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Artículos sobre beneficencia y prisiones

Volumen II


Concepción Arenal






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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

DOÑA V. P. DE M.- Gran prueba es de bondad acordarse en el dolor de los afligidos. Se han recibido los 200 reales, y que reciba usted el equivalente en consuelos; el mejor modo de honrar la memoria de los muertos, es hacer bien a los vivos que padecen.

D. P. C.- Gracias muy de corazón por quererse asociar a nuestra obra. Los 40 reales se han transformado en abrigo; que el recuerdo de su buena acción le acompañe a usted en su soledad.

SR. M. DE H.- Vinieron los 200 reales, y por tan buenas manos, que aumentaron su valor. Con esto, y la ropa y calzado, se hace una buena limosna a los pobres; además de su bien hace usted otro, proporcionándonos el espectáculo hermoso y consolador de la inocencia amparando la desgracia. Estos tiernos corazones han respondido a la voz del de usted como podía desear, por mucho que deseara. La buena semilla ha caído en buen terreno. Usted recogerá fruto de satisfacciones y consuelos. Que M. N. J. y J. hallen el peso de la vida tan ligero, como se lo parece el del saco que con afanosa y caritativa codicia llenan para los pobres.

DOÑA C. S. DE A.- Llegaron los 40 reales, que nos trajeron, con el socorro de los pobres, la satisfacción de ver que se asocia usted a nuestra obra; doble beneficio por el que damos a usted dos veces las gracias.

D. J. F. Y SRA. DE F.- El aguinaldo de nuestros pobres había dejado sus fondos en bastante mal estado, cuando vinieron los 500 reales como llovidos del cielo, donde serán premiados los que consuelan a los afligidos de la tierra. Grande contentamiento llevó el donativo a los que estaban ocupados en pesar y medir las raciones de la colación, y no es el primero que ustedes les proporcionan. Buen aguinaldo, 25 duros que dar y dos nombres más que bendecir.




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A nuestros amigos desconocidos

Una persona vivía hace ya muchos años en una pequeña aldea, apartada del mundo por altas montañas y por un aislamiento absoluto, conversando nada más que con algunos libros, y en la mayor soledad, su inteligencia y sus sentimientos. La incomunicación era completa; la vida, triste; el vacío, grande; la fuerza que se necesitaba, mucha; las ocasiones en que faltaba, frecuentes. Un día, levantándose enérgicamente después de una caída, puso su espíritu en comunicación con otros espíritus; vio y afirmó que en alguna parte, no sabía dónde, pero que en alguna parte, había criaturas que, como ella, pensaban y sentían, hermanos de inteligencia y de corazón a quienes amaría, y de los que sería amada si llegaban a conocerse; y, por su parte, empezó a amar a aquellos seres de cuya realidad no dudaba ya. ¿Los vería alguna vez? Lo ignoraba, y con su fe, su duda y su esperanza, hizo una composición poética que tenía el mismo título que este artículo, y que concluía así:


    Si Dios, el dulce consuelo
Niega a mi dolor profundo
De veros aquí en el mundo,
¡Mis amigos! ¡Hasta el cielo!



Dios no le ha negado este consuelo. En el mundo ha ido hallando aquellas almas semejantes a la suya que había visto en la soledad, y aquellas manos piadosas que llamaba en su auxilio, y que hoy la sostienen en su penosa marcha.

A los redactores de La Voz de la Caridad les sucede algo parecido a lo que lo acontecía a aquella persona solitaria. Se sienten solos porque no saben dónde están sus amigos desconocidos, pero no dudan que los tienen. ¿Cómo han de suponer que haya poblaciones importantes y aun capitales de provincia donde La Voz de la Caridad no halle eco? ¿Cómo han de creer que en cualquiera agrupación numerosa les ha de faltar un amigo que puede probar que lo es a muy poca costa? Se trata nada más que de encargarse de la recaudación de las suscripciones de provincias, que se hace con dificultad pagando el tanto por ciento, o que no se hace. Si mandáramos los recibos al corresponsal benéfico, éste, con muy poco trabajo, realizaría una gran ganancia para los pobres. Se trata nada más que de hacer la propaganda de los buenos sentimientos, y de dar noticias de los dolores. De estos corresponsales tenemos ya en:

Hellín.
Málaga.
Jerez de la Frontera.
Sevilla.
Valladolid.
La Vega de Ribadeo.
La Coruña.
Gerona.
Granada.
Oviedo.
Albacete.

Pero nos faltan en la mayor parte de las poblaciones donde tenemos suscriptores. Algunos han venido diciéndonos palabras de simpatía para los desdichados y de consuelo para nosotros, como las siguientes:

«Yo me ofrezco con mucho gusto a ser el corresponsal de La Voz de la Caridad de esta capital, no sólo para el cobro de suscripciones, sino también para todo cuanto pudiera convenirles relativo a esa publicación.

»Pobre operario, llevaré este grano de arena al edificio de la caridad, y emplearé hoy una actividad mayor, si cabe, que la empleada hasta aquí, para procurar el incremento de esta revista, que tal vez está llamada a producir un gran interés social.»

¡Oh! vosotros los que pensáis y sentís como pensamos y sentimos; los que tenéis lástima del afligido y deseáis favorecerle; los que halláis en vuestro corazón ecos prolongados para las voces dolientes, venid: sabemos vuestra existencia, pero ignoramos vuestro retiro; apresuraos a revelarnos el lugar en que moráis, para que nuestros ojos puedan volverse dulcemente hacia allí; decidnos vuestro nombre, para que nuestros labios le pronuncien con amorosa gratitud; no tardéis, porque los desventurados tienen mucha necesidad de que se den a conocer nuestros amigos desconocidos.




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Las decenas

El patronato de los diez


Algunos suscriptores, y aun personas que no lo son, nos preguntan sobre lo que son las decenas, y lo que representa el Patronato de los Diez, con el deseo de formar parte de esta Asociación en Madrid, o de establecerla en otros puntos. A algunos los hemos remitido los números 6 y 10 de esta revista, en que se insertaron esos detalles; pero tenemos la desgracia de que dichos números y algunos otros están agotados. Hacer una nueva edición es costoso; copiar los artículos es imposible o enojoso; y, sin embargo, no ha faltado un suscriptor de Motril, a quien sólo conocemos por las muestras que nos da de tener excelente corazón, el cual se ha tomado la tarea de hacer seis copias del artículo inserto en el núm. 6 para difundirlo entre sus amigos, lo cual excita toda nuestra gratitud.

Vamos, pues, a resumir en breves palabras lo que es el Patronato, para conocimiento de las personas que desean saberlo, y también para fijar bien la índole y el carácter de esta Asociación, sobre la cual pueden haberse formado quizás ideas equivocadas.

El Patronato de los Diez es la misma institución que bajo el nombre de Obra de las familias se fundó en París por el dignísimo Arzobispo monseñor Sibour, a quien una mano criminal arrebató a las fervorosas tareas de la caridad cristiana.

No cabe institución más sencilla. No es una sociedad organizada cual lo están las demás que trabajan en el mundo para diversos objetos; ni una congregación con estatutos formales y obligaciones de imprescindible cumplimiento. Es simplemente el acto de reunirse diez personas de buena voluntad, para la obra caritativa de cuidar y socorrer a una familia desvalida. Son diez; hacen las veces de padre o patrono, y de aquí el nombre que le dimos de Patronato de los Diez.

Luego que se completa ese número de personas, celebran una reunión, en la cual se elige una familia pobre, pero muy pobre, de esas que ofrecen cuadro de miseria desgarradora; se hace colecta secreta, pasando una bolsa, en la que cada uno pone la cantidad que quiere para los gastos del mes, y se nombra un visitador o visitadora, que viene a ser la parte activa y laboriosa de la Decena, y que se hace cargo del dinero que ha producido la cuestación.

Con este fondo empieza la acción material del Patronato. Los límites de éste no están ni pueden estar definidos previamente; los marcan las necesidades de la familia pobre y los recursos de la Decena. Versa principalmente sobre el alquiler de la casa, ropas, dinero para comida, en metálico o en bonos de víveres contratados en una tienda de comestibles, y todo lo demás que se necesita. Si en la familia hay enfermos, se buscan médico y botica gratuitos, lo cual, dicho sea en honra de esta clase, no es difícil1; si hay niños, se les facilita admisión en la escuela; si son personas que pueden trabajar, se las busca objeto en que hacerlo y ganar jornal; y si ha entrado en la familia esa gran calamidad que se representa por papeletas de empeño en casa de préstamo, se procura rescatarlas. Finalmente, si la desgracia ha abatido o agriado a los que sufren, se les procuran consuelos de palabra, demostraciones de simpatía, y esfuerzos para inspirarles confianza en Dios y resignación para soportar las penalidades que no pueden remediarse. Es, en fin, la acción amplia, espontánea y generosa de un amigo que visita a otro desgraciado y que tiene voluntad y medios de socorrerle y consolarle.

Una vez al mes vuelve a reunirse la Decena; el visitador da cuenta de lo que ha hecho, y presenta una simple nota de lo gastado; es el único papel que se escribe en esta Sociedad, que no tiene estatutos, ni presidente, ni secretario, ni libro de actas. Todo lo suple la caridad.

Aunque el visitador es el que está más directamente al cuidado de la familia protegida, no hay inconveniente, y sí ventaja, en que la visiten los demás individuos de la Decena, porque, viendo el buen resultado de su caridad, se apasionan más al puro placer de ejercerla.

Una sola familia para diez personas no es una carga pesada, mucho más si las que pueden, además de la cuota en metálico, dan el desecho de ropa, el sobrante de la comida, la recomendación para trabajo, y los mil recursos que hay para hacer bien. Y cuando todo esto no baste, si alguna vez hay déficit en el modesto fondo de la Decena, nuestra revista, que es la fundadora de ese Patronato, acude con sus fondos adonde no alcancen los de los socios, si bien esto es sólo para casos extraordinarios, porque el producto del periódico está afecto al socorro de otras familias pobres que no están socorridas por las Decenas.

Hoy tenemos en Madrid diez y ocho Decenas2, y algunas en cuadro, que sólo esperan completar el número para funcionar, a cuyo fin nuestra Redacción, como centro organizador, recibe y da con gusto cuantas indicaciones se deseen. Son, pues, diez y ocho familias socorridas, y 180 personas ocupadas en ejercer la caridad. ¡Que Dios proteja a unas y a otras y aumente su número!

1.º de Enero de 1872.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

D. R. L.- Al mismo pobre, muy necesitado y muy digno, que había recibido la ropa, lo dimos los 28 reales. Sintió que no estuviera usted aquí, porque quería ir a darle las gracias. Ya le llegarán, le dijimos, y pronto; no están lejos de los pobres sino los que miran con indiferencia sus dolores, y no es de este número el favorecedor.

LOS H. DE LA C. DE V.- La que tantos recuerdan y sienten y ustedes lloran, les ha dejado un gran vacío en el corazón. Ustedes comprenden que de ningún modo puede llenarse mejor que con buenas obras, que las lágrimas que se derraman son menos amargas cuando se mezclan a las que se enjugan, y que consolando se recibe consuelo. Para ustedes le pedimos a Dios, y con nosotros tantos como le han recibido con los 1.000 reales de su bendita limosna. Amparar al desvalido en nombre de los que amamos es como prolongar su vida, porque no ha muerto el que hace bien y es amado. Cuando no podemos escuchar ya la voz querida, no hay ninguna tan dulce como la del dolor consolado que bendice su memoria.




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Sin luz

El dolor es una caverna cuyas profundidades no conocemos, porque es raro que al asomarnos a ella no nos haga retroceder la pena, el terror o el egoísmo. Es raro que ni de los dolores del cuerpo ni de los del alma tengamos idea exacta mientras somos meros espectadores; hasta que la mano de la desgracia no nos obliga a tomar parte activa en el terrible drama, ignoramos de él mucho, porque, tratándose de infortunios, saber es sufrir o haber sufrido.

Presumimos saber algo o saber bastante del dolor que no hemos sentido; le propinamos consuelos, acusamos sus violencias o sus debilidades, condenamos su culpable insistencia, y cuando la misma herida que intentábamos curar hace sangrar nuestro corazón, comprendemos lo vano de nuestros juicios y cuán insensatas debieron parecer al doliente nuestras pretendidas razones. Más de una mortificación evitaríamos a los desventurados, más de una falta a nosotros mismos, si nos reconociéramos incompetentes para juzgar dolores que no hemos sentido.

Es muy raro que el hombre adivine y compadezca bien sin haber padecido mucho; la adivinación es el genio, tan raro en el mundo moral como en el de la ciencia o del arte ¿Sabremos cómo se sufre de los dolores del alma, cuando ni aun imaginamos lo que pueden mortificar las privaciones materiales? Si no miramos a los miserables con indiferencia; si sentimos sus males y procuramos su consuelo, hacemos mentalmente la lista de las mortificaciones a que los condena su triste suerte: pensamos en que tienen hambre, en que tienen frío, en que carecen de cama y de aire salubre que respirar en el reducido albergue en que se hallan apiñados; pensamos en algunas otras cosas, y nos parece haber hecho con toda exactitud el inventario de las privaciones del desvalido.

Una noche de invierno tenemos que ir a ver a un pobre, nuestro favorecido; urge que sepa lo que tenemos que decirle: llegamos con dificultad a su mísera vivienda, y nos encontramos con que él y su numerosa familia carecen de luz. Vamos a decir: ¿cómo están ustedes a obscuras? Mas la primera sílaba expira en nuestros labios; la realidad acaba de hacernos una de sus terribles revelaciones; la luz, aunque pocos, cuesta algunos cuartos. ¿Cómo los emplearán en alumbrarse los que carecen de pan? En aquella casa hay dos, tres, diez viviendas a obscuras también; otras están alumbradas; sus dueños son sin duda menos infelices; no nos había ocurrido este medio de graduar la última miseria.

Cuando nos inunda la luz reflejada por los espejos, o graduamos la de la lámpara brillante con pantallas más o menos diáfanas, no pensamos que hay centenares, miles de criaturas muy cerca de nosotros que cesan de ver cuando el sol cesa de alumbrar, que tienen en el invierno catorce horas de noche, y que hallan en las tinieblas el lúgubre compañero de sus dolores.

Así como no nos ocurría contar entre los males de la miseria la obscuridad, tampoco podemos imaginarnos lo que hará sufrir, lo que puede depravar cuando de auxiliar del sueño se convierte en mortificación de la vigilia. No hay niño, como no sea en los primeros meses, mas que tenga buen alimento, buena salud y buena calma, que pueda dormir catorce horas, los miserables hambrientos, con dura cama, faltos muchas veces de salud, apenas salen de la infancia, y muchas veces, aun en ella, tienen el sueño tan ligero como pesada lo es la carga de la vida. Por pocas horas viene este amigo de los tristes a derramar sobre su existencia el consolador olvido y a reparar sus fuerzas para la lucha que trae consigo el nuevo día. Los miserables pasan la mayor parte de las noches de invierno sin dormir y sin ver, ¡y Dios sabe cómo aparecerán los hombres y las cosas en las tinieblas, tan propias para engendrar tristezas acres, y fantasmas y monstruos! ¡Dios sabe cómo recordará el hambriento el tentador escaparate; el desnudo, las pieles del que de él se apartó cuidadosamente; el descalzo, el coche que lo salpicó de lodo! En la obscuridad, los dolores se dilatan como las pupilas; crecen y se amargan y se multiplican unos por otros, cuando del mundo exterior no les viene ninguna distracción, cuando la falta de luz parece ponerlos a cubierto de santas y consoladoras influencias, y facilita los estragos del despecho, del odio, de la desesperación, como los atentados de los malhechores.

Aquella mujer liviana, aquella madre desnaturalizada, aquel criminal feroz, ¡quién sabe si fecundaron el germen de sus malas inclinaciones cuando, a obscuras en las largas noches de invierno, vieron aumentarse en las tinieblas las dificultades del bien y los encantos del mal! ¡Quién sabe si las veladas con luz y algún trabajo en que ocuparse, y alguna lectura entretenida o instructiva con que distraerse, cambiarían el orden de las ideas y apagarían la fermentación de peligrosos cálculos! ¡Quién sabe hasta qué punto los dolores acres pueden hacer germinar la semilla de los malos ejemplos, disminuir el horror al crimen, excitar risa de feroz desdén ante la idea de soportar como castigo en lo futuro una condición poco o nada más dura que la presente! ¡Quién sabe la perversión que puede sufrir el ser mortal cuando una y otra y otra noche los ojos están privados de luz y de sueño, y cómo la obscuridad de la estancia se comunicará a la conciencia, y las razones que hallará para desconocer todos los deberes sociales el que tan pocos bienes recibe de la sociedad!

¡Que la imagen de esas criaturas hacinadas en reducidas o insalubres viviendas, afligiéndose y depravándose a obscuras, se refleje en de nuestro corazón aquella hermosa parte donde se comprenden y se sienten los dolores de nuestros hermanos! ¡Que pensemos en sacar al miserable de la obscuridad durante las largas noches de invierno! ¡Que utilicemos las veladas para instruirle y para consolarlo! ¡Que en vez de dejar acumularse sus iras y sus errores, los desvanezcamos cada noche ahuyentándolos con la verdad y la conmiseración! ¡Que con la llama de la caridad comuniquemos luz a sus ojos y a su alma, calor a su corazón, respeto a las cosas santas y resignación para sus dolores, viendo que todos son compadecidos y algunos son consolados!

