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ArribaAbajoLos cómicos en Cuaresma


«Y con todo esto, son
necesarios en la república,
como lo son las florestas, las
alamedas y las vistas de
recreación, y como lo son
las cosas que honestamente
recrean».


CERVANTES, Lic. Vidriera.                


«Amigo mío: Hallándome comprometido a quedarme en el presente año con el teatro de esta ciudad, y conociendo la afición de V. a estas cosas, le ruego y espero de su amistad se sirva proporcionarnos una buena compañía, pues en ésa, donde se hallan actualmente la mayor parte de los actores, será cosa fácil, y más para V. No me extiendo a más, porque V. comprende mi idea, y sólo me limitaré a manifestarle que el tiempo urge, y que no da ya lugar para una negativa. Adiós, amigo mío».

Tal, punto por coma, fue la epístola con que los días pasados se me insinuó mi corresponsal de... poniéndome con su contenido en uno de los apuros mayores en que me vi en la vida; porque si bien es cierta mi afición al teatro, también lo es que nunca ha pasado más allá de la orquesta, y que para mí sus interioridades son tan desconocidas como las islas del polo. Pero en fin, después de haber cavilado tres cuartos de hora con la carta en la mano, hirió mi imaginativa el feliz recuerdo de D. Pascual Bailón Corredera, el hombre más a propósito de este mundo para sacarme del empeño. Porque este don Pascual es un hombre de vara y tercia, que entra, sale y bulle por todas partes, y tan pronto se le halla en la antecámara de un ministro, como en los bastidores de un teatro; ya paseando en landó con una duquesa, ya sentado en una tienda de la calle de Postas; ora disponiendo una comida de campo, ora acompañando un entierro; o disputando en una librería, o pidiendo para los pobres del barrio a la puerta de una iglesia.

Este era el hombre, en fin, que yo necesitaba, y sin perder momento corrí a avistarme con él; hallele componiendo su itinerario del día (del que, en gracia de la brevedad, hago gracia a mis lectores); mas luego que le hube enterado de mi negocio, varió de plan, aceptó mi encargo, y convenidos en un todo echamos a andar para desempeñarlo. Don Pascual, sin manifestarme adónde me conducía, me persuadió de que al momento encontraríamos gente conocida entre los venidos de las provincias, y que de un golpe nos pondrían en el justo medio de nuestra negociación.

-«Porque ya sabe V. -añadió-, que durante la Cuaresma, en que se cierran todos los teatros, hasta el domingo de Pascua, en que empieza el nuevo año cómico, bajan a Madrid los autores o formadores de las compañías, los cómicos y acompañamiento, y realizados aquí los ajustes, salen para los puntos respectivos. Para formar una compañía; por lo regular el empresario, que suele ser un actor antiguo o individuo unido al teatro por lazos de consanguinidad, reúne las partes que le convienen, y sin más adelanto que el preciso para gastos del viaje y algunos días de asistencia a toda la compañía, cobra después durante las funciones de todo el año el veinticinco por ciento o más del capital adelantado; y para hacer el reparto del producto de aquéllas con proporción, se figura a cada individuo lo que se llama partido; verbi gracia: A. primer galán, entra con partido de cuarenta reales; B. con treinta; y C. con veinte; siendo la entrada doscientos veinte y cinco reales, tocará al primero cien reales, al segundo setenta y cinco, y cincuenta al tercero, a razón de dos partes y media; pero como el producto en las provincias es corto, por muchas causas, apenas llegan a cobrar más de media parte o un cuarterón del partido; así que no es de extrañar la miseria en que generalmente se ven los cómicos de la legua, y aun los de las primeras capitales de provincia. Sólo en Madrid, Barcelona y alguna otra ciudad pueden subsistir con decoro y dárselo también a la escena; las demás son compañías de pipirigaña, como ellos dicen.

-¿Y hacen ellos esa distinción?

