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Artículos de Azorín publicados en «Ahora». Selección


Azorín






ArribaAbajoAl margen del «Quijote»

Pacificación


Con un mapa de España ante los ojos vamos buscando la ínsula de Barataria. Caminamos desde la Mancha hacia Aragón. Don Quijote, en su camino al Ebro, cruza las sierras de Cuenca y Albarracín, pasa por los pinares de Almodóvar, atraviesa la tierra de Cañete y el campo de Cariñena. La ínsula Barataria, no era, en realidad, isla. Formaba una reducida península. Hallábase casi toda rodeada por las ondas del Ebro y unida a la ribera por una lengua de tierra. Cerca de Pedrola, en el partido judicial de la Almunia, tenían los duques su palacio y sus jardines. Dicen que los tales duques eran los de Villahermosa. No quedan ya rastros de la mansión señorial. No lejos de Pedrola se hallaba el territorio reducidísimo de Alcalá de Ebro. Existe un obstáculo a la veracidad de la Historia. Alcalá de Ebro tenía cortísimo vecindario. La ínsula Barataria se allega a los mil vecinos. La imaginación lo suple todo. Hemos realizado el viaje y nos encontramos en los dominios de Sancho. Nuestro compañero de viaje ha sido Miguel de Cervantes. Los duques han hecho gobernador de la ínsula Barataria a Sancho Panza. El gran día ha llegado. Lo que parecía imposible a Don Quijote tiene ahora su concreción tangible. Ningún minuto en el gran libro de mayor melancolía que este en que don Quijote se despide de Sancho, que va a su gobierno.

No es Don Quijote quien se entristece; se llena de melancolía el propio Cervantes. Sancho ha logrado antes lo que el caballero de la Triste Figura no ha conseguido aún. Ha caminado el caballero por llanos y montañas. Defendió a la gente opresa, amparó a los perseguidos, socorrió a los menesterosos. Y su galardón no llega. No llegó nunca para Miguel de Cervantes. Durante toda su vida, pobre, receloso, guardó una actitud de extremada reserva. Américo Castro, en su admirable libro «El pensamiento de Cervantes», hace notar los alardes de ortodoxia que Cervantes prodiga. No había necesidad de tales redundancias. No las emplean otros colegas de Cervantes. La actitud está explicada, a nuestro parecer, no tanto por el ambiente de la época -ese ambiente, que no produce el mismo efecto en un Quevedo o en un Lope- como por el medio social y familiar en que Cervantes se desenvuelve. Preciso era no lastimar los sentimientos de tales o cuales deudos. Y no se podía exponer tampoco la familia a las contingencias lamentables del enojo de un grande. El círculo en que se movía Cervantes era menguado. En un núcleo de deudos, unos hostiles, otros excesivamente religiosos, dependiendo siempre de la buena voluntad de un magnate, el escritor había de mantenerse en una actitud de reserva extremada. Hoy no habría motivo para que se produjera con respecto a la ortodoxia religiosa, tal modalidad de exagerada prudencia. Lo habría, sí, de una manera análoga, en el caso de otro escritor, por lo que toca -y pensamos en Rusia, en las simpatías por Rusia- a la ortodoxia social.

La liberación para Cervantes no llegó jamás. Sancho ha logrado su anhelo. Va a ser gobernador de una ínsula. Don Quijote, en el retiro de la estancia ducal, horas antes de la partida de Sancho, se siente profundamente triste. No sabemos las ideas que Alcalá de Ebro, si Cervantes conoció el lugar, inspiraría al novelista. La patria de Cervantes fue Alcalá de Henares. De una a otra Alcalá, el pensamiento del maestro iría, tal vez, en íntima fluctuación. En Alcalá de Henares mandaba Felipe III. En Alcalá de Ebro iba a mandar Sancho Panza. Sancho Panza, humano gobernador, era el propio Cervantes. Al gobierno del monarca se opone, en Alcalá de Ebro, el gobierno de Cervantes. El rey lo es todo. Cervantes no es nada. Comparemos, sin embargo, la gobernación de uno y otro.

El cervantista don Antonio Eximeno establece la cronología de la acción quijotesca en un libro publicado en 1806. Se sabe de un modo cierto que Sancho Panza salió del palacio ducal para dirigirse a su ínsula el día 31 de octubre. Detengámonos un momento. Allá va Sancho montado en su fiel rocín. ¿Qué es lo que va a hacer el buen manchego en su ínsula? ¿Cómo va a desenvolver su gobierno? En este punto nos apartamos del cuerpo de lo impreso y nos salimos a las márgenes. En ese mismo mes de octubre, en los primeros días, se había producido en la ínsula Barataria un levantamiento popular. Hubo, como en todas las revoluciones, muertos y estragos. Las causas de la insurrección eran justas. Sancho Panza es inteligente y bondadoso. El primer problema que se le plantea en su gobierno es un antiquísimo problema. Existe desde el origen del mundo. Pero ha sido el sutil ciudadano de Florencia quien lo ha planteado de un modo más escueto y limpio. ¿Qué vale más, ser temido o ser amado? ¿Qué es más eficaz en la gobernación: el temor o el amor? Nicolás Maquiavelo ha seducido a muchos españoles. Se le denuesta públicamente y se le ama con clandestinidad. Saavedra Fajardo es entre nosotros el más fino resonador de la voz del florentino. En Saavedra Fajardo el drama que suscita Maquiavelo llega a lo sumo de la sensibilidad. Ante el florentino, Saavedra semeja una mujer que se esquiva y se entrega, se encoleriza y sonríe. Saavedra se ingenia en modos sutiles y elegantes para modificar la doctrina vitanda. El dictamen de Maquiavelo es terminante: E molto più sicuro essere temuto che amato. Contra esa dureza se levanta Saavedra Fajardo. No, no suscitemos el odio en el pueblo. «El primer principio de la eversión de los reinos y de las mudanzas en las repúblicas, es el odio», escribe el autor. A seguida una ligera evocación de la primera república española. Nos hallamos, como el lector sabe, en la tercera. «En el odio de sus vasallos cayeron los reyes don Ordoño y don Fruela II y aborrecido el nombre de reyes, se redujo Castilla a forma de República, repartido el gobierno en dos jueces: uno para la paz y otro para la guerra». Decididamente, Saavedra se opone al florentino. «Muchos príncipes se perdieron por ser temidos -escribe-; ninguno, por ser amado». ¿Queda ya así resuelta la cuestión? No; recapacitemos un poco. No cabe desechar en absoluto el temor. Pero sepamos qué clase de temor debemos aceptar. El temor que acepta, en fin de cuentas, Saavedra Fajardo, se apoya en la justicia. La justicia es para él humanidad. «Hacerse temer el príncipe -dice - porque no sufre indignidades, porque conserva la justicia y porque aborrece los vicios es tan conveniente que sin este temor en los vasallos no podría conservarse». Retengamos la frase de que el príncipe no ha de sufrir indignidades.

