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ArribaAbajoUna noche de vela


ArribaAbajo- I -

El enfermo



ArribaAbajo


¡Oh variedad común, mudanza cierta!
¿quién habrá que en sus males no te espere,
quién habrá que en sus bienes no te tema?


ARGENSOLA.                


Doy por supuesto que todos mis lectores conocen lo que es pasar una noche en un alegre salón, saboreando las dulzuras del Carnaval, en medio de una sociedad bulliciosa y partidaria del movimiento; quiero suponer que todos o los más de ellos comprenden aquel estado feliz en que constituyen al hombre la grata conversación con una linda pareja, el ruido de una orquesta armoniosa, el resplandor de la brillante iluminación, la risa y algazara de todos aquellos grupos, que se mueven, que se cruzan, que se separan, y que luego se vuelven a juntar. Quiero igualmente sospechar, que concluido el baile y llegada la hora fatal del desencantamiento, alguno de los concurrentes, lleno el corazón de fuego y la cabeza de magníficas ilusiones, reconcentrado su sistema vital en el interior de su imaginación, no haya hecho alto en la exterioridad de su persona; no haya reparado en la humedad de su frente, en la dilatación de sus poros, en el ardor exagerado de su pulmón; y que tan sólo ocupado en sostener una blanca mano para subir a un coche o en aguardar el turno para reclamar su capa en un frío callejón, apenas haya reparado que el sudor de su rostro se ha enfriado, que su voz se ha enronquecido, que su pecho y su cabeza van adquiriendo por momentos cierta pesadez y malestar.

Doy por supuesto que el tal, de vuelta a su casa, sienta unos amables escalofríos, amenizados de vez en cuando con una tosecilla seca, sendos latidos en las sienes, y un cierto aumento de gravedad en la parte superior de su máquina, que apenas lo permite tenerse en pie. Quiero imaginar que le asaltan las primeras sospechas de que está malo, y que tiene que transigir por lo menos con una fuerte constipación; que se mete en la cama, donde lo coge un involuntario y frío temblor, y luego un ardor insoportable; pero se consuela con que, merced a un vaso de limonada o un benéfico sudor, bien podrá estar a la noche en disposición de repetir la escena anterior. Supongo, por último, que esta esperanza se desvanece; pues ni el sudor ni el sosiego son bastantes a devolverle la perdida salud, con lo cual, y sintiéndose de más en más agravado, hace llamar a su médico, quien después de echarlo un razonable sermón por su imprudencia, le dice que guarde cama, que se abstenga de toda comida, y que beba no sé qué brebajes purgativos, intermediados de cataplasmas al vientre, y realzado el todo con sendos golpes de sanguijuelas donde no es de buen tono nombrar. Remedios únicos en que se encierra el código de la moderna escuela facultativa; y que parecen ser la panacea universal para todos los males conocidos.

Pues bien; después de supuesto todo esto, quiero que ahora supongan mis lectores, que el sujeto a quien acontecía aquel desmán era el condesito del Tremedal, sujeto brillante por su ilustre nacimiento, sus gracias personales, su desenfadada imaginación y una cierta fama de superioridad, debida a las conquistas amorosas a que había dado fin y cabo en su majestuosa carrera social. Cualidades eran éstas muy envidiables y envidiadas; pero que para el paso actual no lo servían de nada; preso entre vendas y ligaduras, inútil y agobiado, ni más ni menos que el último parroquiano del hospital.

Mediaba, sin embargo, alguna diferencia en la situación exterior de nuestro conde, si bien su naturaleza interior revelaba en aquel movimiento su completa semejanza con los seres a quienes él no hubiera dignado compararse. Hallábase, pues, en su casa, asistido más o menos cuidadosamente, en primer lugar por su esposa, joven hermosa y elegante, de veinticuatro abriles, que si no recordaba a Artemisa, por lo menos era grande apasionada de las heroínas de Balzac.

Luego venía en la serie de sus veladores un íntimo amigo, un tercero en concordia de la casa; militar cortesano; cómplice de las amables calaveradas del esposo; encargado de disimular su infidelidad y tibieza conyugal; de suplir su ausencia en el palco, en el salón, en las cabalgatas; depósito de las mutuas confianzas de ambos consortes, y mueble, en fin, como el lorito o el galgo inglés, indispensable en toda casa principal y de buen tono.

En segundo término del cuadro, ofrecíase a la vista una hermana solterona del conde, que según nuestras venerandas sabias leyes, estaba destinada a vegetar modestamente, por haber tenido la singular ocurrencia de nacer hembra, aunque fruto de unos mismos padres, e igual a su hermano en sangre y derechos naturales. Añádase a esta injusticia de la ley la otra injusticia con que la naturaleza la había negado sus favores, y se formará una idea aproximada de la cruel posición de esta indefinida virgen, con treinta y dos años de expectativa y donde además de un gran talento, y que no sé si es ventaja al que nace infeliz y segundón. En compensación, empero, de tantos desmanes, todavía podía alimentarse en aquel pecho alguna esperanza, hija de la falta de descendencia del conde, esperanza no muy moral en verdad, pero lo suficientemente legal para prometerse algún día ocupar un puesto distinguido en la sociedad.

Rodeaban, en fin, el lecho del enfermo varios parientes y allegados de la casa. Una tía vieja, viuda de no sé qué consejero, y empleada en la real servidumbre; archivo parlante de las glorias de la familia; cadáver embalsamado en almizcle; figura de cera y de movimiento; tradición de la antigua aristocracia castellana; y ceremonial formulado de la etiqueta palaciega. Un ayuda de cámara, secretario del secreto del señor conde, su confidente y particular favorito para todas aquellas operaciones más allegadas a su persona. Varias amigas de la condesa y de su cuñada, muchachas de humor y de travesura, con sus puntas do coquetería. Un vetusto mayordomo disecado en vivo, vera efigie de una cuenta de quebrados; con su peluca rubia, color de oro; su pantalón estrecho como bolsillo de mercader; su levita de arpillera; su nudo de dos vueltas en la corbata; el puño del bastón en forma de llave; los zapatos con hebilla de resorte; un candado por sellos en el reloj, y éste sin campanilla, de los que apuntan y no dan; persona, en fin, tan análoga a sus ideas, que venía a ser una verdadera formulación de todas ellas, un compendio abreviado de su larga carrera mayordomil.

El resto del acompañamiento componíanlo tal cual elegante doncel que aparecía de vez en cuando para informarse de la salud de su amigo el condesito; tal cual vecina charlatana y entrometida que llegaba a tiempo de proponer un remedio milagroso, o verter una botella de tisana, o destapar distraída un vaso de sanguijuelas; el todo amerizado con el correspondiente acompañamiento de médicos y quirúrgicos; practicantes y gentes de ayuda; criados de la casa, porteros, lacayos, niños, viejas y demás del caso.

¡Ah! se me había, olvidado; allá en lo más escondido de la alcoba, como el que se aparta algunos pasos de un cuadro para contemplar mejor su efecto de luz, se veía un hombre serio, triste y meditabundo, que apenas parecía tomar parte en la acción, y, sin embargo moderaba, su impulso; el cual hombre, según lo que pudo ayer averiguarse, era un antiguo y sincero amigo de la familia, a quien el padre del conde dejó encomendado éste al morir; que le quería entrañablemente; pero que más de una vez llegó a serle enojoso con sus consejos; francos y desinteresados; pero en aquella ocasión el pobre enfermo se hallaba naturalmente más inclinado a él, y no una vez sola, después de recorrer la desencajada vista por todos los circunstantes, llegaba a fijarla largo rato en aquella misteriosa figura, la cual correspondía a su mirada con otra mirada, y ambas venían a formar un diálogo entero.