-Esa y otras muchas, aunque ya con el trascurso del tiempo van olvidándose, pero si quiere V. enterarse por menor de ello, lea V. al famoso Agustín de Rojas, quien en su Viaje entretenido nos dejó una graciosísima explicación de las ocho maneras de comparsas y representantes, a saber. Bululú, Ñaque, Gangarilla, Cambaleo, Garnacha, Bojiganga, Farándula y Compañía. Léale usted, pues, que es rato divertido.

-Pero ahora no subsisten ya esas distinciones.

-Sin embargo, con poca diferencia, la cosa en el fondo es la misma; no es esto decir que en el día vayan forrados de carteles como el famoso Melchor Zapata del Gil Blas, pero también es la verdad que suelen andar sin forro de ninguna clase, y aun empeñado el año siguiente para comer el actual. En fin, ya llegamos al punto céntrico, y lo que en él vamos a ver suplirá mis explicaciones».

Al decir esto hicimos alto en la embocadura de la calle Ancha de Peligros, y enfilamos por medio la espaciosa puerta del parador de Zaragoza y Barcelona, que según mi amigo es desde tiempo inmemorial el central depósito de toda gente de teatro advenediza; atravesamos el zaguán; subimos la escalera, y siguiendo lo largo de los corredores, se nos ofreció a la vista una multitud de habitaciones todas abiertas, todas disponibles y todas llenas de mujeres cantando, viejos que fumaban o chiquillos alborotadores. Acercámonos a una de donde oímos salir grandes voces, y creímos asistir a una pendencia de provecho; mas toda ella se reducía a un cigarro que había faltado de cierta petaca; aunque los interlocutores a fuer de damas y galanes nobles chillaban tanto y tan de recio, y accionaban con tal calor (fuerza de la costumbre), que al pronunciar una de las damas esta terrible amenaza:

«Dame el cigarro, o las habrás con Roque»,

hubimos de entrar de partes de por medio para terminar aquella escena que podría figurar airosamente en uno de los dramas modernos. Arrancada que fue a la lid aquella heroína, restituida súbitamente a la calma por una de aquellas transiciones rápidas que son tan frecuentes en el mundo de cartón, separadas las melenas nada airosas que cubrían su pronunciada faz, y enjugados aquellos luceros que el coraje había eclipsado:

-¿Es V., mi querida Narcisa? (exclamó don Pascual con un arrebato verdaderamente dramático).

-¡Don Pascual! V... pues... ¡quién había de pensar!...

-¡Ingrata! ¡y qué poco ha conservado usted la memoria de mi cariño!

-¡Ingrato! ¡y cuán mal ha pagado V. mi amor!

La explicación iba siendo vehemente, y yo entre tanto hube de tomar el recurso de reconocer el vestuario, que pendía colgado de sendos clavos alrededor de las paredes del cuarto. Llamome primero la atención un pantalón azul, un marsellés de calesero y una cortina de muselina blanca en forma de turbante, sobre cuyo atavío había un cartón que en letras gordas decía: «Traje de Otelo y demás moros de Venecia y de otras partes». -Mas allá un tonelete, una coraza y una peluca a lo Luis XIV, llevaban por distintivo: «Traje de Carlos V sobre Túnez». -Una mantilla de tafetán con lentejuelas y un vestido de percal francés: «Traje de Dido, y también de la viuda del Malabar, con un crespón negro». -Un tontillo, una escofieta y un jubón con faldillas: «Traje de Semíramis, de la Esclava del Negro Ponto y demás comedias de Moratín». -Un pantalón de mahón figurando carne, una camisa de mujer y un cinto de cuero: «Traje de Isidoro en el Orestes». -Y por este estilo iba siguiendo todo el equipaje hasta unos ocho o diez trajes de ambos sexos. Pero en llegando aquí, escuché claramente la voz de don Pascual, quien después de un buen rato de cuchicheo preguntaba a Narcisa por su marido. -No sé, contestó ella; ya sabes (y advierta de paso el lector que se habían apeado el tratamiento) que por aquella carta tuya con tu sortija, que me sorprendió, huyó de mí dejándome en Málaga, donde creo que se embarcó, y hace diez años que... -Pues luego, ¿esos trajes de moros y cristianos?... -Esos trajes son... son... -¿De quién, ingrata? -Del segundo galán.

