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ArribaAbajoLos paletos en Madrid


«Juan Labrador, ¿qué os parecen
Los músicos? -Que son diestros;
Pero mejor me parecen
De mi exido los jilgueros».


MATOS.                


El aire de corte es semejante al tufo en una pieza cerrada, que sólo le perciben los que vienen de fuera. Esta fría atención, estos estudiados modales, estas palabras vagas, este cortés egoísmo que llamamos buen tono y bien parecer, desconciertan sobremanera a los forasteros, y hacen formar distinto concepto de nosotros a aquellos mismos que, si nos vieron fuera de Madrid, quedaron prendados de nuestra amabilidad y cortesía. ¿Y por qué esta diferencia? Porque en la corte la fantasma del poder nos persigue constantemente, obligándonos a estudiar y medir nuestras palabras y acciones; congójanos con el temor de aparecer hombres vulgares; llena nuestras mentes de proyectos quiméricos y de esperanzas ambiciosas, y adormeciéndonos con ellas, nos hace desdeñar los sólidos caminos de la fortuna, por seguir los engañosos atajos del favor.

Sea, pues, ejemplo de estas verdades la familia de D. Teodoro Sobrepuja. Este caballero, a quien sus importantes empleos y comisiones delicadas habían ocasionado una enfermedad de pecho que le redujo en poco tiempo a un estado lastimoso, viéndose precisado a buscar en los aires nativos el recobro de su salud, pasó a la villa de Olmedo, llevando consigo a sus dos hijos Carlos y Luisa, joven aquél de diez y ocho, y ésta de catorce años de edad.

La amabilidad de D. Teodoro y de sus hijos, y las muchas relaciones de familia que tenía en el pueblo, les sirvieron en términos, que muy luego fueron el objeto de las atenciones y obsequios generales; pero más particularmente de parte de la familia de Patricio Mirabajo, el más rico hacendado de aquellos contornos, compañero de infancia de D. Teodoro, y cuya amistad llegó al extremo, que no contento con prodigarle toda clase de atenciones, no paró hasta llevársele a vivir a su casa propia, a fin de atender con más cuidado al restablecimiento de su salud. La mujer de Patricio, Aldonza Cantueso, mujer de un excelente fondo, aunque rústica sobremanera, y sus dos hijos Braulio y Feliciana, contribuyeron por su parte a hacer grata a los forasteros la estancia del lugar, de modo que, dilatándose ésta más de año y medio, recobró D. Teodoro, no tan sólo su perdida salud, sino aquel apacible sosiego del espíritu que huye de las ciudades y sólo se encuentra bajo los humildes techos de la aldea.

Los jóvenes, por su parte cuya tierna edad era la más a propósito para recibir las primeras impresiones del amor no pusieron cuidado en resistirlas; antes bien, dejaron crecer a la vista de sus mismos padres una pasión inocente que éstos se complacieron en fortificar, disponiendo, en consecuencia, los matrimonios de Carlos con Feliciana y de Luisita con Braulio, pero como todavía eran tan jóvenes, señalaron el plazo para de allí a tres años, que deberían reunirse en Madrid; y consolados con esta esperanza, aunque penetrados de sentimiento, regresaron D. Teodoro y sus hijos a la capital.

Fácil es de concebir la firmeza que resolución semejante podría mantener en el pecho de un hombre en quien la ausencia de la corte no había hecho más que adormecer las ideas de orgullo y de elevación, como también los vaivenes que durante tres años sufrirían los corazones de nuestros jóvenes en aquella peligrosa edad, y rodeados de los atractivos y seducciones cortesanas. Con efecto, el recuerdo de sus amores se debilitaba de día en día; pesábales ya el momento de escribir a sus amantes, y en el interior de sus corazones temían ver llegar el plazo de la entrevista. Don Teodoro, por su parte, ocupado en sus ascensos y engrandecimiento, apenas recordaba ya su compromiso, cuando una mañana la ronca voz de la señora Aldonza vino a sacar a todos de su distracción, y vieron con asombro a aquélla y sus dos hijos que entraban por la sala con la algazara y contento propias de personas sencillas y satisfechas.

