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Artículos sobre beneficencia y prisiones

Volumen I


Concepción Arenal






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Una Protesta

Dijimos en el prospecto que La Voz de la Caridad no tendría carácter político. Creemos oportuno repetirlo y confirmarlo solemnemente.

Al aparecer un nuevo periódico, de temer es que se le busque origen político y que se le suponga objeto o tendencia política también.

No lo extrañamos. Vivimos en una época en que esos objetos y esas tendencias tienen marcada preferencia para todos, porque realmente las soluciones políticas, y más en un país que está constituyéndose después de una revolución tan radical, a todos importan, porque a nadie dejan de interesar más o menos. Así, pues, prevernos que los lectores de nuestra revista tratarán de formar juicio político de ella por su modo de ventilar las cuestiones.

Por ejemplo, si nos ven defender la descentralización en lo relativo a beneficencia, y la necesidad de reformar la ley en el sentido de dejar más desembarazada la acción individual de la caridad privada, se nos creerá partidarios de la escuela más radical. Si, por el contrario, levantamos nuestra voz censurando el extravío de la opinión de ciertas gentes contra las Hermanas de la Caridad, se nos tachará de reaccionarios. Uno y otro juicio serán equivocados.

Los redactores de La Voz de la Caridad tienen opiniones, antecedentes y criterio formado sobre principios y sobre conducta política; pero no sólo no hay entre nosotros uniformidad completa de ideas en este punto, sino que hasta hemos procurado que no la haya. Al entrar en la redacción, dejamos a la puerta toda opinión y toda idea política, para ocuparnos lisa y llanamente de caridad y de establecimientos penales, de pobres y de presos.

Esta es nuestra bandera única. Si bajo su inspiración censuramos o enaltecemos instituciones, hechos o personas, será porque la conciencia nos dicte que nuestras censuras o nuestros elogios están conformes con la justicia, y pueden redundar en bien del pobre y del encarcelado, no por obedecer a consignas de partido.

Los desdichados son criaturas que sufren, no armas de ataque ni defensa. Nuestro corazón no es tan duro, ni tan baja nuestra alma, que, a la vista dolor, en vez del deseo de consolarle, tengamos la idea de explotarle en favor de nuestra escuela o de nuestro partido. Ese dolor a ninguno pertenece exclusivamente: es patrimonio de la humanidad, y en nombre de ella hemos de hablar; no en el de las pasiones políticas.

Rogamos, pues, a nuestros lectores que tengan muy presente esta protesta, que hacemos de una vez para siempre, y para no repetirla en cada cuestión que nos parezca susceptible de ser mal juzgada bajo este punto de vista.




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Esperanza

-Aquí sólo inspiran interés las cuestiones políticas.

-Aquí no se leen más que folletines, novelas y periódicos que halagan y excitan el espíritu de partido.

-¿Cómo ha de poder sostenerse en España un periódico de beneficencia, si no existe ninguno de esta clase en las capitales populosas y cultas, donde se escribe de todo y se lee mucho?

-La ocasión es la menos oportuna.

-Tendrán ustedes veinticinco suscripciones.

-¡Cuánto mejor sería dar a los pobres ese dinero que van ustedes a emplear en el papel e impresión de un periódico que nadie leerá, y que tendrá que cesar por falta de suscriptores!

Con estas y otras frases han respondido muchas personas prudentes, al anunciarles nuestro proyecto de publicar La Voz de la Caridad. Su parecer tenía razones y ejemplos en que fundarse, y venía en apoyo de su opinión el recuerdo de estas palabras del benéfico e inolvidable Degenerando: «En Francia... ¿será cierto que no hay ninguna? (publicación periódica de beneficencia). ¿Será verdad que las que se han intentado no han podido sostenerse? En Francia, donde se hace tanto bien, ¿nadie recoge noticias del que se realiza, y todos parecen tan poco interesados en saberlo?

»¿Por qué no tenemos en la capital un centro adonde vengan a reunirse todas las noticias de las hermosas instituciones de las provincias y de París mismo, donde se revelen las unas a las otras y todas reunidas a la atención pública, que les preste y les envíe aquella luz a la cual se manifiesta el grande, el tierno espectáculo de la caridad en nuestra Francia? ¡Cómo! Entre tantas reuniones académicas que abrazan todas las ramas de las ciencias y de las artes, ¿no se ha pensado en establecer una para esta ciencia fecunda, para este arte saludable, que comprende los diferentes medios de consolar a la humanidad, etc., etc.?»

Así, ejemplos fuera, analogías y razones dentro, nos inducían a desistir de nuestro propósito.

Pero ¿hemos de ser en todo inferiores a los otros pueblos? ¿Nada debemos intentar de lo que probaron sin fortuna, nada hacer de lo que ellos no han hecho? ¿Hemos de detener nuestros pasos por el camino del bien, para dar lugar a que vayan delante, y medir los movimientos de nuestro corazón a compás de los latidos del suyo? Sin negarles lo que nos adelantan en muchas cosas, ¿no hemos de procurar aventajarlos en alguna? ¿Tan abajo habremos caído, tan sometidos estaremos a las malas pasiones, que en todas las buenas obras hayamos de ser los últimos? No, no. Los generosos sentimientos son patrimonio de la humanidad, no de un pueblo; ni hay ninguno a quien Dios haya privado de esta divina herencia. Bien está que reconozcamos la superioridad donde exista, que celebremos los buenos ejemplos donde se den, que inclinemos respetuosamente la cabeza ante merecimientos mayores; pero lejos, muy lejos el ignominioso y cobarde desaliento, que nos haga desistir de emprender nada de lo que otros no han realizado, y creernos indignos de ninguna generosa iniciativa. La humanidad es una gran familia; los pueblos que la componen, unas veces aparecen brillantes, otras están obscurecidos pero todos trabajan siempre bajo la protección y en presencia del Padre celestial. Trabajemos, pues, sin orgullo, pero sin desaliento; que la buena semilla no deja de dar buen fruto porque sea arrojada a la tierra por una mano débil.

Bajo la influencia de estas ideas se ha emprendido la publicación de La Voz de la Caridad. Y ¿qué hemos hallado en nuestro camino al dar los primeros pasos? Facilidades y motivos para marchar adelante.

Dos limosnas nos han facilitado fondos para los primeros gastos.

Personas de alta reputación, merecida, en el mundo literario, se han ofrecido a tomar parte en la redacción del periódico.

En los momentos en que escribimos estas líneas, apenas ha circulado el prospecto en Madrid, no ha llegado a algunas provincias; y, no obstante, tenemos ya bastantes suscripciones, y esperanza fundada de conseguir muchas más.

Las personas a quienes hemos rogado que sean corresponsales, se prestan, expresándose, no con la frialdad del que cede a un compromiso, sino con el calor de quien obra a impulsos del corazón; y más que aprobar nuestro pensamiento, puede decirse que le prohíjan.

¿Qué prueba todo esto? Que los buenos sentimientos no están muertos, como muchos creen. Que la indiferencia para con los afligidos no es tanta como algunos suponen. Que el egoísmo no lo ha invadido todo. Que en medio de ese mar tempestuoso, donde se agitan intereses y pasiones, errores e ignorancias, se hallan puertos para las nobles ideas y los dulces sentimientos. Que si hay muchos a quienes seduce la fortuna, a muchos también atrae la desgracia. Que si el placer lleva en pos de sí numerosa comitiva, no le faltan al dolor piadosos amigos. Y, en fin, que si el odio cuenta con soldados iracundos, la caridad tiene valerosos campeones.

Conviene mucho que esto se sepa, y que se diga una y otra y mil veces. Que enfrente del cuadro de las maldades, se vea el de las buenas obras; que al espectáculo de los vicios, se oponga el de las virtudes; y al escándalo, el buen ejemplo. Porque si así no se hace, los malos aparecerían solos en el mundo, y le tendrían por suyo. Toda voz que se levanta y no escucha otra que la contradiga, se convierte en voz de mando; y no está bien que la virtud pase tan callada, que ni aun se sospeche que existe, y entregue la conciencia pública a la dictadura de la maldad. No está bien que los perversos estén seguros de no hallar contradicción; que los egoístas puedan llamarse prudentes; que los débiles permanezcan inmóviles y afligidos, creyendo inútil su esfuerzo, y que hasta los mejores y más valerosos vacilen, creyéndose solos. No está bien que se deje creer que todo es maldad y egoísmo, porque calumniar a la especie humana es uno de los mayores daños que se pueden hacer a la humanidad. No está bien que los duros y los indiferentes se crean y se proclamen solos, y se llamen la opinión, y den a su ruin proceder esa especie de prestigio que tiene todo lo que es fuerte, y disminuyan el horror a la maldad a medida que hagan ver aumentado el número de los malos.

No; ni los malos son los más, ni tantos a tantos son los más fuertes. Puesto que la sociedad existe, el bien prevalece sobre el mal; no hay prueba más concluyente. ¿A qué buscar en las tradiciones, y en las historias, y en los monumentos, por qué han perecido esos pueblos de que no queda más que el nombre? Sucumbieron porque el vicio y la crueldad eran más fuertes que la virtud y la compasión. Pienso, luego existo, decía un filósofo. Existo, luego soy bueno, puede decir todo pueblo. La bondad es una condición de existencia. Desde el momento en que los malos estuviesen en mayoría, la justicia sería imposible, y por consiguiente la sociedad.

Pero, ¿y tantos delitos, y tantos vicios, y tantos crímenes? ¡Ah! ¿Quién no deplora su número? Pero así como ni aun en tiempo de epidemia es mayor el número de los enfermos que el de los que gozan salud, en todo pueblo que prospera, que existe solamente, son más los hombres honrados que los perversos. No hay más, sino que el bien pasa desapercibido; le respiramos como el aire, sin sentirlo; en armonía con nuestras necesidades y con nuestros gustos, se desliza calladamente, y sólo cuando falta, se hace notar por el vacío que deja. El mal, por el contrario, perturbador y hostil a todo, camina entre choques y repulsiones, oprimiendo o siendo oprimido; es la rueda más pequeña de la máquina, y si hace más ruido es porque, no engranando con ninguna otra, choca con todas. El bien es la regla; los buenos son los más; deben comprenderlo, para que su corto número no sirva de motivo o de pretexto a su inacción.

No lisonjeemos a la humanidad, pero no la calumniemos tampoco: hagámosle comprender que los altos dones que ha recibido de Dios le imponen grandes deberes para con los hombres, y que no es prudente, sino cobarde, el que huye de una lucha en que tiene de su parte la fuerza y la justicia. Y si esto debemos hacer con la humanidad, ¿qué haremos con nuestra patria? ¿Qué nombre merece el que es capaz de calumniar a su madre? Como buenos hijos, paguemos todos sus deudas, dejemos a Dios el juicio de sus faltas, procuremos consolar sus dolores, y ensalcemos sus virtudes. Sus virtudes, sí, que las tiene grandes, y en lo más recio de sus combates, y en lo más terrible de sus tribulaciones, y en lo más culpable de sus extravíos, aparecen de repente nobles y elevados sentimientos que, si no la salvan de la amargura, la rescatan del oprobio.

Los que tenéis un buen pensamiento, los que sentís un generoso impulso, no los dejéis extinguirse en el fondo de vuestra alma, creyendo que estáis solos; no os detengáis tampoco porque, según los cálculos más exactos, sea irrealizable vuestra idea: tened la santa imprudencia que han tenido todos los bienhechores de la humanidad.

Y a vosotros, que habéis respondido tan pronta y tan generosamente a la débil voz que os llamaba en nombre de los afligidos, si alguna vez lo sois, ojalá os envíe Dios con igual presteza la conmiseración y el consuelo. Bendita sea vuestra caridad, y bendito el celo con que nos habéis hecho tan fácil la virtud de la ESPERANZA.

15 de Marzo de 1870.




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El hospital General de Madrid1

La caridad en España



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Artículo I

El hospital General de Madrid ha sido siempre uno de los establecimientos de beneficencia que menos correspondían a su nombre: el desorden, el desaseo, el abandono, la dureza, han representado desde muy antiguo papeles importantes en ese terrible drama de la humanidad doliente, pobre y olvidada, que se representa en aquel vasto teatro: lo más desconsolador que tienen allí los abusos, es que son inveterados. «Nunca se ha visto orden en esta casa», nos decía una Hermana de la Caridad que llevaba muchos años en ella; y hace, muchos también que D. Melchor Ordóñez, en aquella Memoria que hará para nosotros siempre querida la suya, denunciaba grandes abusos y hasta grandes horrores. ¿Se han corregido? Procuraremos investigarlo; pero antes hemos de hacer algunas reflexiones, partiendo de estos principios:

1.º Que la justicia está antes que la caridad.

2.º Que la caridad nos manda que consideremos toda acción perjudicial como consecuencia de un error o de una ligereza, a menos que evidentemente aparezca que es obra de la mala voluntad.

3.º Que la caridad busca más bien remedios que culpas, y antes dirige súplicas que acusaciones.

Procuraremos atenernos siempre a estas máximas, porque la caridad en los juicios no es menos necesaria que en las acciones.

Cuando un establecimiento de beneficencia está mal, se acusa a las autoridades y a las corporaciones que le tienen a su cargo: podrá suceder que estén en falta y que tengan culpa; pero ¿hasta qué punto tiene el público derecho a echársela en cara? ¿Cumplimos como cristianos, como criaturas compasivas y que tienen sentimientos de humanidad, acusando a la Diputación Provincial de que no atiende a los desvalidos, y no haciendo nosotros nada por ellos? Antes de exigir a otro el cumplimiento de su deber, ¿no estamos obligados a reflexionar si hemos faltado al nuestro? ¿Qué ha pasado por nuestra conciencia para que, al saber que nuestros hermanos sufren y mueren sin auxilio eficaz, se tranquilice con que digamos: -Yo no soy gobernador ni diputado provincial? -¿Qué ha pasado por nuestra conciencia para que no responda: -Y ¿no eres cristiano? Y ¿no eres hombre? Y ¿puedes relevarte de cumplir los deberes de tal, porque la Diputación o el Gobernador no cumplan los suyos? ¿Desde cuándo un mal ejemplo es una buena razón para los hombres honrados? ¿Desde cuándo tiene autoridad ni fuerza moral la voz del que exige de otro lo que él no es capaz de hacer? Te han dicho que en este hospital no había carbón para calentar el caldo, que el caldo no contenía sustancia alimenticia, ¡y no has ido a procurar remedio a tanta desgracia! ¡No tenías autoridad! Y ¿no tenías tampoco calor en tu corazón y lágrimas en tus ojos? Bien harías en llorar tu culpa antes de acusar la ajena. Has estado enfermo. Has tenido asistencia esmerada e inteligente, cariño, todos los consuelos; y cuando convaleces, cuando empiezas como a renacer de nuevo a la existencia, que te ofrece un goce en cada función de la vida; cuando el manjar que saboreas y el esfuerzo que puedes hacer ya, te dan satisfacción y alegría; cuando, en fin, recobras la salud, no piensas: «Allá abajo hay centenares de criaturas de Dios, hermanos míos, que sufren enfermos y desamparados; a cuatro de ellos, a tres, a dos, a uno siquiera, voy a llevarle por un momento el auxilio que se me ha prodigado a todas horas, y en acción de gracias de haber recibido tantos consuelos, voy a consolar un poco.» Tú no piensas nada de esto, y pasas de largo por esas puertas, donde entran tantos que sufren sin ser compadecidos y mueren sin consuelo. ¡Ah, eres bien ingrato!- La conciencia nada de esto nos dice, y con ella muy tranquila oímos los ayes del dolor como un ruido lejano y confuso, cuya cansa no sabemos ni queremos investigar. ¿Somos perversos? No. Estamos mal educados; no es más que esto, pero esto es mucho. El egoísmo ha crecido en nosotros como la mala hierba, que por no arrancarse a tiempo sofoca la buena semilla, y la compasión yace inmóvil y debilitada, semejante a un brazo que jamás se ha ejercitado en labor alguna. Éste es el hecho: la compasión se ha debilitado en nosotros por falta de ejercicio. La inmensa mayoría de las personas que se tienen, pasan por buenas y tal vez lo son, gozan de los favores de la fortuna sin imaginar que deben ocuparse para nada de la desgracia. Probablemente se tranquilizan pensando que el Gobierno tiene empleados en el ramo de beneficencia como en el de correos, y que a ellos toca el cuidado de los desvalidos que no tienen salud y de los niños pobres que no tienen padre ni madre.

Reflexionemos un momento, y adquiriremos esta convicción: De un pueblo que no se ocupa de caridad, no pueden salir corporaciones, autoridades y empleados caritativos. Podrá haber alguno por excepción; mas por regla general han de llevar a los cargos públicos la falta de hábito, de competencia y de calor para aliviar a los desvalidos, que tenían en la vida privada: esto es claro e inevitable.

Para que haya autoridades celosas y entendidas en el ramo de beneficencia, es preciso que el Público se ocupe de caridad. Así, pues, todos los cargos que dirijamos a las corporaciones y a las autoridades han de ser en el tono del que no está sin culpa para arrojar la primera piedra; y todas sus faltas cuando no son de justicia, cuando son de caridad solamente, han de tener la circunstancia atenuante de la atmósfera en que han vivido y viven, y esa especie de complicidad que hallan en la indiferencia general.

Partiendo de estos principios, comprendemos perfectamente que la corporación a cuyo cargo está el hospital General de Madrid, después que ha pagado a los empleados los sueldos que les debía y arregládose con los contratistas, crea en Dios y en su conciencia que ha cumplido bien, y que nada le resta que hacer; y no obstante, si así lo creo, está en un error.

No exigimos de esta Diputación, ni de la que viene, ni de la que vendrá después, que en un mes, ni en un año, convierta el hospital General en una verdadera casa de beneficencia, los abusos son allí tan antiguos, han echado tal, profundas raíces, que el arrancarlos es obra de mucho tiempo. Pero nos parece que tenemos derecho a pedir que se empiece esta obra, y sobre todo que los abusos no vayan en aumento. Retiramos para otro número la parte de nuestro artículo que trata de ellos, para dar cabida a las observaciones, con las cuales estamos enteramente conformes, sobre provisión de las plazas de capellanes del mismo hospital General.

1.º de Abril de 1871.




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Artículo II

Cuando se trata de ciertos ramos de la Administración, correos, aduanas, por ejemplo, se puede escribir con calma acerca de los abusos que en ellos se cometen: por lamentables que sean sus consecuencias, se presentan al escritor bajo la forma de cosas: no sucede así en beneficencia; el abuso se encarna, por decirlo así, en un ser desdichado, se convierte en dolor, aparece bajo la forma de una criatura que sufre, y al inspirar compasión, es fácil que excite cólera contra los que, debiendo aliviar sus males, los agravan. Cuando el asunto tiene ayes lastimeros, ¿cómo dejará el escritor de tener lágrimas tristes? Y cuando el llanto cae sobre el papel, posible es también que se deslice alguna palabra dura, hija de la vehemencia del sentimiento y del deseo de mover a piedad. Sirva esto de explicación y de excusa, si por acaso, y contra nuestra voluntad, empleásemos alguna frase que pudiera herir. Nos repetimos las palabras de San Pablo, la Caridad no piensa mal ni se mueve a ira; pero la miseria humana infringe con frecuencia el mismo precepto que recuerda y acata.

Clasificaremos los males que pueden y deben remediarse en el hospital General, de la manera siguiente:

1.º Falta de cuidado en la asistencia.

2.º Falta de honestidad.

3.º Falta de aseo.

4.º Falta de orden.

5.º Mala alimentación.

No decimos nada acerca de la calidad de las medicinas, porque no es esto de nuestra competencia, porque no queremos decir sino lo que hemos visto, y porque no hemos visto sino lo que ve cualquiera. Si hubiéramos podido visitar el hospital General con alguna autoridad, la lista de los abusos sería más larga: hay muchos de que estamos plenamente convencidos, y de que nada diremos porque no podemos probarlos. Los que a su sombra medran, podrían hacer calificar legalmente de calumnia nuestra verdad. Una de las grandes desdichas de nuestro país, tal vez la mayor de todas, es la falta de resolución para afirmar hechos cuyo esclarecimiento traería el castigo de los que prosperan con los males públicos. Esta falta de resolución asegura la impunidad, y la impunidad perpetúa los abusos. Así, pues, lo que vamos a decir es una parte, probablemente la menor, de lo que pasa en el hospital General.


- I -

Falta de cuidado en la asistencia


Aquí hay que distinguir entre las salas de hombres y las de mujeres que no están a cargo de las Hermanas de la Caridad, y las que ellas cuidan; y aun en éstas, la asistencia no es lo que ser debiera, por las razones que veremos en otro artículo.

Los enfermos de todas las salas, y las enfermas donde no hay Hermanas de la Caridad, se quejan de la mala asistencia, de que los que debían estar de guardia se van, de que por la noche se duermen, de que a ninguna hora dan con exactitud los medicamentos. No se puede hacer caso de las quejas de los enfermos, se dirá: convenimos en que a veces sean exageradas; pero cuando se oyen las mismas, dadas por todos, y cuando se hallan confirmadas por lo que se ve, preciso es convenir en que en el fondo hay verdad.

Lo que se ve es que se entra muchas veces en las salas y están solos los enfermos. Dos veces hemos entrado, en pocos días, en la de DISTINGUIDOS, y estaban solos, y los había graves. Esto nos hizo recordar a un joven que pidió y obtuvo permiso para ir allí a velar a un amigo a quien veía en el mayor abandono, y sobre el cual nos dio detalles horribles. Si los refiriéramos, serían desmentidos por los que tienen interés en desmentirlos, y no corroborados por quien tendría miedo de afirmarlos. Dejando, pues, esta triste historia, el hecho que afirmamos, porque lo hemos visto, es que en poco tiempo hemos entrado dos veces en la sala de distinguidos, donde había enfermos graves, un tifoideo especialmente, y estaban solos, como hemos dicho. Si esto sucede de día, ¿qué será de noche? Y si esto pasa en la sala de distinguidos, ¿cómo estarán las otras?

También hemos visto diferentes medicamentos en las mesas de los enfermos y que pueden tomar cuando les parezca; bebidas que les harán daño después del alimento, etc., etc.