ArribaAbajo- II -

Junta de médicos


Era, según los cómputos facultativos, el séptimo día, digo mal, la séptima noche de la enfermedad del conde. Su gravedad progresiva había crecido hasta el punto de inspirar serios temores de un funesto resultado. El médico de la casa había ya apurado su ordinaria farmacopea, y temeroso de la grave responsabilidad que iba a cargar sobre su única persona, determinó repartirla con otros compañeros que, cuando no a otra cosa, viniesen a atestiguar que el enfermo se había muerto en todas las reglas del arte. Para este fin propuso una Junta para aquella noche, indicación que fue admitida con aplauso de todos los circunstantes, que admiraron la modestia del proponente, y se apresuraron a complacerle.

Designada por el más antiguo en la facultad la hora de las ocho de aquella misma noche para verificar la reunión, viéronse aparecer a la puerta de la casa, con cortos minutos de diferencia, un birlocho y un bombé, un cabriolé y un tilbury; ramificaciones todas de la antigua familia de las calesas, y representantes en sus respectivas formas del progreso de las luces, y de la marcha de este siglo correntón.

Del primero (en el orden de antigüedad) de aquellos cuatro equipajes, descendió con harta pena un vetusto y cuadrilátero doctor, hombre de peso en la facultad, y aún fuera de ella; rostro fresco y sonrosado, a despecho de los años y del estudio; barriga en prensa, y sin embargo fiera; traje simbólico y anacronímico, representante fiel de las tradiciones del siglo XVIII, bastón de caña de Indias de tres pisos, con su puño de oro macizo y refulgente; y gorro, en fin, de doble seda de Toledo, que apenas dejaba divisar las puntas del atusado y grasiento peluquín.

Seguía el del bombé; estampa grave y severa; ni muy gorda, ni muy flaca, ni muy antigua, ni muy moderna; frente de duda y de reflexión; ni muy calva ni con mucho pelo; ojo anatómico y analítico; sencillo en formas y modales como en palabras; traje cómodo y aseado, sin afectación y sin descuido; sin sortija ni bastón, ni otro signo alguno exterior de la facultad.

El cabriolé (que por cierto era alquilado), produjo un hombre chiquitillo y lenguaraz, azogado en sus movimientos e interminable en sus palabras; descuidado de su persona; con el chaleco desabotonado, la camisola entreabierta, o inclinado hacia el pescuezo el lazo del corbatín. Éste tal no llevaba guantes para lucir cinco sortijas de todas formas, y su correspondiente bastón, con el cual aguijaba al caballejo (que por supuesto no era suyo), y llegado que hubo a la casa, saltó de un brinco a la calle, y subió tres a tres los peldaños de la escalera.

El cuarto carruaje, en fin, el tílbury, lanzó de su seno un elegante y apuesto mancebo, cuyos estudiados modales, su fino guante, sus blancos puños, su bien cortada levita, el aseo y primor, en fin, de toda su persona, representaba al físico viajador, culto y sensible, el médico de las damas; su semblante juvenil, sobradamente severo para su edad, revelaba el deseo de sobreponerse a ella, afectando un si es no es de gravedad científica y de profunda reflexión que no decía bien con el complicado nudo de su corbata; si bien su mirar profundo y animado, daba luego a conocer un alma bien templada para el estudio y entusiasmada con la idea de un glorioso porvenir.

Después del reconocimiento y de las preguntas de estilo, a que contestaba como sustentante el médico de cabecera, quedaron, pues, los cinco doctores instalados en un gabinete inmediato para tratar de escogitar los medios de oponerse al vuelo de la enfermedad. Animados por este filantrópico deseo, la primera diligencia fue pasar de mano en mano petacas y tabaqueras, hasta quedar armónicamente convenidos, cuál con un purísimo cigarro de La Habana; cuál con un abundante polvo de aromático rapé.

El primer cuarto de hora se dedicó, como es natural a pasear el discurso sobre varias materias, todas muy interesantes y oportunas; tales como la rigidez del invierno, las muchas enfermedades y la aperreada vida que con tal motivo cada cual decía traer. Allí era el oír asegurar a uno que a la hora presente llevaba ya arrancadas catorce víctimas a las garras de la muerte; allí el afirmar muy seriamente otro que aquella noche había estado de parto; cuál limpiándose el sudor repetía el discurso que acababa de pronunciar en una junta; cuál otro metía prisa a los demás por tener, según decía, que contestar a cuatro consultas por el correo.

Después de compadecerse mutuamente, entraron luego a compadecerse de sus caballos y de sus míseros carruajes, amenizando el diálogo con la historia de sus compras, cambios y composturas, y el interesante presupuesto de sus gastos; y de aquí vino a rodar el discurso sobre el obligado clamor de la escasez de los tiempos, y las malas pagas de los enfermos que sanaban, y el escaso agradecimiento de los que morían. A propósito de esto, tomó la palabra el rostriseco, y habló de las elecciones, y analizó largamente los últimos partes del ejército, a que contestaron los demás con la mudanza del ministerio, y el resultado de la última interpelación.

Después de haber discurrido largamente por estos alrededores de la facultad, pensaron que sin duda sería ya tiempo de entrar de lleno en ella, y empezaron a disertar sobre la causa posible de las enfermedades, colocándola unos en el estómago, otros en la cabeza, cuál en el hígado, y cuál en el tobillo del pie.

Aquí hubo aquello de defender cada cual su sistema médico favorito, y se declaró el viejo fiel partidario de los antiguos aforismos, y del tonífico método de Juan Brown; a lo que contestó el serio con toda una exposición del sistema fisiológico, y del tratamiento antiflogístico y de la dieta de Broussais. Replicó el tercero (que era el pequeño) con una descarga cerrada de burletas y sinrazones contra todos los antiguos y futuros sistemas, diciendo que para él la medicina era una adivinanza hija de la casualidad y de la práctica; y que sólo empíricamente podía curarse, por lo cual no admitía sistema fijo, y que si tal vez se inclinaba a alguno, parecíale mejor que ningún otro el de Mr. Le-Roy, por lo heroico y resolutivo de su procedimiento. Una ligera sonrisa de desdén que se asomó a los labios del físico elegante, bastó para dar a conocer la superioridad en que se colocaba a sí mismo sobre todos sus compañeros; si al mismo tiempo no hubiera querido consignarla con la palabra, exponiendo científicamente los errores de los diversos sistemas anteriores, y la filosofía de un nuevo descubrimiento a que él como joven se hallaba naturalmente inclinado, esto es, la medicina homeopática del doctor Hannemann.

Aquí soltó el vicio una carcajada, y el chiquito lanzó varios epigramas sobre el sistema de curar las enfermedades con sus semejantes, preguntándole si como decía Talleyrand, acostumbraba cortar la pierna buena pata curar la mala, con otras sandeces que irritaron la bilis del homeopático, y descargó una furibunda filípica contra los charlatanes que, según dijo, deshonraban la noble ciencia de Esculapio; a lo cual el Brusista trató de aplicar sus emolientes, y el antiguo Galeno dar un nuevo tono a la desentonada conversación.

En esto uno de los circunstantes (que sin duda debió ser el adusto incógnito de que antes hicimos mención), tuvo la descortesía de abrir despacito la vidriera del gabinete, para advertir a aquellos señores que el pobre enfermo se agravaba por instantes, y preguntarles si habían acordado a buena cuenta alguna cosa que poder aplicarle, mientras llegaba la resolución formal de aquella cuádruple alianza. -Los doctores quedaron como embarazados a tan exótica demanda; pero en fin, salieron de ella diciendo: que hiciesen saber al enfermo que tuviese un poquito de paciencia para morirse; porque ellos a la sazón estaban formalmente ocupados en salvarle, y mientras tanto que esto hacían, formaban sinceros votos por su alivio, y sentían hacia su persona las más fuertes simpatías. Con lo cual el interpelante volvió a retirarse a comunicar al enfermo tan consoladora respuesta de aquel arcopago doctoral.

