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Artículos de Azorín publicados en el «ABC». Selección


Azorín






ArribaAbajoAnhelo

La casa es vivienda espaciosa y cómoda de labradores ricos; murieron los dueños hace años y dejaron una heredera. Lleva la hacienda un hermano del padre, Francisco Lorenzo, y gobierna la casa una criada antigua, María Jesús. De padres vigorosos y sanos, salió una criatura delicada; en el primer mes del embarazo hubo en el pueblo una tormenta horrísona y la madre se amedrentó; luego, la madre, para trastear fácilmente por la casa, se ciñó en demasía. Cual hija única, la criaron con mimo; pusiéronla en un colegio de Toledo, donde permaneció seis años. A la muerte del padre, la trajeron al pueblo; no pudieron traerla cuando murió la madre porque fue súbito el fallecimiento. Al regresar la niña al pueblo y entrar en la casa -vino silenciosa todo el camino- lo primero que hizo fue sentarse junto al balcón, en el cojín mismo en que se sentaba su madre para hacer labor; estuvo un momento sentada y rompió a llorar.

Era alta, cimbreante y bien proporcionada; no le gustaba ataviarse con riqueza, y sí, el ir siempre irreprochablemente limpia. Sentía predilección por las flores, y de todas prefería las azucenas; como sus manos eran blancas se confundían con las blancas azucenas cuando estaban colocándolas en un jarro. Tenía pasión por la ropa blanca y por los encajes; le gustaba escoger los anchos lienzos de Holanda, bien olientes después de lavados, y contemplaba absorta la albura nítida antes de colocarlos en las camas. Sobre todos los muebles de la casa -mesas, consolas, cómodas- había colocado paños blancos orlados de encajes, que ella había labrado. Caminaba lentamente, como ensimismada, y, a veces, cuando al aderezar un ramo de flores, aspiraba su penetrante olor, sentía, por un momento, como un vahído y tenía que sentarse.

De todos los rasgos de su faz, lo que más atraía eran los ojos; no se sabía de qué color eran: grandes, con largas pestañas, semejaban a veces glaucos, otras, de azul claro, y otras, de verde tenue. Cuando se hablaba con ella, se sentía al instante el imán de los ojos. Si el interlocutor se ponía a mirarlos fijamente, entonces ella, que conocía su hechizo, se ponía colorada, abría y cerraba los ojos presurosamente y los dejaba al cabo a medio cerrar, cual adormilados. Quien los estaba contemplando quedaba con ello más hechizado.

En la misma sala en que trabajaba la madre, sentada en el propio almohadón, junto a la ventana, se halla la hija; está hace tiempo un poco pálida; tiene ahora el mundillo de labrar encaje, apoyado por el extremo bajo en el regazo y el alto lo sostiene un escabel. Las manos de la joven van manejando diestramente los bolillos: estos macitos de caoba producen, al chocar entre ellos, un ruido rítmico que resuena en la sala silenciosa. A veces, la joven se detiene y permanece largo rato abstraída. Entra María Jesús con un vidrio de agua; han puesto en una tinajita unos trozos de hierro dulce, y todas las mañanas, a esta hora, María Jesús, saca con el aceite agua de la tinaja y la trae en el vaso. Lo ha colocado en el escabel y ha dicho:

-¿En qué piensa mi ama?

El ama ha contestado:

-¡Siempre aquí, María Jesús! ¡Siempre lo mismo, María Jesús!

-¿Y no es bonito el Toboso? ¿Dónde vamos a estar mejor, mi ama? ¿En Quintanar de la Orden? ¿En Miguel Esteban? ¿En la Puebla de Don Fadrique?

Todos estos son pueblos cercanos al Toboso; Quintanar de la Orden es una de las más populosas poblaciones de la tierra toledana, María Jesús ríe al escuchar a su ama: va y viene por la sala: aparta las sillas que estaban muy arrimadas a la pared y podían desconchar la cal con el roce; estira los pañitos blancos de la cómoda y la consola; iguala los cuadros que estaban desnivelados: entra en la alcoba, cerrada por una vidriera con cortinillas rojas y tienta los colchones para ver si están bien mullidos. El vaso de agua ferruginosa está en el escabel y todavía Aldonza Lorenzo no ha puesto en él sus labios. María Jesús, cansada de trajinar por la sala, ha acabado por sentarse en un almohadón, frente a su ama.

-¡Siempre aquí, María Jesús! -repite tristemente la joven-.

-¿Y qué nos falta aquí? ¡Alégrese, mi ama! ¡Que vea yo esos ojos reírse!

Aldonza sonríe levemente. Aldonza Lorenzo siente el anhelo de lo desconocido, y María Jesús se atiene a lo cotidiano tradicional. Aldonza querría ir por esos mundos, y María Jesús se encuentra satisfecha en el Toboso.

-¡En el Toboso no pasa nada, María Jesús! -Exclama la joven-.

-¿Qué no pasa nada, mi ama? ¡Anda y si pasan cosas! Nada más que esta mañana al amanecer, al levantarme, cuando estaba asomada a la ventana, he visto la cosa más rara del mundo. Pero no se la cuento a mi ama hasta que mi ama no se ría.

-Tú ves visiones, María Jesús. No te creo ya cuando me cuentas alguno de esos sucedidos para alegrarme; son todo imaginaciones tuyas.

-¡Anda, imaginaciones! ¿Y el caballero armado de punta en blanco, con una lanza, montado en un caballo, que he visto esta madrugada, será también una imaginación mía?

-¡Qué loca eres, María Jesús!

Aldonza Lorenzo se ha llevado el vaso a los labios, se ha limpiado después con un pañuelito de encaje y ha tenido el pañuelo blanquísimo en la mano contemplándolo absorta un rato.

Azorín

ABC, 5 de julio de 1942




ArribaAbajoCajal y el «Quijote»

Palabras


Hablábamos en el artículo anterior de un trabajo del Dr. Cajal sobre el Quijote. Se publicaron estas páginas en un volumen de conferencias del Colegio de Médicos de Madrid, que vio la luz en 1905. Conferencias todas ellas dichas con motivo del centenario de la publicación del libro de Cervantes. Conferencias más o menos estimables, más o menos deleznables; pero entre las que resalta la de nuestro gran histólogo. Cajal escribe con una limpidez, una sobriedad y una energía extraordinarias. (¿Para cuándo aguardan los editores españoles a hacer un volumen con la autobiografía de Cajal publicada en Nuestro Tiempo?) Muchos son los puntos de vista originales expuestos por Cajal en su trabajo sobre el Quijote; en el fondo, lo dicho aquí se enlaza con otras ideas expuestas por el autor en algunos otros trabajos de índole literaria o filosófica. Hay en Cajal una honda preocupación por la raza y por el porvenir de la raza. Más ampliamente: en las ideas de Cajal sobre el pueblo español van implícitas sus esperanzas -henchidas de noble idealidad- sobre el porvenir de la especie humana. No es un particularista nuestro doctor; ni, por el contrario es un internacionalista irreflexivo. En su mente el amor a un determinado espacio y a una cierta agrupación [hu]mana determinada por la historia- se concilia con una fe profunda en un mañana de conciliación y de progreso universales.

Sólo un espíritu así puede sentir el Quijote, el Quijote en lo que tiene de local y en lo que tiene de universal. (¡Qué lejos estamos, queridos eruditos, de vuestras triquiñuelas sobre el libro de Cervantes!) Indiquemos algunas de las ideas de Cajal. Cervantes, pobre, desdichado, abrumado a la continua por la desgracia, compuso el Quijote. Todos sabemos lo que es este libro. ¿Sería lo mismo si Cervantes hubiera sido rico, dichoso mimado por la fortuna? Cajal parece dudarlo; Cajal lo duda. Indudablemente, el Quijote hubiera podido ser otra cosa. «Acaso la novela imperecedera sería, no el poema de la resignación y de la desesperación, sino el poema de la libertad y de la renovación». Un libro tal, escrito por un Cervantes, ¿qué consecuencias hubiera podido tener? ¿Acaso hubiera podido ser la levadura de un gran movimiento de exaltación y de generosidad? Exageramos un poco al hacer tales hipótesis. Aparte de que no conviene extremar la influencia que los libros ejercen en la vida (los libros podrán ser causas, pero, a su vez; son consecuencias), en el caso del Quijote, sin Cervantes tal como era -pobre, desdichado-, el libro no hubiera existido. El mismo Cajal lo reconoce así. En un ambiente sereno y tibio, exento de pesadumbres y miserias, no hubiera podido ser escrito el Quijote. Para este libro de melancolía y de dolor se necesitó el dolor y la melancolía. «¡Oh! -exclama Cajal-. ¡Qué gran despertador de almas e instigador de energías es el dolor!».

Durante mucho tiempo, en España y fuera de España, se ha formado una idea falsa en torno de la palabra quijotismo. Aun el vulgo la emplea en este sentido peyorativo: Nada más erróneo. «O esta palabra carece de toda significación ética precisa, o simboliza el culto ferviente a un alto ideal de conducta la voluntad obstinadamente orientada hacia la luz la felicidad de la humana colmena». ¡Orientación hacia la luz! Retengamos la frase. Repasemos nuestra historia. ¿Qué vemos en ella? Nuestra historia es como una noche sembrada de lucecitas dispersas acá y allá. Cajal tiene en esta parte de su conferencia unas páginas de bella independencia que no podencos extractar: han de ser leídas íntegramente. Más adelante añade: «Enamorados de libros viejos y ajenos a la inmensa renovación espiritual que trajo el Renacimiento a todas las esferas del saber, la mayoría de nuestros pensadores y científicos limitábanse, por lo común, a aplicar modestamente los teoremas matemáticos y los hechos físicos y biológicos descubiertos por extranjeros a la geografía, al arte de la navegación, a la metalurgia, a la industria guerrera y al arte de curar». Faltaron a nuestros hombres, «con el ansia de gloria internacional, pasión eminentemente quijotil, el esfuerzo supraintensivo de la atención y la perseverancia infatigable».

El entusiasmo por la obra, la escrupulosidad, el orden, el amor, la claridad, cosas todas que supone el Quijote, que están en el Quijote y que representa Alonso Quijano en su persona, ¿dónde están? ¿Cervantes llegó a tener conciencia de su excepción en la sociedad de su época y de su superioridad, dolorosa superioridad? No nos cansaremos de insistir sobre el contraste, por ejemplo, del Persiles y cualquiera otra obra de alguno de los contemporáneos de Cervantes, El peregrino en su patria, de Lope, o Los cigarrales de Tirso, o el Guzmán de Alfarache, de Alemán, o alguna de las mil y mil comedias -tan deleznables- del teatro clásico. Lo que en una parte, en el Persiles, es buen gusto, sobriedad, coherencia, dominio de las ideas: amaestramiento mental, disciplina, evolucionar libre y elegante del espíritu, en las otras obras es divagar sin plan, confusión, caos, profusión, incoherencia, superficialidad... Lucecitas en la noche: nada más que esto hay en el pasado de España. La lección -tan alta y tan noble- de Cervantes y de algunos otros españoles insignes ha quedado ineficaz durante mucho tiempo. Es ahora precisamente cuando comienza a ser recogida. Es ahora en estos días, cuando al par que negamos y desviamos de nosotros ciertos aspectos y figuras de nuestra historia, celebramos y acercamos -efusivamente- otros a nuestro corazón. No se podrá tachar a las nuevas gentes de antipatriotas ni de sistemáticas negadoras porque no acepten la adoración a tales o cuales obras clásicas; el pasado está en perpetua evolución. El pasado es una cosa muerta; el pasado lo creamos constantemente nosotros los que vivimos en el presente. Comiénzase ahora a ver ese pasado nuestro de distinto modo a como ha sido visto durante mucho tiempo. El orden, la claridad, la observación y la coherencia que deseamos ver impuestas en la vida -y que son fundamentalmente el progreso- queremos también que nos sirvan de criterio para ver el pasado. ¿Cómo nosotros amantes de la realidad escrupulosa y de la poesía de las cosas pudiéramos admirar una obra clásica en que no existe ni idealidad ni vida?

«El quijotismo de buena ley -escribe Cajal- es decir, el depurado de las riñas de la ignorancia y de las sinrazones de la locura, tiene, pues, en España ancho campo en que ejercitarse». Con un poco de amor a la realidad, con un poco de amor a la justicia, con un poco de idealidad que pongamos en nuestras obras cotidianas, habremos cumplido con lo mucho que debemos a nuestro señor Don Quijote de la Mancha, caballero de la Triste figura.

Azorín.

ABC, 12 de marzo de 1914




ArribaAbajoLa explotación de los bosques

De Guinea


I


Mucho se viene hablando sobre la riqueza forestal de nuestros territorios del Golfo de Guinea, y es preciso que se vaya conociendo lo que éstos contienen y las facilidades que hay para explotarlos, para evitar que gentes más o menos interesadas en la formación de compañías de explotación, no guíen a la opinión por el buen camino, y que las Compañías, fracasando después en el negocio, echen la culpa a las condiciones de aquel país, en lugar de cargarla sobre los que con fines personalísimos les llevaron al fracaso.

Sobre las riquezas naturales de nuestros territorios, mal llamados del Muni, poco se puede hablar; y al decir riquezas naturales, se dicen todas, pues es posible que no excedan de cien hectáreas los terrenos dedicados hoy a plantaciones; y al hablar de riquezas naturales, no tendré en cuenta los minerales ricos que el subsuelo pudiera encerrar. No tengo ningún dato serio sobre ellos, y sería, por tanto, pura fantasía lo que pudiera exponer. Esto no quiere decir que no puedan encontrarse: está comprobada la existencia de grandes núcleos graníticos con talco y mica, así como la de conglomerados de cuarzo ferruginoso, abundando los areniscos con motas de sesquióxido de hierro; existen [hu]llas, así como se ha expuesto la existencia de algún yacimiento aurífero; pero repito que nada seguro puede afirmarse, y que nadie ha estudiado la geología de nuestra colonia de Guinea.

Las riquezas naturales vegetales pueden representarse por cuatro: la madera, el ca[u]cho, la palmera de aceite y el coprax [...], examinando las estadísticas de exportación, hoy por hoy sólo puede concederse importancia a la primera, sin que, desgraciadamente, se pueda decir lo mismo de las otras tres, especialmente de la tercera, ya que dadas sus condiciones, puede representar un gran papel económicamente.

[...]

Azorín




ArribaAbajoCervantes en casa

En el siglo XVI se nos habla, en el Lazarillo, de una casa en Toledo, desmantelada, sin muebles, habitada por un hidalgo, no llega a caballero, de Valladolid. En el siglo XVII, Cervantes nos pinta un interior, en la misma Toledo, visto en noche de luna a través de una reja: interior en que se entrevén damascos, una cama dorada, sillas, escritorios. En el siglo XVIII, el padre Isla nos describe una casa labradora en Tierra de Campos, en la parte leonesa, una casa, inverosímilmente, sin gloria: comenzamos a leer, y cuando llegamos a la mención de dos poyos «con cuatro a manera de hornillos», creemos estar en la gloria; pero no estamos: es una cantarera con sus cuatro cántaros. La casa no entra por completo en la literatura hasta el siglo XIX, con «Fernán Caballero» ¿Y es que Cervantes va a permanecer sin casa? Cervantes tiene todas las casas que quiera: en el «Quijote», una, que es la de Alonso Quijano, y otra, que es la de don Diego de Miranda; una en un pueblo y otra en una aldea. ¿Y cuál preferirá Cervantes? ¿La de don Alonso, con su librería, o la de don Diego, con sus tinajas en el patio? Aparte de que Cervantes ha tenido sus casas en distintos parajes de España: la ha tenido, por ejemplo, en Valladolid; la ha tenido, no sabemos cómo, en Sevilla; la ha tenido en Toledo. No arriesgaríamos mucho si afirmáramos que a la casa de don Diego de Miranda, con su «maravilloso silencio» prefiere Cervantes la casa de don Alonso de Quijano. ¿Qué podrá salir de la primera? Con toda seguridad y su regularidad, ¿qué podremos encontrar en la primera? ¿Y la casa de Cervantes en Madrid? En alguna parte, Cervantes ha dicho que esa casa es «antigua y lóbrega». Y aquí de la gran cuestión: cuestión para Cervantes y para todos. La plantea el otro Miguel, el hijo de Antonia López, Montaigne, en suma. «Desgraciado de aquel -dice Montaigne- que no tiene en su casa donde retirarse a estar solas consigo». Y agrega: «Dónde ocultarse», «où se cacher». Cualquiera que sea nuestra vida, será de sumo interés que tengamos, en una hora del día, un sitio, impenetrable, inabordable, de recogimiento. ¿Lo tiene Cervantes? ¿Y cómo no lo ha de tener siendo Cervantes quién es?