El nuevo gobernador ha llegado a su ínsula. Las cárceles están llenas de rebeldes. Dura todavía la efervescencia del levantamiento. Entre el temor y el amor, Sancho se decide resueltamente por el amor. El amor en este caso concuerda con la justicia. La pacificación de la ínsula no podrá venir sino por la concordia. Son abiertas las puertas de las prisiones. Los fautores del movimiento tienen expedito el camino para marcharse a los pueblos comarcanos. Dentro de unos meses podrán volver a sus hogares. La humanidad y el tacto afectuoso del nuevo gobernador encantan a todos. Sancho, comprensivo y cordial, liquida la revolución de octubre.

Ahora, 25 de abril 1935




ArribaAbajoAlto en el Pedernoso

Don Quijote


En marcha hacia el claro Levante. Y hagamos un alto en el Pedernoso. Cuando se sale de Madrid con dirección a Levante, pasado Aranjuez, se encuentra Ocaña. En Ocaña se bifurca la carretera. El ramal de la derecha conduce a Andalucía. El de la izquierda se dirige a Valencia, Alicante y Murcia. Después de Quintanar de la Orden nos encontramos en el Pedernoso. Nos dice Madoz que el Pedernoso se halla edificado «en terreno llano y sobre una cantera de pedernal». El término es abundante en plantas útiles y en granos. Se halla enclavado en la provincia de Cuenca y dentro del partido judicial de Belmonte. En Belmonte nació fray Luis de León. Pertenece el Pedernoso a la Audiencia territorial de Albacete. En el Pedernoso hacían cambio de tiros las antiguas diligencias. El revezo se efectuaba en esta posada en que acabamos de entrar. La posada se llamaba «Nueva» a principios de siglo XIX. Su patio es ancho. Ha entrado lentamente en su ámbito un magnífico automóvil. Viene, tras largo rodaje, del país de Francia. Donde antes marcaban sus huellas delebles las diligencias, han marcado sus delebles huellas los neumáticos del automóvil. Del coche han descendido un caballero francés y su secretario. El caballero se llama Paul Lelong, y el secretario, Roberto Durand. Todo ha sido mostrado en la posada detenidamente a estos dos viajeros. Durand trae debajo del brazo una abultada cartera. Con los viajeros franceses se han congregado en el mesón, por acaso, otros viajeros españoles. Nada podría decir la cortesía, el porte señoril y la reposada palabra de Paul Lelong. Su secretario escucha y asiente. A veces, sin embargo, muestra con un ligero gesto, apenas visible, su discreto disentimiento.

Paul Lelong manifiesta vivo interés por esta posada. La posada es bonita. Desde el patio, una puertecita franquea el comedor. El patio tiene amplio techado, bajo el cual se resguardan de la lluvia y el sol los carruajes. En un ángulo reposa rotunda y tobosina tinaja. No sirve ya para los líquidos. No se guardan en ella, desde hace tiempo, ni el rico Yepes ni el exquisito Ocaña. Un arbusto, florido en primavera, surge de su angosta boca. Otra puerta, desde el mismo patio, conduce a la cocina. Allá, a la derecha, al final, se ven los muros negros del hogar. De arriba, por la ancha campana de la chimenea, desciende una viva claridad. En los altos están los cuartos de los huéspedes. En un corredor blanco se abren las puertas. Tienen las paredes un zócalo de intenso azul. Separa lo blanco de la cal y lo azul del añil una rayita negra. Todo es limpieza y orden en la casa. La luz penetra en el pasillo por una ventana enrejada. Si nos asomamos a ella, contemplaremos el paisaje manchego. La verdadera Mancha es la Mancha abocada a Levante. En el Pedernoso se da el punto inicial de la más clara Mancha. Paul Lelong y su secretario vienen a España a visitar los lugares quijotescos. Estarán en Argamasilla, en el Toboso, en Ruidera, en Puerto Lápice, en Sierra Morena. El Pedernoso les ofrece la más bella posada española. Su sencillez, su limpieza y su vivo concierto de colores -blanco, azul y negro- les prometen vivas sensaciones de arte. En la penumbrosa cocina, los ojos del caballero no pueden apartarse del fúlgido y sedante resplandor que, entre paredes foscas, tapizadas de hollín, baja del clarísimo cielo de la Mancha.

Ha llegado la hora de comer. En la venta cada cual se dispone al transitorio yantar según sus posibles. Pero Paul Lelong, caballeroso, ha convidado a todos. España es acogedora, y Francia es cordial. La venta toda está en silencio. La paz más dulce reina entre los congregados dentro de estos muros históricos. Podrá ser este un momento del siglo XX, siglo con automóviles, y podrá ser otro momento del siglo XIX, con sus diligencias. Los artefactos son diferentes. Lo positivo es el perfecto acuerdo tácito que une los corazones. La merienda que Paul Lelong trae en la arqueta de su coche magnífico es suculenta. Puesta sobre la mesa de blanco y lavado pino, todos van participando de sus exquisiteces. La conversación se desliza amable. Un buen burdeos parece pedir, en correspondencia cordial de nación a nación, la réplica de un claro y fresco Valdepeñas. El Valdepeñas es traído por manos amistosas. Después de apurar un buen vaso, pasada la lengua por los labios. Paul Lelong se ha levantado lentamente. Estamos en los postres de la comida. Hay a veces en las casas manchegas, colgado en el zaguán, un manojito de las espigas mayores y mejor granadas del año. Paul Lelong ha cogido uno de estos manojos que en el muro pendía y con él en la mano se ha tornado a su sitio. Todos le miran con expectación. Y el andante francés, sonriente, con las espigas en la diestra, ha dicho:

-Estas espigas, señores, son símbolo de la abundancia en la paz. ¡Dichosos los tiempos en que la humanidad era regida por la ley del amor! Pero la Arcadia verdadera no está detrás de nosotros, en los siglos pretéritos, sino en lo por venir. Europa está enferma. La estremecen convulsiones profundas. Adolece de irritaciones inmotivadas. Se ha perdido la ecuanimidad y se marcha velozmente hacia lo inesperado. Lo inesperado -que todo el mundo espera- es la conflagración. La lucha del hombre contra el hombre constituye ya la regla unánime. No desesperemos por esto, señores. No apoquemos nuestros ánimos. No nos rindamos al pesimismo. En los mismos hechos luctuosos que presenciamos debemos inspirar nuestra fe. La humanidad sabe dónde va. Seamos finalistas, sí, finalistas de la concordia. Pongamos nuestro pensamiento en la Arcadia futura. Al igual que el hombre ha vencido otros mayores obstáculos, desde la caverna a la tierra labrada, desde la vida nómada a la vida urbana, desde el esclavo hasta el ciudadano libre, así vencerá otras etapas que quedan por vencer. ¡Bebamos, señores, por la paz y el trabajo! ¡Bebamos por el ideal de fraternidad universal que se realizará sobre la tierra!