Si con el amor no penetramos en la morada del miserable, tal vez con el odio penetre en la nuestra, y cuando preguntemos: ¿Quién es ese hombre que nos acomete en la obscuridad?, podrán respondernos: El niño que habéis dejado depravarse en las tinieblas.




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¡Pobres huérfanos!

En el número 11 de nuestro periódico, correspondiente al 15 de Agosto de 1870, decíamos:

«En el año de 1857 algunas personas (propietarios de casas en su mayor parte si no estamos mal informados) no se limitaron a una compasión estéril y pasajera, y quisieron fundar un asilo para los hijos desvalidos de albañiles y demás artesanos que se ocupan en la construcción de casas. No contaban con más auxilio que su caridad; pero era en ellos tanta, que vencieron todos los obstáculos y fundaron el Asilo de Nuestra Señora de la Asunción.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Ha habido cuantiosas limosnas, y el celo de la Junta directiva y de su incansable Presidente no puede encarecerse bastante: de ejemplo y de consuelo sirve la perseverancia con que lucha con grandes dificultades y la generosidad con que ayuda a vencerlas. ¿Por qué, pues, el presupuesto está en déficit? Porque la suscripción, que debía ser el recurso principal y fijo, no es lo que ser debiera, creemos que menos por falta de caridad que por falta de reflexión.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Si al instalarnos en una casa, al ver con gusto que satisface nuestras necesidades o nuestros caprichos, pensáramos: para hacerla, muchos hombres han arriesgado su vida por algunos reales, alguno tal vez la perdió, natural parece que, después de esta reflexión, mandáramos una limosna a ese Asilo, donde se acogen los huérfanos de los que exponiendo su existencia nos preparan albergue.»

La situación del Asilo de Nuestra Señora de la Asunción, que hace dos años era difícil, es hoy sumamente apurada; por una mal entendida economía se le han retirado los 20.000 reales que recibía del Estado, y la falta de este recurso en circunstancias críticas compromete la existencia de tan útil establecimiento.

Si esta subvención no forma ya parte del presupuesto del Estado, ¿no debería figurar en el de la Diputación provincial y del Ayuntamiento? Esos huérfanos, completamente desvalidos, ¿no tendrían que recogerse en el Hospicio, en San Bernardino o en el Pardo? En cualquiera de aquellos establecimientos pesarían absolutamente sobre los fondos de la Beneficencia pública, y en el Asilo de la Asunción los sostiene principalmente la caridad privada. La economía, pues, no consiste en retirar el auxilio que se da a un establecimiento útil, sino, por el contrario, en conservárselo y aun aumentárselo, cuando, de cerrarse, los desvalidos que acoge originarían mucho mayor gasto. No hay que cerrar los ojos a la realidad, que no deja de serlo porque se niegue; los pobres hay que mantenerlos; en España nos faltan muchas virtudes, pero tenemos corazón, y no los dejamos morirse de hambre. Si los niños desvalidos no se mantienen en el Asilo de que vamos hablando, se mantendrán en otro sostenido por los fondos públicos, o se mantendrán en la calle implorando la caridad pública, abusando de ella, y haciendo el aprendizaje del vicio y del crimen, para que después sea preciso mantenerlos en el presidio y en la cárcel.

No hay, pues, semejante economía en negar un pequeño auxilio para levantar una carga que, si no, se ha de llevar solo; y además de esta consideración puramente pecuniaria, ¡cuántas otras de orden más elevado hablan en favor del Asilo de la Asunción! ¡Qué diferencia de la educación que allí reciben y la que se da en los establecimientos de la Beneficencia pública! ¡Como que en éstos la caridad entra por poco o nada, y en aquél entra por todo! En asilos como éste, donde la caridad privada hace tanto y tan bien, donde ilustrada y perseverante lucha y triunfa de tantas dificultades, razón era que se la ayudase a vencerlas prestándole algún auxilio; que no es el espíritu de asociación tan fuerte en nuestro país que no sea necesario apoyarle, ni es fácil hallar quien no se desaliente luchando con tanta fuerza de inercia, ni dejan tan poco que desear los establecimientos públicos, para que no se deban proteger los que abre la caridad privada, cuando los aventajan en mucho.

Y si las corporaciones populares no auxilian al Asilo de la Asunción, ¿le abandonarán también las personas benéficas? Con una corta cantidad que dedicáramos a esos niños, a esas niñas sin padres, sin fortuna, tendrían protección segura; de lo contrario, peligro corre de que sean arrojados de aquel albergue donde fueron tan amorosamente acogidos. Arrojados, decimos. ¡Ah! No. Ni arrojar, ni echar, ni despedir, ni palabra alguna hay que signifique el acto de cerrar con tanto dolor aquellas puertas que con tanto amor se habían abierto, y la escena terrible de dejar en el desamparo a los pobres huérfanos de los que han muerto haciendo las casas que habitamos; de decirles con lágrimas (¿quién no las vertería?): ¡Desventurados! Por favoreceros hemos luchado un día y otro día, un año y otro año; nos dejan solos, y fuerza es que nos demos por vencidos. Ya no tendréis el amparo de esta casa, ni nosotros el consuelo de recogeros en ella. ¿Adónde iréis? Dios lo sabe. Él os proteja; nosotros no podemos hacerlo ya.

Esperamos que la Providencia protegerá a los huérfanos desvalidos; pero sabemos que la Providencia hace las obras humanas inspirando los corazones de los hombres. No endurezcamos el nuestro; no resistamos al generoso impulso; no estemos sordos a la voz que nos dice: ¡Ampara al pobre huérfano, no le abandones! ¡Por el amor de tus hijos, por la memoria de tu madre!




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Las cosas buenas deben hacerse bien

Todas las personas que se ocupan algo de las miserias del pobre, y aun muchas que sólo las oyen muy de lejos, saben que a expensas de Su Majestad la Reina se dan en Madrid dos mil raciones diarias de potaje bueno y bien condimentado y de pan bueno también. Esta forma de la caridad tiene sus inconvenientes. ¿Qué cosa no las tiene? Pero todo bien considerado, y dadas las circunstancias en que hoy se encuentra semejante buena obra, laudable como todas en el fondo, es conveniente en la forma siempre que se llenen estas dos condiciones:

1.ª Dar a los verdaderos necesitados.

2.ª Hacer la distribución de una manera conveniente.

Nosotros no creemos que la perfección absoluta sea posible; pero pensamos que debe hacerse cuanto sea dado para aproximarse a ella. Que de dos mil bonos diarios no vaya ninguno a manos indignas, no puede ser; que vayan pocos es hacedero y debe procurarse, porque, si no, la buena obra haría el grave mal de proteger el vicio y la vagancia.

Para que los bonos se distribuyan bien es necesario no encomendar a nadie su distribución por razón de oficio ni autoridad que ejerza, sino por caridad y rectitud y buen criterio y conocimiento de los pobres que tenga. Hay que buscar las circunstancias de la persona, porque, por muy favorables que sean las del puesto que ocupa, no las aprovechará si no hay en su corazón y en su inteligencia lo que se necesita para conocer las necesidades de los pobres y sus vicios y sus virtudes.

No pretendemos que una cosa nuevamente planteada alcance desde luego la posible perfección, pero sí que se vaya acercando a ella, para lo cual, como dijimos, es necesario que se busquen las personas activas que tienen caridad y conocimiento de los pobres y no los que desempeñan este o el otro destino: de esto se hace ya algo, y por este camino hay que seguir si se ha de llegar adonde se puede y se debe. La cosa no es tan difícil como a primera vista parece; los bonos se pueden distribuir en Madrid como se distribuyen las aguas. Unos pocos tubos de grueso calibre, por donde va después a otros y otros de calibre menor. Los grandes lotes de bonos a unas pocas personas, tanto más fáciles de hallar cuanto que ya se ha hallado alguna que puede ayudar a buscar las otras. Aquellas personas, los bonos que no pueden dar por sí mismas los repartirán a otras, de cuyas manos los recibirán los pobres verdaderamente necesitados.

Para facilitar la buena distribución, los bonos deberían tener el día del mes y no de la semana, y darse a los que han de distribuirlos mensual y no semanalmente Un bono, para que vaya adonde hace más falta, tiene a veces que andar dos, tres o cuatro manos antes de llegar a la del pobre, y esto en horas, y cuando no hay personas que dedicar a llevarle a la apartada vivienda donde el hambre le espera. Con la premura o se pierde o se da mal, que tal vez es peor que si se perdiera: téngase presente que una de las cosas que no pueden hacerse de prisa es dar con discernimiento.

La segunda condición, que es distribuir la limosna de una manera conveniente, tampoco se llena. Hay, lo primero, una especie de alarde de fuerza, cuatro, seis o más hombres armados para poner orden (que no ponen) entre mujeres enfermizas, niños y ancianos decrépitos. ¿No sería posible que se estableciese una asociación de personas caritativas que alternativamente empleasen una hora en ayudar a repartir la limosna a las Hermanas de la Caridad? Los pobres, dicen, son mal hablados y soeces, y es necesario imponerlos por la fuerza. Los pobres, respondemos, lo mismo que los ricos, son según se los trata; responden con mesura a los buenos procederes, y con insultos a las insolencias; si alguno hay que sea excepción de esta regla, de seguro que trae su procedencia de los bonos mal distribuídos.

Después de poner en manos de la caridad la obra caritativa, no debía darse limosna sin bonos. Los que sin ella van a buscarla podrán ser acreedores o no serlo. Por de pronto hay niños a quienes se da después de haber socorrido a su madre; de modo que una familia recibe dos, cuatro o más raciones, y otra se queda sin nada. ¿Y lo que sobra? Habiendo orden, no debe faltar nunca ni sobrar, o sólo una cantidad insignificante, que puede darse aumentando la porción de los últimos; y si aún sobrase algo por casualidad algún día, la caridad buscará modo de utilizarlo sin dar en la calle sin bonos cosa que de ningún modo debe hacerse y que perjudica a los mismos que parece favorecer; pues además de que es perjudicarlos fomentar su indolencia, si la tienen, salen chasqueados la mayor parte de los días, y después de haber perdido el tiempo y arrostrado la intemperie, resulta que no les alcanzan las sobras.

Por último, se nos había dicho que tenía carácter de provisional la elección de locales para distribuir la limosna, pero vemos que va siendo permanente. Los pobres, mal vestidos, casi desnudos, mal calzados o descalzos, esperan una o dos horas recibiendo la lluvia, y a muchos enfermos o achacosos creemos que les hará más daño la mojadura que provecho el socorro. Parte el corazón ver a pobres ancianas, y con todo el aspecto de estar enfermas, recibiendo el agua que se abre fácil paso por el usado o roto percal que no tiene con que sustituirse.

Debe buscarse un local que tenga techo, o donde pueda ponerse; de lo contrario, en el rigor de las estaciones, con la lluvia, la nieve o el sol canicular, muchos que han ido por un socorro contraerán una enfermedad, todos sufrirán cruelmente, y el bien se dudará si lo es cuando va mezclado de tanta suma de mal, que puede y debe evitarse.

Si la que hace la limosna viera cómo se da, estamos seguros que modificaría la forma; si en un día lluvioso, a la hora en que se distribuye, pasara por donde hay tanta gente débil y enfermiza, transida de frío y recibiendo por espacio de una o dos horas la lluvia que cala el único vestido, es seguro que diría, o pensaría al menos: no es esto lo que yo quiero, y el mal se remediaría; pero como no es probable que pase ni que lea estas líneas, el mal continuará, y nosotros diremos una vez más: «¡Pobres pobres!»




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¡Pobres mujeres!

La situación de la mujer que no tiene para vivir más recursos que el trabajo de sus manos, es verdaderamente horrible, y lo es cada vez más. Las máquinas terminan en un día la labor que antes necesitaba una semana; las operarias que quedan desocupadas se hacen una competencia desastrosa, y el trabajo se ofrece a menos precio, casi de balde. El hombre tiene un sinnúmero de artes, oficios y profesiones a que dedicarse; la mujer, con excepciones raras, no halla más ocupación que lo que se llama labores de su sexo, cuya retribución es cada día menor.

A esto contribuyen, además de las máquinas, otras muchas causas, y entre otras esta: nadie es albañil, sastre ni hojalatero por gusto, y la competencia de los que a estos oficios se dedican, se hace solo entre los que de ellos necesitan para vivir. En los trabajos de las mujeres hay lo que podría llamarse aficionadas; personas que no han menester de la costura, del bordado o de la media para vivir, pero que emplean algunas horas en trabajar para fuera para vestirse mejor, realizar algún ahorro o proporcionarse goces que sin esto no podrían tener. Esta competencia es fatal; las que la hacen, trabajan por cualquier cosa, porque como la retribución no es indispensable para cubrir necesidades, por corta que sea se admite, viene bien, y el precio de la labor decrece, hasta el punto de que más que pago parece una gratificación.

Podemos repetir hoy, y desgraciadamente tendrá oportunidad desdichada mañana y después de mañana, lo que hace algunos años decíamos:

«Es preciso ver cómo viven las mujeres que no tienen más recurso que su trabajo: es preciso seguir paso a paso aquel via crucis tan largo, luchando día y noche con la miseria; dando un adiós eterno a todo goce, a toda satisfacción; encerrándose con su destino con una fiera que quiere su vida, y que la tiene al fin, porque la enfermedad acude, y la muerte prematura llega. ¿Cómo no ha de llegar, llamada por la viciada atmósfera de la reducida habitación, por la humedad y el frío intenso, y el calor excesivo, y la comida mala y escasa, y el trabajo continuo, que no basta para libertar de la miseria a los seres queridos, y tantas penas del alma, y tantas lágrimas de los tristes ojos, a los que no trae alegría el sol al salir, ni promete descanso la campana que toca la oración de la tarde?.»3

¿Qué hacer para dar algún consuelo a tantos dolores? La Voz de la Caridad no pedirá por el momento cambios que son obra de los siglos, ni tampoco un socorro que no pueda darse siempre, ni acaso las más veces: pide en favor de las míseras trabajadoras tan mal retribuidas, algo más fácil que un cambio en la opinión y las instituciones, algo más difícil que una limosna.

Entre la mujer que hace labor y el que esta labor necesita, está la tienda, intermedio fatal para la trabajadora. A la tienda acuden en tropel las que necesitan trabajar; en la tienda les dan como por favor la obra; en la tienda reducen la retribución, con la seguridad de que si una operaria rehúsa admitir tan desventajosas condiciones, otra y otras vendrán en tal grado de miseria que no podrán rehusarlas; y en la tienda, en fin, queda la mayor parte de la ganancia. Con solo suprimir la tienda para el objeto que nos ocupa; con que las personas que necesitan trabajo se entendieran directamente con las trabajadoras, la suerte de éstas mejoraría muchísimo.

Cada cual podía contribuir a este bien si en vez de comprar las cosas hechas en la tienda, las diera a hacer a la mujer que trabaja en su casa. ¿Y si no conocía a ninguna? A poco que preguntase le darían noticia de muchas. Esto exige un poco más de cuidado: es preciso comprar la tela, y si no hay destreza para cortarla, enterarse de las costureras que cortan bien cuando son objetos delicados; ya se sabe que hacer las cosas mal, es más sencillo que hacerlas bien. Pero para las infelices ¡cuánto fruto de este pequeño trabajo! ¡Cómo se duplicaría el precio del suyo, y qué de angustias, qué de dolores se consolarían, evitando muchas veces resoluciones culpables, hijas desdichadas de la miseria!

En la casa donde hay señoras, con un poco de buena voluntad es fácil suprimir el intermedio de la tienda, al menos en la mayor parte de los casos: los hombres solos, cuyo número es considerable en los grandes centros, necesitarían auxiliares a su buena voluntad. ¿No se forman asociaciones para dar limosna? ¿Pues por qué no habían de formarse para regularizar el trabajo, para ponerle en condiciones equitativas, para que la infeliz mujer no fuera cruelmente explotada, trabajando sin descanso de día, velando de noche, minando su salud, que no resiste nunca a tan terrible prueba si se prolonga, y recibiendo sólo una pequeña parte de lo que gana, y que no basta para cubrir sus más apremiantes necesidades? Proteger el trabajo es proteger la virtud, es apartar escollos contra los cuales se estrella tantas veces; proteger el trabajo es enjugar lágrimas, consolar dolores, arrancar víctimas al vicio, al crimen y a la muerte.

¡Oh mujeres, que tantas veces habéis sentido y llorado con La Voz de la Caridad, que una vez más halle eco en vuestros corazones! Formad una asociación protectora del trabajo de la mujer. ¿Veis las elevadas montañas? Atraen las aguas del cielo, y las derraman por los valles que fecundan. ¿Para qué pensáis que Dios os ha colocado más altas en la escala social, sino para que recibáis más pronto las inspiraciones divinas, y las comuniquéis, en forma de beneficios y de consuelos, a los que están más abajo, a los que moran en esas concavidades, que se convierten en abismos si manos benéficas no los fecundan?