Otra cosa más importante que la casa es la comida. ¿Habrá entre treinta o cuarenta novelas españolas de primer orden alguna que comience diciéndonos, como se nos dice en el «Quijote», qué es lo que come el héroe en los distintos días de la semana? ¿Y por qué huevos y tocino fritos los sábados? ¿Acaso en alguna casa manchega o levantina, se podrá comer a mediodía, a las doce en punto, por toda comida, fritura de huevos con tocino? ¿Dónde se cometerá esta extravagancia? Bueno en el almuerzo, a las ocho de la mañana, ese piscolabis; estrafalario no comer en la comida meridiana gazpachos, olla, arroz, tallarines, sopa con cocido. Cervantes, en su casa de Madrid, lóbrega y antigua, se acuerda de los suculentos mantenimientos de Italia, antaño; los buenos pollos, por ejemplo, amenizados con el chentola. Pero Cervantes no es un sentimental, no un sensiblero. Piensa en el delicioso pasado y se conforma, serenamente, con lo actual: Y si entonces, en los años mozos, se saboreaba, en Italia, con los buenos pollos, con las salchichas, con el jamón, aquí tiene ahora, valetudinario, caldo de hierbas, escudilla de almendrada o un huevito mejido. Cervantes no es ni un laminero ni un gargantón, ni un «gourmet» ni un «gourmand». Lo que importa es la conformidad en el vivir.

Azorín

ABC, 24 de marzo de 1947




ArribaAbajoCervantes y América

Cervantes pide un destino en América: se le niega. Naturalmente que se le niega. Se le dice que pida algo en España, se le hubiera negado, también. ¡No faltaba más! ¡A dónde iríamos a parar! Cervantes no va, por lo tanto, a América. Contamos con el Quijote; si Cervantes hubiera ido a América, no tendríamos el Quijote. El espacio ha ejercido su imperio en Cervantes. ¿Hasta qué punto podríamos decir que el espacio, la Mancha, ha determinado la creación del Quijote? Si Cervantes hubiera ido a América, se hubiera encontrado con muchas cosas que no tenía en España. ¿Cuál hubiera sido la actitud de Cervantes en el juicio de la conquista? Seguramente que no hubiera tenido la acerbidad en el enjuiciar que tuvo antes otro Miguel, el bordelés, Montaigne. No hubiera pasado por las mientes de nuestro Miguel el preguntarse, como se pregunta el Miguel francés, qué hubiera sido de América si la conquistan los antiguos griegos y los antiguos romanos. Cervantes no hubiera pensado en griegos ni romanos; tendría otras cosas en que pensar al hallarse en América. El espacio se le impondría como se le había impuesto en España. Pero las sabanas y pampas americanas no son la Mancha, ni los Alpes Sierra Morena, ni las selvas vírgenes el boscaje en que se celebra la montería ducal. Otros pensamientos hubieran bullido en la mente de Cervantes. ¿Y qué hubiera pensado Cervantes de los pueblos aborígenes? ¿Cómo hubiera creído él que se les debía tratar? ¿Hubiera surgido otro Quijote? ¿Y con qué carácter y en qué forma? Ese espacio inmenso que tenía en América Cervantes, ¿de qué modo hubiera influido en él? Pensemos lo que pensemos, llegamos a la conclusión de que el libro que Cervantes hubiera escrito en América no sería como el libro que escribió en España. Contaba en América Cervantes con el espacio; pero le faltaba algo que es esencial: no tenía el ambiente propicio para las creaciones literarias. Y sin ese ambiente cargado de intelectualidad, ¿cómo podría darse una gran obra?

El adagio nos dice: «Quien principia un libro es discípulo de quien lo acaba». Se comienza un libro de empeño, y al terminar, como hemos tenido que ir estudiando, nos encontramos más sapientes que al principio. Somos, por lo tanto, maestros de nosotros mismos. Y si esto es verdad, no lo es menos que un escritor crea su libro; pero su libro le crea a su vez a él. Cervantes ha creado el Quijote, y el Quijote, a su vez, ha creado a Cervantes. Sin el Quijote no sería Cervantes el que fue en la postrera jornada. No sería este hombre que nos muestra, en su desgracia, una serenidad que le sublima: con esa serenidad mezclada con algo de sutilísima ironía, habla Cervantes de sus dos amparadores, mejor diríamos, limosneadores. Con no ir Cervantes a América hemos perdido un libro que no sabemos cómo hubiera sido; pero con no ir Cervantes a América se ha escrito el Quijote, y Cervantes, creado por su libro, influido por su libro, sugestionado por su libro, nos ofrece una vida que es tan obra maestra como su libro. Por un contrasentido curioso, el ambiente que no hubiera tenido Cervantes en América, se lo ha dado, en España, el teatro, hecho intelectual dominante entonces: el teatro contra el cual, en el Quijote, ha batallado Cervantes.

Azorín

ABC, 24 de marzo de 1947




ArribaAbajoCervantes y el amor

Indiscutiblemente, descuella en toda la obra de Cervantes la feminidad; Cervantes se siente atraído por todo lo femenino; no puede sustraerse al análisis del alma femenina. Se nos ofrece en toda la obra cervantina una galería de tipos femeninos. Sólo en el Quijote encontramos las siguientes figuras de mujer: Marcela, la hermosa, soberanamente hermosa; Camila, española italianizada; Zoraida, la mora; Luscinda, Dorotea, Leandra, la curiosa; la hija de Diego de la Llana, Ana Félix, la morisca; Claudia Jerónima, la atropellada y violenta; Doña Rodríguez Altisidora, en fin, la duquesa, inteligente y discreta. En el siglo XVII, un cervantista de primera hora, apasionado del Quijote, Saint-Evremond nos dice que de todos los países del mundo, España es el país en que «mejor se ama», y que, por lo tanto, él lee con avidez en los libros españoles las aventuras amatorias. Saint-Evremond resume su sentir respecto al amor en tres vocablos: amar, arder, languidecer, aimer, brûler, languir. Estos vocablos condensan toda la gama de sentimientos en cuanto al amor. Desde el principio del mundo podemos decir que han existido todos los lances de amor que en estos tres términos se resumen. Cervantes nos presenta, en pueblos manchegos, concretándonos al Quijote, cuantos lances se puedan ofrecer en materias amorosas. Como decía con reiteración don Juan Valera, lo que en cosas de amor sucede en las grandes ciudades es cabalmente lo que sucede punto por punto en los lugares chicos. No hay diferencias esenciales de unos a otros sentimientos, de unos a otros actos. Pero en las mujeres de Cervantes, en el Quijote, como en las demás obras, tendremos que especificar; habremos de advertir diferencias respecto a otras mujeres: diferencias impuestas por el medio y por las condiciones sociales.

¿Cuál de todas las mujeres quijotescas preferiremos? Si las examinamos con atención, veremos que hay en todas, o casi todas, un rasgo común: la curiosidad. Se puede ser curiosa y ser malévola. En estas mujeres la curiosidad se ejercita sin perversión, ¿Qué perversión puede haber en Leandra, la hermosa, la joven, a quien Cervantes no se cansa de llamar hermosa? ¿Y cuál perversión, podrá ser la de esta muchachita de buena familia, que en la ínsula Barataria se sale de su casa, durante la noche, con disfraz varonil, para «ver lo que pasa», es decir, para ver lo que nunca ha visto? A la curiosidad podemos añadir otro rasgo esencial, rasgo que los domina a todos: todas estas mujeres siguen su instinto; todas son, diríamos, mujeres que se entregan a la Naturaleza, ¿Cómo no ha de entregarse Claudia Jerónima, tan impulsiva, con impulso que la lleva a cometer un crimen? Si todas estas mujeres naturales, instintivas y curiosas hubieran respirado la atmósfera del enciclopedismo, en el siglo XVIII, y la atmósfera del positivismo, el positivismo de Comte y Spencer, en el siglo XIX, podríamos llamarlas cerebrales, con las ventajas y los inconvenientes que esa cualidad lleva aparejadas. Pero existe en el Quijote una mujer que nos demuestra, con plenitud, la condición especial de las mujeres cervantinas: condición que las eleva por encima de las demás mujeres. Marcela es todo un símbolo; siendo humana, real, diríase que reviste caracteres, simbólicos. Nadie concreta mejor que Marcela el ansia de Naturaleza y de libertad. Ha huido de la ciudad y vaga por montes y selvas; esquiva la multitud de amantes que la requieren. En una frase resume Marcela su psicología, su complexión mental: «Yo nací libre, y para poder vivir libre, escogí la soledad de los campos».

Azorín

ABC, 22 de abril de 1947




ArribaAbajoCervantes y el canon femenino

Cervantes tiene propensión a las chiquillas. No insistiremos nunca bastante: Cervantes vive entre mujeres: mujeres de la familia. Lope va de mujer en mujer. Lope escribe el poema de la pulga: poema admirable. No podría escribir esos versos Cervantes. ¿Cuál es el canon femenino de Cervantes? La propensión a las chiquillas de Cervantes, ¿es cosa suya o cosa del tiempo? Canon llamamos a la consideración, plena consideración, social y psicológica, que se tiene, en un tiempo determinado, a la mujer. Para saber si el canon femenino es de Cervantes o de su tiempo, preciso será que hagamos otra pregunta: ¿A qué edad se suele casar la mujer en el siglo XVII? ¿Qué edad es la más general para matrimoniar? Es curioso el afán de Cervantes en señalar la edad de sus heroínas; vayamos viendo algunas de esas mujeres que nos presenta Cervantes, tanto en sus novelas como en el Quijote. En El celoso extremeño, Leonesa tiene de trece a catorce años cuando se casa; quince cuenta cuando se produce el drama que cuesta la vida al candoroso marido. La ilustre fregona, que no friega más que la plata del mesón, tiene quince años. Preciosa, la gitanilla, otros quince abriles. En Las dos doncellas, Teodosia no pasa de unos dieciséis o diecisiete años. Leocadia tiene, «al parecer», como dice Cervantes, dieciséis. Quiteria, la novia de Camacho, cuenta dieciocho. La hija de Diego de la Llana, en la ínsula Barataria, tendrá dieciséis o poco más. Leandra, la hermosa, otros dieciséis. La señora Cornelia, dieciocho. En fin, para terminar, Marcela, la pastora, hermosa como todas las mujeres cervantinas, es a los quince años cuando inflama a todos de amor. ¿Propensión de Cervantes? ¿Canon del tiempo? ¿Y cuál será el canon en otros tiempos?

¿Cuál es el canon femenino que ha impuesto al mundo la escultura griega en su más alta expresión? En 1820 se descubre la Venus de Milo. Son muchos los que se han ocupado de restituir, imaginativamente, los brazos a la Venus de Milo; un filósofo, Ravaison, ha cavilado hondamente sobre el tema; pero intriga más en la Venus la edad que los brazos. ¿Qué edad podrá tener la Venus de Milo? La de una mujer hecha, un poquitín en demasía hecha. Se ha hablado de veintidós años, de veinticuatro años. Se ha dicho en Francia que en la bella mujer se advierte un matiz de embonpoint, de plenitud en sanidad. Y una mujer así redundante cuenta con algo más de los veinticuatro años, conjeturados.

En 1882 se publica la novela de Jacinto Octavio Picón Lázaro. Picón se especializó en la creación de tipos femeninos: Juanita Tenorio, Cristeta en Dulce y sabrosa, pueden servir de ejemplo. En Lázaro, después de describirnos una duquesa, el autor agrega: «Resta añadir, para mayor encanto de los gruesos, que Margarita de Oropendia, duquesa de Algalia, aunque tuviese más, sólo representaba treinta años, y era relativamente virtuosa». La frase «para mayor encanto» no la comprendería Cervantes. ¿Tiene también mayor encanto, con los treinta y siete años que ella confiesa, Julia, la pródiga, en la novela de Alarcón? ¿Qué pensaría de Julia, la hermosa Marcela, apasionada de la soledad y de la independencia? Julia con sus treinta y siete años, declarados en un momento de plena sinceridad, inspira una pasión violenta a un mozo de veinticinco. Ninguna pasión de las que pinta Cervantes -y las pinta fortísimas- es tan ardiente como ésta. Y si una mujer puede inspirar tal pasión, ¿qué importará que no tenga la edad de las chiquillas de Cervantes?

Azorín

ABC, 9 de mayo de 1947




ArribaAbajoCervantes y el dinero

La novela del cautivo es la novela del dinero: vemos brillar el oro, escuchamos su tintineo, lo sopesamos. En tierras de África, por una ventana, arrojan un día un envoltorio con monedas de oro; otro día echan otro atadijo; también con áureas monedas; días después, en otro burujo, vienen multitud de monedas de oro y de plata: el contento se esparce con las monedas. Y por un jardín vemos avanzar una joven cargada con un cofrecito lleno de monedas de oro y joyas; tanto pesa, que apenas puede sostenerlo en sus brazos. Ese cofrecito, horas después, es arrojado al mar. Sólo vemos, en alta mar, cuarenta escudos de oro: cuarenta escudos que la cortesía de un corsario francés regala a unos fugitivos españoles que, por cautela, han guardado silencio. ¿Llevaba acaso dinero en sus andanzas el gran Don Quijote? ¿Lo llevaba el Quijote chico, licenciado Vidriera, Tomás Rueda? ¿Y, para qué querían el dinero Don Quijote en su locura y Tomás Rueda en la suya? Sancho Panza se encuentra en el corazón de Sierra Morena una bolsita con dinero; la ha abandonado un joven, Cardenio, exentado de la sociedad; si no tiene ya nada que ver Cardenio con la sociedad, vuelto al estado natural, ¿para qué habrá de servirle el dinero? Sancho, con toda tranquilidad, puede apropiarse ese caudalejo. Y Sancho, tan codicioso de cumquibus, se lo apropia. ¿Cuántos días es Sancho gobernador de la ínsula Barataria? Hartzenbusch quiere que sean diecisiete. Lo que no se comprende, por lo absurdo, por lo fabuloso, es que Sancho, ansioso siempre de metales, no pida, al tiempo del infausto dimitir, lo devengado en esos días. ¿Cómo puede partirse Sancho sin llevarse lo que por derecho le corresponde? «¿De qué modo esos derechos, esos emolumentos, esos gajes no entran en el bolsillo de Sancho?»

En uno de sus sonetos autobiográficos escribe Lope de Vega: «Pero supuesto que el argen me calma...». Se infiere de aquí que en los días en que Lope no tenía dinero su irritación era evidente; cosa muy natural. Pero, ¿es natural tratándose de Cervantes, el cual no tenía tan frecuentemente como Lope el sedativo del dinero para calmar sus irritaciones? No concebimos a nuestro Cervantes escribiendo el verso citado de Lope; no lo concebimos irritado, exasperado, por no tener dinero. Y serían muchos, incontables, los días en que Cervantes no tenía doblonada. El dinero hace cambiar el valor afectivo de las cosas; el valor económico no nos importa ahora. Con poco dinero cosas y actos humildes que con mucho no apreciaríamos, los gustamos y estimamos. Con poco dinero, Cervantes ha podido estar más cerca de las cosas que con mucho dinero, «Cuando tengamos dinero...». Esta frase, usual en las familias inopes, para esperanzar algo que se desea, la habrá escuchado Cervantes muchas veces en su casa. Cuando tengamos dinero, hacemos tal o cual cosa, o compraremos esto o lo otro. Y nunca se tiene dinero, nunca se tiene en la cantidad necesaria para hacer lo que se ansía. No lo tuvo tampoco nunca Cervantes. Y por ello está más cerca de la realidad -la realidad española- que Lope u otro cualquiera. Abrazado a la realidad, sin dinero, desamparado de todos, Cervantes se eleva a una región a que los demás no se aúpan. Vuelto Cardenio a la sociedad, enredado otra vez en las mallas de la sociedad, el dinero torna a cobrar valor para él: Cardenio convive con Sancho unos días. ¿Y qué ha hecho Sancho de la bolsita? ¿Cómo Sancho no restituye a su dueño el mostrenco tesoro?

