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ArribaAbajoEl Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza


ArribaAbajo- I -

Noche del martes


Las locuras del Carnaval tocan a su fin; la hora suprema del Martes ha sonado ya en todos los relojes de la capital; la población, sin embargo, ensordecida con el bullicioso ruido de las músicas y festines, no escucha la fatal campana que le advierte, grata y sonora, que todo tiene término, que la mano severa de la razón acaba de arrancar la máscara a la locura. Ésta, empero, tenaz y resistente, todavía pretende prolongar su dominio, y no contenta con algunas semanas de tolerada adoración, cambia mil disfraces, y hasta se atreve a profanar el de la religión misma, para continuar arrastrando en pos de su carroza a los desatentados mortales.

¡Qué horas tan próvidas de sucesos aquellas en que la noche del Martes lucha tenazmente con la aurora del día santo!... ¡Qué extravagancia de escenas, qué vértigo de pasiones, en los últimos instantes del reinado del placer! ¡Qué contraste ominoso con la tranquila calma de la religión y de la filosofía! Ellas, sin embargo, vencerán con sus naturales atractivos, con su envidiable reposo, y apoderándose de los corazones embriagados de placer y de voluptuosidad, restituirán la calma a los sentidos, el bálsamo de la paz a los corazones agitados. Tal la voz pura y sublime del Redentor del mundo, cual rayo de viva lumbre penetró en las bacanales del pueblo rey, y a su aspecto se deshicieron como sombras los ídolos del paganismo.

Pero ¿quién detiene su imaginación en estas consideraciones, cuando se halla instalado en un rico salón, dorado y refulgente a la luz de mil antorchas, sonoro a la vibración de los músicos instrumentos, henchido de vida y movimiento en mil grupos vistosos de figuras extrañas, que con sus variados ropajes, sus disfraces caprichosos, sus agudos diálogos, ofrecen un traslado fiel de la vida animada, de los diversos matices de la humana sociedad?

Austero filósofo, que estudias y lamentas las debilidades del hombre; dirige entonces tus severos preceptos al joven animoso que por primera vez se mira en aquel momento coronado con una dulce mirada, con un sí lisonjero del envidiado objeto de su amor... Te mirará con ceño o acaso no reparará en ti; pero si insistes en aconsejarle, en mostrarle el fiel espejo de la razón, en hacerle adivinar un porvenir doloroso tras de aquella mirada, tras de aquel dulce y halagüeño sí, te volverá la espalda, o frunciendo los labios ante tu grave y mesurada faz, te dirá con sonrisa desdeñosa... «Máscara, no te conozco, déjame bailar.»

Pura y cándida Virtud, que ceñida de blanco lino, la sien coronada de laurel, apareces de repente a los deslumbrados ojos de la noble cortesana, que envuelta en seda y pedrerías apenas acierta a divisarte por entre la nube de incienso que sus adoradores tributan a sus pies... Dila entonces lo falaz de sus promesas y juramentos; la mentida ficción de las grandezas humanas; los cándidos placeres de un corazón sencillo e inocente. -«Apártate de mí, Beata (te replicará con imperio), no pises los bordados de mi manto, no deshojes con tu aliento de mal tono la frescura de las rosas que ciñen mi frente. Ea, márchate...»

Y vosotras también, grande y noble Sabiduría, austero Deber, dulce y tranquilo Amor conyugal, apareced de repente ante el descuidado autor que emplea en aquellos instantes todo su talento en seducir a una niña inocente o en dejarse engañar por una astuta cortesana; ante el noble magistrado que trueca la severa toga de la justicia por el callado y maligno dominó; ante el marido mundanal, ante la esposa terrena, que se separan voluntariamente en busca de aventuras, y vuelven a encontrarse a la hora convenida haciendo alarde de su mutua infidelidad. Apareced, digo, entonces de repente ante esos grupos bulliciosos; cortad de improviso sus diálogos animados, reflejaos en su mente como un recuerdo instantáneo de sus respectivos deberes... Veréis fruncirse sus frentes, despertarse su arrogancia, y pretender arrancaros la careta (que no tenéis) diciéndoos con indignación: -«¿Quién sois, máscaras insolentes, o qué venís a hacer aquí?»

Todo es, en fin, placer y movimiento, y risa y algazara, y cuadros halagüeños, sin pasado y sin porvenir; la capital entera resuena con las músicas armoniosas: por las anchas ventanas se desprenden torrentes de luz, y el confuso sonido de la conversación y de la danza; mil carruajes precipitados surcan en todos sentidos las calles, para conducir a los respectivos saraos a los alegres bailadores; la plateada luna refleja sus luces en los mantos recamados de oro, en las trenzas entretejidas de pedrerías; yacen desocupados los lechos conyugales, el opulento palacio, y el elevado zaquizamí; todos sus moradores déjanlos precipitados, y corriendo en pos del tirso de la locura, acuden de mil partes a las bulliciosas mansiones del placer, a los innumerables templos de aquella Diosa de Carnaval.