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Necrología

Hace algunos meses, impulsados por la gratitud, dirigíamos algunas palabras a un hombre que ya no existe, D. Eugenio de Ochoa; hoy, cumpliendo con lo que la justicia ordena, tributamos a su memoria un respetuoso homenaje. Las Academias, los sabios, los eruditos, harán valer el mérito del que tenía profundos conocimientos o instrucción vasta; del escritor elocuente, galano y castizo; del literato, del poeta; y notarán que deja un gran vacío. A La Voz de la Caridad no le incumbe apreciar lo que valía en la república de las letras, pero debe hacer notar que ocupaba un lugar muy elevado en el mundo moral; debe presentar como ejemplo de resignación y fortaleza al hombre que, en medio de padecimientos horribles, sobreponía las altas aspiraciones de su espíritu a las torturas de la materia; trabajaba en instruirse y en instruir a los otros, y producía obras acabadas en situaciones en que sólo se dejan oír ayes dolientes. Nuestra época, pronta a la desesperación y a la blasfemia, más dispuesta a lanzarse al abismo que a seguir la vía dificultosa que señala el deber santo y la virtud austera, necesita de estas lecciones, que no se dan en los libros ni en los ateneos conformándose con los preceptos de la retórica, sino que resultan del cumplimiento de la ley divina, de la paciencia resignada y de una voluntad firme y fecunda, como la de D. Eugenio de Ochoa. Dios habrá recibido en su seno el alma del fuerte; nosotros derramamos una lágrima sobre la tumba del hombre tan dolorosamente probado.




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Las decenas en París

Ya recordarán nuestros lectores que la idea de las Decenas ha nacido en la capital de Francia, donde ha tenido la acogida que merecía, con el nombre de Obra de las familias. Las terribles circunstancias en que se ha encontrado aquel desdichado país han impedido la reunión de la Junta general, que se ha verificado hace pocos días con el resultado más satisfactorio, ya por lo que ha producido la colecta, ya porque se ha puesto de manifiesto que la caridad, en vez de entibiarse en los desastres, ha crecido con los dolores, y la Obra prospera. En una sola parroquia de Saint-Louis d'Antin se socorren treinta familias. Felicitamos a nuestros compañeros de Francia, y los presentamos como ejemplo a las personas benéficas de España. En todo Madrid no socorren las Decenas tantos pobres como en una sola parroquia de París.

Es más fácil insultar a los franceses vencidos que imitarlos en su caridad.

15 de Enero de 1872.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

DOÑA I. C. DE Q.- Aunque sólo trae iniciales la sentida carta que acompaña a la ropita de niño, en el esmero con que está colocada, y en lo arreglada y en lo limpia, se ve la mano de una mujer. Puede usted estar segura de nuestra gratitud y de que el donativo se distribuirá; como usted desea.

SRAS. D.ª M. C. Y D.ª C. C.- Llegó el paquete, cuyo contenido en tan buen estado pasó inmediatamente a los pobres: en su nombre damos a ustedes sentidas gracias.

SRA. DE M.- Dios le pague a usted la remesa; todo se ha utilizado como usted pudiera desear, con gran provecho de los desnudos y gran gusto nuestro.

D. A. M.- La esclavina ha sido recibida con la consideración que merece prenda tan útil; de ella se harán algunas de abrigo. Que usted lo halle de la intemperie que hace tan penosa la vida militar.

DOÑA C. M.- Llegaron los 20 reales, y por una equivocación, los 40 anteriores se pusieron con unas iniciales que no eran las de usted. Fueron a socorrer a una familia muy necesitada, dejándonos la satisfacción de ser instrumentos de la bondad de usted, y el deber, que con mucho gusto cumplimos, de manifestarle nuestra gratitud.

D. F. Y.- Se recibieron los 40 reales. Nuestra incomunicación no es más que material, puesto que nuestras almas se unen para compadecer a los desgraciados, y usted contribuye a que podamos llevarles algún consuelo. Dios le devuelva a usted la limosna en forma de resignación para los males que le envíe.

DOÑA M. C.- Hemos recibido el real de su limosna de usted, que no por rutina, sino muy de corazón, llamamos bendita. Esta ofrenda de la primera exigua cantidad que una pobre ciega ha ganado con su trabajo, es una primicia que aceptamos con mayor gratitud que un donativo cuantioso; es una acción que nos conmueve un ejemplo que nos enseña.

DOÑA G. G. DE A.- Las operarias del taller de caridad aumentan, y eso que algunas tienen que ir a él desde bien lejos; empezaron a correr los alarmantes rumores de que iba a faltar obra; hubo quien procuró desvanecerlos diciendo que no faltaría tarea a las manos caritativas mientras hubiera compasivos corazones, y el de usted vino a confirmar la profecía, enviándonos los 200 reales, que se han presentado convertidos en lienzo. Se ha empezado a cortar de nuevo, a la medida que se quería, y si no hubiera sido por el temor de alguna reprimenda del Ministro de ropa vieja, ¿quién sabe si se hubieran mirado con desdén los arreglos, las piezas, las reducciones y las composturas empezadas? Pero, en fin, la gente no se ha envanecido, y haciendo los debidos honores a la tela nueva, no ha humillado con su desdén a la ropa vieja. Se ha leído el párrafo de su carta de usted relativa al taller, que por unanimidad la ha aclamado como una de sus operarias, aunque se halle en la imposibilidad de asistir a él. El producto del otro donativo también se aplicará al mismo, y por los dos reciba usted un Dios se lo pague muy cordial.

Nota. La persona encargada de esta sección ha estado enferma, y atrasado el servicio de dar cuenta de los donativos, pero no el de distribuirlos a los pobres, y menos el de agradecerlos.




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A nuestros suscriptores

Hoy empieza La Voz de la Caridad el tercer año de su publicación: hace dos que, en medio del zumbido de los intereses y del estruendo de las pasiones políticas, halla eco en algunas almas elevadas, y a través de los hielos de la indiferencia, encuentra calor en algunos corazones amantes. Debemos gratitud, y se la damos bien cordial y bien sentida, a los que nos acompañan en la dificultosa peregrinación; a los que no se cansan de oír ayes; a los que no se ahuyentan por el espectáculo de los dolores, vienen en nuestro auxilio para aliviarlos, y, convirtiéndonos en instrumentos de su bondad, hacen dos limosnas: una de consuelo por el que nos proporcionan al darlas, y otra de auxilios materiales a los pobres que las reciben.

Si La Voz de la Caridad vive más de lo que suelen vivir las publicaciones de su índole, lejos, muy lejos estamos de creer que se debe a su mérito; antes, por el contrario, notamos con pena que se queda muy por debajo de lo que nosotros esperábamos y queríamos que fuese. Pero lo que al periódico le falta, lo suple el corazón de los lectores; a él apelamos una vez más, y no apelaremos en vano; no nos abandonarán cuando más necesitamos de su concurso, y al notar vacíos y defectos, y que no correspondemos a la idea que de nuestra Revista se habían formado, en vez de decir con desdén: Carecen de medios, deberían hacer mejor, dirán con afecto: Tienen buena voluntad y hacen todo lo que pueden.

CUENTA DE INGRESOS Y GASTOS DEL CUARTO SEMESTRE DE «LA VOZ DE LA CARIDAD»
Cargo. Rs. Cts.
Recaudado de suscripciones del primer semestre. 210,00
Ídem íd. del segundo semestre. 20,00
Ídem íd. del tercer semestre. 40,00
Ídem íd. del cuarto semestre. 8.430,00
Limosnas recibidas. 4.601.00
Venta de números sueltos. 17,00
Total. 13.688,00
Data.
Molde, impresión y papel de 12 números de la Revista y de 2.000 recibos. 4.152,00
Fajas, timbre y correo. 341,00
Comisión de los libreros de Madrid4, y del comisionado en las provincias donde no tenemos quien por caridad nos haga el favor de cobrar. 296,00
Un sello, que facilita mucho la cobranza de las letras. 76,00
Extravío de sellos en correos, que se han abonado. 40,00
Reparto y cobranza de Madrid. 720,00
Al que lleva el periódico al correo. 48,00
Suman los gastos. 5.673,00
Limosnas dadas a domicilio. 7. 800,00
Resta.5 215,00
Total igual al cargo. 13.688,00

15 de Marzo de 1872.




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En nombre de los pobres, a...

SRA. C. DE T. V.- Vino por buenas manos el buen agasajo para los pobres; aun teniendo usted muchos, se acordó de los nuestros. Dios, que no olvida a nadie, se lo recompensará.

D. A. C.- La libranza de los 100 reales remitida en Enero no llegó; la que han mandado usted últimamente, sí, con mucha satisfacción del taller a que se ha aplicado el donativo. La poca exactitud del correo lo ha puesto a usted en el caso de probar que su caridad es de aquella verdadera que no se cansa. Que los que pueden proporcionarle alegrías sean tan perseverantes como usted lo es para consolar dolores.

E. P.- La camisa que has hecho es un verdadero primor para unas manitas tan pequeñas. Un angelito que apunta las acciones caritativas, ha escrito ya la tuya: que él proteja a tu papá, y que tu buena acción lo escude en los peligros. Te pondremos como ejemplo a las otras niñas; pero esto no ha de servirte para que estés vanidosa, sino para hacerte más aplicada, de modo que cuando seas grande, siendo muy buena, muy buena, correspondas a la pequeñita que de cuatro años cosía para los pobres. ¿No ves cómo cada vez eres más alta? Pues cada año también debes ser un poco mejor. Las operarias del taller te envían muchos besos; que Dios te envíe muchas bendiciones.

D. E. P.- Muy buenos, inmejorables, son los 10 reales, y más habiendo costado un viaje y tiempo, cuando anda tan escaso; pero, en la medida de lo posible, no se olvide usted de la limosna intelectual.

SR. M. DE H.- La limosna de usted viene siempre por tan buenas manos que aumenta su precio. Los 50 reales se distribuirán como usted puede desear, y el portador tendrá compañía para su buena obra.

A. G. C.- Llegó la cesta con que usted ha querido obsequiar a sus bienhechores; ninguno ha querido aceptarla, porque no debía: devolverla parecía desaire, y se determinó rifarla. Se han sacado 112 reales, que siempre vienen bien para los pobres; pero más a fin de semestre cuando andan tan escasos los fondos de La Voz de la Caridad. Vea usted cómo hasta un pobre encarcelado puede hacer bien y contribuir a las buenas obras. Ahora es necesario tranquilizar el ánimo para cuando usted reciba la libertad, saliendo absuelto, como esperamos. Ha sido usted tratado injustamente, parece evidente; si algunos no le han hecho a usted justicia, en cambio de otros ha recibido usted mucha gracia. No salga usted con ánimo hostil contra una sociedad en que, si hay personas que por error y descuido le han tenido a usted tanto tiempo preso, existen también otras que han cuidado de su larga y desamparada familia. Procure usted olvidar el mal, cuyo recuerdo hace daño, y practicar el bien en memoria del que ha recibido.6




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Las Decenas de la Coruña

Como nosotros no nos dirigimos a nuestros lectores a la manera del que escribe para entretener, para instruir o para arrastrar; como no ponemos en común con los que nos leen vanidades, ciencia, cálculos ni pasiones, y no hacemos sino deplorar con ellos desdichas, comunicar sentimientos, mezclar lágrimas, nos hemos acostumbrado a mirarlos como amigos, y esta dulce costumbre y esta consoladora idea es una recompensa superior al merecimiento de nuestro trabajo.

A nuestros amigos, pues, comunicamos hoy una satisfacción, que lo será también para ellos: en la Coruña se han instalado ya cinco Decenas; la buena semilla, sembrada allí por buena mano, cayó en buena tierra, y cincuenta personas se asocian para el bien, es decir, se perfeccionan, y cinco familias que contarán más de veinte individuos, han salido de una miseria espantosa, porque en la Coruña, lo mismo que en Madrid, el Patronato, en igualdad de circunstancias, acoge con preferencia a los más desamparados.

Estas cinco Decenas, formadas en muy poco tiempo, además de una satisfacción, son una lección y un ejemplo. ¿Por qué no se imita? ¿Por qué tantos pueblos de igual y mayor importancia que la capital de Galicia no la imitan, estableciendo una asociación caritativa, que se acomoda tan bien al modo de ser de cada uno, que tan poco exige al que poco quiere dar, y que apenas deja al egoísmo pretexto para negarse? Aquí no se puede hacer eso. Usted no conoce la gente de este pueblo. Está todo el mundo cansado de dar para tantas cosas como se pide, etc., etc. Con estas y otras frases análogas responden los imposibilistas a cualquiera que les propone alguna innovación benéfica. Con que ninguna cosa buena se declarase imposible antes de haber hecho los esfuerzos posibles para realizarla, ¡cuánto bien se haría, cuánto mal pudiera evitarse! Cuando decimos: Aquí no puede hacerse tal o cual obra benéfica, ¿qué significamos con estas palabras? Queremos decir abreviadamente: aquí no hay más que egoísmo; aquí se carece de caridad; aquí los nobles sentimientos no dan impulso a nadie; aquí no hay eco para las voces divinas. ¿Y quiénes somos nosotros para dar este fallo, que tal vez, que probablemente es una calumnia? ¿No es decir mucho mal de un pueblo o de un hombre declararle incapaz de hacer bien en cualquier línea que sea? ¿Y qué pruebas tenemos para formular tan severo juicio? ¿Dónde están los esfuerzos que hemos hecho, los ejemplos que hemos dado? ¿Dónde está nuestra perseverancia, nuestra virtud, nuestra caridad, que no han dado fruto alguno de buenas obras y de consuelos? Y si nada grande y beneficioso hemos intentado con ánimo firme, ¿por qué calificamos a los otros de mezquinos? Nuestra abnegación ¿ha hecho la prueba clara, concluyente, del egoísmo de los otros?

Cuando nos hablan de intentar alguna cosa buena, en vez de declararla imposible, rebajando a nuestros conciudadanos, calumniándolos tal vez, deberíamos decir: no quiero tomarme el trabajo de probar si es hacedero lo que se pretende hacer; tengo pereza y no acepto esa fatiga; tengo amor propio y no me quiero exponer a desaires, que siempre lo son las negativas; y, en fin, soy egoísta.

Si en la Coruña no hubiera habido una persona que creyese que era posible establecer allí las Decenas, no se hubieran establecido; si en cada pueblo de cierta importancia hubiese una persona que creyera que era posible formarlas, se formarían. Las de Madrid fraternizan cordialmente con las de la capital de Galicia, y nosotros les haremos una corta ofrenda tan pronto como el estado de nuestros fondos nos lo permita. Al dar a sus pobres este pequeño socorro extraordinario, si les preguntan de dónde viene, pueden responder: Es el saludo cariñoso que a las Decenas de la Coruña hace La Voz de la Caridad.

1.º de Abril de 1872.




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En nombre de los pobres, a...

DOÑA I. C. DE Q.- Recibida la segunda remesa con tanto agradecimiento como caritativa solicitud tiene usted para reunir la ropita que utilizarán los pobres.

DOÑA M. R. DE C.- La ropa que usted ha enviado es tan buena que no ha entrado en el taller, sino ido inmediatamente a cubrir desnuditos, en cuyo nombre la cubrimos a usted de bendiciones.

A la persona que absolutamente quiere ocultarse, nos limitaremos a decirle que hemos recibido los 100 reales para el taller; ni iniciales ni nombre se escribirá en el papel, pero en nuestro corazón queda, recordándolo con gratitud.

D. M. A. Y R.- Los 10 reales no valen más que dos pesetas y media, pero la carta que los acompaña no se paga con dinero. ¿Cree usted no haber alcanzado nada y habernos dado poco con darnos la evidencia de que la caridad tiene ahí un valiente campeón? El donativo de usted es principalmente para nosotros, que muy de veras se lo agradecemos. Lo que nos alienta y da consuelo no es el resultado, sino el esfuerzo y la voluntad. El éxito es cosa muy secundaria.

SRES. D. E. Y D. B. M.- ¿En qué almacén han comprado ustedes toda esa ropa y todo ese calzado? nos preguntaron al ver su donativo. En efecto, tan nuevo está todo, que no parece usado. Esto no es dar desechos, sino partir con los pobres, haciendo para ellos un lote de considerable valor. Al Ministro de ropa vieja no lo corresponde intervención en ésta, que no tiene que ir al taller más que para dar a las operarias el gusto de verla, y el mayor de enviar a ustedes gracias, bendiciones y el deseo de que los baños les sean tan provechosos como su generosidad es útil a los pobres.

SRA. C. DE E. Y M.- ¿Con tanto pobre como a usted recurre y como en usted halla socorro y consuelo, todavía viene usted en auxilio de los nuestros? Gran caridad ha hecho usted con los 240 reales, porque esa pobre criaturita es probable que hubiera perecido si no se le hubiese pagado ama. El padre, para colmo de males, ha muerto. Mientras usted viva no quedará sin amparo ningún desvalido de los que usted pueda amparar, ni sin compasión ninguno de los que sufren. El pequeño favorecido no puede agradecer; nosotros agradecemos por él y le damos en nuestro corazón el lugar que merece quien tiene a los pobres tan en el suyo.

D. E. SCH.- ¿Conque por cada día de los que retrasó el realizar los recibos que estaban a su cargo se ha cobrado usted a sí mismo la usura de un real, y en número de 56 los remite hoy para los pobres? Al recibirlos con aquella carta tan llena de grandes esperanzas y buenos propósitos, no hemos podido menos de exclamar:


    Puedas cobrar en el cielo
La crecida comisión
Que merece el corazón
De un corresponsal modelo.

15 de Abril de 1872.




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La caridad en la guerra

Nuestra mano tiembla al trazar estas líneas, y lágrimas tristes caen de nuestros ojos. Los compatriotas, los que son dos veces hermanos, corren a las armas, y esos campos, cubiertos de flores y de verdura por la mano de Dios, van a ser ensangrentados por la ira de los hombres. Ha sonado el grito más terrible que pueda salir de labios humanos; ha sonado el grito de ¡guerra!; y que el combate dure días, semanas o meses, habrá sangre y duelo y desolación. Al preverla, al sentirla, no hacemos cálculos ni inculpaciones; no traza estas líneas, ni el pensador que medita, ni el juez severo que acusa, sino la mujer que llora, y desolada exclama: ¡Socorro a los heridos!