Hemos presenciado igualmente el modo de dar la comida. Treinta y cinco minutos pasaron desde la sopa hasta que se sirvió la carne, las patatas, etc. La comida se da casi fría. Las patatas fritas, absolutamente frías, y tan correosas, que se necesita hambre voraz para comerlas; las albóndigas frías también, y al enfermo que tiene dos para cada comida se le dan las cuatro a un tiempo, que se comerá de una vez si tiene hambre, y que no podrá comer si no la tiene, frías y al cabo de seis o siete horas encima de la mesa, donde hay unturas y jaropes, y donde el enfermo de al lado puede ensuciarlas o comérselas con gran daño suyo, porque podemos asegurar que es un alimento que necesita buen estómago.

Aunque no podamos entrar en más detalles, basta reflexionar un momento para sacar las naturales consecuencias de lo que acabamos de decir, y para convencerse de que los enfermos del hospital General están muy mal asistidos.




- II -

Falta de honestidad


En una sala de mujeres enfermas no deben entrar más hombres que el sacerdote, el médico y el practicante, en los casos, muy pocos, en que no puedan hacer las curas y dar ciertas medicinas las Hermanas de la Caridad. Esta regla no puede, no debe tener excepción alguna.

En lugar de razones y argumentos, vamos a dirigir a la Diputación Provincial una súplica. Que alguno de sus individuos lleve a las salas de mujeres, que están o cargo de los obregones y a la hora en que se distribuye la comida, que lleve allí a su madre, a su esposa..., a su hija, íbamos a añadir; pero no, para vergüenza de todos, su hija no debe, no puede presenciar un espectáculo tan inmoral, y hemos de decirlo porque es la verdad, tan indecente. Que vean aquellas salas con setenta camas, donde hay mujeres con fiebre, y trastornadas, que tiran la ropa, otras que se levantan necesariamente conforme están en la cama, y entre ellas los obregones y los mozos, distribuyendo el caldo, el vino, la sopa, la comida... Que observe la impresión que este espectáculo producirá en su madre y en su esposa, y que resuelva conforme a lo que ella le inspire. Nosotros sólo añadiremos que en mal hora recobra la salud en el hospital la mujer que allí pierde el pudor; y que el Estado, las autoridades y las corporaciones tienen el deber imprescindible de velar, antes que todo, por la moralidad en los establecimientos que están a su cargo.




- III -

Falta de limpieza


Para convencerse de la falta de aseo, basta entrar en una sala de hombres o en las de mujeres que no están a cargo de las Hermanas de la Caridad. Decimos mal, no es necesario entrar, basta ver de fuera las enfermeras, los mozos y una gran parte de los obregones, para convencerse con razón de la falta de aseo que habrá dentro. ¿Cómo han de asear a los enfermos los que no se asean a sí propios, ni repugnar en los otros la porquería con que están connaturalizados? Un amigo nuestro, muy torpe para aprender y recordar localidades, con frecuencia necesitaba preguntar en el hospital General por el lugar adonde quería ir; como por allí anda mucha gente, tenía una regla, y era dirigirse a la persona más sucia que viese, y que le daba siempre razón, porque de seguro era de la casa.

En las salas en que no hay Hermanas de la Caridad, que son las de hombres y algunas de mujeres, todo está sucio; es raro ver un colchón que no esté manchado, una pelleja que no apeste, un suelo que no dé asco. Hasta la ropa limpia está sucia; y esto sucede en todas las salas. No hemos podido entrar en la cocina; pero se supone cómo la tendrán los que salen de ella mugrientos y asquerosos, tiran el pan sobre las camas (muchas sin colcha), donde a veces cae sobra el esputo, la sangre de la sangría o el pus de la llaga; que llevan la gallina en la mano, pero; ¡qué mano!, etc., etc.

Otra consecuencia de la falta de aseo son los insectos, mal terrible. Las ropas de vestir de los enfermos, cuando van limpias, suelen contaminarse en el ropero con las que están plagadas. Así vuelven muchas veces a los convalecientes, y son una de las causas de la propagación de esos animales tan repugnantes para los sanos, y que tanto mortifican al pobre enfermo.

Hacemos punto, en consideración al estómago de nuestros lectores; pero que reflexionen cómo será para visto y sufrido lo que relatado repugna tanto, y repetiremos a la Diputación Provincial lo que nos decía un médico inteligente y que había pasado su vida en los hospitales, cuando le preguntábamos lo que en ellos se necesitaba principalmente: «¡Limpieza! ¡Limpieza! ¡Limpieza! Con ella van otras muchísimas cosas buenas.»




- IV -

Falta de orden


El desorden que se nota a primera vista en el hospital General es grande. Una persona que tenga apariencias de decente, entra y recorre todas las salas sin que nadie le pregunte a dónde va, ni lo que quiere. Cuando hemos entrado en la sala de distinguidos, donde estaban solos los enfermos, cruzaron por nuestra mente ideas terribles de lo que se podía hacer con un infeliz postrado o delirante, mezclando a su bebida o medicamento alguna sustancia venenosa algún perverso interesado en su muerte. Pero deteniendo el vuelo de la imaginación, y prescindiendo de casos posibles, pero no probables, ¿a cuántos males no puede dar lugar esta libertad de entrar y salir en salas que están mal vigiladas o solas?

Los convalecientes entran y salen también, y se pasean por el establecimiento como mejor les parece. En días de entrada salen a la calle confundidos con el público, y vuelven a entrar como si formaran parte de él. El médico ve que el enfermo ha recaído, o contraído una nueva enfermedad, y no sabe que uno se fue a la taberna; que otro, recién salido de la cama, se expuso al aire en un día crudo de invierno; que otro comió las sobras del rancho de los soldados de la guardia, o compró una o dos raciones a un enfermo desganado, que las pide para venderlas; que una mujer nerviosa se fue de paseo hacia el depósito de cadáveres, y presenció allí un espectáculo que la ha impresionado horriblemente; que otra vio pasar, para hacerles la autopsia, los cadáveres de dos hombres asesinados; etc., etc.

Además, las mujeres que van al hospital son seguramente honradas la mayor parte, pero algunas habrá que sean viciosas, y no es necesario insistir mucho sobre los inconvenientes que puede tener dejarlas en libertad de andar por todo aquel inmenso edificio donde hay muchas personas del otro sexo.

Como nuestra visita es la de una persona que no tiene derecho a ver más de lo que todos ven, no hemos podido examinar las libretas, ni sabemos lo que se gasta, ni el método que se sigue para evitar los abusos y los fraudes, tanto en las medicinas como en los alimentos. Deseamos que todo esto esté muy bien organizado; pero lo dudamos mucho, fundándonos en que no es probable que cuando no se hace lo fácil se realice lo dificultoso.

Para que se forme idea de lo bien representada y obedecida que está la autoridad en el hospital General, referiremos un hecho que, aunque muy sencillo, no deja de ser significativo. Está prohibido que a la hora de dar la comida estén en las salas personas que no sean de la casa, aunque tengan pase; y comprendemos que puede haber razones de muchas clases para esta prohibición. A pesar de ella, estábamos a la hora de comer tres personas de fuera en una sala. Nadie nos dijo nada; pero al terminarse la comida vino un mozo y reprendió al que estaba de guardia porque permitía allí gente a aquella hora; el reprendido se revistió de autoridad, y dirigiéndose a un hombre que hablaba con una enferma, le dijo que saliera inmediatamente, que se lo mandaba porque era el jefe. El jefe era un hombre mal trazado y mugriento, que después de aquel alarde de autoridad se marchó, dejándonos a los tres visitantes en la sala, donde no teníamos derecho a estar, porque ninguno tomó por lo serio el mandato. La escena tenía su lado ridículo: nosotros vimos principalmente el doloroso, y exclamamos en nuestro corazón: ¡pobres enfermas sujetas a la autoridad de semejantes jefes!




- V -

Mala alimentación


Este capítulo, tan largo en tristes consecuencias, es corto, porque está reducido a decir que, menos el pan, todos los alimentos son malos en el hospital General.

Caldo nauseabundo; sopa repugnante, engrudo cuando es de arroz, y siempre sin sustancia; chocolate pésimo; patatas fritas, correosas como suela; albóndigas, cuyo recuerdo hace escupir; carne dura; garbanzos pocos y durísimos, todo sucio y muchas veces frío: tal es el alimento de los pobres enfermos y de los convalecientes.

Hemos dicho con la posible brevedad no todos los males remediables que hay en el hospital General, sino aquellos que están a la vista de cualquiera y que no puede negar nadie. Otro día trataremos de sus causas y de sus remedios.

15 de Abril de 1870.






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Artículo III

En nuestro artículo anterior señalamos algunos de los males remediables del hospital General; hoy debemos señalar sus causas, y, hasta donde sea posible, sus remedios.

Causas:

1.ª El gran número de enfermos.

2.ª La falta de exactitud que, en general, hay entre nosotros para cumplir con los deberes que impone todo cargo público.

3.ª El poco aseo de nuestro pueblo, y aun a veces de las clases acomodadas.

4.ª La frecuencia y el poco escrúpulo con que en España se hacen ingresar en los bolsillos particulares los fondos del Estado, de la provincia o del Municipio, dejando mal cubiertos servicios que están bien pagados.

5.ª El haber estado los empleados y dependientes sin pagar muchos meses, en cuyo tiempo han adquirido hábitos que no han desaparecido con la deuda.

6.ª La libertad mal entendida, que en el hospital, como en otras partes, traducen muchos por el derecho de faltar a su deber.

7.ª El haber disminuido las Hermanas de la Caridad, y quitádoles la dirección de las dependencias en que hacían más falta.

8.ª La falta de un buen reglamento que señale con exactitud los deberes y atribuciones de cada uno.

9.ª La separación de empleados y nombramiento de otros nuevos, sin tener para nada en cuenta su mérito y aptitud.

10.ª La mala organización del servicio para la asistencia de los enfermos.

De algunas de estas causas no tiene responsabilidad alguna la Diputación Provincial; de bastantes le cabe una parte; de otras la tiene toda.

No es culpa suya que el hospital sea grande, y contenga más número de enfermos del que fácilmente se puede cuidar con esmero.

No es culpa suya que la Revolución la dejase sin fondos, y el haberse visto en la imposibilidad de cubrir sus atenciones.

No es culpa suya la disposición general al desaseo, a la falta de exactitud y al fraude; pero aquí empieza una parte de su responsabilidad, porque en vez de combatir la general tendencia, la ha favorecido con sus medidas desacertadas; y tiene la responsabilidad toda de consentir que la libertad se interprete malamente; de haber quitado y puesto empleados, sin tener para nada en cuenta su aptitud, y de haber disminuido el número de las Hermanas de la Caridad, quitándoles el ropero, la despensa y la cocina. No acusamos a la Diputación porque no ha corregido todos los abusos, porque no se realizan allí grandes progresos; pero la hacemos un cargo severo, en nombre de la justicia y de la humanidad, porque ha vuelto atrás, porque el hospital está peor que estaba, y porque este retroceso debía preverse, y es una consecuencia lógica, inevitable, de las medidas que allí se han tomado.

Estamos lejos de pensar que todos los empleados y dependientes del hospital eran a propósito y merecían conservarse; creemos, por el contrario, que debían cambiarse muchos, pero sustituyéndolos por otros mejores, y encargando al espíritu de caridad, y no al espíritu de partido, que hiciese las vacantes y las cubriera.

Es más grave todavía el haber disminuido el número de las Hermanas de la Caridad, y quitádoles las dependencias donde eran más necesarias. Nosotros opinamos que esta fatal disposición es hija del error; pero nos cuesta mucho trabajo sostener nuestra opinión contra los que la atribuyen a otras causas. Persistimos en creer que no hay más que error, pero error que no exime de responsabilidad, porque, lejos de ser invencible, es tan fácil de conocer como difícil haber caído en él. ¿No sabe todo el mundo que el cuidado de una despensa, de una cocina y de un ropero es más propio de mujeres que de hombres? Y esto, aunque los hombres y las mujeres estuviesen moralmente en condiciones iguales, lo cual no sucede en el hospital. Allí las Hermanas obran por caridad y en conciencia, sujetas a una regla severa y a una ciega obediencia, y esperan que Dios les premiará en el cielo lo que en la tierra hacen por sus criaturas. Los hombres son mercenarios; y sin negar las honrosas excepciones que pueda haber, van al hospital porque no tienen otro modo de vivir, y procuran indemnizarse en la tierra de los malos ratos que no pueden evitar con los enfermos. Los resultados necesariamente han de corresponder a tan distinto móvil y a tan diferente esperanza. Mucha preocupación se necesita para que no aparezca evidente cosa tan clara; pero, además, la Diputación Provincial puede consultar a la experiencia. Ella le dirá que en los establecimientos benéficos donde no hay Hermanas de la Caridad, el repuesto de ropas va disminuyendo hasta faltar lo necesario, a menos que no se inviertan grandes cantidades para reponerle, y en mucha parte se podrían economizar. Esto sucede por tres razones. La primera, porque las Hermanas cuidan la ropa con grande esmero, y como si la cosa fuera suya. La segunda, porque la manejan con fidelidad. La tercera, porque piden y agencian para los pobres, y hay bienhechoras que dan ropas y lanas para colchones, etc., por valor de miles de reales, y a veces de miles de duros, cuando el ropero está a cargo de la caridad, y no dan un céntimo cuando corre por cuenta de un empleado: esto es lo que sucede siempre y en todas partes. El hospital General estaba abundantemente provisto de ropas; pronto estarán escasas si el ropero continúa a cargo de empleados. Entretanto se da por limpia la ropa mojada, y se pudre la lana de los colchones, y los pobres cuerpos que sobre ellos sufren.

En la cocina y despensa, las mismas causas producen iguales efectos. La alimentación es peor; y aunque no hemos visto los libros de cuentas, estamos en la persuasión de que se gasta más desde que la cocina y la despensa están a cargo de empleados, y los señores diputados provinciales se persuadirán de lo mismo, si de cerca examinan y sin prevención comparan.

Ni aun la palabra sacramental economía, que ha servido de motivo o de pretexto muchas veces para medidas absurdas y perjudicialísimas, ni aun esa palabra puede pronunciarse en el caso presente; con la disminución de las Hermanas de la Caridad, la Diputación gastará más. A veces las apariencias engañan, pero aquí no podemos atinar cuáles hayan podido ser. Por ejemplo: en la despensa había dos Hermanas, a quienes se daba la ración y 40 reales al mes, y si no nos han informado mal, ahora hay tres empleados, de los cuales uno tiene 6.000 reales, y 4.000 otro, habiéndose aumentado un mozo más. Una Hermana de la Caridad cuesta, como hemos dicho, la ración y 40 reales al mes: a un obregón se le da la ración igualmente y 70 reales mensuales, y se suprimen Hermanas y se dejan salas de mujeres, la de presas entre otras, a cargo de los obregones: como se ve, ni las apariencias de economía pueden alegarse para justificar lo hecho en el hospital General.

La cuestión de las Hermanas de la Caridad es muy grave para todo el que no ve con indiferencia los dolores del pobre, y la malversación de los caudales públicos, destinados a socorrerle; hemos de tratarla, no por incidencia y a la ligera, sino ampliamente, en un artículo que lo dediquemos. Éste se haría demasiado largo si, aun prescindiendo de este importante punto, después de haber señalado las causas del mal, propusiéramos los medios de atenuarle: de ellos nos ocuparemos en el próximo número.

1.º de Mayo de 1870.




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Artículo IV

Al pedir reformas para el hospital General de Madrid, tenemos que sujetarnos a una condición que las hace muy difíciles: la de no proponer medida alguna que necesite dinero para llevarse a cabo: en el estado de penuria actual, sería absurdo querer mejoras que supusieran abundancia, o cuando menos desahogo. Dejaremos para circunstancias más favorables la larga lista de las que deberían plantearse si hubiera fondos, limitándonos a indicar aquéllas que no necesitan más que buena y firme voluntad.

El orden entre los facultativos, empleados, enfermeros y dependientes de todas clases, depende de una buena organización, de un buen reglamento, y de un director que le haga cumplir: el orden, tratándose de los enfermos, no es tan difícil de establecer, y a él creemos que podrían contribuir las medidas siguientes:

1.ª Toda persona empleada en la casa tendría una papeleta en que así constara, para que en el caso de no ser conocida del portero, la presentase a la entrada o a la salida. Toda persona que visitara el hospital recibiría una papeleta al entrar, y no podría salir sin devolverla. Con esta medida, que es bien sencilla, se evitaría que los convalecientes salieran los días de entrada confundidos con el público, y cometiesen excesos fatales a su salud. También se evitaría la repugnante e inmoral industria de los que entran en el hospital para vestirse, y se salen sin autorización de nadie, cuando han logrado una camisa nueva, y tal vez escamoteado una sábana.

2.ª Establecer salas de convalecientes. Esta medida tiene, a nuestro parecer, mucha importancia en muchos conceptos. Ya que no sea posible, por la falta de recursos, crear una casa de convalecencia, que tanta falta hace, establézcanse al menos en el hospital salas de convalecientes, lo cual puede hacerse con mucha utilidad y muy poco trabajo. ¿Por qué los convalecientes han de estar respirando el aire inficionado de las enfermerías, y viciándolo a su vez? ¿Por qué ha de contraer una fiebre tifoidea el que no le faltaba más que recobrar un poco de fuerza para gozar de completa salud? ¿Por qué ha de comer allí, y tal vez dar a vender su ración a un enfermo a quien le hará daño? ¿Por qué han de estar ociosos, pudiendo ocuparse en algún trabajo proporcionado a sus fuerzas, que al mismo tiempo que evitase los inconvenientes de la ociosidad, les proporcionaría algún recurso cuando salieran? ¿Por qué han de estar sujetos al régimen y orden de las enfermerías en muchas cosas? ¿Por qué el convaleciente no ha de descansar por la mañana hasta la hora que señale el médico, en vez de ser despertado antes que salga el sol por los que abren las ventanas y hacen la policía más repugnante de las enfermerías, que no es necesaria en las salas de convalecientes? Podría escribirse un tomo de los males que resultan para todos de que los convalecientes estén confundidos con los enfermos: creemos que con los que hemos indicado se convencerá cualquiera de la conveniencia de una reforma que no necesita más que querer llevarla a cabo, y de la cual podrían resultar algunas economías, porque las salas de convalecientes exigen menos personal para la asistencia.

Cuéntese el número de enfermos y convalecientes, y en la proporción que resulten, señálense salas para unos y otros. Así que un enfermo esté en estado de pasar a convalecientes, reciba el pase del médico, y sin él no salga ninguno de la sala.

Sujétense los convalecientes al orden y régimen que establezca el facultativo, y no salgan de las salas sino los que él diga que pueden salir, a las horas que disponga; y entonces salgan a dar un paseo, custodiados por personas de respeto que no les permitan cometer excesos. La Diputación Provincial puede hacer esta importante reforma sin gastar un céntimo. Hay otra cosa que no puede hacer, bien al menos, y que debería ser obra de la caridad privada.

¿No sería posible establecer una sociedad Protectora de los convalecientes, que hiciese algo de lo mucho que material y moralmente puede hacerse por ellos? Si la caridad acudiera a auxiliarlos, saldrían del hospital mejores, en vez de salir peores, como ahora sucede. Repetimos lo que hemos dicho en otro lugar: «El enfermo y el convaleciente se hallan bien dispuestos para escuchar al que les recuerda sus deberes. La enfermedad espiritualiza al hombre; el dolor lo hace entrar en sí mismo; la proximidad de la muerte le hace comprender la nada de la vida.»

Si la Diputación Provincial estableciera salas de convalecencia, volveríamos a hablar de la sociedad que debería protegerlos; si no, es materialmente imposible que funcione, y no hay para qué tratar de ella.

El orden en el personal, tanto facultativo, como de asistentes y empleados, es más difícil de establecer: exige reformas, algunas de las cuales necesitan tiempo, y bastante tiempo; pero si se empezara a marchar por el buen camino, aunque se fuera despacio, se llegaría al término apetecido.

Empiécese por pensar si un director del hospital General de Madrid, donde hay tantos abusos que corregir, debe ser un hombre que cambie con la dinastía o el ministerio; que tenga mucho color político y ninguna idea de lo que debe ser un hospital; que no sepa nada de lo que para tal cargo se debe saber; que se ocupe poco de lo que allí debe absorber toda la atención; que no tenga firmeza de carácter, y que por todas estas razones carezca del prestigio que necesita para que cada uno cumpla con su deber. En teoría, nadie dirá que tales deben ser las circunstancias del jefe de un establecimiento tan necesitado de reformas; pero en la práctica, y con pocas excepciones, se ha respondido afirmativamente.

Es una verdadera desgracia que entre nosotros se tengan en poco ciertos cargos en los ramos de Beneficencia y Prisiones, que en otros países desempeñan las personas más consideradas. No obstante, nos parece que sería fácil modificar la opinión en este punto; y limitándonos por hoy al director del hospital General, tendría el prestigio necesario si se nombrase una persona respetable y respetada, de carácter firme, y a la cual se señalara un sueldo proporcionado a su categoría, mérito y trabajo. Esta persona creemos que debería ser un médico, por la misma razón que un militar manda una fortaleza, y además por otras. El director del hospital debe visitar mucho las salas de enfermos, lo cual es difícil entre nosotros no siendo médico. Debe ser el jefe legal y moralmente de todo el personal, incluso el facultativo, lo cual es muy difícil también si no es competente, y al mandar no sabe bien lo que manda. Creemos, pues, que el director del hospital debe ser médico, y séalo o no, que debe ser una persona respetable y respetada, de carácter firme, de categoría, con sueldo proporcionado a ella, y que no pueda ser separado sin formación de expediente. Debe tener más atribuciones que hoy tiene: por ejemplo, sin la facultad de suspender de empleo y sueldo a mozos y auxiliares subalternos, poco o nada temerán de él, y en el estado en que está el hospital, no se puede establecer algo que se parezca a orden sin recurrir al temor. Sin autoridad fuerte no es posible reformar grandes abusos.

Pero el temor solo no es elemento fecundo para nada bueno: dése la esperanza, dése la seguridad de que el que cumpla bien será mantenido en su puesto; pídanse informes antes de hacer los nombramientos; ténganse en cuenta los antecedentes, y que siquiera no estén al lado de los pobres enfermos, para auxiliarlos, personas que recuerda uno haber visto en la cárcel.

