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Artículos de Azorín publicados en «El Español». Selección


Azorín






ArribaAbajoCon el Fuero

El Español, 1-IX-1945


Con el Fuero de los Españoles andamos a vueltas: el Fuero que se presta a glosa abundante. El Fuero de los Españoles es breve, sencillo y preciso. Nos muestra la suprema realidad política española. El Estado español es lo que expresa el Fuero de los Españoles. Tal Fuero, tal Estado. No será lícito hablar, en Europa o en América, del Estado español sin la referencia al Fuero de los Españoles: otra cosa fuera capciosidad. Puntos esenciales del Fuero son los artículos referentes a la libertad religiosa y los que atañen a las recompensas del trabajo; el artículo en que se trata de la primera materia, es análogo al que, en la Constitución de 1876, ha estado vigente sesenta años en la monarquía democrática y liberal; los artículos atañaderos a lo segundo, no tienen superior en ningún Estado europeo. Europa queda, tras la guerra, maltrecha. La guerra ha creado multitud de problemas: los crea también la paz. Cada Estado europeo habrá de atender a la resolución de tales problemas: no habrá tiempo, teniendo los propios problemas, para pensar, agresivamente, en los ajenos. Ha sido enterrado un neopaganismo belicoso: no vamos a crear un neopacifismo batallador. Dos medios existen de hacer la guerra: uno manifiesto y con las armas en la mano, y otro subrepticio y con los varios medios que un Estado tiene a su alcance. Sería curioso que, acabada la guerra ostensible, comenzara en el mundo otra guerra solapada. Confiemos en la buena disposición de las gentes; tengamos en cuenta el infinito cansancio que la guerra ha producido. Y no olvidemos tampoco -y esto es lo esencial- las declaraciones sinceras de paz, paz en todos los órdenes, paz para todos, paz en todas formas, que los vencedores han hecho.

La guerra ha suscitado problemas que reclaman solución eficaz. Con el Fuero de los Españoles se adelanta España a la solución de algunos -y los más importantes- de esos graves problemas. Los relacionados con la vida espiritual son, aunque parezca lo contrario, los más urgentes. Sin espíritu no hay materia; el espíritu es el móvil de la materia. No tendrá el productor satisfacción íntima, aunque tenga resuelto el problema de su vivir, si no encuentra resuelto igualmente el problema del espíritu. En nuestro Fuero de los Españoles se prescribe, por ejemplo, algo que es fundamental en el ambiente moral de la nación. En el artículo quinto, se dice: «El Estado velará para que ningún talento se malogre por falta de medios económicos». ¿Y qué significa ese artículo? ¿Qué contenido sustancial tiene ese artículo? Existía el arbitrio judicial: ese arbitrio que el llamado «buen juez», el juez Magnaud, llevó a sus extremos hace muchos años. Existirá de hoy en adelante el arbitrio intelectual: el Estado español, si no lo crea, por lo menos lo sanciona y consagra. Sin recurrir a ley alguna especial, con solo lo expresado en el Fuero de los Españoles, se podrá prevenir cualquier malogro de una innata disposición. Y con este artículo ante la vista pensamos en lo que pudo suceder y no sucedió en casos famosos. ¿Qué hubiera sido de Cervantes si el Estado español, en su tiempo, o las personalidades que representaban el Poder, hubieran atendido las solicitudes del escritor? El malogro de un talento puede darse de diversos modos; es lo natural que se dé en la infancia de un ciudadano; es posible también que, ya en la plenitud de sus facultades ese ciudadano, le falten medios para desenvolverlas. Hay en la vida de Cervantes un momento crucial, si es que no hay varios; el principal, a nuestro entender, es aquel en que Cervantes envía una carta o epístola en verso al secretario de Felipe II, Mateo Vázquez: Cervantes, en esos versos patéticos nos dice, entre otras cosas, que está viendo cómo su juventud se malogra. Tanto pide para sí en esa epístola Cervantes como para la multitud de esclavos españoles que gemían en Argel al tiempo, 7377, en que el remitente enviaba al destinatario poderoso tal carta. Y si el ministro hubiera atendido el ruego de Cervantes, ¿cuál hubiera sido el destino ulterior del peticionario? No se malogró, ciertamente, Miguel; quien escribe obras como el Quijote y las Novelas ejemplares no puede ser considerado como un escritor que fracasa. Pero ¿sabemos cómo hubiera sido Cervantes con otras condiciones económicas? ¿Podemos asegurar que el Quijote hubiera sido como es y no de otro modo, siendo la posición de Cervantes distinta, en bien, de lo que fue? La posibilidad de variación, variación mejorativa, siempre será posible. No conozco lo bastante Galicia para poder asegurar que cada una de las provincias galaicas tiene su sello propio; lo tienen, sin duda, las provincias andaluzas; un guadijeño, Pedro Antonio de Alarcón, en un estudio sobre la mujer granadina, ha puesto de relieve las particularidades que distinguen a Granada entre sus hermanas las demás provincias. ¿Qué debe Fray Luis de Granada, oriundo de Sarria, a Lugo, y qué debe a Granada, su cuna? Un aristócrata, el conde de Tendilla, vio las dotes ingénitas del niño Luis, favoreció ese aristócrata al futuro escritor. Pero ¿sabemos de qué modo el «sujetivismo» de Fray Luis, ese «sujetivismo» que le ocasionó serias contrariedades a Fray Luis, pudo modificarse con otra protección distinta de la que tuvo el escritor? ¿Sabemos asimismo cuál fue la protección empleada para evitar el malogro de este singular talento? El hecho es este: un escritor, un gran escritor, lleva en sí, desde la niñez, nonnatamente, diríamos mejor, un germen de psicológico que le ha causado extorsiones. No ha existido fracaso, indudablemente; pero en el Estado moderno, con prevenciones como las que tenemos en el Fuero de las Españoles, ni hubiera pasado zozobras la madre del niño, hasta encontrar, casualmente, un protector ni la dirección dada al tierno espíritu del párvulo hubiera sido propicia al desenvolvimiento de una actividad psicológica innecesaria: innecesaria en la proporción y el modo a que aquí nos referimos.