Declarando el punto suficientemente discutido, respecto al diagnóstico y el pronóstico, vinieron por fin a proponer la curación, y fiel cada cual a sus respectivos métodos, indicaron, el Browinista, un tonífico récipe de treinta y dos ingredientes entre sólidos y líquidos; pero con la condición de tenerlo todo cuarenta y ocho horas en infusión, y que se había de hacer precisamente en la botica de la calle de... y entre tanto que la muerte tuviese la bondad de aguardar. -El alumno de Broussais sostuvo que a beneficio de seis docenas de sanguijuelas y cuatro sangrías se cortaría el mal, y que para sostener las fuerzas del enfermo no había inconveniente en administrarle de vez en cuando algún sorbo de agua engomada, o un azucarillo. -El homeopático puso a discusión la aplicación de la vigesimillonésima parte de un grano de arena, disuelto en tinaja y media de agua del Rhin, con lo cual se habían visto pasmosas curaciones en el hospital de Meckelembourg-Strelitz. -El empírico, en fin, propuso que el enfermo se levantara y saliese a paseo, tomando únicamente de dos en dos horas catorce cucharadas del vomi-toni-purgai-velocífero de Le-Roy.

Dejo pensar a mis lectores la impresión que semejantes propuestas harían respectivamente en el ánimo de todos los doctores; por último, viendo que ya era pasada la hora, y que otros mil enfermos reclamaban el auxilio de su ciencia, convinieron en que, supuesto que el médico de cabecera había seguido su sistema con este parroquiano, cada uno continuase haciendo lo propio con los suyos; con que, después de acordar por la forma unos nuevos sinapismos y no sé qué purga, decidieron unánimemente, que sería bueno que el enfermo fuese preparando sus papeles, por si acaso le tocaba marchar en el próximo convoy; todo lo cual dijeron con aire sentimental a aquel señor feo de cara de que queda hablado; y después de asegurarle del profundo acierto con que el médico de la casa dirigía la curación, recibieron de manos del mayordomo sendos doblones de a ocho, y marcharon contentos a continuar sus graves ocupaciones.




ArribaAbajo- III -

El testamento


Aquella noche, como la más decisiva e importante, se brindaron a quedarse a velar al enfermo casi todos los interlocutores de que queda hecho mención al principio de este artículo; y convenidos de consuno en reconocer por jefe de la vela al severo anónimo, pudo éste dar sus disposiciones para que cada uno ocupase su lugar en aquella terrible escena. Hízose pues, cargo del improvisado botiquín, que en multitud de frascos, tazas y papeletas se ostentaba armónicamente sobre mesas y veladores; clasificó con sendos rótulos la oportunidad de cada uno; dio cuerda al reloj para consultarle a cada momento, y escribió un programa formal de operaciones, desde la hora presente hasta la salida del sol.

La vieja tía, por su parte, envió a su lacayo por la escofieta y el mantón, y sacó de su bolsa un rosario de plata cargado de medallas, y un elegante libro de meditación, encuadernado por Alegría. La juventud de ambos sexos, dirigida por el amable militar, se encargó de distraer a la condesita y su hermana, llevándoselas al efecto a un apartado gabinete, donde para enredar las largas horas de la noche y conjurar el sueño, improvisaron en su presencia una modesta partida de ecarté. El mayordomo, el ayuda de cámara, acompañados de la turba de familiares, quedaron en la alcoba a las órdenes del jefe de noche, para alternar armónicamente en la vela.

Todo estaba provisto con un orden verdaderamente admirable, cada cual sabía por minutos la serie de sus obligaciones, y durante la primera hora todo marchó con aquella armonía y compás con que suelen las diversas ruedas y cilindros de una máquina al impulso del agente que los mueve. La vieja, rezaba sus letanías, y aplicaba reliquias y escapularios a la boca del enfermo; el mayordomo recibía de manos de los criados las medicinas, y las pasaba al ayuda de cámara, el cual las hacía tomar al paciente; uno revolvía a éste en su lecho, otro ahuecaba las almohadas y extendía los sinapismos; el incógnito, en fin, velaba sobre todos y corría de aquí para allí para que nada faltase a punto.

Entre tanto en el gabinete del jardín el alumno de Marte redoblaba sus agudezas para distraer a las señoras; aplicaba bálsamos confortantes a las sienes de la condesita, sostenía los almohadones, y de paso, la cabeza que en ellos se apoyaba, y con el noble pretexto de evitar un acceso nervioso, tenía entrambas manos fuertemente estrechadas en las suyas.

De pronto un fuerte desmayo acomete al enfermo; suenan voces y campanillas; y los que jugaban en el gabinete, y los que charlaban en la sala, y los mozos que dormían en los colchones improvisados, todos se mueven apresurados, y corren a la alcoba. El enfermo, sostenido por su buen amigo, yace desfallecido e inerte; los circunstantes prorrumpen en diversas exclamaciones. -«¡El médico, llamar al médico!» -«¡El confesor! -¡El escribano!»

Cuál saca un pomo de álcali y casi se lo introduce por la nariz, cuál acude diligente, con una estopa encendida para aplicársela alas sienes; éste le frota los pulsos con agua balsámica de la Meca, y espuma de Venus que encuentra en el tocador de la señora; aquél va a la cocina por vinagre, y viene diligente a rociarle la cara con el aderezo completo de la ensalada. Entre tanto las mujeres chillan: -¡Pobrecito! -¡Se ha muerto! -Los hombres imponen silencio a voces -La vieja reza en alto un latín que no le entendiera el mismo San Gerónimo -La señora se desmaya y cae redonda... en un mullido sofá.

El peligro y atención se dividen entonces; los unos abandonan al conde; los otros corren a la condesa; los agudos chillidos de ésta despiertan, en fin, a aquél de su letargo; abre los desencajados ojos; mira en derredor de sí y se ve rodeado de figuras angustiosas, que le miran ya como cosa del otro mundo, y empiezan a contemplarle con aquel silencioso respeto con que se contempla a un cadáver.

Allá en el fondo, y detrás de aquellos grupos misteriosos, se deja ver un hombre melancólico y de mirar sombrío, que aparece allí como el precursor de la muerte, como el avanzado portero de las puertas de la eternidad. Aquel hombre siniestro había sido introducido con precaución en la alcoba por el viejo mayordomo, que hablaba con él en voz baja, después de haber dicho dos palabras al oído de la señora, y hecho tres profundas cortesías a la hermana del conde.

Algún tanto despejado ya éste, no sé bien si por prudencia o por precepto, fueron desapareciendo de la alcoba todos los circunstantes, a excepción del jefe de la vela, el mayordomo y su misterioso compañero.

-Aquí tiene usía, señor conde, a nuestro honrado secretario el señor D. Gestas de Uñate, que viene a informarse de la salud de usía, y de paso a saber si a usía se le ofrece alguna cosa en que pueda complacerle.

-¡Ay Dios! (exclamó el conde). ¡El escribano! me muero sin remedio.

-¿Quién dice tal cosa, señor conde? (interrumpió el escribano), yo sólo vengo a ley de buen servidor de usía, a ponerme a sus órdenes y ofrecerle mi inutilidad. No es esto decir que usía hiciera mal en haber pensado en mi ministerio antes de ahora, porque al fin, todos somos mortales, y cuando el hombre tiene arreglados sus negocios...-

El severo velador del conde había guardado silencio durante esta corta escena, como sorprendido de la audacia del mayordomo, y penetrado de la misma idea terrible que había asaltado al conde; sin embargo, no dejó de reconocer que en el estado en que éste se hallaba, acaso aquel paso tenía más de prudente que de audaz, por lo cual trató de poner en la balanza todo su influjo para inclinar al conde a someterse a aquel terrible deber.