Tan inesperada invasión no pudo menos de sorprender a. D. Teodoro y su familia; pero sobreponiéndose luego al primer movimiento de extrañeza, recordó aquél los inmensos favores que debía a sus huéspedes, y haciendo una violencia a su fisonomía y a su lengua, procuró recibirles con muestras de regocijo. Las parejas juveniles, observándose con desconfianza y curiosidad, tardaron aún largo rato en manifestarse; pero un resto del fuego de su antiguo amor, encendido a la vista de aquellas facciones, en otro tiempo adoradas, les obligó por entonces a hacer abstracción de trajes y modales, y sólo mirar el objeto de sus primeros amores, con lo cual pudieron entregarse a las demostraciones de su contento, demostraciones que se prolongaron todo aquel día.

A la mañana siguiente fue preciso condescender con el deseo de los huéspedes de dar una vuelta por calles y paseos, con lo cual empezaron éstos muy de mañana a destapar cofres y maletas y sacar de ellos los trajes de día del Corpus para presentarse en Madrid con el decoro conveniente. Pero el elegantísimo Carlitos, a quien toda la noche había traído desvelado la consideración de lo mucho que iba a padecer su vanidad, no perdía de vista aquella operación: asustado con los tales preparativos, corrió al cuarto de su hermanita, y arrojándose en una silla: -¡Ay, Luisita mía -exclamaba-, tristes de nosotros, acompañando a los lugareños! ¡Si vieras qué vestidos, qué telas, qué peinados! Sin duda que vamos a ser la burla de todo el Prado. ¿Qué dirán tus amiguitas las de Yerbavana, que tan sublime concepto tienen formado de mi elegancia, viéndome hacer el amor a una paleta con el talle bajo el brazo, mantilla hueca y recogida a la garganta, bucles cortitos y peineta de a tercia, zapatos de tabinete y guantes de color de rosa? Y tú, por tu parte, ¿cómo, has de sufrir la risa del alférez de la Guardia, mirándote acompañar por un frac del año 12, sombrero ancho de copa, pantalón de punto ajustado y botas de campana a la tombé?

-Sin duda, Carlitos (exclamaba Luisita sollozando), sin duda que haremos con ellos un buen contraste, tú con tu levita de fantasía, y yo con mi cachemir ternó.

-Y papá, ¿qué papel va a hacer con sus dos veneras, acompañando a la señora Aldonza de vestido de estameña y moño de calabaza?

-¡Oh! eso es insufrible, y yo voy a fingirme mala.

-Y yo también -decía Carlitos-, pero al llegar aquí, abren con estrépito la mampara, y se adelanta el triunvirato olmedino, ofreciendo el anacronismo más disonante en aquel primoroso tocador Psiché.

Sin embargo, los jóvenes cortesanos disimularon su extrañeza, pero no así los paletos, los cuales rieron a carcajadas al mirar el ajustado talle de Carlos y el elegante prendido de Luisita, mortificando a éstos con sus preguntas y algazara, no menos que al padre, que se presentó después; pero no hubo más remedio que hacerse una fuerte violencia, y acompañarlos a paseo.

Pongo en consideración de mis lectores la extravagante caricatura que ofrecerían las tres parejas, así como también dejo considerar el efecto que en los recién venidos produciría la vista de tantos objetos extraños. Éste, a la verdad, era singular e incomprensible; v. gr., pasaron sin hacer alto por delante del hermoso edificio de la Aduana, y les llenó de admiración la fuente de la Puerta del Sol: vieron sin entusiasmo el Salón del Prado, y en las fuentes de Cibeles, Apolo y Neptuno, lo que más les admiraba era la anchura del pilón. Cada coche que pasaba era para ellos un suceso: las mujeres, madre e hija, agarraban a sus parejas respectivas, temiendo que las atropellasen, aunque fuesen a treinta varas de distancia, y el mancebo se quitaba cortésmente el sombrero, creyendo que los que iban dentro eran todas personas reales. A cada lugareño que pasaba iban a hablarle, tomándole por paisano suyo, y la vista de cada elegante les producía risas convulsivas y dichos nada corteses. Su marcha en la confusión del Prado era oblicua y desigual; quejábanse de las apreturas; distraíanse mirando atentamente a las caras de los paseantes; dejaban caer el abanico, los guantes, el pañuelo, y a cada objeto que les chocaba llamaban la atención de los demás señalándole con el dedo. Mas, en fin, cansados a la segunda vuelta, quisieron sentarse, no sin grave alivio de los acompañantes, que vieron disimulada por un momento su enfadosa publicidad.