¡Voluntarios de la caridad! acudid a su llamamiento; que su dulce voz se deje oír entre las roncas voces de la ira, y que el bálsamo de su amor caiga sobre las heridas abiertas por el odio. Que al dolor de los desastres no tengamos que añadir el horror y la vergüenza de ver dureza y crueldad.

Alejad de esos campos que se llaman del honor la infamia de ensañarse con los vencidos y de no tender la mano al que yace por tierra. Enarbolad vuestra bandera blanca con cruz roja, símbolo de paz, de sacrificio y de piedad. Recordad después del combate el hermoso lema de nuestra asociación: LOS ENEMIGOS MIENTRAS ESTÁN HERIDOS SON HERMANOS. Hermanos, ¡ah! lo eran; unidos estaban ayer por dobles lazos, los de la humanidad y los de la patria, esos que hoy los rompen todos al empezar esta lucha, dos veces fratricida.

¡Acudamos todos los que sabemos compadecer; la humanidad nos llama; nos llama el honor verdadero; nos llama la patria dolorida para que restañemos la sangre que corre de sus heridas numerosas! ¡Que ninguno desoiga su gemido; que su voz vaya a encender en amor santo hasta los corazones más tibios, como despierta el estruendo de la artillería los ecos dormidos de las montañas!

¡Y vosotras, mujeres, sexo piadoso y amante, mientras los hombres se levantan en armas elevad vuestra alma a esas regiones serenas, donde se halla excusa para todas las faltas y compasión para todos los dolores! ¡Acudid con vuestro vendaje para los heridos, con vuestro ruego piadoso para desarmar la cólera implacable; fraternizad con todos los que sufren; llorad con todos los que lloran, y así Dios os colme de bendiciones de modo que veáis los largos años de vuestros padres, y que no sobreviváis a ninguno de vuestros hijos!

Suscripción a favor de los heridos en los combates que se den en España durante la lucha que ha empezado
La Voz de la Caridad 320
C. A. 20
A. G. 20
Del donativo de la Sra. Condesa de Krasinski7 4.000
4.360



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En nombre de los pobres, a...

DOÑA A. M. DE J.- Las encargadas del ropero miraban con pena el baúl de los pobres casi vacío, porque parece como aquel recipiente de la fábula, sin fondo, que deja salir por debajo cuanto por arriba recibe. Por debajo está la mísera desnudez, aplicándose inmediatamente lo que la caridad le ofrece. Usted ha acudido, con su lío de ropa en muy buen estado, a evitar la tristeza de oír y de decir no hay nada cuando se ve una necesidad urgente. Dios la bendiga por su buena obra, lo mismo que a la persona que, ocultando su nombre, nos ha enviado un paquete de ropa de niño, muy aprovechable y oportuna para este tiempo, en que muchos no se ponen de corto por no tener con qué.

D. R. S. T.- Si se pudiera decir de quién proceden los 60 reales con que usted socorre a nuestros pobres, y que le agradecemos en el alma, sería el donativo al propio tiempo una gran lección. En el día de aquella horrible tragedia, ¿quién hubiera dicho al desventurado protagonista que había de darnos limosna, ni a nosotros que habíamos de recibirla de él? Esto prueba que a todo atribulado que en el exceso de su dolor exclama: ¿Para qué estoy en el mundo?, se le puede contestar: Para hacer bien.

DOÑA M. C.- Hemos recibido el real, con el mismo piadoso respeto que el donativo anterior. Óbolo de la pobre ciega, que si no ve la luz del sol, refleja en su alma los divinos resplandores de la caridad.




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Contestación a un obrero

Muy señor mío: Firmada por Un obrero bachiller hemos recibido una carta, en la que se hacen algunas observaciones sobre la veintiuna de las que escribimos a un obrero. Por no saber cómo dirigir la contestación, se la daremos a usted por medio de nuestra Revista.

Celebramos que se halle usted conforme con la mayor parte de lo que decimos sobre impuestos, sintiendo que el de consumos no lo parezca tan malo como es. Como hemos de hablar de él con más extensión después que terminemos las Cartas a un obrero, no diremos más por hoy.

Tiene usted muchísima razón en decir que la idea de justicia excluye todo género de violencia y arbitrariedad; pero como arbitrariedad y violencia hay cuando falta moralidad y orden, el fallo injusto es más de temer para el pobre que para el rico, ya porque aquél tiene menos medios de hacer valer su derecho, ya porque, si se lo niega, sufre mayor perjuicio por regla general.

La justicia es necesaria para todos, fuertes y débiles, porque la sociedad no puede prosperar ni aun vivir sin ella; pero las primeras víctimas de la injusticia son los débiles; los fuertes tienen más medios de evitarla. Por ejemplo, en un litigio ante un juez venal, ignorante, o más atento a buscar su provecho que la justicia, ¿quién tiene más peligro de ser víctima de un fallo injusto, el rico o el pobre? En este sentido hablamos con Juan, conviniendo con el obrero anónimo en que la distribución equitativa de la justicia es esencial, es la justicia misma.

En cuanto al mayor interés que tienen los pobres en que las cárceles y los presidios estén organizados para corregir y no para depravar, nos parece también evidente. De los miles de hombres que entran todos los años en la cárcel, la gran mayoría son pobres, porque pobre es la gran mayoría de los habitantes de un país; porque los pobres, al delinquir, chocan más abiertamente con las leyes y se sustraen a su rigor con más dificultad. Además, con lo falible de la justicia humana; con la desdichada facilidad con que se reduce a prisión por causa leve; con el rigor de las leyes militares; con nuestras divisiones, combates y guerras intestinas, ¡cuántos hombres honrados no van a las cárceles y a los presidios! El que lo sea más, no puede considerarse enteramente a cubierto de semejante desdicha; y no sólo por humanidad, sino por propia conveniencia, debe desear la reforma de los establecimientos penales. Tenga usted presente que Juan es una colectividad.

Puede usted hacer cuantas observaciones guste sin temor de ser importuno; las satisfaremos hasta donde nuestra inteligencia alcance, siempre con buena voluntad, y con el respeto que tiene a la opinión ajena quien no cree infalible la propia.

Su atenta servidora Q. B. S. M.




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En nombre de los pobres, a...

DOÑA L. L. L.- Usted dirá que dos reales y medio no valen la pena de que de ellos se hable; pero nosotros decimos que el buen ejemplo merece consignarse, porque si de cada encargo que se hace de cosas más o menos útiles, se dejara el tanto por ciento, como usted, para los pobres, no carecerían ellos de muchas necesarias.




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El donativo de la Señora Condesa de Krasinski

España recibe con mucha frecuencia de los extranjeros muestras de desdén, calificativos duros y a veces calumniosos. Más allá de los Pirineos y del Rhin hay muchos hombres de letras apreciadores entusiastas de nuestra literatura; pero se encuentran pocos hombres imparciales que estudien nuestra historia al juzgarnos, que dada la herencia que de los siglos hemos recibido no nos exijan más responsabilidad de la que realmente tenemos, y que no parezcan encargados de vengarse de nuestra gloria pasada escarneciendo nuestra miseria presente. Acostumbrados como estamos a ser mal juzgados y tenidos en poco, ¡cuán agradable y cuánta no habrá sido nuestra sorpresa al ver que en esas tierras extrañas donde se exageran nuestras culpas hay también quien compadece nuestros dolores y procura consolarlos!

La Sra. Condesa de Krasinski, parienta de SS. MM., queriendo asociarse a las muchas obras de caridad que hace S. M. la Reina, ha puesto a disposición del Sr. Embajador de España en París la suma de 25.000 francos, para que los dé el destino que juzgue más conveniente al bien de los desvalidos. Nuestro Embajador ha remitido la citada cantidad, poniéndola a disposición de la Sra. Condesa de Espoz y Mina y de la que suscribe, para que la empleásemos como mejor nos pareciera. No hemos visto la responsabilidad en que incurríamos al aceptar tan señalado favor; ninguna especie de recelo ha turbado nuestra alegría, y nuestro corazón ha latido tan fuertemente que parecía interpretar y sentir la gratitud de todos los tristes que la cuantiosa limosna podía consolar. Las buenas obras, cuando, dichosamente para quien las hace, tienen cierta magnitud y necesitan cooperadores, hacen de ellos los primeros favorecidos, por el ejemplo que contemplan, por el impulso que reciben, por la alegría que sienten al ver los dones de la caridad, que, como las aguas del cielo, fertilizan y embellecen por donde quiera que pasan.

Nuestros lectores, y sobre todo nuestras lectoras, comprenderán qué de proyectos y de planes hemos hecho para dar al donativo de la Sra. Condesa de Krasinski la inversión más conveniente. Muchos fueron consultados, discutidos y desechados, y al fin hemos venido a fijarnos en la situación verdaderamente angustiosa en que se hallan los pobres respecto a vivienda. Los que los visitan ven, los que de ellos se ocupan oyen decir, el enorme alquiler que pagan por los tabucos inmundos donde se hacinan estibándose dos o tres familias en el espacio que no bastaría para dos o tres personas; donde se confunde la edad y el sexo; donde se respira aire infecto e impúdica deshonestidad; donde puede decirse que el vicio se contrae, como las enfermedades escrofulosas, por la acción fatal de las condiciones materiales, y donde (¡pena y rubor causa el decirlo!) no hay inocencia a ninguna edad. La cuestión de casas de pobres, en las grandes poblaciones especialmente, si con el detenimiento que merece se mira, es de higiene para el médico, de dignidad para el que de respetar la del hombre se precia, de piedad para el compasivo, de moral para el hombre honrado, y hasta de orden público para el hombre político, porque en semejantes viviendas es imposible que no hallen muchas veces eco las voces siniestras que excitan a toda clase de atentados.

Como nos preocupa tanto esta gran desdicha; como todos los días hablamos de ella con las personas caritativas que nos honran con su amistad, hemos concebido el pensamiento de empezar a construir un barrio para obreros con el donativo de la Sra. Condesa de Krasinski. La idea podrá mover a risa: ¡empezar un barrio teniendo por todo capital 25.000 francos! No hay ni para hacer una casa. Seguramente que si pusiéramos esta cantidad en manos avaras y torpemente codiciosas, nuestro pensamiento sería una locura; pero este capital va a ser manejado por manos piadosas, por nobles corazones, por cabezas inteligentes, por personas, en fin, que le multiplicarán, ricas como son de fe, de caridad y de esperanza.

Con el título de La Constructora Benéfica se formará una sociedad, que hallará grandes obstáculos, a los que opondrá incansable perseverancia; que trabajará, luchará y vencerá. Sí, vencerá; porque si no puede legar a la posteridad una grande obra material, le dejará un grande ejemplo. Nosotros esperamos que la Sra. Condesa de Krasinski ha de aprobar la inversión de su donativo incondicional, y esperamos también hacer de modo que si alguna vez oye acusar de graves defectos a los españoles, pueda decir con verdad: Al menos no son ingratos.

Para nosotros, que no creemos en la casualidad, el donativo de que vamos hablando significa algo más que unos cuantos miles de duros; es una señal de los tiempos, una lección y un aviso. La mano dadivosa de esa extranjera parece señalarnos un nuevo camino; su voz piadosa parece decirnos: Opongamos a la INTERNACIONAL DEL ODIO la INTERNACIONAL DEL AMOR. Unámonos hombres y mujeres, ancianos, jóvenes y niños, todas las criaturas amantes de toda la tierra, para llevar luz a los obcecados, aliento a los que desfallecen y consuelo a los que sufren. Las falanges iracundas serán vencidas por las falanges compasivas: pero no habrá victoria; se confundirán unas con otras, se abrazarán como dos legiones amigas que, habiéndose hostilizado en la obscuridad, comprenden su error apenas brilla la luz. Entonces preguntarán los combatientes: ¿Por qué no nos hemos reconocido antes? Y una voz de lo alto les responderá: PORQUE NO OS HABÍAIS AMADO.

1.º de Mayo de 1872.




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La caridad en la guerra

En medio del dolor que nos causa la lucha empeñada hace más de un mes, es no pequeño consuelo el ver que, lejos de tener el carácter cruel frecuente en las guerras civiles, es tan humana como pueden serlo los hombres cuando recurren a la fuerza. En la guerra de los siete años, y en esas mismas Provincias Vascongadas, que era donde peleaba un ejército regular, compuesto en su mayoría de hombres honrados, no había cuartel, y fue necesario que viniese un extranjero a negociar un tratado que llevó su nombre, para que dejara de asesinarse a los prisioneros. Decimos asesinar, porque matar a un hombre inerme que es honrado, que puede serlo al menos, si por las leyes de la guerra es cosa permitida, ante la ley moral es cosa abominable. Hoy ¿quién ha pensado siquiera en fusilar los prisioneros? Los voluntarios que cogieron hace dos años al jefe carlista Polo, y los que ahora han cogido al general Viñalet y al comandante Navarrete, ¿no han pedido gracia para ellos? ¡Qué progreso en nuestra moralidad y qué consuelo para nuestro corazón! Pero este consuelo es todavía mayor si, apartando la vista de los prisioneros, la volvemos a los heridos; si vemos a los de Oroquieta, conducidos los menos graves primero, sin distinción de amigos o enemigos, por las ambulancias del ejército, y los de más gravedad después por las ambulancias de la Asociación de Navarra, llevados con maternales cuidados, sin más defensa ni salvoconducto que la bandera blanca con cruz roja, en hombros de doscientos hombres que se relevaban, agasajados durante la marcha y recibidos en Pamplona como en triunfo; si vemos en Oñate organizarse a la voz del dolor la Asociación caritativa, enarbolar nuestra santa bandera, no necesitar más protección que ella para recoger los heridos, llevarlos a la población, y conducirse de tal modo aquellos voluntarios de la caridad, que, en medio de tantas voces discordes, ha llegado la de su bendita hazaña hasta el Gobierno, que les ha dado las gracias; si vemos al general Serrano mandar médico y auxilios a un jefe carlista que, por la gravedad de sus heridas, no puede ser trasladado del caserío donde está.

El tratado de Ginebra se ha infringido muchas veces en la guerra franco-prusiana por los que le conocían; en nuestras provincias se respeta por muchos que, seguramente, no habían oído hablar de él. ¡Oh Enrique Durant, cuando tú escribías en las montañas de Suiza los artículos de ese Código santo, Dios los escribía en el corazón de los hijos de España! Sábelo, para consuelo, tú, cuyo nombre irá recibiendo las bendiciones de las edades según vayan pasando; si en las Exposiciones de la industria hemos sido los últimos, somos los primeros en tratar a los enemigos heridos como hermanos.

1.º de Junio de 1872.




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La caridad en la guerra

Tenemos el consuelo de poder decir a nuestros lectores y suscriptores en favor de los heridos, que la Asociación de la Cruz Roja no desfallece. Al contrario, ella ha fundado nuevas comisiones en Villafranca y en Zumárraga, adonde, como punto más céntrico, se ha formado un depósito de hilas, vendajes y otros objetos. Las señoras de Pontevedra envían también un recuerdo a los heridos. En medio de la pelea brillan los rayos de la caridad, y podemos decir que por ella se ha distinguido esta guerra.

La Comisión provincial de Álava trabaja por establecer subcomisiones en todas las cabezas de partido.

En Oñate, los heridos están muy bien asistidos por aquella comisión, auxiliada por el vecindario y por los dos conventos de religiosas. Allí ha enviado la Sección central de Señoras un gran cajón de efectos sanitarios, y La Voz de la Caridad un socorro en dinero, otro a Pamplona y otro a Azcoitia.

La Sección central de Señoras ha enviado también dos grandes cajones de efectos sanitarios, uno a Vitoria y otro a Pamplona, para que desde allí se distribuyan adonde necesario sea. El Sr. Duque de Granada ha enviado, de París, camillas e instrumentos de cirugía.

En Estella se ha formado una comisión de socorro a los heridos, compuesta de carlistas y liberales.

El capitán de Pavía Sr. Buitrago, herido, y seis soldados, recogidos por los carlistas, han sido tratados con la mayor consideración, dándoles ocho hombres armados para que los pusieran a cubierto de todo atropello. El Sr. Buitrago había sido robado, y habiéndolo sabido el jefe, averiguó quiénes eran los ladrones, y se le devolvieron sus efectos.

En Cataluña hay heridos; tal vez estén tan bien cuidados como es de desear, pero no lo sabemos, y la duda es bien triste cuando en Madrid hay hilas, trapos, vendajes, algún dinero y mucha buena voluntad. ¿Por qué es inútil para los míseros que caen en aquella provincia? Porque allí no hay asociados de la Cruz Roja, y no sabemos a quién dirigirnos. Con el objeto de remediar esta falta hasta donde sea posible, la señora Duquesa de Medinaceli ha recomendado a los administradores que su esposo tiene en Barcelona, Lérida y Cardona la formación de asociaciones en favor de los heridos: nosotros, por nuestra parte, hemos dado también algún paso con el mismo objeto; pero ya se comprende la insuficiencia de esta voluntad, y toda la actividad que se despliegue para organizar durante el desastre de la guerra lo que debe estar organizado mucho antes. Que este terrible aviso no sea ineficaz, y que la caridad forme en toda España una red de asociados, para recordar a los hombres que son hermanos, en las horas terribles, y por desgracia frecuentes, en que lo olvidan.