No tardó éste en ceder a los consejos de la amistad y a lo crítico de los momentos, y significando por señas su resignación, dio orden al mayordomo de que abriese cierto bufete, donde hallaría un pliego cerrado que contenía su última voluntad, el cual formalizase con todas las cláusulas necesarias, y él lo firmaría después. -«Pero por Dios (añadió), que nadie se entere de mis secretos hasta después de mi muerte; este amigo, (dirigiéndose el incógnito), el mayordomo y el ayuda de cámara, pueden ser los únicos testigos, y les reclamo la observancia de mi encargo».




ArribaAbajo- IV -

La sucesión


Aquellas tres cortesías del escribano y del mayordomo a la hermana del conde, habían también hecho variar el espectáculo del retirado gabinete del jardín. Los amables interlocutores que en él se reunían, arrancados a sus ilusiones por la escena del último amago de la muerte, empezaban a creer de veras su posibilidad, y a calcular las consecuencias naturales en aquella casa. La próxima viuda, sin tanto aparato de desmayos, empezaba ya a manifestar una verdadera inquietud, en tanto que por un movimiento eléctrico los vaporosos ataques habíanse inoculado en la persona de la hermana, para quien las ya dichas cortesías del mayordomo y escribano acababan de darla a sospechar un magnífico porvenir.

Los cuidados de todos los circunstantes se convirtieron, como era de esperar, hacia el nuevo peligro, hacia la nuevamente acometida; y a pesar de que los visajes de su feo rostro, fuertemente contraído en todas direcciones, pusieran espanto al hombre más audaz y denodado, y por más que formase un admirable contraste la sentimental y ya verdadera tristeza de la hermosa faz de la condesita veíase ésta sola, por una de las anomalías tan frecuentes en este pícaro mundo, al paso que todos se apresuraban a reunirse en grupo auxiliador en derredor de la presunta heredera... ¡Oh leyes! ¡Oh costumbres!...

Al frente de todos aquellos celosos servidores distinguíase el mismo joven militar favorito de la condesa que poco antes no parecía existir sino para ella, y ahora olvidando sus gracias, y cerrando los ojos sobre la triste figura de la cuñada, se apresuraba a sostener a ésta, a consolarla, y yacía arrodillado a sus pies, estrechando su mano y aparentando toda la desesperación de un romántico dolor... La convulsa heredera, sensible sin duda a esta súbita expresión de un género tan nuevo para ella, hizo un paréntesis a su terrible accidente; entreabrió sus cerrados párpados, dirigió sus hundidas pupilas al amable interpelante, y con un gesto inexplicable en que se retrataba la caricatura del dolor, correspondió con un suspiro a otro suspiro, y abandonó sus manos a los labios del joven triunfador; éste entonces, alzando la osada frente en señal de su próxima apoteosis, pascó sus miradas por todos los circunstantes con una sonrisa de desdén; pero al llegar a fijarlas en los hermosos ojos de la futura viuda, no pudo menos de bajar los suyos entre dudoso y turbado.

En este momento la puerta del gabinete se abre. -El escribano, el mayordomo y el ayuda de cámara se presentan, siguiendo al amigo incógnito. Éste, procurando contener su conmoción, manifiesta a los circunstantes que su amigo el conde había dejado de existir... Todos se agrupan en torno de la nueva condesa... El escribano lee entonces el testamento, y la decoración vuelve a cambiar... El conde declara en él tener un heredero natural, habido en una de sus varias excursiones amorosas antes de contraer su matrimonio; pedía perdón a su esposa por este secreto, y la encargaba la tutela y dirección de su legítimo heredero; en cuanto a su hermana, la dejaba pasar tranquilamente a ocupar un vástago lateral en el tronco genealógico.

De esta manera nacieron, se manifestaron y desaparecieron como el humo tantas esperanzas y quiméricos proyectos; y la luz matinal, que ya empezaba a iluminar aquella estancia, vino a poner en manifiesto el desengaño de aquellos desengañados semblantes; amigos y dependientes rodearon a la condesa viuda, tutora y gobernadora; y cada cual se esforzaba en manifestarla su no interrumpida adhesión, y a proponerla varios planes halagüeños; pero el severo velador valiéndose de una persuasiva influencia, la aconsejó por entonces lo único que podía aconsejarla, y era que se retirase a descansar. Hízolo así, con lo cual todos los circunstantes fueron desapareciendo. Y luego que quedó solo el incógnito, se arrimó a un bufete, tomó una pluma, escribió largo rato, puso al principio de su discurso este título: «Una noche de vela», y al final de ella estampó esta firma,

EL CURIOSO PARLANTE.






ArribaAbajoDe tejas arriba


ArribaAbajo- I -

Madre Claudia



»...a tus tiernas palomillas
el velo peligroso las rehúses;
   que andan muchos azores por asillas
de cuyas uñas penden los despojos
de otras aves incautas y sencillas».


BARTOLOMÉ DE ARGENSOLA.                


Dios sea en esta casa.

-Y en la de V., buena madre; santas noches, ¿qué se ofrece?

-Nada hijo, sino venir en cuerpo y en ánima a ponerme al su mandar, como vecinos que somos, y amigos que, Dios mediante, tenemos que ser.

-Por muchos años; y ya veo que si no me engaña el corazón estoy hablando con la señora Claudia, la que viene a habitar la buhardilla número 7.

-Doña Claudia me llamaron en el siglo, y esa misma soy, en buen hora lo cuente; pero tal me verás que no me conocerás, y yo misma me tiento y no me encuentro; ¡cosas del mundo!; hoy por ti, mañana por mí; y como dijo el otro, abájanse los adarves y álzanse los muladares; que hoy nadie puede decir de esta agua no beberé; y mientras la viuda llora, bailan otros en la boda... No digo todo esto por mal decir, que de menos nos hizo Dios, y viva la gallina y aunque sea con su pipita; sino explícolo para dar a conocer a vuesa merced, señor vecino, que aquí donde me ve con estos trapos, yo también fui persona, y no como quiera, sino como suele decirse empingorotada y de capuz... pero vive cien años y verás desengaños, y tras el día viene la noche, que lo que Dios da llevárselo ha, y el caballo de regalo suele parar en rocín de molinero.

Pero dejando esto a un lado, y viniendo a lo que importa, ¿qué tal va la parroquia en la tienda nueva? ¡Válgame Dios, y qué aseada y qué provista está de cuanto el Señor crió!... Tal me vea yo a la hora de mi muerte... ¿Es rosoli o aniseta?... gracias por el favor; ¡bien haya la Mancha, que da vino en vez de agua!... a la salud de ustedes, caballeros... ¡fuego de Dios y qué calorcillo tiene el espíritu!... ¡y qué bien le parecen esos dos mantecadillos que están diciendo «comedme»!... ¡Ah! si no estuviera tan atrasada en esto que ahora llaman el por supuesto, en Dios y mi ánima que no había de pedir ayuda para dar buena cuenta de ellos... apostaría que son obra de aquellas manecitas que con tanto salero hacen ahora saltar a la aguja... gracias, hija mía, por el favor... bien se la conoce que es hija de tal padre... ¡bendígala Dios, y qué hermosa es y qué garrida! ya me temo yo que han de llorar su venida todos los mozos del barrio.

-Gracias, madre Claudia.