Tampoco puede tolerarse que los destinados a cuidar a los enfermos sean amortajadores. Sin tratar de investigar las causas, diremos que es un efecto de todos sabido que, manejando los muertos habitualmente, se endurece el corazón para con los vivos. Organícese el servicio de modo que las personas destinadas a la limpieza, en lo que tiene de más repugnante, sean las que amortajen, y que no toquen ni tengan nada que ver con los enfermos. Además de que, como hemos dicho, endurece manejar muertos habitualmente y por oficio, repugna a una pobre enferma recibir el alimento o la medicina de la misma mujer sucia y repugnantísima que acaba de ver con el pañuelo puesto del modo que indica que va a amortajar, y en la mano las tijeras para cortar el pelo a la difunta. «¡Pronto cortarás el mío!», dice con indefinible expresión de amargura una infeliz que no tiene esperanza de recobrar la salud. ¿Por qué ha de hacerse más triste la suerte del pobre enfermo con estas amarguras que tanto mortifican y podían evitarse con un poco de humanidad y de respeto al dolor?

Hermanas de la Caridad, enfermeras, obregones, practicantes, enfermeros, mozos, obedeciendo cada uno a distintas tendencias, teniendo diferentes ideas y móviles, sin jerarquía bien establecida, ni orden severo, ni disciplina inflexible, son elementos harto heterogéneos y discordes, y tenemos por imposible que con ellos sea el hospital lo que debe ser.

Se necesita una reforma radical en el personal de los que asisten a los enfermos. La Diputación Provincial no puede improvisarla, ni aun llevarla a cabo; pero con su influencia lograría tal vez que la iniciase el Gobierno, a cuya esfera pertenece. Vamos a citar textualmente lo dicho sobre este punto por el Sr. D. Miguel Blanco Herrero2, con cuya opinión en lo esencial estamos enteramente conformes, aprovechando esta ocasión para darle nuestro insignificante pero sincero pláceme por su excelente trabajo.

«Estos dependientes se hallan divididos en clases independientes entre sí, y aun hostiles, como son practicantes, enfermeros y mozos. Los primeros cuidan de asistir a la visita del médico, y de dar a los enfermos las medicinas que aquél receta, haciendo también las curas en las dolencias que las requieren; los segundos son los encargados del régimen dietético de los dolientes; y los terceros de la limpieza de los enfermos, de las salas y del establecimiento.

»Resulta de esto que el enfermero, no conociendo tan perfectamente como debiera los enfermos a los que se prescribe un alimento, suelen dárselo a otro, y que los mozos, zafios y bruscos como suelen serlo todos, manejan y tratan a los enfermos con la misma desenvoltura y falta del necesario cuidado, como si todos ellos fueran costales de paja, según la gráfica frase con que suelen expresarse ellos mismos.

»Respecto de los practicantes, el mal que proviene de su organización actual es mucho más grave. Elegidos entre los estudiantes que cursan medicina, cirugía y farmacia, sólo pueden prestar su servicio en el establecimiento por muy poco tiempo... Así es que cuando han empezado a servir de auxiliares más útiles al médico o farmacéutico, por la práctica que van adquiriendo, se ausentan y salen del hospital.

»Con esto resulta un movimiento tan continuo de entrada y salida de practicantes, y faltas tan continuas de asistencia, ya por razón de los estudios que tienen que cursar, ya por enfermedades y ya también por ocupaciones familiares, que para que el servicio de las salas se halle un poco ordenado, se ve el hospital en la necesidad de sostener doble o triple número de practicantes que los que hacen falta. Los enfermeros (obregones) no poseen metódicamente los conocimientos más rudimentales de la ciencia de curar, con lo que se ven expuestos los enfermos a que, por consecuencia de sustituciones repentinas o por distracciones involuntarias en el obregón más celoso y más inteligente, se cometan en ellos faltas de muy graves consecuencias, como suele suceder algo a menudo.

»De esto se deduce, como no puede menos, la urgencia de establecer el servicio de los hospitales bajo otras bases que sobre las que lo están ahora, no sólo en bien de los enfermos mismos, sino también para disminuir los inmensos gastos que un número tan crecido de dependientes trae consigo, no sólo por el importe de sus adehalas y salarios, sino también por cosas de otra clase y entidad, bien conocidas de todo el mundo

Lo que dice el Sr. Blanco, lejos de ser exagerado, no llega a expresar toda la verdad, aunque la deja suponer. Bien sabida es la imposibilidad (hasta ahora) de que estén siempre de guardia los practicantes de guardia, que como jóvenes y célibes quieren fiestas y tienen diversiones los días clásicos y devaneos todos los días. Sabida es la frecuencia con que los enfermeros dan una medicina por otra, matando en algunos casos, por desgracia no muy raros, a los enfermos. Los tribunales han entendido alguna vez en estos crímenes; pero es casi imposible que lleguen a su conocimiento: el que bebe una medicina para viso externo o toma un calmante en cantidad que le convierte en tósigo, no va después de muerto a acusar a su matador.

Cuando un desdichado sucumbe, se dice: «El número tantos ha muerto», se extiende la papeleta, poniendo al dorso la enfermedad que padecía y la media firma del médico. ¡La muerte del que muere en un hospital no parece que es cosa que merezca la firma entera del facultativo que de ella certifica! Por la poca importancia que se le da, se comprenderá la imposibilidad de que se averigüe si ha sido consecuencia de algún criminal descuido.

El Sr. Blanco propone (y nosotros estamos de acuerdo con todo lo esencial de su pensamiento) que en lugar de practicantes y obregones se cree una escuela de enfermeros, que no podrán serlo sin sufrir un examen en que acrediten los conocimientos necesarios.

Debería crearse una nueva carrera, la de enfermeros, y con el título de tales, y previa información de buena conducta, obtendrían las plazas de enfermeros en los hospitales: deberían estar bien retribuidos, tener ascensos, derechos pasivos en caso de inutilidad, categoría diferente por antigüedad y la necesaria para establecer orden; pero no por razón de conocimientos, porque a todos se exigirían tantos como necesita el que más debe tener. La experiencia dice que en la práctica se confunden, con mucho perjuicio de los enfermos, estas categorías. No debería haber más que dos, tan distantes una de otra, que no sería posible que se confundieran: enfermeros y mozos. Los últimos no deberían ni tocar siquiera a los enfermos, limitándose a la policía de las salas y a llevar y amortajar los muertos.

En Suiza, en los cantones en que no hay Hermanas de la Caridad, se han procurado suplir estableciendo una escuela de enfermeras, donde las alumnas estudian tres años: esta institución está dando los más satisfactorios resultados. Mejor sería que la caridad acudiese a todas las necesidades del dolor; pero ya que no siempre pueda conseguirse, procúrese al menos que los encargados de cuidar a los enfermos, en vez de ser gente soez, grosera e ignorante, sean personas educadas, con los conocimientos necesarios, que se aprecien a sí mismos y merezcan y tengan el aprecio de los demás; que vean en el hospital todo su porvenir, y sean de bastante edad para no caer en las ligerezas de la juventud. Al principio el cuerpo se compondría de jóvenes; pero al cabo de algunos años habría personas adultas, y más adelante de edad madura, como se necesita en muchos casos. La asistencia de los estudiantes en las salas de mujeres tiene inconvenientes tan graves, que no comprendemos cómo no se ha pensado en buscar remedio a un mal que con tanta urgencia lo reclama.

Recomendamos muy encarecidamente a la Diputación Provincial una reforma que no puede hacer por sí, pero en la que podría influir con su prestigio, y sólo con que la deje iniciada creemos que merecería y obtendría muchas bendiciones de los amantes de la humanidad.

Si la escuela de enfermeros se estableciese, debería serlo también de enfermeras. La experiencia dice que los institutos religiosos que tienen por objeto la asistencia de los enfermos, bastan a las necesidades; además, debe instruirse a las mujeres a fin de que sean auxiliares inteligentes, para que las personas de su sexo no necesiten los cuidados de practicantes y enfermeros, y para limitar en todos los casos, cuanto sea posible, la necesidad de emplear hombres en ocupaciones mucho más propias de la mujer.

La honestidad exige, como hemos dicho ya, que las salas de mujeres que están a cargo de los obregones se pongan al cuidado de las Hermanas de la Caridad, aumentando su número, tanto por este concepto como para devolverles el cuidado de la despensa, cocina y ropero. No insistimos sobre la conveniencia de esta medida, que la Diputación adoptará tan pronto como deseche prevenciones, y no interrogue más que a la razón y la experiencia.

La limpieza, como cosa tan importante en un hospital, debería empezar por exigirse en su persona a todos los empleados y dependientes. Se dice que hay ciertos oficios tan sucios de suyo, que no pueden estar limpios los que a ellos se dedican; responderemos que las Hermanas de la Caridad los desempeñan con sus tocas muy blancas y sin una mancha en su delantal. Se dice que nuestro pueblo es sucio; cierto, pero es muy educable; bien limpios están los galones blancos de la Guardia civil.

Con un buen director que hiciese cumplir un buen reglamento; con auxiliares elegidos entre las personas honradas, que tuvieran la seguridad de conservar sus puestos si cumplían bien y de ser arrojados de ellos si faltaban a su deber; con dejar la mayor intervención posible a las Hermanas de la Caridad, creemos que el cuidado de los enfermos y su alimentación, si no sería desde luego lo que debía ser, se mejoraría mucho. De esta mayor intervención de las Hermanas de la Caridad resultarían grandes economías, y también podrían hacerse mejorando la administración, para que fuese, si no perfecta, que no es posible con los elementos que hoy tiene, se acercara cuanto fuese dable con ellos a la perfección. Resumiremos lo que llevamos dicho acerca de las reformas del hospital General que pueden llevarse a cabo, haciendo economías en vez de exigir gastos, porque el aumento de sueldo del jefe del establecimiento sería cosa bien insignificante para las ventajas aun pecuniarias que produciría una buena dirección:

1.º Nombramiento de un director con las condiciones que debe tener, las atribuciones que necesita y la seguridad de no ser separado sino mediante formación de expediente.

2.º Nombramiento de auxiliares de todas clases, teniendo en cuenta la moralidad y aptitud, separándolos si faltaban a su deber, después de haberlo probado, y conservándolos si cumplían bien.

3.º Modificar y completar el Reglamento vigente.

4.º Establecer salas de convalecencia.

5.º Dar papeletas a los que visitan y pedirlas a la salida, para que no pudieran salir y entrar los enfermos confundidos con el público.

6.º Exigir la limpieza, primero en su persona a todo empleado en la casa, y después en la dependencia que tuviese a su cargo.

7.º Devolver a las Hermanas de la Caridad las dependencias que se les han quitado y el cuidado de todas las salas de mujeres, incluso la de presas.

8.º Tratar de establecer una escuela de enfermeros y enfermeras; cuando los que de ellas salieran entrasen en el hospital como auxiliares, se podrían hacer radicales reformas y realizar grandes economías.

Hemos dicho todo lo que a nuestro parecer podíamos y debíamos decir con respecto al hospital General. Lo hemos dicho sofocando todo movimiento apasionado, toda apelación a la sensibilidad y suprimiendo los párrafos en que hablaba nuestro corazón su natural lenguaje. El que hemos empleado no nos parece nuestro ni de ninguna persona que siente mucho cuando trata de los que mucho sufren. Esto lo hemos hecho por temor de que nuestra vehemencia perjudicase a nuestra justicia, habiendo visto más de una vez calificadas de exageraciones las verdades sentidas. Mas después de haber pasado con aparente calma esta larga revista de abusos, que significan desdichas, séanos permitido romper, para concluir, esta especie de mordaza, y decir cuánto nos ha costado tratar sin ayes asunto tan dolorido. Séanos permitido apelar al sentimiento y a los nobles impulsos; implorar compasión de las almas compasivas, cooperación de la prensa, e iniciativa generosa e ilustrada de la Diputación Provincial. Séanos permitido recordarle tantas y tantas torturas como aplican al pobre enfermo el descuido, la ignorancia, la dureza, el interés y la codicia feroz. Séale permitido a la mujer dejar correr el llanto largo tiempo contenido, y creer que las lágrimas son también un argumento cuando se trata de desdichados con hombres de corazón.

15 de Mayo de 1870.






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La ley y la beneficencia


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Artículo I

La ley tiene dondequiera grande influencia en la marcha de las sociedades, pero su acción es más enérgica en aquellos pueblos habituados a que la iniciativa descienda del poder, y en aquellas cuestiones en que el impulso individual rara vez opone bastante resistencia al movimiento que quiere imprimirle el que habla en nombre de la sociedad y tiene su fuerza.

Uno de esos pueblos es España, y una de esas cuestiones es la Beneficencia. Cuando el sistema que la rige es erróneo, los perjudicados más directamente son pobres, ignorantes, débiles, que sufren las consecuencias del error sin saber siquiera que existe; y los que saben o pueden aprender la verdad, tardan en sentirla con esa fuerza que se comunica, siendo además muy natural que, en una materia en que no hay o no se ve nada evidentemente obligatorio, un obstáculo cualquiera, hallado en el camino del bien que se intentaba hacer, paralice la actividad dejando tranquila la conciencia.

La ley de Beneficencia debe, pues, influir mucho entre nosotros, y su acción perjudicial o saludable ha de obrar con energía según favorezca o contraríe los impulsos de la caridad. Este convencimiento nos ha decidido a empezar, con la publicación de nuestro periódico, el examen de la legislación sobre Beneficencia. No entraremos en detalles, enojosos para el lector o inútiles para el esclarecimiento de la verdad. La cuestión quedará bien ventilada si acertamos a discutir razonadamente los principios, aun cuando no entremos en el pormenor de todas sus consecuencias. Si llegamos a convencernos de que el manantial está turbio en su origen, excusado será probar a cada paso que la corriente no es clara.

Vamos a copiar literalmente algunos artículos de la ley de 20 de Junio de 1849 y del Reglamento de 14 de Mayo de 1852 (una verdadera ley, si no en su origen, en sus efectos).

«Art. 2.º Los establecimientos públicos se clasificarán en generales, provinciales y municipales. El Gobierno procederá a esta clasificación, teniendo presentes la naturaleza de los servicios que presten y la procedencia de sus fondos, y oyendo previamente a las Juntas que se crean en la presente ley.

»Art. 3.º Son establecimientos provinciales, por su naturaleza, las casas de maternidad y de expósitos.» (Ley de 20 de Junio de 1849.)

«Art. 2.º Son establecimientos generales de Beneficencia todos aquellos que exclusivamente se hallen destinados a satisfacer necesidades permanentes, o que reclamen una atención especial.

»A esta clase pertenecen los establecimientos de locos, sordo-mudos, ciegos, impedidos y decrépitos.

»Art. 3.º Son establecimientos provinciales de Beneficencia todos aquellos que tienen por objeto el alivio de la humanidad doliente en enfermedades comunes; la admisión de menesterosos incapaces de un trabajo personal que sea suficiente para proveer a su subsistencia; el amparo y educación, hasta el punto en que puedan vivir por sí propios, de los que carecen de la protección de su familia.

»A esta clase pertenecen los hospitales de enfermos, las casas de misericordia y expósitos, las de huérfanos y desamparados.

»Art. 4.º Son establecimientos municipales de Beneficencia los destinados a socorrer enfermedades accidentales, a conducir a los establecimientos generales o provinciales a los pobres de sus respectivas pertenencias, y a proporcionar a los menesterosos, en el hogar doméstico, los alivios que reclamen sus dolencias o una pobreza inculpable.

»A esta clase pertenecen las casas de refugio y hospitalidad pasajera, y la Beneficencia domiciliaria.

»Art. 5.º El Gobierno, oída la Junta general de Beneficencia, señalará los puntos donde hayan de situarse los establecimientos generales.

»Su número será por ahora en todo el reino de 6 casas de dementes, 2 de ciegos, 2 de sordo-mudos, y 18 de decrépitos, imposibilitados e impedidos.

»Art. 6.º En cada capital de provincias se procurará que haya por lo menos un hospital de enfermos, una casa de misericordia, otra de huérfanos y desamparados, y otra de maternidad y expósitos.

»Se procurará que haya asimismo en cada provincia un hospital de enfermos, que se denominará de distrito, etc.» (Reglamento general de 14 de Mayo de 1852 para la ejecución de la ley de Beneficencia.)

Ya en otra ocasión hemos hecho notar que cuando el tono de la ley debe ser imperativo, la de Beneficencia dice: se procurará. El resultado, como no podía menos de suceder, es que no se han procurado en muchas provincias casas de maternidad, ni aun hospitales; en cuanto, a los de distrito, no han pasado de consejo desoído por punto general, y con otras disposiciones ha sucedido lo propio. Las que se han realizado ha sido obedeciendo a la clasificación absurda y a la centralización consignadas en la ley. Nos haremos cargo primeramente de la clasificación.

Según la ley (que para esto no ha sido letra muerta), hay establecimientos de Beneficencia generales, provinciales y municipales. «Son generales, dice, los que están destinados a satisfacer necesidades permanentes, o que reclamen una atención especial.» A esta clase pertenecen los dementes, sordo-mudos, ciegos, impedidos y decrépitos. ¿Qué, se habrá querido decir con necesidades permanentes o que reclamen una atención especial? El niño recién nacido, que nada puede hacer por sí mismo, que en sus primeros años hay que cuidar con tanto esmero, y que es preciso educar después, ¿no exige una atención tan especial, mucho más especial que el decrépito? «Los menesterosos incapaces de un trabajo personal que sea suficiente para proveer a su subsistencia», y que, según el Reglamento, han de acogerse a un establecimiento provincial, ¿no tienen una necesidad tan permanente, mucho más permanente que el sordo-mudo, que, una vez educado, sabe un oficio con el que puede proveer a su subsistencia? Y aun suponiendo que estuvieran bien determinadas las necesidades permanentes, las que exigen una atención especial, y las que no tengan estas circunstancias, ¿qué motivo razonable hay para que unas se paguen de fondos generales, y de los provinciales y municipales otras? ¿El Estado posee, para atender a las necesidades permanentes, otros recursos que los que saca de los contribuyentes que forman la provincia y el municipio? ¿Tiene algún don especial para aliviar esos males, cuya índole exige un especial cuidado? En todo, pero muy particularmente en Beneficencia, conviene tener presente la gran máxima: El Estado no debe hacer nada de lo que los individuos o las corporaciones puedan, hacer tan bien o mejor que él. Si no la hubiera olvidado, no habría establecido la clasificación arbitraria de que estamos hablando, y la centralización fatal de que vamos a tratar.

La centralización en el ramo de Beneficencia es perjudicialísima por muchas razones: he aquí las cuatro principales:

1.ª Priva de socorro a miles de desdichados, que después de haber contribuido al sostenimiento de los asilos benéficos, se hallan en la imposibilidad de acogerse e ellos.

2.ª Hace que los socorridos reciban el socorro en malas condiciones, hasta el punto de ser a veces inútil.

3.ª Contribuye a aumentar en las grandes poblaciones el número de los que hallan dificultad para proveer o sus medios de subsistencia, y facilidad para ceder a la mala tentación.

4.ª Debilita el sentimiento de la caridad.

La ley de Beneficencia, como todas las que tienen por punto de partida el error, tiene por término la injusticia. Víctima de ella son el enfermo y el desvalido que han pagado contribución para sostener los establecimientos benéficos del Estado y de la provincia, y sufre y muere sin auxilio, en su villa apartada o en su pobre aldea. Mientras pudo trabajar, contribuyó para la Beneficencia oficial; cuando cae enfermo, es materialmente imposible que vaya a los asilos que ofrece, distantes muchas leguas, o cerrados para él por falta de local o por otras razones: padece sin auxilio, o muere tal vez en el mayor abandono. Mal, muy mal están los enfermos pobres en la mayor parte de las grandes poblaciones, pero en las villas y aldeas son aún mucho más dignos de lástima. Hay allí casos de abandono cruel; escenas desgarradoras que pocos saben, que nadie denuncia; torturas cuyo secreto lleva al sepulcro la pobre víctima, abandonada.

En las grandes poblaciones están los órganos de la opinión, viven los que hablan, los que vocean, los que se quejan. Si algo se dice acerca del mal estado de la Beneficencia, se cita el Hospital de Madrid, el Hospicio de Valladolid o la Inclusa de Granada; si los establecimientos benéficos de las grandes poblaciones no dan lugar a grandes quejas, se afirma que la Beneficencia está bien. Y aun entonces, cuando las cosas van mejor, la inmensa mayoría de los desvalidos sufre y muere sin recibir auxilio alguno de la Beneficencia oficial, y ¡ay de ellos si la caridad no los ampara! ¿Es esto justo? ¿Es benéfico? Que los habitantes de las ciudades tengan ellos solos teatros y diversiones, sea en buen hora; pero que ellos solos hallen amparo en la enfermedad y en la miseria, no puede tolerarse: la caridad y la justicia, como el sol, deben salir para todos.

La Beneficencia centralizada no ampara al desvalido en la mayor parte de los casos, y en muchos le socorre tarde y mal.

Cuando se cree que el enfermo puede ser trasladado al hospital, que dista una o muchas jornadas, es bien doloroso «ver a un hombre sobre un pollino, con la cabeza sobre el cuello del animal, con los brazos sirviéndolo de almohada, con las piernas colgando, y siguiendo los movimientos que la marcha de la bestia les imprime, como si pendiesen de alambres; un hombre cuya respiración es un quejido, y que pide con voz débil agua a su conductor, que se la da de la que halla más a mano». No hay para qué insistir mucho sobre el peligro de que la enfermedad se haga mortal cuando el enfermo recorre este doloroso vía crucis, ni sobre la seguridad de que se agrave. Los médicos de los grandes hospitales se quejan, y con razón, de que muchos enfermos entran en un estado desesperado. ¿Cómo han de llegar los que van de lejos?

De la excesiva aglomeración de enfermos resultan las malas condiciones higiénicas, y la mala asistencia. El aire se vicia; los asistentes se descuidan y se endurecen; el médico no se fija bastante en esos enfermos, que no son ni pueden ser más que números. Hay muchas enfermedades, muchísimas, cuyo diagnóstico no es una cosa clara, sencilla, y que, por lo tanto, exigen mucha reflexión de parte del médico. ¿Cómo ha de reflexionar sobre ciertos casos dudosos el facultativo que, más bien que visita, pasa revista de enfermos? Los grandes hospitales, se dice, proporcionan una grande economía: es dudoso, pero aunque fuera cierto, no nos parece que en esta cuestión sea la economía lo único, ni lo primero que debe mirarse, porque si sólo o principalmente de gastar poco se tratase, lo más barato sería dejar morir al enfermo sin auxilio alguno.

