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ArribaAbajoEl extranjero en su patria


«La cántara conserva largos días
el gusto y el olor del primer licor
de que se llena, y la primera edad
decide cuasi siempre de nuestro
carácter y afecciones».


MELÉNDEZ VALDÉS. -Disc. forenses.                


Preparábame a sentarme a la mesa a la hora acostumbrada, cuando de repente un fuerte campanillazo hirió mis oídos. Ábrese la puerta, y un caballero muy elegante se dirige a mi habitación a largos pasos, y en llegando a ella, y delante de mí:

-¿Es a Mr. de... (me dijo) a quien yo tengo el honor de dirigir mi palabra?

-Fulano de Tal, para servir a V. (le contesté yo levantándome con atención).

-C'est egal; vos sin duda no me reconoceréis; ello es posible; eh, bien; yo seré obligado a deciros quién yo soy.

-A la verdad que no caigo...

-Ah mon cher! Ello no es difícil; los años y los viajes han cambiado mucho de mi forma primera, a la manera que yo no reconozco en mi patria de hoy a mi patria de otro tiempo.

-¡Cómo! ¿Usted es español?

-Oui, desgraciadamente; bien entendido, español por nacimiento, mas no por inclinación ni por carácter.

-Cierto que ese aire, esos modales, ese acento y lenguaje me habían persuadido...

-Son, señor, las nobles maneras del gran mundo que yo vengo de dejar; helas! mas ello es bien cierto, pourtant, que yo soy nacido a Madrid (lo cual sea dicho entre nosotros); y que yo he tenido el honor de ser muy vuestro antes de mi partida en Francia.

-Pues, señor mío, dicho se está que si usted no tiene la bondad de declararse, nunca vendré en conocimiento...

-Oh mon Dieu! est il posible? ¿o hacéis semblante de ello? Parbleau! el gran amigo y camarada de mi papá, el hombre de su confianza, ¿habrá olvidado aquel hijo de quien los primeros pasos dirigió? ¿al joven hombre que le fue redevable de tantas buenas amistades?

-Me hace V. dudar...

-¡Ah! no lo dudéis, señor; es monsieur de Reveseint, que es mi padre.

-¿Cómo? ¿el hijo de D. Melquíades Revesino?

-A la bonne heure, yo soy ese hijo, moi.

-¡Ah, querido amigo!

-Oh mon cher!

El público lector no tiene obligación de acordarse ya de la familia de D. Melquíades Revesino, de quien le hice tomar conocimiento con motivo de los amores y boda de la niña Jacinta y de su viaje a Carabanchel6; y como allí no lo dije, habrá de decir ahora que el dicho D. Melchor, además de aquella niña, cuyo amoroso drama supimos entonces, es también padre del joven Camilo Revesino, a quien hacía nombrarse Mr. de Reveseint; la misma manía que al italiano Signor Giovani Trotini, que viajando por Francia se hacía llamar Monsieur Trotein; en Inglaterra, Mister Trotan, en Rusia, Trotonoff; en Polonia, Trotinski; en España, Don Juan de Trotinos, y en Portugal, o Senor Troutiñu.

Pero viniendo a mi Camilo, este joven, después de aprender la Gramática en los Escolapios, hubo de seguir el precepto de su padre, el cual, seducido con las continuas relaciones de los viajeros, llegó a persuadirse de lo conveniente que sería que su hijo, el heredero de su nombre, y a quien pronosticaba brillantes destinos, continuase su educación en la capital de Francia, donde podría adquirir, al paso que unos conocimientos superiores, los modales y porte de gran tono, y pudiendo en él más esta persuasión que el sentimiento de separarse de su hijo, enviole a París bien recomendado. El joven Camilo, que contaba a la sazón doce años, fue instalado desde luego en un colegio, donde aprendió ante todas cosas a olvidar la lengua patria, trocándola por la del país, y consiguiéndolo de tal modo, que a la vuelta de dos años pasaba por mi verdadero francés, y aun él mismo llegó a persuadirse de que lo era.

Sus conocimientos, es verdad, crecían en proporción de sus estudios; y los diversos premios adquiridos en los exámenes de Historia, Matemáticas, Física, Química, Dibujo y demás, mientras permaneció en el colegio, eran para su padre otros tantos argumentos en apoyo de su resolución. En vano algunos amigos intentaron hacerle ver lo perjudicial que podría ser a su hijo tan prolongada separación de su país natal, y que pasando en el extranjero la edad más decisiva de su vida, era muy posible que adoptase costumbres e inclinaciones que le harían parecer luego una planta exótica en su mismo suelo, además de que no faltaban en éste los medios de recibir una esmerada educación, pudiendo después viajar, cuando se hallara en estado de poder adoptar sólo lo conveniente para mejorarla. Todo fue en vano, y el bueno de D. Melquíades, seducido con la idea de tener un hijo que, según él decía, había de llegar a ser la envidia de todo Madrid, persistió en su obstinación, negándose a llamarle hasta que cumpliese los veinticuatro años.