Y todos han levantado sus vasos y han bebido.

* * *

Jean Cassou es uno de los ingenios más finos y cultivados de la Francia literaria actual. Rinde simpático culto a España. La Academia Española, en su última sesión de la primavera, le ha nombrado correspondiente suyo en la gran República. Jean Cassou ha restaurado viejas traducciones francesas del «Quijote» y ha hecho con todas un texto primoroso. Discretas notas lleva también la moderna edición. Comprensivo prólogo sirve de pórtico. La edición es maravilla de tipografía. ¡Si tuviéramos en España un «Quijote» así! ¡Si tuviéramos un «Quijote» en un solo y ligero tomo, llevadero en el bolsillo! El análogo de Maucci no le llega a este. En un volumen se han publicado todas las obras de Cervantes. Se le ha olvidado al colector el índice del «Quijote». Bien es verdad que también queda olvidado el índice del «Persiles». Jean Cassou y el editor de esta maravillosa colección de «La Pleiade» prestan un magnífico servicio a las letras humanas.

¿Y qué influencia ha tenido en Francia la obra capital de Cervantes? Repasamos «in mente» la literatura francesa y no lo apercibimos con claridad. ¿No lo apercibimos? Existe un libro francés escrito por el literato más personal del siglo XVIII. En ese libro, un caballero y su criado divagan por los caminos. Toda la obra consiste en el diálogo que amo y criado mantienen. Nuestro Quijote es una víctima de la fatalidad. Y Santiago, el personaje de Diderot, es un fatalista. Diderot nombra en su obra «Santiago el fatalista» al inglés Sterne. Los críticos, a propósito de esta obra, nombran también a Sterne. Pero presumimos que lo subconsciente de Diderot iba por otro camino. Decía el maestro Montaigne: «La memoire nous represente, non pas ce que nous choisissons, mais ce qui lui plaît». La memoria no representaba a Diderot lo que él había escogido, sino lo que le placía a la misma memoria. Lo que le placía a la memoria, en este caso, era el «Quijote». Don Quijote y Sancho son nombrados en el libro de Diderot. El caballero y su criado, Santiago, se enredan en frecuentes pelamesas, como Don Quijote y Sancho. Sancho lleva siempre consigo su bota de buen vino, y Santiago no se aparta de su «gourde remplie du meilleur», o sea de lo caro. En una venta reúne Cervantes inopinadamente a personajes suyos. En otra venta congrega Diderot a diversos personajes de la novela y pinta escenas tan curiosas como las del «Quijote». Un curioso impertinente da motivo a Cervantes para injerir en la novela una primorosa narración. Una curiosa impertinente, la señora La Pommeraye, ofrece a Diderot materia para una narración maravillosa. Todo el ambiente, en fin, en la obra de Diderot acusa, no imitación directa o trasunto fiel, sino una lejana, ideal y bella resonancia de nuestro gran libro.

Azorín

Ahora, 25 de septiembre 1935




ArribaAbajoEl primer cervantista

Estilo


-¿Existe o no existe este primer cervantista?

-¡No existe!

-¡Sí existe!

-¡Eso no es verdad!

-¡Eso es verdad!

-¡Orden, señores, un poco de orden! Sí existe ese primer cervantista. ¿Y cómo se llama?

-¡Sánchez Márquez!

-¡Gómez Sánchez!

-¡Torres Gómez!

-Nada de eso, señores. Este primer cervantista se llama Francisco Márquez Torres. Son muchos los documentos que niegan la existencia del primer cervantista. Sólo de raro en raro, en algún documento aislado, se afirma su realidad indudable. Sí, Francisco Márquez Torres ha vivido. Y ha vivido en diversos parajes de España. Francisco Márquez Torres ha escrito una página fina, fervorosa, clarividente, honda, original sobre el «Quijote». En la segunda parte del «Quijote», publicada en 1615, Márquez Torres pone su aprobación. Y esa aprobación es un elogio entusiasta de Cervantes. Pero esa aprobación es suprimida en casi todas las ediciones del «Quijote». Por eso decíamos que si hay algún documento que acredita la existencia de Márquez Torres, hay, en cambio, muchos -casi todas las ediciones del «Quijote»- en que se niega. Se consultan docenas y docenas de ediciones del «Quijote» y vemos en ellas omisa la aprobación de Márquez Torres. Se repasan ediciones del «Quijote» con pujos de artísticas y con arrequives de críticas, y esa aprobación es silenciada. Francisco Márquez Torres escribía sencilla y elegantemente. Si su fragmento célebre -dos páginas y media en la edición príncipe del «Quijote»- nos cautiva, es por lo clara y limpiamente que está escrito. Lo concreto se funde en esas páginas con lo abstracto. No puede haber escritor verdadero sin el sentido de lo concreto. Márquez Torres tiene ese sentido. Cuando se ha explayado el autor por lo abstracto, de pronto evoca un hecho. Va a contarnos algo y desea precisar. Sí, ha ocurrido lo que él va a decirnos en tal día. Dos días después del hecho es cuando él escribe. Lo que cuenta Márquez Torres está, pues, reciente. Gravita sobre su espíritu. Se halla presente ese hecho en su sensibilidad de un modo hondo e indeleble. Esa precisión inesperada de Márquez Torres eleva de improviso todo el tono de la página. De lo abstracto -la penumbra- se pasa de un brinco a lo luminoso y tangible. Y ese es el acierto de esta página realmente maravillosa. Página que se suprime, torpe y absurdamente, en casi todas las reimpresiones del «Quijote».