A este punto, ya creí yo poder terciar en la conversación y preguntar a entrambos cuándo podríamos empezar nuestra contrata.

-Ahora mismo, contestó D. Pascual: por de pronto ya tenemos dama.

-Fáltanos, sin embargo el galán, a menos que V...

-El galán (replicó Narcisa), le hallarán VV. con todos los demás compañeros en la plazuela de Santa Ana; hablándole a V. con franqueza (añadió en voz baja a D. Pascual), él no es gran cosa, pero... -Lo demás de la explicación no lo pude oír. Levantose de allí a un momento mi amigo, y despidiéndonos de Narcisa emprendimos la marcha hacia la plazuela.

Hervía ésta en corrillos en el punto en que la pisamos. Hombres de todas edades, trajes y cataduras, corrían, se agitaban, se reunían, se separaban, hablaban a voces, hablaban en secreto, y de esta mezcla, de esta actividad, resultaba un espectáculo singular: aquí un grupo de cuatro, vestido, cuál con pantalón de verano, casaquilla gris y gorrita francesa; cuál con su gran capa color de corteza y sombrero calañés, trataban de formar una compañía bajo la bandera de uno de levita blanca, a quien todos agasajaban y perseguían; más allá se disolvía estrepitosamente otra; de un lado se cerraba un ajuste, y ambos contrayentes corrían a firmarlo al inmediato café de Venecia; del otro se armaba una disputa entre dos interlocutores sobre su mérito respectivo. Formando el primer término de este cuadro y entre la acera de la calle del Prado y los árboles de la plazuela, se dejaban ver en numeroso grupo los individuos de las compañías de la corte, manifestando en sus modales y en su vestido el buen tono y la elegancia. Hablaban de sus teatros, de sus empresas, encarecían sus protecciones, despreciaban sus sueldos, se lamentaban de la decadencia del arte, animábanse contra la boga de la ópera, contaban las intrigas de bastidor y cuchicheaban en voz baja los que ya habían firmado. Por vía de sainete se reían de los pobres advenedizos, y con cuestiones malignas o alabanzas exageradas contribuían a mantenerlos en su petulancia y disputas eternas, y en acabando éstas, las hacían volver a empezar.

Don Pascual y yo nos dirigimos a los cortesanos a fin de que nos prestasen el auxilio de sus luces en nuestra ardua operación; hiciéronlo así, y llamando por sus nombres a varios, nos los presentaron como galanes, barbas, graciosos, característicos y partes de por medio. No bien corrió la voz de que éramos formadores, nos empezaron a sitiar, a acosarnos, a embestirnos por todos lados, y mientras un galán de cincuenta y ocho años nos explicaba su ternura tirándonos del botón de la casaca y humedeciéndonos con rocío que salía por entre sus despobladas encías, un barba mal encarado con voz cigarreña y aguardentosa nos hablaba de su formalidad, y el gracioso, subido en un guardacantón, nos ensordecía a gritos para hacernos reír. Estando en esto sentí por la espalda unos golpecitos de bastón, y me encontré con un hombre de mala traza que me llamó aparte.

-Pues, señor (haciéndome tres cortesías), no he podido menos de compadecerme al considerar que le ha rodeado a V. la escoria del arte, porque ha de saber V. que ésos son de los que nadie quiere, y de los que llegará el domingo de Ramos y tendrán que reunirse en una compañía de conformes, como decimos nosotros. -Y con esto se fue extendiendo lo mejor que supo en pintarme los defectos de varios de ellos, aunque a decir verdad, sospeché por su explicación que él debía ser el peor de todos. Los demás nos miraban con sospecha, y yo la tuve de que adivinaban nuestra conversación, en tanto que los de Madrid, con risas y señas, me daban a entender el concepto que les merecía mi oficioso interlocutor. Tratábame ya de desembarazar de él a toda costa, cuando el nombre de Narcisa, que pronunció, me hizo caer en la cuenta de que el tal era el suplente del marido de la dama de mi amigo, con lo cual llamé a éste y le dejé con él, mientras que yo me salvé entre los de Madrid, que me convidaron a ver por mí mismo la gracia de mi consultor en un particular que celebraban a la noche. -¿Y qué es un particular? repliqué yo. -Llámanse así, me contestó uno de los más mesurados, las tertulias de examen que suelen celebrarse en casa de algún actor para oír a los de las provincias. El nombre se ha conservado de lo antiguo por la costumbre que había de representar en las casas de los magnates y sujetos particulares.