Llegó por fin aquella época tan suspirada de toda la familia, que tuvo la satisfacción de recibir en su seno un mozo brillante por sus conocimientos, sus modales y su figura por todas partes resonaban los elogios del recién venido; sus acciones y palabras eran repetidas por los otros jóvenes en cafés y tertulias; sus trajes formaban el objeto de los continuos desvelos desastres afamados; la narración animada de sus aventuras servía para reunir en torno de él un círculo de admiradores y aun de envidiosos, y las más altivas notabilidades femeninas se daban por contentas con fijar por un momento las miradas del español parisién.

No hay que decir el contento que todo esto inspiraría a los suyos; pero como todas las ilusiones duran poco no tardaron en echar de ver que en medio de aquella felicidad aparente, nada de lo que le rodeaba era conforme a su carácter y costumbres. Por ejemplo, la distribución de sus horas era diametralmente opuesta a la de la familia; pues él se desayunaba a mediodía, comía de noche, y no dormía hasta las dos de la mañana; su conversación era siempre en francés; llamaba a sus padres de tú, y de vos a los criados, bailaba al espejo aunque fuese delante de personas de gran prosopopeya; besaba a su hermana y reñía con las visitas porque no le dejaban hacer otro tanto; tocaba el violín, o tiraba el florete los ratos que no cantaba en alta voz; y, en fin, tenía toda la vivacidad propia de un francés y de un joven de veinticuatro. Por otro lado, se hablaba de comida: -«¡Oh, las fondas de Veri o Rocher de Cancale!» -Iba al teatro: «Ah, que teatros los de París!» -Se lo convidaba a los toros: -«¡Bárbaro espectáculo!» -Salía a la calle: -«¡Peste de país!» -Volvía a su casa: -¡Oh, mon hotel garni

Con estas y otras cosas, con desaprobar abiertamente todo lo que se apartaba de los usos franceses, al mismo tiempo que ridiculizaba las imitaciones de ellos, llegó a hacerse insoportable hasta en su misma casa, en que todos los días daba lugar a cuestiones; y aun en la visita que al presente me hacía, me dio a entender una que acababa de tener con su padre, con motivo de proponerle un matrimonio que repugnaba a su corazón. No pude dejar de extrañarlo, conociendo bien el carácter de D. Melquíades, y aunque por la misma conversación del joven creí penetrar la causa de su aversión, suspendí el juicio hasta averiguarla por mí mismo.

Entretanto, hícelo presente con franqueza, que siendo ya cerca de las cuatro de la tarde, había retrasado una hora mi comida, y convidele a participar de ella, no aceptó, por ser demasiado temprano para él, pero se entretuvo en probarme mientras comía, que a aquella hora no había apetito (sin embargo que yo demostraba en la práctica todo lo contrario); y luego que vio salir la fuente con todo lo interior de la otra castellana, lanzó una filípica fulminante para demostrarme que aquel alimento era indigesto y malsano, a lo que por única respuesta le contestó que sin duda debía surtir tales efectos muy a la larga, por cuanto no me acordaba de haber padecido una indigestión. Por último, subió de todo punto su encono cuando acabada la comida, llegó a entender que era mi costumbre el dormir media horita de siesta; a esto ya no pudo sufrir más, y saludándome con el nombre de español incorregible, se separó de mí, menos contento que a su llegada.

A la mañana siguiente pasé a pagarte la visita; no le hallé en casa, y encontrándome solo con el padre, le felicité por la llegada de su hijo, y por las bellas cualidades que ostentaba; pero muy luego pude conocer que su satisfacción se hallaba mezclada con algún disgusto, como en efecto no tardó en declararme.

-¿Tiene V. presente, me dijo en voz lastimera! cierta disputa que tuvo con V. en este mismo gabinete acerca de las ventajas de la educación en Francia?

-Sí, señor, y por cierto que me acuerdo de la viva defensa que V. sostuvo.

-¿Pues qué diría V. si la experiencia me inclinara hoy a sostener lo contrario?

-Es imposible; las relevantes cualidades que adornan a su hijo de V., el aplauso que lo rodea, y la satisfacción interior que de ello debe resultar a un buen padre, son causas bastantes para afirmar a V. en su primitiva opinión.

-¿Y qué me sirven esas cualidades y ese aplauso, y qué le sirven a él tampoco, si van emponzoñados con un tedio invencible, una aversión inexplicable a todo lo que le rodea, bastante a hacerle resistir mis proyectos para su felicidad?

-Quizás esos proyectos no estén bien meditados, y acaso para ellos no haya V. consultado el corazón de su hijo.

-¿Y qué más puedo hacer para ello? Yo le he querido hacer obtener un buen destino en la Administración; se me ha opuesto a ello bajo el pretexto de no conocer bien las leyes de nuestro país, y por temor de no desempeñarle cumplidamente.

-Ha dicho muy bien; y pocos a quienes se ofreciera un empleo contestarían del mismo modo. Conócese bien que no está al corriente de nuestras costumbres.

-Le he indicado después la carrera militar; me ha respondido que como las vicisitudes del mundo pudieran acaso algún día obligarte a dirigir sus armas contra el país en que ha recibido su educación, no le permite su honor obligarse bajo el juramento militar.

-En eso manifiesta su virtud y su agradecimiento.

-Le he hablado después del comercio, que no tiene ninguno de esos inconvenientes; me ha manifestado otros que dice suele tener entre nosotros esta profesión.

-Puede que no esté equivocado.