¿Y cuál es la psicología de Francisco Márquez Torres? Márquez Torres es capellán del cardenal-arzobispo de Toledo. Se encuentra en Madrid. El arzobispo es don Bernardo de Sandoval y Rojas. Cuando pasamos en automóvil desde San Sebastián a Madrid, o viceversa, por Aranda de Duero nos acordamos de este amigo de Cervantes, natural de dicha ciudad. El arzobispo va a devolver visita a un embajador extraordinario de Francia. Los allegados del embajador preguntan a Márquez Torres por Cervantes. Y Márquez Torres les explica -el 25 de febrero de 1615- quién es Cervantes y cómo vive. Márquez Torres es pobre. Ha de vivir todavía mucho. Muere a los ochenta y dos años. Su salud ha sido siempre quebradiza. Y en este punto entra la labor del psicólogo. Márquez Torres, débil, achacoso, ha de cuidarse mucho. No puede permitirse lo que los demás se permiten. Su vida está en constante peligro. Generalmente los frágiles de salud son los que viven luengamente. Siempre están alerta y previenen con sus cuidados todo incremento del mal. Llegan, por lo tanto, a un admirable equilibrio del desequilibrio. Como no puede cometer excesos, Márquez Torres será partidario de la sobriedad en todo. Federico Nietzsche vivía en el más bajo estiaje de vitalidad. En ese bajo estiaje vive Márquez Torres. Era partidario Nietzsche de un estilo sobrio, estricto. Y ese estilo es el que encarece Márquez Torres. La vida está en Márquez Torres de acuerdo con el estilo. El estilo es en Márquez Torres, como en Nietzsche, una consecuencia ineludible de la vida. Ningún escritor ha expresado en cuatro palabras mejor que Márquez Torres lo que debe ser el estilo. En su aprobación, Márquez Torres nos habla de «la lisura del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación, vicio con razón aborrecido de los hombres cuerdos». La lisura del lenguaje es la que emplea Cervantes. El problema del estilo era planteado en esas palabras.

Nos es grato ver en este instante a Márquez Torres viviendo una vida sutil, un hilillo de vida -pero hilillo de seda-, en un cuartito de paredes blancas, con muebles de pino y una alacena que tiene un enrejado de madera. En este instante es cuando, lleno de blanca luz el blanco cuarto, Márquez Torres establece su teoría del estilo. El estilo no es el vocabulario. La riqueza de léxico no importa nada. El estilo es la construcción. El estilo es la transición. El estilo es el movimiento. ¿Riqueza, color, fastuosidad, caudal de palabras? No, no; lisura de lenguaje. Es más fácil escribir en estilo afectado que en estilo sencillo. Decía Bartolomé Leonardo de Argensola:


   Este que llama el vulgo estilo llano
encubre tantas fuerzas, que quien osa
tal vez acometerlo, suda en vano.



Para recamar el estilo basta con frecuentar el diccionario. Y cuando se frecuenta el diccionario para enjoyar el estilo se tiende fatalmente a lo que notaba Juan de Valdés en su «Diálogo de la lengua». «Hay personas -dice Valdés- que no van acomodando, como dije se debe hacer, las palabras a las cosas, sino las cosas a las palabras. Y así no dicen lo que querrían, sino lo que quieren los vocablos que tienen». Las especies intelectivas en la literatura española se anuncian con despaciosidad y se desenvuelven con lentitud desesperante. El escritor no va a decir una cosa, sino a ver cómo la dice. Y eso es absurdo. El vocabulario es lo accesorio. Si el vocabulario fuera el estilo, ¿qué más grande estilista podríamos encontrar, por ejemplo, que Torres Villarroel, tan superabundante en palabras? Con vocabulario pobre, con lisura de lenguaje, según la expresión de Márquez Torres, se puede ser gran escritor. No nos dejemos alucinar por el fausto y la riqueza del léxico. Márquez Torres está aquí para llamar nuestra atención. En su cuarto blanco, henchido de luz blanca, con muebles sencillos, Márquez Torres sonríe ante nuestra duda. Dudábamos entre el vocabulario y la construcción, y ya no dudamos. Si Márquez Torres elogia a Cervantes es porque Cervantes escribe sencillamente. Con repeticiones, con descuidos, con negligencias, Cervantes va escribiendo su libro. Y ese libro, hoy que no podemos leer sin esfuerzo las novelas de Lope o los «Cigarrales», de Tirso -obras de dos grandes estilistas-, es leído por nosotros con vivísimo gusto.

En 1615, el día 27 de febrero, dos días después de la entrevista con los caballeros franceses, escribe Márquez Torres su aprobación. El tiempo ha ido pasando. Los años han ido deslizándose. Ya ha muerto Cervantes. Ya el mundo está lleno de ejemplares del «Quijote». Ya Márquez Torres no vive en Madrid. Ya todo queda entre la neblina de lo pretérito. Tenía Márquez Torres cuando escribió su soberbio fragmento cuarenta y un años. Ahora, en provincias, lejos de Madrid, en Guadix, vive tranquilamente. Cuenta ochenta años. Dentro de otros dos expirará. Si vuelve la vista atrás, ¿qué sensación experimentará Márquez Torres al pensar en la remota página que él escribiera en 1615? Algo debe de sentir, como lo que nosotros sentimos ahora al tener entre las manos «Realidad», de Galdós, o «Peñas Arriba», de Pereda, o «La madre Naturaleza», de Emilia Pardo Bazán, o «Su único hijo», de Clarín. Un mundo de sensaciones y recuerdos va unido a esos volúmenes. Esos volúmenes son para nosotros -como era a sus ochenta años el «Quijote» para Márquez Torres- nuestra juventud, que se ha desvanecido en la lejanía

Don Francisco Rodríguez Marín, en el tomo VII de su edición definitiva del «Quijote», nos da noticias de Márquez Torres. Otras muchas noticias guarda el maestro para escribir una biografía detenida del primer cervantista. El acto de comprar un ejemplar del «Quijote» no es indiferente. Mirad y remirad bien, cuando vayáis a comprar el libro de Cervantes, la edición que os ofrecen. Coged el segundo volumen y ved si tiene la aprobación de Márquez Torres. Si no la tiene -y no la tendrá-, rechazad esa edición. La página de Márquez Torres figura -no es preciso decirlo- en la citada edición de don Francisco Rodríguez Marín. Por amor a Cervantes, por simpatía a Márquez Torres, no deje nadie de adquirir esa edición. Está pulcra y limpiamente impresa. Discretas y pertinentes notas aclaran el texto. Y el último volumen, el VII, contiene curiosas noticias y nos da esa sucinta biografía de Márquez Torres.