ArribaAbajoCuando contaba la verdad de lo ocurrido en Sevilla

El Español, 22-IV-1944


Por fin, voy a contar la verdad de lo ocurrido -dijo Cervantes-. Y os la cuento a vosotras: vosotras sois atentas; sabéis escuchar. Hay ahora en la casa un momento de sosiego. Todo favorece la efusión: el silencio, vuestra solicitud, la tregua de mis achaques. Si se abriera alguna vez un concurso de supuestas aventuras mías, habría que ver el desborde de las imaginaciones. Quien intentara contar este suceso que voy a narraros se metería en un trampal. ¿Quién lo desatollaría? Cuando se cuenta la verdad de lo que ha ocurrido, no se suele contar la verdad ocurrida. Hay que esperar a que otro narrador quiera o sepa contar esa verdad; pero surge ese cronista, y tampoco nos dice lo cierto: así es la historia. Ahora, queridas escuchantes, no estamos en ese caso, esto no será un embaimiento, sino la verdad monda. Han llegado hasta mí referencias múltiples del caso; no podía ser otra cosa, dado lo raro del asunto. Todas las versiones que se rugen por ahí carecen de verdad. Cada cual dice lo que le peta. Hay quien supone que el lance ocurrió en Italia, otros en Sicilia, otros en Argel, otros en Valladolid, otros en Sevilla. Y yo, cuando oigo tales desvaríos, no puedo menos de sonreír. Ni me ocurrió la aventura en ninguno de esos lugares que he citado, ni ocurrido tampoco en los más concretos parajes de que se habla: un teatro, un diversorio, una venta en lo alto de un puerto, un mesón, el claustro de una catedral, una callejita, el sollado de un galeón, el ejido de un pueblo, una casa de estado, un trivio de donde parten tres caminos, un pastoral albergue, una ermita solitaria, la puerta de Guadalajara en Madrid... Veo que estáis sonriendo: no os voy a hacer esperar más. En seguida entro en materia. No esperéis, desde luego, escuchar el relato de una aventura extraordinaria: no sabemos en la vida ni lo que es extraordinario, ni lo que es vulgar: eso lo han de decir los venideros, cuando el hecho haya tenido, en el tiempo, sus derivaciones.

(En este punto llega de la cocina el tintineo del almirez; Cervantes se detiene, entabla un diálogo con sus atentas auditoras.)

-¿No os he dicho que compréis un morterito de barro con su majadero de boj? En ese mortero podríais majar sin hacer ruido.

-Hacen ruido majando porque es preciso majar en el almirez.

-¿Y por qué es preciso majar en el almirez?

-Porque hay cosas que no se pueden majar en el mortero de barro.

-¿Y qué cosas son esas?

-Lo que estarán majando ahora: pimienta, por ejemplo. El morterito de barro hace días que lo hemos comprado.