-Las carreras de la Iglesia o del foro no he podido siquiera indicárselas, porque, en efecto, no ha hecho los estudios que a ellas conducen; mas, por último, le he propuesto que viviendo tranquilamente de las rentas de nuestro mayorazgo, imitase a tantos de su clase como pasan la vida sin hacer nada, y ha rechazado con violencia mi proposición, diciéndome que él ha nacido y ha estudiado para hacer algo.

-Y tiene mucha razón.

-Ahora bien; pasando después al punto de su matrimonio, le he presentado a varias personas dignas de llamar su atención; pues ninguna de ellas ha llenado sus ideas: la una carece a su vista de modales elegantes, y de buena compañía, como él dice; la otra ignora hasta los primeros rudimentos de la Geografía y la Historia; otra piensa muy en español; otra... En suma, ¿qué partido tomar con una persona para quien nada hay a propósito, y cuyos conocimientos y circunstancias no pueden aplicarse en la sociedad en que ha de vivir?

-Ello es, en fin, le interrumpí yo, que su hijo de V. ha renunciado a su patria, y que la educación extranjera, dando otro giro a sus inclinaciones y sus deseos, le ha sacado fuera del círculo en que nació, para colocarlo en otro muy distinto del que V. imaginaba; fácil era prever semejante resultado, pues es bien sabido que la educación es una segunda naturaleza, acaso más fuerte que la primera. ¿Y quién sabe también si otras causas se habrán mezclado al mismo tiempo en destruir los planes de usted? Su hijo de V. es joven y ardiente, ¿quién nos responde de que haya podido resistir al amor?...

-«V. ha encontrado lo justo (exclamó en este momento Camilo, abriendo repentinamente la puerta del gabinete); el amor... un amor volcánico, irresistible, ha prendido mi pecho, y si hasta ahora he podido hacer traición a mis sentimientos, ya no me es posible ocultarlos. Dos años ha que una señorita de París es objeto de mi amor».

Suspensos nos dejó por largo rato tan súbita declaración, hasta que volviendo en sí D. Melquíades intentó reprender severamente a su hijo, pero tomando yo la palabra:

-No es ya tiempo -le dije- de reparar un daño de que V. fue la causa principal; sufra V., amigo mío, que se lo diga; V., separando a su hijo de su país en los años más decisivos de su vida, ha dado lugar a que este joven apreciable se vea, a pesar suyo, hecho un extranjero en la patria que le dio el ser; educado en ella, hubiera sabido conocer y apreciar sin violencia las eminentes cualidades que le son peculiares, y hubiera pagado con sus conocimientos y su trabajo el tributo que todos la debemos; no anhelaría otros placeres que los nuestros, y ellos habrían bastado a su felicidad y la de V. Llore V. ahora el haber renunciado a esta dicha, robando al mismo tiempo a la patria uno de sus hijos; pero no intente remediar una violencia con otra violencia, y deje seguir al suyo la determinación a que le llama la suerte.

Camilo, al oír esto, se arrojó a los pies de su padre, y le pidió permiso para fijarse en París; y éste, con la voz ahogada en lágrimas de dolor, tuvo que dar un consentimiento que ya no podía evitar.

Volvió, en efecto, nuestro joven a la capital de Francia, donde contrajo matrimonio con su amada, y ha establecido su casa comercio, que sin duda acreditará con si talento y honradez. El padre, en tanto, llora el error de haber él mismo arrojado de su país su nombre y su descendencia...¡Cuántos así!

(Enero de 1833)




ArribaAbajoLa capa vieja y el baile de candil


«...Del Rastro a Maravillas,
Del alto de Sin Blas a las Bellocas,
No hay barrio, calle, casa ni zahúrda
A su padrón negado».


JOVELLANOS. -Sát.                


«¡Bravo título! ¡Digno asunto! Por cierto que el señor Curioso nos prometo hoy un discurso de gran tono».

Tales o semejantes exclamaciones zumban ya en mis oídos, proferidas por ciertos críticos de salón, de éstos que afectan desdeñar todo lo que no sea sublime... ¡Pobres gentes! ¡Como si ellos lo fueran!

-Pero, señores (les respondo yo), ¿todo ha de ser primores y filigranas? ¿Ignoran, que el secreto del arte consiste en oponer los contrastes de lo alto y de lo bajo, de lo pulido y de lo grosero? ¿Y por qué habré yo de renunciar a esta ventaja, si he de hacer formar idea general de las costumbres de todas las clases? En un mismo cuartel, en una misma calle, ¿no existen usos o inclinaciones diferentes?¿Pues cuánto mayor no será esta diferencia tratándose de toda una capital? No hay remedio señores míos; si han de conocer la fisonomía particular de las clases que no habitan el centro de esta villa, fuerza será que lo abandonen conmigo por un momento, y que si no lo han por enojo, me sigan adonde me cumpliere llevarles.