-Bien hacéis, hija, en dar las gracias, que para eso las tenéis, y aun para quedaros después con ellas; ¡ay! quién me tornara a mí de ese talle y esa frescura, y no me robara la experiencia del mundo, que por el alma de mi padre que otro gallo me había de cantar y no me vería ahora en medio del arroyo, como quien dice; pero así somos todas; mientras nos reluce el pellejo poco consejo, y luego que vienen los años llorar por los que son idos... ¡Cuánto más valiera mascar mientras nos ayudan los dientes, y...! ¿no es verdad, hija mía?... ¿qué, no me entiendes? ¡picaruela! ¿pues a qué vienen esos colores que se te han asomado al rostro? Pero ¡pecadora de mí! ya veo que no conviene distraerte de tu labor, pues que te has picado con la aguja, y... ¡válgame Dios!... ¡qué no diera alguno que yo me sé bien, por atajar con su labios esa gota de coral!...

-¿Alguno, madre?

-Alguno digo, y no hay que hacerse la desentendida, sino ponerle el nombre que mejor le cuadre... pero bajemos la voz, que ya señor padre ha acabado de servir a los parroquianos y se viene derechito hacia nosotras; por fin, hija mía, más días hay que longanizas, y cuando queráis noticias de la tierra, sabed que allá cerca del cielo hay una vieja que os quiere bien; y ahora me voy, señor vecino, que ya ha acabado de ser noche y la vieja honrada su puerta cerrada, y cada uno en su casa y Dios en la de todos... A fe que ya me he de ver y de desear para subir la escalera, y a no ser un cuarto roñoso de Segovia que traigo aquí para trocarlo con un palmo de cerilla... ¿También ese favor?... muy obligada me voy, señor vecino; a bien que Dios es mayordomo de los pobres, y él se lo pagará con su tanto por ciento... Y pues ya me siento alumbrada por esas manos caritativas, iremos paso a paso caminando a mi chiscón, donde me espera el huso con deseos de bailar, y mi amigo Micifuz durmiendo al amor de la lumbre, si no es que se haya salido a los tejados en busca de las vecinas, salidas también como él; que amor con amor se paga, niña mía, y cuando nace él nace ella, y si no fuera por esto, ¿para qué estamos acá bajo los unos y las otras?... Conque buenas noches, vecino; y cuidado niña, que no hay que olvidar a quien bien nos quiere, y que cuando quieras tomarte el trabajo de llegar al último tramo de la escalera, sabrás muchas cosas y habilidades, así de punto y aguja como de cazo y sartén; que, gracias a Dios y a mis años, así me da el naipe para aderezar un guisado, como para coser un zurcido... Conque, adiós.

La buena vieja, dicho esto, salió por la puerta de la tienda que daba al portal, y después de persignada, y sosteniendo con la diestra mano la vacilante cerilla, colocada la siniestra entre ella y su rostro para evitar la ofuscación de sus resplandores, subió pausadamente los noventa y siete escalones que se contaban hasta su chiribitil, haciendo descanso en todas las mesetas o tramos de los diversos pisos. Y llegada que fue arriba, sacó de su faltriquera la llave, y con temblona dirección la encajó en la cerradura; reunió todas sus fuerzas para dar las vueltas, y la puerta se abrió; mas desgraciadamente con un impulso muy superior a la resistencia de la cerilla, la cual negó en aquel momento sus reflejos, quiero decir, que se apagó: y la vieja que entraba, y el gato que se esperezaba sobre el fogón se quedaron a buenas noches.




ArribaAbajo- II -

Las buhardillas


Algunos días eran pasados, y ya la buena madre sabía por puntos y comas las condiciones y semblanzas de todos sus convecinos, y más especialmente de aquella parte de la tripulación de la casa que, a hablar con propiedad, cobijaba bajo un mismo techo.

Este quinto estado de aquel mecánico artificio no distaba, como hemos visto, más que unos cien palmos de la superficie de la calle, y por lo tanto tocaba ya en la región de las nubes, con lo cual no habrá de extrañarse si tal cual tormenta solía de vez en cuando alterar la uniformidad de aquella atmósfera. Semejantes tormentas, de que apenas tenemos noticia los habitantes del centro, son harto frecuentes en las alturas; sino que nuestra pequeñez microscópica no sabe distinguirlas, o bien afectamos desdeñarlas por el ningún interés que nos inspiran; pero no han faltado por eso arriesgados aeronautas que ascendieron de intento a estudiarlas; y de uno de éstos, que logró bajar, aunque con una pierna menos, es de quien hube yo en confianza las noticias y observaciones que de suso y de yuso son y serán explicadas.

Dividíase, pues, el elevado recinto que queda señalado, en un doble callejón a diestra y siniestra mano, que prestaba paso y comunicación a ocho o diez celdillas o habitaciones, tan cómodas como cepo veneciano, y tan anchurosas como nichos de cementerio. En ellas, mediante sendos treinta reales nominales de alquiler mensual, habían hallado medio de colocarse otros tantos grupos de figuras, reducidas a tal extremo, cuáles por las desdichas pasadas, cuáles por las miserias presentes.

Sabía, por ejemplo, la madre Claudia, que en la primera buhardilla de la derecha conforme vamos, vivía un pobre empleado, entrado en nueve meses, reloj descompuesto apuntando a marzo, y con cuatro chiquillos por pesas, que tiraban hacia la próxima Navidad. Sabía que en la de más allá existía una honrada viuda, fuera de cuenta, clamando en vano por los dividendos del Monte Pío, y sustentada escasamente por el trabajo de tres hijas doncellas, que todo el mundo sabe lo que en estos tiempos vale una honrada doncellez. Más allá cobijaba con dificultad un matrimonio joven, zapatero y ribeteadora; él, mozo garrido, de chaquetilla redonda y sortija en el corbatín; ella airosa y esbelta estampa, de zagalejo corto y mantilla de tira.

En el agujero del rincón que formaba el ángulo de la casa, había entablado su laboratorio un químico de portal, gran confeccionador de agua de Colonia y rosa de Turquía, y bálsamo de la Meca, y aceite de Macasar; vendía además corbatines y almohadillas, fósforos y pajuelas, cajetillas y otros menesteres, para lo cual mantenía relaciones con todos los mozos de los cafés, y cuando esto no bastaba, corría con los empeños de alhajas, y negociaba por cuenta de algún anónimo cartas de pago y billetes del tesoro; o bien acomodaba sirvientes o limpiaba botas en el portal. Él, en fin, era un verdadero tipo de la industria fabricante y mercantil; y tan pronto se traducía en francés, como se trocaba en italiano; y ora se adornaba con un levitín blanco y una enorme corbata como il Dottore Dulcamara, ora corría las calles con sombrerito de calaña y agraciado marsellés.

Frontero de la habitación del químico, había dado fondo una física criatura, que sin más preparaciones que sus gracias naturales, era capaz de volatilizar la cabeza más bien templada. Valencia, el jardín de España, había sido la cuna de este pimpollo, y con decir esto no hay necesidad de añadir si sería linda, pues es bien sabido que en aquel delicioso país es más difícil encontrar una fea que en otros tropezar con una hermosa. El contar las aventuras por donde ésta había venido desde las riberas del Turia a las del Manzanares, y a las sombrías tejas de Madrid desde los pajizos techos del Cabañal, fuera asunto para más despacio; baste decir que vino ella o que la trajeron; y que la abandonaron o que se abandonó; en términos que en el día era tan romanescamente libre como la bella Esmeralda de Victor Hugo, aunque si va a decir la verdad, algo más positiva que ella; efectos todos del siglo prosaico en que vivimos, en el cual no se matan los hombres por las muchachas de la calle, ni se contentan éstas con bailar y tocar el pandero.