Pero no creemos tampoco que sea verdadera la economía de los grandes hospitales, donde es muy difícil que los enfermos estén bien asistidos. La estancia de cada uno podrá resultar más barata, pero habrá más estancias, porque el enfermo mal cuidado tarda más en curarse, y habrá más recaídas, porque el enfermo mal curado no tarda en volver al hospital. Además, la acción individual, la caridad, tan ingeniosa para proporcionar recursos, es casi imposible que preste un auxilio eficaz, ni aun que entre en esas grandes aglomeraciones; de esto hablaremos más adelante.

Si la centralización de los desvalidos es fatal para los enfermos, lo es todavía mucho más para los expósitos. El enfermo aún puede tener la buena fortuna de hallar un alma caritativa que le socorra en su casa; pero el expósito debe ir necesariamente a la capital de provincia, o cuando menos a algún pueblo de importancia, donde a veces, no siempre, hay torno.

«Expuesto el inocente a las altas horas de la noche, y con escaso abrigo, su llanto revela al amanecer una gran desgracia y un gran crimen. Pasa un hombre que tal vez va de prisa, y sigue su camino; pasa otro desalmado, y hace lo mismo. Un tercero, acaso por no excitar sospechas de tener alguna parte en la culpable acción, no se para tampoco. Por fin llega un hombre compasivo, o llega una mujer, y se da parte al alcalde. El alcalde tal vez vive a una o dos leguas de allí, tal vez no está en casa, o está ocupado, y se pasa un día sin que el inocente abandonado reciba auxilio eficaz. Al siguiente se busca un hombre que se encargue de conducirle a la capital de provincia, que dista una, dos o tres jornadas, y ni se repara si llueve o nieva. El hombre a quien se confía este encargo es el primero que se presenta, por lo común el que le desempeña mediante una retribución menor. Este hombre anda o se para donde le parece más cómodo, busca o no busca, halla o no halla quien dé de mamar a la infeliz criatura confiada a su cuidado. Si sucumbe, cumple con presentarla muerta a la autoridad local.»

Todavía recordamos la relación que nos hizo, hace muchos años, una persona muy ilustrada y de buenos sentimientos3, que si no recordamos mal era secretario de Gobierno de la provincia de Zamora, cuando vio en un pueblo de ella a un hombre que conducía en un burro varios expósitos. Al llegar al punto donde se proponía comer o pernoctar, los sacaba, y con la más horrible indiferencia miraba si estaban vivos o muertos, para apartar los últimos como si fueran una mercancía averiada. No se podía ver sin espanto, añadía la respetable persona a que nos referimos, la frialdad cruel con que sacaba aquellos inocentes, los examinaba, y discurría acerca de si tenían o no probabilidades de vivir.

Estos horrores son consecuencia de la centralización. Se lleva al expósito a la capital de la manera que queda dicho, o de otra; pero siempre mal, y muchas veces con riesgo de su vida. Allí espera en el torno en brazos de una mujer mercenaria, rara vez con buenas condiciones para nodriza, y que lacta dos o tres niños; allí espera, decimos, a que venga a buscarle alguna mujer del campo. Esto, que suele ser la salvación del pobre niño, se dificulta con la distancia, por el mucho perjuicio que se sigue a las nodrizas, no sólo con los gastos que hacen y tiempo que pierden al recoger al expósito, sino al cobrar todos los meses en la capital el importe de la lactancia.

Durante las faenas del campo, y cuando las labradoras tienen perentorias ocupaciones, que no les permiten alejarse de sus casas, los tornos están atestados de niños, de los cuales sucumben muchos por falta de amas, es decir, que se mueren de hambre.

Es evidente que la centralización cuesta a muchos expósitos la salud, quedando por falta de alimento, en los primeros meses, endebles para toda la vida, y que la pierden los menos fuertes. Todo esto por un mal sistema administrativo. Tan cierto es, como decíamos, que teniendo el error por punto de partida, se llega fácilmente a la injusticia, a la crueldad, a todos los males.

Lejos está de nuestro ánimo el pensamiento de acusar a nadie: creemos que la ley que examinamos se hizo con la mejor intención y deseo de acierto; pero creemos también que no se meditó bastante el asunto, porque habiéndolo reflexionado detenidamente, se hubiera echado de ver que la centralización ofrece, en beneficencia, inconvenientes que no puede tener en ningún otro ramo.

Hemos procurado demostrar brevemente dos de los más principales, a saber:

1.º La centralización priva de socorro a miles de desdichados, que después de haber contribuido, al sostenimiento de los asilos benéficos, se hallan en la imposibilidad de acogerse a ellos.

2.º Hace que los socorridos reciban el socorro en malas condiciones, hasta el punto de ser o veces inútil.

Trataremos de probar las otras dos proposiciones en el próximo número, porque de hacerlo en este artículo, sería demasiado largo.




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Artículo II

Hemos dicho en nuestro artículo anterior que la centralización en el ramo de Beneficencia era perjudicial por muchas razones, y, señalando cuatro principales, procuramos poner de manifiesto dos. Trataremos hoy de las restantes, a saber:

3.ª La centralización contribuye o aumentar en las grandes poblaciones el número de los que hallan dificultad para proveer a su subsistencia, y facilidad para ceder a la mala tentación.

4.ª Debilita el sentimiento de la caridad.

No creemos que por regla general influya para determinar a los pobres a trasladarse a las ciudades la seguridad de hallar en ellas hospital cuando están enfermos, hospicio para los hijos que no puedan mantener, inclusa para los que quieran abandonar; pero de los establecimientos benéficos, que no existen más que en las poblaciones de importancia, salen todos los años desamparados y expósitos de ambos sexos, que con otro sistema quedarían en las aldeas y en las villas. ¿Cuáles son sus circunstancias? ¿Cuáles sus aspiraciones?

Sus circunstancias son bien tristes. Carecen de familia, de economías, y si tienen un oficio, cosa que no sucede siempre, es raro que sean hábiles en él. Su moralidad suele dejar mucho que desear; y aunque haya numerosas y honrosísimas excepciones, es lo cierto que la acumulación vicia la atmósfera moral como la física, y que, por regla general, los jóvenes y los niños de las casas de beneficencia reciben peor educación que si pertenecieran a una familia honrada, o la hubieran hallado por la adopción o por el afecto. Aquel pasar los primeros años de la vida sin cariño, sin cuidados asiduos, sin personalidad puede decirse, porque apenas la tiene ese pobre niño cuya edad sólo se sabe consultando un libro; que lleva un apellido como otros mil, un nombre que no se recuerda, y una vida que a nadie interesa; aquel verse perdido entre una multitud desvalida, sin ser querido de nadie ni tener a quien querer, ¿cómo ha de preparar el ánimo para los afectos benévolos y los sentimientos elevados? Se extraña que los desamparados y los expósitos sean en algunas ocasiones malos: lo admirable, lo que hay que agradecerles muchísimo es que sean buenos cuando lo son. Las circunstancias en que vienen al mundo, y en que pasan los primeros años de su vida, de tal modo tienden a sofocar sus buenos sentimientos por falta de ejercicio, de tal manera excitan sus malos instintos, que si estuviera en nuestra mano modificar la ley penal, en cualquier delito sería circunstancia atenuante la de ser desamparado o expósito.

Con tales elementos salen al mundo. Las tentaciones y peligros de la juventud son más fuertes para ellos, y van a aumentar todos los años esa población de suerte precaria, de principios poco fijos, de moralidad vacilante, que expuesta a todos los azares y provocada con frecuencia por la miseria, está en gran peligro de figurar en los ignominiosos registros del vicio y del crimen, o de responder a un grito cualquiera lanzado por la rebelión.

Así, pues, cuando debía evitarse con grande empeño cuanto pudiera favorecer la desdichada tendencia de la población a concentrarse en las ciudades, la ley la favorece, puede decirse que la manda en este caso, porque es inevitable que en ellas quiera quedarse y se quede el expósito o el desamparado que sale del establecimiento benéfico. Por regla general, el que se ha acostumbrado a vivir en una capital, aunque se vea en la pobreza y en la miseria, se considera infeliz y como rebajado yéndose a una villa o a una aldea. Su aspiración, absurda y perjudicial, pero constante, es a vivir en la ciudad donde se crió.

Réstanos ver cómo la centralización debilita el sentimiento de la caridad.

Es un hecho eterno que una desgracia nos afecta más si sucede en nuestra casa que si sucede en nuestra calle; más en nuestra calle que en otra distante; más en la población que habitamos que fuera de ella; más en la patria que en el extranjero. La compasión puede decirse que disminuye a medida que aumenta la distancia del objeto que la inspira. Sin más que hacerse cargo de las consecuencias de este hecho claro, evidente y de todos conocido, queda condenada la centralización en el ramo de Beneficencia.

El contribuyente paga la cuota que le corresponde para sostener el establecimiento benéfico general o provincial. Vivo de él a muchas leguas; ningún medio tiene de averiguar si está bien o mal montado; supone que estará mal, como cosa del Gobierno, o no supone nada. Las cuestiones de Beneficencia no le incumben; ni su padre se ocupaba de ellas, ni él las trata con sus hijos. Si alguna vez advierte a su mujer que da limosna con poco discernimiento; si al ver en un periódico que en tal Inclusa se deben tantos meses a las nodrizas, y no pasa adelante, y dice «todo está así», se ha tomado el máximo interés que puede prestar a este asunto. Así, de padres a hijos se forma el hábito de no ocuparse para nada de amparar a los desvalidos ni de consolar a los tristes.

Las personas que de este modo se conducen, ¿son malas? Seguramente que no, pero no están educadas. ¿Cómo que no están educadas, se dirá, si son médicos, abogados, ingenieros, o al menos han estudiado filosofía? Tendrán educada su inteligencia, pero no sus sentimientos; porque la educación es el ejercicio bien dirigido de las facultades. Por ventura, ¿nuestro ser moral e intelectual obedece a distintas leyes? Si hemos de hacer bien una cosa, sea la que fuere, ¿no necesitamos ejercitar la disposición que tenemos para hacerla? Para ser bueno es necesario acostumbrarse a poner por obra los impulsos buenos; si no, cada día van debilitándose, hasta quedar aletargados en un sueño muy parecido a la muerte.

La ley, pues, no debe alejar a los desdichados de los compasivos; y todo hombre lo es más o menos, dejando aparte algunas monstruosas excepciones. La ley no debe concentrar el infortunio, sino por el contrario, procurar que, diseminado, esté todo lo más cerca posible de los que pueden aliviarle; o lo que es lo mismo, la Beneficencia no debe ser general ni provincial, sino municipal. En las ciudades populosas es preciso localizarla más todavía, haciéndola de distrito, de barrio si es posible. Esto no es consecuencia de esta o la otra teoría, no depende de este o de aquel sistema; se funda en el conocimiento del corazón humano, cuyas vibraciones, como las de los sonidos, disminuyen en intensidad lo que aumentan en amplitud.

-Yo sé lo que pasa en el hospital del pueblo pequeño donde vivo, o en el de mi barrio, si estoy en una gran ciudad. Ha ido a él Pedro, mi vecino, un buen hombre que me da lástima; desearía que estuviera bien asistido. Dicen que hay falta de ropas, y siendo tan pocas las camas, es descuido. Vienen a pedirme una sábana, aunque sea vieja, voy a sacarla; pero no dar más que un trapo roto... ¡qué mezquindad! Allá van un par de sábanas nuevas, y esa manta un poco apolillada, pero que aún abriga. ¿Se recogerán muchas, o serán las mías solas? pregunto. Sé que el hospital no carece de ropas ya. Vamos, pienso para mí, la gente es caritativa; y esto me anima a serlo yo más. Sale Pedro del hospital; le pregunto qué tal le ha ido. -Las camas bien, me responde, gracias a la gran caridad de los vecinos. Muchas bendiciones les he echado cuando he visto entrar como llovida del cielo la ropa que nos hacía tanta falta. Era mucha la suciedad y mucho el frío. Cuando nos hemos visto limpios y calientes, nos pareció que estábamos curados. -¿Y lo demás del servicio? -Eso no está bien; tanques de hoja de lata abollados y rotos; tazas de barro y jarras desportilladas, difíciles de limpiar. Pero no todo se ha de hacer en un día. -Es verdad, digo entre mí; pero quien ha hecho lo más, puede hacer lo menos, y poco podrá costar un ajuar decente. Hablo de esto un día con un amigo muy activo y de buen corazón; me anima; hallamos quien nos ayude, y por una friolera tiene el hospital vajilla decente y limpia. Un día me instan para que vaya a verla; accedo, y siento una especie de contentamiento al ver todo aquel bien en que yo tengo una parte. Desde entonces me intereso por el establecimiento, y siento una especie de orgullo en que esté tan bien como el mejor.

Esto se piensa, se dice y se hace cuando el asilo benéfico está cerca y no es grande; pero no si está lejos o se encuentran en él los enfermos por muchos centenares, no se toma fácilmente interés ni cariño por lo que no se ve, ni se hace un pequeño esfuerzo individual, que será perdido en tal inmensidad de necesidades, de abusos y de dolores. La prudencia se desalienta, y el egoísmo da por imposible una empresa tan difícil.

Además, en aquella acumulación falta limpieza y aire puro; sobran emanaciones pestilentes que dan asco, que dan miedo, y el temor de contraer una enfermedad retrae de ir a ver los enfermos. Por el contrario, si hay limpieza, no es gran de el número de camas ni se percibe mal olor, es más fácil vencer la repugnancia que suele sentirse a entrar a estas mansiones del sufrimiento, y cuando las necesidades son más limitadas, no se desespera de poder cubrirlas. Si faltan las sábanas por docenas, la caridad se anima y trata de proporcionarlas; pero si se han de buscar por cientos o por miles, se desalienta.

De todos los inconvenientes de la centralización en el ramo de Beneficencia, éste nos parece el más grave, porque seca, por decirlo así, las fuentes del consuelo. Quiera Dios llevar este convencimiento al ánimo de los que han de hacer la ley y de los que han de cumplirla. Quiera Dios apresurar el día en que desaparezca un error desdichado, causa de tantos dolores. Bastantes hay inevitables; no los aumentemos en mal hora con los que se hacen por equivocación; y cuando se trate de afligidos, tengamos para aliviarlos, no espíritu de sistema, sino espíritu de caridad.

En otro artículo procuraremos establecer bases razonables de clasificación.




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Artículo III

¿Cómo han de clasificarse los establecimientos benéficos? ¿Qué parte ha de tener la Administración en la Beneficencia?

Para contestará estas preguntas, recordemos:

1.º Que el dolor debe estar lo más cerca posible del que puede consolarle.

2.º Que la compasión disminuye con la distancia del objeto que la inspira.

3.º Que la indiferencia no es, en la mayor parte de los casos, más que la falta de hábito de compadecer.

4.º Que cuando se aglomeran los desvalidos, y con ellos las dificultades para auxiliarlos, la caridad se desalienta.

5.º Que el Gobierno no debe hacer nada de lo que los individuos o las corporaciones puedan hacer tan bien o mejor que él.

Una vez convencidos de estas verdades, no vacilaremos en afirmar que la Beneficencia debe ser municipal, por cumplir así mejor con las condiciones que acabamos de enumerar. De las cuatro primeras hemos tratado ya con bastante extensión: añadiremos algunas palabras a las que ya dijimos sobre la 5.ª.

Lejos de que el Gobierno tenga otros recursos que los que saca de los particulares, ni posea ningún medio propio suyo para curar a los enfermos y cuidar a los expósitos, la aglomeración dificulta la buena asistencia: la necesidad de recurrir a manos mercenarias es otro inconveniente todavía mayor; y más grave aún el alejamiento de la caridad, por las razones que hemos dicho. Los que han de amparar al desvalido y consolar al triste son empleados, y el dolor es un expediente que se despacha con indiferencia, es decir, que se despacha mal. Todo lo más que puede exigir el Gobierno es el cumplimiento material de la obligación, y muy bien se pueda llenar este deber mecánico y faltar a los de humanidad.

Entre nosotros, y dadas todas las circunstancias en que hemos vivido, vivimos y habremos de vivir por mucho tiempo, no suele cumplirse la obligación ni aun materialmente; la mayor parte de los delegados del Gobierno, porque no tienen tiempo, porque no tienen costumbre o por cualquier otro motivo, no se ocupan de los establecimientos de beneficencia todo lo que sería necesario, ni aun siquiera para que haya orden material. ¿Se quiere una prueba entre mil? Muchos, tal vez la mayor parte, están sin reglamento, de modo que nadie sabe a punto fijo cuál es su obligación; a ningún empleado se le puede exigir severa responsabilidad; y el orden no tiene ni este indispensable elemento material. Hemos dicho en otro lugar, y ahora repetimos, que un reglamento no es más que el esqueleto de la caridad; pero no suele haber ni aun ese esqueleto.

Y no entramos en el largo capítulo de fraudes, tan fáciles de hacer, como difíciles de probar, cuando el ojo perspicaz de la caridad no está cerca para hacerlos imposibles.

No en todos los países la acción del Gobierno lleva en pos de sí todos estos males, ni los lleva en tan alto grado; pero escribimos para España: entre nosotros, el Gobierno, no sólo hace muy mal la caridad, sino que aleja y entibia a los que podrían hacerla bien.

Lo que se dice de la Beneficencia general es aplicable a la provincial: siempre alejamiento entre el desvalido y el que ha de compadecerle; siempre aglomeración, y autoridades y empleados en lugar de personas benévolas y de caridad.

La Beneficencia, pues, debe ser municipal, y en las ciudades populosas, de distrito, y si es posible de barrio.

¿No hay ningún caso en que deba ser provincial o general? General no; provincial o regional sí, cuando los desvalidos no puedan socorrerse a domicilio, su número sea muy corto, y su asistencia exija cuidados que no puedan darse individualmente sin grandes dispendios que la hacen imposible.

La Beneficencia no puede ser municipal, por ejemplo, cuando se trata de dementes, porque hay municipios en que no habrá ninguno, y otros en que su número será muy corto. Sería muy caro el que se dedicase una casa con las condiciones debidas, y un facultativo, y enfermeros para cuidar a pocos enfermos de esta clase, tal vez a uno solo. Los Ayuntamientos deben reunir sus dementes y formar un establecimiento provincial. Si por fortuna fuesen pocos los de una provincia, pueden reunirse varias para montar un manicomio conforme a los adelantos de la ciencia y a lo que la humanidad exige.

Queden en el Municipio los enfermos que necesitan pronto auxilio, cuyo número será siempre bastante para establecer una enfermería, cuya asistencia no exige allí sacrificios desproporcionados a los que habrían de hacerse en el hospital de provincia, y que estarán mejor asistidos cuantos menos sean.

Quédense los expósitos, que estarán mejor cuanto estén menos aglomerados, y que por estarlo no gastan más, como no se tenga en cuenta la horrible economía producida por la muerte.

Quédense los desamparados, si hay una familia honrada que los acoja y eduque sin que el Municipio haga sacrificios superiores a sus fuerzas.

Quédense los incurables, si pueden ser socorridos a domicilio; y hasta los decrépitos que su pobre familia u otra consienta en cuidar por una módica retribución.

Nos parece que en lugar de una clasificación caprichosa se puede hacer una razonable, diciendo: Los establecimientos de Beneficencia son, por regla general, municipales; serán provinciales cuando por el corto número de desvalidos sea necesario reunir los de una o más provincias para formar un establecimiento en buenas condiciones. Hemos puesto por ejemplo los dementes, y podrían añadirse los incurables, los decrépitos, si no se pueden socorrer a domicilio, y los desamparados, si no hay una familia honrada que los recoja y eduque.

Supuesta ya la clasificación, ¿cuáles deben ser las atribuciones del Gobierno en los establecimientos de Beneficencia? En nuestro concepto, deben limitarse a la inspección sobre los puntos siguientes:

1.º Si el establecimiento está conforme a lo que la moral exige. Separación de sexos, buena educación, etc. Los inspectores de escuelas deben visitar las de los asilos benéficos.

2.º Si el edificio tiene condiciones materiales para el objeto; y obligar a la corporación, en caso de que así no sea, a que lo modifique conforme a los preceptos de la higiene, y que no se infrinjan tampoco por falta de asco, trabajos excesivos, etc.

3.º Qué clase de castigos se emplean, proscribiendo los brutales y degradantes.

4.º Si las cuentas están en regla, y en caso de que así no sea, exigir la responsabilidad a quien haya lugar.

5.º Exigir que todo establecimiento benéfico tenga su reglamento.

También convendría establecer en principio general que los médicos obtuviesen sus plazas por oposición, siempre que el sueldo pasara de 4.000 reales, y que hubiese Hermanas de la Caridad siempre que el hospital contara un número determinado de camas, de acogidos el hospicio y de expósitos el torno.

Al que juzgue que dejamos demasiadas atribuciones al Gobierno, le responderemos que en las reformas sociales no se pueden dar grandes saltos sin caer en grandes males; de una grande centralización no se puede pasar a una descentralización absoluta.

En el ramo de presidios la centralización es indispensable, porque lo es la uniformidad y la igualdad más absoluta. La justicia exige que todo sentenciado a la misma pena la cumpla del mismo modo, y que la casualidad de haber delinquido en este o en el otro paraje, no sea un beneficio o un perjuicio grave para el delincuente. Por esta razón, y por otras muchísimas, las prisiones deben estar exclusivamente a cargo del Gobierno; pero debe comprenderse la diferencia esencial que existe entre los establecimientos penales y los de beneficencia. En éstos, la uniformidad no es necesaria. Lo más indispensable deben tenerlo todos; pero la caridad puede añadir cuanto su celo le dicte, y extender sus beneficios al mayor número de favorecidos, según sus medios. El sentenciado debe cumplir su condena lo mismo en Cádiz que en la Coruña; el enfermo puede estar mejor allí donde sea más la caridad. Las ventajas que goza un enfermo en el punto donde está más favorecido, pueden citarse como ejemplo que se debe imitar en todas partes, y sería una injusticia irritante si se tratase de un sentenciado. Hacemos estas indicaciones para probar que no obedecemos a un espíritu de sistema, ni queremos la descentralización en todo, y que si la pedimos para el ramo de Beneficencia, es por razones que nos parecen incontestables.