¡Qué importa que a la mañana siguiente, el sol terrible alumbre la desesperación del cortesano, la miseria del indigente, la enfermedad del cuerpo, o el horrible tormento de un engañado amor!... ¡Qué importa!... Hoy han hecho una tregua los dolores; el hambre y la guerra han cubierto un instante su horrorosa faz; los recuerdos de lo pasado, los temores de lo futuro, han cedido a la mágica esponja que la locura pasó por nuestras frentes... ¡Se acaba el Carnaval!... ¡Es preciso disfrutarlo!... Y marchan y se cruzan las parejas precipitadas, y retiemblan las altas columnas, y gimen las modestas vigas, al confuso movimiento que empezando en los sótanos sombríos adonde tiene su oscura mansión el pordiosero, concluye bajo los techos artesonados y de inestimable valor...

La luz del sol, pura y radiante como en los días anteriores, penetra descuidadamente en lo interior de esta escena, y pintando de mil matices los empañados cristales de las ventanas, viene a herir las descuidadas frentes, los macilentos ojos de las hermosas; a su terrible y mágico talismán aparecen también las enojosas arrugas de los años, los estudiados afeites de la fingida beldad; rásgase el velo de la ilusión a los ojos del amante; hiélanse las palabras en los labios del cortesano; en vano la incansable locura quiere prolongar por más tiempo su dominio; sus adoradores ven clara a la luz del sol su desencajada y mortecina faz... y envolviéndose avergonzados de sí mismos, en sus falsos ropajes, y ocultando su semblante en el fondo de sus carrozas, tornan a sus respectivas habitaciones donde a la cabecera de su lecho les espera la triste realidad...




ArribaAbajo- II -

El Miércoles de Ceniza


Suena cercano el monótono clamor de una modesta campana que llama a los fieles a la ceremonia religiosa que va a empezar en el templo. Cruzan desapercibidas por delante de sus puertas las bulliciosas parejas, los elegantes carruajes, sin que apenas ninguno de aquellos dichosos mortales se dignen parar un instante su imaginación en el saludable aviso envuelto en el sonido de aquella campana... Alguno, sin embargo, o más dichoso o más prudente, recoge animoso su inspiración, y deseoso de aprovecharla, pisa los sagrados umbrales, y entra en el templo en el momento mismo en que va a principiarse la sagrada ceremonia...

¡Qué apacible tranquilidad, qué solemne reposo bajo aquellas santas y encumbradas bóvedas! ¡Qué misterioso silencio en la piadosa concurrencia! ¡Qué noble sencillez en el sacrificio santo! ¡Qué contraste, en fin, sublime y majestuoso, con el cansado bullicio, con el mentido aparato de la mansión de la locura!... Los fieles concurrentes no son muchos en verdad; pero tampoco el templo se halla tan desocupado como era de temer de las escenas de la pasada noche... Refléjase en los semblantes ya la tranquilidad de una conciencia pura, ya la tregua religiosa de un profundo dolor; ora la rápida luz de una esperanza; ora la animada expresión de un ardiente y noble deseo...

¡Vosotros, pintores apasionados de las debilidades humanas, pretendidos moralistas modernos, novelistas y dramaturgos, escritores de conveniencia, que os atrevéis a fulminar el dardo envenenado de vuestra pluma contra la sociedad entera pretendiendo negar hasta la existencia de la virtud...! ¿La habéis buscado acaso en el sagrado recinto de la religión; en el modesto hogar del tierno padre de familias; en el taller del artesano; en el lecho hospitalario del infeliz? ¿O acaso desdeñando indiferentes estos cuadros, reflejáis sólo en vuestra imaginación y vuestras obras, los que os presentan vuestros dorados salones, vuestros impúdicos gabinetes, vuestras inmundas orgías, vuestros embriagantes cafés?... ¿Y pretendéis ser pintores de la naturaleza, cuando sólo la contempláis por su aspecto repugnante?... ¿Creéis conocer al hombre, cuando sólo pintáis sus excepciones? ¿Os atrevéis a retratar a la sociedad, cuando sólo hacéis vuestros retratos o el de vuestros semejantes? Temeridad, por cierto, sería la de aquel que pretendiera juzgar de la impureza de las aguas de un majestuoso río, por las escorias y el légamo que sobrenadan en su superficie, sin reparar que allá en el fondo de su lecho, y entre las menudas arenas, corre tranquilo y gusta de permanecer escondido lo más puro y limpio de su raudal.

Concluido el santo sacrificio, el sacerdote baja las gradas del altar, y pronunciando las sublimes palabras del rito, va imprimiendo en todas las frentes la señal del polvo en que algún día han de ser convertidas. Ni un suspiro, ni una lágrima, aparecen a tan fúnebre aviso en aquellos semblantes, en que sólo se ven retratadas la conformidad y la esperanza; y tan apacible alegría, contraste sublime con la triste señal, sin duda sorprendería a aquel desgraciado que no siente en su pecho el bálsamo consolador de la religión.