Revolviendo la esquina de la calle de la Ruda para entrar en la plazuela del Rastro (¡taparse bien las narices, señores críticos!) , íbame entreteniendo agradablemente en reconocer los diversos almacenes ambulantes, restos de veneranda antigüedad que ya decoran armoniosamente la angosta entrada de un chibiritil, a quien llaman tienda, ya figuran airosos a campo raso tendidos sobre un trozo de estera en medio del ámbito de la calle. A la vista, pues, de tantos despojos de la moda, que en otro tiempo decoraron estudios y salones, íbame llenando de aquel supersticioso respeto con que más de un anticuario suele colocar en su gabinete tal cuarto segoviano, roñoso y carcomido, juzgándole moneda del Bajo Imperio; y considerando por otro lado que todos o gran parte de aquellos objetos podrían haber sido conquistados en buena guerra, me disponía ya a dirigirles una alocución romántica, cual si fuera espada del Cid o escudo de Carlo-Magno.

Pero mi monólogo pasó a ser diálogo, cuando volviendo la cabeza, me hallé detrás de mí al amigo D. Pascual Bailón Corredera, a quien no había vuelto a ver desde el lance de la hermosa Narcisa, que, si mal no me acuerdo, conté en el artículo de Los Cómicos en Cuaresma. Llenome de placer este encuentro, y proseguimos juntos nuestro paseo escrutador, cuando, al pasar por una vieja prendería, parose D. Pascual como herido súbitamente, dándome lugar a un mediano susto; mas sin reparar en él, corre a la tienda, alcanza una capa vieja que pendía a la puerta, reconócela prolijamente broches y vivos, embozos y costuras, puertas y ventanas, y alzando cuanto pudo su voz... -¡Ella es -exclamó con ademán doliente- la compañera de mi juventud, la encubridora de mis extravíos, ella es! Y la abrazaba enternecido, y la regaba con sus lágrimas.

-Pero, D. Pascual, ¿qué locura es ésta?

-¡Déjeme V., amigo mío, déjeme V. que pague este tributo a un mudo acusador mío; déjeme V. recobrarle después de largos años de separación!

Y diciendo y haciendo, pagó a la mujer que la vendía el precio de la capa, y poniéndola debajo de la que llevaba, continuamos nuestro paseo; pero como yo insistiese en que me explicara el misterio de aquel astroso mueble, tomó la palabra don Pascual, y me habló de esta manera:

-Creo a V. sabedor, amigo mío, de que en mi juventud fui lo que se llama un calavera completo, y que la crónica escandalosa de Madrid ofrecía en aquel tiempo pocos lances en los cuales yo no figurase, haciéndome mi vanidad buscar los más comprometidos por el solo placer de que todos se ocupasen de mí. Mientras permanecí en el círculo de la alta sociedad, tuve intrigas amorosas más o menos complicadas, casos de honor más o menos problemáticos, y de todos salí sano y salvo, como está admitido entre personas de cierta educación. Pero el mal demonio, que no duerme, me hubo de fastidiar de aquel género de vida y de placeres, y ofreciendo un ejemplo más a aquella regla de que los extremos se tocan, pasé por una brusca transición desde el orgullo aristocrático a los modales más groseros de la plebe. Cesaron, pues, mis galas y mis tocados; olvideme de teatros y salones; renuncié a mis antiguas amistades, y adopté el traje y los modales de un manola verdadero.

Armado con mi calzón y chaqueta, corbata de sortija y sombrero calañés, y embozado sobre todo en mi gran capa, echeme a buscar aventuras por Lavapiés y el Barquillo, con más determinación que el héroe manchego por el campo de Montiel. Mi generosidad, mi buen humor y mi determinación para todo, me hicieron desde luego célebre entre aquellos habitantes, y ya se sabía que no había función en que no se contara con don Pascualito; y hombres y mujeres me festejaban a cual más, con lo cual tenía yo cierta superioridad parecida a la de un cacique en una tribu de araucanos. Contribuía en gran manera a ello mi capa azul, que aunque vieja, era aun superior a las que me rodeaban; pero como yo no quería distinciones, acerté a tratarla tan mal, que en muy pocos días logré hacerla, equivocar con todas, con lo cual me creí ya protegido del escudo de Minerva, y todo lo vencía y nada me arredraba. Con ella frecuenté tabernas y figones, buhardillas y burdeles, palomares y azoteas, y sin ella nada de esto hubiera podido hacer; tal era la confianza que este disfraz me inspiraba.

Una tarde, de San Antón por cierto, salí envuelto en mi encubridora capa al paseo o romería de las vueltas, como es uso y costumbre en tal día. Ignoro si usted, como Curioso, habrá observado el espectáculo grotesco que en semejante ocasión presentan las dos calles de Hortaleza y Fuencarral, accesorias a la iglesia del santo anacoreta; la inmensa multitud de fieles que impulsados de su devoción se acercan por la mayor parte a la puerta de la iglesia sin entrar en ella; la exposición pública de caballos y mulas de alquiler, adornados de cintas que, guiados por inexpertos jinetes, corren al trote por el arroyo o lozadal, y van a gustar la cebada bendita, la multitud de tiendas de panecillos del Santo, para pasto de los fieles; los coches y calesas prodigiosamente henchidos de mujeres y muchachos, y el sofoco de la concurrencia, que son plácido espectáculo a la multitud de espectadores de rejas y balcones; las sales del ingenio chisperil, y demás circunstancias, en fin, que hacen aquel cuadro tan original en su clase.