«Solían, con efecto (dice Pellicer), los señores, los togados y la gente principal, llamar a los comediantes a sus casas para que hiciesen en ellas algunos pasos y aun comedias, y cantasen, después de haber representado en los corrales; y a esta diversión casera llamaban un particular».

-Que me place -dije yo-, y acepto gustoso el convite a nombre de mi amigo y mío.

Con esto y con dejar citados a varios para el siguiente día en nuestra casa, salimos de la plazuela, discurriendo alegremente sobre lo que habíamos visto, hasta que llegada que fue la noche marchamos al convite.

Ya la sala estaba henchida de damas y galanes, de literatos y curiosos, que habían acudido a aquel certamen artístico. Tuvo principio éste con varias relaciones de la Moza de Cántaro, La Vida es sueño, y el Tetrarca de Jerusalén, repetidas con el énfasis y los manoteos de costumbre; luego siguieron varias escenas chistosas y remedos de animales (en los cuales algunos no se hacían gran violencia), y se reservó para final una escena trágica de Otelo, entre la bella Narcisa y su compadre el galán de la plazuela. Difícil sería pintar la originalidad del modo de representar de éste; sus inflexiones, sus suspiros, sus movimientos: sólo diré que era cosa de deshacerse en lágrimas de risa; así como al contrario la dama por su naturalidad hacía nacer sentimientos diferentes. Brillaban, al oír los aplausos a ésta, los ojos de don Pascual, si bien alguna vez los dejaba caer con desconfianza hacia la puerta de la alcoba, donde además se apercibía un hombre embozado y en pie. Lleno de curiosidad, preguntó quién era aquel sujeto misterioso, y se le contestó que un excelente actor venido de fuera, pero que no quería representar aquella noche.

En tanto la escena entre Narcisa y Roque (Otelo y Edelmira) fue animándose hasta el punto en que dice ésta:


«Todo me mata,
»todo va reuniéndose en mi daño...»
-«Y todo te confunde, desdichada»,

rorrumpió un grito agudo lanzado de la alcoba. Las miradas de todos se dirigieron rápidamente hacia aquel punto, pero ya el embozado interruptor había franqueado de un salto el espacio que le separaba de su víctima, había soltado la capa, y cogiendo del brazo a aquélla,


«Mírame, ¿me conoces?... ¿me conoces?...»,

la dice con toda la verdad y rabiosa expresión que en tal verso animaba al célebre Maiquez. Un grito de Edelmira fue la única contestación y cayó sin sentido. Los circunstantes nos deshacíamos a aplausos y bravos, y éstos crecieron al oír al nuevo Otelo dirigir a la infeliz estas palabras:


«El cielo soberano te castiga
»Por un medio distinto... ¿Ves la carta?
»Pues mira la sortija, aquí la tienes».

Pero viendo que Edelmira nada respondía, que el galán primero, amostazado con el nuevo aparecido se disponía a recobrar su puesto, y que éste no mitigaba su encono, llegamos a sospechar que allí podría haber algo más que fingimiento, y por mi parte adiviné de plano la causa viendo escurrirse bonitamente a D. Pascual, diciéndome al despedirse: -«Es él...»

Apresurámonos todos a volver en sí a Narcisa y su marido (que tal era el nuevo Otelo), y conduciendo gradualmente el negocio, vinimos al fin de media hora a una reconciliación conyugal, que terminé yo apalabrando a entrambos para mi compañía. En cuanto a Roque desapareció de nuestra vista, y es fama que aquella noche no durmió ya en Madrid.