Azorín

ABC, 4 de marzo de 1947




ArribaAbajoCervantes y el ideal

Cervantes ha esclarecido el ideal caballeresco. ¡Qué horror! Cervantes es un escritor de decadencia. ¡Qué abominación! ¿Y cuál es ese ideal caballeresco? ¿En qué consiste ese ideal caballeresco? ¿No podríamos reducir ese ideal caballeresco a simplemente el ideal? ¿No tendría Cervantes bastante cargo con escarnecer, vejar, burlar, improperar el ideal, sencillamente el ideal? ¿Y en qué momento podremos encontrar prístino y sin mancha, íntegro y sin detrimento, ese ideal? ¿En qué país, entre qué gentes, con qué circunstancias? Cuando se habla de una cosa, hay que saber cómo es esa cosa, dónde se encuentra y qué trascendencia tiene. El ideal, ¿quién lo encarna? ¿Lo encontramos en la España de Felipe III? ¿A principios del siglo XVII? ¿Lo encarnará alguna personalidad que no conocemos o que conocemos de sobra? En Europa, ¿a quién podemos designar como representativo del ideal? Si Quevedo, entre nosotros, por ejemplo, simboliza el ideal, ¿qué relación tendrá el ideal de Quevedo con Montaigne, de quien Quevedo ha traducido justamente veintiuna líneas? Podremos nunca, en Europa, asimilar el ideal, ¿qué relación tendrá el ideal de Quevedo con Montaigne al ideal de Quevedo? Y si hay tanta diferencia de un ideal a otro ideal es el que ha escarnecido Cervantes? ¿No será más exacto, más científico, si se quiere, decir que lejos de haber escarnecido Cervantes el ideal, un ideal inconsciente, lo que ha hecho es sentar, constituir, su propio ideal, un ideal que él tiene, como Quevedo y Montaigne, tan opuestos, tiene cada uno el suyo representativo de gentes múltiples y de cosas varias?

Menéndez y Pelayo habla de la vida «errante y aventurera» de Cervantes. Y para evitar el equívoco, añade: «En el mejor sentido de la palabra». Ese sentido mejor de la vida aventurera puede ser el de la vida de un Pedro Ordóñez de Ceballos, visitador de medio mundo. ¿Podrá ser el del capitán Contreras? Como quiera que sea, la vida aventurera de Cervantes es la vida aventurera de Don Quijote. Y para que uno y otro lleven esa vida, se requiere independencia; esa vida representa independencia; por encima de todo, esa vida nos da la sensación de independencia. De otro modo -que es el mismo- Cervantes, como Don Quijote, lleva una vida libre. El antiguo ideal se transforma: el sentido del antiguo ideal pasa a tener otro sentido. Por un prodigio del genio, lo que se juzgaba un escarnio es sencillamente la transmutación, a principios de siglo XVII y en España, de un ideal en otro ideal: lo que sale triunfante de la vida errante y aventurera de Cervantes, en el mejor sentido, es la exaltación de lo que hoy llamamos los derechos inalienables, imprescriptibles del individuo. Y esos derechos, precisamente, son los que van a constituir el ideal moderno. Pero Don Quijote va siguiendo su ruta; llega a su culminación la obra de Cervantes en el palacio de los duques. Tenemos ya frente a frente dos ideales: el que representa Don Quijote y el que encarna en los duques; uno, el novísimo, y otro, el tradicional. ¿Podrán llegar a una fusión? ¿Y no desearemos que lleguen a una fusión? Después del «gateamiento» que cuesta a Don Quijote cinco días de cama, broma «costosa y pesada» de los duques, ¿cuál es la actitud de Don Quijote? ¿No es una actitud de serenidad, de cordialidad, de ecuanimidad?

Azorín

ABC, 22 de febrero de 1947




ArribaAbajoCervantes y el mar

Cervantes no olvida el mar, no puede olvidar el mar, no olvidará nunca el mar. En 1590, escribe Cervantes, en un memorial, que cuenta con veinte años de campañas: «campañas de mar y tierra». El mar que Cervantes ha visto, ha viajado, ha sentido, es el Mediterráneo, principalmente el Mediterráneo. Castelar habla de la feminidad del Mediterráneo; en lengua francesa, el Mediterráneo es femenino. Castelar dice: «Este mar de las ondulaciones ligeras, de las brisas blandas, de las espumas argénteas, del color celestial, de los corales y las perlas, parece como la mujer de los mares, mientras al océano le atribuimos siempre la masculina denominación de padre». Cervantes ha visto el mar Egeo, el Jónico, el Tirreno, el Balcánico, el Ibérico. Patmos, Chies, Milo suscitan sensaciones hondas; los nombres de esas islas entran profundamente en la sensibilidad. Cervantes ha podido sentir la Grecia clásica, sin pensar en Grecia. En el siglo XVI se estaba más cerca de la Grecia clásica que lo estamos nosotros; contamos nosotros con más caudal en la erudición; tenían ellos más nueva el alma. Al estar, como Cervantes, entregados a la acción, intensamente entregados a la acción, se encontraban más propincuos a Grecia que nosotros: la intensidad de esa tragedia griega era la intensidad de [...] hombres, la intensidad de Cervantes. Las horas más intensas de su vida las ha pasado Cervantes navegando, como Ulises, con los mismos mares que Ulises, con los mismos azares -o mayores- que Ulises. Veinte años estuvo ausente de su casa Ulises; veinte batalla Cervantes en el mar. Ulises estuvo diez expugnando Troya; otros diez, entregado a la navegación incierta. Desde el centro de España, lejos del mar, Cervantes evoca sus sensaciones del mar. Consideremos qué sería para una imaginación viva, para una sensibilidad fina, como la de Cervantes haberse dado enteramente al mar. No volverán aquellas horas. No importarán nada los libros al lado de aquellas horas. Vivir en peligro es -cuando por motivo heroico- alcanzar la plenitud de la personalidad. Y esa plenitud la ha alcanzado Cervantes en el mar, en el Mediterráneo. En el Mediterráneo, que es femenino y seductor. Ha seducido a Ulises y ha seducido a Cervantes. Del Mediterráneo ha traído Cervantes su gusto por la feminidad: los más definidos de sus personajes son femeninos. En el Mediterráneo ha agudizado Cervantes un don, que es el propio de la mujer: la sensibilidad. La sensibilidad extremada lleva a la exaltación de la persona: la mujer se crea su ambiente; el artista se crea su ambiente. No retrocede Cervantes ante el propio excesivo elogio. No retroceden Marcela, Leandra, Claudia Jerónimo en su independencia, en sus impulsos, en sus pasiones.

No podrá nunca compararse la intensidad de la lectura con la intensidad de la vida. Por más que el cerebral - el [...] como Flaubert- nos diga, cual Flaubert, que la imagen leída suplanta a la realidad, es ella misma realidad, más realidad que la vida, siempre tendremos que convenir en que sin la vida, sin la sensación previa en la vida, no podría darse esa sensación intensa en la lectura. Hay en lo más íntimo de Cervantes un contraste violento entre estos menesteres de ahora -sus rumbos por Andalucía- y el recuerdo del mar. Habremos de añadir que el recuerdo magnifica la realidad. Ya de las horas lejanas en el mar han desaparecido los sinsabores: sólo queda la voluptuosidad. ¿Y podremos decir que una lectura suscitará en Cervantes la misma emoción, la misma sugestión, la misma ensoñación que esos vestigios de lo pretérito? Cuando se hable de las influencias en Cervantes, pongamos en un platillo de la balanza las [...] del mar, Lepanto, Corfú, Medina, y en el otro platillo, los poetas y filósofos que se quiera. ¿A qué lado se inclinará la balanza? ¿Cuál de los platillos pesará más? Para declarar «lego» a Cervantes, ¿a qué debemos atender? ¿A qué platillo de la balanza? ¿Cómo podremos declararle «lego», no científico, no culto, no erudito, con tanta y tan fina riqueza de sensaciones? ¿Y quienes son esos que declaran «lego», al artista que vive más que ellos, que siente más que ellos, que está más que ellas en íntima y profunda comunicación con las cosas?

Azorín

ABC, 6 de octubre de 1947




ArribaAbajoCervantes y el teatro

Cervantes tiene la obsesión del teatro: combate el teatro que gusta en su tiempo. ¿Y qué condiciones pone Cervantes a las obras para que sean buenas? Que sean «artificiosas y bien ordenadas». ¿Cómo haremos para que una obra tenga estas condiciones? ¿Y qué significan, en fin de cuentas, estas condiciones? El cargo grave que Cervantes hace al teatro de su tiempo puede resumirse en estas palabras: dilatación de tiempo, dilatación de espacio. Ejemplos extremos de estas dilataciones: en cuanto al tiempo, un personaje es niño en el primer acto y anciano en el tercero. En cuanto al espacio, un personaje lo vemos en el primer acto en Europa y en el tercero en Asia o en América. Los escrúpulos de Cervantes no son hoy válidos; hoy distinguimos el tiempo astronómico del psicológico. En el teatro rige el tiempo psicológico, Y sabemos, además, que el espacio es el que produce el tiempo. Veinte años de tiempo astronómico pueden ser en el teatro diez, quince o veinte minutos. El teatro es la gran creación española; hemos tenido en Europa, en el siglo XVI, un gran dominio; se ha perdido ese dominio; sustituimos, en el siglo XVII, a ese dominio territorial otro dominio del espíritu. ¿Hemos ganado o hemos perdido? Sólo dos o tres teatros universales existen en Europa: uno de ellos, acaso el más espléndido, es el nuestro. Crean los dramaturgos una realidad nueva; crea Cervantes, concorde con los dramaturgos, otra realidad. Aparte, esquivo, Góngora crea también una realidad inaprensible; un paso más en esa tenue realidad, y entramos en el idealismo absoluto; en el idealismo berkeleyano; el hechizo de Góngora es tanto metafísico como estético.

¿Y qué es el teatro? Si España cuenta ahora con un dominio nuevo, en el que participan Cervantes y Góngora, preciso será que definamos ese dominio, es decir, que definamos la nueva realidad, es decir, que definamos el teatro. El teatro, en suma, es una enajenación de nosotros mismos: una enajenación colectiva. Durante unas horas dejamos de ser nosotros mismos para ser otros: para ser Sancho Ortiz de las Roelas, García del Castañar, Juan Tenorio, Segismundo, príncipe de Polonia. El teatro nos saca de tino: salimos, como se dice, de nuestras casillas. ¿Y qué acontece cuando después volvemos a ser nosotros, cuando nos reintegramos en nuestras casillas? Algo hay en nosotros que no había antes; por muy poco que sea lo que hayamos cambiado, algo hemos cambiado. Los moralistas rigurosos, a veces finos psicólogos, han oliscado este cambio; en su consecuencia, temerosos, deciden la ofensiva contra el teatro. Y como en un país como España donde el teatro es una creación nacional, ir contra el teatro supone ir contra la misma España, los finos moralistas imaginan que van, no contra el teatro, en absoluto, sino contra las inmoralidades en la escena. Pero suprimid en la escena toda inmoralidad y tendremos que el choque interior, la enajenación -enajenación perturbadora- se produce del mismo modo. ¿Cómo Cervantes, que con su obra capital produce esa inquietud que ocasiona el teatro, puede ir contra el teatro, convergente con su obra? ¿Cómo puede sumarse a los moralistas opugnadores del teatro? Y si del Quijote emana un hálito de independencia, ¿es que del teatro no fluye también ese mismo anhelo? En tanto haya teatro habrá un deseo de libertad; de la momentánea enajenación, al trasmutarnos en otro personaje; granjeamos un ansia de algo que no conocíamos antes y que de un modo u otro aumenta nuestra vitalidad.

Azorín

ABC, 10 de abril de 1947




ArribaAbajoCervantes y el vino

Cervantes rememora, en el Quijote, en las novelas, los vinos de España, los vinos de Italia. Varias son las sensaciones que del vino nos da Cervantes. En el capítulo octavo, de la primera parte, Sancho «de cuando en cuando empina la bota, con tanto gusto que le pudiese envidiar el más regalado bodeguero de Málaga». ¿Y por qué los dueños de restaurantes, en Málaga, han de paladear mejor el vino que los demás mortales? El vino es lo aleatorio. La vida de Cervantes es lo aleatorio. La literatura es lo aleatorio. Littré define aleatorio diciendo: «dependiente de un suceso incierto. Sometido a la suerte del azar». ¿Cómo no estará sometido Cervantes al azar? ¿Y cómo no lo ha de estar el vino? ¿Se sabe todos los cuidados que el vino exige en su crianza? Bien lo saben un cosechero de Montilla -la inolvidable-, de Doña Mencía -la no olvidaba-, de Málaga, de Jerez, de Sanlúcar, de Rota. ¿Qué habremos de hacer para lograr un vino selecto? Principiemos por el principio: el principio es la elección de tierras y de vides. Escojamos tierras y vides. No todas las tierras son adecuadas; unas convendrán a nuestro propósito y otras no. ¿En qué situación estarán las viñas? No todos los terrenos tienen igual solación. (El neologismo es ineludible). En una misma clase de tierras no da lo mismo la ladera, expuesta al sol, a pleno sol, que el fondo del valle. Ni es igual un sitio resguardado de los vientos que otro por ellos azotado. Tras el estudio de las vides, hemos tenido el de los terrenos. Cuando llegue la hora de vendimiar, se nos presentará otra dificultad: ¿en qué momento de la madurez hemos de cortar los racimos? ¿No temeremos que un suceso imprevisto malogre nuestros esfuerzos? En su punto ya la uva, una lluvia, un bochorno puede hacer que la calidad del fruto varíe. Y cuando logremos encerrar ya la uva en el lagar, advertiremos que algo tenemos que resolver. ¿Cómo estrujar la uva? ¿Con poca o mucha presión? Y encubado ya el mosto, ¿no necesitaremos una temperatura constante, igual, uniforme? Los vinos tienen su patología; con la patología, tienen su terapéutica. Habremos de curar las enfermedades que se presenten en los vinos, o de prevenirlas. Y habremos de establecer también la gradación de los vinos en las cubas: gradación que formaremos para tener siempre disponibles vinos de varias edades. Lo aleatorio, el azar, entrará como se ve en la crianza de vino.

¿Cómo no ha de entrar también en la vida de un hombre como Cervantes? ¿Y de qué modo no será el azar, más o menos azar, el que determine la creación de la obra artística? ¿Sabe bien el escritor que su obra está sujeta al humor que tengamos en el momento de sentarnos ante las cuartillas? El humor y el vigor. La edad, el clima, la alimentación, la salud o la enfermedad, la alegría o la tristeza disponen de nosotros. Han dispuesto de Cervantes. Se han señalado las negligencias de Cervantes en su novela. No son, realmente, negligencias; el escritor siente vagamente, presiente, que lo que acaba de escribir no es lo cierto; pero considera provisionales, las palabras escritas. Lo que importa es crear el ambiente de la obra: la atmósfera espiritual que envuelva la obra y envuelva al lector. Tiempo habrá de sustituir lo provisional. Y no se sustituye. Y aquí tenemos, en el Quijote, que varios personajes comen dos veces, a las mismas horas; dos veces parece haber cenado Sancho casi a la par. Y nos encontramos con que no sabemos si Sancho ha formado o no Constituciones en su ínsula; se nos dice que sí y se nos dice que no. Ni sabemos, en resolución, cómo se llama la mujer de Sancho. ¿Mari Gutiérrez, Teresa Panza, Juana Gutiérrez, Juana Panza?

Azorín

ABC, 17 de mayo de 1947




ArribaAbajoCervantes y Galdós

Los dos, el antiguo y el moderno, han transitado los caminos de España; los dos han convivido con los populares; los dos influyen al lector sosiego y confianza; los dos escriben sencillo. Cada paso que da Cervantes, o sea, Don Quijote, es una afirmación de su personalidad; Cervantes afirma su personalidad en la desgracia; la afirma. Don Quijote en sus andanzas. La personalidad humana no queda definitivamente sancionada hasta fines del siglo XVIII: concurren a esa sanción suprema -y la determinan- los trabajos críticos que durante todo ese siglo se realizan. ¿Y qué hará Cervantes con su personalidad en el siglo XVII? ¿Y cómo se desenvolverá en sus andanzas Don Quijote? Hay imitaciones del Quijote y hay paralelismos del Quijote. Se puede no pensar en la obra de Cervantes y crear un paralelismo. Todo exceso en el desenvolvimiento de la personalidad es un quijotismo. Galdós, en el siglo XIX, en plena posesión de su personalidad, crea un paralelismo del Quijote. Ya no podrá nadie, como ha podido en el siglo XVII, poner trabas a una personalidad; el ser humano goza de todos los derechos inherentes a su persona. Y Galdós nos va a dar las dos culminaciones esenciales en esta independencia, en esta integridad, en esta autonomía de la persona humana. Pero sí en el siglo XVII, con Cervantes, ha podido prestarse -y se ha prestado- la excesividad creada por Cervantes a lo cómico, en esta creación de Galdós no vemos ni un átomo de comicidad: todo se desenvuelve natural y lógicamente. Los dos extremos que nos presenta Galdós, quijotescamente son: el ascetismo científico y el ascetismo religioso. Representan el primero el doctor Guillermo Bruno, en Amor y Ciencia, drama en cuatro actos; representa el segundo don Nazario Zaharín, en la novela Nazarín.