Azorín

Ahora, 6 de noviembre 1935




ArribaAbajoEl «Quijote» de Avellaneda

Microscopio


Don Emilio Cotarelo descuella por modo eminente en la erudición española. Su folleto «Sobre el "Quijote" de Avellaneda y acerca de su autor verdadero» es importantísimo. Cotarelo demuestra incontrovertiblemente que el «Quijote» de Avellaneda ha sido impreso, no en Tarragona, como reza la portada, sino en Valencia. Cotarelo se señala como autor del falso «Quijote» al valenciano Guillén de Castro. Las razones que aduce Cotarelo son poderosas. Examinemos con el microscopio el «Quijote» de Avellaneda.

La geografía de la primera mitad del libro es la siguiente: Argamasilla, Ariza, Ateca, Zaragoza. La geografía de la segunda mitad: Sigüenza, Alcalá de Henares, Madrid, Toledo. En la primera parte del libro vemos un melonar en Ateca -un melonar guardado por un hombre con un lanzón, que está en una cabaña-, la plaza de Ateca, la casa de mosén Valentín, en que estamos dos veces; un aposentillo, en Zaragoza, donde dormía Sancho, con una ventanita por donde entra la claridad de la aurora. El melón es fruta predilecta en esta primera parte. Entre otras cosas, encontramos en el falso «Quijote» estas: un medio chuzo de viñador, una mesa pequeña, un carro, un serón de basura. Sancho habla por dos veces de los zaragüelles. El ambiente de la obra es profundamente eclesiástico. En la plaza de Ateca se encuentran, entre la gente, seis o siete clérigos. Dos clérigos llegan a casa de mosén Valentín cuando en ella está Don Quijote. El protagonista del cuento «El rico desesperado» entra en una Orden monástica. La protagonista del otro cuento «Los dos felices amantes» es priora de un convento. De vuelta de Zaragoza, Don Quijote y Sancho se encuentran, sesteando en una espesura, a dos canónigos del Sepulcro de Calatayud, Sancho se acuerda de cuando, siendo muchacho, encendía en la iglesia las candelas y escurría las vinajeras. Sancho dice: «Gloria tibi, Domine». Sancho encarece la redondez de ciertos objetos diciendo que son más redondos que hostias. Sancho habla de la manceba del abad, la amiga del cura, el ama del vicario y el rufo del sacristán. Nada de esto atañe al clero regular. Indudablemente, el abad que se menciona aquí es dignidad secular y no monástica. Invocaciones de Sancho en sus charlas: San Jorge, Job, San Lázaro, San Francisco, Moisés, la Santísima Trinidad, la Pasión del Señor, San Pedro, Poncio Pilatos, las parrillas de San Lorenzo, San Julián, ahogado de los cazadores; San Bartolomé, Jesús Nazareno, San Longinos benditísimo, otra vez las llaga, del señor San Lázaro, San Quintín, nuestro padre Adán, Sodoma y Gomorra, Noé, Barrabás, Anás y Caifás, el gigante Goliat, Santa Susana, San Antón, San Martín, el Anticristo, Santa Bárbara, Abraham, los Evangelios del señor San Lucas, Judas, Nuestra Señora de los Dolores, Jonás y su ballena.

Hay detalles en el libro que un novelista, un Balzac, un Galdós o un Baroja no podrían acaso imaginar. La priora de un convento espera el instante de ir a maitines. Viene a avisarla una monja. Toma esta monja el candelero que está en la celda, sobre la mesa, y va delante alumbrando por los claustros. El santo Rosario es exaltado reiteradamente. Sancho tiene un tío en el Toboso que es por segunda vez mayordomo del Rosario. En una iglesia hay un retablo del Rosario. Don Gregorio, personaje de «Los dos felices amantes», lleva, siendo penitente, un rosario en el bolsillo. Sancho jura por «la procesión del Rosario». Dos veces vemos a Don Quijote en su pueblo ir a la iglesia con el rosario en la mano. Los dominicos son evocados repetidamente. De los dos o tres libros que lee Don Quijote, uno es la «Guía de Pecadores». Lo escribió, como es sabido, un dominico. Se habla en la novela de «la insigne y grave religión de los Predicadores». Encontramos un predicador «eminente en doctrina y espíritu» que es dominico. Trabamos conocimiento con otro dominico de «soberano espíritu». El protagonista de «El rico desesperado» entra en la Orden dominicana.

El libro, en su primera mitad, da la sensación de cosas vistas, vividas. Hay en esas páginas sentido exacto de localismo. En la segunda mitad no se percibe el mismo sentido local. Acaso el autor es persona que ha frecuentado mucho las tierras de Valencia y Aragón. Valencia tiene y ha tenido siempre trato frecuente con Aragón. Cuando Sancho nombra los zaragüelles y surge en el libro el serón de basura inevitablemente se nos presenta lar figura de un «femater». Sancho debió de ser monaguillo en su niñez, y luego siguió su vida como labrador. A la manera de un «llauraor» o «llaurisio» se suele expresar. En el discurso del libro recogemos recuerdos de Toledo. Aquí están el puente de San Martín, la Alcana, la tarasca. El castillo de San Cervantes es nombrado dos veces. Indefectiblemente, toda esta caudalosa corriente eclesiástica había de ir a desembocar en el gran emporio eclesiástico. En Toledo, entre innumerables conventos, se encuentra el de dominicas de Santa María de las Nieves, el de dominicos de Santo Domingo el Real y otro de dominicos también, de San Pedro Mártir.