En los siguientes días acabé de contratar la comparsa, hasta que reunidos en número de catorce, ajusté una gran galera, donde se empaquetaron entre cofres y maletas, y escribí a mi amigo una carta de remesa. Al cabo de unos días me ha acusado el recibo del cargamento sin avería de ninguna especie.

(Abril de 1832)




ArribaAbajoLos Aires del lugar


«¡Qué horror! A Madrid me vuelvo:
Que allí hay más comodidades,
Si los vicios no son menos».


BRETON.                


-No hay remedio, amigo don Tal: usted está malo, y es preciso desterrar ciertos humores que nosotros los físicos llamamos humores acres, proclives, espontáneos y corrumpentes; y para ello nada encuentro tan acertado como el que vaya V. a tomar aires fuera de Madrid.

-Si V. me lo ordena...

-Sí, amigo, y con toda la autoridad de la ciencia; su imaginación de V., demasiado ocupada de trabajos mentales, necesita distracción y desahogo: al mismo tiempo, le es a V. conveniente el respirar un aire libre y puro, no como este mefítico que nos rodea en la capital; en fin, la vida del campo volverá a V. sus fuerzas y ensanchará su pecho, ofreciéndole placeres sencillos o inocentes que no ha experimentado aún.

-¿Y hacia dónde parece a V. que dirija el rumbo?

-A donde V. quiera, con tal que sea un pueblo sano y a bastante distancia de Madrid.

-No entiendo esa última circunstancia.

-Pues créame V., y sígala, aunque sea sin entenderla.

Mi doctor (que es algo brusco de modales) tomó a este punto su sombrero, y me dejó, sin más preámbulos, cavilando sobre el nuevo proyecto que me indicaba. Inmediatamente corrí a rodearme de los ciento y tantos cuadernos que van publicados del Diccionario Geográfico Universal; ítem, del Atlas que le acompaña, con el objeto de escoger sitio a donde dirigirme en busca de la salud y de los placeres puros e inocentes. Todo se me volvía tomar y dejar mamotretos, consultar viajes pintorescos, contemplar estampas de paisajes y marinas, recitar églogas pastoriles, y reunir, en fin, un copioso número de materiales para el nuevo género de vida que iba a seguir durante algún tiempo. Pero por más que cavilaba, nada decidía, hasta que resolví salir a la calle y consultarlo con el primero que la suerte me deparase.

La casualidad a veces sabe más que un libro, y ella y mi buena suerte hizo que me dirigiese a casa de don Melquíades Revesino, cuya familia es para mí de la mayor franqueza. Por qué tanto la hallé cuidadosamente ocupada en discutir un provecto semejante al que a mí me desvelaba, quiero decir, en salir a tomar aires a un lugar.

Motivaba esta improvisa determinación (a lo que supe después) cierto amorío de la niña de la casa con el joven don Luisito del Parral, mozo brillante, no por su elevada cuna, no por la superioridad de sus talentos, no por la abundancia de sus riquezas; no, en fin, por su perfecta persona, sino por un cierto aire de extranjerismo aprendido en un viaje que hizo a Bayona; por un tono decisivo y abierto, natural de la calle de la Montera, y por cierta elegancia en el vestir, debida a la sabia tijera de Rouget, mozo, en fin, a la moda, muy versado en la chismografía corriente, y tan poco conocedor de los sucesos pasados como nada cuidadoso de los futuros.