De vuelta de paseo manifestaron deseos de beber, y D. Teodoro, venciendo su repugnancia, les hizo entrar en un café, donde pidieron limón y leche y luego chocolate con bollos; y habiendo querido obsequiar Carlitos a Feliciana con un queso helado, ésta pidió al mozo un cuchillo para partirle.

Pasaron después al teatro a ocupar un palco, tomado de antemano: allí se echaron de brazos en la barandilla, y dejaron caer un anteojo perpendicular encima de la cabeza de un alguacil, con lo que llamaron la atención de toda la concurrencia, no sin grave bochorno de los dos jóvenes madrileños, que se escondían lo mejor posible.

La desgracia hizo que aquella noche acertasen a hacer la ópera de L'último giorno di Pompei, y si bien al principio la vista de las decoraciones y el ruido de la música y de los coros los tenía agradablemente entretenidos, no tardaron en empezar a bostezar, y al caer el telón al final del primer acto, cayeron también sus párpados, permaneciendo en tan envidiable estado hasta que la erupción del Vesubio, al concluirse la ópera, les hizo despertar asombrados, y figurándosela verdadera, corrieron a la puerta temiendo ser víctimas de aquella catástrofe.

Sería nunca acabar el ir refiriendo una por una las escenas grotescas que ofrecía la naturalidad de nuestros paletos, contrapuesta a la afectación de los cortesanos; por mi parte tuve motivo de ser testigo de alguna de ellas, por haberles acompañado en calidad de amigo de la casa, a ver las curiosidades de Madrid; y preguntándoles después qué era lo que más les había gustado de ellas, me respondieron que en el Palacio la pieza de porcelana; en el Museo, el cuadro del hambre de Madrid; la vajilla de plata en el Casino; la campana china en el Gabinete de Historia Natural en el Retiro, el ídolo egipcio de la fuente del estanque, y en la Armería, el espejo para curar la ictericia. En punto a paseos, dieron la preferencia a la Ronda, y de funciones teatrales, ninguna les agradó como la Pata de Cabra; lo demás todo lo hallaron mediano, y de ningún modo preferible a las bellezas de Olmedo.

No hay necesidad de decir que la ilusión de nuestros jóvenes madrileños había ido desapareciendo a medida que observaban estas cosas; pero dudosos sobre su futura suerte, y aún confiados en que la permanencia en la corte obligaría a los otros a mudar de inclinaciones, formaron empeño en inspirarles otras ideas: inútil intento; la sencillez de los naturales venía a descomponer todos sus planes. En vano los sastres y modistas acomodaron a sus cuerpos todos los caprichos de los figurines parisinos: la cabeza erguida y los brazos caídos dábanles el aspecto de un maniquí sin animación: en vano les enseñaban a pronunciar bien las palabras: su lengua no sujeta les hacía traición a cada momento.