Entre los varios grupos interesantes que se ofrecen a la vista por todo el templo, uno sobre todos llama la atención en este momento... Un venerable anciano, cuya blanca cabellera se confunde naturalmente con la mancha de la ceniza que lleva en la frente, trabaja y se afana ayudado de su muleta, para incorporarse y ponerse en pie... Sus débiles esfuerzos serían insuficientes si no contase con otro auxiliar más poderoso... Una figura angelical de mujer, en cuyas hermosas facciones se pinta toda la pureza de un corazón tierno e inocente, corre a sostener al impedido, y confundir sus blanquísimas manos con las secas y arrugadas del anciano. Mírala éste lleno de gratitud, y sus lágrimas de ternura parecen dar nuevas fuerzas a la tierna criatura, que prestando sus débiles hombros al pobre viejo, le conduce lentamente hasta la puerta del templo entregándole al mismo tiempo una moneda, única que en su bolsillo existe...

Aquella joven era su hija; aquella moneda el premio mezquino del trabajo de su costura en toda la noche anterior... ¡Y aquella noche había sido la noche última del Carnaval!... Y los alegres libertinos que regresaban de los bailes, al pasar por la puerta del templo, y viendo salir de él a aquella modesta beldad, se detienen un momento sorprendidos de su hermosura, y calmadas sus risas por un involuntario respeto, míranse mutuamente prorrumpiendo en esta exclamación: «¡Qué diablos! ¡y creíamos que habían estado en el baile todas las hermosas de Madrid!»




ArribaAbajo- III -

El entierro de la sardina


Hay una calle en alguno de los barrios meridionales de esta corte, que encierra en su breve recinto más aventuras que un drama moderno, y más procesos que el archivo de la Audiencia. Esta calle, conocida harto bien de la policía civil, descuidada demasiado por la urbana, cuenta entre sus moradores cantidad considerable de profesores industriales y manufactureros, modestos paladines, músicos guitarristas, cantadores en falsete, matronas benéficas, doncellas re-catadas, viajeros berberiscos, viejas mitradas, mozos despiertos, maridos dormidos, y muchachos del común.

No sabré decir a cuántos grados longitudinales se extiende el dominio e influjo de la tal calle; pero bien podremos considerarla como centro y emporio del Madrid meridional, que se dilata (según la opinión de los más acreditados geógrafos), desde las Vistillas de San Francisco a la iglesia de San Lorenzo, comprendiendo en su extenso dominio multitud de pequeños estados más o menos independientes o feudatarios, en que varían también las leyes, usos y costumbres de sus respectivos moradores.

Ahora, pues, no es del caso fijar la estadística, ni hacer el deslinde de tan considerable agrupación de pueblos; y bastará para nuestro propósito suponernos llegados al punto capital (la calle ya referida), en la mañana del Miércoles de Ceniza del año de gracia de mil ochocientos treinta y nueve.

De contado, podemos asegurar que a la hora que corre, duerme y descansa de sus fatigas de la pasada noche el Madrid-Norte y Centro-Madrid, pero vela y pestañea en toda su actividad el Madrid-Sur; a la manera de aquel gigante de que nos habla Homero que mientras dormía con la mitad de sus ojos, velaba con la otra mitad. A este Madrid, pues, agitado y bullicioso, a este ojo del gigante despierto y animado, es adonde hoy dirigimos nuestro rumbo, al través de los vientos y a bordo de un menguado y azaroso calesín.

Fuerte cosa es que la maldita política, que todo lo invade (menos mi pluma), nos vaya empobreciendo continuamente el diccionario, o como decía el médico Bartolo, secuestrando la facultad de hablar. Si no fuera por ello, no hubiera salido la voz programa de sus modestos límites, de simple anuncio, o según la define el diccionario de la Academia «el tema que se da para un discurso o cuadro».

Pudiera yo entonces a mansalva usar aquí de esta voz, sin riesgo de alusiones de ninguna especie; mas ya que la fuerza de los usos contemporáneos nos traigan a término que sean necesarias estas continuas salvedades en el lenguaje común, debo decir en descargo de mi conciencia, que aquí sólo trato de un anuncio, o vademecum que me entregó el calesero a tiempo de darnos a la vela, y en menguado papel asqueroso y mugriento, y con trazos de pluma un sí es no es inexperta y vacilante decía:

«Porgama de la solene junción y estupenda asonaa que a e celebrarse el miércoles de ceniza de esta corte, como es uso y de-bota costumbre en toa la cristiandá de estos barrios, saliendo la procisión den ca el tío Chispas el taernero, crefade mayor de la sardina con el intierro de este animal y too lo demás que aquí se relata».

Dejo sospechar al piadoso lector lo grato que para un asistente al espectáculo había de ser encontrarse a dos por tres formulado el espectáculo mismo, y tener en la mano sin ulteriores explicaciones la clave de aquella cifra. Seríalo empero todavía para muchos de mis lectores, si me contentase con estampar aquí punto por coma (o por mejor decir, sin unos y sin otras, porque de ambos carecía) el tal programa; pero en cumplimiento de mi propósito y para edificación del auditorio, habré de trasladarlo del idioma de Germania al común castellano; de los límites de letra muerta al animado espectáculo de cuadro en acción.

