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La caridad en la guerra

Cada dos semanas tenemos que comunicar nuevos dolores; no se pasa ninguna sin que haya combates y sangre derramada en lucha fratricida; pero también recibimos nuevos consuelos, porque lo es, y muy grande, ver que la caridad no se cansa, y que


    Si hay crueles que se ensañan,
Si hay seres que se pervierten,
Si hay manos que sangre vierten,
Hay manos que la restañan.

El Ayuntamiento de Haro y los asociados de la Cruz Roja se prepararon al ataque de La Guardia estableciendo doscientas camas, de las que felizmente no se ocuparon la mitad. ¡Que siempre queden vacías las que se disponen para las víctimas de la guerra, y que todos los pueblos tomen ejemplo de la caritativa previsión de Haro. Su solicitud con los que han caído al frente de La Guardia ha sido tal, que los oficiales han hecho pública manifestación de agradecimiento por la ardiente caridad con que los heridos fueron auxiliados. A sus bendiciones se unen las nuestras, y se unirán las de todas las personas compasivas. Inscribiremos un pueblo más, Haro, en el catálogo de la caridad, y que al menos, cuando nos acusen de crueles y nos digan que no hay un solo campo donde no se haya derramado sangre, podamos responder que no hay tampoco una sola población donde no se haya restañado amorosamente, oponiendo al odio de la guerra el amor de la caridad.

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Hace algunos días ponían sobre nuestra mesa como donativo para los heridos 680 reales. Como nos conmoviéramos profundamente, el que los traía nos preguntó por qué la vista de aquellas monedas nos causaba tan profunda impresión, y lo respondimos:-Porque esta limosna es la primera que recibimos del Extranjero, y el valor de esas monedas en calidad de tales es muy pequeño comparado con el consuelo que nos dan como prueba de simpatía de los que tienen otra lengua y otra patria, y el saber que las desdichas de la nuestra no hallan indiferentes y extraños a todos los extranjeros.

Esta limosna fue recogida por la Sra. Condesa d'Asailli en su tertulia. Rogamos al señor Conde de Ripalda, por cuya mano ha llegado a nosotros, haga presente a la caritativa dama y a sus amigos la expresión de nuestra gratitud.

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La Comisión de la Cruz Roja de Amberes se ha dirigido a la Presidenta de la Sección de Señoras de Madrid manifestándola su deseo de enviar socorros a los militares heridos españoles y preguntando los objetos que serían de mayor utilidad. El caritativo ofrecimiento ha sido recibido con la gratitud que merece, y tanto mayor, cuanto es el primero que la Cruz Roja extranjera ofrece a la Cruz Roja española: nunca olvidaremos esta primera prueba de fraternidad.

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Las manos caritativas no se cansan de auxiliarnos.

Los párvulos de la escuela de Chamberí, en vez de jugar, siguen haciendo hilas. ¡Lástima que tan buen ejemplo no sea imitado por otros niños, que lo sería si tuvieran quien despertara sus buenos sentimientos!




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Las apariencias engañan

Tal vez parezca ocioso repetir una cosa tan sabida; pero el mundo está lleno de personas que saben verdades y se conducen como si las ignorasen, viendo el conocimiento como una estatua bella que no tiene vida porque no se la comunica la conciencia y la voluntad. Es necesario saber lo que se hace y hacer lo que se sabe, es decir, poner en práctica todas aquellas teorías que como buenas y ciertas tenemos. Nadie sostiene que deba juzgarse por apariencias, y todos, más o menos, juzgamos por ellas, condenando o absolviendo contra la regla admitida por nuestra razón: tal vez consista en que tenemos siempre prisa de juzgar, y es imposible juzgar de prisa y bien.

El juicio errado es siempre un mal; cuando con él se perjudica a una persona, es un mal mayor, y muchísimo más grande si esta persona es un desdichado a quien una apreciación equivocada priva del necesario socorro. Las acciones de los pobres, sus gastos superfluos, son a veces apreciados con severidad y ligereza, que conduce a la privación de la limosna. La cáscara de un huevo, el pellejo de una fruta cara, los restos de un manjar delicado, un periódico del día, etc., etc., hacen pensar que en cierta casa hay poca necesidad o mucho desorden, y dan la idea de suprimir o mermar la limosna. Bien está que se observe a los pobres a quienes se socorre; que no se autoricen gastos superfluos, ni se contribuya a caprichos o glotonerías; pero hay que fijarse bien y saber a ciencia cierta cómo y por qué el pobre hizo tal cosa, o tiene en su poder tal objeto que es contra él terrible capítulo de cargo. A propósito de esto, referiremos lo acaecido hace pocos días en una caritativa reunión.

Dirigíanse los concurrentes mutuas acusaciones sobre su mucha propensión a pedir; sobre la mafia de no darse nunca por satisfechos con lo recibido; sobre la exageración de las necesidades; sobre el mimo que daban a sus pobres, y, lo que era más grave, sobre gastos superfluos y caprichos que autorizaban. Una voz severa y acusadora se alzó, diciendo:

-Todo lo que hasta aquí hemos visto es nada. N. lleva sus viejos en coche.

-Estaría enfermo alguno e irían a consultar al médico.

-No, señor, muy buenos, y muy majos y muy alegres los he visto bajar del carruaje.