Pared por medio de la valenciana vivía un viejo adusto y regañón, escribiente memorialista a dos reales el pliego, que por el día detrás de su biombo en el portal, escuchaba las relaciones de los pretendientes, y les ensartaba memoriales y seguía correspondencia con media Asturias, y recibía las confesiones de todas las mozas del barrio; y sucedíale a veces, como veía poco, a pesar de los anteojos, trocar los frenos, quiero decir, los papeles, y asentar una declaración de amor en un pliego del sello cuarto, o pretender un estanquillo en una orla de corazones y Cupidos. Con lo cual, y otras desazones que le proporcionaba su oficio, que siempre venía a casa regañando, y como solterón y que no tenía mujer con quien pegarla, la solía pegar con toda la vecindad.

Últimamente, en el ángulo opuesto, y para que nada faltase a este risueño drama tenía su mansión un hombre de presa (corchete, que suele decir el vulgo), el cual cuando creía que nadie le miraba, solía hacer sus excursiones por el tejado a correr con los gatos, por inclinación y natural simpatía. Hombre de rostro enjuto y sospechoso, cuerpo sutil y mal configurado, manos negras como su ropilla, nariz torcida como la intención, antípoda del agua como un hidrófobo, amante del vino como el mosquito, vara enroscada como sus palabras, oído listo a las promesas y cerrado a las plegarias, multiplicado a veces como edición estereotípica, y tan invisible e impalpable otras, que no pocas llegaron a dudar los vecinos si subía por la escalera o por el cañón de la chimenea.

Con tan opuestos elementos, combinados ingeniosamente por la casualidad, déjase conocer si podría estar ociosa la imaginación de nuestra Claudia, o si más bien llegaría en breves días a ser, como si dijéramos, el centro de aquel sistema; planeta fijo que girando únicamente sobre sí mismo, obligara a los demás a girar dentro de la órbita que les señaló en su derredor.




ArribaAbajo- III -

Drama de vecindad


La primera atención de la vieja se convirtió naturalmente hacia la valencianita, que como la más sola e indefensa oponía más obstáculo a sus ataques...

-¿Es posible, hija mía, que tan joven y hermosa como plugo hacerte al Señor, gustes enterrarte viva en ese zaquizamí sin buscar un apoyo en este pícaro mundo que te defienda de sus recios temporales, y haga sacar de tus gracias el partido que merecen? En buen hora sea, si el mundo te lo agradeciese y tomara en cuenta; ¿pero quién será el que te crea bajo tu palabra y que no sospeche de ese tu recato alguna mengua de tu virtud? Mira que la hermosura es flor delicada que todos codician, y no puede permanecer oculta y entregada a sí misma, antes bien conviene exponerla con precauciones entre guardas y cercados, que no es ella nacida para crecer como el cardo en medio de los campos, sino para ostentar su elevación como el jazmín en finos búcaros y en cerradas estufas. Mira que la inocencia busca naturalmente su apoyo en la experiencia, la debilidad en la fortaleza, la tierna edad en el consejo de la vejez. La hiedra puede sostenerse si se abraza al olmo erguido, y el débil infante caería indudablemente al primer paso, si no hubiera una mano amiga que cuidase de sostenerle. Mal estás así, hija mía, tierna y hermosa, sin olmo que te defienda, sin mano que cuide de tu sostén. Yo seré, si gustas, este arrimo protector, ese escudo de tu niñez; y así como la barquilla sabe burlar las furiosas tormentas, confiando su timón a un hábil marinero, así tú en mis manos experimentadas, podrás atravesar sin pena este piélago del mundo, y reírte de los furores de los vientos desencadenados contra ti.

Yo no sé si fue precisamente en estos términos u otros semejantes como habló la vieja, ni acierto a decir si ella era tan fuerte en esto de las comparaciones para dar robustez y persuasiva a su discurso; pero lo que sí podré decir es que debió revestirlo con argumentos irresistibles, cuando a los pocos días consiguió su objeto, y atrajo a su red la incauta mariposilla, formando una sociedad mercantil bajo la razón de Amor, Venus y Compañía; sociedad en que una ponía la prudencia y la otra la presencia; una el capital industrial y otra el positivo; a partir por supuesto el beneficio que de ambos había de resultar.

Desde entonces la buhardilla de madre Claudia no se veía ya tan solitaria como de costumbre; antes bien se entabló entre ella y la calle una regular y periódica comunicación; y no era nada extraño oírse en el interior algunos sonidos de voz varonil, o encontrarse en la escalera tal cual embozado hasta los ojos, que bajaba con la debida precaución.

La niña por su parte es de suponer que seguía en un todo los consejos de su madre adoptiva, la cual sin duda la recomendaba la mayor amabilidad y cortesanía con todo el mundo; pero en una sola cosa hubo de oponer una resistencia fatal, resistencia que pudo desde sus principios comprometer aquella naciente sociedad; tal fue la obstinación con que se negó a admitir los obsequios de su vecino el alguacil, que puesto que recortado de uñas y atusado de greñas, todavía conservaba en su aspecto un no sé qué de siniestro y repugnante, que no pudo neutralizar la natural aversión de la criatura, la cual temblaba de pies a cabeza, y huía a esconderse cada vez que le miraba acercarse a su puerta.

Y era, como lo veremos más adelante, formidable enemigo este alguacil; pues además de las condiciones anejas a su profesión, envolvía la personal circunstancia de ser el instrumento de que se servía el casero para sus ejecuciones y despojos; conque venía a parecer el alma de un propietario, encarnada, por decirlo así, en la persona de la justicia. Ahora vayan ustedes a profundizar todo el poder de un casero alguacilado, monstruosa aberración, con los ojos de acreedor y las manos de ministril.

Hartos desvelos había ocasionado a la vieja esta terrible consideración; pero ya que no podía evitarla, pensó como buena política en prevenir en lo posible sus efectos, y para ello siempre andaba, como quien dice, bailándole el agua, siempre su mes adelantado por escudo, siempre las mayores precauciones de prudencia para que él no tuviera modo de malquistarla.

No contenta con esto, ideó un plan de defensa que no hubiera desdeñado el mismo Talleyrand, y fue el formar con los demás vecinos una decuple alianza, que pudiera ofrecerla en su caso una benéfica cooperación contra la alguacilesca enemistad.

Las simpatías naturales de la vieja reparadora y la niña reparada, se inclinaron por de pronto, como era de esperar, hacia el ingenioso químico que cobijaba en el rincón, y el cual no se hizo mucho de rogar para prestar a entrambas el apoyo de su espíritu, y colocar su laboratorio bajo la tutela y protección de ambas deidades. Aquí tenemos ya un triángulo no menos romántico que el de los dramas modernos, es a saber: la gracia, la experiencia y la ciencia; o en otros términos: una muchacha, una vieja, y un doctor. Y digo doctor, no porque lo fuera ni pudiera gloriarse de poseer una de esas borlas que tan frecuentes se dan en las universidades, a trueque de algunos reales y de unos cuantos latines, sino porque estaba cursado en la ciencia de plazas y callejuelas, ciencia desdeñada por los sabios, pero que suele ser más positiva que todas las que contienen sus libros.

El zapatero no tardó tampoco en entrar en la confederación, merced a algunas copillas de mosto y sus correspondientes buñuelos, ofrecidos oportunamente cuando se retiraba por las noches; y su esposa tampoco se hizo esperar gran cosa para venir de vez en cuando a escuchar los chistes de la madre, o a recibir de manos del químico algún frasquito de elixir con que curar de las muelas o añadir a las mejillas un benéfico rosicler; todo lo cual, animado con la grata conversación de tal cual caballero que por casualidad solía hallarse allí, prestaba ciertos ribetes a aquella sociedad muy propios a excitar la simpatía de la alegre ribeteadora.