Esto supuesto, y supuestos también los oyentes en el punto término necesario para disfrutar de tan halagüeña vista, procederemos en la descripción por el orden siguiente.

Rompían la marcha bailando hacia atrás y abriendo paso con sendas estacas y carretillas disparadas a los pies de las viejas, hasta una docena de docenas de pícaros en agraz, fruta temprana y de grandes esperanzas, en quienes la elocuencia del foro funda su futura causa de gloria, y los caminos y canales su inmediata prosperidad.

Seguían en pos otros ciento o doscientos mozallones, ya más cariacontecidos y con diversos disfraces, cuáles de ruedos y esteras en forma de monaguillos; cuáles con cabezas postizas de carneros (figurando ir disfrazados); cuáles de encorozados y penitentes; cuáles de berberiscos y soldados romanos.

Entonaban los unos un cántico endiablado no sujeta su letra a ningún diccionario, ni su música a ningún diapasón; mojaban los otros sendos escobones en calderos de vino con que hacían un profundo asperges en la devota concurrencia, y retozaban bestialmente los de más allá disparando al aire sendos garrotazos, manotadas y pescozones. Amenizaban el conjunto de este grato episodio cuatro o seis gatazos negros atados por la cola o por las patas en la punta de un palo y enarbolados en alto a guisa de pendones; cinco docenas de esquilones de todos tamaños, movidos por robustos puños y en pugna con otros tantos collarines de campanillas y cascabeles puestos igualmente en palos o en los pacientes cuellos de los hermanos de la cofradía de San Marcos, que en unión con la otra de la Sardina celebraba igualmente tan estupenda función.

Descollaba después un gran coro de vírgenes desenvueltas, de sonrosadas mejillas, ojos rasgados, nariz chata, labio retorcido, cesto de trenzas, mantilla al hombro, brazos en jarras y colorado guardapiés. Estas tales con aventadores de esparto dirigían sus expresivos saludos a una y otra fila de concurrentes; mascaban higos o mondaban naranjas, y arrojaban las cáscaras a las narices del más inmediato; bailaban y se pinchaban con alfileres, o repicaban las castañuelas y cantaban el ¡ay, ay, ay!

Seguían luego los maestros de la ceremonia; caras rugosas y monumentales; páginas elocuentes de la humana depravación; pliego de aleluyas de la vida del hombre malo; fac simile de los caprichos de Alenza; y original, en fin, de los sainetes de Cruz.

Allí, como si dijéramos, se hallaba el núcleo del drama, el primer término del cuadro, el fondo de la cuestión principal. Allí el tío Chispas, director de la escena, ostentaba su grande inteligencia ante los taimados ojos de la Chusca, moza de siete cuartas, aventurada y resuelta, con más desenfado de acción que un molino de viento, y más sal en el cuerpo que la montaña de Cardona. Allí Juanillo (alias Vinagre) con un pañuelo en la cabeza y una manta pendiente del hombro, miraba a entrambos con ojos amenazadores, y su feroz expresión y su atezado rostro, ofrecían un fiel trasunto del celoso amante de Desdémona. Otros grupos más o menos interesantes retrataban todos los grados posibles del amor carnal, desde la primera mirada incentiva, hasta el último desdeñoso puntapié. Allí, en fin, los maridos de aquellas deidades, último término del cuadro, formaban una gruesa falange, y seguían apresurados el trote de los delanteros, todos revueltos, mansos y bravíos, como en el camino de Abroñigal.

Sostenida en hombros de los más autorizados, y en un grotesco ataúd, se elevaba una figura bamboche formada de paja y con vestido completo, el cual pelele era una vera efigies por su traje y hasta sus facciones del señor Marcos, marido y conjunta persona de la Chusca, a cuya ventana había estado expuesto de cuerpo presente en los tres días de carnes-tolendas; ofrenda dirigida por sus propias manos en obsequio del faraute de la fiesta, su predilecto y osado Chispas, y emblema harto claro para él y para los circunstantes, y únicamente mudo para el cándido original de aquella ingeniosa mistificación.

En la boca del pelele, y casi sin que nadie lo echase de ver, una mísera sardina iba destinada a la fatal huesa, sucediendo en esta fiesta como en otras más importantes en que la multitud de accesorios cubren y hacen olvidar el objeto principal.

Precedían, seguían, o esperaban a tan regia comitiva en todos los puntos de la fiesta, diversos Coros o estaciones, por lo regular delante de los puestos de licores o de las calderas de buñuelos, en estos términos.

Coro de doncellas

Las que envuelven cigarros en la fábrica del Portillo de Embajadores.

Las que pasean entre dos luces desde la Red de San Luis a la plazuela de Santa Ana, dedicadas al comercio por menor.

Las que hacían de Madre España, y de Virtudes teologales, y de Diosas del Olimpo en las funciones de la Jura.

Las que venden rábanos en verano, o avellanas en feria, o naranjas en primavera, o castañas en invierno.