No conocemos apenas la primera etapa, la verdaderamente quijotesca, del doctor Bruno: el doctor encerrado en su laboratorio, sumiso a sus investigaciones, esclavo de sus investigaciones, lleva su vida ascética antes de que nosotros, con levantarse el telón, podamos conocerlo. Quien ha sufrido con el ascetismo del doctor es su mujer, Paulina. Pero, en realidad, ¿tiene razón Paulina al quejarse de la esquividad del científico? ¿Y es que el científico, todo o casi todo para sí, podía hacer otra cosa? En la calle de las Amazonas, distrito de la Latina, vive don Nazario Zaharín, sacerdote, llamado Nazarín. Curioso es comparar la casa, es un pueblo manchego, de Don Quijote, con el cuarto, en Madrid, de Nazarín. Don Quijote dispone de un mediano pasar. ¿Y de qué dispondrá este clérigo que se lanza a las mayores aventuras, las aventuras del espíritu, sin poseer nada? Nada hay en su desmantelado cuarto: nada son cuatro trastos viejos y rotos. Pero a Nazarín le sobra todo, como a Don Quijote todo le sobraba. Lo que ha salido de la casa, en el pueblo manchego, todos lo sabemos. De la casa, en el distrito de la Latina, aquí, en Madrid, va a salir un atleta de la caridad cristiana; a Don Quijote le guía el pensamiento que pone en Dulcinea y a Nazarín le guía la luz del Evangelio. Descalzo, andrajoso, hambriento, seguido de dos mujeres convertidas al nazarinismo, corre por tierras de Madrid y visita algunos pueblos: en uno de ellos, invadido por terrible epidemia, realiza actos de sublime caridad. «No basta predicar la doctrina de Cristo -nos dice Nazarín-, sino darle existencia en la práctica, e imitar su vida en lo que es posible a lo humano imitar lo divino». Y alucinado, insensible al dolor, sigue su ruta.

Azorín

ABC, 18 de marzo de 1947




ArribaAbajoCervantes y Lepanto

Cervantes pelea en Lepanto; pudo excusar la pelea, Estaba enfermo; le cogió el momento, estando febricitante, en la cámara del barco. Pero Cervantes era Cervantes, Veamos lo que aconteció en la batalla, según nos cuenta el mismo Cervantes. No escribiremos nada que no sea de Cervantes; de Cervantes en su carta a Mateo Vázquez. Cervantes, al subir a cubierta, tenía «su persona más de esperanza que de hierro armada». ¿Y qué entenderemos por tal cosa? Que Cervantes, calenturiento, no tenía para su reparo, al entrar en el combate, ningún otro medio defensivo. No contaba más que con su espada. Sigue diciéndonos: «Con la una mano de la espada asida, y sangre de la otra derramaba». «La siniestra mano estaba por mil partes ya rompida». (Añadamos que, no obstante su manquedad, Cervantes pudo continuar en el servicio militar). Antes de contarnos lo de la mano, Cervantes nos dice que tenía el pecho herido con profunda herida. El sentimiento de Cervantes era «tan mortal, que a veces le quitó todo el sentido». La batalla de Lepanto se libra en 1571, Al hablar Cervantes de Lepanto, nos dice que ésta es «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros». Y con esto entramos en la filosofía de Lepanto. ¿Verdad o exageración lo que escribe Cervantes? ¿Cómo podrá ser Lepanto el hecho más grande de la Humanidad en todos los tiempos? ¿No podremos creer que estas expresiones son tan subjetivas como lo que representa el estado de Cervantes cuando, sobre cubierta, esgrime su espada? Y lo que la expresión representa, en su primer término, es los veintitrés años de Cervantes, la juventud pasada, la vida, un pedazo caro, carísimo, de vida, que ya no volverá.

Cervantes ha calibrado el hecho, el hecho de Lepanto con arreglo, en parte, si se quiere, a su persona. Todo en la vida, vida del individuo, vida de los pueblos, depende de la calibración de los hechos. ¿Más grande Lepanto que todo lo que ha sucedido y pueda suceder? Habrá que considerar los hechos en sí mismos y en su eficiencia. Ponerse un hombre, casi inerme, ante una jaula de leones y esperar impávido a que salgan y trabe él con las fieras singular combate, ¿no es un hecho que no tiene, en punto a valor, para en lo pasado ni lo tendrá en lo venidero? ¿Qué relación podremos establecer, juzgando el hecho en sí -sin sus consecuencias-, entre Lepanto y el reto de Don Quijote a los leones? En 1755, el rosetón de la Catedral de León repentinamente se desconcierta y quiebra. El fabriquero de la Catedral debió de pasar unos momentos de angustia. ¿Que había ocurrido? Que en Lisboa un terremoto había derrumbado la ciudad. Y en León, en la Catedral, en el rosetón y en otros lugares, hubo que hacer, «instantáneamente», nos dice un arquitecto, Matías Laviña, reparaciones. ¿Es grande o no es grande el hecho? ¿Cómo lo calibraremos? ¿Y cómo calibrar la batalla de Waterloo? ¿Qué grandor le asignaremos? En 1893 se produce en Santander la explosión de un barco cargado de dinamita. Y al relatar Pereda la explosión del Machichaco, en 1896 nos dice que ha sido ésta «una de las mayores catástrofes que registran los anales del mundo». Tenemos pues, otro hecho que poner en contacto con Lepanto y con el terremoto de Lisboa. Todo depende, decíamos, de como calibremos los hechos. ¿Habría muchas discordias, muchas pendencias, muchos rencores, muchas antipatías, si procediéramos en nuestras calibraciones de los hechos con serenidad, con justeza, con desapasionamiento? Una de las máximas de Gracián es la de que no demos a los hechos más importancia de la que tienen. Y aun considerando que tienen importancia, ¿no convendrá más, para nuestra política, para nuestras relaciones personales, que demos el hecho por inexistente?

Azorín

ABC, 8 de junio de 1947




ArribaAbajoCervantes y Lope

Desde Cristianía, a través de toda Europa, con las lentitudes del correo de ahora, ha llegado hasta la alta meseta castellana el primer Don Quijote noruego. Por primera vez se ha traducido a la lengua noruega la obra inmortal de Cervantes. La ha traducido el Sr. Magnus Gronvold. Forman la traducción dos grandes volúmenes en folio. Un ejemplar ha sido enviado a Ignacio Zuloaga y otro a un cierto amigo nuestro. En la carta que a nuestro amigo escribe el traductor le dice que el éxito del Quijote ha sido entusiasta en Noruega; 8.500 ejemplares han sido vendidos en un mes de los dos grandes volúmenes. Y ahora la nota más interesante de esta edición: lo que no se le ha ocurrido quizá a ningún editor de Cristanía; el Quijote noruego va ilustrado con los famosos dibujos de Daumier. ¡Qué admirable interpretación de Don Quijote! Hay en esas creaciones del gran dibujante francés un rostro poderoso de misterio y de idealidad, y al propio tiempo como una sorda y violenta protesta contra la iniquidad y la estupidez. Daumier, interpretando al Quijote, es en todo momento, el autor de la terrible litografía titulada La calle de Transnonain... Lleva también la edición noruega del Quijote dibujos de un artista del país -Guillermo Marstrand- que vivió en la primera mitad del siglo XIX, y una estampa de Goya.

¿No será ésta ocasión para indicar algunas otras novedades relacionadas con nuestros grandes clásicos? Relacionadas con el mismo Cervantes y con Lope. Recientemente se ha fundado una Sociedad -íntima, de reducidísimo número de individuos- titulada Los Amigos de Lope de Vega. Las prensas madrileñas acaban de darnos una magnífica biografía -escrita por Rennert y Américo Castro- del autor de La Dorotea. Francisco A. de Icaza acaba también de publicar un interesantísimo libro titulado El «Quijote» durante tres siglos. El tema que imponen a la meditación todas estas novedades es sugestivo y tentador. ¡Cervantes y Lope! Icaza se muestra en el volumen indicado -y como siempre- fino, delicado y elegante: será dilecta -y necesaria- su obra a todo el que ame el Quijote y se preocupe del desenvolvimiento de su prestigio a lo largo del tiempo. Castro y Rennert nos ofrecen la biografía más sólida, más completa, más auténtica de Lope escrita hasta el presente. Minuciosos y exactos en la erudición, son asimismo sagaces y hondos en la doctrina. ¡Cervantes y Lope! ¿Por qué no oponer un genio a otro genio? ¿No se podrá amar a los dos? La preocupación que ha existido -que parece que ha existido- en tiempos pasados de exaltar a uno para deprimir al otro ¿no será hora de que cese?

Que nos perdonen quienes no estén conformes con nuestros puntos de vista: en ellos nos ratificamos plenamente. Iº El Quijote no tuvo, cuando su aparición, un éxito de verdadera estimación literaria. 2º Lope y Cervantes no podían sentir íntima y profunda cordialidad. En cuanto al primer extremo, podrá alegarse todo lo que quiera alegarse; podrán citarse textos y cifras. Nosotros nunca creeremos que el Quijote fuese considerado como otra cosa que como un libro de pasatiempo y diversión, un libro ameno, agradable, divertido. Pero ¿ser el Quijote -cual lo vemos hoy- como una obra trascendente de una exquisita idealidad, de una humanidad profunda y conmovedora? ¿Ver en Cervantes el sabio -en el sentido platónico de la palabra-, el hombre que, siendo lego estaba por encima de todos los eruditos, y los filósofos, y los catedráticos repletos de humanidades desabridas? ¿Cómo ni cuándo pudo suceder eso? ¡Si eso precisamente ha sido la creación lenta, reflexiva, amorosa, de las generaciones que luego han ido sucediéndose...!

Lope era el hombre culto, mundano, impasible; estaba por encima del bien del mal; se había creado él mismo un, ambiente moral. Oficialmente se puede demostrar -con epístolas y dedicatorias- que Lope y Cervantes se estimaban. Se puede demostrar también que, modernamente, Hugo y Baudelaire se profesaban sincera estimación. Pero ni Cervantes y Lope podían sentirse, entenderse, ni lo podían tampoco Baudelaire y Hugo. Lope de Vega ha producido formidablemente; es vario, pintoresco, rápido, tumultuoso. Le atrae, sobre todo el esplendor, la riqueza y el color: los jardines, las flores, las sedas joyantes, los tapices, la argentería brillante, las nubes doradas en el cielo azul, la música deleitosa, las mujeres espléndidas, ataviadas ricamente o desnudas, bañándose en el apartamiento de un río... Ávido, anhelante, queriendo gozar de todo, queriendo sentirlo todo, Lope va de una cosa en otra, de uno en otro espectáculo. Nada le detiene; no siente escrúpulos por nada. En versos admirables de fluidez y de elegancia, él va dejando a lo largo de la vida sus impresiones. Y cuando ya ha gozado de todo, cuando se siente viejo y cansado, escribe esos maravillosos sonetos, estupendos sonetos de las Rimas sacras, en que el dolor y el reconocimiento sobre sí mismo llegan a la más pura expresión.

Frente a este ir y venir, esta [ansiedad] esta embriaguez del color y de la [...], Cervantes aparece tranquilo, sereno, meditativo. ¡Qué honda y dolorosa visión del mundo! Cervantes, errabundo, pobre, atosigado siempre, ha sufrido mucho, y su espíritu -bondad suprema- se abre acogedor y piadoso al dolor ajeno. ¿No recordáis cuando Don Quijote, en Sierra Morena, el sin par caballero, al encontrar al amante loco y descaminado, avanza hacia él, le abraza estrechamente y luego, con las manos en los hombros, lo contempla en silencio un rato? Ese es Cervantes; esa escena, ese minuto -tan insignificante en la apariencia- es uno de los momentos culminantes de la gran obra. Un escritor moderno -Merimée- no podía comprender cómo Don Quijote, apaleado, maltrecho, bañado el rostro en sangre, pudiera -en su tiempo, en el tiempo de Cervantes- mover a risa. No podemos nosotros tampoco ahora tolerar el desamparo y la pobreza de Cervantes. Cervantes es una parte de nuestro espíritu. A través del tiempo, volviendo espiritualmente la vista atrás, le vemos ante su mesita de trabajo en un momento de reflexión -como él mismo se retrata-, con la mejilla apoyada en la mano. ¿Qué pensamientos pasan por su cerebro? ¿Adivinaba esta corriente espiritual -toda simpatía, toda amor- que al cabo de los siglos iba ir desde las sensibilidades modernas hasta su personalidad... va di[suelta] en la Naturaleza y en el Tiempo?

Azorín

ABC, 12 de marzo de 1919




ArribaAbajoCervantes

No sabemos el día en que nació Cervantes; conocemos la fecha de su bautizo. Cervantes fue bautizado en Alcázar de San Juan, el 9 de noviembre de 1558; se puede ver su partida de bautismo en la parroquia de Santa María. Alcanzó larga vida Cervantes: setenta y nueve años. Su vida puede dividirse en tres épocas. No hay en la vida de Cervantes ningún episodio notable; en cierto modo, sin embargo, todo es notable en la vida de Miguel de Cervantes y López. Lo excepcional en la vida de Cervantes son las temporadas cortas que pasó en Valencia y en Madrid; por junto, no llegaron a tres meses. El padre, de Miguel fue Blas Cervantes Saavedra; la madre, Catalina López. Y vamos ahora con la vida de Cervantes, repartida en tres jornadas. El cenit de la primera lo marcan los treinta años. En estos verdes años, Cervantes se nos aparece como un hombre andariego: su principal esparcimiento -podríamos decir único- era ir a sus labores, paso tras paso, y recorrer también las fincas rústicas de sus convecinos. En las hazas propias, Cervantes se enteraba de todo: charlaba mano a mano con los muleros; les daba consejos acerca de cómo habían de coger la mancera, en el arado, y de qué modo habían de trazar los surcos; no olvidaba, naturalmente, al coger un puñado de trigo, cuando la simienza, y echarlo a voleo, si se sembraba de tal modo, para que el sembrador aprendiese. Cuando se entresacaban las viñas, Cervantes, con su azada, entraba en docena con sus jornaleros. Y si era el tiempo de coger la aceituna, no se hubiera perdonado nunca en el no corregir, un tantico ásperamente, al insensato que cogiera el fruto por apaleo, y no por ordeño. (Plantaron sus abuelos un olivar; pero tal vez luego fue descuajado; los alcazareños lo sabrán). Al terminar de inspeccionar sus labores, Cervantes recorría las de los amigos. Todos le saludaban con afecto, y los perritos, al verle venir, comenzaban a correr a su encuentro y le ponían las patas en los muslos. No faltaba bracero que le ofreciera un trago de morapio: entonces, Cervantes hubiera creído hacer un desaire si no tomaba la bota, y desde lo alto, dejaba caer en las fauces un hilillo tinto.

Se tenía bien transitado el término de Alcázar de San Juan Miguel de Cervantes; pero vino la segunda etapa de su vida: fue ésta a los sesenta años. Entonces Miguel redujo su errabundez al recinto de Alcázar: habían disminuido sus fuerzas. No había amenguado su curiosidad. Al levantarse Cervantes de la cama, ya estaba pensando en las visitas que habría de hacer. Conoció antes huebra por huebra todo el término de Alcázar de San Juan, y ahora llevaba en la uña, como se dice, toda la ciudad. Se detenía, lo primero, en el taller de un aperador; observaba cómo el artesano labraba arados, trillos, adrales de galeras, pinas de ruedas. De aquí se marchaba a ver cómo, en una botería, fabricaban odres, odrinas, zaques y botillos. No dejaba de visitar una fragua: le gustaba ver saltar las chispas del yunque, cuando los machos golpeaban el hierro candente. En fin, todos los oficios de la ciudad los conocía por menudo Cervantes; no se escapaba a su incesable corretear ni el más diminuto pormenor relacionado con Alcázar de San Juan. Y llegó la tercera jornada en la vida de Miguel; él que había sido tan andariego, dentro y fuera de Alcázar, se vio obligado, por sus achaques, a no trasponer los umbrales de su casa. Pero la casa que tenía que recorrer era ancha, con corral y trascorral, con cámaras espaciosas, con lagar y con alfarje. Ofrecía espacio para devanear por su ámbito todo el día, subiendo y bajando. Los graneros, con sus alhoríes, no los habíamos mencionado: ello hubiera sido olvido imperdonable. En las trojes, respiraba Cervantes el penetrante olor de las semillas: trigo, cebada, avena, maíz. La despensa era dominio de la mujer de Miguel, María Ana Acacio; pero Cervantes, en tiempos de vendimia -y como buen manchego- asistía complacido a las operaciones del uvate, el mostillo y el arrope. ¿Y qué diremos de la matanza? No presenciaba Miguel el cruel degüello; le repugnaba; bajaba al patio en el momento de socarrar la piel. No es preciso decir que conocía al dedillo cuanto se refiere a los embutidos y modo de curar lunadas, perniles o jamones; aparte de que el solomo tiene también sus reglas especiales.