El estilo del falso «Quijote» es sencillo, claro, limpio. Lo matizan expresivamente modismos y voces pintorescas. Cada siglo tiene su estilo. Uno de los dos cuentos que se insertan en la novela, el de «Los dos felices amantes», es una verdadera joya literaria. Todo es en esa obrita perfecto: la composición y el estilo. El estilo de ese cuento puede servir de modelo, maravilloso modelo, de prosa del siglo XVII. Mejor no la ha escrito nadie. Se suelen censurar las inconveniencias que aparecen en el «Quijote» de Avellaneda. Esas inconveniencias eran comunes a todos los libros del siglo XVII. Las hay en el «Buscón», en las novelas de doña María de Zayas, en el propio «Quijote» de Cervantes. Nada más repulsivo -digámoslo con entera sinceridad- que las cámaras de Sancho, sobre las que hace chistes Don Quijote, y las vomitonas del mismo Sancho. El protagonista de Avellaneda da la impresión de un hombre que está en todo momento representando una parodia. No podemos tomarlo en serio. El protagonista de Cervantes tiene una dignidad natural que se nos impone. La diferencia que existe entre uno y otro «Quijote» es la misma diferencia que hay entre el «Quijote» de Cervantes y los demás libros de su tiempo. El «Quijote» de Cervantes es único en su tiempo y en su nación. En el «Quijote» de Cervantes percibimos algo que no percibimos sino rarísimamente en los autores de las demás literaturas europeas. Sólo en Francia lo percibimos en Molière. El «Quijote» es cosa no literaria, sino sentida. Todo esto no es literatura -como en el falso «Quijote», como en casi todos los demás libros del tiempo y de todos los tiempos-, sino sentimiento hondo, real y perdurable. En los demás libros encontramos autores, y en Cervantes y Molière, además de autores, encontramos hombres. En el «Quijote» de Avellaneda, a pesar de su ambiente clerical, respiramos un ambiente grato de libertad. Ni defensa de la expulsión de los moriscos. Ni Inquisición. Ni sumisiones respetuosas al rey. Los dos cuentos intercalados lo han sido para condenar a los que abandonan el claustro. Pero esos cuentos no prueban nada. Como decía Flaubert, a un desenlace se puede oponer otro. Si el rico desesperado hubiese procedido con cautela, no hubiese ocurrido la tragedia. Si los dos felices amantes hubieran sido moderados en sus gastos, dichosos hubieran vivido en el mundo.

En la dedicatoria de la obra se dice que el libro ha sido trabajado «contra mil detracciones». No creemos que el deseo de pecunia haya sido el móvil del autor. Se sabía que el autor estaba escribiendo el libro. Gentes que le rodeaban -acaso en un convento, en un convento de dominicos- reprobaban el intento. Y lo reprobaban por profano. El mayor favor que se le ha podido hacer a Cervantes es la publicación de este «Quijote». Contamos con él con un contraste para apreciar en todo su valor, su inmenso valor, el «Quijote» de Cervantes. En situaciones análogas vemos cuál es la posición de un hombre no genial y cuál la de un genio. Don Emilio Cotarelo nos presenta la figura del hermano de Guillén de Castro, el dominico fray Francisco de Castro. Aceptamos las conclusiones de Cotarelo, pero damos a este dominico una parte principalísima en la redacción de la obra.

Azorín

Ahora, 24 de julio 1935




ArribaAbajoEl secreto de Miguel

Interpelación


Vamos, Miguel, dinos tu secreto. Estamos ante ti un poeta, un erudito, un filósofo, un periodista. Tú has hecho algo que es paladino. Todo el mundo conoce tu libro. Pero hay algo en tu libro, siendo el libro patente, manifiesto, que no acertamos a explicarnos. Nos perdonarás esta curiosidad. Tú tienes un secreto. Deseamos saberlo. Comencemos por el principio. En tus años mozos, ansiaste hacer una obra verdaderamente literaria. Y escribiste «La Galatea». En ese libro pusiste estilo. Te esmeraste en escribirlo elegantemente. En la atmósfera literaria estaba este género de obras y tú te esforzaste en escribir con toda pulcritud, con todo cuidado, una obra de esa clase. Pero, ¿te gustó a ti? ¿Quedaste tú satisfecho de la novela? Lo dudamos. El libro es prolijo. Todo él son aventuras complicadas y sentimentales, que cuentan unos personajes al encontrarse inopinadamente con otros. Todo lo que ocurre en esa novela ocurre en el pasado. Los personajes narran lo que antes les sucediera. El problema del tiempo -que es tu problema capital- no se halla bien planteado en «La Galatea». El problema del tiempo, el tiempo que se lo lleva todo, no aparecerá en toda su plenitud hasta el «Quijote». El libro, escrito con cuidado, no interesaba gran cosa. Tú estabas disgustado del empeño que pusiste en hacer estilo. Procuraste hacer estilo y no lo hiciste. Habías caminado, con esa novela pastoril, por una vía falsa.

Disgustado de ti mismo y disgustado del estilo, quisiste hacer otra cosa. Habías vivido ya mucho. Habías sufrido los crueles embates de la fortuna adversa. No te importaba ya el estilo. De los pasados intensos guardabas un regusto amargo. No comprendías ahora cómo habías podido escribir «La Galatea». La obra era absurda. Y sin preocuparte de nada, sin cuidarte del estilo, desentendido de las modas literarias, no dándote un ardite de la estética sabia, comenzaste a escribir el «Quijote». Lope de Vega vio el manuscrito de tu libro en casa del editor o en la imprenta. Escribiendo a un amigo, tuvo palabras desdeñosas para la obra. Su juicio era completamente exacto. Lo que decía Lope era la verdad pura. ¿Y por qué era la verdad? ¿Cuál fue la causa del éxito de tu libro? ¿De qué clase fue ese éxito? Tu libro no era literario. No estaba escrito. No tenía estilo. Si comparamos unas páginas del «Quijote» con otras de los «Cigarrales» de Tirso, o del «Peregrino», de Lope, o de «La constante Amarilis», de Suárez de Figueroa, lo echaremos de ver. Esos libros que he citado tienen estilo, y el tuyo no lo tiene. Tú escribías como se puede escribir a un labrador o a un comerciante, pidiéndoles una fanega de trigo o una pieza de paño. Tu prosa es sencilla, clara, tenue, sobria. Pero el libro tuvo un gran éxito. Te voy a decir una cosa. No vuelvas a sonreír. Hacía ocho, diez o quince años que yo no leía el «Quijote». Lo he vuelto ahora a leer. Lo he vuelto a leer, y he visto de pronto, clarísimamente, la razón del éxito de tu libro. El «Quijote» es una novela de un profundo interés. No es la sátira, ni el escarnio jovial que hace de ciertas antiguallas, lo que cautiva al lector. No; lo que motiva la atención profunda del lector es el interés hondísimo de la narración. Interés en todos los incidentes promovidos por Don Quijote. Interés en las novelas inclusas en el libro. Interés, sobre todo, en las inesperadas escenas que ocurren en la famosa venta, a la salida de Sierra Morena. Todo lo que en esa venta acontece es cosa de teatro. Sólo un hombre que posea el don de los efectos teatrales puede agrupar en esa venta los personajes que tú agrupas. Te has ufanado siempre de ser un hombre de teatro. Tenías mucha razón. El «Quijote» es la novela de un hombre de teatro. Con el arte de interesar al público de modo tan extraordinario, tu novela había de alcanzar un gran éxito. Tus coetáneos leerían con pasión el libro. La posteridad había de ver en el libro lo que ellos no vieron. El problema del tiempo, mal planteado en «La Galatea», está aquí expuesto en sus verdaderos términos. Lope es el hombre del espacio. Tú eres el hombre del tiempo. En el «Quijote» es el héroe mismo, con sus aventuras presentes, no con su pasado, quien da la sensación de tiempo. Todo pasa. Todo se desvanece. Hemos ansiado vehemente una cosa, y una cosa se ha disuelto ya en lo pretérito. La ínsula de Sancho, los días gratos en el palacio ducal, la aparición de Marcela, los inesperados sucesos de la venta, la casa del caballero del verde gabán, las lindas cazadoras con sus redes verdes, todo, todo ha pasado ya. Ante el caballero, ya de vuelta por postrera vez a su pueblo, aparece ahora todo lo pasado como un sueño. Tú, Miguel, eres hombre de los caminos. Los caminos nos traen la desilusión. Y en tu novela has puesto, acaso sin quererlo, acaso instintivamente, siguiendo tu signo fatal, esa desilusión suprema que traen los caminos. ¿Callas? ¿No dices nada? Ahora, si tú nos lo permites, vamos a preguntarte otra cosa.