¿Y bastará que la ley suprima todos los establecimientos generales de Beneficencia, la mayor parte de los provinciales, y que deje al arbitrio de los Ayuntamientos el establecer los municipales, limitándose a la inspección que sobre ellos debe ejercer? Aunque habrá muchos Municipios cuyo celo no necesitará de excitación alguna, no puede confiarse que suceda lo mismo en todos; es necesario que la ley provea el caso de que las municipalidades no secunden eficazmente la descentralización de la Beneficencia. No hay que extrañar que así suceda, ni derecho para acusar por ello a nadie.

Sin investigar cuál sea la causa ni de quién fue la culpa, es el hecho que en España la acción individual, salvas excepciones que, aunque numerosas, no llegan a destruir la regla, es débil, como que ha estado poco ejercitada, y rodeada de trabas y obstáculos. El individuo no ha tenido iniciativa, y se ha acostumbrado a que el Gobierno lo haga todo, acusándole de cuanto mal sucede, y esperando de él el bien que desea. El individuo, en vez de tener alta idea de su fuerza, está persuadido de su impotencia, y la inacción la parece prudente; más aún, necesaria. La asociación, esa poderosísima palanca, esa gran redentora de muchos cautiverios; la asociación, que da al derecho y a la buena voluntad de cada uno la fuerza de todos; la asociación, que ofrece tantos bienes para el presente y tantas esperanzas para el porvenir, puede todavía poco entre nosotros. Para las especulaciones se ha desacreditado, y este descrédito ha tenido una triste influencia sobre la opinión.

Débil la iniciativa del individuo, poco generalizada y poco acreditada la asociación, ¿Como es posible que el Municipio y la caridad privada se levanten con energía a la voz de la nueva ley? ¿Cómo es posible que pasen de la inacción a la actividad, de no ser casi nada a serlo todo? Para una noble acción en que basta un momento de entusiasmo, no se necesita más que tocar un noble resorte. Un ¡ay! lastimero, un cuadro desgarrador, una voz conmovida, impulsan a un individuo o a una multitud, que se olvida por una hora del trabajo o del riesgo, y no piensa más que en el consuelo que puede dar a la gran desdicha que la conmueve. Mas para las buenas obras que se llevan a cabo en la obscuridad y el silencio; que exigen constancia, y no ofrecen resultados instantáneos o brillantes, para éstas se necesitan prácticas de virtud y hábitos de hacer bien, que no se improvisan. Estas prácticas y estos hábitos, en lo que a la Beneficencia se refiere, no los tenemos por regla general; y la ley no debe confiar al instinto, que es el impulso de un momento, la misión que necesita la perseverancia de los sentimientos elevados, que ennoblece el deber y la razón fortifica.

Los pueblos no pueden ¡ojalá pudieran! prescindir de su historia. La nuestra explica por qué en España es débil la iniciativa del individuo: trabajemos para fortificarla, pero no supongamos que es poderosa. En el papel se borra en un día la constitución de un pueblo, y se escribe otra nueva y muy distinta; en la sociedad se modifican lentamente los hábitos, las costumbres, las ideas; y la ley que parte de este cambio cuando todavía no existe, es una mentira o una triste verdad.

En otro artículo procuraremos formular bases para una nueva ley de Beneficencia, que debe ser de transición, como la época en que vivimos.








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Una comparsa de Carnaval



I

   Trajes de varios colores
y de mil formas distintas,
sucios aquí, allá decentes,
y otros donde el lujo brilla.
Faralares, oropeles,
aceros y pedrerías,
encajes y guirindolas,
azabaches, flecos, cintas.
Caprichos, extravagancias,
misterios, alegorías,
inocentes desahogos,
intencionadas malicias,
chistes, burlas y sandeces,
imprudencias, osadías,
secretos, revelaciones,
y verdades y mentiras.
Gentes de épocas diversas
y de naciones distintas
que van y vienen, y corren,
se agrupan, se arremolinan,
se rodean, y se aprietan,
y se empujan, y se pisan.
Que dan gritos, que alborotan,
que aturden, vocean, chillan,
tanto que decirse puede,
viéndolos de aquella guisa,
que los citó la locura
y acudieron a la cita.
No hay castañuelas ociosas,
flauta que quede escondida,
violín que no se rasque,
sin arañar guitarrilla.
Todo disfraz, aun mugriento,
se busca y se solicita,
todo coche sale a plaza,
todo jamelgo se alquila.
Corren plazas y paseos
alegres estudiantinas,
que gorro o bandeja en mano
detienen al que transita.
Tal vez quien negó limosna
a la infeliz desvalida,
arroja allí una moneda,
contribuyendo a una orgía.
Después de lo relatado,
aun el más torpe adivina
que estamos en Carnaval,
y en la coronada villa.
¡Tantos dolores ocultos!
¡Tanta exterior alegría!
¡Tantas lágrimas calladas!
¡Tanta estrepitosa risa!
Pueblo que así te solazas,
¿cómo tus males olvidas?
¿Es locura? ¿Es arrebato?
¿Es alta filosofía?
Si parece en tal momento
la pregunta intempestiva,
aplácese la respuesta
para ocasión más propicia.


II

   Música marcial escucho
que trae grata armonía;
en coche, a pie y a caballo
sigue gente muy lucida.
Que son jóvenes denota
su apostura y gallardía,
y el cabello que ver dejan
cuando el sombrero se quitan.
Su calidad se revela
por maneras distinguidas,
el lenguaje mesurado,
su ademán y cortesía.
Lástima grande, por cierto,
da mirarlos cómo hostigan
a todo el que cerca pasa
o desde el balcón los mira.
Pedir sin necesidad
no es de gente que se estima.
Mas ¿por qué son acogidos
con especial simpatía,
y elogios y bendiciones
el público les prodiga?
¿Por qué aquella muchedumbre
cuando al hogar se retira,
un cariñoso recuerdo
con interés les dedica?
Dan al viento una bandera
con esta palabra escrita:
BENEFICENCIA. Ella sola
todo aquel misterio explica.
Mientras la juventud loca
y la vejez distraída,
pasatiempos y deleites
del Carnaval solicitan;
mientras buscando placeres
la muchedumbre se apiña,
los generosos mancebos
se acuerdan de que hay desdichas,
en la bacanal inmensa
ignoradas y perdidas;
males profundos, terribles,
que la indiferencia aísla,
que la miseria acrecienta,
que la caridad alivia.
El niño que llorar deja
la mal pagada nodriza;
el enfermo que no halla
quien le ampare y quien le asista;
el anciano tembloroso
sin fortuna y sin familia;
el triste hambriento, que sufre
olvidado en su buhardilla,
aparecen en recuerdo
a la tropa compasiva
que va por calles y plazas
uno y otro y otro día,
pidiendo para los pobres
con solicitud activa.
Los que amparáis la desgracia,
que la fortuna os sonría,
y que el dolor os respete,
y que el Señor os bendiga.
-Mas ¿quiénes son? -se preguntan
los curiosos que transitan.
-¿Quiénes son? -repiten muchos;
y alguno que lo averigua:
OFICIALES DEL INFANTE4,-
dice con voz conmovida;
y otras voces le responden:
-¡Bien por el Infante! ¡Viva!


III

   Escúchame, hijo del pueblo:
si, lo que Dios no permita,
la pasión te da consejo,
la cólera te extravía,
y a mortal, horrenda lucha,
furioso te precipitas;
si a ese ejército de hermanos
esperas ardiendo en ira,
y vomitando amenazas,
-¡Exterminio! ¡Muerte! -gritas,
en medio de tu arrebato
acuérdate que hubo un día
en que esos que hoy no se ocultan,
bajo el disfraz se encubrían,
la caridad implorando
para aliviar tu desdicha.
Tu amigo, tu compañero,
tu esposa, tu amada hija,
tú mismo, tal vez, consuelo
debiste a la mano amiga
de los que esperas airado,
de los que inmolar meditas.
Tregua al horrible combate;
detén el arma homicida.
Pregunta a tu corazón
si es hombre honrado en Castilla
el que recordando agravios
los beneficios olvida;
que paga con daño el bien,
y el amor con injusticia.
Pregunta a tu corazón,
y si respuesta te dicta
propia de una alma elevada,
sin vileza y sin mancilla,
te apartará del combate
execrable, fratricida,
la mano consoladora
de la caridad bendita.




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Concurso especial para la construcción de la cárcel y presidio correccional de Madrid

Hay una ley de 11 de Octubre de 1869, que contiene las bases para una ley de prisiones; bases presentadas a última hora, cuando las Cortes Constituyentes estaban para suspender sus sesiones, rendidas, puede decirse, por el largo trabajo y el calor sofocante de Julio; bases aprobadas en algunas horas, con la protesta de muchos señores diputados de que no se procedía en tan grave asunto con la debida meditación; bases, puede decirse con verdad, no discutidas; bases, en fin, inadmisibles para la razón y la justicia, como creemos haberlo probado en un Examen que de ellas hicimos5.

La base decimasexta dice: «El Ministro de la Gobernación, de acuerdo con el de Gracia y Justicia, dictará todas las órdenes y reglamentos precisos para el más exacto y pronto cumplimiento de la presente ley, y formulará y presentará oportunamente a las Cortes el plan general y detallado del sistema carcelario y penitenciario que definitivamente debe establecerse en España.» En esta base, aunque contradictoria y tan poco meditada como todas, se manda que el Ministro de la Gobernación presente a las Cortes un plan general y detallado, para adoptar definitivamente el sistema penitenciario que haya de establecerse. Claramente se ve que las bases son un punto de partida para la ley que ha de presentarse a las Cortes, y no una ley que se ha de poner en ejecución. Esto se desprende de la lectura de la que hemos copiado, y aunque no fuese tan claro, la razón y la justicia aconsejaban discutir y modificar muy detenidamente ley tan importante. Cuando esperábamos que el Sr. Ministro de la Gobernación presentase a las Cortes el plan general detallado, vemos que abre un concurso para la construcción de la cárcel de Audiencia de Madrid. La medida nos parece ilegal y perjudicialísima. Un edificio para 2.200 reclusos, con celdas para aislarlos de noche, y las demás condiciones de la ley y el programa, supone un gasto de muchos millones; y nunca, pero menos en la penuria actual del Tesoro, se puede emprender una obra de tal magnitud en virtud de una ley que no es ley para ejecutarse, sino para servir de base a otra. ¿Y si estas Cortes u otras, cuando se discuta la ley, modifican como deben las bases conforme a las cuales va a construirse la cárcel y el presidio de Madrid? Los errores del papel son bien difíciles de borrar, harto lo sabemos; pero se borran aún con más dificultad del terreno edificado y del bolsillo de los contribuyentes.

La prueba de que las bases no son una ley ejecutable está en la misma convocatoria para el concurso, que no tiene los detalles más indispensables. El arquitecto, conforme a ella, hará celdas para los reclusos, lo mismo para los condenados a penas correccionales que para los presos preventivamente, cuando las celdas de la cárcel deben ser muy distintas de las del presidio, porque al preso no se le puede obligar a que trabaje si tiene medios de proveer a su subsistencia, y aunque no los tenga, a que trabaje en un taller. Hasta que se pruebe su culpabilidad, la ley le supone inocente; de hecho lo está en muchos casos, tal vez en el mayor número; y la clasificación, que en los condenados ya es moralmente imposible, en los acusados lo es materialmente. ¿Quién y cómo se clasifica al preso cuyo delito, en caso de que le haya, se ignora? Las condiciones de una cárcel y de un presidio deben ser enteramente distintas, y en el programa no se hace distinción ninguna. Se dirá: tampoco en la ley se hacía. Diremos otra vez: la ley no es para ejecutarse, no es ejecutable, es para servir de base a otra; y aunque sus principios fueran admisibles, para llevarse a la práctica necesitaban un trabajo que no se ha hecho.

Otra prueba. Se dice en el programa que ha de haber habitaciones para «el alcaide, director, inspectores, empleados, vigilantes y mozos, en número proporcionado a una población calculada de 1.200 detenidos y presos preventivamente, y 1.000 condenados a penas correccionales». Y hasta que se sepa definitivamente el sistema que ha de adoptarse, ¿cómo sabrá el arquitecto el número de empleados y vigilantes, que varían según el sistema? Tampoco se le dice cuántos han de ser los talleres que por lo menos habrán de ser SESENTA Y CUATRO, según la base. Todo, en fin, revela la falta de meditación, y una prisa inconcebible. ¿Se creerá que para una obra de tal magnitud se ha dado de plazo, para la presentación de planos con presupuesto detallado del coste de la obra, MES Y MEDIO? Esto no parece creíble, pero es cierto.

La Voz de la Caridad, después que concluya el examen de la ley de Beneficencia, tratará de la de prisiones. Entretanto excita a las Cortes y a la Prensa para que discutan esta cuestión importante, y para que pidan que se aplace la construcción de la cárcel y presidio correccional de Madrid hasta que haya una ley que fije nuestro sistema penitenciario.




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Anales de la Asociación internacional de socorro a los heridos

La caridad en la guerra


Con este hermoso título, y el santo lema de Los enemigos heridos son hermanos, ha empezado a publicarse en Pamplona un periódico mensual. Creemos que toda la Prensa le acogerá como amigo; La Voz de la Caridad le saluda como hermano, y si no lo presta el apoyo que los débiles no puede dar, le ofrece su aprobación entusiasta, su cooperación decidida, y la seguridad de que combatirá a su lado por la más santa de las causas. Aunque muy brevemente, por no permitirnos hoy otra cosa la falta de espacio, vamos a dar alguna idea de lo que es la Asociación internacional para socorro de los heridos, por si nuestros lectores no han visto el excelente trabajo publicado en la Revista de España, y suscrito por el Sr. D. Nicasio Landa, dignísimo director del periódico cuyo título encabeza estas líneas.

Los campos de batalla en las últimas guerras de Europa han ofrecido el cuadro más doloroso y desgarrador; los medios de destrucción son tan poderosos, que bastan algunas horas para cubrir de muertos y heridos una extensión de muchos kilómetros. Escuchemos lo que dice el apóstol de la caridad en la guerra, Enrique Dunant, en el Recuerdo de Solferino. Tomamos estos párrafos de la traducción del Sr. Landa:

«Los caballos pasan al galope, destrozando con sus herrados cascos a los muertos y a los moribundos: a un pobre herido le arrancan la quijada; a otro le estrellan la cabeza; y a otro, que aun hubiera podido salvarse, le hunden las costillas. Entre el relinchar de los caballos se oyen vociferaciones y gritos de rabia, aullidos de dolor y desesperación; pero aún falta algo: tras la caballería viene la artillería a escape, abriéndose paso a través de los cadáveres y de los heridos que revueltos yacen por el suelo; entonces saltan los cerebros, quedan molidos los huesos, empapada en sangre la tierra, y cubierta de miembros palpitantes la llanura.

»El sol del día 25 iluminó uno de los espectáculos más terribles que pueden presentarse a la imaginación: los desgraciados heridos que se van recogiendo en todo el día, están pálidos, lívidos, aniquilados; unos tienen la mirada extraviada, y no entienden lo que se les dice; pero esta postración no les impide sentir sus dolores. Otros están inquietos y agitados por una conmoción nerviosa y un temblor convulsivo; otros con sus heridas abiertas, que han comenzado a inflamarse, están como locos de dolor, y piden que se les acabe de una vez. A todo esto la sed aumenta... hay agua y víveres, y sin embargo los heridos se mueren de hambre y de sed; hay hilas en abundancia, pero no hay quien las aplique sobre las heridas.

»Si hubiera habido brazos suficientes para levantar a los heridos en los campos de batalla, no hubiera permanecido el día de San Juan en el amargo temor del abandono aquel pobre versaglier, aquel hulano o aquel zuavo que, procurando levantarse con atroces dolores, en vano hacía señales desde lejos para que llevaran una camilla. Por último, no hubiera ocurrido la horrible posibilidad de enterrar al día siguiente algunos vivos entre los difuntos, como desgraciadamente es muy de temer que sucediera.

»De la horrible carnicería de Solferino, del espantoso abandono de los heridos en el campo de batalla, sentidos por corazones generosos y compasivos, han salido las Conferencias de Ginebra, santo Congreso en que la compasión ha discutido las necesidades del dolor, poniendo en evidencia:

»1.º La horrible y casi instantánea obra de destrucción, consecuencia de las armas modernas y del gran número de combatientes que los grandes ejércitos y la facilidad de las comunicaciones permiten concentrar en un punto.

»2.º La insuficiencia de la Administración para auxiliar debidamente a los heridos.

»3.º La necesidad de que la caridad se organice y que sus voluntarios acudan a los campos de batalla, provistos de cuantos medios la civilización puede poner a su servicio.

»4.º La necesidad de que los heridos, los que van a socorrerlos y el material de sanidad sean considerados como neutrales.»

Estos acuerdos de las Conferencias de Ginebra eran el grito de la conciencia general; pueblos y gobiernos se apresuraron a cooperar a la obra santa, y brotaron por todas partes adhesiones oficiales y asociaciones caritativas. Ya prestaron grandes servicios en la carnicería de Sadowa, en aquel campo de muerte donde había más de 40.000 heridos. Todavía no se había firmado el Convenio de Ginebra, cuando la sociedad prusiana, formada sobre la base de los Caballeros de San Juan, se multiplicaba, llevando consuelos y socorros a todas partes, y cargando largos trenes con todo lo que puede ser necesario o útil en un hospital, y hasta con lo que es solamente agradable, porque no se olvidaban las remesas de cigarros: en estos trenes iban también los voluntarios de la caridad.

Todos los Estados de Europa (menos uno) han firmado el Convenio de Ginebra; por él son neutrales el material de sanidad, los heridos, los que los auxilian y el techo que los alberga; un ejército formidable se detiene ante la débil choza en que ondea la bandera blanca con cruz roja, en señal de que hay heridos. La antigüedad decía: «¡Ay de los vencidos!» La Edad Media armaba sus caballeros para ampararlos; el mundo moderno los declara sagrados. Que esta idea consoladora nos aliente en la lucha que la compasión sostiene contra la dureza.

La falta de espacio nos obliga a hacer punto por hoy, y terminaremos como hemos empezado, saludando con toda la efusión de nuestra alma a La Caridad en la guerra.






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Resignación


Anales de la virtud6



- I -

   En la ciudad conocida
de todo el orbe cristiano,
por venerarse allí el cuerpo
del apóstol Santiago,
y en una tarde apacible,
cerca ya el sol de su ocaso,
van dos hombres por la calle
y se encaminan al campo.
Ninguno de ellos es joven,
ninguno tampoco anciano,
y a juzgar por el aspecto,
son caballeros entrambos.
Se lee en la vasta frente
del que tiene menos años,
más que la huella del tiempo,
de algún pesar los estragos.
¿En qué piensa? ¿Por qué sufre?
Imposible adivinarlo.
Parece aquella existencia
como un espacioso campo
en que pueden combatirse
mil afectos encontrados,
y en su procelosa alma,
como en el mar agitado,
da el impulso el huracán
y sirve de luz el rayo.
Todo revela en su aspecto
grave, triste, concentrado,
un vehemente corazón
en lucha con males largos.
Respeta a su compañero,
mas no le respeta tanto
que al escuchar sus consejos
no responda en tono amargo:
-¿Es nuestra vida un problema
a fórmulas ajustado?
¿Basta para ser dichoso
cubrir con purpúreo manto
hondas llagas cancerosas
en el pecho desgarrado?
Si nadie sabe la hiel
que en mi triste cáliz hallo,
¿quién beberla alegremente
puede ordenarme insensato?
Se ostentan fáciles triunfos
con débiles adversarios,
y algunos que están vencidos,
más que el vencedor lucharon.
Resignación es consuelo,
no a todos hallarle es dado;
el que resignarse puede
es porque no sufre tanto.-
Así habló la voz siniestra
del dolor desesperado.
Por dos almas afligidas
sus ecos se prolongaron,
y después hubo el silencio
triste y abatido y largo
del que no escucha razón
y del que la dice en vano.


II

   A la izquierda de la vía
por donde van caminando
hay un edificio humilde,
poco extenso y aislado,
sin huerto ni cobertizo;
ni pozo tiene, ni establo,
ni un perro para guardarle,
ni un niño para alegrarlo.
No es casa de labrador,
venta, posada ni estanco,
ni ermita, porque no hay cruz
ni señal de campanario.
Jamás se perciben dentro
voces alegres ni cantos,
y cual si nubes formase
el dolor acumulado,
parece que allí hay tinieblas
hasta en los días más claros.
¡Qué mucho, si la amargura
cubre con su negro manto
la pobre casa que habitan
los tristes elefanciacos!
Allí arrastran los leprosos
su vivir atribulado,
de la ciencia sin auxilio,
de la piedad sin amparo.
Sus ayos mueren sin eco,
ninguno enjuga su llanto,
y en su mísero abandono
y en su desconsuelo amargo,
alguna vez dudarán
si viven entre cristianos.
A la puerta de esta casa
los dos hombres se pararon;
uno sabe quién hay dentro,
otro parece ignorarlo,
y al ver a su compañero
entrar, sigue sin reparo.
Los enfermos que allí sufren
son en número de cuatro;
tres pueden dejar el lecho,
otro yace en él postrado.
Allí vive, nuevo Job,
allí sufre ha muchos años,
en su miserable cama,
en su tenebroso cuarto,
por la horrible enfermedad
rendido y encadenado
todo cubierto de llagas,
fétido, deforme, tanto,
que su rostro carcomido
y sus escamosos brazos,
rostro ni miembros parecen,
ni tienen aspecto humano.
No hay en su mísero cuerpo
de una pulgada el espacio
que no emponzoñe la lepra
ni que se halle limpio y sano,
ni donde apoyarse pueda
para procurar descanso.
Es un ser que al verle inspira
horror, compasión y asco;
es una costra ulcerada;
es de podredumbre un saco.
A su lecho, que de tumba
tiene el siniestro aparato
con el horror de la muerte,
sin la paz de su descanso,
provistos de luz incierta
los dos hombres se acercaron,
el más joven con asombro,
con tristeza el más anciano,
que no es la primera vez
que allí encamina sus pasos.