Las que vinieron de su pueblo a servir a un amo, y acabó su humildad por servir a muchos, barro frágil de Alcorcón, sujeto a golpes y quebraduras.

Coro de mancebos

Todos los que asisten al encierro del domingo; los que pueblan la cuerda de la plaza, los que venden bollos o truecan por vino agua de naranja o café.

Los que hicieron el paseo de Recoletos, o prestaron iguales servicios al Estado en puentes y calzadas.

Los que forman las diversas comisiones de industria de esta capital; comisión de pañuelos; comisión de relojes; comisión de cuarenta horas; comisión de posadas y forasteros.

Los que juegan a la barra en las tapias de Chamberí, o cantan amores a las ninfas del Manzanares, o cobran el barato en la Virgen del Puerto, o venden caballos en el portillo de Lavapiés.

Todos los estropeados de los ojos o piernas, que los tienen buenos para huir de San Bernardino, o los que rascan guitarras a las puertas del jubileo, o sanan de sus accidentes epilépticos a la vista de un alguacil.

Coro de inocentes

Todos los que venden fósforos y libritos de papel en la Puerta del Sol y sus adyacentes.

Los que cargan arena en los altos de San Isidro, o juegan a las aleluyas en la pradera de los Guardias.

Los que arrojan carretillas o garbanzos de pega a las faldas de las mujeres, o apalean los perros, o cogen la fruta de los puestos y echan a correr.

Los que vocean por las calles «el papel que ha salido nuevo», o acompañan a los héroes en sus triunfos y a los reos en su suplicio; órganos destemplados de la pública opinión, fuelles del aura popular.

Todas estas y otras muchas clases que sería harto prolijo enumerar, alternaban confusamente con los enjaezados caballos, las campanillentas calesas, los perros aulladores, máscaras espantosas, fuegos y petardos disparados al viento.

En tan amable desorden y con la progresión que es consiguiente al continuo trasiego del mosto desde las botas a los estómagos, descendió la imponente comitiva hacia la puente toledana, siguiendo a lo largo por las frondosas orillas del Canal, y dándosele una higa, así de la elegante capital que dejaba a la espalda, como del fúnebre cementerio que miraba a su frente.

La burlesca y profana parodia se verificó en fin con toda solemnidad; ni se economizaron los cánticos burlescos, ni las religiosas ceremonias; el mísero pececillo quedó sepultado, cerca del tercer molino, en una profunda huesa y dentro de una caja de turrón; el pelele tío Marcos ardió ostentosamente encima de una elevada pira; y creciendo con las sombras de la noche el bullicio y la embriaguez, agitáronse más y más los ánimos, callaron las lenguas, hablaron los garrotes, y para que nada faltase a la propiedad de aquellas profanas exequias, diversos combatientes a la luz de las llamas se entregaban mutuamente a la más encarnizada pelea...

A la mañana siguiente la gente se agrupaba a mirar por la reja que hay debajo de la escalerilla del hospital... Dos cadáveres mutilados y desconocidos, expuestos hasta que algún pasajero pudiese declarar sus nombres y la causa de su muerte... ¡Sus nombres!... ¡la causa de su muerte!... la Chusca lo sabía; y todo el barrio, menos el tío Marcos, los adivinó.

(Marzo de 1839)






ArribaAbajoLa guía de forasteros

Casi simultáneamente con este artículo verá la luz pública el libro oficial que lleva el mismo título, y que a la hora en que escribimos se hallará, a no dudarlo, tomando forma y consistencia en manos del encuadernador, especie de comadrón literario, que faja y envuelve al infante recién nacido.

Los habitantes de todas las Españas van, pues, a tener el indecible placer de saludar su aparición, y a saber a punto fijo, por sendos veinte reales, la larga nomenclatura de sus gobernantes en el año de gracia de 1842; pero tate, que punto es éste que, aunque consignado especialmente en la portada del tal librito, merece muy bien alguna reserva y un si es no es de rápida discusión.

Decía Fontenelle que el Almanak real de Francia era el libro que más verdades contenía; pero Fontenelle no era español ni vivía en estos tiempos: si así fuera, ya se hubiera guardado muy bien de decir semejante despropósito respecto de nuestro Almanak real, o sea Guía de forasteros.

¿Pues qué, no hay en ella verdades? -Distingo. -Si se trata de la autenticidad de los nombres y empleos respecto a la época de la impresión (1841), no hay más que hablar y todos son hechos consumados; pero si se le juzga respecto a la época en que ha de regir (1842), perdóneme la indiscreción, pero maldita la fe que merece. -De este modo diremos que se compone, o todo de verdades o todo de erratas; o para explicarlo mejor, de una sola verdad, o de una errata sola. -Esta errata es la portada. -Donde dice 1842, léase 1841, y está salvado el resto.

Si la república periodística fuera monarquía, no hay que dudar que el cetro correspondía de derecho a este periódico anual, que se presenta al mundo con todo el aparato de la majestad, y dictando sus leyes desde el Sinaí de la Imprenta Nacional.