Por último, un día en que todos manifestaban su mutuo descontento por lo inútil de estas lecciones, saltó la señora Aldonza, y dando rienda suelta a su mal reprimido disgusto: -No os canséis, chicos (les dijo), que pa golver en ca e vuestro padre Patricio Mirabajo con los mesmos pecaos que trujisteis, eso me da que igais aches como que igais erres, y Dios en mis adrentos, que lo demás son sotilezas, con que no hay sino dejallo y no andarme con aquí te la puse, que lo mejor sólo Dios lo sabe; y como esas cosas podría yo contarles a los de Madril cacaso no entienden... ¡No sino úrguenme un tantico, y verán como todos tenemos nuestro aquel! Y dígolo porque yastoy cansáa de tanto pedricarles de la pulítica, y dale con las cortisías, y torna con los filís, que así Dios me perdone como parecen saltarines de los cantaño bajaron a mi puebro. ¿Sus parece chicos (añadió encarándose con los madrileños), que los mi mochachos pa casarse nesecitan deprender toas esas estilaciones de la corte? Pues náa menos queso, porque ellos mientras Dios dé vida y salú a Aldonza Cantueso y Patricio Mirabajo, no han de apartarse dellos, agora se casen, agora no, que pa eso les himos parío y criao a nuestros pechos, pa que tengan cuidiao de mosotros desque lleguemos a viejos, y si lo contrario hicieren, para esta (y besó la cruz) que no habían de llevar un chavo, casi es nuestra última y pestrimera veluntá. Y esto mismo cuento de icirle a vuestro padre, y que o herrar o quitar el banco; y vosotros ya sabéis el camino de Olmedo, con que allí aguardamos la rempuesta».

Corridos y confusos quedaron los dos jóvenes con aquella inesperada proclama, y luego que quedaron solos, empezaron a reflexionar sobre su suerte, vieron cuán ilusorios eran sus proyectos de enseñar a sus amantes el aire de corte, cuando ellos mismos se verían precisados a olvidarle, si habían de casarse y vivir en Olmedo: preguntáronse mutuamente sobre el estado de sus corazones, y hallaron que no quedaba en ellos una chispa del amor primero; observaron la tibieza de su padre en recordarles el empeño contraído; y por último, llamaron en su auxilio las gracias de la señorita de Yerba-vana y del alférez de la Guardia, que acertaron a entrar en aquel momento. Don Teodoro, por su parte, acalorado por las reconvenciones de Aldonza, no tuvo reparo en anular el contrato, y los jóvenes renunciaron con gusto a una renta de diez mil ducados, por no verse precisados a salir de Madrid, así como los aldeanos resolvieron olvidar un amor que les ponía en peligro de tener que aislarse de Olmedo.

(Marzo de 1832)7




ArribaAbajoLa procesión del Corpus


ArribaAbajo- I -

1623


Era el día 15 de junio del año de 1623, y celebraba en él la Iglesia Católica su fiesta principal al Santísimo Sacramento. Esta festividad había sido instituida en la ciudad de Lieja, en Flandes, por los años de 1240, a consecuencia de la revelación de unas virtuosas mujeres que la confesaron a Roberto, su obispo, y siendo arcediano de aquella iglesia Jacobo Pantaleón, después Urbano IV, que expidió bula en 1272 para su celebración. Desde entonces se verificó ésta solemnemente en toda la cristiandad, y en particular distinguíanse siempre en ella por su ostentación la corte de los Reyes Católicos, que empleaban sus tesoros en tributar al Señor un culto magnífico, haciendo alarde de su religiosidad y grandeza.

Quisiéramos presentar a nuestros lectores un ligero diseño de cómo pasaban estas fiestas en lo antiguo; y puesto que nuestras fuerzas sean insuficientes para trasladarles en imaginación a aquella época, no queremos renunciar al placer de colocar aquí algunas noticias que, revolviendo archivos, hojeando cronicones y apuntando especies sueltas, hemos podido reunir sobre éste y otros usos de pasadas épocas.

Fijamos particularmente para ello nuestra atención en el dicho día 15 de junio de 1623, en que la corte de Felipe IV, ostentosa y poética, dispuso con mayor lujo que de ordinario la solemne función del Señor. Concurría para ello una circunstancia muy notable. Carlos Stuard, príncipe de Gales, hijo primogénito y heredero del rey de la Gran Bretaña (después Carlos I, que pereció desgraciadamente en un cadalso en 1649), había llegado a Madrid el 7 de marzo de aquel año para enlazarse con la infanta doña María de España. El rey, los príncipes, el poderoso valido conde-duque de Olivares, y toda la corte, en fin, se esmeraban a porfía en obsequiar y halagar a tan distinguido huésped con ceremonias y festejos que le pudieran dar idea de la grandeza del católico monarca.