Pues éste tal era el que, inflamando el corazón de Jacinta (que tal era el nombre de mi heroína), alteraba la paz de aquella casa y destruía la salud de la niña, cuya palidez y tristeza aumentaban desde el día en que al celoso don Melquíades se le ocurrió privar a aquél de la entrada en su casa. Desde tal momento la niña era el objeto de sus más solícitos cuidados: se la mimaba cuidadosamente, ya ofreciéndola manjares delicados, ya tomándola maestros de canto y de dibujo, ya llevándola del Prado a la Ópera y de ésta al baile; pero nada era suficiente a borrar la impresión que el mancebo había hecho en su alma, y toda la facultad matritense, convocada al efecto, había declarado solemnemente que la chica adolecía de una melancolía que acabaría con ella, si por el pronto no se tomaba la determinación de sacarla de Madrid. Tal era el apuro de esta familia, que no titubeó un momento en llevar a efecto tan sabia determinación, y he aquí que yo llegué cuando estaban discutiendo el punto de dirección.

Nada les podía servir mejor que mi llegada, pues viniendo, como venía, lleno de la misma ideal y cargado además de erudición geográfica, estaba en el caso de contribuir grandemente a fijar la cuestión. Seducido con la idea que me propusieron de acompañarles en la partida, hablé larga y asombrosamente sobre los diferentes países conocidos; cité lugares célebres, atravesé montañas; salté ríos, y dejé a todos pasmados con lo mismo que acababa de leer (costumbre harto frecuente en ciertos sabios del día); pero a todo se me contestaba con esta pregunta: «¿Y cuántas leguas está eso de Madrid?» Y en pasando del espacio que ellos determinaban ya no había forma de reducirles». Por fin, después de largos y acalorados debates y comparaciones geográficas, históricas y críticas, determinamos, de común acuerdo, que el viaje sería a Carabanchel, célebre lugar situado donde acaso más de un geógrafo ignora, y en cuyas ventajosas circunstancias convino toda la sociedad.

Una sonrisa de Jacinta fue la señal de la aprobación general, y desde aquel momento ya no se pensó más que en los preparativos del viaje, que se fijó para de allí a ocho días. Don Melquíades salió a contratar el carruaje, la mamá y la niña al almacén de Carrillo a comprar trajes y adornos de camino, a consultar de paso con madama Adela la forma de los sombreros, y a despedirse de todos sus conocidos; otro se ofreció a sacar el pasaporte, aunque luego nos ocurrió que, hasta pasadas seis leguas de Madrid no teníamos necesidad de él; otro se encargó de preparar una casa, un poeta de surtido que frecuentaba la tertulia corrió a componer una despedida cantábile, y yo me volví a empaquetar mis efectos, mi biblioteca de campo, mis mapas, mis anteojos y catalejos, y a comprar un libro en blanco para escribir las observaciones histórico-críticas del viaje.

En tan complicadas operaciones, llenos de las ideas y proyectos más lisonjeros, y saboreando de antemano los placeres que íbamos a disfrutar, pasaron aquellos ocho días, hasta que lució la suspirada aurora, y antes que el sol ilumínase el horizonte, ya nos hallábamos reunidos en casa de don Melquíades con todo el tren y aparato de marcha. Los abrazos, las lágrimas, los suspiros, se prolongaron largo rato; los respectivos utensilios, cofres, maletas, sacos de noche, colchones y demás, fueron colocados en el coche, y subiendo en él el papá, la mamá, la niña y yo, con dos criadas, empezamos nuestro camino escoltados de algunos buenos amigos de la casa, a quienes íbamos dejando, ya en la puerta, ya en el puente de Toledo, ya en la antigua ermita de San Dámaso, ya, en fin, a la vista de Carabanchel de Abajo.

Entre tanto, nosotros gozábamos del aspecto de la campiña, marchando entre dos filas de futuros árboles recién plantados y animando a Jacinta (que nunca había pasado del Canal) a regocijarse con la vista de aquellas tierras de pan llevar, o de tal cual colina de arena que interrumpía la uniformidad del paisaje. Por fin, después de varias preguntas de cuántas leguas habíamos andado ya, después de infórmarnos de los nombres de los lugares cuyos campanarios alcanzábamos a ver a lo lejos, después de disertar largamente sobre las incomodidades de los viajes, llegamos sin ocurrencia notable a Carabanchel, sin necesidad de hacer noche en el camino, gracias a la agilidad de nuestras mulas.