Su origen se pierde en la noche del siglo pasado, cuando menos; y excelso e inviolable por sus opiniones y sus actos, ha dado en sus páginas (o sean tablas) sucesiva acogida a todos los colores políticos en las personas de sus más aventajados representantes, desde Felipe V hasta Isabel II; desde los empolvados pelucones de los gobernantes de antaño, hasta las rasas molleras de los del día; desde la guerra de sucesión hasta la sucesión de las guerras; desde la monarquía fanática, hasta la fanática popularidad.

En los principios de su periódica aparición (1737), se presentó raquítica y mezquina; y al revés que toda humana criatura, que pierde sus fuerzas y enerva su valor a impulsos de la edad, un siglo y pico de vida ha bastado a ésta para su desarrollo, en términos que hoy se ostenta medrada, coqueta y esplendente, conteniendo en sus páginas cuatro tantos más de sustancia que en el siglo anterior. -Verdad es que el coste de su encarnamiento ha crecido proporcionalmente; ¡y en qué proporción! Los periódicos plebeyos, por ejemplo El Diario de Madrid, inserta sus anuncios a razón de 12 maravedís línea. Pues cada uno de la Guía puede calcularse chica con grande en 40000 rs., ¡y tiene 176 páginas, cada página 48 líneas!... Hablamos de la del año que acaba, porque la del que empieza (que aún no hemos saludado) tendrá probablemente más. Et sic de ceteris.

Pero dejemos ya las cuestiones preliminares, y asistamos (si no lo ha por enojo el lector) a la magnífica aparición de este astro luminoso, a la ostentosa exposición de esta industria nacional. -Nosotros los profanos espectadores de tan mágico espectáculo, los asistentes paganos del patio y la cazuela, las masas informes, vamos al decir, que, gracias a la módica retribución de sendos 50 de nuestras fortunas o nuestra industria, tenemos el derecho de asistir a él, y entusiasmarnos anualmente, no dejaremos por tristes 20 reales de usar de este derecho; quiero decir, de acercarnos a la reja del despacho nacional por un ejemplar del libro venerando; y cuenta que sea vestido con pobres pañales, y así como quien dice de plebeyo, no como los que en tafilete estampado de oro por Ginesta se reparten gratis et amore a los nobles funcionarios en él contenidos.

Previa esta indispensable diligencia, lo primero que nos saldrá al paso es el Calendario Manual con su creación autógrafa del mundo; su diluvio universal de tal fecha; su población de España pocos días antes, y de Madrid unas semanas después; y demás épocas notables, todas sólidamente averiguadas por testigos de vista; sus cómputos eclesiásticos, sus fiestas movibles, témporas y estaciones, días y santos del año. -Estos nombres sagrados son los únicos que no cobran del presupuesto, y no cuestan dinero al Estado: antes bien por el derecho de estamparlos pagaba anteriormente algunos miles de reales la tal Guía, porque el postor del Calendario los compraba y los compra aún por junto, para venderlos luego a la menuda.

Después de la nota de las cuarenta horas (nota excusada para los tiempos que corren, y que sin duda se ha conservado por la forma como acompañamiento de la corte celestial), empieza el magnífico desfile o sea evocación de las augustas sombras de nuestros ínclitos monarcas, a contar desde Ataulfo, su decano, hasta el actual, que siempre (según la Guía) reina felizmente... ¡Y lo mismo decía la picaruela en la que hoy se llama ominosa década!... De aquí toma luego pretexto para hacernos una espléndida exposición de todas las familias reinantes, con el nombre, apellidos, edad, patria, estado y años de servicio de cada cual; sin hacernos gracia del más mínimo principículo de Anhal Cohetem, ni de la más oscura y remilgada canonesa de Schvarzbourgo-Rudolstaf; todo para entretenimiento de los lectores, los cuales no podrían dormir seguramente, si no supieran que al Elector de Hesse le había nacido un tercer sobrino el año pasado, o que la viuda de Hoslthein Augustembourgo había pasado a segundas nupcias con el Margrave de Meklembourg Strelitz. Verdad es que no hay que tomarlo tan a pechos; pues margrave y elector hemos visto presentar con desfachatez en la Guía su fe de vida, como si fueran viudas de Monte Pío, cuando sabíamos de muy buena tinta que hacía largos años que estaban mascando tierra; y tierno infante se nos ha dado a luz en años anteriores, que ya peinaba canas o gastaba peluca a las orillas del Don.

A continuación do esta monárquica nomenclatura, van tomando lugar las repúblicas americanas, que en tiempos en que no estaba tan bien impresa la Guía, ocupaban un sitio más de casa, en la parte de ella que hacía relación a los gobiernos de Ultramar. Viene después un poquito de estadística (como quien dice, para cumplir con este siglo numérico), y como que hay que hablar de España, la Guía oficial, para evitar el compromiso de opinión propia, coge al primer nación que encuentra al paso, y dice: «Población de España;» «según Hassel 10373000 almas;» «según Balbi, 13500000;» -Vds. escojan lo que les parezca, que por tres millones más o menos no hemos de regañar.