Los efectos sanitarios que ha reunido la Asociación de Señoras de Madrid son de consideración, tanto por su calidad como por su cantidad; los donativos hechos lo han sido:

De la Sección Central, por:

La Sra. Duquesa de Medinaceli.
La Sra. Duquesa de Bailén.
La Sra. Marquesa de Vinent.
La Sra. Vizcondesa de Manzanera.
La Sra. D.ªValentina Vinent de Saavedra.
De las Sras. Presidentas de distrito, por:

La Sra. Marquesa de San Saturnino.
La Sra. Condesa de Velarde.
La Sra. Marquesa de Bedmar.
La Sra. Marquesa de Villaseca.
Han contribuido además:

La Sra. Marquesa de Valgornera. 
La Sra. Marquesa de Pontejos.
La Sra. D.ª María Pereira de Buschental. 

Y por mano de la Sra. Duquesa de Bailén se ha entregado un gran cajón de hilas, donativo de varias señoras.

¡Que todos los que han acudido al socorro de los pobres heridos hallen el bálsamo del consuelo para las heridas de su alma, y reciban, en nombre de la humanidad doliente y compasiva, las gracias que con el corazón les enviamos!

Suscripción a favor de los heridos
Suma anterior 4.433
D. P. C. 300
D.ª M. G. 8
D.ª I. G. 8
D. L. B. D. R. 20
Mr. E. Schlesinger (de Londres). 950
5.729

15 de Junio de 1872.




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En nombre de los pobres y de los heridos, a...

D. F. G. T.- Recibidos los 10 reales y el consuelo de la simpatía de usted, y de que aprecia con el suyo los esfuerzos de nuestro corazón, porque sólo así podría dar la importancia que da a nuestros trabajos. ¡Que halle usted en el bien que haga tan sincera gratitud como en nosotros!

DOÑA I. G.- ¡Qué remesa tan abundante y tan oportuna! Trapos muchos y buenos cuando faltan hilas; camisas y sobre todo sábanas, que en el taller quedan como nuevas, y que en nuestra pobreza no damos ya sino a los enfermos. ¡Que si alguna vez lo está usted, le envíe Dios el alivio que deseamos, como prueba de afectuosa gratitud!




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A la ambulancia navarra de la Cruz Roja8

Con esta señal venceréis





Soneto


   En torno de esa enseña congregados,
Rayo de luz entre tiniebla tanta,
La débil voz que conmovida os canta
Quisiera tener ecos prolongados.
    Los lugares parecen consagrados
Donde la ley de Dios no se quebranta;
Si ama toda la tierra, toda es santa;
¡Conquistadla al amor, nuevos cruzados!
   En campo blanco los colores rojos
Del signo de salud y de alianza
Que cubre al pobre herido, y sus despojos
   Arranca al odio ciego y la venganza,
Hacen correr el llanto de mis ojos
Y abrir mi corazón a la esperanza.




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Al Señor D. N...

Si es usted el que yo me figuro, caballero, le saludo con afecto respetuoso y gran voluntad de que le sea ligera la vida.

Le llamo como queda dicho porque ignoro su apellido y su nombre. No es esto solo; dudo también si usted existe. ¿Cómo le escribo con esta duda? Estoy habituada a ella; nunca escribo yo con la jactancia y temeraria seguridad de tener quien me lea.

Todo bien considerado, me inclino a que usted debe de existir y me lo figuro del modo siguiente:

Un hombre moral, es decir, que trabaja para no ser un miembro perjudicial de la sociedad en que vive: en la clase de trabajo no me meto; usted puede elegir el que guste: probado por la desgracia, lo bastante al menos para que usted sepa dónde tiene su mano derecha; de buen sentido y de buena conciencia; sin ninguna deformidad en el alma, o, por decirlo más claro, amando lo justo, lo verdadero, lo bueno y lo bello, que son cuatro amores distintos y un solo amor esencial para que una persona no sea cosa. Por lo demás, puede usted tener la edad, la profesión, el estado y la clase que quiera, sin dejar de corresponder al ideal necesario, por estas razones:

Edad.-Hay jóvenes decrépitos, con más achaques en el alma que incurables y rozagantes viejos, con espíritu recto que no ha podido encorvar el mundo, voluntad enérgica y corazón ardiente y pronto a responder

«A toda voz que para el bien le llame.»

Profesión.-Es noble toda la que noblemente se ejerce; vil, la del que sólo ve en ella un instrumento de llegar a un fin sin reparar en los medios.

Estado.-Preferiría que hubiese usted contraído matrimonio; pero esto no es esencial, porque hay casados que hacen decir:-«¿Para qué se habrá casado ese hombre?»-Y solteros que hacen exclamar:-«¡Qué lástima que no sea casado!»

Clase.-No hay para mí más que dos: una de hombres despreciables, y otra de los que merecen aprecio; y como, por lo que dejo dicho, usted ha de pertenecer a los últimos, no hay más que decir sobre la materia.

Además de todo lo expresado y ha de ser usted rico; no quiero decir con esto que tenga usted muchos millones, ni aun siquiera muchos miles; no señor. Yo entiendo por rico el que tiene un poco más de lo que necesita, o se arregla de modo de necesitar un poco menos de lo que tiene.

He menester, por añadidura, que tenga usted cierto impulso y deseo de dejar hecha alguna cosa buena y que pueda usted disponer de cierta cantidad; por ejemplo, diez mil reales, para desprenderse de ella mientras viva o después que se muera. Lo primero sería mucho mejor para que mi deseo, de que usted viva largos años, no esté en pugna con el de ver realizada una buena obra, para que usted disfrutara del hermoso espectáculo de la suya; y, en fin, para que recogieran cuanto antes sus beneficios aquellos a cuyo bien se encaminen. Ya se comprende que estos motivos van enumerados en orden inverso de su importancia.

Tal me le he imaginado a usted, Sr. D. N... Usted debe de existir; usted existe; es seguro, es evidente para mí. Pero ¿dónde? Eso es lo que ignoro. ¿Cómo averiguarlo? Eso es lo que dificulto, porque no soy de esos escritores que tienen la fortuna o la desgracia de ser populares; y el que se cuente usted entre el corto número de los que me leen, no es probable y lo tendré a gran fortuna. Si ésta, como dicen, es inconstante, todo será posible.

Como quiera, y no siendo yo muy propensa a esperar la realización de cosa por mí ideada, le escribo a usted estos renglones, como esos náufragos que meten un papel en una botella y la abandonan después a merced de las olas. Lo probable es que se estrelle contra alguna roca, o quede sepultada entre la arena de alguna playa desierta; mas si llegare a manos de usted, recójala; si antes de destaparla tiene usted un pensamiento de simpatía y una lágrima de conmiseración para el que agarrado a una tabla trazó estas líneas, se lo agradeceré; si no, importa poco: lo esencial es que sepa para qué quería ya los diez mil reales, que usted tiene deseo de emplear bien.

Hay Academias de Ciencias exactas, naturales, morales y políticas; hay Academias de la lengua, de la historia, etc. Estas corporaciones suelen plantear, según su índole, ciertos problemas, y ofrecer y dar premios al que los resuelve mejor. Muy bien me parece que se investiguen las verdades, y se diluciden las cuestiones, y se pongan de manifiesto las cosas bellas, y se canten las cosas grandes. ¿Pero le parecería a usted mal que se recordaran las cosas tristes, y que una corporación, con un nombre cualquiera, se ocupase directa y exclusivamente de estudiar los dolores humanos y de proponer los medios de mitigarlos? Sospecho que no lo tendría usted por absurdo, ni dejaría de aceptar el título de vocal de la susodicha deseada corporación. He aquí un pensamiento para una segunda botella; pero volvamos al de la primera.

No sé si habrá usted notado (supongo que sí) que cuando llueve, los que tienen necesidad de arrostrar la lluvia y carecen de vestido impermeable o muy difícil de calar, es decir, los pobres, se mojan y suelen secar la ropa encima, o por no tener otra, o por no tener fuego, o por no tener tiempo de mudarse, o por todas estas causas que concurren a la vez. El efecto de ello son muchas enfermedades, muchos hombres que sufren, que quedan imposibilitados por más o menos tiempo, que viven débiles y mueren prematuramente. Quien dice hombres, dice mujeres y niños.

¿No cree usted que valdrá la pena de pensar, y de pensar mucho, en algún medio de proporcionar a los pobres un vestido impermeable y barato con que cubrirse cuando llueve? La palma, el esparto, el junco, ciertas hierbas preparadas y tejidas, o superpuestas de un modo conveniente, ¿no podrían dar el resultado?

A mí me parece un punto de humanidad tan interesante como cualquiera de historia, de poesía, de matemáticas o de geología. Observe usted, Sr. D. N..., que la compasión es la cosa que menos se cultiva. ¿Por qué extrañamos que dé pocos y malos frutos? Hay que aprender a ser buenos, es decir, hay que ejercitar las facultades que hemos recibido para serlo, y razonar el deber que se presenta como un impulso. Es preciso practicar, y practicar mucho, el respeto y el amor a los hombres, para no faltar nunca a lo que en justicia y en amor les debemos. Hay tanta justicia en la caridad y tanta caridad en la justicia, que no parece loca la esperanza de que llegue un día bendito en que se confundan.

En prueba de la necesidad de cultivar los sentimientos humanos y de que no basta tenerlos para no faltar a ellos, podría citar a usted muchísimos ejemplos, y no puedo resistir a la tentación de decirle uno. Hace algunos años, en una playa de nuestros mares del Norte se bañaban varias personas, en número de siete. Eran todas de buenos sentimientos, pero tres en especial de notable bondad muy probada, y alguna de tal elevación de ideas, severidad de principios y espíritu de sacrificio, que pudiera citarse como un modelo. La casa de barios donde habitaban todas estaba a corta distancia de la playa, pero había que atravesar una ría, lo cual hacían en un bote, conducido por un muchacho como de unos quince años. Una mañana, estando en el baño, las nubes, amenazadoras hasta entonces, se desataron en lluvia, y era de ver la prisa con que todos se apresuraron a correr al bote entre risas, exclamaciones y chillidos: porque es de advertir que, además de las personas citadas, había tres niños que hacían mucho ruido. Con las sábanas por capas, parecían a cierta distancia sombras conducidas contra su voluntad a través de la laguna Estigia. Llegados a tierra, corrieron a mudarse, recomendándose mutuamente precauciones para que la mojadura, que fue mayúscula, no tuviera consecuencias, y prodigándose cuidados solícitos y atenciones exquisitas. Mudados y bien secos, se sentaron a la mesa, comentando el caso y riendo al recuerdo de sus tristes figuras. ¿Y el pobre Senén? (Así se llamaba el remero.) Chorreando estaba su vestido delgado y raído, y caso de que tuviera otro con que sustituirle, vivía muy lejos para poder hacerlo. Por servir a aquellos señores se había mojado, y nadie pensó en que se mudara, en que comiese alguna cosa caliente; nadie se acordó de él; en fin, recibido el servicio, se prescindió del servidor. El remero, pagado estaba con algunos reales, conforme al ajuste; pero el hombre, el hermano, que podía contraer una enfermedad por falta de cuidados, ¿no merecía alguno? ¿Se cumplía con olvido tan completo? La persona que atendió al pobre muchacho no era mejor que las que le descuidaron; no era ni tan buena como alguna de ellas; y si no cayó en la falta en que cayeron las demás, fue porque tenía costumbre de ocuparse un poco de los males ajenos; cierta gimnasia intelectual de las cuestiones humanitarias; práctica de no apartar los ojos del que padece, lo cual hacía que casi maquinalmente se apercibiera de cualquier sufrimiento y procurara remediarlo.

Como le he dicho a usted, Sr. D. N..., podría multiplicar los ejemplos de personas buenas en alto grado, que cometen graves faltas sin apercibirse de ello, por no tener educadas sus facultades afectivas, y suficientemente ejercitados sus principios de fraternidad. Si no hay ningún jinete que se sostenga firme ni rija bien un caballo por solo aprender de memoria las reglas de equitación, ¿por qué hemos de figurarnos que hay un hombre verdaderamente humano, si no tiene más que sentimientos buenos y principios humanitarios, sin aquel ejercicio que hace obrar espontáneamente, como si con madurez se hubiera reflexionado?

No es cosa de un día, ni de un año, ni de muchos, el hacer que se cultive la compasión, como se cultivan las ciencias y las artes; pero usted podría indicar una buena dirección, y aun explanar algunos metros en ese camino que seguirá la humanidad, si, como espero y deseo, no ha de ir siempre descaminada.

Los pobres se mojan mucho cuando llueve; y aunque solemos decir que esa gente se acostumbra a todo, no es cierto. Los pobres llegan a la costumbre, que se llama segunda naturaleza, como los soldados a la brecha, dejando en el camino gran número de camaradas. No vemos los que caen y los declaramos invulnerables, lo cual es mucho más fácil que proporcionarles armaduras. La fraternidad no pasa de los labios, y si penetra un poco en el entendimiento, rara vez llega al corazón y se convierte en acciones conformes a ella.

Si estudiáramos la vida íntima de los hombres, ¡quién podría adivinar sus opiniones por sus hechos! ¡Ruda tarea! ¡Primero, aprender a pensar recto; después, aprender a practicar lo que se piensa! Y es lo peor del caso que la humanidad no puede elevar sus teorías sino a medida y compás que mejora sus prácticas, que hace a un tiempo el viaje y el camino, y que necesita barrenar muchas rocas y llenar muchos abismos antes de llegar a esas alturas desde donde se puede ver si la dirección va errada.

En fin, Sr. D. N..., usted es un hombre que piensa recto y obra justo; y puesto que hemos convenido en que tiene 10.000 reales y voluntad de emplearlos bien, puede usted hacer lo siguiente:

Ofrecer los susodichos 500 duros al que presente un capote o túnica con capucha, o lo que parezca mejor, muy barato y propio para preservar de la lluvia.

Dar de término dos años o más para estudiar la cuestión.

Exigir que a la muestra del abrigo acompañe una Memoria explicando sus ventajas, indicando su precio, etc. Ha de ser condición que la primera materia, además de su poco precio, sea o pueda ser abundante, sin lo cual se encarecería tan pronto como fuera muy pedida. La Memoria podría estar escrita en español, francés, portugués, italiano, inglés o alemán.

Usted nombraría un tribunal competente, de que formaría parte, no debiendo rehusarlo por una delicadeza mal entendida. Si se resolvía dar además del premio un accésit, ya veríamos de arbitrar modo de procurarlo.

Ahí tiene usted el esqueleto de mi pensamiento, que a los más parecerá extravagante, pero que será razonable para usted. Lo coloco en la botella y lo arrojo al mar. Si usted lo recoge, Dios sea loado. Si se pierde, no será el primero ni el último que traga el abismo.

Algo inconexos y no muy ordenados van estos renglones. Usted me dispensará, señor D. N..., haciéndose cargo de que los escribe un náufrago agarrado a una tabla.

1.º de Septiembre de 18729.




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En nombre de los pobres, a...

DOÑA I. R.- No puede usted figurarse lo oportuno de la remesa de ropa. ¡Viene ahora tan poca y hace tanta falta! Dios se lo pague a usted como nosotros se lo agradecemos.




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Los pobres tienen mucho frío

Con estas palabras encabezamos, hará un año un llamamiento a las personas caritativas, en verdad, para ser corto el número de las que nos leen, no podemos decir que nuestra voz clamó en desierto, como se ve por los números de nuestra Revista, en que se acusa el recibo de ropas y limosnas en metálico para mantas. ¿Seremos menos afortunados este año? ¿Cuando el invierno se ha anticipado se retrasará la caridad? Los pobres tiritan, y poco más podemos hacer por ellos que decirlo a nuestros lectores, como se cuentan a un amigo las penas. ¿Y quién no las siente viendo de cerca el sufrimiento de los míseros que con escaso alimento y en la fría vivienda, no tienen con qué abrigar los escuálidos miembros enflaquecidos por el hambre y la enfermedad? Porque la inmensa mayoría de los que sufren en la miseria son ancianos, enfermos o valetudinarios, débiles, en fin, para quienes el abrigo es más necesario; males hay que a la falta de él deben su origen o que se agravan por no tenerle.

El descenso de la temperatura, que para nosotros significa aumento de ropa, es para el pobre aumento de dolores, que suben a medida que baja el termómetro; su temperatura mínima es el sufrimiento máximo para miles de criaturas. No pensamos en ellas; en el presupuesto de invierno entran las pieles, el terciopelo, cuando menos la lana y el algodón de la tupida entretela; entra la alfombra y el portier, el combustible para la chimenea, la manta y el edredón para la cama, etc., etc. Y para los pobres, ¿no habrá partida alguna? ¿Todas las ha de dictar nuestro egoísmo y ninguna nuestra bondad? ¡Tan presente todo lo que puede contribuir a nuestro bien, tan olvidados los males del que sufre en la miseria! ¡Tanta solicitud para evitar las molestias propias, tanta indiferencia al considerar los dolores ajenos! Pero no los consideramos, y ahí está el mal. No somos tan perversos que si reflexionáramos, si comprendiéramos todo lo que padece el pobre por falta de abrigo, si tuviéramos presente su situación, no procuráramos aliviarla; pero nuestro pensamiento está lejos de su desdicha; vivimos aturdidamente, sin examinar a conciencia nuestros deberes, ni nuestros merecimientos, ni nuestras faltas, no analizamos nuestras acciones lo bastante para ver cuanta dureza hay en el olvido de las penas que podemos consolar, y cuanta culpa en juzgar que los bienes de fortuna no nos imponen otro deber que atender con ellos a las exigencias de nuestro egoísmo. Nos creemos formales porque no tenemos deudas con nuestros proveedores y hacemos con exactitud el trabajo de nuestra profesión u oficio, cuando en el fondo somos harto ligeros, puesto que recibimos el código de nuestros deberes de una rutina corrompida, en vez de pedírselo a nuestra pura e ilustrada conciencia; y deudas tenemos y acreedores por valor de todas aquellas buenas acciones que, pudiendo, no hemos hecho. Nos calificamos de buenos porque nuestras acciones no son de las penadas por las leyes escritas, sin reflexionar lo que la ley moral exige para no condenarnos, y cuán menguada idea tiene de sí el que se figura que ha cumplido como quien es porque no puede ser condenado a presidio. Si meditáramos un poco, si entráramos en nosotros mismos, veríamos que hay algo más que hacer con los bienes de fortuna que gozar de ellos.