El año próximo, en el verano de 1936, se cumplirán cuatro siglos de la muerte de Desiderio Erasmo. Erasmo tuvo muy buenos amigos en España. He notado un ligero movimiento en tu rostro. El nombre de Erasmo te es evidentemente grato. Ninguna resonancia tan honda tuvo Desiderio en España, como la que tus obras representan. Has sido tú en España el más simpático y bello resonador de Erasmo. Y nuestra curiosidad consiste en saber cómo entraste en contacto espiritual con Desiderio. En tus viajes por Italia debiste de tropezar con algún ejemplar del «Elogio de la locura». Llego a creer que sin ese libro de Erasmo tu «Quijote» no existiría. El «Elogio» es la exaltación de las ilusiones. No hablemos de locura, ni de estulticia. Y tu libro es la consecuencia práctica de esa exaltación. Ningún complemento más cabal, más profundo, más armonioso, del «Elogio de la locura» que el «Quijote». El héroe de tu libro lleva a la práctica en la seca tierra manchega, la doctrina erasmiana. No hablemos del «Enquiridión». Lo religioso y lo político es aquí lo de menos. Lo importante es la serie de afinidades psicológicas, finísimas, que existe entre el espíritu de Erasmo y el tuyo. Las coincidencias son innúmeras. La pintura de la Edad de Oro que hace Erasmo inspira la tuya. La añoranza de las posadas de Italia -bien que eso sea en ti una sensación directa- es la añoranza de Erasmo. Recomienda Desiderio el no ser modesto con exceso. Y tú no lo eres en el «Viaje del Parnaso». Algún rasgo de la dedicatoria del «Elogio» aparece también en tus obras. Voy diciendo ahora las cosas que de pronto se me ocurren. En el «Convenium religiosum», Erasmo muestra su predilección por el color verde. Y el color verde es el que predomina en tus obras.

Américo Castro, en su «Pensamiento de Cervantes», señala extraordinarias repercusiones de Erasmo en tus libros. Con fino tacto, con maravillosa delicadeza, Américo Castro va precisando tu actitud psicológica en la vida. Andando el tiempo, esta prudente actitud tuya había de repetirse en otro gran español: Jovellanos. La precaución exquisita que en ti se da, se da también en Jovellanos. Ahora no es Erasmo quien principalmente la motivó, sino Rousseau. El padre Miguel Sánchez ha escrito un libro análogo a este respecto, al de Américo Castro. Castro escribe para elogiarte. Sánchez escribe para delatar y condenar a Jovellanos. No es el libro de Sánchez igual en cultura y en riqueza literaria al de Américo Castro; pero es sutil, penetrante y sagaz. Nos sirve para ver cual era el verdadero pensamiento de Jovellanos. Como el de Castro, nos sirve para conocer tu actitud cierta. Erasmo te seducía. Erasmo te obsesionaba. Y al mismo tiempo habías de vivir en España y en el siglo XVII. ¿Cómo resolvías tu conflicto? ¿Callas? ¿No dices nada?

Ahora, 10 de julio 1935




ArribaEl «Viaje del Parnaso»

Hambre sutil


La labor ingente de don Francisco Rodríguez de María se acrece con una nueva obra. Ha publicado Rodríguez Marín una edición crítica del «Viaje del Parnaso», de Cervantes. La obra condensa un trabajo formidable. Trabajo, fina intuición, erudición caudalosa, comprensión íntima de Cervantes y de su época, resplandecen en estas páginas. Este volumen nos ofrece, además del poema de Cervantes, una historia de la literatura clásica, otra historia del estilo en el siglo XVII, un tratado de estética histórica.

Cervantes, a los sesenta y seis años, habitante en Madrid, desde su casa de la calle del León, emprende imaginativamente una larga peregrinación. Añora las andanzas de sus años mozos. Se representa el Mediterráneo, por donde él anduviera antaño. En la alta meseta castellana, a 650 metros sobre el Mediterráneo, este mar azul y sereno, este mar con irisaciones de oro en sus calas profundas, se impone a Cervantes. Con el Mediterráneo surgen en la memoria del poeta remembranzas de antiguas sensaciones. El anciano se siente joven. El anciano olvida por un momento sus cuitas del presente. No sabemos a punto fijo lo que Cervantes se ha propuesto al escribir este poema. En la obra se finge que un poeta, el propio autor, hace un viaje al Parnaso. Para llegar a Grecia desde la ribera española, desde Cartagena, hay que atravesar el Mediterráneo. En el Parnaso se congregará multitud de poetas españoles. Cervantes los va enumerando. Sobre las frentes de todos coloca Cervantes una ramita de laurel.