Hay un ceremonial antiguo y manuscrito en el archivo de esta heroica villa, que dispone el modo y forma de arreglarse la procesión en la primitiva y parroquial iglesia de Santa María la Real de la Almudena. Dicho ceremonial previene que, señalada la hora por S. M., si asiste a la procesión, o el presidente del Consejo en caso contrario, se reúnan todos en dicha iglesia, y los Consejos, divididos cada uno en una capilla, y no habiendo, como no las hay, para todos, se forman con canceles. Así hacia la pila del bautismo estaba el Consejo de Cruzada; a los pies de la iglesia, Madrid; en la capilla del Santo Cristo del Buen Camino, el de Indias; en la capilla antigua, frente a la puerta de las gradas, el Consejo Real de Castilla; en la del Santo Cristo de la Salud, el de la Inquisición; en la de Santa Ana, el de Hacienda; en el cuerpo de la iglesia, a mano derecha, los capellanes de honor y predicadores de S. M., y a la izquierda, los grandes. El sitial del Rey y Príncipe, junto a la baranda del altar mayor, al lado del Evangelio. Al ofertorio de la misa (que se celebra siempre de pontifical) se les sirven al Rey y al Príncipe las velas por los caballeros regidores comisionados, en esta forma: llevan dos porteros de Madrid, vestidos con ropa carmesí, en dos fuentes de plata grandes e iguales, una hacheta pintada y una vela en la misma forma, una blanca de a libra y otra de a media, y en llegando al medio de la iglesia, toman las bandejas de manos de los porteros, y haciendo tres reverencias, las entregan al capellán de honor que está de asistencia, y éste al sumiller de cortina, primero para el Rey, y después al Príncipe. Después que se empieza la misa se la principio a ordenar la procesión por el mayordomo de semana y el aparejador de las obras de Palacio. Madrid lleva el palio, repartiéndose los regidores las cuatro velas y ocho bordones de él por antigüedad.

Aquel año se verificó así, y el Príncipe de Gales, desde uno de los balcones del cuarto en que se hospedó, que fue en el entresuelo de la torre primera del alcázar, la vio pasar, permaneciendo en pie durante toda ella, así como el Marqués de Bouckingham y demás caballeros de su corte que le acompañaban, y al llegar el Santísimo se arrodillaron todos.

El orden que llevaba la procesión era el siguiente: Abrían la marcha los atabales y clarines -seguían los niños Desamparados y los de la Doctrina -luego los pendones y las cruces de las parroquias -los hermanos del Hospital General -los de Antón Martín y las comunidades religiosas por este orden -mercenarios descalzos -capuchinos -trinitarios descalzos -agustinos descalzos -carmelitas descalzos -clérigos menores -padres de la Compañía de Jesús -mínimos de la Vitoria -jerónimos -mercenarios calzados -trinitarios -carmelitas agustinos -franciscos -dominicos -basilios -premostratenses -bernardos -y benitos. -La cruz de Santa María de la Almudena -la del Hospital General de corte -la clerecía en medio de las órdenes militares Alcántara, Calatrava y Santiago con mantos capitulares. -Al lado derecho el Consejo de Indias -el de Aragón -el de Portugal -el Supremo de Castilla. -Al izquierdo, el de Hacienda -el de las órdenes -el de la Inquisición -el de Italia -el cabildo de la clerecía -veinte y cuatro sacerdotes revestidos, con incensarios -la capilla Real con su guión -tres caperos, el de en medio llevaba el báculo. -el Arzobispo de Santiago de pontifical -los pajes del Rey con hachas -las andas del Santísimo -la Villa con el palio -EL REY. -El Príncipe al lado izquierdo -un poco detrás el cardenal Zapata al derecho -el cardenal Espínola al otro lado -el Nuncio en medio de los dos -el Obispo de Pamplona detrás -El inquisidor general -el Embajador de Polonia -el Patriarca de las Indias -el Embajador de Francia -el de Venecia -el de Inglaterra -el de Alemania -el Conde-duque de Olivares -los Grandes cerca de la persona del Rey -los títulos y señores o tropas en medio de la procesión -las dos guardias españolas y tudesca a los lados de la procesión -y detrás toda la de archeros.