Si no hallan eco en nuestro corazón los dolores del afligido, nuestra indiferencia repercute en su desdicha, y la aumenta, midiendo los grados de nuestra dureza por los de su desventura.

Henos aquí con el invierno que se anticipa.

Con la miseria que aumenta.

Con el Taller de Caridad sin abrir, porque no hay ropas que componer ni menos que hacer de nuevo, ni nos atrevemos a comprar telas con los escasos fondos de nuestra Revista, porque vemos tantas y tan apremiantes necesidades que tenemos que pensar antes en remediar el hambre que en cubrir la desnudez.

Llamamos a las puertas de todos los que no están sordos para los ayes doloridos, de todos los que no tengan el corazón tan frío como los miembros del pobre que carece de ropa. Les pedimos, no un sacrificio, sino el don de aquello que no les hace falta; que busquen en su armario un abrigo que puedan excusar; en su bolsillo, una moneda que no hayan de emplear en cosa necesaria; en su corazón un sentimiento que los haga dignos de tener que dar, un recuerdo de aquellos desventurados que no hallan reposo en la desnuda cama, ni el necesario olvido para quien sólo tiene cosas tristes que recordar, porque el frío hace imposible el sueño. ¡Cuántos han ido a dormir en el eterno desde que hace doce meses caían las hojas, y cuánto les habrá sobrado de todo aquello que como necesario guardaban! Que en este tiempo no hayan muerto también en el corazón de nuestros lectores los sentimientos que hace un año los impulsaron a dar abrigo a los pobres que tiritan. Si así lo hicieren, que reciban la recompensa que su buena acción merece; si no, diremos y será bien triste decirlo, que halla cada vez menos eco La Voz de la Caridad.

1.º de Noviembre de 1872.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

D. L. A.- Cuando hace un año tenía usted con su amigo, a propósito del frío de los pobres, el diálogo que copiamos en La Voz de la Caridad, lo mismo que hoy bajaba la temperatura, crecían las frías noches, y las hojas de los árboles secas alfombraban el suelo, o amarillentas no se habían desprendido todavía, como si quisieran prolongar más el último adiós a una vida que no podía tardar en extinguirse. ¡Cuánta melancolía, cuántas amonestaciones en estos días de otoño, claros como el último momento lúcido del que expira! La Naturaleza va despojándose de aromas, de colores y de bellezas para quedar triste y aterida, como el corazón del que pasa por el mundo sin hacer bien y ve marchitarse en breve placeres efímeros y sentimientos egoístas. ¡Qué otoño tan triste el de esas vidas en que hay despojos marchitos sin fruto de buenas obras, y que, como los aparatos de los fuegos artificiales, resplandecen vistosos en la noche obscura, y son deformes y negruzcos a la luz del sol!

Hay criaturas a quienes no hace pensar ninguna hora del día ni ninguna estación del año; a quienes no hace sentir ningún dolor que no sea suyo. No son envidiables, ciertamente, como no lo es una persona deforme; porque ¿qué mayor deformidad que esa voluntaria mutilación de todos aquellos sentimientos elevados que hacen al hombre digno de ser respetado y querido? Los fríos, duros y egoístas, que, atentos sólo al placer propio, olvidan completamente el dolor ajeno, enfermos son, y de una enfermedad bien sucia y repugnante; pero al cabo son hermanos nuestros, y más aún en su interés que en el del mísero necesitado debemos procurar la curación de su dolencia. En cuanto a la medicina, cada cual puede llevarla que sus circunstancias permitan, y la mejor de todas es la que usted les aplica: el EJEMPLO. Los altos ejemplos sanean la atmósfera moral, como las plantas sanean la física: bueno es saber la composición del aire, pero mejor es purificarle, y los SEISCIENTOS reales para abrigos del pobre aterido que da usted, que trabaja y vive modestamente, son un consuelo para el desdichado, una lección para el que la necesite, y deben ser una vergüenza para el que, pudiendo, no le imite. Su mano es la primera que se ha abierto generosa para abrigar al pobre; su nombre será el primero bendito; pero, Dios mediante, no será el único. Las palabras son con frecuencia voces que claman en el desierto; los ejemplos son siempre semilla que fructifica.






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Abnegación heroica


Francisco Solá



I

    No es en humilde romance,
no es en un sencillo cuadro
donde enaltecer se debe,
Solá, tu arrojo esforzado,
tu caridad, tu virtud,
tu heroísmo sobrehumano.
No; que dignas tus acciones
son de homenajes más altos.
Para ti los bellos lienzos,
para ti el bronce y el mármol,
para ti las armonías
de los inmortales cantos.
Nunca más ilustre nombre
los artistas ensalzaron
ni con respeto se ha escrito
de la virtud en los fastos.
En un día tenebroso
la lluvia inunda los campos:
son torrentes los arroyos,
van los ríos desbordados,
las cataratas del cielo
parece que se han rasgado.
Como una enjaulada fiera
ruge el Llobregat bramando;
choca, destruye y arrastra
cuanto se opone a su paso,
y sálese de su cauce,
y se extiende por el llano,
y sube y lleva el terror,
y siembra duelo y espanto.
¡Ay de ti, pueblo infelice!
¡Ay de ti, Prat desdichado,
que vas a ser de tus hijos
tumba en este día infausto!
Ya las aguas crecen, crecen,
ya estás por ellas cercado;
ya en ti penetran, ya inundan,
tu existencia amenazando,
y con terror las contemplas
de pan y esperanza falto.
Socorro pides a gritos,
y le demandas en vano,
que ante furioso torrente
el hombre es débil y flaco.
Tus tristes habitadores
de hinojos en lo más alto,
en torno a las tristes madres
los hijuelos agrupados,
sin aliento los más fuertes,
temblorosos los ancianos,
se ven de la opuesta orilla
pedir al Señor amparo.
Mas ¿por qué callan las voces
y los ojos espantados
que se volvían al cielo
miran a un punto lejano?
¿Por qué los rostros se animan?
¿Por qué se agitan las manos
y palabras de esperanza
salen de todos los labios?
Es que a lo lejos divisan
un hombre que está luchando
con la furiosa corriente
para servirles de amparo.
En un débil barquichuelo,
fuerte el corazón y el brazo,
lo ven luchar con el río,
que se entra en el mar bramando.
Y es tan heroico su esfuerzo,
el riesgo que corre es tanto,
que el propio olvidar parecen
conmovidos, fascinados.
Dan voces para animarle
y agitan pañuelos blancos,
y hacen promesas devotos
a la Virgen y a los santos.
Dios las escucha, y el mozo
de la corriente triunfando,
llega al pueblo, que le acoge
con gratitud y entusiasmo.
Es de ver cuál le rodean
sin dejarle dar un paso,
cómo gozosos le abrazan,
cómo le besan las manos,
cómo las mujeres vierten
de alegría dulce llanto.
Él distribuye gozoso
las provisiones del barco.
Huyen el hambre y la muerte,
respira el pueblo; está salvo.


II

    El mar se estrella rugiente
y hace temblar los peñascos,
y se levantan las olas
como monstruos irritados.
A la voz de los abismos
responde en el cielo el rayo,
el trueno con su estampido,
los huracanes bramando.
Entre el fragor pavoroso
se ve no lejos un barco,
la triste gente a las bombas
crujiendo el hendido casco,
sin bauprés y sin esquifes,
sin gobernalle y sin palos,
en un roto mastelero
iza el pabellón británico
alguno que morir quiere
de su bandera al amparo.
No hay esperanza, entra el mar
por el abierto costado,
cesan los gritos confusos,
cesan las voces de mando.
Unos caen de rodillas,
otros se quedan clavados;
éste inclina la cabeza,
aquél extiende las manos;
quién la mente vuelve al cielo,
quién a recuerdos mundanos,
diciendo adiós a la vida
y a los objetos más caros.
-Mi pobre mujer (murmuran),
mis hijos, mi padre anciano...
y la dulce madre mía...
¡Ella que me quiere tanto!
¡morir fuerte.., morir joven...,
y el puerto allí, tan cercano!
Sí, Barcelona está cerca.
Y sus hijos, consternados
contemplan desde la orilla
este doloroso cuadro.
Oyen los gritos de angustia,
ven las suplicantes manos
y la terrible agonía
de aquellos miseros náufragos.
Hora en el profundo abismo,
hora en las nubes el barco,
todos salvarlo quisieran,
pero lo quieren en vano,
y eso que son descendientes
de aquellos marinos bravos
que allá en la Grecia aterrada
de asombro al mundo llenaron.
Mas contra la mar furiosa
¿qué sirve el esfuerzo humano?
Llevar a la nave auxilio
parece en riesgo tamaño,
más que la acción de un valiente,
el hecho de un insensato.
Pero ¿quién es aquel hombre
que con el rostro inspirado
se lanza a un bote y exclama:
-Voy a llevarles un cabo?-
Es Solá, el libertador
de los que en Prat peligraron.
Se esfuerzan por detenerlo,
pero se esfuerzan en vano.
-Son ingleses-grita alguno.
-Son hombres atribulados;
y esto diciendo, se arroja
al mar, que aterra bramando.
Cien veces sobre las olas
se mira allá en lo más alto,
y cien veces el abismo
se abre para sepultarlo.
Ya cual de una catarata
es al profundo lanzado,
ya entre montañas de espuma
se ve como un punto vago.
Hora se acerca a la nave,
que es de sus miras el blanco,
hora por el mar furioso
es de nuevo rechazado.
Y lucha el heroico mozo
con brío y esfuerzo tanto,
que de la playa se aleja
aunque avanza muy despacio.
La multitud, que le mira
con amor y sobresalto,
inmóvil y silenciosa,
lanza un grito prolongado.
Es que el débil barquichuelo
fieras las olas tragaron,
y se cuenta un mártir más
de la virtud en los fastos.
-¡Pereció!-dicen los hombres
con acento consternado,
y afligidas las mujeres
le dan tributo de llanto.
Sepulcro hallaste en los mares,
¡oh sublime temerario!
y grande como tu alma
túmulo sea el mar vasto.
Mas ¿quién corta de las olas
el espumoso penacho?
¿Quién se eleva y se sepulta
y se lanza como un dardo,
hora en las nubes la frente,
hora al abismo bajando?
¿Será visión misteriosa
de algún ente imaginario?
¿o un ángel que Dios envía
y viene desde lo alto?
Es Solá, el libertador
de los que en Prat peligraron,
el mejor entre los buenos,
el valiente entre los bravos
el sin temor ni egoísmo
de la virtud el Boyardo,
que tiene amorosa el alma,
que tiene de hierro el brazo.
No es un hombre, es un gigante,
que en su divino entusiasmo
la fuerza iguala al peligro
con impulso sobrehumano.
Muerde el cable salvador,
y con el mar reluchando,
triunfa de la tempestad
y llega al perdido barco.
Los tristes hijos de Albión
le recogen en sus brazos,
sin palabras en la boca,
pero en los ojos el llanto,
ese lenguaje divino,
ese eco fiel, prolongado,
de los impulsos más nobles,
de los afectos más santos.
Vueltos en sí del asombro,
las lágrimas enjugando,
-Gracias, hombre generoso,
nuestro amigo, nuestro hermano,
nuestro ángel libertador,
dicen en lenguaje patrio,
imaginándole todos
hijo del suelo britano,
que nadie acaba tal hecho
por extranjeros y extraños.
-Soy español-grita el mozo;
y el asombro contemplando
que en los semblantes se muestra,
añade:-«¿Por qué admirarlo?
Al volver a vuestra tierra
decid cómo nos portamos.
Si es débil la patria mía
no es que sus hijos son flacos;
¡oh! su sangre generosa
¡cuántas veces corrió en vano!
Albión tiene más bajeles,
que pueden ¡ay! insultarnos;
mas si se piden al mundo
corazones esforzados,
sentimientos generosos
que no hay en pechos bastardos,
abnegación, heroísmo
y sublimes arrebatos,
mártires de la virtud
o sus campeones bravos,
¡gloria al pabellón de España,
que nadie le iza más alto!-
Y esto diciendo, con fuerza
de salvación coge el cabo,
los isleños lo auxilian
por la esperanza animados,
y entra en el seguro puerto
el roto bajel en salvo.
¡Solá! Para ti quería
el bronce eterno y el mármol
y los pinceles divinos,
y los inmortales cantos.
Fue loca puerilidad
o fue deseo insensato,
que no premian tales hechos
los homenajes mundanos.
Tu premio está en el recuerdo
de los hombres que has salvado,
en las divinas dulzuras
de ir consuelos derramando,
y en ser de los afligidos
la providencia y amparo.
Tu premio está en la conciencia,
Dios le envía de lo alto;
que no su eterna justicia
fía a los hombres ingratos.
Dichoso tú que eres bueno,
grande y bendecido tanto,
y fuerza en el corazón
tienes, y fuerza en el brazo.
Mas ten cuenta de tu vida,
¡oh sublime temerario!
No des un día de luto
a la patria que has honrado.
No tornes lágrimas tristes
las lágrimas de entusiasmo,
que no te queremos mártir
los que te hemos visto santo.






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Valor y probidad


    Si os place el bélico estruendo
de tambores y trompetas
y el vistoso simulacro
de evoluciones guerreras;
si al marchar acompasado
vuestros ojos se recrean,
mirando un bosque brillante
de erizadas bayonetas;
si es grato a vuestros oídos
oír el clarín que suena,
moviendo hombres a millares
como una máquina inmensa;
si los más nobles afectos,
si las más justas ideas,
si la razón, si el instinto
no se indignan y sublevan
al ver que se sustituye
al deber una bandera,
a la razón la ordenanza,
la consigna a la conciencia;
si tras de cada soldado
no se os retrata con pena
la viña que no cultiva,
el prado que ya no riega,
la prometida que burla,
los amigos que desdeña,
su anciana madre que llora,
su padre que triste deja,
el temor que le envilece
transformado en insolencia,
y la infame ostentación
impía, torpe y obscena
que del cinismo hace alarde
y del pudor se avergüenza:
tantas virtudes tenidas
por debilidad o mengua,
tantos vicios, patrimonio
de la ociosa soldadesca,
a quien se brindan amores
y el matrimonio se veda;
todo ese fatal conjunto
de esclavitud y licencia
que los hábitos deprava,
la moralidad barrena,
que del derecho se burla
y que la razón afrenta;
si el belicoso aparato
de cajas y de trompetas
estos pensamientos tristes
en el alma no despiertan,
y acudís a la parada
como a una lucida fiesta;
si están allí por acaso
los cazadores de Cuenca,
mirad, no paséis de largo
y sin hacer reverencia,
que hay en sus filas un hombre
que no es un hombre cualquiera.
Ni ciñe luciente espada,
ni divisa alguna ostenta,
ni se meció en noble cuna,
ni se distingue en las letras,
y el nombre humilde y modesto
de Pedro Gutiérrez lleva.
¿Dónde su mérito estriba,
su valía, su excelencia?
Ignoro si en brava lucha
se halló su valor a prueba;
pero el día del combate
ha de ser mozo de cuenta,
según arrostra el peligro
cuando no hay de la pelea
el temor que hace cruel,
ni la cólera que ciega,
ni la vanidad del triunfo,
ni de la fuga la mengua,
ni el aparato que ofusca,
ni la ambición que espolea.
En una apartada calle
las llamas se enseñorean
de una casa, cuyos dueños
se dan a huir con presteza,
más atentos a salvarse
que a los bienes que allí dejan.
Sin temor ya por la vida
se acongojan por la hacienda,
y al contemplar su riña
se afligen y se lamentan.
Su dolor mueve a piedad
al buen cazador de Cuenca,
y audaz al fuego se lanza
y su noble vida arriesga.
Grave error, porque una vida
aunque menos digna fuera,
más valor tiene y más precio
que tesoros y riquezas;
pero los fuertes impulsos
no se miden ni se pesan,
ni el hombre que mucho vale
es quien mucho por sí vela;
que cuanto el alma es más grande
cuanto más pura se eleva,
son más débiles los lazos
con que está unida a la tierra.
Por eso el noble mancebo
su riesgo no tiene en cuenta,
y avaro de dar consuelos
busca joyas y preseas,
y así que las pone en salvo,
de nuevo en las llamas entra,
hasta que el fuego le ataja
y hasta que el humo le ciega.
Hace el esfuerzo postrero,
y con júbilo y sorpresa
una gran bolsa con oro
ve, la coge, huye con ella.
¡Soldado! Si fuera tuyo
la mitad de lo que encierra,
del servicio de las armas
romperías la cadena,
tu contribución de sangre
pagaran esas monedas,
quedaras tú redimido,
tu pobre madre sin pena.
Estos dulces pensamientos,
si te vienen, los desechas;
buscas a tu capitán,
y una mano en la visera
sostiene la otra el bolsillo
y cual le hallaste le entregas.
Lo ve el jefe con asombro,
das tranquilo media vuelta,
y sin sospechar que hiciste
cosa que encomio merezca,
después de comer el rancho
duermes en tu cama estrecha.
Los que vais a la parada
como a una lucida fiesta,
si están allí por acaso
los cazadores de Cuenca,
mirad, no paséis de largo
y sin hacer reverencia
al que ha dado de valor
y de probidad tal muestra;
y apretándole la mano
decidle:-Ha quien te respeta
más que si en purpúrea faja
tres entorchados lucieras.10