Entretiénese después en recordarnos los días en que se viste de gala... -¿Quién? -La corte. -¡Serán los cortesanos!... -Y los días en que la miseria se viste de luto, ¿cuántos son? -Vide Calendario, unas hojas más atrás.

Aquí por el orden de procesión vienen las cruces y mangas bordadas, las mitras y capisayos, los cuerpos legislativos, los ministerios, diplomáticos nacionales y extranjeros, tribunales supremos, audiencias y jueces, los directores y jefes de administración y de Hacienda. -Para mayor orden de esta majestuosa falange, forma en seis grandes divisiones con la denominación y bajo el patrocinio de otros tantos ministerios, en que el de la Gobernación del Reino es el último, y el de los Negocios Exteriores el primero; y bajo sus respectivas enseñas despliegan su formidable aparato, extienden sus asombrosas filas, y muestran sus magníficos blasones, tantas juntas y asambleas, tantas direcciones o inspecciones, tantas secretarías y contadurías, tantas administraciones, conservadurías, comisiones, juzgados, jefaturas y dignidades, que sería imposible seguirlas con la vista ni abarcarlas con el pensamiento. -¡Ah! se me había olvidado. -También hay su poquito de sección de Beneficencia; pero ésta aparece más modesta, sin bordados ni relumbrones, vestida de simple frac negro como un hermano de la Paz y Caridad; y coge la tal sección por lo menos... -una página, que no quiero decir cuál es. -Ella, y algunos grupos o pelotones de paisanos mondos y lirondos con el modesto título de tal cual academia o asociación literaria vergonzante y gratisdata, son, como si dijéramos, la sombra, y forman el claro-oscuro de la tal Guía. -En otros tiempos terminaba la parte política de ella con varios estados demostrativos de los establecimientos de Caridad; «pero nosotros (como decía Bartolo el médico) lo hemos arreglado de otra manera» y desechado esas superfluidades.

Del estado militar que sigue después, nada hay de nuevo, puesto que ya sea antiguo el ver en él la larga lista de 617 generales y brigadieres que, suponiendo compuesto el ejército español de 150000 hombres, tocarían a 243 hombres cada general; sin contar la marina, en que puede calcularse a 14 generales para cada buque.

Para todo hay gusto en este pícaro mundo; los hay bastante fuertes para digerir todas las mañanas el eterno diálogo del Eco con el Correo, o asistir por las tardes al obligado dúo del Patriota y el Corresponsal. Los hay capaces de tragarse todas las noches un drama envenenado, o embelesarse todas las semanas con las habilidades estereotípicas de los volatines del Circo. -Cuáles están por las églogas que huelen a requesón, y cuáles por los fragmentos que apestan a pólvora y cera amarilla; los unos se inclinan a los libros en folio; los otros a las enciclopedias homeopáticas, que pueden ir en carta; y hasta hay quien goza con las novelas traducidas en 365 tomas al año, que nos suelen dar los periódicos por vía de folletín. ¿Por qué, pues, extrañar, que haya también quien encuentre el complemento de su fruición voluptuosa en hojear y repasar, estudiar y comentar a su modo las sustanciosas páginas de la Guía de Forasteros?

Por de pronto la parte más sabrosa de todo escrito moderno, quiero decir, la personalidad, no ha de faltarle: porque siendo este libro todo compuesto de personalidades, es natural que excite hasta el más alto grado el interés del lector. Añádase a esto que allí no hay artículos de fondo sin fondo, ni polémica clara como su nombre; ni principios para disfrazar fines; ni profesión de fe espontánea; ni demás tiramira de los publicistas del día. -Nada de eso; hechos, no opiniones; cosas, no palabras; resultados, no premisas; axiomas, no problemas... ahora vayan Vds. a buscar un libro que le haga pareja.

Pero no hay que creer que es sólo la curiosidad lo que trata de satisfacer el lector en la meditación y el estudio de aquella veneranda nomenclatura; motivos más positivos le inclinan sin duda a pasar largas horas de la noche engolfado en tan suave entretenimiento.

-«Mi hijo no tiene talento para abogado» (decía una dama de buen parecer a cierto ministro.) -«Vaya (replicó éste) pues le haremos consejero».

La lectura de la Guía, la magnífica perspectiva del coro gubernamental, es el objeto de la esperanza, la ráfaga luminosa de todo viandante, que no sabe por dónde caminar. -Allí están las asesorías, las protectorías, las conservadurías, las consultas; allí las togas y judicaturas para los letrados titulares; allí las embajadas, secretarías y consulados para los legos; allí las intendencias y jefaturas para los políticos; allí las fajas y entorchados para los militares; allí los báculos y mitras para los eclesiásticos; allí las bandas y cruces para todo el mundo sin distinción de sexo ni edad.