Los achaques aumentaron: zanqueaba antes por la casa Cervantes, y ahora no se podía mover de un sillón. Pero tenían que venir ante él a contarle todo lo que pasaba en el pueblo y todo lo que se iba a hacer en la casa; no es que Miguel fuera fisgón; acudían todos ansiosos de un consejo acertado. Junto al fuego en invierno, a la sombra en verano, bajo el emparrado del corral, pasaba las horas Miguel. En la ancha cocina ardía una lumbre de ceporros, leños de olivera y sarmientos. En el emparrado colgaban las uvas translúcidas, entre el pampanaje de verde claro.

Azorín

ABC, 9 de noviembre de 1944




ArribaAbajoCervantes

Cervantes subía un atardecer por la calle de las Huertas, camino de su casa; marchaba lentamente; su casa, como él mismo ha dicho, era antigua y lóbrega. Se hallaba Cervantes aquellos días -y tantos otros días- en apuros insolubles: después de trabajar toda la vida, no sabía cómo resolver esos conflictos caseros. Como caminaba abstraído, no reparó, al pronto, en un hombre que iba delante dando traspiés; por las expresiones que profería el beodo, inferíase que era italiano. Cervantes se le acercó y trató de sostenerle. Lasciatemi stare!, gritó el desconocido. No cejó Cervantes e iba conduciéndole con suavidad. Lasciatemi stare, vi dico!, voceaba el borracho. Pero Cervantes, sonriente, le seguía conduciendo. Llegaron a una puerta y el desconocido se detuvo y llamó con fuertes golpes: abrió una joven que exclamó: ¡Cómo viene mi padre!

Entre Cervantes y la muchacha acostaron al beodo en una cama. Todo estaba concluido para Cervantes: la joven era alta, morena, de rasgados ojos negros y con dulce expresión en el semblante. Dio las gracias a Cervantes y le invitó a sentarse un momento: estaban en una salita amueblada con sencillez. Sentados ya los dos personajes, hubo un instante embarazoso de silencio; ni la muchacha tenía nada que añadir, después de haber dado las gracias a Cervantes por su buena obra, ni Cervantes tenía tampoco que expresar nada. La joven, después de dar un suspiro, dijo:

-¿Usted querrá, sin duda, saber quiénes somos nosotros? No vivimos en España: yo he nacido en Nápoles; me llaman Giannina; hace treinta años que mis padres, nacidos en Madrid, se fueron a Italia; mi padre es ebanista y puso un taller en Nápoles. Mi madre murió cuando yo tenía ocho años: a los diez años mi padre me trajo a Madrid; es el primer viaje que he hecho a España. No crea usted, mi padre tiene muy buenas manos para el oficio. ¡Si viera usted qué bonitos muebles hace! En Nápoles contamos con clientes muy distinguidos. No sé lo que iba a decir: perdóneme usted.

-Diga usted lo que quiera, Giannina -atajó Cervantes-: todo lo que usted diga estará bien dicho.

-Gracias, gracias, señor: los españoles son muy amables; en Nápoles hay muchos españoles; yo he aprendido a hablar el italiano y el español al mismo tiempo. No se figure usted, por lo que ha visto, que mi padre es de ese modo: No, no; mi padre es trabajador y muy generoso. ¡Si viera qué escritorios tan lindos construye! Seguramente que si usted viniera a Nápoles le regalaría uno. Y pienso ahora: ¿para qué querría este señor un escritorio? Usted dirá que yo soy muy charlatana

-¡No digo nada, Giannina, no digo nada! -exclamó Cervantes sonriendo.

-No dice usted nada; pero con seguridad lo piensa.

-Ni lo pienso tampoco, Giannina!

-Decía yo: ¿para qué querría este señor un escritorio? No sería para escribir; trazas de escritor no tiene usted. Si no es indiscreta la pregunta, ¿qué es usted señor?

-¿Quiere usted saber lo que yo soy?

-preguntó, a su vez, riendo, Cervantes-; pues yo soy... labrador.

-¡Qué bonito ser labrador! ¿y es usted labrador en Madrid?

-No, en Aranjuez.

-¡Oh, qué encanto! Cuando yo estuve en Madrid la vez primera, me llevaron a Aranjuez. Será delicioso ser labrador en Aranjuez. ¿Verdad, señor?

-Delicioso, Giannina.

-Y usted vivirá en una casa ancha, clara, soleada; como tiene usted ya alguna edad, no se ofenda usted...

-No, no me ofendo, Giannina.

-Decía que como tiene usted ya años, no trabajará: bastante habrá trabajado en toda su vida. En la casa habrá de todo; no faltará nada: tendrá la heredad, un huerto con verduras y frutales. ¡Si supiera a usted lo que me gusta a mí hincar los dientes en una manzana! ¿No es cierto que tiene usted en esa heredad de todo: manzanas, ciruelas, peras, melocotones? También me gustan a mí mucho los melocotones; en Nápoles me llevan algunas veces unos amigos de mi padre a un huerto y me regalan cestitos con melocotones. ¿Son buenos los que usted tiene en Aranjuez?

-¡Ah, muy buenos!- exclamó Cervantes; pero su sonrisa anterior había ya desaparecido.

-Nosotros tenemos ya muchos ahorros -continuó la niña-: si mi padre no quisiera trabajar, no trabajaría. Con seguridad que a usted le sucede lo mismo.

Había en el centro de la salita una mesa; Cervantes había puesto el codo en el tablero y reclinaba la cabeza en la mano; frente a él estaba la niña. De pronto, Cervantes, dio un hondo suspiro, Giannina se levantó, y mirándome fijamente le dijo:

-Ma che cosa ha? ¿Qué le sucede a usted?

Cervantes no contestaba; con la mano, en silencio, hizo a la niña señas de que no le sucedía nada. Y la moza continuó:

-No crea usted que mi padre bebe; habrá estado esta tarde de despedida con unos amigos y le habrán embromado. Nos vamos mañana al amanecer a Cartagena, donde embarcaremos. No lo prueba nunca mi padre; trajimos para el viaje un frasco de vino que se llama treviano y está casi lleno todavía. ¿No ha bebido usted nunca vino de Italia? Verá usted.

Giannina va presta a un armario y pone en la mesa, ante Cervantes, un frasco de vino y un vaso; luego escancia. Cervantes permanece un momento extático ante el vaso, sin alargar la mano: allí, es ese vino está toda su juventud; allí están sus días felices de Italia. Y al fin, coge el vaso y se lo lleva lentamente a los labios.

Azorín

ABC, 11 de junio de 1944




ArribaAbajoCervantes

Leyendo a los poetas


¿Por qué se rodea al libro Persiles y Segismunda de un ambiente de indiferencia, de olvido y de inatención? Detengámonos un poco. Hagamos como quien encuentra allá arriba, en una estancia apartada del caserón, un cuadro interesante. El cuadro no parece nada; su marco está carcomido; su lienzo costroso, polvoriento. Se le limpia; se lo encuadra en un marco espléndido. Después en un salón claro y elegante, se le coloca sobre un fondo adecuado, en bello contraste con muebles artísticos y con delicadas porcelanas y figuritas gráciles. El cuadro entonces vive, se anima, emana claridad y belleza. Ya no es el lienzo ante el que hemos pasado indiferentes, inadvertidos, años y años; ahora la obra del artista ha entrado en el ambiente que le corresponde. Hagamos lo mismo con el Persiles. Cervantes: ya viejo, en un remozamiento último, pusiste tus anhelos y tus alegrías íntimas -las pocas que podías tener- en esta obra; la juzgabas, allá dentro de ti, como una bella obra. Luego, la inatención, el descuido, la rutina, el prejuicio de eruditos y profesores ha cubierto poco a poco de polvo tu obra. Otra obra atraía todas las miradas. Y, sin embargo, tu libro era un bello un exquisito, un admirable libro. Se necesita en nuestra literatura sacar a plena luz obras que están todavía sin ser gustadas plenamente por los lectores. Hagamos con el Persiles lo que se hace con un cuadro olvidado.

En algunas de las Novelas ejemplares, Cervantes nos da una sensación honda de mar claro y azul. Este hombre, que escribe estas páginas de El amante liberal, por ejemplo, es el hombre que lleva en sus ojos la visión del Mediterráneo, del Tirrene, del Adriático. Nicosia, Chipre, Corfú, Malta: ¡cómo estos nombres suenan gratamente en los oídos de este hombre nacido en el centro de España, y que se ve condenado a peregrinar por las monótonas, desoladas llanuras manchegas! Nicosia, Corfú, Malta, Chipre: con estos nombres vienen a la memoria las olas blancas de espuma, las playas doradas, los crepúsculos sobre el mar, la lejanía límpida e infinita, las brisas saladas y tibias, los boscajes perfumados junto a las aguas. Desde este caserón del viejo pueblo castellano, en lo alto de la meseta, frente al panorama de los olivos grises o de las terreras cepas, el espíritu corre hacia allá abajo, hacia la inmensidad, y se espacia en las islas claras y gratas del Mediterráneo o del Tirreno. Cervantes es el primero que en nuestras letras nos ofrece una impresión de cosmopolitismo y de civilización densa y moderna. Hasta los días presentes no habíamos de encontrar en la literatura española nada parecido. En torno de los mares nombrados, en sus archipiélagos y en sus ciudades, se desenvolvía entonces la vida más intensa y refinada de mundo. Hoy mismo, para nosotros, modernos, esos nombres melódicos -Chipre, Malta, Sicilia- evocan un sentir de claridad, de elegancia; en nuestra sensación modernísima se fusionan las páginas de Cervantes y la realidad actual. Y así, la obra del artista adquiere para nosotros un relieve y un sabor que acaso no ha tenido nunca.

La sensación del Persiles y Segismunda ya no es la reverberante y límpida de las Novelas. Pero comienza también a tener este libro para los modernos un sentido que no ha tenido jamás. Principiamos a salir del estrecho y ahogador ambiente de los eruditos y los profesores de retórica. En el Persiles la visión que nos ofrece el poeta es la de las tierras y mares tenebrosos del Norte.

Ante todo, reparad en el estilo. Comparad ésta prosa -la mejor que ha escrito Cervantes- con la prosa de los Cigarrales de Tirso, o de El peregrino en su patria, de Lope. En Cervantes todo es sencillez limpieza, diafanidad; en Tirso y Lope, todo enmarañamiento, profusión, palabrería vacua y bambolla. No se puede parangonar esta prosa postrera de Cervantes sino a los últimos e insuperables cuadros de Velázquez. Como en las Novelas ejemplares aludidas (El amante liberal, Las dos doncellas, La señora Cornelia), unimos a las imágenes del poeta nuestras imágenes de ahora (excursiones en barcos elegantes por archipiélagos perfumados, paseos por bellas ciudades italianas, etc.), del mismo modo otras imágenes de hoy, completamente modernas, salidas de nuestra sensibilidad actual, se unen a las evocaciones del Persiles. Cuando Cervantes nos pinta, por ejemplo, los países de eternas noches, las islas misteriosas, las llanuras inmensas de hielo, el divagar de las naves por mares desconocidos y procelosos, pensamos en estos viajes temerarios y admirables que modernamente han realizado un Nordenskjold, un Nansen, un Charcot. Todo esto que leemos en Cervantes, para nosotros no es -como se juzga en los manuales- absurdo y deslavazado; todo esto, escrito en el siglo XVII, tiene una trascendencia moderna, actual. Al recorrer estas páginas vamos gozando de la impresión que un gran artista de hace tres siglos tenía de esta realidad que ahora tanto nos apasiona a nosotros.

¡Qué prosa más fina y más clara! Ya en los primeros capítulos del Persiles esta nota dominante de cosmopolitismo y de modernidad que hemos apuntado se nos revela por un detalle interesante. Uno de los personajes nos habla de «algunos caballeros ingleses que habían venido llevados de su curiosidad a ver a España». «Y habiéndola visto toda -se añade-, o por lo menos las mejores ciudades de ella, se volvían a su Patria». Ese grupo de viajeros, de turistas precisamente ingleses, que pasa por esas páginas, que cruza fugazmente por ellas y que desaparece después de haber visitado, por mera curiosidad, las principales ciudades de España; ese grupo de turistas ingleses, es este grupo que ahora acabamos de encontrar en los pasillos del sleeping o en las salas de un Museo...

¡Qué prosa más fina y más clara! Pongamos algunos ejemplos. De mar sosegado de un puerto: una nave destrozada por la tormenta es «llevada poco a poco de las olas, ya mansas y recogidas, a la orilla del mar en una playa, que por entonces su apacibilidad y mansedumbre podía servir de seguro puerto. Y no lejos estaba un puerto capacísimo de muchos bajeles, en cuyas aguas, como en espejos claros, se estaba mirando una ciudad populosa». De un paraje solitario y poblado de árboles en una isla: «Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas, y a su parecer tanteó que bajaba poco más de una legua, todo lleno de árboles silvestres...». De una noche en el mar, navegando en un frágil esquife: «Entré en la barca con solos dos remos; alargose la nave; vino la noche obscura; hallome solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas». (Navecillas que en las catástrofes marinas os apartáis y alejáis hacia la negrura terrible y misteriosa...) Del amanecer en el mar, para otros náufragos: «Se les pasó la noche velando y se vino el día a no más andar, como dicen, sino para más pensar; porque con él descubrieron por todas partes el mar cerca y lejos». De una isla cubierta de hielo: «Se entró con ligero paso por la isla, pisando, no tierra, sino nieve, tan dura por estar helada, que le parecía pisar sobre pedernales». (Sobre esta inmensidad dura y blanca, sale este náufrago a cazar, y vemos ahora las excursiones en busca de caza hechas desde el Vega, el Fram, o el Pourquoi pas?) De las noches hiperbóreas: «Tres meses había de noche obscura, sin que el sol pareciese en la tierra en manera alguna, y tres meses había de crepúsculo del día...».

Hay en Los trabajos de Persiles y Segismunda siluetas de personajes que cruzan un momento por estas páginas y que nos atraen profundamente. Ya el destino de todos estos seres que van perdidos por el mar, de isla en isla, náufragos, luchando con las olas, como impulsados por una fuerza que ellos mismos desconocen y a la que no pueden resistir; ya este destino obscuro y trágico -mezclado con cosas grotescas- llega a nuestro espíritu. ¿Para qué caminan de tragedia en tragedia todos estos hombres y cuál va a ser su fin? De cuando en cuando, uno de estos seres errátiles y vulgares muere, sus compañeros le sepultan en una isla o le arrojan al mar, y la caravana sigue dando tumbos hacia lo desconocido, por piélagos tormentosos y por islas desiertas. Sobre la vulgaridad y la monotonía de todas estas aventuras (la vulgaridad y monotonía en que tan sólo se han fijado los eruditos), sopla un viento de inquietud, de misterio y de dolor... Y esta Rosemunda, cuyo retrato se dibuja desde el capítulo XII al XXI del libro I; esta Rosemunda, agitada, convulsa por la pasión, mujer fatal, mujer que en la lejana Inglaterra ha dominado y angustiado a sus adoradores; esta Rosemunda, bella y refinada, ¡qué trágica y desconcertadora figura es! Sobre la moral corriente coloca esta mujer una moral, unas prácticas éticas, que ella expone en el capítulo XIV. Rosemunda -«amiga del Rey de Inglaterra»- ahora, desterrada, persigue al gallardo Antonio en la isla nevada, sobre la llanura de hielo. Al fin, en alta mar, acaban los anhelos, las torturas y las ansias de esta mujer. «Sirviole el ancho mar de sepultura», nos dice el poeta. Y nuestra imaginación queda perpleja, desorientada, ante este ejemplar femenino de una fuerza, de un ímpetu y de una pasión extraordinarios.

Islandia, Frislandia, Hibernia, Lituania, la isla Nevada: Cervantes, desde la altiplanicie castellana, envía su espíritu hacia esas regiones de ensueño y de misterio. No es posible en breves citas dar una idea del tono general de un libro; es preciso leer toda la obra de Cervantes, todo el Persiles, con [...], sin prejuicios, para gustar de todo su ambiente. En el fondo -este es nuestro parecer- el mismo espíritu que en el Quijote alienta en este libro. No diremos que es un libro más trágico; sí que es un libro tan trágico; pero de distinto sentido trágico. ¿Hacia dónde van todos estos seres perdidos en las noches septentrionales, de isla en isla, náufragos, movidos por una fuerza que ellos mismos ignoran? Sí; es hora ya de que sea proclamado: el libro postrero de Cervantes es el libro admirable de un gran poeta.