En el «Viaje del Parnaso» hay preciosos rasgos autobiográficos. No será necesario insistir sobre la pobreza de Cervantes. Nos colocan esas confidencias del autor en el centro del problema. Cervantes ha trabajado durante toda su vida. No ha conseguido una posición holgada. Cervantes ha sufrido crueles adversidades. No está ahora, en su vejez, a cubierto de la necesidad. Se ha inculpado a Cervantes de no tener amigos. Se le ha motejado de descontentadizo. Al meditar en su situación aflictiva, a solas consigo mismo, ¿no sentirá Cervantes el ansia de un ambiente que le circuya y le conforte? Todo se puede tolerar en la vida si contamos con un apoyo moral. Todo puede ser llevadero -aun lo más amargo- si manos amigas estrechan nuestras manos. Solo, enfermo, lejos de su mujer, fracasado en su matrimonio, «muy sin dineros», como él ha dicho, Cervantes necesita, como el aire, como el agua, como la luz, ese ambiente de simpatía y de cordialidad que mitigue sus penas. Y este poema, en que él generosamente discierne elogios -elogios para todos, elogios para amigos y para enemigos, puede hacer que en torno de Miguel, viejo, pobre y enfermo, se forme esa atmósfera confortadora. No estará ya tan solo si le rodea la buena voluntad de todos. No se sentirá ya tan infortunado si le alienta el afecto de todos. Las penas serán menos si son compartidas por tanto compañero elogiado por él.

En el «Viaje del Parnaso» hay, entre otros pormenores autobiográficos, algo que nos parece esencialísimo. Al escribir estas palabras lo hacemos con emoción y con ternura. No quisiéramos abordar el tema. No quisiéramos tampoco acaso que Cervantes lo hubiera abordado. Nos entristece que el mismo Miguel haya hecho públicas estas congojas íntimas. Hoy Cervantes no es lo que era en el siglo XVII. Su nombre va ligado supremamente a España. Su nombre es la más bella presea de España. Y es de España misma de quien hablamos al traer a examen este doloroso asunto. Es de España misma de quien hablamos al hablar del hambre de Cervantes. Sí; Cervantes lo confiesa. Cervantes habla en su poema del «hambre sutil». El reflejo autobiográfico de esas palabras es reconocido por el mismo Rodríguez Marín. El calificativo de «sutil» aplicado al hambre nos hace meditar. Sutil no querrá decir hambre descompasada, frenética. Sutil se refiere sin duda a estrechez en el mantenimiento. Se come; pero no se come lo debido. Se come; pero no disponemos de aquellos alimentos que en nuestra salud feble, necesitamos. Podemos cubrir las atenciones diarias; pero lo hacemos malamente y con ahogos. El hambre sutil, con relación a Cervantes, es sintomática de toda una época, de una clase social -la de los trabajadores cerebrales- y de una nación.

«¡Adiós, hambre sutil de algún hidalgo!», exclama Cervantes al despedirse de Madrid para emprender el viaje. Pero la despedida es falaz. La situación de Cervantes continúa siendo la misma. Aquí se halla, en la calle del León, en esta casa que él llama también «lóbrega». El hambre sutil nos transporta en un vuelo a otra de las obras capitales de Cervantes: la tragedia «Numancia». No existe en todo nuestro teatro antiguo y moderno obra superior, de más intensa emoción y de más honda humanidad que la «Numancia» de Cervantes. La «Numancia» hace par con el «Quijote». El sentido profundo de humanidad transpira en una y otra obra igualmente. En el «Quijote» se interpone el velo de la ilusión. En la «Numancia», la sensación de humanidad -fina piedad humana- se nos da directa y franca. El humor ha desaparecido. En la meseta soriana experimentamos sin ficciones novelescas la misma sensación que en la llanura manchega. Meseta y Mancha se nos adentran en la sensibilidad. La originalidad de la «Numancia» estriba en la clase de heroísmo que Cervantes nos pinta. El heroísmo de la «Numancia» está matizado por lo íntimo, familiar y humano. Los numantinos pretenden que la guerra, para evitar sangre y lágrimas, se reduzca al pugilato de un numantino y un romano. Las mujeres se obstinan en no abandonar a sus maridos al saber que estos se arrojan a la muerte. Un amante sale al campo enemigo a robar un pedazo de pan para su amada. El amigo de este joven se empeña en acompañarle en tan arriesgada empresa. Ya más familiarmente, vemos cómo un niñito pide pan a su madre y le dice que él está muy cansado de caminar tanto. La sensación desgarradora del hambre se sobrepone a todo en esta tragedia. Llegamos al nexo de la obra. Lo más fuerte que existe entre los humanos -más fuerte que la muerte- es el amor. El amor salta por todo y a todo se atreve. Y aquí, en la «Numancia» de Cervantes, esta fuerza máxima del mundo es vencida por el hambre. La escena en que la mujer amada confiesa angustiadísima a su amado que tiene hambre se alza sobre todo lo más trágico que en todas las literaturas haya podido imaginarse. El lector, si es sensible, permanece anhelante con el libro en la mano, sin proseguir en la lectura.

«¡Adiós, hambre sutil de algún hidalgo!». No; desgraciadamente, el hambre, pudorosa hambre, recatada hambre, hambre que se encubre con dignidad, queda aquí con el amado Miguel. El problema de la libertad y el del pan cotidiano, en el caso de Cervantes, son en realidad uno mismo. Pero procede, a nuestro parecer, introducir una variante en la tesis -exactísima- de Américo Castro. Cervantes sabe lo que es la pérdida de la libertad. Años enteros ha vivido Cervantes privado de libertad. Mas al tratarse de exteriorizar su íntimo pensamiento, el conflicto que se le presenta a Cervantes es ante todo el del temor a perder su pan. La exteriorización del verdadero pensamiento puede ocasionar la pérdida de la libertad. La pérdida de la libertad equivale a una pulmonía, un ataque cerebral o la rotura de un miembro. Se soporta todo ello según las fuerzas de cada cual. La exteriorización del prístino pensamiento puede acarrear también la pérdida o el enfriamiento de las relaciones sociales que nos son necesarias. Y eso es más terrible que lo otro. Porque eso trae consigo la privación del pan cotidiano en estos días de vejez, de pobreza y de enfermedades, en que no podemos ganarlo por nosotros. He ahí los excesivos elogios de Cervantes a un Lemos, o un Rojas. Y sus encarecimientos de tal medida de gobierno odiosa. Y sus loanzas ponderativas de tales o cuales reyes. Había que proceder con suma cautela. Afortunadamente, la sensibilidad traiciona muchas veces al pensamiento. El pensamiento dice una cosa y la sensibilidad creadora hace otra. En el caso de la expulsión de los moriscos, las palabras celebran la expulsión. Y la sensibilidad crea este personaje tan bueno, tan generoso, tan cordial, del morisco expulso, de Ricote.

Azorín

Ahora, 31 de julio de 1935





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