Servía yo de breve episodio en él, marchando con el sombrero basta las cejas y el embozo a las pestañas, puestos en jarras bajo la capa entrambos brazos, abriéndome paso con los codos a derecha e izquierda. Andaba, pues, titubeando sobre cual de aquellas estrellas había de tomar por norte, cuando al atravesar la bocacalle de San Alarcos vi venir haciendo alarde de su desenvoltura a una manola, para cuyo retrato necesitaría yo la pluma de Cruz o el pincel de Goya. Acompañábanla otras tres mozas, que si la desmerecían en hermosura, la igualaban por lo menos en desvergüenza, y a pocos pasos las seguía un grupo de majos de chaqueta y vara, a quienes ellas tiraban panecillos por cima del hombro.

Confieso a V. que la vista y la razón se me turbaron al contemplar aquella belleza, y sin ser dueño del primer movimiento, bajeme un poco más el sombrero y me interpuse entre el planeta y sus satélites; pero un mediano garrotazo que sentí en el hombro derecho me hizo volver en mí, y siguiendo el camino de dicho palo hasta encontrar el brazo que le blandía, encontré, no sin sorpresa, que estaba pegado a un mozo que yo conocía de varias aventuras anteriores. Esto fue hallarme como quien dice en tierra de amigos, y muy luego lo fueron todos los individuos de ambos sexos que componían aquella guerrilla, merced a algunas oportunas estaciones que mi bolsillo permitió donde convino.

La niña retozona llevaba la vanguardia, y a cada paso nos comprometía en quimeras y reconvenciones, ya insultando a los paseantes, ya espantando los caballos, o cogiendo las ruedas de las calesas, o tirando cáscaras de naranja a los que iban en los coches. Crecía mi amor a cada una de estas barbaridades, y no perdía ocasión de expresárselo, a lo cual ponía ella mejor cara que uno de los acompañantes, que era el galán, mientras que el marido, que también era de la comparsa, todo se volvía condescendencias y atención.

Vino la noche, y habiendo manifestado aquella honrada gente, que en casa de cierta amiga había baile, nos dimos todos por convidados, y yo el primero me dirigí con más apresuramiento a aquel baile de candil, que si fuera soirée parisiense o raoul inglés.

Pasamos desde luego a la calle de San Antón, y en unas de sus casas, cuyos pisos eran dos, el de la calle y el del tejado, llamamos con estrépito, y salieron a recibirnos hasta dos docenas de personajes parecidos a los que entrábamos. Por de pronto hubo aquello de negarnos la entrada, amenazas y palos; pero, en fin, asaltamos la plaza, y griegos y troyanos, olvidando resentimientos mutuos, improvisamos unas manchegas que hubieran llamado la atención de toda la vecindad, si toda la vecindad no hubiera estado ocupada en otras tales. Siguiéronlas en ingeniosa alternativa boleras y fandango, intermediados con los correspondientes refrescos trasegados del almacén de enfrente; y a favor de la algazara que el mosto infundía en la concurrencia, creía yo poder formar con mi consabida pareja la conspiración correspondiente: pero otra más sorda dirigida por el amostazado galán se formaba a mis espaldas, no sin grave peligro de ellas. Por último, para abreviar, el baile se fue acabando, cuando una patrulla que pasaba hizo cerrar el almacén de lo tinto, a tiempo que éste empezaba ya a obrar fuertemente sobre las cabezas, y ya se trataba de retirarnos, por lo cual echamos el último fandango con capa y sombrero, cuando un fuerte palo, disparado por el furioso Otelo al candilón de tres mechas, que pendía colgado de una viga del techo, hízole saltar en tierra, dejándonos a buenas noches. Aquí la consternación se hizo general; las mujeres corrían a buscar la puerta, y encontrándola atrancada, daban gritos furibundos; los hombres repartían palos al aire; rodaban las sillas; estrellábanse las mesas, y voces no estampadas en ningún diccionario completaban este cuadro general.


Si licet exemplis in parvo grandibus uti,
Haec facies Troiae cum caperetur, erat.

Pero el blanco de la refriega éramos por desgracia el matrimonio y yo, en cuya dirección disparaban los conjurados sus alevosos golpes, hasta que un agudo grito del marido, que vino al suelo al lanzarle, dio lugar a que la puerta se abriese, y todos se precipitasen a salir, quedando solamente el ya dicho tumbado en el suelo sin sentido, y yo con el suficiente para ver que mi pérfida Elena, apoderándose de mi capa y envolviéndose en ella, huía alegremente con sus raptores. A mis voces y lamentos llega una ronda, reconoce al hombre que estaba a mi lado bañado en sangre: «¡Cielos, está muerto!» y yo, sin más pruebas que mi dicho, disfrazado vilmente, niego mi nombre, me turbo de vergüenza, y haciendo concebir sospechas de mí, soy conducido a la cárcel pública.

¡Qué noche, amigo mío! ¡Qué noche de desengaños y de amargas reflexiones! Entonces maldije mi indiscreción; me horroricé de mi envilecimiento; conocí, aunque tarde, todo lo criminal de mi conducta, y lamenté mi futuro destino. Pero la Divina Providencia quiso darme un fuerte aviso, pues el hombre a quien creíamos muerto sólo estaba herido, y declaró mi inocencia, con lo cual logré al cabo de algunos días recobrar mi libertad. Mas esta lección, impresa indeleblemente en mi memoria, me hizo renunciar para siembre a aquel género de vida, volviéndome a la sociedad a que pertenecía; y tan fuerte es aún la impresión que en mí dejó aquel suceso, que no he podido disimularlo a la vista de este cómplice de mis extravíos, que rescato hoy para eterna vergüenza mía.