Era costumbre en aquellos tiempos, y se observó constantemente hasta 1705, que por la tarde de este día empezase la representación pública de los autos sacramentales, que seguía durante toda la octava del Corpus. Levantábanse para ello en las plazas de Palacio y de la Villa sendos tablados, adonde se encaminaban ocho carros triunfales, cuatro para cada una de las dos compañas de comediantes; principiaba con notable aparato el primer auto en la plaza de Palacio delante del Rey, el mismo día del Corpus a las cuatro de la tarde, y acabado aquél empezaba el segundo, y pasaban los carros del primero a la plaza de la Villa a representarlo al Consejo de Castilla, y después la misma noche al de Aragón: seguía el segundo auto en la forma referida, y al viernes siguiente por la mañana se representaban los dos al Consejo de Inquisición, y por la tarde a Madrid, desde donde, por el orden que queda expresado del día antecedente, se seguían representando a los Consejos de Italia, Flandes, Órdenes; y el sábado a los de Cruzada, Indias y Hacienda; y acabadas las representaciones públicas por consejos, continuaban en las casas de los señores presidentes, en que se gastaban todos los días de la octava, dando principio luego en los corrales el viernes siguiente a ella. Así pasó hasta el año de 1676, en que por excusarse algunos consejos de este gasto se hicieron variaciones, de que resultaron algunas dudas e inconvenientes, y habiéndose consultado a S. M., resolvió que no se hiciese novedad. Después, por lo molesto que era para los reyes la representación de los dos autos en una tarde, se resolvió el año 94 que se hiciesen uno el jueves y el otro el viernes, y este día se hiciesen los dos al Consejo, dando principio la compañía que el día antecedente representó en Palacio, y el mismo día al Consejo de Aragón, y que si el Consejo de Inquisición quisiese autos se le representasen por la mañana, y por la tarde a la Villa; lo que se ejecutó algunos años, hasta que por excusar gastos se hacían estos festejos a SS. MM., al Consejo y Madrid, en los días jueves, viernes y sábado. Por último, en 1705 S. M. don Felipe V se sirvió aplicar a las urgencias de la guerra el gasto que se causaba en estas representaciones, y desde entonces no volvieron a verificarse más que en los corrales.

Es bien sabido que en la composición de estos autos se emplearon los primeros ingenios de esta corte, y que muchos de ellos tienen cualidades que los hacen interesantes. Don Pedro Calderón de la Barca sólo escribió setenta y dos, cuyos originales legó en su testamento a la villa de Madrid, que se los había pagado, a fin de se conservasen en su archivo; pero fueron extraídos y sustituidos por copias, y en 1746 se imprimieron por D. Pedro Prado y Mier, pagando a la villa diez y seis mil quinientos reales por su propiedad.




ArribaAbajo- II -

1835


Después del trascurso de los tiempos, se conserva en el día como la más solemne entre nosotros la festividad del Corpus, y la procesión con que la villa de Madrid la celebra, sigue el mismo orden de majestad y decoro que en el siglo XVIII en que la hemos descrito, si bien con menos acompañamiento de comunidades y personajes, habiéndosela purgado también de los ridículos emblemas que bajo los nombres de la tarasca, los gigantones y otros, se conservan aún en algunos pueblos de España; y hasta antes de la guerra de los franceses se usaba en Madrid8.