El vetusto empleado ofrecía alguna mayor dificultad, por lo inaccesible de su edad a los sentimientos mundanos; pero al fin era padre de cuatro chiquillos, que puesto que alborotaban toda la casa, y rompían los vidrios con la pelota, y escaldaban al gato, y quebraban las tejas, y rodaban con estrépito por la escalera, eran todavía agasajados con sendas castañas y soldados de pastaflora (que buena falta les hacía a los pobres para engañar el atraso de pagas del papá), el cual por su parte, agradecido a tantos favores recibidos en la persona de sus hijos, cerraba los ojos a lo demás del espectáculo, y achacaba justamente a su miseria aquella capitulación con sus principios.

La pobre viuda y sus hijas eran también un gran obstáculo a los planes de aquella veneranda dueña: ¡pero qué no pueden la astucia de un lado y la miseria de otro! ¡y qué la virtud, cuando tiene que disputarla a la hermosura y al amor! Estas niñas eran jóvenes y lindas, y habían sido educadas con primor en vida del papá, aprendiendo a figurar en bailes y tertulias, sin pensar que muerto aquél habían de parar en los estantes de un Monte Pío, y todo el mundo sabe que una vez empeñada pierde mucho de su valor la alhaja más primorosa. En vano recurrieron por apelación a las habilidades de la aguja que hasta allí habían mirado como adorno o pasatiempo; desgraciadamente todo el trabajo de una mujer, no logra al cabo del día un resultado comparable con el del más mísero albañil. Y luego, que como eran tres a trabajar y cuatro a consumir (entrando en cuenta la mamá), resultaba un déficit por lo menos equivalente a la cuarta parte del presupuesto; lo que en buen romance quiere decir que si comían escasamente tres días, tenían que ayunar el cuarto, cosa ciertamente que no es fácil de combinar con ninguno de los sistemas filosóficos. Añádase a esto que como jóvenes aún y amigas del bullicio y los amores, no habían podido renunciar a sus relaciones antiguas, y gustaban todavía de concurrir a las fiestas y diversiones, con lo cual había también que perder mucho tiempo, y otro tanto para preparar guarniciones y prendidos en que lucir la brillantez de su imaginación y disimular los rigores de su fortuna. -«¿Quién sabe? (decían ellas), quizás estos trapillos, colocados oportunamente, sirvan de reclamo a algún rico mayorazgo o algún viejo capitalista, que nos extienda su mano y nos saque de esta angustiada situación. ¿Sería acaso por mal este inocente engaño, y seríamos nosotras las primeras que lo usáramos en Madrid? -No, a fe mía (respondían todas); y si no ahí están Fulanita y Zutanita, que cualquiera que las mire darse tono en nuestra tertulia, por fuerza las ha de tomar por excelencias, o cuando menos señorías; pues lléveme el diablo si sus padres son otra cosa que un portero de no sé qué grande, o un meritorio de no sé qué oficina. Y con todo eso se ven muy obsequiadas y servidas, y van a los toros en coche, y en los teatros están abonadas en delantera... No, si no, vistámonos de estameña, y acostémonos con las gallinas, y vendrán a buscarnos los novios aquí encerradas en este caramanchón. A fe que como decía ayer la vecina madre Claudia, que Dios dijo al hombre ayúdate y te ayudaré, y el cristal engarzado en oro parece diamante, y el diamante en un basurero parece cristal.»

Madre Claudia sabía muy bien estas bellas disposiciones de las niñas, y no tardó en advertir que por una consecuencia natural de ellas mediaban ya relaciones extramuros con tres galanes fantasmas, los cuales luego que descubrieron el buen corazón de la vieja, aprovecharon su mediación para entablar con seguridad su triple correspondencia. Pasaron, pues, por aquellas yertas y disecadas manos, primero los billetes en papel barnizado con cantos de oro; luego las coplas de fatalidad y de ataúd; más adelante los paquetes de merengues y las sortijas de souvenir; las petacas de abalorio y las cadenitas de pelo; por último, pasaron los mismos galanes en persona, y pudieron reiterar de palabra sus juramentos y maldiciones, mientras mamá dormía la siesta, o daba una vuelta al puchero.

Conque tenemos en conclusión, que por estos y otros caminos, la suprema inteligencia de la vieja Claudia dominaba, por decirlo así, en toda la vecindad, si se exceptúan el alguacil y el viejo memorialista, a los que de modo alguno halló forma de reducir. Pero en cambio cultivaba sus primeras relaciones con la planta baja, esto es, con el honrado tendero y su hermosa niña, que eran para ella, como veremos, la acción principal, el verdadero interés de su argumento.


ArribaAbajo- IV -

Peripecia


Una noche... ¡qué noche!... llovía a cántaros y los vientos desencadenados amenazaban arrancar la miserable techumbre de la buhardilla de madre Claudia; rodaban las tejas y caían a la calle con estrépito, envueltas en torrentes de agua; por los ángulos del desván aparecían goteras interminables, cansadas, que llenaban las jofainas, los barreños, las artesas, y prometían inundar aquel miserable recinto, disolviendo su mecánico artificio; y de vez en cuando un brillante relámpago venía a iluminar todo el horror de aquella escena, y una prolongada detonación concluía por hacerla más terrible e imponente.

Rezaba la vieja, y pasaba de dos en dos las cuentas de su rosario, puesta de hinojos delante de una estampa de Santa Bárbara, pegada con pan mascado en el comedio de la pared. De tiempo en tiempo entreabría cuidadosa el ventanillo, por ver si serenaba la tormenta, y volvía a rezar y a darse golpes de pecho, y se asustaba de ver al gato que saltaba por las paredes, y temblaba creyendo haber oído andar en la puerta, y retrocedía al mirar su sombra, viendo en ella temblar su espantable figura, a las trémulas ondulaciones del candil.

En esto un trueno horrísono estalló, y el gato dio un brinco hacia la chimenea, y cayó la luz, y todo quedó en la más profunda oscuridad... La vieja despavorida corre a la puerta, a tiempo que ésta se abre por sí misma, y al fulgor de otro relámpago se ve entrar con precaución a un bulto negro embozado, que alarga la mano y cierra la puerta detrás de él.

-¡Jesús mil veces! -grita la vieja, y cae en el suelo sin voz ni esfuerzo para decir más.

-Nada tema V., madre Claudia... soy yo... ¿no se acuerda V. de lo que me prometió para esta noche?...

-En el nombre sea de Dios, señorito; el Señor le perdone a usía el susto que me ha dado, pues pienso que en tres semanas no me lo han de sacar del ánima.

-Vaya, buena madre, álcese del suelo y encienda una luz, que nos veamos las caras, y pueda yo colgar la capa, que la traigo como sopa de rancho.

-¡Ay, señor! pero con esta noche que parece que va el cielo a juntarse con la tierra... mas cuenta que como estoy toda azorada, ni sé qué me hago, ni dónde puse la pajuela.

-A bien que aquí traigo yo el fósforo, y...

-Alabado sea el Señor, Dios nos dé luz en el alma y en el cuerpo; traiga, traiga, aquí, y endiñaré el candil... pero ¿qué es esto? ¿usía tiembla también?... Y así era la verdad, que el osado mancebo al alargar la luz a la vieja, y mirar su lívida faz y desencajada, no pudo menos de hacer un movimiento de retroceso.

Encendido ya el candil, restablecida la calma, y serenado por fin el ruido de la tormenta, pudo entablarse un diálogo misterioso entre la vieja y el señorito, en que éste porfiaba, y la vieja se hacía de rogar, y aquél juraba, y ésta se reía; y luego sacaba aquél un bolsillo: y ésta se ponía a discurrir.