Azorín

ABC, 30 de enero de 1914




ArribaAbajoCervantismos

Aquí me tiene usted, señor, triste y cansado. No he forzado su puerta; ha sido usted quien me la ha franqueado bondadosamente. Y le voy a contar mi historia: mi historia son congojas. No uso la palabra cojijos, porque se trata de algo mas que de leves desazones. Hay en mi familia una tradición: una tradición de cervantismo. Cuando hablo de cervantismo me refiero al auténtico, o sea, el de Alcázar de San Juan. Soy vecino de dicha ciudad; mi padre luchó por la autenticidad alcazareña; mi abuelo fue uña y carne de don Juan Álvarez Guerra, el gran adalid del cervantismo alcazareño. Pero prevaleció la partida de bautismo de Cervantes consignada en los libros parroquiales de Alcalá de Henares. Y aquí comienzan mis infortunios: el desasosiego ha llegado a tal punto que he venido a Madrid a consultar un especialista. Comprendo que mis aprensiones son infundadas; pero no puedo zafarme de ellas. En resumen, mi vida mental oscila entre el cervantismo alcazareño y el cervantismo complutense. ¿Qué debo hacer yo en este caso? ¿Lo puede saber usted y hacerme la caridad de decírmelo? Mentalmente, con ímpetu irresistible, voy de Alcázar de San Juan a Alcalá de Henares. No sé dónde debo, al fin, sentar mis reales. Y ahora pregunto: ¿por qué motivos en Alcázar de San Juan hemos abandonado la lucha? Sé que la partida bautismal de Cervantes que se muestra en Alcázar es falsa; pero, aún siendo falsa, hemos podido continuar la tradición. No menos ennoblece a un pueblo la leyenda que la Historia. El Cid, de Menéndez Pidal es la realidad; el del poema y los romances es la leyenda. ¿Y usted cree que en este caso la leyenda es menos bella que la historia? Pero es que, además, pudimos sostener bravamente la autenticidad de la partida alcazareña. No sólo pudimos afirmar nuestra fe rotunda en ella, sino que nos hubiera sido lícito lanzarnos a la ofensiva. ¿Me permite usted un breve descanso? ¡Tan bondadoso es usted que tolerará también que eche lumbre! Saco, pues, mi bolsita de cuero, con el eslabón y el pedernal, echo mano a mi petaca, con el librillo de papel, y me dispongo a expeler el humo, representativo de las ilusiones humanas, perdone usted este desahogo poético.

No extrañe usted la expresión: he viajado algo; he corrido por Francia y tengo en Londres una sucursal. Soy cosechero de vinos; dedico mis preferencias a los caldos generosos; en mi bodega hay madres de más de un siglo. Y yo he visto en Londres a mojones ingleses paladear mi vino rancio en éxtasis. ¿Qué es lo que le iba diciendo? Ya recuerdo: dicen que nuestro cervantismo es fraudulento. ¿Y es que nosotros, los alcazareños, no podríamos decir lo mismo del cervantismo complutense? A más de que todo en Cervantes es manchego. Podíamos sospechar nosotros que la partida de Alcalá es falsa: falsa, no por interpolación, sino a causa de la sustitución del antiguo libro parroquial por otro nuevo. Los alcalaínos nos acusan de interpolación: nosotros podemos fulminarlos con la especie de una sustitución total. Y esa sustitución pudo hacerla, como usted, señor, ha insinuado en alguno de sus cuentos, por el amigo y protector de Cervantes, deseoso de que Cervantes fuera nativo de Alcalá. He dicho un amigo de Cervantes, y no he nombrado al aludido: el arzobispo de Toledo Sandoval y Rojas. Si Sandoval y Rojas tuvo empeño, como desde luego lo tuvo -no nos paremos en barras-, en que Cervantes hubiera nacido en sus dominios, la cosa pudo hacerse con toda facilidad. A los complutenses les gritamos: «¿Fraude lo nuestro? ¡Mayor fraude lo vuestro!». Pero me pierdo en un ambiente de alucinación. Lo que nadie podrá negar es el mancheguismo de Cervantes. Y en el caso de que nuestra partida de bautismo sea auténtica, ¿por qué nosotros no hemos hecho de Miguel de Cervantes y López un modelo de caballeros manchegos: un caballero entre campo y ciudad, mitad afable caballero y mitad diligente labrador? Y entonces, ¿por qué íbamos a envidiar a los de Alcalá de Henares? Ellos tenían su arquetipo y nosotros teníamos el nuestro. Y los dos con el mismo nombre. No, querido señor, ningún esfuerzo humano, esfuerzo noble, se pierde. Todo lo bello y bueno es fecundo. Alcázar de San Juan ha estado sosteniendo con vehemencia y tesón ser la cuna de Cervantes, y esos esfuerzos han formado en Alcázar un ambiente reconcentrado de humanidad, tolerancia y simpatía: cualidades características del manchego. Dicen los viajeros ingleses que el manchego es el tipo del perfecto caballero. Los ingleses saben ser caballeros. Y vuelvo a mi tema. Si nosotros, gracias a una partida bautismal, hemos logrado tal concentración de la esencia manchega, ¿por qué no hemos de sentirnos orgullosos de nuestra empresa?

Azorín

ABC, 18 de diciembre de 1944




ArribaAbajoComplutense

El complutense habló de esta manera: -No me he visto nunca en situación semeja: me invade una profunda melancolía. Estoy triste porque ignoro mi camino: el camino que debo seguir. Cuando leía la profesión de cervantismo alcazareño, me entró una irresistible comezón de reír. No era lícito, como hacía el vecino de Alcázar de San Juan, circunscribir el cervantismo, por lo menos, el mejor de los cervantismos, a Alcázar de San Juan. No era lícito adscribir a la Mancha la caballerosidad del caballero de la Triste Figura. No hay tanta distancia, geográfica y psicológica, de Alcalá de Henares a Alcázar de San Juan. No prorrumpí entonces en risotadas, porque al punto, a un sentimiento sucedió otro: a la jovialidad sucedió la indignación. Alcázar de San Juan sabe que su partida de bautismo, la de Cervantes, es una interpolación; sabe también que la partida de Alcalá de Henares es la verdadera. Y si la de Alcázar es írrita ¿por qué las alharacas del vecino de Alcázar de San Juan? De súpito caen al suelo todas las fantasías. Por más que se pretenda con restricciones discretas, aseverar que los alcazareños son los depositarios del cervantismo, un nuevo cervantismo, símbolo de la caballerosidad española, siempre resultara que Alcalá de Henares resulta lesa con tal pretensión. Y eso no lo podemos tolerar los complutenses. Temblaba yo de ira: lo confieso. Hubiera hecho, en aquellos momentos, cualquier desaguisado. Pero pronto, puesta una noche entre el propósito y su ejecución, comprendí algo que hubiera sido contraproducente: queriendo yo afirmar con mi gesto airado el cervantismo de Alcalá de Henares, lo hubiera desmentido. La fe en nuestro cervantismo sería una cosa, y la decisión violenta sería otra. El caballero de la Triste Figura no hubiera procedido, airadamente; con la más dulce serenidad hubiera resuelto el caso; recordaba yo los consejos a Sancho, cuando Sancho se partió a su ínsula. Y si don Quijote, es decir, el propio Cervantes, daba pruebas de comprensión y tolerancia, ¿cómo podía yo no darlas? La tolerancia me aconsejaba el esperar; un día viene tras otro. Y sobro todo, el conflicto entre los dos cervantismos, el alcazareño y el complutense, podía resolverse en una síntesis ideal. Hacia esa síntesis caminaba yo cuando me acudió una cierta idea que me dejó suspenso. Pero esto merece párrafo aparte; quiero decir, puesto que estoy pensando, no párrafo, sino una leve pausa para precisar mis pensamientos.

La confesión es dolorosa: no he de retroceder; la haré con toda sinceridad, ¿Cuál fue la conducta de Cervantes con relación a su cuna, Alcalá de Henares? ¿Sabe nadie, por los escritos de Cervantes, que el amado escritor naciera en Compluto? ¿Lo puede rastrear nadie por alguna alusión, un rasgo ligero, una insinuación al correr de la pluma? No recuerdo en estos momentos de conmoción si en La Galatea alude alguna vez Cervantes a las riberas del Henares; sí estoy cierto de que al comienzo del libro se habla de las riberas del Tajo, ¿Y, por qué este hombre que recuerda con delectación tantas cosas lejanas, cosas de Italia, no tiene ni una alusión para su patria chica? Nos deja entristecidos este silencio de Cervantes. Si yo me hubiera lanzado a la ofensiva, en el caso del vecino de Alcázar de San Juan, seguramente que el vecino aludido hubiera retrucado con este descuido de Miguel de Cervantes: en el caso de que no fuera más que descuido, cosa improbable. Y entonces, trabada la polémica, todo hubiera redundado en perjuicio del hombre que pretendíamos los dos celebrar. Máxima de prudencia es no aventurarse en lances cuya salida no tengamos segura. Y ahora el desquite de las cosas: desquite de las cosas en este caso en que Cervantes no escribe ni una palabra respecto de su Patria. En 1725 publica Miguel Portilla su Historia de Compluto: dos tomos, y en total ochocientas sesenta y siete páginas. Estudia o menciona Portilla en su libro muchedumbre de escritores nacidos en Alcalá de Henares: Diego Martínez, Sánchez de Cámara, Enríquez de Villacorta, Juan Bustamante, López Deza, Pedro de Quintanilla, etc., etc. Y ni una palabra de Miguel de Cervantes. Claro que en esa época nadie pensaba en España en Cervantes; no podemos reprocharle a Portilla el que, conociendo el Quijote, fuera a la parroquia de Santa María a ver si en los libros bautismales figuraba la partida de Cervantes, ¿Por qué había de ir? El mismo motivo tenemos, para pensar, si en ello pensamos, que pudo ir a ver si constaba la partida de Espinel o de Salas Barbadillo. Si Cervantes no había dejado rastros de Alcalá de Henares en sus libros, no era lógico que el buen Portilla husmeara en la parroquial. Y esta es la contrapartida, dolorosa, por cierto, del silencio de Cervantes. Y ahora, ya desfogado un tanto de mi cólera, vuelvo con más insistencia a mi tema: el de la asociación, de los contrarios: asociación del cervantismo de Alcázar, y el cervantismo complutense en una síntesis cordial. Y no excluyamos de esa síntesis, síntesis de la caballerosidad española, a ninguna región de España. El caballero de la Triste Figura es de toda España, y su caballerosidad es modelo para todos los españoles. Con esto quedo tranquilo.

Azorín

ABC, 30 de noviembre de 1944




ArribaAbajoCornelia Bentivoglio

La señora Cornelia será lo más fino, lo más ático, que haya escrito Cervantes. El título perjudica a la novela. Señora Cornelia da idea de una señora ya madura, crecida en carnes, no muy distinguida, la verdad. Y la señora Cornelia es una jovencita, aristocrática, de dieciocho años, «antes menos que más». Cervantes no cesa en su preocupación de señalar a sus mujeres, a las que él pinta, entendámonos, la edad; la edad no precisa, puesto que siempre que la señala lo hace con restricciones, con atenuaciones. «De trece a catorce», dice en una ocasión; o bien, «al parecer», o asimismo, «poco más o menos». La obra, desde luego, desde el primer momento, se ve que está escrita en situación de viva alacridad; goza el autor escribiéndola; nos causa, a nuestra vez, gozo el que escriba así. En tales condiciones, todo es fácil, fluido, sencillo, claro en la prosa; la prosa se va deslizando como límpida corriente. Y hemos de añadir que en esta obra, más que en ninguna, Cervantes se nos muestra autor dramático. Cervantes suele llevar al teatro sus dotes de novelista; lleva, en cambio, sus dotes de dramaturgo a la novela. El agrupar en la venta del manteamiento, en el Quijote, los personajes de seis u ocho dramas, alarde es de autor dramático, de gran autor dramático, de autor dramático a lo Victorien Sardou. Sardou, precisamente, tiene una obra española, muy española, de treinta y seis personajes, que se desenvuelve en 1507, en Toledo y sus cercanías. Tan de autor dramático es La señora Cornelia, que ha sido escenificada por un hábil autor dramático: Tirso de Molina. Podría también, perfectamente, ser llevada a la pantalla.

¿Y cuál es la vida de Cornelia Bentivoglio? ¿Cuáles son los lances que nos presenta Cervantes de Cornelia Bentivoglio? Daremos, incongruentemente, los elementos variados, pintorescos, de la novela. En Bolonia; en un pupilaje de Bolonia; dos estudiantes; dos españoles; dos vascos.

Noche en Bolonia y calle con soportales de mármoles: las once y un poquito más, como diría Cervantes; al pasar uno de los estudiantes, se abre misteriosamente una puerta y le entregan un niño, envuelto en ricos pañales. El niño queda depositado en el pupilaje; un ama que es buscada, rápidamente, para que lo amamante. Y otra vez la calle; chocar y crujir de espadas; muchos contra uno; después estos mismos contra dos: uno que luchaba antes y otro, uno de los vascos, que le defiende; una mujer que sale despavorida de una casa; sale cuando ha terminado la refriega. Es llevada la dama, puesto que se advierte que es una dama, a la casa de huéspedes en que se alojan los dos españoles. ¿Y qué haremos con un sombrero que se nos había olvidado mencionar? Es pieza importante, importantísima: pieza de que necesita el autor dramático; es un sombrero con cintillo de diamantes. Se lo pone el estudiante que lo ha encontrado y causa pavor a la dama fugitiva cuando lo ve asomado por una puerta, la de su alcoba. ¿Y de quién es este sombrero? De Alfonso de Este, duque de Ferrara. La dama es Cornelia de Bentivoglio, hermana de Lorenzo, nobles italianos, conocidísimos. Cornelia se ha entregado, con palabra de casamiento, al duque; el cuál es un príncipe humano, cordial y comprensivo. ¿Y qué va a pasar con todos estos elementos? Se nos ofrece, de pronto, el camino de Bolonia a Ferrara: camino que lleva el duque, triste, angustiado. ¿Y por qué va entristecido el duque? Porque no sabe dónde está Cornelia. Pero como nosotros lo sabemos, vamos viendo todo el proceso de este drama, sin que los actores sepan que lo sabemos: recurso de autor dramático. Y tendríamos, volviendo a lo novelístico, que anotar la silueta, finamente trazada, de la pupilera, mujer enredadora, parlanchina. Y la silueta magnífica, de un cura de aldea, jovial y prudente, amigo del duque de Ferrara.

Azorín

ABC, 30 de mayo de 1947




ArribaAbajoCuatro pintores

Necesitamos cuatro pintores. Las Novelas ejemplares, de Cervantes, se publican en 1613; tenía entonces Cervantes sesenta y seis años. En el prólogo de la obra, el autor traza un retrato físico de sí mismo; el retrato que hace Cervantes de su persona es incompleto; hubiera necesitado Cervantes, para completarlo, escribir algunas páginas de confidencias dolorosas. El retrato literario, tal como lo entendemos modernamente, estaba ya fundado; lo fundará, en la segunda mitad del siglo XVI, Santa Teresa de Jesús. Nada más completo y fino, entre los retratos trazados por la Santa, que el de Beatriz Ordóñez; todo está allí: lo intrínseco y lo exterior, el alma y el cuerpo, la psicología y la voz, el gesto, los movimientos. En relación con el retrato de Cervantes, necesitamos cuatro pintores; les vamos a dar un encargo honroso. Si los elegimos entre los vivos a quienes admiramos, los no electos podrían quejarse. No queremos que en esta empresa haya sentimiento, y menos, resentimiento. Ponemos la mano en la mejilla -que es la actitud clásica- y meditamos. Al cabo, creemos tener resuelto el conflicto: entre los socios del Círculo de Bellas Artes, en 1880, haremos nuestra elección. El Círculo de Bellas Artes, hace sesenta y cuatro años, estaba instalado en la calle del Barquillo, número 5, principal; tenía abierta siempre -y era una buena idea- Exposición de obras vendibles de sus socios pintores y escultores. Contaba el Círculo con doscientos sesenta y siete socios; lo presidía, honorariamente, don Federico de Madrazo, y en efectividad, don Juan Martínez de Espinosa. No sabemos si vive alguno de los pintores socios de Bellas Artes en 1880.

Tenemos ya elegidos los cuatro pintores: Federico de Madrazo, Casto Plasencia, Antonio Muñoz Degrain y Emilio Sala; los dos últimos son valencianos. A estos cuatro pintores les entregamos sendas copias del retrato literario de Cervantes; lo hemos esquematizado. Dice así la hoja: «Rostro: aguileño. Cabello: castaño. Frente: lisa y desembarazada. Ojos: alegres. Nariz: corva, aunque bien proporcionada. Barbas: de plata; antaño, hace veinte años, fueron bermejas. Bigotes: grandes. Boca: pequeña. Color: vivo, antes blanco que moreno». A los cuatro pintores les hemos rogado que, de acuerdo con tales señas personales, pinten un retrato de Miguel de Cervantes. Y los cuatro han aceptado con gusto el encargo. Se han tomado los cuatro quince días para desempeñar su cometido. Esperamos que se cumpla el plazo; esperamos con impaciencia. No cometeremos la indiscreción de visitar a ninguno de estos cuatro pintores en tanto estén pintando el retrato de Cervantes. Si visitáramos, por ejemplo, a Castro Plasencia, al entrar nosotros en su estudio quitaría el lienzo del caballete y lo pondría en el suelo, de cara a la pared. Plasencia, como en nuestros días Juan Echevarría, no gustaba de que se viera su obra antes de estar terminada.