Queda ya dicho que el orden de la procesión es en el día el mismo; y si bien puede haber perdido en cantidad de personajes asistentes, no en la calidad de ellos, que es siempre la más elevada, empezando por el mismo Monarca cuando se halla en la corte, los grandes, los supremos consejos y tribunales, el clero secular y regular, el ayuntamiento, etc., que en todo forma un tan dilatado como vistoso y rico acompañamiento.

Pero en lo que sin duda alguna debe exceder el Madrid actual al antiguo, en semejante día, es en el suntuoso y variado aspecto de sus calles, especialmente en las que constituyen la carrera de la procesión; el bullicio y animación del numeroso pueblo, la elegancia de las vestimentas, y la agradable armonía, en fin, de un conjunto tan vario y caprichoso.

Difícilmente una persona que no haya estado en esta corte podrá formarse una idea ni aproximada de todo ello. Si es extranjero y no conoce la pureza de nuestro cielo, la viva lumbre del sol que nos ilumina, la diafanidad de nuestra atmósfera, ¿cómo podrá imaginarse la alegría de aquel hermoso cuadro?

Una luz templada por los toldos azules y blancos que cubren toda la carrera; un piso blando de arena que hace desaparecer la desigualdad del empedrado; dobles filas de tropas vistosamente enjaezadas, e interrumpidas de trecho en trecho por armoniosas músicas; un pueblo inmenso, bullicioso, expresivo, cubriendo absolutamente el espacio que la tropa permite; calles anchas y tiradas a cordel, que dejan contemplar una larga serie de casas, adornadas exquisita o caprichosamente con vistosas colgaduras, y tan henchidos de gente los balcones que parecen imprimir movimiento a los edificios, tal es el bellísimo conjunto que desde las primeras horas de la mañana, presentan las hermosas calles Mayor, de Carretas y de Atocha, plaza Mayor y Puerta del Sol.

Los detalles son aún más interesantes. No bien apunta la aurora, que es bien pronto en un hermoso día de junio, empiezan a circular las bombas que riegan la carrera; apoderándose en seguida de ella los vendedores de flores, que la llenan de un agradable perfume: los vecinos, madrugadores aquel día, disponen y cuelgan las fachadas de sus casas, y desde aquel momento empieza la concurrencia, que, como debe suponerse, se compone al principio de las sirvientas y mancebos, que si ceden a la posterior concurrencia en elegancia y aderezo, pueden disputarla en alegría y gracia natural.

Siguiendo por una progresión ascendente, y mientras la tropa va formándose, llegan ostentando sus respectivos atavíos y personas la desenvuelta manola del Barquillo con su peineta elevada, cesto de trenzas, mantilla sobre los hombros, recortado guardapiés, guarnecido delantal, rica media calada y zapato de cinco puntos. -Síguela en pos el honrado artesano vestido de nuevo, reluciente sombrero de seda, frac improvisado en los portales de la calle Mayor, y guantes amarillos. -El mancebo de comercio, con su corbata de a cuarta, sus cadenas de similor y su camisa plegada; -la alegre modista, con una expresiva rosa en la cabeza, su zapatito primorosamente atacado, y sus mangas huecas de pergamino; -el mercader de la calle de Postas, envuelto en su casa con Tarrasa, su corbata blanca, ancho sombrero y zapato de oreja; -el antiguo abogado, el veterano procurador, conduciendo del brazo a la respetable mitad, y llevando por delante tal cual pimpollo femenil de quince a diez y seis (cosecha de 1835), que sale por primera vez al gran mundo, y se admira ella misma de la sorpresa y encanto que su ignorada belleza produce en los circunstantes. -Más allá vienen los almibarados y flexibles mozalbetes, con sus ajustadas levitas, sombrerito a los ojos, perilla romántica; -ni dejan de cruzarse con las pareadas filas de desdeñosas elegantes que ostentan sus gracias entre las blondas y rasos prendidos y recortados por las más hábiles manos de la calle de la Montera, o muestran su mal disimulado enojo porque madama Tal dejó de llevarlas a tiempo el trajo punzó o el sombrerito hortensia.