-¡Ah, no recordaba! Se me van las especies: pero del suceso que voy a narraros conservo intactos todos los pormenores. ¿Y sabéis vosotras que estoy por no contaros nada? Dudo un momento: ello por una razón obvia; lo que a mí me parece sustancial, acaso os perezca a vosotras insignificante. No me digáis que no; no mováis la cabeza de un lado a otro y no sonriáis. Conozco lo que es la imaginación femenina: sé que cuando se la estimula, ya no puede contenerse; anda descarriada. Eso puede acontecer en el caso prensente. Aparte de que yo os diré la verdad de lo ocurrido, sin veladuras, sin requilorios; luego vosotras le pondréis arrequives que la festonea. Y tendremos una versión más corriendo por el mundo. Antes de entrar de lleno en el asunto deseo, como proemio, deciros algo que me ocurrió estando en una venta, un día que me encaminaba a Sevilla; me aposentaron en un camaranchón, con una cama de tablas. No me importaba a mí el desacomodo del hospedaje; acostumbrado estoy a vivir estrechamente; iba yo devanando en el magín el desenlace de una novela que había comenzado en Madrid: no daba en el quid. De pronto, al asomarme a la ventana y contemplar el paisaje de vastas tierras paniegas, con el verde alcacel por tapiz, vi con toda claridad lo que no podía desentrañar. Y ese episodio era, en verdad, un suceso magno para mí.

(Se oyen fuertes martillazos; vuelve a suspender su relato Cervantes: se cambian preguntas y respuestas entre el narrador y su público.)

-¿Quién da esos martillazos?

-Juan el cerrajero.

-¿Y por qué da martillazos Juan el cerrajero?

-Tú mismo has dicho varias veces que lo llamáramos.

-¿Y para qué hemos llamado a Juan el cerrajero?

-Para que arregle los goznes de la puertecita del corredor.

-¿Tiene algo que arreglar la puertecita del corredor?

-Lo has visto tú mismo infinidad de veces.

-¿Qué es lo que he visto yo?

-Has oído que chirriaban los goznes y has visto que estaban herrumbrosos.

-¿Y por eso habéis hecho que venga Juan el cerrajero?

-Supongo que no querrías que viniera para otro menester ajeno a su oficio.

-¡Ah, es verdad! Tan verdad como lo que voy a contaros; os lo estoy contando hace una hora y todavía no he pasado del introito. Debéis perdonarme: suelo tener estas olvidanzas. Digo olvidanzas, a lo antiguo, cuando había caballeros andantes, porque me acuerdo de mi Don Quijote. Y me acuerdo porque cuando Sancho, después de dimitir su cargo de gobernador, emprendió el camino y cayó en una sima, escribí que andaba por sus profundidades «a veces a oscuras y a veces sin luz». Quería yo decir que siempre caminaba envuelto en las tinieblas: no lo dije. Eso me va a pasar ahora: querré decir una cosa y la diré redundantemente, si es que, al cabo, logro desembuchar. Vamos a ver, ¿cómo os figuráis vosotras que es la aventura que os voy a contar? Sabéis lo que se corre por ahí: no seréis tan candorosas que prestéis asenso a las hablillas del vulgo, esos reportes son senei-[...]

-Las de la estación.

-Y ahora ¿en qué estación estamos?

-Pero, Miguel, ¿es que no sabes el día en que vives?

-¿Es que lo sabéis vosotras?

-Nosotras sabemos que hace un siglo que nos estás principiando a contar la verdad de lo ocurrido, y que esa verdad no llega.

-Si vosotras, como acabas de decir, hacéis un siglo de lo que es un momento, entonces no sabéis tampoco el día en que vivís. Pero continúo con mi relato. Las flores que vende ese florero me contraen a la realidad; vais a ver de qué modo. En las numerosas versiones del suceso que voy a narrar, desempeña un papel importante una flor. ¿Qué flor era esa? Unos dicen que [...]