-Un traje grosero (repuse yo para aplicar la moraleja del cuento) suelo inspirar ideas villanas. Usted, señor don Pascual, tiene hijos que no tardarán en ser mancebos: inspíreles V. la misma saludable aversión que V. ha cobrado; procure que su traje sea siempre correspondiente a su clase, para que les haga apartarse de aquellos sitios en que teman comprometerla, y, sobre todo, créame V., no les permita en ningún tiempo usar una capa vieja.

(Enero de 1833)




ArribaAbajoLas niñas del día


«Las solteras no me prenden,
Porque se andan ya tan sueltas,
Que ellas se mueren por todos;
¿Quién se ha de morir por ellas?»


Comedia de D. F. DE LEIVA, El socorro de los mantos.                


Paseábase Diógenes con una luz en medio del día por la plaza de Atenas, buscando un hombre. Si Diógenes hubiera vivido en Madrid, quizás habría buscado una mujer. ¿La hubiera encontrado? ¿O cansado de inútiles pesquisas tornaríase mohíno a su tinaja? ¡Atención, vosotros, celibatos de veinte a cuarenta, los que a manera de nube pobláis calles y salones de esta heroica capital, y sin ser Diógenes, ni conocer el código de su filosofía, tenéis la suficiente para no hallar una mujer en el Salón del Prado; con vosotros hablo, y vuestra causa es hoy la que defiendo! Daos prisa a aprovecharos de mis argumentos; pues quizás otro día volviéndolos ingeniosamente en contra vuestra, a guisa de abogado veterano, defenderé con tesón los derechos de vuestra parte contraria, presentándoos por causadores de sus flaquezas. Entre tanto, oíd y callad.

Y vosotras, amabilísimas criaturas, perdonadme si el inevitable giro de mis discursos me conduce hoy al atrevido intento de bosquejar vuestra incomprensible imagen; perdón os demando si mi tosca y desaliñada pluma se atreve a delinear algunos de vuestros rasgos característicos. ¿Cómo remediarlo? Vuestra importancia en el orden social es tal, que un escritor célebre ha dicho con razón: «Los hombres hacen las leyes; las mujeres forman las costumbres»; por cuya consecuencia, mal podría yo proseguir en la pintura de éstas, sino colocándoos en primer término de mis cuadros. Empero si alguna punta de amargo se deslizase hoy en mi tintero, cuyo inocente licor compongo para este caso con arabesca goma y azúcar cristalizada; si mi anteojo escrutador acertase por desgracia a encontrar en vuestro cielo alguna nubecilla, sed tolerantes y no es enojéis, sino reíd conmigo de vuestras propias debilidades.

Háganse a un lado, señoras viudas, alegres o plañidoras, en flor o en conserva, con tocas y lutos, o con paletina y schall; háganse a un lado, digo, que por hoy no son el blanco de mi pensamiento; ustedes también, señoras esposas, Lucrecias o Helenas, ensanchen el pecho y sigan su camino, que tampoco a ustedes tocan hoy los puntos de mi sermón. Empero vosotras (no culpéis la llaneza del estilo), niñas en esperanza, fruta temprana de 1833, las que salvando vuestro tercer lustro, os mecéis alegremente en los felices límites del cuarto, rodeadme aquí todas y miradme frente a frente, por ver si mi pincel, animado con vuestra presencia, consigue trasladar al papel vuestra copia original.

Más privilegiadas que vosotras, las que os precedieron en juventud y gracias en los siglos anteriores, fueron el objeto de las delicadas plumas de Lope y Calderón, las cuales supieron embellecer hasta sus mismos defectos. Si el teatro es el espejo fiel de las costumbres, y los autores cómicos los más ciertos historiadores de ellas, no puede menos de sorprendernos el espectáculo que presentan aquellas damas heroicas hasta en sus mismos extravíos, sublimes hasta en los yerros de su amor. Aquella contradicción de orgullo y rendimiento, aquella mezcla de flaqueza y de virtud, aquel amoroso desdén, aquella generosa venganza, aquel sistema de amor, sugerido por la unidad del sentimiento y por la más natural filosofía para cultivar la admiración y el entusiasmo del afortunado galán, son cosas que infunden asombro, y ponen en fuego al alma más helada o indiferente. -Pero, me diréis, la temeridad de sus pasos, el olvido de sus más sólidos intereses, el atrevimiento de sus disfraces, la libertad de sus palabras, la...

-Tenéis razón, queridas mías, tenéis razón; todo esto pudo pasar sin riesgo en aquellos tiempos, porque los galanes del siglo XVII merecían también más amor, más talento y menos egoísmo que los insignificantes y ligeros mancebos que os rodean.