III

   Aquel ser que para el mundo
ha caído tan abajo,
está para la virtud,
está para Dios muy alto.
En su vida, en su martirio
tan espantoso y tan largo,
donde respira tormentos
por sus poros lacerados,
ni maldiciones ni quejas
han salido de sus labios.
A Dios alza el corazón,
a Dios levanta los brazos,
bendice su Providencia,
y reconoce su mano
en lo justo del castigo
que merecen sus pecados,
en la fuerza que le alienta
para llevar sus trabajos,
en la fe, que le demuestra
que es la vida un breve paso,
y el mundo un triste destierro,
y él un pobre desterrado.
En el ejemplo sublime
de mártires y de santos,
y en la divina esperanza
que le alumbra con sus rayos,
el cuerpo en lúgubre cárcel,
el alma por el espacio,
los miembros en duro potro,
el pensamiento gozando,
la materia corrompida,
el espíritu elevado,
es de Dios la pura imagen
en su cubierta de barro,
es el hombre maldecido,
es el hombro rescatado,
la nada y el infinito,
lo más vil y lo más alto,
la mísera criatura
y el Hacedor soberano.
El triste que se quejaba
no ha mucho desesperado,
atónito y confundido
ante aquel sublime cuadro,
aprendiendo en un ejemplo
lo que no enseñan los sabios,
cayó humilde de rodillas,
y con voz que embarga el llanto,
-¡Señor -dijo, -estoy contrito;
Señor, estoy resignado!




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Buenos hijos de Vizcaya

Hay españoles que pasan la mayor parte de su vida en tierra extranjera; que en ella hacen su fortuna; que allí disfrutan de las ventajas de una civilización más adelantada, pero que nunca olvidan la madre patria, ni lo que le deben como buenos hijos. Lejos del país que los vio nacer, miran su atraso con dolor, no con desdén; le favorecen, procuran ilustrarle; y en lugar del vil instinto que aleja del infortunio, tienen el elevado sentimiento que convierte la desgracia en un nuevo lazo. De estas nobles criaturas era D. Francisco Luciano de Murrieta, de buena y querida memoria, y digno por muchos conceptos de ser recordado con respeto por las personas de corazón. Muerto en Inglaterra, le sobreviven en España sus buenas obras; tiene la inmortalidad de la virtud, mil veces más envidiable que la de la gloria. Vamos a copiar el sencillo relato de sus fundaciones, que tenemos a la vista; ellas son su grande y elocuente elogio.

«Erigió en Santurce y dotó un convento-colegio, dirigido por religiosas francesas Hermanas de la Cruz, para educar en él de 20 a 30 huérfanas, naturales de este concejo y de la próxima villa de Portugalete, o de Sopuerta. Pueden permanecer en él de internas desde la edad de ocho años, en que son admitidas, hasta la de diez y ocho inclusive. Además reciben educación en el mismo todas las niñas de este concejo y de Portugalete, así como los párvulos de ambos sexos. Para explicar la doctrina cristiana y principios de religión, hay un capellán dotado con 8.000 reales.

»Ha fundado también una escuela de náutica, donde los jóvenes de los citados concejo y villa que quieran dedicarse a la carrera de pilotos, pueden concluirla sin otra retribución que una módica matrícula. La enriqueció con un gabinete de física de los más completos, y dotó con 12.000 reales a dos profesores.

»En Sopuerta fundó y dotó una escuela de niñas para la enseñanza gratuita de las de este concejo.

»En unión con D. Cristóbal Murrieta, regaló un bonito órgano a la iglesia de Santurce, y un buen reloj de torre.

»Hizo a la Diputación de Vizcaya un donativo de 25.000 duros, destinados a la conclusión de un asilo de beneficencia para los pobres del Señorío, y que se halla en San Mamés, cerca de Bilbao.

»Pueden citarse al lado del nombre del señor Murrieta otros muy respetables y con razón queridos.

»Don Ramón de Durañona, natural de San Salvador, del valle de Trápaga, y vecino de Nueva Orleans, hizo el año pasado a su pueblo natal un donativo de 12.000 duros para fundación de una escuela gratuita de niños y niñas.

»Ha hecho además algunos regalos a la iglesia, y pedido razón de sus necesidades para remediarlas.

»Don José Ubalvo, natural de Algorta, ha contribuido con 3.000 duros para edificar la iglesia. Para la misma dio gruesas cantidades en vida D. Andrés de Cortina, y a su muerte dejó 4.000 duros. Este señor fundó además una escuela gratuita para los niños huérfanos del mismo pueblo, construyendo un hermoso edificio con habitación para la maestra, que dotó.

»Su viuda, D.ª Rogelia Cortina, ha regalado a la iglesia un magnífico órgano, que con otros presentes y obras hechas en la misma, suponen por lo menos un gasto de 10.000 duros. Esta señora es además la segunda providencia de los pobres de Algorta y sus inmediaciones.»

Después de haberse afligido a la vista de la dureza o de la indiferencia, el ánimo se consuela contemplando estos ausentes de la patria, que no la olvidan; estos ricos, que tanto se acuerdan de los pobres.

Los que tales recuerdos dejan a su país natal, y tales ejemplos dan a sus compatriotas, aunque vivan y mueran lejos de la patria, bien merecen el nombre de sus buenos hijos.




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Patronato de los diez

Monseñor Sibour, aquel arzobispo de París que una mano criminal arrebató a tantas obras de caridad como protegía, escuchaba un día, de un docto y generoso economista, la siguiente proposición: Si diez familias o individuos se asociasen para auxiliar a una familia indigente, la llaga de la miseria, cicatrizada al punto, no tardaría en desaparecer. Tanto impresionó al caritativo prelado este pensamiento, que se hizo su propagador más celoso, y pasando inmediatamente a su aplicación, fundó La obra de las familias, que se ha extendido rápidamente por París y sus arrabales. Esta obra no necesita para empezar a realizarse más que diez personas de buena voluntad que quieran dar una corta limosna y reunirse alguna vez para ver cómo se emplea. Con tan pequeño sacrificio, ¡cuánto bien podría hacerse! Los tiempos no están para grandes creaciones caritativas; pero ésta, tan sencilla y de tan modestas proporciones, nos atrevemos a proponerla con el nombre de Patronato de los diez, que preferimos porque da de ella alguna idea. En la organización también nos ha parecido que deberían introducirse algunas variaciones que la hiciesen más realizable en nuestro país.

He aquí cómo la concebimos.

1.º Diez personas se convienen en patrocinar a una familia desvalida.

2.º No se ofrecen a pagar cuota alguna fija; el único compromiso que contraen es acordarse alguna vez de sus patrocinados, y auxiliarlos cuando y como puedan. Ni aun es necesario que dé dinero el que puede pagar su tributo en ropa usada, restos de comida, etc. El que materialmente dé poco o nada, puede ser el más útil, porque tal vez ofrezca protección y consejo. El protectorado debe ser moral e intelectual, más aún que material.

3.º Como entre los diez asociados los habrá que tengan posibilidad de visitar a la familia protegida, y otros a quienes esto no sea posible, cada decena nombrará por lo menos una persona que visite y vigile más de cerca las necesidades de los patrocinados.

4.º Se nombrará también una persona que recoja las limosnas de las otras nueve, y de acuerdo con el visitador o visitadora las irá dando, según las indicaciones de la decena, a quien dará cuenta de la inversión.

5.º Los diez socios se reunirán dos veces al mes, o una si parece bastante.

Creemos que para empezar son suficientes estas bases, que podrán modificarse si la experiencia lo aconseja.

La familia que hoy implora la protección de la primera decena tiene las condiciones siguientes: una madre infeliz, enferma, completamente desvalida, con una hija de diez y seis años, imbécil, y dos niños en la edad que la educación es ya indispensable, y en que es tan peligroso el no recibirla buena: el mayor tiene una grande expresión de dulzura, y parece dócil y educable; el menor es de una belleza poco común, y su mirada y su cabeza revelan inteligencia; parece un buen terreno para que fructifique la buena semilla: todos se hallan en la mayor miseria. Anunciado el pensamiento del Patronato de los diez, han acudido ya cinco, de modo que sólo faltan otros cinco para que la primera decena empiece su santa obra. Las personas que quieran tomar parte en ella, no tienen más que dirigirse a la que suscribe, manifestándolo así, con su nombre y señas de habitación.

Si hay alguna persona caritativa que, queriendo establecer el Patronato fuera de Madrid, no hallo otras nueve, puede agregarse a las de la capital, o de otra población en que haya número suficiente. La Voz de la Caridad recibirá y transmitirá su deseo, sirviendo de intermedio entre los que quieran comunicarse para hacer bien. La limosna del que se encuentre aislado es fácil mandarla por el correo en sellos. Nuestro periódico dará cuenta de los progresos de la Asociación, si llega a hacerlos, y será su órgano, apresurándose a insertar cuanto a ella se refiera. Si hay quien intenta plantearla, le rogamos que nos comunique noticias de sus trabajos, para que puedan servir de estímulo y de ejemplo.

Este pensamiento, que en París tuvo la poderosa protección de su caritativo Arzobispo, sale en Madrid como desamparado y huérfano, y no obstante, hay una circunstancia que nos parece un presagio feliz. Entre los cinco que se han ofrecido a formar parte de la primera decena, se cuenta una niña, ejemplo raro de precocidad en la virtud. De padres dignos e ilustrados, pero no ricos, se priva de sus juguetes, de sus golosinas; y un cuarto hoy y dos mañana, reúne al cabo del mes una limosna, fruto de la más santa abnegación, en la edad del egoísmo y de la perseverancia más difícil, en una época de la vida en que todo es veleidad. Si lees estas líneas, no tiembles, querida niña, pensando que vas a ver escrito tu nombre: yo le bendigo y le callo. El que tú tomes parte en ella me parece buen presagio para esta obra, que así sale como bajo la protección de la virtud y la inocencia.

Lectores de La Voz de la Caridad, en vuestras manos amigas deposito este caritativo proyecto; no le rechacéis; en nombre de Dios y de los afligidos, acogedle y dadle vida con el calor de vuestro corazón.




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Escuelas de gratitud

La caridad en España


Éste es el nombre de una fundación benéfica, casi desconocida y que por muchos conceptos quisiéramos ver generalizada. Empezaremos por dar la explicación de su nombre, tal como la oímos de los labios de su inolvidable fundador. Entre los muchos nobles sentimientos que animaban aquel corazón, que desgraciadamente ha dejado de latir, descollaba una inmensa gratitud hacia el Criador, que procuraba manifestarse haciendo bien a las criaturas. «Yo, decía, debo mucho, muchísimo, al Señor, y de ningún modo creo que puedo manifestar mejor mi agradecimiento, que amparando en su nombre y por su amor a los desvalidos, y rogando a todo el que esté reconocido a los beneficios que de Dios recibe, que, según sus medios, contribuya a sostener un asilo para la desgracia.» Por eso se llaman de Gratitud esas Escuelas, donde no sólo se enseña a las alumnas, sino que se las alberga, mantiene y viste.

El fundador creía, con razón, que es más fácil dar necesidades que medios de satisfacerlas; que hay muchos establecimientos benéficos que hace muy costosos un lujo relativo y los muchos empleados, y que esto tiene el triple inconveniente de disminuir el número de asilos benéficos aumentando su coste, de hacerlos aceptables para los holgazanes aunque no estén en la última miseria, y de que los acogidos adquieran necesidades que no podrán satisfacer después.

Consecuente con estos principios, estableció las Escuelas de Gratitud bajo el pie de lo estricto necesario, economía severa y trabajo. Uno de sus grandes recursos es el pan duro de las casas que a darlo se ofrecen. Pocas hay en que no se desperdicien muchos mendrugos, y en lugar de tirarlos, se guardan y dan semanalmente a la encargada de recogerlos, y, como es natural, rara vez se dan solos, sino que se añade algún pan entero, de modo que la mayor parte del año cuesta poco este importante artículo. Decimos la mayor parte del año, porque en el verano se marchan gran número de los bienhechores, y el pan falta. Siempre se aprovecha con el mayor cuidado, en gazpacho, en soda, y hasta echando las migas en los platos debajo del potaje. Aunque pobre, la alimentación es abundante; y para que sea sana, se procura dar carne con toda la frecuencia posible. Las camas limpias; no tienen más que jergón.

Estas Escuelas, que son de niñas, recogen las más desvalidas, y en cuanto su edad lo permite, se las hace ayudar a las faenas de la casa, a fin de que no desdeñen ninguna clase de trabajo. Aprenden la doctrina cristiana, a leer, escribir y contar, coser, hacer media y bordar algo.

La casa está regida por un matrimonio, que al mismo tiempo tiene a su cargo la instrucción, ayudado para ella de una maestra y una Junta de señoras que auxilian la enseñanza, tanto de primeras letras como de labores. Dos de estas mismas señoras, con el nombre de inspectoras, alternan por semanas para el cuidado de la despensa, sacar provisiones, etc. Un sacerdote celoso e ilustrado tiene a su cargo principalmente la instrucción religiosa, trabajando mucho para la prosperidad del establecimiento.

Este asilo acoge a las niñas más desvalidas, sin otra condición que su pobreza y la posibilidad de sostenerlas, y acoge también por una escasísima retribución a las que pueden pagar alguna cosa, o tienen quien por ellas pague. Sobre esto llamamos la atención de nuestros lectores. Una niña huérfana o abandonada se encuentra sin amparo, y no puede ser recibida en los establecimientos de beneficencia, donde, como se sabe, no hay posibilidad de recibir a todas las que lo solicitan. Una o más personas se interesan por ella, pero ni pueden tenerla en su casa, ni pagar el pupilaje en otra, y acuden a la Escuela de Gratitud, que por una corta retribución, que a veces es de un real diario, la admiten. Así hay algunas que el establecimiento pobre no podría sostener enteramente, pero que ampara ayudado por los bienhechores. Esta combinación nos parece de grande utilidad y muy digna de fijar la atención de las personas caritativas.

Estas Escuelas no han recibido auxilio ni protección alguna del Gobierno ni de las autoridades; sus recursos se reducen al pan que, como hemos dicho, recogen por las casas, a suscripciones mensuales y a las cuantiosas limosnas de su fundador, el Sr. D. Manuel María Fernández Romero y Campoy, que ha aplicado a esta santa obra una gran parte de sus rentas.

Fundó la primera Escuela en 1863, en Vélez-Málaga, su pueblo natal; tuvo 24 acogidas mientras él estuvo cerca, sosteniéndola con su incansable caridad; después han ido disminuyendo, y hoy cuenta 12. En 1866 abrió otra Escuela en Griñón, pueblo donde tenía bienes; el número de las acogidas ha variado allí, entre otras razones, porque tratándolas con amor verdaderamente paternal, van allí a reponerse las niñas que están delicadas en la Escuela de Madrid. Ésta se ha fundado en el año de 1867. Alojada humildemente al principio en una casa que sólo costaba cinco reales diarios, ha ido creciendo, y hoy tiene 39 acogidas.

La economía con que la caridad administra se ve bien claramente en la Escuela de Gratitud, donde por 665 reales al año, una niña recibe buena educación, alimento sano, y vestido y calzado decente. Verdad es que el pan se compra pocas veces, que algunos medicamentos se reciben de limosna, y que hay personas caritativas que, al celebrar en su casa un fausto suceso, le completan alegrando a las pobres niñas con una comida extraordinaria; pero aún así, merece llamar la atención lo mucho que se hace con pocos recursos cuando se manejan bien.

Lo dicho en estos apuntes breves, supone largos trabajos. Campoy, con una salud muy quebrantada, ha trabajado sin descanso; ha sido director, maestro, despensero, agente, todo. Fatigado y casi exánime le hemos visto muchas veces correr para averiguar en qué tienda podría comprar más barato el arroz, o en qué fábrica lo darían con más equidad la estameña. Más penoso que este trabajo era el del espíritu, en una tensión continua para llevar adelante su piadosa obra, y tal vez lo que más ha perjudicado su salud han sido las tristes impresiones que recibía su corazón, que, aunque grande, no podía dejar de sentir los desengaños, la indiferencia, los desaires, y hasta la burla y el ridículo que sobre su obra pretendían arrojar algunos. Con resignación lo sufría todo por Dios y por sus desvalidas; compensados estaban estos sinsabores con los consuelos que le proporcionaban los que apoyaban con calor su pensamiento, y el ver que se iba realizando; pero estas alternativas debieron ser fatales para una organización muy necesitada de reposo y tranquilidad. Su celo caritativo abrevió su vida, y el 5 de Febrero último lloraron las pobres niñas a su bienhechor y lloraremos nosotros al inolvidable amigo.

Campoy, además de ser un hombre todo caridad, tenía otras circunstancias raras, siendo la menos notable la de ser un cumplido caballero. Lo que nos admiraba en él, tanto como su caridad, era su benevolencia. Habiendo tomado parte activa en nuestras luchas políticas, y peleado valerosamente por los principios que creía mejores, cuando depuso las armas, cosa muy rara, al mismo tiempo que su brazo desarmó su corazón: ni hiel ni rencor quedó en él para nadie, y juzgaba las cosas con una imparcialidad, y a los hombres con una tolerancia, muy raras en quien ha respirado los vapores sangrientos de la batalla. Un desgraciado era para él un hermano; un hombre caritativo, un compañero, cualesquiera que fuesen sus opiniones políticas; y con los que tenían las más opuestas a las suyas, se unía para hacer bien. ¡Raro ejemplo entre nosotros y bien digno de imitarse!

Campoy ha tenido el consuelo de ver una Escuela de Gratitud no fundada por él. La señora Condesa de Antillón, aprovechando su corta permanencia en Tobarra, pueblo de la provincia de Albacete, ha fundado allí un asilo de esta clase, que según nuestras noticias prospera mucho. En lugar de aburrirse en el ocio y la inacción, ha empleado las nobles facultades con que la dotó el Criador, en hacer bien a las criaturas, y ha dejado una buena memoria a los habitantes del pueblo en que tan poco tiempo ha permanecido. Perdónenos que pronunciemos su nombre y la citemos como ejemplo a los que malgastan su fortuna y pasean su ociosidad sin dejar en ninguna parte alguna buena señal de que han pasado.

Campoy hubiera tenido una gran satisfacción al ver aparecer un periódico que procuraba representar a los pobres, porque hablaba constantemente de que era menester que la Prensa se ocupase de las cuestiones de beneficencia; nosotros hemos perdido en él un celoso cooperador, y en la Redacción de La Voz de la Caridad, además de recordar con tristeza al amigo, se siente el vacío que ha dejado el compañero.

Todos decíamos: «En faltando Campoy se acaban las Escuelas de Gratitud.» No ha sucedido así. Su digna viuda continúa con gran celo la santa obra; pero las personas benéficas deben auxiliarla para que la empresa no sea superior a sus fuerzas, ya que no lo ha sido a su firme voluntad. El verano, que dicen que es tan bueno para los pobres, es muy malo para las Escuelas de Gratitud, que carecen del pan que les daban de limosna los que se marchan. Que tengan esto presente las almas caritativas, y si les es posible lleven una limosna a las pobres niñas que en la calle del Olivo, núm. 34, están amparadas en la ESCUELA DE GRATITUD.

15 de Julio de 1870.




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A los que se van

Madrid empieza a despoblarse: como si un ejército conquistador le amenazase o una epidemia le invadiera, sus habitantes salen en todas direcciones. El enemigo de que huyen es el calor, y van en busca de aquellos climas afortunados


«Do en el día más sereno
no es enojoso el estío.»

Nada hay que decir a los que disfrutan de lo que legítimamente poseen, siempre que gocen con moderación, y acordándose de los que no poseen nada; siempre que cercenen un poco de lo superfluo en favor de los que no tienen lo necesario.

Aún las personas más económicas y ordenadas faltan en los viajes a las prudentes reglas que los sirven de pauta durante el año; en fruslerías, en caprichos, en expediciones, emplean sumas no despreciables, y puestos o gastar, no reparan en una moneda de oro más o menos: una especie de aturdimiento parece hacerles olvidar el valor del dinero; diríase que al dejar su casa dejan en ella los hábitos de orden y economía. ¡Ah.! ¡Que no se dejen también el corazón! ¡Que al ir a buscar la fresca sombra y las brisas del mar, se acuerden de los que respiran el aire sofocante de la caldeada buhardilla, o penetran sudando en el húmedo sótano, de donde saldrán para el hospital; para el hospital, donde los insectos torturan en verano a los pobres enfermos, y donde el calor favorece el desarrollo de las fiebres tifoideas! ¡Que al ver el pintoresco panorama, tengan presente el cuadro triste de la miseria abandonada; y al contemplar tanta variedad de objetos, no olviden la abrumadora monotonía del dolor que nadie compadece!

Ya que puestos a gastar dan tanto al regalo y al capricho, den también alguna cosa al dolor y a la compasión que por él intercede; cuando no se rehúsan nada a sí mismos, mal estaría que se lo rehusasen todo a los desdichados. Que al hacer el presupuesto de gastos de viaje, cercenen un poco, muy poco, de cada capítulo, y formen uno para los pobres. Que a todos los goces que van a tener, se añada la satisfacción de poder decir: -Mi corazón, a prueba de prosperidad, no se endurece para la desgracia; mis ojos, no deslumbrados por el placer y todavía se humedecen a la vista del dolor; lejos de negar al que tiene hambre las migas de mi festín, le hago plato, evitando a la vez su desfallecimiento y mi saciedad; no soy una criatura vil, a quien el bien deprava y hace insolente, en vez de hacerle agradecido; no pongo el egoísmo en lugar del deber; y por el uso que hago de mi fortuna, merezco tenerla, y la disfruto en paz y con satisfacción de mi conciencia.

El verano, dicen, es bueno para los pobres. Para el desvalido que carece de lo más necesario, como para el triste que no tiene consuelo no es buena ninguna hora del día ni ninguna estación del año: todas llevan su acompañamiento de amarguras y su comitiva de dolores. Además, la emigración durante el verano es mayor cada día en las grandes poblaciones, y los desvalidos se quedan sin protectores, y miles de trabajadores sin trabajo. En Madrid, sobre todo, los que se dedican a ciertos oficios sufren cruelmente con la emigración veraniega. Me quedo sin casas, dice, por ejemplo, la pobre lavandera, es decir, me quedo sin pan, y no conviene en que el verano sea bueno para los pobres.