ArribaLa jaula de oro

El Español, 14-IV-1945


El centenario del nacimiento de Verdaguer está a la vista: ya se ha hablado en Madrid de esta conmemoración; lo ha hecho Melchor Fernández Almagro. En Cataluña se celebrarán diversos actos; Jacinto Verdaguer es uno de los más altos líricos catalanes. Habrá de hablarse de la vida y de la obra de Verdaguer. Cuando se hable de la vida, se tendrá que tocar el conflicto del poeta. ¿Y cómo será tratado ese punto doloroso? ¿Qué habrá que alegar en favor de Verdaguer y en favor de sus favorecedores? Se impondrá, desde luego, sumo tacto al tratar de cosas tan delicadas. Jacinto Verdaguer habló en su día; hablaron asimismo los protectores del poeta o sus representantes. ¿Se llegó a una concordia? ¿Se puede llegar ahora? El poeta fue capellán de un trasatlántico; fue a América y tornó de América. Cuando se cansó del mar, quienes le protegían le dieron albergue en su palacio. Y aquí comenzó el drama de Verdaguer. ¿Cuál fue ese drama? ¿Cómo se desenvolvió ese drama? No nos incumbe ahora el dilucidar esa ardua cuestión; solo queremos salir al paso a un asunto del que se origina el resto del conflicto. Como cohonestación suprema y definitiva, Verdaguer ha dicho que él «no ha nacido para cantar en jaula de oro». El tópico es antiguo; no le pertenece a Verdaguer; lo ha usado, por ejemplo, el autor de la Epístola moral; lo ha usado, no con referencia directa a su persona, sino indirectamente, refiriéndose a un ruiseñor. El poeta dice que más precia un ruiseñor su pobre nido, que vivir aprisionado en jaula de oro, para regalo de un príncipe. Lo que en Verdaguer es exacto, exacto como imagen, es inexacto en el autor de la Epístola, sea quien sea. El ruiseñor no sabe que la jaula es de oro; lo mismo le da que sea de oro que de hierro; lo esencial es que él está prisionero. Y tampoco sabe que es un príncipe o un pechero quien le escucha; estas cosas no las saben ni los ruiseñores ni las más modestas aves. Pero sigamos adelante con nuestra exégesis del poeta.

¿Ha cantado alguna vez prisionero en jaula de oro Jacinto Verdaguer? Si esa es la excusa concluyente del poeta, la que las encierra todas, de la cual se derivan todas, forzoso será declarar que el fundamento de las quejas no es exacto. Si a Cervantes le hubieran ayudado verdaderamente, con ayudas bastantes, algunos de sus protectores, incluso teniéndole en su palacio, el de Lemos o el de Sandoval, ¿podría decir Cervantes que estaba prisionero en una jaula? ¿Podría decir, como Lope de Vega, que ha cantado para el «babilonio vil»? El babilonio vil, en Lope, es el burgués moderno, el no comprensivo burgués. Lope no ha cantado para ese burgués -era un aristócrata- estando en una jaula. Cervantes, hospedado hipotéticamente, no realmente como Verdaguer, tampoco podría quejarse si lo hubieran dejado en libertad de cantar lo que quisiera, como dejaron a Verdaguer. Porque esta es la cuestión: ¿en qué se coaccionaba a Verdaguer? ¿Cómo se hacía para que el palacio fuera una jaula de oro, es decir, una prisión? Verdaguer tenía sus habitaciones; su única condición era la de celebrar la cotidiana misa; distribuía también las limosnas de la casa. Escribía lo que deseaba; no tenía que escribir al dictado; nadie le imponía temas. Tan libre como en palacio era en su inspiración. Verdaguer era de una delicadísima sensibilidad; sensibilidad en ocasiones exasperante; su lirismo procede, no de los libros, no de la vida, no de la experiencia, sino del propio y libre sentir. Sin esa libertad en el sentir, el lirismo de Verdaguer no hubiera podido darse. En el mismo caso de la jaula de oro, Cervantes no hubiera podido tampoco mostrarnos la riqueza de su imaginación. No había, por tanto, limitación en cuanto a Verdaguer. No la habría tampoco, en cuanto a Cervantes, albergado por Lemos o Sandoval, y contando con todas las libertades que su imaginación implica.

La jaula de Cervantes era otra; la jaula de Verdaguer era otra también. La de Cervantes no le impedía, con todo, escribir, es decir, cantar; era la pobreza esa prisión. La jaula de Verdaguer era su irresistible ímpetu vital, no las coacciones más o menos suaves que le forzaran. Y ahora cabe preguntar: sin ese impulso irreprimible, que Verdaguer, por exculpación suya, llama jaula, ¿tendríamos poeta? Lo fatal era el patrimonio de Verdaguer: lo fatal, estando en un palacio o en una choza. Sin ese destino fatal, ¿hubiera sido Verdaguer autor de tanta maravilla? Todo está encadenado en la vida, lo que parece más inconexo tiene su conexión profunda. No se trata de negar el libre albedrío. «Parte somos, y no pequeña, de las cosas -escribe Saavedra Fajardo-; aunque se dispusieron sin nosotros, se hicieron con nosotros». Y añade el autor que «no podemos romper aquella tela de los sucesos tejida en los telares de la eternidad; pero pudimos concurrir a tejerla». ¿En qué parte ha tejido su tela Jacinto Verdaguer? ¿Y en qué medida esa tela ha sido tejida para él? La jaula de oro, la jaula de sus propios instintos, ¿hasta qué punto se la ha fabricado a sí mismo Jacinto Verdaguer?





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