-¿Pero no ve usía, señorito, que me pide un imposible? Yo no diré que ella no le quiera a usía y mucho, que a mis años y a mi experiencia no lo ha podido ocultar; pero al fin usía es usía, y ella es una pobre muchacha, hija de un tendero de bien, que se mira en ella como en las niñas de sus ojos, y aunque pobre, también tiene su aquél, y si él llegara a sospechar la intención con que por usía he venido a esta casa... ¡Dios nos libre!

-Todo eso está bien -replicó el caballero-, pero es lo cierto que ella me quiere, porque yo lo sé, porque ella no me lo ha disimulado, y luego tú me prometiste convencerla...

-Y mucho, que varias veces la he tanteado sobre el particular; pero, amiguito, una cosa es apuntar y otra caer el gorrión; que no se ganó Zamora en una hora, y para el hierro ablandar, machacar y machacar... No si no aguarda la breva en enero y verás si cae.

-¡Maldita seas con tus refranes y con tu eterno charlar! ¿Pues no me dijiste, vieja del diablo, que esta noche?...

-No es esto decirle a usía que yo no ponga de mío hasta donde se me alcance al magín, que Dios deja obrar las segundas y aun las terceras causas, y por falta de voluntad ni aun de memoria no me ha de pedir cuenta el Señor; pero nunca la pude reducir a bondad, y eso que la conté el oro y el moro, y la pinté, como quien dice, pajaritas en el aire; pero así es el mundo; para unas no basta el só, ni para otras el arre, y muchas conozco yo que no se harían tan remolonas.

-No me vayas a hablar de otras, como sueles, bruja maldita... Yo no he venido aquí a escuchar tus graznidos, ni por todas tus protegidas hubiera subido un solo escalón de esta escalera infernal... Vengo sólo a que me cumplas tu promesa... y ya tú sabes que yo no tengo cara de que se me hagan en balde.

-Pues a eso voy, señor; ¡cáspita! y qué vivos de genio son estos boquirrubios, y que...

-Perdona, buena Claudia, pero mi impaciencia...

-Después que una se desvive por servirlos, haciéndose (como quien dice) piedra de molino, para que ellos coman la harina.

-Pero...

-Ande V. de aquí para allí como un zarandillo, por la gracia del Señor, cuando a él le convenga; deje V. su cuarto de la calle de las Huertas, que bien me estaba yo en él sin estos trampantojos; súbase V. a las nubes como el gavilán, y póngase desde allí en acecho de la paloma... y todo ¿para qué?...

-Tienes razón, Claudia, tienes razón; pero como tú me dijiste...

-Y ya se ve que dije y no me vuelvo atrás, que bien sé lo que me tengo que hacer, pero...

-Mira, toma lo que llevo conmigo, y esto será nada más que principio de mi eterno agradecimiento; pero por tu vida que hagas porque yo la vea esta noche, aquí mismo, en tu casa, y... su padre está de guardia, ya ves tú que mejor ocasión...

-¿Y por quién sabe usía todo eso sino por mí?

-Es verdad, dices bien, mucho tengo que agradecerte.

-Quiera Dios que dure y que a lo mejor no me muestre las uñas.

-No temas, amiga Claudia, mi protectora; mi esperanza; ahora baja, que se va haciendo tarde, y me pesan los momentos que dilate al mirarla en mi presencia.

-Vaya, ya bajo, y para la subida me encomiendo a Dios; pero sobre todo, señorito, me encomiendo a su prudencia y... ¡Ah! mejor será que os escondáis tras de la puerta, porque el susto de veros no la incline a volver atrás.

-Bien, bien, como queráis, madre mía.

Y la vieja se santiguó, y ayudada de su cerilla comenzó a bajar pausadamente la escalera, y llegada a la tienda, entabló un diálogo, al parecer indiferente, con la inocente criatura, que, como hemos sabido, estaba sola con un hermanito de pocos años; y como se quejase de dolores en las sienes a causa de la tormenta, luego la brindó la vieja con que subiese a su buhardilla, donde la pondría unos parches de alcanfor que la remediasen, con que la prometió que la había de dar las gracias; y la inocente creyó al pie de la letra el consejo de aquel maligno reptil y luego emprendió con ella la subida de la escalera, encargando de paso a su hermanito el cuidado de la tienda.

Llegadas que fueron arriba, abre Claudia la puerta cuidando de cubrir con ella a su cómplice; vuelve entonces a cerrar, y éste ya descubierto se arroja precipitado a los pies de la joven, y la renueva con los más vivos colores sus juramentos y sus deseos. La sorpresa y la indignación privaron por un momento a la niña del uso de la voz; después lanzó una mirada suplicante a la vieja, la cual con su diabólica sonrisa la dio a conocer lo que podía esperar de ella; entonces aquella alma pura recobró toda la energía propia de la virtud; en vano la vieja y el galán quieren detenerla; en vano son los juramentos, las promesas, las amenazas; arráncase violentamente de sus manos, corre desalada a la puerta, hace saltar los cerrojos, y aparece en lo alto de la escalera gritando: «Favor, vecinos, favor...»

En el mismo punto se abren simultáneamente las puertas de las demás habitaciones, y mientras los más próximos acuden a preguntar a la niña, se oye acercar un estrepitoso ruido de un hombre armado de pies a cabeza que subía los escalones cuatro a cuatro, gritando desaforadamente...

-«¡Mi hija... mi hija... ¿quién me la ofende?...»

A esta pregunta contestan el memorialista y el alguacil trayendo de las orejas a madre Claudia hasta plantarla de rodillas a sus pies, en tanto que el galán anónimo había tenido por conveniente escapar por el tejado...

El zapatero, que subía a este tiempo la escalera en amor y compañía con la valencianita, mira escapar a su esposa de la buhardilla del químico, y se enfurece de veras, sin reparar que él también tenía por qué callar; en tanto los chicos del cesante gritan que en el callejón de las esteras hay tres bultos escondidos que sin duda deben de ser los facciosos; y súbito el alguacil y el memorialista, y el tendero y el cesante, corren a verificar su captura, a tiempo que las niñas de la viuda salen despavoridas gritando que no los maten que no son los facciosos, sino sus novios, que a falta de otro sitio estaban hablando con ellas en el callejón.

El químico, que desde su chiscón observaba aquel embrollado caos, no halla otro medio para poner término a semejante escena, que reunir multitud de mistos de salitre y plata fulminante, con que produce un estampido semejante al de un tiro de cañón, y a su horrísono impulso ruedan por la escalera todos los interlocutores de aquel drama; el tendero con su hija; el memorialista y el cesante con los chicos; éstos agarrados de la vieja; las niñas de sus galanes; el zapatero de la viuda; la ribeteadora del químico; y el alguacil de la valenciana; gritando: «Favor a la justicia, dejadme a esta pecorilla que es el cuerpo del delito...»






ArribaAbajo- V -

Desenlace


Ocho días eran pasados, y el alguacil, en virtud de providencia de su merced el señor alcalde del barrio había hecho desocupar toda la casa y colocado a la vieja en una buena reclusión; el tendero había cerrado su almacén y caminaba, con su hija hacia las montañas de Santander; las niñas de la viuda, por disposición de ésta, trabajaban entre vidrieras bajo la dirección de Madama Tul-Bobiné; el zapatero había apaleado a su mujer y estaba en la cárcel; y ésta se había colocado bajo la protección del químico; finalmente, la valencianita alquilaba un cuarto entresuelo calle de los Jardines, y al tiempo de extender el recibo daba por fiador... al alguacil.

(Enero de 1838)10