¡Quién pudiera tener una voz que se oyera en todas partes, y un acento que conmoviera todos los corazones! ¡Quién pudiera recordar a los ricos que se van, las miserias de los pobres que se quedan! Pero aunque sea con débiles fuerzas, no dejaremos de clamar: -Favorecidos de la fortuna, no emprendáis el viaje sin hacer antes una obra de caridad. Que un triste consolado os desee buen viaje, y que su bendición os acompaño y os libre de todo mal.




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Patronato de los diez

No nos engañaba nuestro corazón cuando poníamos confiados El Patronato de los diez en manos de los lectores de La Voz de la Caridad, que le han recibido como verdaderos amigos y protectores de la desgracia. Les pedíamos cinco personas caritativas para empezar la buena obra, y han acudido en pocos días diez y nueve, de modo que hay ya dos decenas completas, y amparadas dos familias que se hallaban en el mayor desamparo. La primera es la que proponíamos en nuestro número anterior; la segunda es una pobre viuda sumamente digna y trabajadora, con tres hijos, la mayor de trece años, que la ayudaba como si tuviera veinticinco: tan buena y hacendosa era. Ahora ha enfermado de la vista, y es de temer que se quede ciega, si no sucumbe antes, porque tiene un grave padecimiento de estómago. Sus dos hermanos menores, niño y niña, también están enfermos con frecuencia; y la triste madre, que no cuenta más recursos que lo que puede ganar saliendo de casa, tiene que quedarse en ella muchas veces por no abandonar a sus hijos enfermos. Una persona que conoce sus excelentes cualidades y sus terribles desdichas, nos decía: «La infeliz María necesita mucho, mucho auxilio, para no morirse de hambre o de pena.» ¡Pobre mujer! Ya no te morirás de hambre, porque acuden en tu auxilio diez personas benéficas, ni sucumbirás al exceso de tu pena, porque te llevarán con la limosna el consuelo. Ya no te verás encerrada con tu desdicha, sin más auxiliar y compañero que la tristeza y el abandono; ni volverá a ponerse el sol ninguno de esos terribles días en que llegaba la noche sin que pudieran desayunarse tus hijos, ni aun siquiera la pobre enferma, que tanto merece y necesita. Tú, que has sufrido la terrible prueba con tanto esfuerzo y resignación, cuando des gracias a Dios por el auxilio que te envía, pídele que mande igual consuelo a todos los que de él estén necesitados, de modo que nadie se vea en la triste situación en que te has visto sin que halle amigos y valedores.

Para la tercera decena hay ya cuatro personas benéficas. Los infelices que ponemos bajo su protección son una anciana achacosa, con un hermano también viejo y valetudinario, entrambos, que han sido muy trabajadores, inútiles para el trabajo. En los asilos benéficos no caben, la mendicidad les repugna; muchas veces ni aun tienen fuerza para salir en busca de una limosna, y en su buhardilla pasan en el dolor los últimos días de una vida de trabajo y de virtud. ¡Qué consuelo si al oír pasos y llamar a su puerta, en lugar de la terrible visita del casero, recibiesen la de una persona que les dijese que estaban a cubierto de la última miseria, y que no tenían que temer ya el completo abandono! Creerían soñar, o que empezaba ya para ellos esa otra vida mejor en que esperan firmemente y que, a nuestro parecer, merecen. Almas benéficas, haced que se realice este sueño, y se sustituya a una realidad tan triste. ¡Podríais hacerlo con tan pequeño esfuerzo! Estos ancianos no cuentan con nada, pero necesitan muy poco. Sin vicios y con hábitos de orden, no tienen ninguna necesidad que no lo sea verdaderamente. Acudid a consolar los últimos días, que ya serán muy pocos, de una vida pura, y no rechacéis el hermoso papel de representantes de la Providencia.

Que en todo esto hay algo de providencial, nos parece claro. En las dos decenas instaladas hay enfermos, y en cada una se ha inscrito un médico. En la primera hay una niña que se priva de sus juguetes y golosinas para auxiliar a los pobres; y en la segunda hay otra mucho más pequeña, que al saberlo quiere hacer lo mismo y lo hace. ¡Niña del alma! ¡Con qué amor he besado tu frente pura por donde ha pasado tan buen pensamiento, y con qué convicción tan profunda me he dicho: -¿Qué disculpa alegaremos para dejar de hacer bien, cuando nos dan ejemplo los que a recibirle de nosotros tienen derecho?




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Convenio internacional para mejorar la suerte de los militares heridos en campaña

Firmado en ginebra el 22 de agosto de 1864


La caridad en la guerra


Al anunciar el periódico que con este título ha empezado a publicarse en Pamplona, hemos procurado dar alguna idea de lo que es la Asociación internacional de socorro a los heridos. Hoy, antes de continuar tratando este importantísimo asunto, si no con la extensión que deseáramos, con toda la que nos sea posible, vamos a copiar literalmente los artículos del Convenio de Ginebra, a fin de que nuestros lectores no ignoren nada esencial en esta grande obra de caridad, de honor y de justicia.

Artículo 1.º Las ambulancias y los hospitales militares serán reconocidos neutrales, y, como tales, protegidos y respetados por los beligerantes mientras haya en ellos enfermos o heridos. La neutralidad cesará si estas ambulancias u hospitales estuviesen guardados por una fuerza militar.

Art. 2.º El personal de los hospitales y de las ambulancias, incluso la intendencia, los servicios de sanidad, de administración, de transporte de heridos, así como los capellanes, participarán del beneficio de la neutralidad cuando ejerza sus funciones, y mientras haya heridos que recoger y socorrer.

Art. 3.º Las personas designadas en el artículo anterior podrán, aun después de la ocupación por el enemigo, continuar ejerciendo sus funciones en el hospital o ambulancia en que sirvan, o retirarse para incorporarse al cuerpo a que pertenezcan.

En este caso, cuando estas personas cesen en sus funciones, serán entregadas a los puestos avanzados del enemigo, quedando la entrega al cuidado del ejército de ocupación.

Art. 4.º Como el material de los hospitales militares queda sujeto a las leyes de la guerra, las personas agregadas a estos hospitales no podrán, al retirarse, llevar consigo más que los objetos que sean de su propiedad particular.

En las mismas circunstancias, por el contrario, la ambulancia conservará su material.

Art. 5.º Los habitantes de los países que presten socorro a los heridos serán respetados y permanecerán libres.

Los Generales de las potencias beligerantes tendrán la misión de advertir a los habitantes del llamamiento hecho a su humanidad, y de la neutralidad que resultará de ello.

Todo herido recogido y cuidado en una casa, le servirá de salvaguardia. El habitante que hubiese recogido heridos en su casa, estará dispensado del alojamiento de tropas, así como de una parte de las contribuciones de guerra que se impusieren.

Art. 6.º Los militares heridos o enfermos serán recogidos y cuidados, sea cual fuere la nación a que pertenezcan. Los Comandantes en jefe tendrán la facultad de entregar inmediatamente a las avanzadas enemigas los militares heridos durante el combate cuando las circunstancias lo permitan y con el consentimiento de las dos partes.

Serán enviados a su país los que, después de curados, fueren reconocidos inútiles para el servicio.

También podrán ser enviados los demás, a condición de no volver a tomar las armas mientras que dure la guerra.

Las evacuaciones, con el personal que las dirija, serán protegidas por una neutralidad absoluta.

Art. 7.º Se adoptará una bandera distintiva y uniforme para los hospitales, las ambulancias y evacuaciones, que en todo caso irá acompañada de la bandera nacional.

También se admitirá un brazal para el personal considerado neutral; pero la entrega de este distintivo será de la competencia de las autoridades militares.

La bandera y el brazal llevarán cruz roja en fondo blanco.

Art. 8.º Los Comandantes en jefe de los ejércitos beligerantes fijarán los detalles de ejecución del presente convenio, según las instrucciones de sus respectivos Gobiernos, y conforme a los principios generales anunciados en el mismo.

Art. 9.º Las altas partes contratantes han acordado comunicar el presente convenio a los Gobiernos que no han podido enviar plenipotenciarios a la Conferencia internacional de Ginebra, invitándoles a adherirse a él, para lo cual queda abierto el protocolo.

Art. 10. El presente convenio será ratificado, y las ratificaciones serán canjeadas en Berna en el espacio de cuatro meses, o antes si fuera posible.

En fe de lo que los plenipotenciarios respectivos lo han firmado y han puesto en él el sello de sus armas.

Hecho en Ginebra el día 22 del mes de Agosto del año 1864.

España tuvo el honor de ser de las potencias firmantes, y todas las de Europa, menos una, se han adherido después.

En 1867 se reunieron en París los representantes de los Ministerios de la Guerra de la mayor parte de las naciones de Europa, y los de todos los comités de socorro para los heridos. La emperatriz Eugenia ha tenido la gloria de iniciar el pensamiento de que los beneficios del Convenio de Ginebra, limitados a los ejércitos de tierra, se hicieran extensivos a la Marina de guerra de todas las naciones. Lo mismo pedía el Gabinete de Florencia; y como no podía menos de suceder, la proposición fue admitida. Se revisó el Convenio de Ginebra, haciendo varias enmiendas favorables al espíritu que le había dictado. Estas modificaciones, que pueden llamarse artículos adicionales, son:

1.º Hacer extensiva al material de hospitales la neutralidad, que sólo se entendía con las ambulancias.

2.º Se reconoce la neutralidad de las sociedades de socorro. (No estaban definitivamente constituidas en 1864.)

3.º Se hacen extensivas a los combates navales y fuerzas marítimas todas las disposiciones que les sean aplicables.

4.º Se declara que no puede hacerse prisioneros a los heridos. Esta importantísima proposición fue enérgicamente defendida por los representantes de Austria y España.

5.º Que se adopte un medio que permita averiguar el nombre de los muertos, evitando que se tengan por desaparecidos. (Se siguen grandes perjuicios a las familias de los muertos, cuando no pueden probar que han fallecido.)

6.º Que se obligue a asegurar los efectos del Convenio, introduciendo una sanción penal de sus artículos en las ordenanzas militares.

España no se ha adherido aún a estos artículos adicionales: tenemos entendido que el Gobierno no los ha recibido oficialmente, por extravío del correo sin duda. La Asamblea de España ha gestionado para que se le remitan de nuevo, y de esperar es que no retarde por más tiempo su adhesión.

Después de haber puesto en conocimiento de nuestros lectores la legalidad existente, quisiéramos disponer de bastante espacio para decir los prodigios que ha hecho la caridad en la guerra de los Estados Unidos, prodigios que con razón han recibido el nombre de obra de un gran pueblo. El reverendo Bellows, de Nueva York, y los médicos de la misma ciudad, Mott, Harris, Van Buren y Harsen, con el ingeniero Law Olmsted, tienen la gloria de haber sido los organizadores de la comisión sanitaria, que hallando oposición en el Ministerio de la Guerra, dijo «que estaba firmemente decidida a procurar a los hombres que combatían por la patria todos los auxilios a que tenían derecho, y que la nación tenía la voluntad y también el deber de asegurarles». ¡Hermosas palabras, que deben pasar a la posteridad grabadas, no en mármol ni bronce, sino en los corazones generosos y compasivos! Prolongado eco hallaron por todos los ámbitos de la Unión, y pronto se pusieron a la santa obra 32.000 comisiones de señoras. Se calculan en más de doscientos millones de reales los fondos recibidos por la comisión de socorro a los heridos.

La caridad no sólo allegaba recursos activos, y los empleaba solícita e inteligente, sino que lanzaba sus voluntarios sobre los campos de batalla, donde, como en Gettisburgo, socorrían a los heridos bajo el fuego del enemigo, cayendo algunos prisioneros. Después de la batalla de Frederiksburg, ningún herido estuvo más de dos horas en campo sin que le llegara auxilio. Con razón exclama el Sr. Landa, de quien tomamos esta noticia: «¡Qué contraste con lo de Solferino!»

La caridad acudió no menos solicita a la conducción de los heridos, organizando una verdadera escuadra de vapores-hospitales, de los que algunos podían llevar 4.000 y hasta 5.000 heridos. Para los transportes por tierra se construyeron vagones magníficos con 30 camas cada uno, formando con ellos trenes-hospitales. El Dr. Barnum, que tenía a su cargo los del ferrocarril de Louisville, dice que de 20.472 heridos que se trasladaron por ellos, sólo murió en el camino uno que se transportó porque tenía empeño de ir a morir a su casa.

Y no sólo se socorría a los enfermos y a los heridos, sino que se evitaban las enfermedades, que en una larga guerra son el enemigo mayor de los ejércitos. Los inspectores de la caridad avisaban las enfermedades que empezaban a manifestarse. Si la causa era la humedad del campamento, se mandaban abrigos; si la alimentación seca, vagones cargados de hortaliza, frutas, zumo de limón en grandes cantidades, etc. Estos medios preventivos han salvado muchos miles de víctimas, que no bajaron de ciento cuarenta mil, según resulta de la comparación de los datos estadísticos. ¿Se debió la victoria a este ejército, salvado por la caridad? De todos modos, ¡qué triunfo para ella!

Vengamos a nuestra patria. Dignamente representada en los congresos europeos en que se ha tratado del socorro a los heridos, con el modelo de carruaje de dos ruedas, para heridos, del Sr. Auguiz, el mandil Landa, la mochila Górriz y la camilla de fusiles del Sr. Florit, contribuyó a la Exposición de París, en que por la primera vez la caridad ha formado una sección importante, presentando mil ingeniosos medios para atenuar los males de la guerra.

La Orden hospitalaria de San Juan, correspondiendo a sus santas y gloriosas tradiciones, ha tomado entre nosotros la iniciativa en esta temeraria empresa. El 1.º de Abril aceptó la incorporación de la Orden de la Santa Cruz y víctimas del Dos de Mayo, establecida en el distrito de Maravillas con el piadoso objeto de socorrer a los heridos, y presidida por el Sr. Conde de Velarde. Esta incorporación tiene mucha importancia por más de un concepto. El descendiente de una de las más heroicas víctimas de la guerra, quiere llevar a ella caridad y perdón; la memoria del Dos de Mayo inspira sentimientos humanitarios, en vez de las rencorosas iras que despertaba; y 1.500 individuos con que cuenta la Asociación son un buen núcleo para el ejército de la caridad.

En Navarra hay una comisión, y allí está el infatigable apóstol de esta obra, Sr. D. Nicasio Landa.

En Valladolid, Guadalajara, Granada, Cartagena Valencia, Barcelona, la Coruña y otras capitales se han establecido también comisiones, de las que algunas se hallan en reorganización, ya por falta de algunos de sus individuos, que han fallecido, ya por ausencia de otros; y la Asamblea Española ha acordado en su última sesión no levantar mano hasta que deje establecida una comisión central en cada provincia, a cuyo fin se ha dividido en secciones, señalándose a cada una las provincias cuyas comisiones ha de formar: de modo que en todo el presente año la Asamblea tendrá una comisión en cada provincia, y subcomisiones dependientes de aquéllas en los puntos que lo requieran. También está formando una comisión en cada distrito de Madrid.

Pero la señal de que ha llegado la hora de que esta institución tome incremento en España, es que las mujeres acuden a tomar parte en ella: al sexo piadoso incumbe principalmente esta grande obra de piedad.

La Asamblea de Madrid ha nombrado a la Sra. Duquesa de Medinaceli presidenta de la Sección central de Señoras de Caridad. El 7 de Junio se reunió por primera vez la Sección, quedando constituida del modo siguiente:

Presidenta: Excma. Sra. Duquesa de Medinaceli.
Vicepresidenta: Excma. Sra. Duquesa de Portugalete.
Depositaria: Excma. Sra. Marquesa de Vinent.
Directora de almacenes y efectos sanitarios: Excma. Sra. Duquesa de Escalona.
Secretaria y Contadora: Sra. D.ª Carlota Jáuregui7.

Presidentas de los diez distritos en que la Asamblea ha dividido a Madrid, que son los mismos oficiales:

Excma. Sra. Marquesa de Villaseca.
Excma. Sra. Marquesa de Bedmar.
Excma. Sra. D.ª Rosario Gálvez Cañero de Ulloa.
Excma. Sra. D.ª Bárbara Izuaga de Riquelme.
Excma. Sra. Marquesa viuda de la Granja.
Sra. D.ª Adela Otaduy de Carrera.
Excma. Sra. Condesa de Velarde.

Se nombrarán las presidentas de los tres distritos restantes.

A la instalación de la Sección Central asistió, como delegado de la Junta de gobierno y Dirección de la Asamblea, el Ilmo. Sr. D. Basilio Sebastián Castellanos, uno de los fundadores de la Asociación en España y de sus propagadores más celosos o incansables.

Nuestra muy querida amiga la Sra. Condesa de Mina se ha inscrito en la Asociación de socorros a los heridos, y la Asamblea le ha manifestado su deseo de que forme en la Coruña una sección de señoras; creemos que aceptará el piadoso encargo: caridad obliga.

En Guadalajara se constituirá, si no está constituida, otra sección de señoras, para la cual la Asamblea ha nombrado presidenta a la Sra. Marquesa de Liédena.

Este gran pensamiento no necesita para ser aceptado más que ser conocido, y la Prensa prestaría un señalado servicio dándole publicidad. Santo en todas partes, en ningún pueblo es tan necesario como en España, que puede considerarse en guerra permanente. Raro es que pase un año sin que alguna lucha fratricida ensangriente las calles o los campos, haciendo necesaria por muchos conceptos la Caridad en la guerra. Rogamos encarecidamente a nuestros lectores que contribuyan a propagarla. Cuando se han suscrito a La Voz de la Caridad, cuando la leen, no es para sostener ningún interés mezquino, ni halagar ninguna pasión baja, ni distraer el ocio con diversión pueril: puesto que del dolor se ocupan y de la manera de aliviarlo, prueba es que hay en su alma buenos y elevados sentimientos. A ellos apelamos, confiados en que trabajarán según sus fuerzas para que cuanto antes llegue el día en que el grito de guerra vaya inmediatamente seguido de la voz de la compasión.

Abrigamos la esperanza de que España toda se cubrirá bien pronto de asociaciones para auxiliar a los heridos, y que si hay una guerra internacional no será la última en acudir a socorrerlos. Los campos de batalla de Europa saben ya hasta dónde raya el valor español; que sepan también todo lo que la compasión española puede. Y cuando lleguen los ricos productos de nuestro suelo para apagar la sed ardiente o confortar al débil en su congoja; cuando miren los voluntarios de nuestra caridad sostener la bandera de España a la altura en que la dejaron sus invencibles tercios; cuando un hijo de Francia reciba auxilio de la Asociación que lleva el nombre de Las víctimas del Dos de Mayo, veremos si nuestros calumniadores se atreven a repetir que el África empieza en los Pirineos.

En cuanto a nuestras luchas intestinas, donde la piedad es más necesaria, más obligatoria y suele ser más difícil, también se humanizarán apenas se extienda la Asociación del Socorro. Apresuremos ese día, y que cuando la historia nos haga los terribles cargos que merecemos por nuestros errores, nuestras miserias y nuestras pasiones, pueda también añadir en nuestra defensa: -Pero en aquel que parecía naufragio de todas las virtudes, se salvó una, la caridad. Ella pasaba por los campos de batalla enfrenando las iras de la venganza, llevando consuelo a todo el que sufría, y purificando aquella atmósfera infestada por malas acciones y perversos sentimientos: ella formaba ejércitos que luchaban, no para dar la muerte, sino para dar la vida, y que tenían por suyos a todos los necesitados de amparo: no caía un herido sin que lo sostuviera el brazo fuerte de un hombre compasivo; ningún moribundo llamaba a su madre sin que le respondiera una mujer que procuraba consolarle llorando. -Si esto se alega en nuestro descargo, no se avergonzarán nuestros nietos de tenernos por antepasados. La caridad es amor: que Dios y la posteridad puedan decir a nuestra época como Jesús a la mujer pecadora: MUCHO SE TE PERDONA, PORQUE MUCHO HAS AMADO.

15 de Julio de 1870




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Don Julián Riaño y Peña

La caridad en España


Bajo el epígrafe que encabeza estas líneas no vamos hoy a tratar de ningún establecimiento benéfico ni a deplorar su mala situación, ni a congratularnos por su buen estado. No vamos a dar cuenta a nuestros lectores de ninguna fundación nueva en que el dolor desvalido encuentre albergue y consuelo. Don Julián Riaño y Peña no tenemos noticia que sea el fundador ni el bienhechor en grande escala de ningún asilo benéfico. ¿Por qué, pues, pronunciamos su nombre al tratar de la caridad en España? Porque la caridad de un pueblo no se mide sólo por los edificios que levanta para amparar la miseria, ni por los socorros que le lleva al rincón adonde sufre, sino por todas las acciones en que hay amor, compasión, benevolencia, sacrificio; y cuando un hombre a impulso de estos móviles obra; cuando, como dice San Juan, da su vida por los hermanos y arrostra el peligro de la muerte por libertar de ella a uno de sus semejantes, eleva a la caridad un monumento tan majestuoso y duradero, como esos que, asentados hace muchos siglos sobre firmes bases, parecen desafiar el poder del tiempo. La caridad no tiene por condición circunstancias exteriores, como el poder, el nacimiento o la riqueza; nada hay en ella casual, fortuito ni privilegiado; tiene el carácter de las cosas grandes, ser de todos para todos; la bondad del corazón, la firmeza de la voluntad, he aquí lo que necesitan grandes y pequeños, pobres y ricos, sabios e ignorantes, para ser caritativos. La posición puede influir en la forma de la caridad, pero la esencia está en el alma; la mano que da parte de la limosna recibida, que restaña la sangre, que cura la llaga, que disputa sus víctimas al contagio, que da el óbolo de la viuda o la cuantiosa ofrenda de la opulencia, que salva al náufrago, que detiene el brazo del asesino, es siempre el instrumento de una virtud celestial. Todos no podemos ser poderosos, ni ilustres, ni ricos, ni sabios; pero caritativos podemos serlo todos. Este poder, que lleva un deber consigo, envuelve también una lección, y nos enseña a buscar en las formas de la caridad su esencia, y evaluar el mérito de una buena obra por la bondad y el esfuerzo que necesita. Don Julián Riaño no posee, como Peabody, inmensas riquezas que legar a los pobres; pero tiene en su corazón el tesoro de los buenos sentimientos, y en su voluntad la firmeza incontrastable que impulsa a las grandes acciones. En la noche del 2 de Julio, una horda de asesinos persigue a dos hombres inocentes e indefensos; uno cae horriblemente asesinado, el otro se acoge a la casa del Sr. Riaño, que se abre amorosamente para el perseguido. La turba furiosa quiere arrancarle a la hospitalidad, que bien puede llamarse santa dada en tales condiciones. Si fuéramos pintores, en vez de pedir asuntos a la mitología, a la guerra, a la fortuna o a la voluptuosidad, los buscaríamos en la virtud, y haríamos el siguiente cuadro: Un joven débil, enfermizo, delicado, dulce, yace muerto y horriblemente destrozado. Los asesinos, con la faz siniestra del que lleva las manos teñidas en la sangre inocente de un hombre que no ha podido defenderse, sienten ya la embriaguez del crimen, quieren otra víctima, y van a sacarla de su asilo. Muchos y armados acometen a un hombre inerme que les cierra el paso; su voz enérgica invoca el derecho y recuerda el deber; su brazo nervudo rechaza la fuerza, da y recibe golpes, triunfa. Hermoso contraste en el orden moral el que ofrecen aquellos verdugos al pretender inmolar otra víctima inocente, desconocida para ellos, y el valeroso campeón que la defiende, también sin conocerla; contraposición que en la esfera del arte produce bellezas de primer orden. Al lado de los rostros feroces y viles, la fisonomía radiante que revela la piedad, la abnegación, el valor, la indignación santa, y alguna cosa sobrenatural que hay en el hombre cuando olvida el riesgo de su propia vida por salvar la de uno de sus semejantes. ¡Oh! Si fuéramos pintores haríamos este cuadro por satisfacer nuestra conciencia, y para dar una lección a la conciencia pública, muy necesitada de las de esta clase.