Han dado fin los cuatro pintores a su tarea: tenemos ante nosotros cuatro retratos de Cervantes, según las propias indicaciones del autor del Quijote. Y los cuatro retratos difieren enormemente entre sí. El mismo Cervantes participaría de nuestro asombro. No hay que decir que los cuatro retratos son obras pictóricas admirables. El último, cronológicamente, de los grandes retratistas ingleses, Thomas Lawrence, tiene un consejo a los retratistas principiantes que podemos erigir en una ley, que se llamaría Ley Lawrence. Dice el pintor: «Encontrad el rasgo característico del retratado, y no os preocupéis de lo demás». ¿Y cuál es en Cervantes el rasgo esencial? ¿La frente, la nariz adunca, aunque proporcionada, los ojos, la boca, los bigotes, las barbas? Cada artista ha creído, según su propio genio, que el rasgo característico era el descubierto por él; de ahí la variedad en los cuatro retratos. Siendo unos mismos todos, son todos distintos. Machazo, Plasencia, Muñoz Degrain, Sala han sido fieles a Cervantes y a sí mismos, Y eso, en resumen, es el arte: fidelidad a la Naturaleza y a la propia inspiración.

Azorín

ABC, 13 de abril de 1944




ArribaAbajoDon Quijote en Francia

El quijotismo es cosa mundial; raro será el país que no tenga algún Quijote. El quijotismo es lo más universal que España ha lanzado al mundo en punto a la literatura. En lo que toca a Francia, Diderot crea su Quijote: Santiago el fatalista. Alfonso Daudet crea también su Quijote: Tartarín. Santiago camina por el mundo, de aventura en aventura, impulsado por la fatalidad. ¿Y qué parte en nuestra vida tiene la fatalidad? ¿Qué parte en la Historia? Tartarín es la víctima -víctima y beneficiario- de su imaginación. ¿Y cuál es la parte que en nuestras venturas y desventuras tiene la imaginación? Nuestro Calderón ya dijo, en el título de una de sus comedias, que «dichas y desdichas son no más que imaginación». ¿Y no habrá en Francia quien nos abra, en punto a quijotismo, un horizonte más amplio? Dos ciudadanos de París se conocen en una calurosa tarde de verano; traban íntima amistad. Son los dos escribientes: uno en un ministerio, otro en una casa de comercio; a uno le llega su jubilación, otro tiene una herencia. Los dos deciden entregarse a sus gustos; son idénticos esos gustos: conocer, comprender. Uno de estos escribientes se llama Bouvard, otro Pecuchet. Gustavo Flaubert nos cuenta sus vidas; en otra parte, Flaubert dedica una docena de líneas a Don Quijote y Sancho. Bouvard y Pecuchet compran una heredad en provincias. Comienzan las aventuras: comienzan las derrotas. El cultivo de la finca les proporciona los primeros desengaños: fracasan en agronomía, en arboricultura, en elaboración de conservas. No les vale lo mucho y minuciosamente que leen sobre estas materias. Se lanzan a la destilación de licores, y les estalla el alambique. Será, sin duda, piensan Bouvard y Pecuchet, porque no saben química. Hay que estudiar, con todo amor, la química. Y el estudio de la química les acarrea una cierta humillación: se enteran de que ellos, lo mismo que todos los hombres, tienen fósforo como las cerillas; albúmina, como la clara de huevo; hidrógeno, como el gas del alumbrado. ¿De qué modo podremos ir pintando las muchas aventuras de Bouvard y Pecuchet a lo largo de sus múltiples lecturas, y las derrotas consiguientes, derrotas de sus ilusiones? Como el gran Don Quijote español, tras cada derrota, encuentra una nueva ilusión en la complicación inextricable que supone para ellos las lecturas que hacen: teorías, sistemas, hipótesis de todo género se cruzan y entrecruzan en el camino ideal de los dos amigos. Los libros se contradicen y las teorías se embrollan. Anatomía, estudiada en un cadáver de cartón pintado, medicina, geología, paleontología, con discusiones empeñadas con el cura del pueblo; historia, filosofía, socialismo, magia, teatro, novela, arqueología... todo lo examinan. Y al final, después de tanta y tanta aventura, Bouvard y Pecuchet resuelven, desengañados, volver a sus escrituras del comienzo. ¿Denigra Flaubert la ciencia? ¿Denigra Cervantes el heroísmo? Ni una cosa ni otra. Nuestro Quijote, independientemente de sus derrotas, es la apología del esfuerzo vital. El Quijote de Flaubert es la apología de la comprensión. La novela comienza en 1839; Flaubert pasa revista, de un modo concienzudo, en las personas de sus héroes, a todos los conocimientos humanos en esa época. La inteligencia, a la que siempre sirvió Flaubert, queda incólume.

Azorín

ABC, 25 de abril de 1947




ArribaAbajoDon Quijote

Don Quijote vuelve al pueblo. Y como retorna vencedor, lanza un pregón en la plaza, rodeado de chicos y bausanes, y se encamina a su casa. El ama y la sobrina le reciben amorosamente; se sienta don Quijote, armado de todas armas, puesta la celada, y le contemplan un instante en silencio las dos mujeres. Comienzan a quitarle las armas. Entonces, cuando el semblante del caballero se muestra, sucede una cosa extraordinaria: el ama y la sobrina quedan sorprendidas; no saben si don Quijote es el mismo o es otro; su figura, sus acciones, el tono de la voz son casi los mismos; pero hay un cierto cambio en el caballero que las desconcierta. Estando en estas perplejidades, llegan los amigos de la casa: el cura, el barbero, Sansón Carrasco. Dan todos alborozadamente la bienvenida a don Quijote; mas todos, al igual que ama y sobrina, quedan suspensos. No saben qué pensar; a las voces precipitadas y joviales de antes ha sucedido un silencio sospechoso.

En la sala de la casa se hallan todos sentados ante don Quijote; el caballero habla, gesticula y acciona con perfecta naturalidad; se encuentra en su propia casa, al cabo de grandes trabajos, y goza del placer de descansar. Sancho Panza continúa en su ínsula gobernando diestramente.

-¡Si viera usted, señor cura, cuánto he luchado por esos caminos! -exclama don Quijote dirigiéndose al sacerdote-. Y vosotros, queridos amigos, Nicolás y Sansón, creedlo también. He luchado mucho, sí; pero también he llevado a cabo grandes conquistas.

-¡Ya lo creo! -dice con cierta sorna bondadosa el cura.

-¡Ah, muy famosas conquistas! -comenta Nicolás, el barbero.

-¡Las conquistas más grandes del mundo! -corrobora, a su vez, Sansón Carrasco.

La conversación prosigue con aire equívoco. Hay chanza en las palabras y duda en los ánimos; el ambiente que se ha formado en la tertulia es un poco raro. De pronto, al sacar don Quijote un pañizuelo, cae a tierra un pesado cucurucho de papel, y al estrellarse se esparcen por el pavimento, fúlgidas, brillantes, magníficas monedas de oro. Don Quijote permanece impasible: recogen apresuradamente las monedas en una cajita y se la entregan al caballero; éste pone gravemente y en silencio tan precioso don en manos del ama. El tono de la conversación cambia, naturalmente. Algo hay ahora en la atmósfera moral que no había antes: las palabras son de respeto; lo que no se ha disipado es cierta incertidumbre, en cuanto a la personalidad de don Quijote, que existe en todos.

-Señor cura -dice Sansón Carrasco, cuando van todos de regreso a sus casas-: señor cura, ¿es que usted cree que este don Quijote es el de antes?

-Hombre, te diré -responde el eclesiástico-; para mí este caballero, por respetable que sea, no es nuestro convecino.

-¿Y por qué no ha de serlo? -interviene impetuosamente Nicolás, el barbero-. ¿No han visto ustedes que todo en su figura es igual?

-¡Tanto como igual, no! -exclama Sansón.

-Estás en lo cierto, Sansón -añade el cura-. No es enteramente parejo este personaje al otro.

-¡Naturalmente que no lo es! -afirma con energía Nicolás, el barbero-. ¿Cómo ha de ser lo mismo con la vida, con los trabajos, con los sufrimientos que don Quijote ha llevado por los caminos, de venta en venta, y de aventura en aventura? ¡Lo que le ha pasado a don Quijote en su talante le pasaría a cualquiera de nosotros!

Fueron transcurriendo los días; por el pueblo se esparció la misma incertidumbre que se produjera, desde el primer momento, en los allegados del caballero. Se discutió mucho y apasionadamente el caso en todas partes: en la plaza, a la hora en que los braceros esperan trabajo, en el horno, entre las comadres, en la solana, entre los viejos, en el tajo entre los labrantines. Afirmaban unos y negaban otros. El mayor partido era el de la hostilidad; sin que pudiera remediarlo nadie, cuando don Quijote salía a la calle, en los primeros días, no faltaban arrapiezos que le asestaran pedradas. Y paulatinamente, como por arte de encantamiento -cosas de la vida-, fue cambiando la escena: a la odiosidad sucedió la simpatía. Sería o no sería este caballero el propio don Quijote -eso ya no importaba-; pero lo cierto era que tal generosidad, tal largueza, tal desprendimiento no se habían visto nunca en el pueblo: Y ahora, apenas ponía en la calle los pies don Quijote, la gente del pueblo le aclamaba.

-Sí, ya lo decía yo -confesaba el señor cura-; don Quijote es un hombre admirable.

-Verdaderamente admirable -corroboraba Sansón Carrasco.

-¡Un hombre como no ha habido nunca ninguno! -apoyaba Nicolás, el barbero.

Don Quijote tornó a sus aventuras. Dos días después, en su palacio de Pedrola, el duque y la duquesa recibieron a solas al emisario enviado al pueblo de don Quijote. Dicho emisario comenzó así el relato de su misión:

-Créanme sus excelencias, la cosa ha sido divertidísima. Todo se ha hecho como sus excelencias ordenaron. La hacienda de don Quijote ha sido desempeñada y se han pagado todas las deudas; a Sancho se le han comprado unas feraces tierras de pan llevar; al cura se le ha hecho un cuantioso donativo para que repare su iglesia, que se estaba desmoronando; se han hecho valiosos regalos a los íntimos de don Quijote y se ha fundado en el pueblo un cotarro o albergue para los transeúntes o los vecinos enfermos y pobres...

Azorín

ABC, 17 de mayo de 1942




ArribaAbajoEl batán

X era poeta. En su divagar por la Mancha, X llegó a un paraje abrupto: entre un bosquecillo de «castaños y otros árboles sombríos»; se despeñaba de altos riscos un arroyo. X pensó que aquél debía ser el sitio en que se desenvolvió la aventura del batán, en el capítulo XX, de la primera parte del Quijote. Y a seguida pensó también que allí debía haber un batán. No era lo mismo pensar, que debía haber un batán que debió de haber un batán: en ese distingo, es decir, en dos letras, en un vocablo de una sola sílaba, consistió toda la aventura de X. Debía haber un batán y lo hubo. La mañana estaba nubosa: había amanecido lloviznando. Se complacía X en imaginar que en una mañana cómo aquélla, después de una noche temerosa, es cuando Don Quijote y Sancho descubrieron el batán. No quiso el caballero entrar en el batán, con sus seis mazos: continuó su ruta y, entonces fue cuando le ocurrió otra de sus aventuras memorables: la del yelmo de Mambrino. Pero a X lo que le interesaba era el batán: el batán con sus seis mazos batanando, o sea, enfurtiendo el paño día y noche. X compró una ancha Parcela de terreno y mandó labrar una casita con un batán. Antes de pasar adelante hemos de decir que este poeta, a pesar de ser poeta, era rico. Podía satisfacer sus gustos con anchura. Un ingeniero industrial, ingeniero un poco arqueólogo, construyó el batán. Ya tenía X su batán: un batán con seis mazos como el batán del Quijote. De pie, ante su batán; en otra mañana lluviosa, contemplaba X su obra. Tenía un batán; pero ¿qué es lo que iba a hacer el poeta con su batán? Los mazos daban formidables golpes: los daban en vano. No había en el batán paño que enfurtir. No era lógico que los mazos de un batan no enfurtieran paño. Decidió X que el batán batanara con utilidad; compró un rebujal: cincuenta cabezas de ganado lanar. Tuvo que edificarse una casa para vivir él a par de su batán.

Con X vivían otras gentes que se habían allegado a la empresa; construyó el poeta dos o tres viviendas -si no fueron más- para albergar a todos estos colaboradores suyos. Todos eran gente sin doblez ni mácula; estaban todos dispuestos a vivir la vida sencilla. Pero un rebujal no era bastante para lo que X se había propuesto; hubo que ampliar el número de cabezas lanares a una piara: trescientas cabezas. Con la lana de este rebaño podrían tejer paños; esos paños podrían, a su, vez, ser enfurtidos, en el batán. X mandó construir dos o tres telares de mano: no se sabe el número exacto; dará lo mismo que sean tres, o cuatro, o seis, Los telares iban urdiendo el paño que se destinaba al batán. El batán iba batanando, es decir, dando el cuerpo preciso a esos paños. ¿Y qué haría con los paños el poeta? En un almacén se iban almacenando; había ya muchas piezas de paño excelente: la lana no era churra, sino de lo más fina. La gente que trabajaba con el poeta necesitaba reponer sus vestidos. Y habiendo buen paño a la disposición de todos, lo más natural era que se aprovechase. Hubo, pues, en el lugar del batán sus buenos artistas de arte sartorio: arte sartorio -un latinismo- quiere decir arte de sastrería. Los mismos que apacentaban el rebaño y batanaban en el batán, eran los que cortaban en el tablero de la sastrería y cocían los trajes. No eran cacheras lo que allí se hacía: cachera es un traje tosco de lana. Algo más que tosquedad tenían aquellos vestidos. Tenían el hechizo y la perfección de todo trabajo acabado: un trabajo en que se ha puesto fervor. La colonia había aumentado; era ya aquello una aldeíta; se vivía con sencillez encantadora. Se trabajaba y se holgaba. El sitio continuaba siendo tan ameno como cuando desierto. Los castaños daban sus castañas: las daban en sentido no figurado y maligno. Digo esto porque ya sabemos lo que significa «dar la castaña». Pero si pienso bien la cosa resulta que, en efecto, estos castaños acabaron por hacer de las suyas; no adelantemos los acontecimientos. Todo se desenvolvía con sencillez idílica. El poeta veía cumplido su sueño; no podía un poeta desear más. En el silencio de la noche, X trabajaba en su cuarto: los seis mazos del batán continuaban, como de día, dando sus formidables golpes, Pero el poeta no se atemorizaba cual Don Quijote y Sancho.

Y un día X tuvo que venir a Madrid: era preciso desgarrarse de su ideal, siquiera por unas horas. Pero en Madrid se iba demorando el momento de volver al batán. Si el poeta volvía se le planteaba un grave problema. Su sensación de la vida sencilla ¿sería la misma que en la primera etapa? Cuando tenemos una sensación delicada, sensación espiritual, sensación de arte o de vida, ¿es que en su repetición la gustamos del mismo modo, con la misma intensidad, con el mismo fervor? Los días iban pasando y el poeta no volvía a su Arcadia. ¿Volvió el poeta o no volvió? ¿Qué le imbuyeron los lejanos castaños?

Azorín

ABC, 27 de octubre de 1944




ArribaAbajoEl caso Marcela

Marcela es un enigma; Marcela es un problema psicológico; Marcela es un símbolo. ¿Cómo podemos definir a Marcela? El Quijote es una obra ultrasensible; hay en el libro, al parecer, pasajes inexpresivos, no reparables, no reparados, en que el autor se confiesa. Se nos expone en la novela una contraposición de fuerzas primordiales: fuerzas femeninas, fuerzas masculinas. Y predomina lo femenino sobre lo masculino. Diez o doce mujeres pinta Cervantes en el libro; son las que forman la atmósfera espiritual de la novela; no pueden competir con ellas los hombres que Cervantes, con más o menos vigor, retrata. ¿Qué valdrán al lado de estas mujeres un Diego de Miranda, un Antonio Moreno, un Sansón Carrasco, un Álvaro de Tarfe, un Cardenio? Descuella sobre todas las mujeres Marcela, la pastora. Marcela es huérfana: goza de gran posición económica; muertos sus padres, la tutela un tío suyo, sacerdote. Y un día Marcela, que cuenta sólo con quince años, desaparece; se ha ido a pastorear. Prendados de ella están varios mozos del lugar; enloquecidos, vagan por el campo; escriben sus nombres en la corteza de los árboles; lanzan al viento sus lamentaciones. Y Marcela continúa, impertérrita, impasible, entregada a su pastoría, ¿Qué resultará de tal situación? ¿Cómo podremos resolver este problema de viva psicología? Tres afirmaciones hace, en su discurso, Marcela. Primera: «Soy rica». Segunda: «Quiero ser libre». Tercera: «Ni quiero ni aborrezco a nadie». Razonadas lacónicamente están estas tres posiciones. Nos dice Marcela: «Para poder vivir libre, he escogido la soledad de los campos». Y también: «Mi intención es vivir en perpetua soledad». Existe en Cervantes una apetencia de soledad y de silencio. El adjetivo «maravilloso» lo aplica varias veces Cervantes al silencio.