El abogadito mancebo, que no gusta de hacerse oír en ella la audiencia, busca una plaza de oidor en ella, mientras su concolega el vetusto D. Pedancio, el fac simile de una partición testamentaria, echa el ojo a una protectoría que tenga rentas que proteger. El tonto de sentidos y potencias aspira a ser director, y el miope sin anteojos, nada halla más apetitoso que una plaza de vista. No hay cura de aldea que no rece todas las noches por verse en las páginas de la Guía que hacen relación a los ilustrísimos; ni cadete del colegio que no se crea destinado a figurar en las primeras del Estado militar. -«¿Por qué no me han de dar unos honores?» dice a sus solas el que toda su vida estuvo reñido con el honor. -«¿Por qué no he de ser yo secretario?» exclama el que jamás supo guardar un secreto.

Hay seis líneas en la Guía, con las que sueñan, en primer lugar todos los hombres políticos; en segundo, todos los militares; en tercero, todos los eclesiásticos; y en cuarto y último todos los demás que nada son. -Y estas líneas (ya lo habrán adivinado mis lectores) son las seis que ocupan los secretarios del Despacho, o sean jefes del gobierno de la administración. -He aquí el término luminoso de las oscuras intrigas, la meta ostensible de los públicos combates en el campo de batalla, en el parlamento, en la prensa, en los círculos y hasta en las plazas y cafés. Ellas son el punto culminante de la pirámide gubernamental; punto a la verdad tan estrecho o inseguro, que ninguno de los que a él llegan puede sostener largo rato el equilibrio, y falto de fuerzas y turbado de razón, bambolea luego, y cae entre los chillidos y algazara de la multitud agolpada a la base. -Sin embargo todo es agitarse y bullir, y trabajar para encaramarse; y sudar y adelantarse, y escurrirse y retroceder; y llegar a la cúspide, y rodar estrepitosamente al panteón.

A la verdad que no hay espectáculo gimnástico más divertido que el que forman los Auriols políticos, reuniendo sus fuerzas en torno de la cucaña ministerial.

¡Qué triunfo! ¿no veis allá arriba pendientes de sendas cadenas, otras tantas enseñas que el viento sacude y hace saltar en derredor del mástil? -Pues son las seis bolsas de terciopelo carmesí que entreabren sus bocas: y chorrean órdenes, y circulares, y proclamas, y censuras, sobre la muchedumbre que las recibe allá abajo con algazara; y los unos las pinchan y garrapatean con una pluma; los otros las destrozan con una espada; aquél las pisa con una prensa; éste las envuelve entre los pliegues de su oratoria. Y las bolsas a vomitar y llover papeles de oficio, escrito por mitad; y las prensas y aparatos de guerra de los sitiadores a dispararles otros por oficio, escritos por entero y en cerradas columnas; y los maniobrantes de arriba a caer debajo; y los de abajo a subir arriba; y las bolsas siempre atadas a las cadenas; y el pueblo pagando el espectáculo, y ríe que te reirás.

Entre tanto la Guía de Forasteros (el programa de la función) circula de mano en mano; y unos hallan de menos un nombre, otros creen que hay muchos hombres de más: cuáles animados de un buen deseo quieren saltar a la plaza, y colocarse entre los precisos operarios; cuáles se contentan con pagar, reír, y comprar el programa.

Con ellos me entierren. -Y dejemos aquí la pluma, que parece haberse despertado hoy un si es no es abierta de picos, y como que pretende lanzarse a materias que por propia convicción le están vedadas.

Mas no teman mis lectores que se extravíe, ni que renuncie a la tranquila senda que ella misma se trazó cuando por ahora hace diez años empezó a borrajear estos festivos cuadros de las costumbres contemporáneas. -Nada menos que eso; mi misión sobre la tierra es reír; pero reír blanda o inofensivamente de las faltas comunes, de las ridículas sociales. -Quédese la apetecida palma de la sátira política unida a la memoria de mi desgraciado amigo Fígaro. Por dos distintas sendas caminamos siempre, y ni él siguió mis huellas ni yo pretendí nunca más que admirar y respetar las suyas. -Esto va en temperamentos y en convicciones, pues ni yo soy Fígaro, ni veo las cosas con tan tétricos colores, ni entiendo de políticos achaques, ni estoy determinado a atentar a mis días por cansancio de la vida. -Todo lo contrario.- Mi paciencia es grande; y aunque hijo de este siglo, quisiera si es posible, arribar al próximo, aunque no fuera más que por satisfacer mi sabida curiosidad.

Y siguiendo, pues, una marcha tranquila en este breve camino, cuento morir en mi cama cuando Dios fuere servido (lo más tarde mejor); y más que envuelva siempre en mi capa una completa nulidad; y más que nadie eche de ver mi falta el día en que aquello suceda; y más que no se derramen flores sobre mi tumba; y más que no resuene cerca de ella la delicada lira de Zorrilla; y más que mi nombre no figure en el Plutarco Español, ni en la Guía de Forasteros, quiero pasar la vida sin excitar lástima ni envidia, y que la modesta lápida que cubra mis cenizas pueda parodiar en otros términos el famoso pas même de Piron; leyéndose en ella con letras bien gordas:

AQUÍ YACE

UN HOMBRE QUE NO FUE NADA:

ABSOLUTAMENTE NADA:

NI SIQUIERA JEFE POLÍTICO.

EL CURIOSO PARLANTE.

(Enero de 1842)