15 Noviembre de 1872.






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Ejemplo heroico de amor filial y fraternal


Anales de la virtud

    En un miserable lecho
una mujer moribunda
mira en derredor de sí
con expresión de amargura.
¿Qué temor o qué recuerdo
la desconsuela y la turba?
No siente dejar la tierra,
donde vivió en triste lucha;
siente el dejar sin amparo
tres míseras criaturas:
su paralítico esposo;
su hija, que desde la cuna
ni tuvo jovial aspecto
ni tuvo salud robusta;
y un niño que enfermo siempre
de idiotismo o de locura,
pocas voces e insensatas
difícilmente articula.
Este es el cuadro sombrío
que ve al borde de la tumba,
la idea desgarradora
que la acongoja y la abruma.
Una mano cariñosa
su postrer sudor enjuga;
unos labios la consuelan
con palabras de ternura.
Su hija, la dulce, la buena,
la que incansable la cuida,
la que de noche la vela,
la que de día la ayuda
y devora el triste llanto
para no aumentar su angustia.
La mano de la doncella
la enferma estrecha convulsa;
clava en ella una mirada
intensa, fija, profunda,
y un tanto se dulcifica
su honda expresión de amargura,
cual si encontrara respuesta
lo que sus ojos preguntan.
El dolor que hunde a los viles
las almas grandes escuda,
y el deber y la desgracia
la inteligencia maduran
La niña deja de serlo,
y, grave y meditabunda,
es madre de sus hermanos
y a su enfermo padre cuida;
por guía su corazón,
y el trabajo por fortuna.
Despierta sobresaltada
y con estrellas madruga,
y antes que al taller se parta
los suyos se desayunan.
A la primer campanada
que el medio del día anuncia,
por darles algún sustento
arrostra el sol o la lluvia,
torna a partir, y no vuelve
hasta que ya es noche obscuras
Así se pasan los días,
los meses, los años; nunca
da señales de impaciencia,
ni sus servicios rehúsa,
ni en más bienes se complace
que en los bienes que procura,
ni imagina que hay virtud
en la prodigiosa lucha
que con el dolor sostiene,
la miseria y la amargura.
No es el esfuerzo de un día
que arrebata, que deslumbra;
es combatir cada hora
de un año, que tiene muchas;
son largos años de prueba
terrible, ignorada, obscura,
sin más testigo que Dios,
con Él solo por ayuda.
Conmueve el que su existencia
en un instante aventura.
Para la vida inmolada
hora por hora en tal lucha...
¿Las voces no hallarán eco?
¿Serán las palabras mudas?
Si han de faltar homenajes
a las virtudes más puras,
¿de qué sirve el corazón
y de qué sirve la pluma?
¡Oh! cuántas veces se arroja
Diciéndole con angustia:
«Si no hallas otro lenguaje,
queda eternamente muda.»
Perdona, niña querida,
joven heroica, disculpa
si es tan pálido este canto
que para ensalzarte escuchas.
Y si no en la lira notas,
hay en el alma ternura,
y tienen llanto los ojos
que en silencio te saludan,
y hace el corazón amante
votos con vehemencia mucha,
y te desea, hija mía,
largos años de ventura.
Jamás de la enfermedad
sientas el peso que abruma,
ni reducida te veas
a pedir ajena ayuda.
Jamás veas de la envidia
la escuálida faz adusta,
ni la ingratitud te aflija,
ni te muerda la calumnia.
Jamás te agiten los celos
con sus infernales furias,
ni el desengaño te hiera,
ni la esperanza te huya,
ni sientas de esos dolores
que desgarran, que torturan
sin que nadie los sospeche,
sin que a nadie los descubras,
e inspirando lo que siente
tu alma cariñosa y pura,
puedas amante y arañada
bajar tranquila a la tumba.

1.º de Abril de 1873.




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Último esfuerzo

Al emprender hace más de tres años la publicación de La Voz de la Caridad, lo hicimos con el temor de que no hallara eco. A los pocos meses de empezar a publicarse concebimos la esperanza de que el periódico de los pobres y de los encarcelados podría sostenerse y dejar algún sobrante para socorrerlos. Esta esperanza empezó a realizarse; cubiertos los gastos, algunas cantidades pudieron destinarse a los desvalidos; recibimos limosnas de alguna consideración en metálico, y sobre todo en ropas, y se formaron veinte decenas que patrocinaban a otras tantas familias desgraciadas: ni medios materiales ni pruebas de simpatía nos faltaban; Dios había recibido nuestra buena voluntad. Hoy la pone a una terrible prueba: la suscripción baja de tal modo, que, continuando así, pronto tendrá que cesar nuestra Revista por no poder cubrir gastos; las limosnas disminuyen, y muchas decenas se disuelven. Nos duele en el alma que se extinga la única voz que, aunque débil, se alzaba constantemente en favor de los pobres y de los presos; nos duele más todavía tener que decir a las familias socorridas: «Ya no recibiréis más socorro; vuestra decena se ha disuelto; el periódico cesa, y nosotros somos pobres. Con los latidos de nuestro corazón y con las lágrimas de nuestros ojos podemos probaros nuestro amor, pero no aliviar vuestra miseria. Consolados, ya no volveréis a bendecirnos; pero no nos maldigáis al menos; ya veis la pena con que nos alejamos; ella os dice que este abandono es forzoso.»

Unos se ausentan, otros se ven privados de los recursos con que contaban, muchos se retraen temiendo que para sí les falte lo necesario. Como en toda época calamitosa, se ve esa contracción del alma que se endurece, y el cerrar los oídos a los ajenos dolores, y el sujetar todas las cuestiones al cálculo de las cosas materiales, y el poner el egoísmo en lugar de la Providencia. Pero que se vea también, como suele acontecer en momentos supremos, el amor, la abnegación, la perseverancia; que se vea que no todos huyen al grito de ¡Sálvese el que pueda!; que algunos se agrupen en torno de la bandera santa donde quiera que se alce, y luchen con esfuerzo, y luchen hasta morir; que indigna y desdichada vida es la del que vive sin defender de algún modo una buena causa. Hay horas en que luchar es un deber de todos, cada uno según sus fuerzas y según su posición. Combata cada cual el enemigo que tiene enfrente, combatamos nosotros la miseria; que si pretender vencerla con tan débiles fuerzas sería locura, el no arrancarle algunas víctimas fuera cobardía culpable.

A los suscriptores de La Voz de la Caridad nos dirigimos, a fin de que den una prueba más de amor a los pobres y de simpatía a los que su causa defienden: como amigos los miramos, y como a tales pedimos que unan su esfuerzo al nuestro insuficiente. Que digan a las personas compasivas que valemos poco, pero que amamos mucho; que tenemos escaso mérito, pero gran perseverancia; que nuestras fuerzas son débiles, pero que nuestro brazo no defiende ningún interés mezquino; que todas nuestras aspiraciones son que los desvalidos y los encarcelados tengan un representante en la prensa y reciban alguna vez un socorro en su miserable albergue. Esto esperamos que digan aquellos a quienes inspira algún interés nuestra Revista, porque si no acuden nuevos suscriptores a ocupar el lugar de los que se han retirado, al terminar este semestre cesará.

Que los buenos amigos de los pobres no nieguen en estos momentos críticos el auxilio que les pedimos. Si sus esfuerzos y los nuestros reunidos fuesen inútiles para sostenerla publicación, no lo será para tranquilizar la conciencia el poder decir con verdad: Hemos hecho por los desvalidos cuanto estaba en nuestra mano hacer.

15 de Junio de 1873.




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La justicia bien entendida, ¿por quién empieza?

No hace muchas semanas, en el núm. 76 de La Voz de la Caridad, nuestro buen amigo el Sr. D. Antonio Guerola procuraba combatir aquella cínica fórmula del egoísmo, que dice: La caridad bien entendida empieza por uno mismo, fórmula que sería muy exacta si en vez de CARIDAD dijéramos JUSTICIA. En efecto; es esencial en la caridad el olvido de la propia conveniencia, la abnegación, y, en algunos casos, hasta el sacrificio; la esfera de la actividad de la persona caritativa está fuera de su individuo; y una vez recibido el primer impulso de amor y conmiseración, todos los otros vienen de fuera, y las causas determinantes, en vez de ser el dolor y el placer propios, son la dicha o la amargura ajena. La índole de la justicia es muy diversa: como aquel héroe de la fábula, cuyas fuerzas se agotaban en la lucha y las recuperaba tocando a la tierra, la justicia necesita tocar muy a menudo en lo íntimo de nuestro ser moral. La justicia, aunque se esparza y se difunda y se comunique y se irradie sobre la sociedad, infundiéndola calor y vida, pronto sufriría alteraciones fundamentales si no se replegara por intervalos en el fondo de nuestra alma. Para ser caritativo hay que salir mucho fuera de sí; para ser justo hay que entrar mucho en sí mismo; porque la primera, la indispensable condición para juzgar bien a los otros es no juzgarse mal a sí propio. La medida que aplicamos a los demás, se alarga y se acorta, se deforma en nuestra mano, y necesitamos continuamente rectificarla, sumergiéndola en las profundidades de nuestra conciencia.

Aunque sea de paso, advertiremos que esto no quiere decir que haya entre la caridad y la justicia ningún género de oposición y antagonismo; muy al contrario, son dos colores de un mismo rayo de luz, que no se descompone sino porque pasa al través de nuestro ser imperfecto. En Dios concebimos que la justicia es caridad y la caridad justicia; en los hombres, a medida que son mejores, que procuran acercarse a la perfección del Padre celestial, se separan menos la caridad y la justicia; y hasta las sociedades, a medida que progresan, tienen por justas legalmente y son exigibles por la ley cosas que en tiempos mas rudos pertenecían al fuero interno, a la esfera moral y a la jurisdicción de la conciencia. Así, pues, tenemos: Ideal de perfección, Dios, la caridad, es decir, el amor y la justicia, confundidas.

Perfección mayor o menor en el hombre, medida por la divergencia que en él tienen la caridad y la justicia. Según que el hombre es más virtuoso, que tanto quiere decir más perfecto, pone más trabas a su egoísmo, que es prestar alas a su caridad; se considera con menos razón para recibir servicios sin prestarlos; mira como deberes actos que los menos avanzados en el camino del bien tienen por de pura gracia, y, en fin, tienden a confundir más y más la esfera de la caridad y de la justicia: esta indicación, aunque breve, bastará para probar que es una misma su esencia, que la perfección consiste en no separarlas, y que si parecen opuestas, es porque el error y las pasiones bajas las apartan, hasta el punto de proferir la blasfemia de que puede haber entre ellas hostilidad.

Pero en tanto que la caridad y la justicia no se confunden, hasta que no son una misma cosa, es de ley moral que la primera necesite derramarse en expansión simpática, y la segunda concentrarse con frecuencia en análisis reflexivo. Como dejamos dicho, la primera, la imprescindible condición para ser justos con los demás, es serlo con nosotros mismos; saber lo que les debemos y lo que nos deben, lo cual no se puede conseguir sin tomarse a sí propio estrecha cuenta. No las ajusta la caridad, no las necesita, porque no obra por cálculo, ni se inquieta de si alguno le falta o de si ella ha sobrado; pero la justicia, no infinita, como la de Dios, sino limitada como la de los hombres, y más mezquina según ellos son más ruines; la justicia, como mercancía de gran precio pesada en tosca balanza, necesita continuas rectificaciones y correcciones de cálculo para no dar en error de consideración y parar perjuicio grave. Cualquiera puede observar el significativo fenómeno siguiente.-No hay persona a quien inspiremos alguna confianza, por poca que sea, que no nos dé quejas RAZONADAS de parientes, amigos y conocidos, de todos aquellos con quienes tiene relaciones de cariño o de interés. Hay más todavía, y es, que si pudiéramos penetrar en lo íntimo de cada uno, veríamos que aquellos que por reserva o por otro motivo no dan quejas de nadie, las tienen de muchos, quizás de todos. El primero a quien oímos quejarse de perfidias, ingratitudes, desvíos y desengaños, en fin, bajo las mil formas en que pueden recibirse, nos inspira esta reflexión u otra semejante: «¡Lástima que hombre tan bueno halle tan mala correspondencia!» El segundo, el tercero, el cuarto, etc., que nos manifiesta su rectitud y el mal proceder de los otros, su cordialidad y el poco afecto que halla, su abnegación y el egoísmo ajeno, nos arrancan igual exclamación, hasta que después de muchos, y al cabo de bastantes años, decimos lo que debiera habernos ocurrido desde el primer día: -PUESTO QUE TODOS SE QUEJAN CON RAZÓN, NO HAY NINGUNO SIN CULPA.

Y esta conclusión tan lógica y tan sencilla, ¿cómo hay nadie que no la saque, y no la saque pronto? La razón es, a nuestro parecer, que en las cuentas morales no tenemos más que activo; que sumamos el cargo suprimiendo la data; que recordamos, en fin, minuciosamente lo que nos deben, olvidando en parte, o en totalidad, lo que debemos; y como esto lo hacemos nosotros, y ustedes y aquellos y todos, resulta que no se ve cuenta que venga bien con otra, y que en el mundo moral no hay más que acreedores.

Ya se entiende que hablamos de la regla; algunas pocas benditas excepciones existen, que piensan deber más que los deben, y éstos, los únicos que declaran su deuda, son también los únicos acreedores verdaderos.

Este pensamiento más o menos claro, con explicaciones más o menos concretas, está en la sociedad, puesto que muchas veces se revela en el lenguaje. Ahora las PAGA todas. Es ACREEDOR a remuneración, a respeto, etc. Dios nos ha de pedir estrecha CUENTA. Tú me las PAGARÁS. Se le hacen CARGOS muy graves. En la oración dominical pedimos a Dios: que nos perdone nuestras DEUDAS, como perdonamos a nuestros DEUDORES; y, lo que es todavía más significativo, en nuestra lengua y en otras, la misma palabra DEBER representa un valor que se adeuda, y la obligación de que en conciencia no podemos prescindir.

La idea de cuenta está en la conciencia de la humanidad; solamente que el método para ajustarla es malo, y no saldrá bien mientras no se cambie. Cosa es ya reprobada, no sólo por las leyes, sino por la opinión de los menos escrupulosos, lo que se llama tomarse la justicia por la mano; pues esto que no nos creemos con derecho a hacer materialmente, lo hacemos sin escrúpulo en la esfera moral, cuando aplicamos los principios de equidad a los otros antes de haberlos aplicado a nuestras propias acciones y sentimientos.

Todo derecho que exijamos antes de haber cumplido exactamente el deber recíproco que supone; toda regla que apliquemos sin habernos sujetado a ella primero; toda consideración que exijamos sin haberla personalmente merecido; toda justicia que empieza por los otros en vez de empezar por nosotros mismos, no es justa, no puede serlo, porque no suele llegar hasta el Juez, y aunque llegare, traería un vicio original de que ya no podría purificarse. Un ejemplo hará más evidente esta verdad.

Una persona nos ha faltado al respeto que nos debe. Empezando la justicia por ella, damos por supuesta la deuda, la hacemos severos cargos, la acusamos y la condenamos, en nuestro concepto con razón evidente. La investigación y prueba de su falta es la última instancia del proceso, y no ha lugar de ningún modo a que nosotros aparezcamos ni un momento como acusados. Si en lugar de esto hubiéramos empezado por nosotros mismos; si en lugar de decir resueltamente: ese hombre me ha faltado al respeto, nos hubiéramos preguntado: ¿merezco yo el respeto de ese hombre?; si después de investigada la verdad la respuesta era negativa, como lo sería probablemente, no hay para qué pasar adelante, ni motivo para querellarse y condenar.

De todo esto puede haber excepciones; pero la regla general, muy general, es que la justicia que empieza por los otros tiende a condenarlos, y la que empieza por nosotros mismos a absolverlos; y con esto, que es evidente, no hay para qué encarecer cuál será la verdadera para el individuo y la más armónica para la sociedad, porque seguramente no hemos de ser más severos con nosotros mismos que con los demás; y aun cambiando el método de pesar, todavía se inclinará en nuestro favor la balanza.