Un siglo después, diversas causas, que sería prolijo relatar, obraron notable diferencia en el sistema mujeril. Consideradas como demasiado peligrosas a la luz del día, delante de padres y tutores celosos que podrían muy bien ser ofuscados por ellas, fueron encerradas tras las altas murallas de un convento, o tapiadas en la casa paterna entre rejas y celosías: el Desiderio y Electo, y las Soledades de la vida, eran las únicas lecturas que se les permitían; la estameña y muselina, sus galas, la costura y el bordado, su única ocupación: mas al través de estos obstáculos, el incorregible amor hallaba medios de flechar aquellos incautos corazones, y cuando sus guardias vigilantes abrían los cerrojos para dar entrada al hombre a quien la autoridad paterna designaba para esposo, ya no era tiempo, pues el amor se había adelantado, y amor que entra por la ventana (dice Marmontel), es más peligroso que el que entra por la puerta.

El filósofo Moratín, en sus dos mejores comedias, nos ha dejado una pintura fiel de las consecuencias de esta educación violenta y suspicaz, presentándonos en una la terrible obediencia, pronta sacrificar su vida al capricho paternal, y en otra la industriosa resistencia y el fingimiento más refinado para burlar su vigilancia. Pero ya doña Paquita y doña Clara no son personajes de esta época, y sus retratos deben ser considerados más bien como modelos del arte y como documentos históricos, que no como traslado de nuestras niñas actuales, que así se apartan de las aventureras damas de Calderón y de Tirso, como de las desventuradas y oprimidas de Moratín.

Escuchadme aquí todas, Adelaidas, Carolinas, Julias (que hasta los nombres habéis embellecido), escuchadme aquí todas, que con vosotras y de vosotras voy a tratar. Pero quisiera ante todo que me dierais qué premio me señaláis si llego a adivinar el sistema de cada una. ¿Mudarlo? No, hijas mías, no creáis que es mi intento ser corrector vuestro... Pues ¿qué premio ha de ser?... Ea, dareme por contento con sólo que me toleréis el que os conozca.

No extrañéis que empiece la rueda por la seductora Amalia, la de los ojos dormidos y el labio desdeñoso. Miradla atentamente; su marcha desigual y fingidamente penosa, su mirar oblicuo y descendente, hacen descubrir en ella la costumbre de dejarse arrastrar en su carroza; su afectada sonrisa, su estudiado saludo, ese aire de pretensión y de superioridad que la distingue, revelan la elevada sociedad a que pertenece, y harían atracción el pretendiese ocultarla.

Así es la verdad; Amalia es una rica heredera de la primera nobleza, y este pensamiento que en ella domina, se comunica también a los que la miran. Desde sus primeros años fue el objeto de la adulación asalariada; separada casi constantemente, por la etiqueta, de la vista de sus padres, rodeada de gentes inferiores a ella, desconoce los sentimientos tiernos y el lenguaje de la verdadera amistad; dirigida por maestros a quienes siempre miró como criados, para ella el genio no tiene ninguna superioridad; y éstos, por su parte, convencidos de la inutilidad de sus lecciones, sólo la explicaron lo suficiente para alargar su enseñanza y para llenar su cabeza de palabras sin ideas, pero bastantes a deslumbrar a su papá. Primeras letras, gramática, geografía, lenguas, dibujo, música y baile, de todo recibió lecciones; y por resultado de esta enseñanza, que costó un considerable capital, sabe hoy escribir un billete sin puntos ni comas, cantar una cavatina en italiano o bailar una mazourka en ruso; lo cual es suficiente saber para los tiempos que corren. Agrádala la lisonja y la cortesía de los jóvenes que la rodean, y quisiera tal vez responder con menos altivez a sus suspiros; pero aún no es tiempo; fiel a su dorada cuna, tiene empeñada su mano desde antes de nacer a un cuarto primo, con cuyo enlace conseguirá añadir al escudo de su casa dos osos trepantes y una serpiente en campo de plata. Con tales antecedentes, preguntaréisme, ¿le hará feliz o desgraciado? Lo ignoro, amigas; sólo sé decir que le hará marqués...

Pero saltando de flor en flor, como mariposa, ¿me negaréis que os hable de las festivas gracias y del mirar maligno de la risueña Flora? Esa marcialidad y ese despejo que formaban, mientras estuvo en el colegio, la envidia de sus compañeras y el encanto de sus parientes, me hicieron más de una vez temer por los pobres amantes que algún día habían de intentar rendir un corazón dispuesto a burlarse de todo. Mas, ya se ve, ¡es tan graciosa una niña revoltosa y pizpireta! Sienta tan bien la risa a una cara infantil, que todos nos apresurábamos a hacerla mil lisonjas. Yo la vi en los solemnes exámenes del colegio llevar siempre los premios en la música y la danza, dejando desdeñosamente a sus compañeras los menos brillantes de la aguja y el pincel. Yo la vi salir de la enseñanza y poner en movimiento a toda la sociedad elegante de Madrid; yo la vi seducir por la ostentación de sus gracias, por el primor de sus adornos, por la riqueza de sus galas, por el torrente amable de su conversación. ¿Quién es el dueño de su corazón? (pregunté). Todos creían serlo, y ella no creía que lo fuese ninguno; más de un alumno de Marte gimió arrestado una quincena por renovar il posto abbandonato; más de un expediente quedó sin despachar por visitarla un joven empleado; más de un soneto hirió sus oídos, plañido por la musa de soporífero poeta; más de una espada desnuda brilló ante sus ojos. Gozosa desde su balcón, recibía estos tributos como otros tantos trofeos de su beldad, cual si los viera representados en el teatro desde su palco; mas ¡oh venganza! los jóvenes llegan por fin a conocerla y a entenderse: promesas falaces, prendas débitos de su cariño, sortijas y emblemas misteriosos, cartas novelescas, bucles ingeniosamente tejidos, todo depone su veleidad y mala fe; todo lo recibe de un día devuelto por sus desengañados amantes. Desde entonces su moda pasó, sus gracias quedaron eclipsadas, las mujeres sonrieron a su presencia, los hombres hablaron con ironía, y por colmo de su desgracia, el desdén ajeno vino a castigarla del suyo, viéndose hoy despreciada de un hombre a quien ama con frenesí, y el cual es también el menos meritorio de sus amantes.