¿Y cómo podrá Marcela vivir a perpetuidad en el campo, por montes y por valles, sola, independiente, gozando de absoluta libertad? Marcela ha de tener, por fuerza, casa en el lugar; estará al frente de la hacienda de Marcela un mayordomo. Habrá que tener al menos un punto, un breve punto, de contacto, con el mundo. Y después de todo, ¿es que esta soledad en que vive Marcela es austera, tan rígida, tan absoluta como le parece a Marcela? A fines del siglo XVI y principios del XVII, contando ya con la despoblación de España, no serían estos campos tan soledosos como Marcela supone. Pastores andan por estos andurriales; a ellos ha de apelar Marcela. Y si la Marcela se encontrara en América, en nuestra América, ¿qué sería de sus ansias, un poco vanagloriosas, de soledad? ¿Cómo se enfrentaría Marcela con los «llanos», en Venezuela, en el Ecuador, en el Perú? ¿Y cuáles serían las sensaciones de Marcela en los Andes? ¿Y cuáles en las pampas argentinas con sus dos mil kilómetros cuadrados de llanura? ¿Hasta qué punto el espacio sería gozado por Marcela? ¿No se apocaría, por no decir se anularía, el ansia de soledad en Marcela? Posiblemente el espacio nos descubriría el verdadero carácter de Marcela. Espacio y tiempo son los dos grandes enemigos del hombre. El hombre se esfuerza en domeñar esos dos contrarios suyos. Con toda su independencia, ante un espacio inmenso, no el español humanizado, sino el americano, virgen aún, Marcela retrocedería.

Azorín

ABC, 18 de mayo de 1947




ArribaAbajoEl Caudillo y Cervantes

Repetidas veces ha manifestado el Caudillo su anhelo de una hermandad íntima entre España y América. Constantemente está suscitando el Caudillo cuantas obras y empresas puedan determinar ese cordial acercamiento. La lengua española se habla en cerca de veinte naciones; es la lengua española la más caudalosa de todas. Cervantes es considerado hoy -nadie lo discute- como la más alta autoridad en idioma castellano. Si hemos de influir intensamente en América, la lengua nos servirá, como su lengua ha servido a Francia, para ese benéfico, desinteresado, espiritual influjo. La lengua no la forja el vulgo: no se forja ella misma: la lengua la hacen los [...]. Sin obras de arte, sin literatura imaginativa, no hay perfeccionamiento del idioma: ni sin perfeccionamiento es posible la expansión. Cuando ponemos nuestro pensamiento en Cervantes, ¿nos damos entera cuenta de lo que representa para España, para el mundo, la persona de Cervantes? Y si amamos a España, ¿no uniremos en esta consideración el nombre de Cervantes, autoridad suprema en el idioma, y en el nombre del Caudillo, anheloso en propagar el espíritu español en América por conducto del idioma?

En el Quijote coexisten varios libros: uno es el libro de la aventura temeraria; otro el libro del valor sereno y prudente; un tercero, el libro de la discreción en la conducta humana; un cuarto, el libro del idealismo universal y perdurable. Viven par a par, o infiltrados unos en otros, todos esos libros; las miradas van a uno o a otro según que los ojos que los contemplen sean juveniles o provectos, de hombres de acción o de meditadores, de cándidos o de advertidos, de alegres o melancólicos. Y todos encuentran su satisfacción en el Quijote. Así como el Quijote es universal en el espacio, universal es en el sentimiento. Por encima -ya lo sabéis- de ideas, escuelas y filosofías se halla el sentimiento; el sentimiento es lo que une a todos los hombres en el planeta y lo que los liga a las generaciones que sobre el planeta nos han precedido.

¿Y cuál sentimiento domina en el Quijote? ¿Cuál sentimiento que pueda unir en comunidad espiritual a todos los mortales? ¿Cuál que pueda fundir en una sola alma -el anhelo del Caudillo- el alma española y el alma americana? Se impone una previa declaración: ha sido considerado el Quijote como un libro de decadencia. La idea es vieja, manida, desacreditada. Nos parece que el hebraico Heine fue el primero que la puso en circulación. En el libro de Cervantes un caballero de pueblo, honrado y noble, se siente exaltado por los libros de caballería; decide, por tanto, salir al campo a buscar aventuras. Su suerte es adversa; el ideal de que se halla animado tropieza bruscamente con una realidad chabacana. Tras muchos lances, el caballero acaba por retraerse de nuevo en su aldea. Esto es todo; pero en este todo hay muchas cosas. Lo primero que encontramos en el libro -lo capta en seguida nuestra sensibilidad- es un aura delicadísima de humanidad, de esperanza ideal, que envuelve toda la obra; poco a poco, sin que lo sospechemos nosotros, nos va aprisionando ese aire dulce y bienhechor. Si habíamos comenzado a leer desabridos, ya nuestro sinsabor se desvanece. El caballero está aquí, ante nosotros, cabalgando en su Rocinante, y con él vamos nosotros adonde quiera llevarnos.

No se olvide que en todo gran libro -de Homero, de Dante, de Shakespeare o de Goethe- existen dos elementos esenciales: uno es la propia obra, y otro la personalidad del autor; mejor diremos, su efluvio, su emanación que, sea cual sea la obra, tenga la tendencia que tenga, acaba por imponerse al libro, por encima de la tendencia. Y ese es el caso de los autores citados y de nuestro Miguel de Cervantes. ¿Cómo la persona de este hombre que pelea bravísimamente en Lepanto, dejando la cámara del buque, donde estaba con fiebre, exento de luchar, impedido por sus jefes a que no luche, no ha de trascender a su libro? ¿Cómo no ha de trascender la persona de quien en los cinco años de cautiverio en Argel arriesga varias veces su vida por salvar a sus compañeros? ¿Cómo no ha de impregnarse el Quijote del hombre que lo escribe, tan humano en medio de sus miserias, tan abnegado en sus dolores, que aun después de libertado sigue atendiendo cariñosamente a los cautivos de tal modo que uno de ellos llega a decir que Cervantes ha sido para él a la vez padre y madre?

Gradualmente, a lo largo de la novela, el caballero que se lanzó antes inconsiderablemente a la pelea, va considerando con noble reflexión la trascendencia de la obra que ha emprendido: en esta segunda parte, el idealismo alentador del Quijote llega a las más altas cumbres de la civilización humana. Cervantes, la mejilla en la mano, sonríe en un alto de su labor con sonrisa de bondad infinita. Ahora es cuando la conciencia de sí mismo y de la obra realizada alcanza en Cervantes toda su intensidad.

En El Español, el nuevo y simpático semanario de las letras españolas, se ha hecho consideraciones sobre el Quijote que merecen meditación. Loamos, desde luego, la briosa sinceridad de ese opinar. El final del Quijote puede prestarse a diversas interpretaciones.

¿Y cómo queríais que acabara el Quijote? Existe otro Quijote en miniatura, escrito también por Cervantes: El licenciado Vidriera, Alonso Quijano es el Quijote de la acción y Tomás Rueda es el Quijote de la palabra. Tomás, ya curado de su locura, malaventuradamente cuando sale de España y se va a un país lejano. Ya de él no sabremos más. ¡Y qué melancolía profunda tiene esta despedida, como todas las despedidas de Cervantes! Examinad técnicamente el Quijote: Cervantes no podía hacer que el caballero se despidiera de nosotros del mismo modo que Tomás Rueda. La grandeza del asunto imponía otro modo. ¿Y es en ese final en donde os apoyáis para hablar de decadencia, de renunciamiento y de postración? Pues ese mismo final está diciendo todo lo contrario: el caballero se retira y el ideal subsiste; don Quijote se declara vencido y la causa por la que él ha luchado permanece. Así son todos los nobles ensueños de este mundo. La idea no acaba; acaba la fragilidad humana. Las palabras de don Quijote en su lecho de muerte, son palabras. Los hechos anteriores, son hechos. Esas palabras dichas en la intimidad del hogar, ¿sobre quién podrán influir? En cambio los hechos, públicos y ruidosos, influirán sobre gentes y gentes. Tendido en su lecho y expirante el caballero, queda en nuestra sensibilidad, luminosamente, el ideal alentador. Por ese ideal -esperanzas, entusiasmos, generosidad- ha luchado nuestro Caudillo. Y ese ideal es lo que nuestro Caudillo anhela que nos una fraternalmente a españoles y americanos.

Azorín

ABC, 6 de noviembre de 1942




ArribaAbajoEl conde de Lemos

No se ha reparado en la diferencia de edad: Cervantes le lleva al conde de Lemos veintinueve años; Cervantes nace en 1547 y Lemos en 1576. Siempre debió de ser Lemos para Cervantes un muchacho. En razón a la edad, más propicio a las confidencias -con todos sus resultados- habría de ser Lemos con Lope que con Cervantes. Lemos es un mozo simpático, cortés, dadivoso: gusta de amistar con escritores; se siente él también favorecido -más o menos- por las musas. Sus primeros versos son dos redondillas: ocho versos. Los escribe para el Isidro de Lope, publicado en 1599. Lope ha cantado con tan alto vuelo a Isidro, que le ha hecho ascender otra vez al cielo. Con subirlo otra vez, queda Isidro más estimado. Y vos a Dios parecido. Lope es secretario particular de Lemos; antes de llevar el título de conde de Lemos, ha usado Lemos el de marqués de Sarriá. En la portada del Isidro, debajo de su nombre, pone Lope: Secretario del marqués de Sarriá. Lemos, en sus versos, no podía hacer mayor elogio de su secretario particular. Lemos y Lope debieron de comentar el libro antes de su publicación. El comienzo del canto VII es una manifestación autobiográfica de los sentimientos amorosos de Lope; se siente Lope atraído por el amor; a medida que avanza en la vida, esa atracción se hace más irresistible. Encarándose Lope con el amor, le dice: Y para mayor injuria -mi vida mengua y tú creces. Toda su vida, hasta el mismo final de su vida, permaneció Lope bajo el signo de esas palabras. No debían de desagradar a Lemos estos sentimientos de su secretario particular: la juventud se siente de sí misma y no de nadie. Ha dado Lope la fórmula del egotismo, o mejor, del egocentrismo, en este mismo poema, fórmula que envidiarían los primitivos personajes de Mauricio Bartés y que no desentonaría tampoco en el propio Goethe. Nos dice Lope que él va a «su centro», el centro efectivo de todo, y añade: ¿Más que mayor barbarismo -que hallar el centro en sí mismo? Lo que de barbarismo ahora, como antes lo de injuria, es cohonestación de la proclividad lopiana.

Lemos se casa -casamiento razonable- con una prima suya: Catalina de la Cerda. Dice un cronista de la época, no español, con palabras groseras, a las que no negamos, que Catalina no es agraciada ni tiene buena presencia; añade que es muy varonil y que suele andar a caballo, cazar a caballo, con amigas. En 1608, se produce un hecho de lamentables consecuencias para Cervantes: es nombrado Lemos, virrey de Nápoles. Delega Lemos en su secretario particular, ahora Lupercio Leonardo de Argensola, el nombramiento de personal. No nos parece hoy verosímil que, nombrado un ministro, delegue en su secretario particular el nombramiento de subsecretario, directores generales y demás altos funcionarios. Son muchos los escritores que pretenden ir a Nápoles con Lemos; entre ellos, Cervantes. No es nombrado Cervantes. No podemos creer que Lemos ignorara la pretensión de Cervantes y el repudio del escritor. Cervantes tenía entonces sesenta y un años; su vida era incierta; había ocurrido también, tres años antes, el suceso de Valladolid.

¿Qué influencia pudo ejercer la condesa sobre el conde? ¿Qué influencia en cuanto al acercamiento o distanciación de los amigos? La acción diplomática de una mujer -en un político, en un escritor- es decisiva; puede ser benéfica o venéfica: una sola letra del vocablo cambia totalmente su sentido. Andando el tiempo, en la primera mitad del siglo XIX, la duquesa de Frías, Piedad Roca de Togores, creó un ambiente de cordialidad en torno al duque: uno de los amigos de la casa, poeta, Juan Nicasio Gallego, confiesa, en bellos versos, algunos de los más bellos versos que se hayan escrito en castellano, que estuvo a punto de perder el tino, de perder el gobierno de sí mismo, por Piedad, por la belleza, la inteligencia y la bondad de Piedad, gentil, discreta, incomparable amiga.

Azorín

ABC, 5 de agosto de 1947




ArribaAbajoEl decano

Pongámonos en razón: el primer cervantista, en orden al tiempo, el decano de los cervantistas, es Márquez Torres. Ha tenido mala suerte Márquez Torres. Nadie conoce a Márquez Torres. Y no lo conoce nadie porque no se reimprimen, en las reediciones del Quijote, las aprobaciones: hablo de la segunda parte del Quijote. Las aprobaciones de esa parte son tres; pero no interesa más que la de Márquez Torres. Interesa porque en esa aprobación se habla de Cervantes como hoy pudiéramos hacerlo. De Francisco Márquez Torres nos ha dado noticias Rodríguez Marín. Hacen mal los impresores en no reproducir la aprobación de Márquez Torres. Era Márquez Torres capellán del cardenal Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo. Estando el cardenal en Madrid, conoció a unos caballeros franceses: habían venido a algo que interesaba a las dos naciones. Márquez Torres los conoció también; habló con ellos y le preguntaron por las novedades literarias de España. Les puso al corriente Márquez Torres, y les habló, como es natural, de Cervantes. Digo que es natural, no por otra cosa, sino porque Márquez Torres era amigo de Cervantes: un buen amigo. Manifestaron los franceses deseos de conocer a Cervantes, y Márquez Torres les llevó a verlo. Creo que los llevó; no estoy seguro; uno de los caballeros, al escuchar que Cervantes era pobre, tuvo una singular ocurrencia: dijo que no debían auxiliar a Cervantes para que Cervantes no pudiera salir de su pobreza, y de este modo, siendo pobre, se viera precisado a trabajar, a escribir nuevas y bellas obras.

Han pasado los años; ha hecho el tiempo su labor. Y nos encontramos con que otro francés ha dicho poco más o menos lo que expresó aquel francés de que nos habla Márquez Torres. ¡Quién lo había de decir! Y este francés no es un francés cualquiera. ¿Se sabe lo que es el beylismo? Algo así como el cervantismo. ¿Se sabe dónde reside la esencia del beylismo? La esencia del cervantismo se contiene en el Quijote; la esencia del beylismo se contiene en la Vie de Henri Brulard. En este libro, autobiografía, autobiografía de Stendhal, nos dice Beyle, en el capítulo XXXVII, que no ha pensado nunca que los hombres sean injustos con él. «Encuentro soberanamente ridículo -escribe- el infortunio de los sedicentes poetas que piensan así y que censuran a los contemporáneos de Cervantes y el Tasso». ¿Cómo explicaremos estas palabras? No debemos censurar a los coetáneos de Cervantes; no debemos censurarles por la situación en que se ve Cervantes. No son injustos con Stendhal sus coetáneos, y no son injustos con Cervantes sus coetáneos. Si es pobre, ¡qué le vamos a hacer! Y no es que Stendhal no sea un admirador de Cervantes; en el mismo libro, capítulo IX, nos habla del «descubrimiento» que hizo en su casa, siendo niño, de un Quijote. Habla de la «hórrida tristeza» de su casa. «Don Quijote -dice -me hizo morir de risa». «A mi padre -escribe también - le encantó mi entusiasmo por Don Quijote». Y como siempre ha de haber alguna fatal equivocación, si Stendhal escribe correctamente el nombre de Sancho, cosa fácil, escribe así el de Ginés de Pasamonte: Ginés de Panamone. En otros pasajes se habla también de Cervantes; consúltese el índice de nombres citados. Y claro es que habré de añadir, para seguridad del lector curioso, que utilizo la más moderna y depurada edición de esta obra: Vie de Henri Brulard, edición Champion, París, 1913; edición cuidada por Henri Debraye, ex alumno de Grenoble; texto establecido, íntegramente, por primera vez, con arreglo a los manuscritos existentes en la Biblioteca de Grenoble.

Azorín

ABC, 9 de agosto de 1947



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