No queremos dejar de hacer notar, aunque sea de paso, que en esto, como en todo y siempre, lo más justo es lo más útil. El que empieza la justicia por los otros, indefectiblemente se encuentra con que los otros la empiezan por él, y le devuelven todas las desventajas del punto de vista de donde él los miró. Por el contrario, el que empieza por sí mismo la justicia, suelo hallar a los otros dispuestos, no sólo a no negársela, sino a dispensarle gracia, por un sentimiento de generosidad que existe en casi todos los hombres, sin exceptuar los más crueles y depravados; sentimiento que tal vez parece raro, porque son raras las ocasiones que le da nuestra rectitud de manifestarse. Bajo el punto de vista de la conveniencia, se ve el resultado que da el no tener en cuenta más que los propios merecimientos y las ajenas faltas; esto conduce a ser intolerantes, a exigir mucho y a encontrar por todas partes intolerancia, acritud y los agudos ángulos del egoísmo ajeno que chocan con el propio. Por el contrario, el que analiza sus faltas y defectos es tolerante; exige poco, porque sabe que no merece mucho; no despierta las susceptibilidades del amor propio, y halla simpatía y disposición benévola y mayor facilidad para la existencia. La modestia que da el empezar la cuenta por lo que debemos, disminuye todos los rozamientos de la vida; la altanería, a que contribuye tomar por punto de partida lo que nos deben, aumenta todas las dificultades; de modo que el deber y la conveniencia se unen para decirnos: QUE LA JUSTICIA BIEN ORDENADA EMPIEZA POR UNO MISMO.




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¡Pobre Martín!

Martín se llamaba el desdichado individuo de Orden público que murió no hace muchos días en la calle del Lobo, cumpliendo con su deber. No nos incumbe investigar quién ni cómo lo ha matado, ni si se debió allí hacer fuego, ni si hubo imprudencia temeraria penada por la ley, ni si hay personas justiciables o se debe sobreseer la causa. Cosas son éstas de que entenderá el Juzgado. Sobre una que no es de su competencia vamos a decir algunas palabras.

Los encargados de sostener el orden en Madrid no suelen ser muy bien mirados del pueblo; y sea la culpa de éste, de aquellos o de todos, como es lo más probable, cosa que no nos hemos propuesto averiguar, ni sería fácil, es lo cierto que los individuos de esta fuerza urbana han recibido varios apodos colectivos, digámoslo así, y en la actualidad no salen muy mal librados recibiendo el nombre de amarillos. No es nuestro ánimo hacer su panegírico, ni probar que son personas ordenadas todas las encargadas de sostener el orden público; pero diremos, por ser la verdad y constarnos, que Martín era un hombre honrado, un hombre muy bueno, que ha muerto por cumplir con su deber. Estas palabras, que no podemos escribir con ojos enjutos recordando su trágico fin, serán su única oración fúnebre, y su nombre, escrito en el periódico de los pobres, el solo esfuerzo hecho para arrancarle al triste olvido de la fosa común.

No vamos a hablar de una persona, Martín representa una clase; no vamos a implorar para su viuda la compasión de las almas caritativas, vamos a pedir a la sociedad el cumplimiento de los deberes que parece ignorar o que no recuerda. Cuando un hombre muere por ella, por defenderla y servirla, si este hombre es pobre y obscuro, identificada su persona, su cadáver se entierra, quizás sin pompa, en la fosa común, y su familia sufre sin auxilio los horrores de la miseria. Si mañana aparece un joven en el banco de los acusados, si probado su delito el defensor alega que es huérfano, que su padre murió como ha muerto Martín, que niño vivió en la miseria y en el abandono, sin más educación que malos ejemplos, y el peor de todos saber cómo desampara la sociedad a los hijos pobres de los que mueren por ella; cuando esto diga el abogado, sacando las consecuencias que lógicamente resultan, ¿en virtud de qué ley que no sea la del más fuerte se le aplicará al reo una pena? ¿No está moralmente incapacitada de imponer deberes la sociedad que no cumple los suyos? Empiece ella por llenarlos, por dar el ejemplo con el precepto, y los infractores serán entonces más raros, más culpables, y podrán castigarse en conciencia.

Cuando un hombre muere por prestar un servicio directo a la sociedad, ésta debe honrar su memoria y amparar su familia; dar a ésta suficientes socorros domiciliarios, o cuando haya niños con madre que no puedan ser educados en casa, recogerlos en un establecimiento especial para ellos solos, de modo que no se confundan los huérfanos que hace el vicio y el crimen, con los que deja la abnegación y la virtud.

En cuanto a la víctima, debe ser conducida a la última morada con pompa, no de esa que cuesta dinero, sino de la que indica respeto: su nombre debe grabarse sobre su tumba, y ésta abrirse en derredor de un monumento sencillo en que se lea:

LA SOCIEDAD RECONOCIDA,
A LOS QUE MUEREN POR ELLA.

Mientras la sociedad no trate a todos sus miembros como hijos, por seguro debe tener que habrá muchos que no la miren como madre.

15 de Junio de 1873.






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A un alma


    Muda, lóbrega, aterida,
¿Quién indiferente encierra
Los muertos que eran tu vida?
       La tierra.
    Ante los yertos despojos
Y en profundo desconsuelo,
¿Adónde vuelves los ojos?
       Al cielo.
    ¿Quién escucharte rehúsa?
¿Quién al condenarte yerra
Y sin derecho te acusa?
       La tierra.
    ¿Qué ley invocas propicia
En acongojado anhelo?
¿A quién demandas justicia?
       Al cielo.
    ¿Cuál es el lóbrego imperio
De la iniquidad que aterra,
De la duda y del misterio?
       La tierra.
    ¿Quién la voz doliente escucha?
¿Quién es la verdad sin velo
Y la perfección sin lucha?
       El cielo.
    ¿Cuál es para ti un desierto,
O entre abismos fría sierra
Donde vas con paso incierto?
       La tierra.
    Y cuando pierdes la vía
Exánime por el suelo,
¿Quién fuerza te manda y guía?
       El cielo.
    ¿Dónde atribulada gimes?
¿Quién hace traidora guerra
A tus impulsos sublimes?
       La tierra.
    ¿Quién del combate la palma,
Quién exenta de recelo
Paz te dará y dulce calma?
       El cielo.
    Tu aspiración infinita
¿Quién entre cadenas cierra
Y te persigue proscrita?
       La tierra.
    ¿Dónde, pobre desterrada,
Hallarás dulce consuelo?
¿Cuál es tu patria adorada?
       El cielo.
    Esta angustia y este anhelo,
Y esta lucha y esta guerra,
¿Qué te dicen? Que la tierra
Es el camino del cielo.

1.º de Julio de 1873.




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A los que están dispuestos a dar con sus obras

Testimonio de su fe


La Voz de la Caridad, no sólo se aparta cuidadosamente de todo lo que sea política, sino que guarda silencio sobre hechos altamente punibles y repetidamente impunes, que son causa de grandes desgracias, por parecernos imposible remediarlas por el momento y fácil excitar ira rencorosa contra sus autores. Nuestra misión no es acusar; no queremos descender, aun por un momento ni para nada, a esa arena en que las pasiones, más que romper lanzas como los caballeros, parecen luchar como las fieras.

Vamos a ocuparnos, no obstante, de dos disposiciones oficiales tomadas recientemente: una el Ministerio de la Guerra; por el de la Gobernación la otra: no podríamos callar sin faltar los deberes que nos hemos impuesto. Como disponemos de tan poco espacio, copiaremos de los decretos solamente la parte esencial, suprimiendo los preámbulos, porque en ellos no se razona la medida. El expedido por el Ministerio de la Guerra dice así:

«Artículo 1.º Quedan suprimidas las plazas de capellanes párrocos de los cuerpos armados, hospitales y fortalezas y demás dependencias del ramo de Guerra, las subdelegaciones castrenses y asimismo el Vicariato.»

Esta disposición está suscrita por D. Francisco Pi y Margall y D. Nicolás Estévanez. La otra a que nos hemos referido dice así:

«Artículo 1.º Quedan suprimidas, desde la publicación del presente decreto, las plazas de capellanes de los establecimientos penales.

»Art. 2.º La iniciativa individual, la de las sociedades y corporaciones religiosas, podrá proporcionar a los penados que lo reclamen los auxilios espirituales y las ceremonias del culto, siempre bajo la inspección del jefe del establecimiento y con las condiciones que la prudencia de éste tenga por conveniente designar.

»A este fin estará dispuesta en los días de precepto la capilla del establecimiento y los objetos del culto en ella existentes.

»Art. 3.º Se crea en cada presidio una plaza de maestro de escuela, dotada con el sueldo de 2.000 pesetas en los de primera clase, de 1.750 en los de segunda y de 1.500 en los de tercera.»

Este decreto está firmado por el Sr. Pi y Margall.

No abrigamos la insensata idea de convencer de su sinrazón a los autores de estas disposiciones; pero, al ver pasar el error, deber nuestro es desmentirle y pedir, para los males que produce, remedio o lenitivo siquiera.

Fácil nos será probar que las anteriores disposiciones son contra ley, contra razón y contra justicia.

CONTRA LEY.-La Iglesia no se ha separado todavía del Estado. Esta separación no puede hacerse sino en virtud de una ley que debe meditarse mucho, si las cosas no se han de resolver con mayor ligereza a medida que son más importantes. La supresión del clero castrense y de los capellanes de los establecimientos penales no ha podido decretarse sin sobreponerse a la ley.

CONTRA RAZÓN.-El hombre de estado que prescinde de la historia de un pueblo, no puede gobernarle; si es fuerte, será tirano; si débil, ridículo; siempre fatal, y en breve plazo imposible. Si no es dado marchar contra la opinión en aquellas cosas que se imponen por la fuerza, ¿cuánto menos lo será en las que hay que esperar de la libre voluntad?

Y la voluntad no se determina por la lectura de un decreto; ni con firmarle se improvisan hábitos, ni se cambia la manera de ser de un pueblo. En el español, por espacio de siglos, la iniciativa de lo poco que se ha hecho ha sido del Gobierno, que, presentándose dondequiera como obstáculo, ha sofocado la actividad personal. Entre nosotros no hay espíritu de asociación; no hay iniciativa en el individuo; todo se espera del Poder, y cuando él no hace las cosas, no se hacen: esto lo sabe cualquiera y lo sabe todo el mundo. No ya el individuo, sino el municipio y la provincia, abandonan la instrucción, las cárceles y los caminos; es decir, sus intereses morales, intelectuales y materiales, por esa falta de conocimiento de lo que les conviene y de voluntad para ejecutarlo. Todo esto es evidente.

En tal situación, ¿qué deben hacer el legislador y el hombre de Estado? ¿Continuar poniendo obstáculos a la iniciativa del individuo? ¿Partirán de tal iniciativa cuando no existe y le confiarán la misión de velar por sagrados intereses? Sin prescindir del deber, no puede hacerse ninguna de estas dos cosas. Hay que allanar todo obstáculo a la iniciativa del individuo, ha de favorecerse toda honrada actividad personal; pero suponerla cuando no existe, arrancar de una negación para realizar un sistema, grave falta es, error perjudicialísimo y grosero, cuando la verdad se revela por todas partes y con tal evidencia, que para no verla es necesario cerrar los ojos a su luz.

A hombres que son o tienen tendencias socialistas, no debe ser necesario probar que el Estado es algo más que un recaudador de contribuciones y un comisario de policía; que el Estado está para procurar que se realice la mayor suma de bien posible en todas las esferas, haciendo todo lo que el individuo no puede hacer o hace mal, y cuidando de lo que el individuo abandona con daño suyo y de la colectividad. Todo esto es elemental en la ciencia del gobierno; y como en las disposiciones que examinamos se ha desatendido, ninguna duda cabe que no se ha obrado en razón.

CONTRA JUSTICIA.-El Gobierno, que no tiene ninguna razón para confiar para nada en la actividad individual, le abandona la asistencia religiosa de los soldados enfermos en los hospitales o encerrados en las fortalezas o moribundos en los campos de batalla, lo mismo que la de los penados reclusos en las prisiones. Una importante función que estaba a su cargo, se la deja a la caridad. ¿La llenará? Debe temer que no, y, en todo caso, debe estar seguro que los individuos o las asociaciones caritativas, aunque tengan voluntad y medios, no pueden instantáneamente organizar el servicio religioso que él suprime, y que por más o menos tiempo han de quedar desatendidas las necesidades espirituales de los que la ley condena o de los que por defenderla mueren. Aunque tuviera la seguridad, que racionalmente no puede tener, el Gobierno debía haber hecho un llamamiento y fijado un plazo, de modo que fuera posible que al retirarse el sacerdote sostenido por el Estado, entrase el que la caridad enviaba. Dirá que no comprende esa urgencia; le responderemos que todo Gobierno tiene obligación de comprender las necesidades de los gobernados y que un ateo está moralmente incapacitado para gobernar.

Aun admitiendo como buena la separación de la Iglesia y el Estado, es injustificable la medida que nos ocupa. El ciudadano libre puede asociarse con otros y hacer sacrificios pecuniarios para sostener el culto; puede ir al templo, aunque esté lejos; pero el soldado en el hospital o en campaña y el recluso en la prisión, ni libertad ni medios tienen de proveerá sus necesidades espirituales, que debe satisfacer la sociedad que en tal situación los ha puesto. ¿No cuida ella de su alimento y de su vestido? Pues lo mismo y por la misma razón debe atender a las necesidades de su espíritu.

Tratándose de penados por la ley, hay además otras consideraciones. La sociedad les debe enseñanza religiosa aunque no la pidan, aunque la rehúsen, como se debe la medicina al enfermo aunque no quiera tomarla. Así se ha comprendido en todos los países donde se entiende algo de justicia y de sistema penitenciario. En Suiza y en los Estados Unidos hay libertad religiosa y separación de la Iglesia y del Estado, y las prisiones tienen sacerdotes, y a nadie que quiere corregir a los criminales le ha ocurrido privarse del medio más poderoso para influir en su alma. El poder de la religión es más indispensable en las prisiones que en parte alguna, y aunque la caridad envíe allí sacerdotes, hay poderosas razones, que no podemos demostrar hoy, para preferir que sea el Estado y no la caridad quien se encargue de satisfacer las necesidades tanto espirituales como materiales de los reclusos. Como quiera que sea, el Gobierno no puede dejar al acaso el servicio religioso de las prisiones, y es un verdadero atentado suprimirle sin saber si habrá quien le restablezca.

Al mismo tiempo que se suprimen los capellanes de las prisiones, se establecen maestros de primeras letras. Creemos desde luego que no hay mala voluntad, sino ignorancia, en la medida. La instrucción literaria es una parte, la menos importante, de la educación: esto en general. Tratándose de prisiones como las nuestras, donde se corrompe a los penados, de prisiones que todo el que las conoce las llama escuelas normales del crimen, la instrucción no sólo no educa, sino que puede pervertir; es un arma que se pone en manos de un malvado. La Administración, no sólo dirá a la sociedad, como ahora: te devuelvo al penado mucho peor que le recibí; sino que deberá añadir: está más instruido, puede causarte, más daño y sabrá evitar mejor el castigo; los medios que me facilitaste para corregirle los he empleado en hacerle más peligroso. La instrucción no es un objeto, sino un medio; no es una obra, sino un instrumento útil o perjudicial según la mano que lo maneja, y puede compararse al metal, que se convierte en el arado del que fecunda la tierra o en el puñal del asesino. En una prisión bien organizada, la instrucción es un medio poderoso de corregir; en una prisión como las de España, la instrucción es un medio de depravar. Quisiéramos que no hubiera maestro alguno que aceptara la horrible misión de ilustrar a los criminales, cuando es imposible moralizarles al mismo tiempo. ¡Deseo vano! En un país en que no se hallara quien secundase semejante orden, sería imposible un ministro que la diese. No insistimos sobre esto; nos parece de esas verdades que con enunciarse se prueban, y volvemos a la cuestión objeto principal de este artículo.

Los hechos, aunque sean contra ley, contra razón y contra justicia, son; hay, pues, que partir de su inevitable realidad. A la hora en que esto escribimos ya estarán las prisiones sin culto, los hospitales militares y los regimientos sin capellanes. El valiente que expira en el campo de batalla no tendrá quien le afirme que hay otro mundo donde se halla el premio merecido en este: el criminal moribundo en la prisión no tendrá quien le ofrezca en nombre de Dios el perdón de sus pecados. Esto es horrible, pero esto es. ¿El mal durará mucho? No si hacemos lo que debemos y si nuestras obras dan testimonio de nuestra fe. Unamos nuestros esfuerzos, y acaso de un mal momentáneo resulte un bien permanente.

Nuestros hermanos de la Cruz Roja pueden esforzarse para que ingresen en sus filas sacerdotes que auxilien a los moribundos mientras ellos curan a los heridos, y cuando estos sacerdotes carezcan de medios de subsistencia, procurárselos.

Para los presidios y prisiones de mujeres se necesitan sacerdotes que se dediquen exclusivamente a despertar el sentimiento religioso, más veces dormido que muerto en el corazón de los criminales.

Ninguna de estas cosas puede hacerse sin fondos; pero no se necesitan muchos: con un poco de buena voluntad habrá más que suficientes. La Voz de la Caridad, a pesar de su pobreza, acudirá con su óbolo; nosotros no negaremos el nuestro, ni rehusaremos el trabajo necesario para llevar a buen término la empresa: todo el que a ella quiera asociarse, se puede dirigir a nuestra Redacción.

Rogamos a nuestros colegas de la Prensa, de acuerdo en este punto con nosotros, que hagan un llamamiento a las personas religiosas; que los pinten el dolor del soldado moribundo en el campo de batalla, la desesperación del criminal abandonado en la enfermería del presidio. Que hagan comprender la vergüenza y el pecado de no acudir al socorro de aquellos desventurados; que pidan para ellos un mensajero de perdón y de esperanza, que les hable del cielo en la postrera hora.

Tregua a los dicterios y a los anatemas; opongamos a las acciones malas las buenas acciones. Hagamos caridad en vez de pedir justicia: a esta hora la de los hombres está sorda, y la de Dios vendrá sin que la llamemos.



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