¡Qué diferencia de la sensible Heloisa! Un corazón hecho para el amor; un semblante formado por las gracias; un mirar lánguido y penetrante; una cabeza dulcemente inclinada; una boca suspirante que parece decir al que la mira: «Amadme, y yo os amaré». ¡Cuántos encantos en una sola persona! Habla de amor; su pecho se inflama con la pintura del hermano de Saladino o la huérfana de Underlach. Se sienta al piano o al arpa; ¡qué precisión en los toques, qué afinación en los sonidos! Luce su hermosísima voz; ¡qué profunda sensibilidad! ¡qué expresión tan sublime y animada! Los suspiros quejosos de Bellini no tuvieron nunca intérprete mejor. Un movimiento eléctrico se comunica a toda la concurrencia, y la sala resuena con estrepitosas y unánimes aclamaciones. ¿Quién no ha de amarla? ¿quién no ha de rendirla su albedrío? Una nube de incienso la rodea; pero ¡ay! que esta misma nube que lisonjea su corazón, formada por los ecos de falsos amantes, la impide tal vez la vista del verdadero, que, adorándola en secreto, teme que tanto incienso trastorne su cabeza, y repite con Castillejo:


«La cumplida en cualquier cosa
Y acabada,
Menos que todas me agrada;
Porque, según mi pensar,
Tiene mucho que guardar
La de todos deseada».

Mas volved la vista a esotro lado, veréis venir crujiendo sedas y descubriendo su beldad por entre el celaje de finísima blonda la hermosa Serafina: ¿quién al ver su equipaje no la tendrá por alguna marquesa? Pues nada menos que eso; tal como la veis, es hija del empleado D. Homobono Quiñones mi vecino cuya mesada no equivale a la mitad de lo que ha costado ese velo. ¿Cómo se verifica tal milagro?, me preguntáis. Hijas mías, si no tenéis memoria, mirad el artículo de El día 30 del mes. Serafina, seducida con la idea de un casamiento brillante, exagera el adorno de su persona, como para alejar a los que no estén en estado de sostener su esplendor, y, en efecto, consigue verse rodeada de multitud de pretendientes de su belleza, que no de su mano, pero ella escucha indiferente sus solicitudes, y para disponer de su voluntad sólo espera que la hablen de matrimonio, diciéndoles en buenas palabras, como la condesa que pinta Regnard:

«Je ne donne mon coeur que par-devant notaire», que viene a significar en nuestro romance español:


Yo no doy mi corazón
Sino delante del cura.

Con lo cual consigue renovar constantemente la concurrencia de acreedores, sin que ninguno se dé por notificado del contenido de aquel emblema. Seis años hace que Serafina es estrella fija en nuestro cielo, y todas las noches se la ve aparecer en bailes y tertulias, pero en vano; y ya estaba casi determinada a entregar su mano a un joven rico y amable que la pretendía, y a quien ella no podía perdonar el no tener un mal uniforme ni el menor sueldo por el Gobierno, cuando ¡oh desgracia! el joven, calculando por una proporción matemática los quilates a que subiría la ostentación de su elegante novia después del matrimonio, y temiendo ver su caudal en manos de modistas y joyeros, se retiró con tiempo. Por último, se presentó cierto meritorio de oficina, el cual ha logrado enamorarla, y con quien se espera haga un brillante casamiento.

Pero ¿qué es esto? ¿todas vais desfilando, ingratas oyentes? ¿os fastidia mi oración, o teméis que llegue vuestra vez? No, no, queridas mías, nada temáis. Mudaré de conversación por complaceros; hablaremos de revistas en el Prado; de injusticia en el reparto de galones y charreteras, os alabaré vuestras galas y tocados; os traduciré la leyenda de los figurines y del Journal des modes. No me aborrezcáis; pediré prestado el estro a un amigo mío para componer una sátira contra la aguja y el dedal; haré una disertación para probar que un moderado recogimiento y un trato reducido son antiguallas, y solamente propios de aquellas oscuras bellezas no destinadas a hacer al encanto de nuestra sociedad matritense. No me abandonéis, y os serviré para ayudaros a hacer cordoncitos y petacas; seré de vuestra opinión en cuanto a óperas y dramas; os leeré a Walter Scott y D'Arlincourt; os prestaré la Revista Española para que leáis mis artículos de costumbres, y riáis a placer cuando no os toquen a vosotras; y, en fin, os haré uno laudatorio, pintando una niña perfecta como yo la he soñado, y diré que todas sois así, aunque vosotras os esforcéis en desmentirme y dejarme mal.

(Febrero de 1883)