritual más presta, el culto mejor organizado. Y era que habían abierto sus ojos a la vida cristiana contemplando a las imágenes de Nuestra Señora de la Merced, o del Rosario o la Inmaculada Concepción. Hasta el hábito religioso les servía de atractivo. La blancura de la túnica mercedaria, como la pureza de María; el sayal ceniciento de San Francisco, cual la pobreza de Jesús; el blanquinegro de Santo Domingo que copiaba el contraste de los ojos de la Madre de Jesús.

No llama la atención el que las fiestas de la Virgen de las Mercedes, de Nuestra Señora del Rosario, la Inmaculada Concepción, Santo Domingo, San Francisco y San Pedro Nolasco fuesen solemnes y populares, con misa a toda orquesta, con procesión por las calles, con juegos públicos. Las dos Órdenes de San Francisco y Santo Domingo afirmaron su fraternidad desde el primer día. Franciscanos celebraban la fiesta de Santo Domingo y dominicanos a su vez oficiaban en la fiesta de San Francisco. Tanto a las vísperas como el día, los religiosos se salían mutuamente al encuentro con la imagen de su respectivo Patriarca y en las muestras de recíproco afecto aprendían los fieles a unirse en el ideal y el ejercicio de la santa caridad.

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La conmemoración de los difuntos cerraba el ciclo de las solemnidades populares. Poco costó a los primeros misioneros inculcar a los indios el recuerdo   —250→   de los muertos. El culto a los difuntos era, por el contrario, el capítulo esencial de la religión de los indios. A ellos habían consagrado sus tolas, ellos constituían sus huacas; con ellos habían enterrado sus ídolos y objetos preciosos. Al contemplar las tolas de Zuleta, Cochasquí, Pupo y Orozco-tola171, se vienen a la mente las consideraciones de Chateaubriand ante las pirámides de Cheops. «La filosofía puede gemir o sonreír, al considerar que los más grandes monumentos salidos de la mano de los indios sean sus tumbas. No ha sido el sentimiento de la nada lo que ha movido al hombre a levantar sepulcros monumentales, sino el instinto de su inmortalidad. Estas sepulturas no son el límite que señala el fin de la carrera de un día, sino el límite que indica la entrada de una vida que no muere: son una especie de portada eterna, levantada en los confines de la eternidad. Ahora todo es tumba en un pueblo que ya no existe»172.

El Concilio Provincial de 1567, en la Constitución 102, advierte a los doctrineros que rectifiquen los abusos de los indios en la manera de enterrar sus muertos173.

Lope de Atienza dedica el Capítulo XLII de su obra a describir las costumbres de nuestros indios   —251→   relativas a los difuntos. Allí nos refiere el caso acaecido al presbítero Hernando de Carvajal en Guayaquil. Por haber querido impedir un entierro a la manera incaica, se revelaron los indígenas hasta obligarle a ponerse a buen recaudo. El Ilmo. señor de la Peña, en el N.º 26 de las Constituciones para los Doctrineros, escribe: «Exhortamos y mandamos a nuestros curas de las doctrinas de los indios, no les consientan ofrecer sobre los muertos sino fuere pan, vino, cera y lo que los cristianos españoles acostumbran ofrecer, por las muchas supersticiones que los indios hacen en las ofrendas que ofrecen sobre los muertos. Encargamos a nuestros curas den a entender a los indios el valor de las ofrendas que se hacen a Dios, limpias de supersticiones y la ofensa y pecado que cometen contra Dios cuando las mezclan con supersticiones de idolatrías». Por aquí se ve que el origen de los Responsos se remonta a la época primera de la conquista espiritual de nuestros indígenas. Y fue la forma de recuerdo que permitió la Religión, en lugar de las prácticas supersticiosas del Incario.

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La Iglesia aprovechó del calendario litúrgico para llevar a la práctica de la vida cristiana los artículos del credo. Cada fiesta brindó ocasión para hacer notar a los indios el sentido de las verdades fundamentales de la Religión. En América, más que en otra   —252→   parte, las ceremonias exteriores del culto tuvieron su finalidad docente. Representaban un papel de atractivo metódico. Al través de ellas podían enseñar los misioneros las verdades del Cristianismo.

No hay que aplicar tampoco, para juzgar de este capítulo, la lente de la cultura moderna. El buen sentido nos pide trasladarnos a una época de transición. La intolerancia dogmática no podía aplicarse al costumbrismo del incario. La Religión suprimió lo que parecía evidentemente reñido con la civilización. Lo demás lo transformó rectificando.

Hay más bien que agradecer a la Religión el habernos dado los elementos de un espíritu propio. Mal haríamos en renegar de lo que constituyó la vida religiosa y social de nuestros mayores. La Patria no es sólo el territorio. Ni se limita a un elemento étnico abstracto. La Patria es historia, costumbres tradicionales, vida popular.

Un Quito, un Ecuador sin religión, sería un fenómeno de generación espontánea. La Patria auténtica es la de las cruces en las esquinas de las plazas, la del arte al servicio del culto religioso, la de las tradiciones de un españolismo aclimatado en la región ecuatorial, la de las fiestas y regocijos populares, la del lema de una ideología que no divorcie la trinidad de Dios, Patria y Libertad.