Echamos pie a tierra en una calle de cuyo nombre no quiero acordarme, y ocupamos la casa que se nos tenía preparada: componíase de una salita baja con dos rejas a la calle, una alcoba y varias piezas y dormitorios interiores que daban a las eras; y si bien el adorno, compuesto de una mesa de pino, ocho sillas de Vitoria, dos cornucopias y cuatro estampas de la prisión del Maragato, no correspondía en nada al precio que se nos había exigido ni a la elegancia y porte de nuestras damas, al menos le encontramos muy en armonía con los modales y disposición de los amos de la casa; de suerte que no tuvimos que quejarnos en este punto de la menor discordancia.

Por de pronto, nos examinaron bien, rieron de nuestros sombreros y casquetes: franquearon su puerta a una caterva de muchachos en camisa, que nos perseguían con el epíteto de lechuguinos de Madrid, y permanecieron sentados, tranquilos espectadores del descargo de nuestros efectos, sin aproximarse a ayudarnos en nada. Pedimos agua para lavarnos, nos trajeron una cofaina sucia y ordinaria, que pusieron sobre una silla, y para hacer que inundaran el agua a cada uno, tuvimos que sostener tantas cuestiones como individuos éramos; pedimos pan, y no lo había hasta de allí a una hora; quisimos vino, y nos lo trajeron bastante malo; por último, tuvimos necesidad de descansar, y los colchones no nos lo permitieron; hubo, pues, que repartir económicamente los que traíamos, y aun así no fue posible dormir, porque una plaga de moscas, moscones y mosquitos formaban a nuestros oídos un alegre terceto, interpolado de sendas embestidas sobre nuestros rostros; esto, unido a la algarabía que traían las gallinas en el corral, y al calor y la luz que entraban por las puertas y ventanas, que no cerraban bien, nos hizo pasar un rato agradable, parecido a los varios que después tuvimos ocasión de disfrutar. Pero ¿para qué me canso en ir siguiendo metódicamente el orden de los acontecimientos? Basta indicar con rapidez el método de vida a que por necesidad tuvimos que acomodarnos, y haciendo la pintura de un día, puede servir de molde para los demás.

Nos levantábamos tarde, porque no nos acostábamos temprano, porque ningún objeto nos excitaba a madrugar, porque el día se nos hacía más largo e insoportable, porque los bichos voladores nos disputaban el sueño durante la noche, por otras mil y una razones que sería prolijo explicar. Durante el fementido almuerzo, mal condimentado y peor servido, escuchábamos las novedades del pueblo de boca del sobrino del patrón, Ferminillo, mozo travieso y decidor, cuyas novedades se reducían a saber tal cual familia que había llegado de Madrid, con todos los ribetes y circunstancias de lo que traían, lo que gastaban, lo que comían, etc.; luego solía amenizar la relación con alguna que otra paliza dada durante la noche, tal o cual multa o encarcelamiento, y acostumbraba concluir con acompañarse a la guitarra unas infames seguidillas de malignos conceptos y alusiones harto claras.

Cansados de Ferminillo, nos dirigíamos a alguno de los jardines y huertas particulares, donde (previa una esquela del dueño, un permiso del mayordomo, un empeño del portero o una recomendación del estercolador) podíamos pasearnos en dos fanegas de sembradura debajo de un emparrado, hasta que solía venir el conde o el marqués propietario, y, o le teníamos que abandonar el campo, o que deshacernos a cumplidos y cortesías. Salíamos de allí cuando el dios de los tabardillos ejercía ya su poderosa influencia, y por las amenas calles de aquella brillante población (interrumpidas por algunos grupos de muchachos que reían de buena fe al mirar el sombrero de Jacinta, o al verme a mí llevando su sombrilla) nos dirigíamos a visitar algunas de las familias compatricias, a las cuales encontrábamos, o bien entregadas a un profundo sueño, o bien ocupadas en echar de comer a las gallinas; ya jugando al asalto, ya leyendo la Gaceta de Madrid, y todos, en general, quejándose de que el día en Carabanchel tenía cuarenta y ocho horas. En fin, después de proyectar algún paseo para la tarde, nos retirábamos a nuestra casa a despachar la parca comida, siempre, compuesta de los mismos artículos, de pollo y tortilla, al menos que algún propio enviado de Madrid no nos trajese algo nuevo; dormíamos luego cuatro horas de siesta, y salíamos al paseo de las Eras, o bien al otro Carabanchel, en unión de alguna otra familia, formando luego en cualquiera casa nuestra tertulia de tresillo hasta las once o las doce.