Guarda descuidadamente aquel género volátil la formidable marquesa, que cree hacer olvidar su fe de bautismo entre el fino encaje, las hiperbólicas guarniciones, los ingeniosos artificios de cintas y gasas; y alza la cabeza, habla con tono solemne y satisfecho, al verse servida por dos alumnos de Marte, cuyos hombros decoran por primera vez aquel día relucientes charreteras; uno de ellos se apresura a darla el brazo; otro a ponerla la sobrilla; cuál a hacerla observar lo más notable de la carrera; cuál, en fin, a apartar la gente para dejarla paso; pero una dulce mirada de alguna de las niñas que van delante recompensa de tanto afán a aquellos mártires, hasta que llegando al balcón deseado, pueden dejar descansar al siglo XVIII, y trasladar su atención al de la juventud y de la hermosura.

En este armonioso y confuso laberinto la concurrencia se agita, vuelve y revuelve una y mil veces, y ni la vista puede seguir tan variable escena, ni la pluma pintarla con fidelidad. Suena, en fin, el redoble del tambor; óyense las voces de atención y de mando; la procesión se acerca; es preciso acomodarse entre filas y dejar el centro despejado; ¡qué momento de confusión y de agradable desorden! ¡qué combinaciones tan inesperadas y extravagantes! La joven inocente que gira asustada sobre su derecha, se encuentra sin saberlo colocada entre un grupo de oficiales que se apresuran a hacerla sitio, en tanto que los papás, torciendo aturdidamente sobre la izquierda, la echan de menos, la buscan, la ven enfrente, quieren reunirse a ella, pero en vano; los batidores de la procesión se interponen e impiden el paso, y el indignado padre tiene que contentarse con hacer a la niña gestos expresivos, y jurar no volver a sacarla al público hasta el Corpus del año siguiente.

Aquí es una mujer que chilla por que la dejen colocar su chico delante de las filas; allá es un soldado que repugna y codea a una espantable vieja que se ha sabido colocar en correcta formación; ¡qué movimiento en los balcones! ¡qué estrechar las distancias! ¡qué hacerse lugar entre dos sillas! ¡qué abrir de quitasoles! ¡qué mover de abanicos! ¡qué enarbolar de anteojos!

La caballería llega, en fin, despejando la carrera, y entre el son de las campanillas y de los cánticos, empieza la larga fila de niños expósitos, ancianos mendigos, comunidades, pendones y cruces, consejos, alguaciles y personajes de la corte hasta que llega el Santísimo; las músicas militares y religiosas se mezclan a este punto en sonora armonía; la atmósfera aparece cubierta del humo del incienso que queman los sacerdotes; la tropa rinde las armas o hinca la rodilla en tierra a presencia del Omnipotente; los espectadores todos siguen el ejemplo; y las campanas llenan los aires con sus redoblados sonidos. Este momento es verdaderamente sublime. El bullicio y la confusión han desaparecido y un pueblo entero, silencioso y postrado, rinde a la Divinidad el homenaje de su adoración.

No bien ha pasado la guardia de la procesión, los balcones quedan despoblados, la gente del pueblo abandona la fiesta para retirarse a sus casas; pero la concurrencia elegante prolonga aún el paseo durante una hora, en que con más desahogo puede lucir las gracias de su persona o la riqueza de su vestido. Los funcionarios que asistieron a la procesión en gran uniforme recobran sus esposas y las pasean con cortés condescendencia: los jóvenes agrupados en la Puerta del Sol y calle de Carretas ven desfilar las bellezas y suelen ir desfilando en pos de ellas, y de este modo va disminuyendo la concurrencia hasta las tres de la tarde, en que cesa del todo. Una hora después los toldos han venido al suelo, las colgaduras han desaparecido, y cuando más tarde atraviesa la misma concurrencia aquellas calles para dirigirse al Prado, ya no encuentra en ellas la más mínima señal de la festividad de la mañana.

(Junio de 1835)9