Creíamos que Riaño recibiría inmediatamente la cruz de Beneficencia, como la recibió Peralta. No somos sospechosos de indiferencia para con el joven que se arrojó al estanque del Retiro; hemos cantado su caritativa hazaña8, si no en elevado tono, superior a nuestras fuerzas, con palabras sentidas que salían del corazón; pero comprendemos que no hay elemento desencadenado tan terrible como el furor de una turba sin freno; que esa muerte con que amenaza se presenta bajo mil formas horribles e ignominiosas, propias para hacer temblar al más fuerte, y antes que caer en sus manos preferiríamos ser lanzados al abismo desde la catarata del Niágara. Por eso creemos que la acción de Riaño es altamente meritoria, y que la cruz de Beneficencia puede brillar en pocos pechos más dignos de llevarla. La pedimos, primero por un sentimiento de justicia, y después por razones de conveniencia, que la índole de nuestro periódico no nos permite dar, pero que son muy fuertes. En cuanto al que la ha merecido, lleva la recompensa en su conciencia y en la simpatía y el respeto público, que cuando son merecidos, valen más que las condecoraciones de los Gobiernos. Puede decir con Rioja:


   Aquel entre los héroes es contado
que el premio mereció, no quien lo alcanza
por vanas consecuencias del Estado.



Como no influimos en la opinión, no pedimos para el Sr. Riaño un público testimonio de aprecio, limitándonos a mandarle la expresión del nuestro muy sincero, a desearle todo bien, y a rogarle que si alguna vez Dios le manda alguna prueba ruda y necesita consuelo, nos tenga por sus amigos. Quien tanto hace por amor a la humanidad, de todos debe ser amado.

Otro homenaje, aunque humilde, hemos querido ofrecerle, consignando su hermosa acción en los Anales de la Virtud. Íbamos a insertar a continuación el romance en que se canta; pero desistimos, porque nos dicen que está escrito con demasiado calor, y que más propio que de LA VOZ DE LA CARIDAD sería de LA VOZ DE LA JUSTICIA.




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Bases para una ley de beneficencia

Hemos vacilado antes de poner a este artículo el título que lleva, porque podría parecer demasiado jactancioso; y sólo la dificultad de sustituirle con otro que dé al lector clara idea de lo que en él se trata, nos ha decidido a emplearle. Declaramos muy sinceramente que no tenemos la pretensión de formular unas bases, conforme a las cuales deba redactarse una ley de Beneficencia; creemos que nuestro trabajo es muy imperfecto, pero creemos también que, como hijo de la buena voluntad y de muchos años de pensar en la materia, podrá tener alguna cosa aceptable y útil. No lleva, pues, más pretensión que la del parecer de una persona bien intencionada, que por muy sentido y meditado, tal vez pueda servir de algo a los que formulen la nueva ley de Beneficencia que, hay derecho para esperarlo, debe presentarse antes de mucho tiempo.

Las bases que proponemos son la consecuencia de los principios que dejamos sentados en nuestros números anteriores, y a los que nos referimos. Las que, a nuestro parecer, necesitan alguna explicación, se la daremos por nota.

BASES.

1.ª La beneficencia es municipal. Con el objeto de localizarla cuanto sea posible, en las grandes poblaciones será de distrito y aun de barrio.

2.ª La beneficencia será provincial o regional para aquellos desvalidos cuyo corto número no consienta que puedan ser amparados en el Municipio sin que éste haga grandes e innecesarios gastos: en este caso están los manicomios.

3.ª Los hospitales serán municipales: habrá uno en cada cabeza de partido con el nombre de enfermería, costeada por el Municipio. Será de desear que todos los Ayuntamientos establezcan enfermerías, pero no es obligatorio más que para los de las cabezas de partido9.

Los Ayuntamientos que no teniendo enfermería manden a la cabeza de partido sus enfermos, pagarán una estancia módica10.

En las grandes poblaciones en que hay grandes hospitales, no se podrán por de pronto establecer pequeños, pero debe trabajarse cuanto sea posible con este objeto.

4.ª Las Inclusas serán de distrito, formadas por el partido judicial. En la enfermería de la cabeza de partido habrá un torno para recibir a los expósitos11.

El niño pobre, de legítimo matrimonio, cuya madre hubiere muerto, o por enfermedad no pueda lactarle, tendrá derecho al importe de la lactancia, que recibirán sus padres hasta que cumpla un año12. La ley señalará un mínimum de retribución para la lactancia de los expósitos.

5.ª Los expósitos mayores de siete años serán devueltos por sus nodrizas, a menos que en su compañía puedan recibir educación. Ésta se procurará en el distrito, y sólo en el caso de ser imposible, se mandará el expósito al Hospicio provincial, donde el distrito pagará la estancia13.

6.ª El distrito acogerá a los niños desamparados, atendiendo a su manutención y educación, y sólo en el caso de no ser ésta posible los enviará al Hospicio provincial, donde pagará la estancia.

7.ª Los imposibilitados para ganar el sustento por su edad o sus achaques, serán socorridos a domicilio siempre que sea posible. Sólo en caso de no serlo se enviarán al Hospicio provincial, pagando la estancia14.

8.ª Habrá un hospicio en cada capital de provincia para los desvalidos admitidos ya y para los expósitos, desamparados e inválidos que no puedan ser socorridos en los distritos y municipios.

9.ª En cada capital de provincia habrá un asilo de párvulos por lo menos; le habrá también en los pueblos de importancia, y cuya población se señalará.

10. En cada capital de provincia habrá una casa de maternidad. La habrá igualmente en los pueblos importantes cuya población se señalará.

11. Se dejará a la caridad individual o colectiva la libertad de crear establecimientos benéficos, sin otra obligación que manifestar a la autoridad su objeto, presentar su reglamento, publicar sus cuentas y aceptar la inspección del Gobierno en lo que se refiere a higiene y moralidad.

12. Las asociaciones caritativas tendrán completa libertad para organizarse, sin más obligación que la de presentar su reglamento y publicar sus cuentas.

13. En los hospitales en que haya cierto número de camas; en los hospicios en que haya cierto número de acogidos, y en los tornos en que haya cierto número de expósitos, habrá Hijas de la Caridad15.

14. Las Comisiones de beneficencia de las Diputaciones provinciales y Ayuntamientos llamarán a sí y se asociarán a las personas benéficas que crean útiles al mejor desempeño de su cometido.

15. En las capitales de provincia y poblaciones de importancia se procurará crear una asociación caritativa que se haga cargo de la tutela de los expósitos y desamparados; una vez instalada y reconocida oficialmente, tendrá todos los derechos y deberes que la ley da a los tutores16.

16. En cada cabeza de partido, el Ayuntamiento invitará a las señoras en cuya bondad confíe, a que formen una Junta de caridad con el objeto de velar por los expósitos y atender cuanto les sea posible al hospital. Lo mismo hará el Presidente de la Diputación provincial en la capital de provincia. Donde hubiere Junta de señoras, las invitará a acoger especialmente bajo su amparo a los expósitos y enfermos. El Gobierno procurará formar en Madrid una Junta general de caridad compuesta de señoras, a la que consultará en las cuestiones de Beneficencia, lo mismo que la Diputación provincial y el Ayuntamiento en la provincia y el municipio. Se pondrá en conocimiento de la Junta general de Caridad las que se vayan instalando en las provincias y municipios, para que procure ponerse en comunicación con ellas, y que la caridad esté organizada para que sea más ilustrada y más fuerte.

17. Las plazas de médicos de Beneficencia se darán por oposición, siempre que su sueldo llegue a 4.000 reales.

18. Los empleados en Beneficencia no podrán ser separados sin previa formación de expediente, en que serán oídos.

19. El Gobierno tendrá el derecho de inspección sobre los puntos siguientes:

1.º Si el establecimiento benéfico está conforme a lo que la moral exige: separación de sexos, buena educación, etc. Los inspectores de escuelas deben visitar las de los asilos benéficos.

2.º Si el edificio tiene condiciones materiales para el objeto, y obligar, en caso de que así no sea, a que se modifique conforme a los preceptos de la higiene, y a que no se infrinjan tampoco por falta de aseo, trabajos excesivos, etc.

3.º Qué clase de castigos se emplean, proscribiendo los brutales y degradantes.

4.º Si las cuentas están en regla.

5.º Exigir que todo establecimiento benéfico tenga su reglamento.

El Gobierno debe exigir la responsabilidad de cualquier falta a quien haya lugar.

20. Los edificios públicos que no tengan otro destino, podrá utilizarlos la provincia y el municipio para establecimientos benéficos, sin que en ningún caso haya que abonar por ellos cantidad alguna. Lo mismo se entenderá cuando un establecimiento benéfico a cargo del Estado y su propiedad pase a ser provincial o municipal17.

21. Si una provincia por no tener manicomio manda sus dementes a un establecimiento particular, las autoridades, además de velar por ellos muy particularmente, harán todo lo posible para organizar una asociación caritativa que los visite y vigile para que sean bien tratados.

22. Se pagarán de fondos provinciales los gastos que originen los expósitos desamparados e inválidos acogidos en los hospicios, hasta la publicación de la nueva ley. Una vez publicada, los partidos y municipios pagarán las estancias de los expósitos desamparados o inválidos que envíen. Los establecimientos regionales serán sostenidos por las provincias que los utilicen; los municipales, por los Ayuntamientos.

23. Todo establecimiento benéfico, de cualquier clase que sea, tiene obligación de publicar anualmente cuenta detallada de sus gastos, y noticia del número de socorridos.

24. La inspección de los patronatos, a fin de que se cumplan las condiciones de la fundación, es de los Ayuntamientos, y ellos harán las veces del patrono cuando por cualquiera circunstancia falte.

25. La permanencia en los establecimientos de beneficencia es voluntaria.

26. No se podrá conducir a nadie al pueblo de su naturaleza porque carezca de medios de subsistencia.

27. La cruz de Beneficencia recompensará los grandes servicios hechos a la humanidad, sin perjuicio de otras recompensas conforme a las circunstancias de la persona que los presta.

28. La ley fijará el plazo en que los hospitales generales y provinciales de las grandes poblaciones han de pasar a ser municipales. Este plazo deberá ser bastante largo, para dar lugar a que los Ayuntamientos se hallen en una posición más desahogada, y que en la opinión y las costumbres penetre la idea justa de que cada pueblo debe cuidar de sus enfermos.

29. Todo hospital o enfermería, teniendo cama disponible, debe admitir a cualquier enfermo que lo solicite, sin exigir documento ni formalidad ninguna. Debe establecerse como principio, que toda persona tiene derecho a ser socorrida en el lugar donde enferma. La retribución de que habla la base tercera se entiende de los enfermos enviados por los Ayuntamientos a un hospital o enfermería que no es la suya, y no de los que enferman en el pueblo donde son socorridos, cualquiera que sea el de su naturaleza.

30. La ley de Beneficencia es obligatoria como todas las leyes.

Antes de terminar haremos dos advertencias.

1.ª Hemos tenido que acomodarnos a la legislación vigente, porque la ley de Beneficencia no puede tener la pretensión de cambiarla.

2.ª Que sin graves males no es posible privar al Gobierno de toda intervención en Beneficencia, ni dejar de prever el caso en que la coacción sea necesaria. Los pueblos, como los individuos, no pasan impunemente de no tener voluntad a erigirla en ley suprema.




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Patronato de los diez

Encontró eco en las almas compasivas La Voz de la Caridad, cuando pedía auxilio para aquellos ancianos tan buenos como desvalidos; ya están rodeados del grupo caritativo de la tercera decena, y sus últimos días a cubierto de los horrores de la miseria y del abandono: llamó a su puerta la compasión bendita, y con ella entraron la esperanza y el consuelo: cuando en su tribulación imploraban auxilio, no se atrevían a esperarle tan eficaz como el que Dios les ha enviado.

También en está decena hay un niño, ausente, que quiere consagrar sus ahorros al socorro de los ancianos. Cuenta tener para tres meses, y después espera que Dios le dará. ¡Oh! sí: Dios te dará, hijo mío, para que partas con aquellos a quienes directamente no da nada, y cuando vengas, irás a visitar a los viejecitos, y los consolarás, y por su mano y por su boca te bendecirá tu buena madre desde el cielo, que aun allí debe causarle alegría el ver al hijo de sus entrañas que desde tan pequeño empieza a consolar a los tristes.

En la primera y segunda decena, la caridad se ha puesto pronto a prueba. Sus pobres están enfermos, y en la primera, una joven ha tenido un acceso de locura, que coloca en una situación bien terrible a su pobre madre, también enferma. Sus patrocinadores hacen todo lo posible por auxiliarla, y porque la triste privada de razón no vaya al departamento de locos del hospital, que saben cómo está.

La cuarta decena se está formando: para completarla no faltan ya más que cuatro personas compasivas, que quieran llevar consuelo a una familia que le necesita mucho. Es un hombre que se ha quedado ciego, su mujer enfermiza, un hijo de doce años y una hija de cinco, sin más auxilio que la caridad. Su miseria se ha aumentado con la larga enfermedad del niño, que ha tenido el tifus, del cual no se creyó que salía. Aquel cuadro terrible del padre sin vista, la madre sin salud, el hijo moribundo, y la miseria cerniéndose sobre todos como un ave de rapiña, de cuyas garras no podían escaparse, se vio iluminado por la divina luz de la caridad. Ella llevó a los que proveyeron a lo más indispensable, a los que se sentaron a la cabecera del enfermo, a los que dijeron a la madre que se volviera a su lado, encargándose de las compras que iba a hacer. Hay un rasgo que merece consignarse. El tifoideo no tenía sábanas en la cama; un joven que lo visitaba pide y obtiene en su casa un par de sábanas nuevas y fundas para las almohadas. Corre a la buhardilla con su paquete; la madre le recibe, como es de suponer; pero aplaza el hacer uso del don precioso hasta que tenga quien le ayude a mover a su hijo, que está como un tronco. Ahora mismo, exclama su bienhechor; y sin temor al contagio, tan temible especialmente a su edad, ayuda a sacar al enfermo, le hace la cama, y le deja limpio y arreglado: Dios le preservó del contagio. Bendito sea, adolescente caritativo, tu nombre, que ignoro: si por acaso lees estas líneas, sabe que al escribirlas han salido de mis ojos esas lágrimas que caen como un bálsamo sobre el corazón.

Pero los esfuerzos que se hacen en un momento supremo no es dado continuarlos individualmente; se necesita más de una mano para levantar el grave peso de una familia cuyas necesidades no puede cubrir el trabajo. Que lleguen, pues, diez manos piadosas a sostener la pesada cruz de una vida tan triste. Que esos ojos que no ven el sol no lloren en la miseria última y el completo abandono; que esa pobre madre, no teniendo pan que dar al niño que estuvo tantos días moribundo, no piense, no diga tal vez: ¿Para esto vives, hijo mío? Más valía que cuando estuviste tan malo hubieras muerto.




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Colegio de la Unión en Aranjuez

La caridad en España


Este Colegio se fundó en 1835, para recoger y educar a huérfanas de milicianos y militares muertos en campaña: el objeto no podía ser más laudable; pero, tal vez por falta de conocimientos especiales en la materia, no se organizó tan bien como fuera de desear. Hace años que hemos visto su reglamento, que nos pareció muy imperfecto, y los resultados que ha dado confirman nuestra opinión.

En el presupuesto del Estado tiene este Colegio consignada asignación de 150.000 reales anuales; de modo que, cuando, como ahora, el número de colegialas es de 45, cuesta cada una más de 9 reales diarios, no correspondiendo la educación que reciben al sacrificio que se hace, puesto que ni elementos de música aprenden. O esta cantidad está muy mal administrada, o las colegialas deben tener más comodidades de las que a su situación corresponden y a las que habrán de hallar cuando salgan, porque sus aspiraciones no van mas allá del título de maestras, que no obtiene sino un corto número. Muchas viven y mueren en el Colegio por no tener familia ni hallar colocación.

El establecimiento no se utiliza nada del trabajo de las colegialas; de todo esto se infiere que no está bien organizado.

Deseando que una pobre huérfana entrase en el Colegio de la Unión, y habiendo oído que estaba en un estado deplorable, hemos procurado informarnos, y las noticias que por varios conductos fidedignos recibimos son bien tristes. La comida escasa y mal condimentada, y la enseñanza descuidada. Hay una profesora para la costura; y el bordado, escritura, lectura, etcétera, sin profesoras.

Nos hemos persuadido que estas noticias deben ser exactas, porque el jefe del negociado de Beneficencia, a quien sin duda habían llegado también, con un celo que le honra ha hecho una visita al establecimiento, de cuyas resultas han sido separadas algunas sirvientas. Personas bien informadas nos aseguran que las pobres huérfanas han inspirado todo el interés que merecen, y que se trata de hacer grandes reformas y un nuevo reglamento. También hemos oído que serán admitidas en este Colegio las acogidas en el Refugio de Valencia, hoy suprimido.

Puesto que en la esfera oficial hay tanto celo o interés en favor del Colegio de la Unión, muy necesitado de reforma, después de congratularnos por ello y dar las gracias al señor jefe del negociado, vamos a permitirnos algunas observaciones.

Tratándose de reforma y de nuevo reglamento, lo primero que se debe hacer es fijarse bien en el objeto del establecimiento y en la clase de educación que deben recibir las acogidas para conseguirle. No creemos que el Estado, al acoger a las huérfanas, debe proponerse convertirlas en señoritas, sino en mujeres que trabajando ganen el sustento. Pueden salir del Colegio para maestras, o para servir de doncellas o amas de llaves, y es necesario utilizar el trabajo de las que se queden. Según la vocación y disposiciones de cada una, deben formarse tres grupos: para la enseñanza, para el servicio doméstico y para quedarse en el establecimiento. La que tenga vocación para Hermana de la Caridad, debe ser auxiliada por el establecimiento con la suma necesaria.

En la Escuela Normal Central de maestras se ha creado una nueva carrera, la de institutrices, y tenemos noticia de que se creará alguna otra. Es necesario seguir con cuidado los progresos que haga la educación de la mujer, para utilizarlos en favor de las huérfanas, a fin de conseguir el objeto indicado; que fuera del Colegio provean a su subsistencia, y dentro indemnicen con su trabajo, en parte al menos, los gastos que ocasionan. De los productos del trabajo de la huérfana deben hacerse dos partes, una para ella, que se impondrá en la Caja de Ahorros, y otra para la casa.

Fijado el objeto, hay que poner los medios para conseguirlo. Es indispensable un buen reglamento, pero antes de formarlo hay que resolver este punto capital: ¿A quién se confía la dirección inmediata de las niñas? Es muy difícil hallar una persona a propósito para rectora. ¿No sería preferible conferir la dirección inmediata de las niñas a Hermanas de la Caridad? Desearíamos que la persona que haya de decidir sobre esto observara lo que pasa en los colegios de Santa Isabel y San Ildefonso de Madrid, donde las alumnas internas proveen a su manutención con el fruto de su trabajo: tal vez de este estudio resultará el convencimiento de que el Colegio de Aranjuez debería confiarse a Hermanas de la Caridad. Antes de la Revolución, una junta de señoras protegía el establecimiento: es indispensable restablecer este protectorado, no sólo porque representa la caridad, sin la cual nada bueno puede hacer la beneficencia oficial, sino porque las señoras, que debía procurarse que tuvieran buena posición, contribuirían mucho a que las huérfanas hallaran colocación fuera del establecimiento.

Otro punto importante es que el jefe del establecimiento resida en Aranjuez y no en Madrid, advertencia que no parece ser necesaria, pero que lo es. Convendría también deslindar las atribuciones mejor que lo están ahora, porque cuando hay dos o más personas con igual autoridad, difícil es el orden y la armonía.

Desearíamos que el nuevo reglamento, al abrazar los puntos capitales, no descuidara otros que parecen secundarios, pero que tienen mucha importancia, como horas de trabajo y descanso, de comer, días de paseo, y todo lo que se refiere a la higiene, teniendo en cuenta que sus reglas son diferentes para los adultos que para los niños, necesitando éstos más sueño, alimentarse con más frecuencia, etc.

El Estado, al acoger a las pobres huérfanas, tiene para con ellas los deberes de un padre, o cuando menos de un buen tutor, y ha de estar representado en el establecimiento por personas dignas y bien educadas, no siendo posible que dé educación el que no la tiene. Los asilos que se abren a la desgracia no es para prolongarla, sino para ponerlo remedio; y el Colegio de la Unión, que acoge a las huérfanas desdichadas, debe procurar que sean dichosas, no por la molicie y los regalos, sino por la virtud, la ilustración y el trabajo; debe procurar que con sus buenas cualidades se hagan apreciar, y formen una nueva familia en lugar de la que la muerte les arrebató.



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