Tal era la vida agreste que llevábamos, y no hay que decir que cada día nos parecía más necia; la salud de Jacinta empeoraba; la mía no ganaba nada, y ni médico ni botica nos inspiraban confianza para consultarlos; el ejercicio que hacíamos en un país árido e ingrato nos cansaba el cuerpo y nos entristecía el alma; todos los objetos que nos rodeaban inspiraban tedio y desazón: la mezquindad de la habitación y los muebles, la grosería de sus dueños, las chanzas pesadas de Ferminillo, la etiqueta de las gentes que llegaban de Madrid, la monotonía de nuestras acciones, el aspecto mísero del lugar, la privación de toda clase de conveniencias, las intrigas y enemistades ridículas que Fermín nos contaba, todo era muy a propósito para acabarnos de fastidiar, y al cabo de quince días (de los cuales, según mi cuenta, pasamos durmiendo los diez y medio) se empezó a tratar de volver a Madrid. Un incidente imprevisto vino a precipitarlo.

Hacía dos o tres noches que yo había visto por las ventanas que daban a las eras pasar un hombre a caballo con aspecto misterioso, y haciendo salir a Fermín, vi que se hablaban y que se despidió de él el caballero; con lo cual y con decirme Fermín que era un conocido de Madrid que estaba en el pueblo, cesaron mis sospechas, a pesar de que otras noches, a la misma hora, solía verle rondar la casa.

Ya nuestra partida estaba señalada para de allí a ocho días, cuando, reuniéndonos una mañana al desayuno, notamos que Jacinta no venía: llamamos a su criada, y no respondió; pasamos a su cuarto, y vimos que habían desaparecido una y otra, ítem más, el Ferminillo, director de toda la intriga, y sobre la mesa encontramos un billete concebido en estos términos.

«Amados papá y mamá: el estado infeliz a que me ha reducido una pasión violenta, y el convencimiento que tengo de mi pronta muerte si me empeño en resistirla, me han obligado a dar un paso atrevido y ajeno a mis ideas; pero creo que el amor que ustedes me tienen les inclinará a perdonármelo. Yo huyo de la casa paterna, pero huyo bajo la protección de las leyes, y huyo con el esposo que mi suerte me ha destinado. Voy con Fermín y Manuela, y quedo depositada en Madrid en casa de D..., su amigo de ustedes, mientras espero allí la aprobación paternal. Perdón, papá y mamá: no me aborrezcan ustedes, y compadézcanme por haberme visto precisada a este extremo. -Jacinta

No hay que decir el pasmo que en ambos consortes se manifestó con esta ocurrencia; sin embargo, en la mamá noté más serenidad, como si hubiese tenido algún antecedente. Yo me encargué de convencer al padre; y llegado que hubimos a Madrid, viéndose invitado por la autoridad a prestar su aprobación y fuertemente instado por todos sus amigos, cedió por fin a nuestras súplicas, y el matrimonio se celebró ayer con alegría y satisfacción, sin más nubes ni contratiempos.

La niña Jacinta parece satisfecha de haber salido a tomar los aires, y no dudo que curará de sus males: en cuanto a mí, si no bastasen los que tomé en Carabanchel, continuaré tomándolos en el Retiro, o me alejará sesenta leguas de Madrid, donde la sencilla ignorancia de la aldea no se halle mezclada con la malicia del pueblo bajo de la corte, y donde la campiña, más varia, ofrezca mayor novedad y desahogo. Esto fue sin duda lo que me quiso decir mi médico.

(Agosto de 1832)