Siempre ha habido una explicación satisfactoria para cada abuso denunciado. La capa nuevecita la dio la señora de D.; el vestido bueno, la de T.; el manguito, la de R.; y el coche, señor mío, y el coche, ¿es también de desecho, o consecuencia de su largueza en dar, que deja sobrantes para pagar carruaje?

El acusado pidió un plazo para sincerarse, seguro, decía, que del perfecto conocimiento de los hechos resultaría su justificación.

En efecto, el hecho había sido el siguiente: Los ancianos patrocinados tienen hace mucho tiempo un amigo y protector, que dentro de pocos días va a contraer matrimonio. No consideró su alegría completa si no participaban de ella sus viejecitos; los llevó a ver las galas de su futura, los convidó a almorzar, los dio dulces, y, por último, los volvió en coche a su casa, con un cariño que Dios le premie, uniendo a las bendiciones del sacerdote las de sus pobres y las nuestras.

Con esta sencilla y verídica explicación el acusado quedó triunfante, el acusador tamañito, y los concurrentes más persuadidos cada vez de que no hay que juzgar a nadie por apariencias, y menos al pobre, para quien la falta de justicia puedo significar inmediatamente la falta de pan.




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La caridad y la política

Nuestro buen amigo y compañero de redacción, el Sr. D. Carlos María Perier, considera, y con motivo, los pecados capitales como los grandes enemigos de la caridad; nosotros, al ver la política contemporánea, tentados estamos, no ya a tenerla por un pecado capital más, sino por el conjunto de todos ellos, puesto que, a poco que se la observe, se notará que es soberbia, avara, iracunda, glotona, envidiosa; y en cuanto a la pereza, definida y bien definida decaimiento de ánimo en bien obrar, por lo poco bueno que la política hace se comprende lo mucho que en este pecado incurre.

Si la caridad recibe tanto daño de un pecado solo, ¿qué será de la reunión de todos ellos, concentrada en esta política de ahora, que va por malos medios a fines que no suelen ser buenos? Por eso en el proyecto de ley que hemos publicado se procuraba hacer independiente la beneficencia de la política, tanto al menos como lo consentía la organización de los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales; por eso cuando se trató de formar una suscripción nacional para socorrer a la desventurada Cartagena, deploramos que en la comisión formada al efecto hubiera demasiados hombres políticos, y por eso, en fin, consideramos siempre como una desgracia para los desvalidos y desventurados de todas clases el que la política se encargue de su socorro y consuelo.

Y entiéndase bien y distíngase la política del Estado. El Estado es la universalidad de los ciudadanos, con sus elevadas aspiraciones, su justicia, su derecho, sus intereses permanentes: la política es la lucha con toda clase de armas, muchas vedadas; las miras estrechas; las venganzas miserables; los intereses pasajeros o mezquinos; el olvido del derecho y de la justicia.

La política de hoy, la de todos los partidos, no puede tener una misión caritativa, no puede llenarla; las manos que enjugan ajenas lágrimas tienen que estar más puras que la suya; los corazones que compadecen no han de haberse degradado en las prácticas de la iniquidad.

Todos los días tenemos que deplorar las intrusiones de la política en la Beneficencia: cambio de empleados; de sistema no, porque no le hay, pero de prácticas; prohibir lo mandado y mandar lo prohibido; innovaciones hechas sin reflexión; y el sacrificio de las cosas a las personas, y del bien del pobre a la conveniencia del que debía ser su abogado: éste es el cuadro de ayer, de hoy, y será el de mañana, si no se saca la Beneficencia del torbellino de la política.

Se habían formado Juntas de Beneficencia particular y nombrado patronos para las fundaciones benéficas; el método para hacer los nombramientos no era el mejor, debemos decirlo, no era bueno, porque el Ministro de la Gobernación era el que nombraba, pero había en aquellas disposiciones tres cosas buenas; la intervención de la caridad individual para que auxiliara la del Estado; la elección de personas de diferentes partidos políticos, y el que las señoras formasen parte de los patronatos cuando entre los patrocinados había personas de su sexo. Si no era enteramente marchar por el buen camino, era dirigirse hacia él, y cuando esperábamos que se continuara en aquella dirección, hemos visto uno de los mayores desafueros que la política se ha permitido con la Beneficencia. La Junta de patronos del Colegio de Loreto ha sido separada en masa, sin razonar tan extraña medida, sin motivarla, sin atenuarla siquiera con alguna de las fórmulas que la cortesía prescribe cuando se trata de personas de calidad: la forma está en armonía con la esencia de la medida.

No conocemos a las personas nombradas para sustituir a las separadas con tan completo desdén de toda conveniencia; suponemos que serán muy dignas, pero no es cuestión de personas; trátase de la intrusión de la política en la Beneficencia; de que un ministro nombra juntas y patronos, y otro los quita a su antojo, y, lo que es todavía más grave, la opinión está tan extraviada, que personas dignas aceptan un puesto de que se ha arrojado a otras que no lo son menos, sin considerar que no puede estar vacío sino porque se ha cometido una grave falta, de que se hacen cómplices, y que lo que procedía en justicia era rehusarle: esto es para nosotros lo más triste; toda arbitrariedad halla fácil camino, siendo cooperadores los que habían de ser obstáculos. Y sucede así por irreflexión, por el estado de atmósfera moral que nos rodea, puesto que ni los nuevos patronos de Loreto tienen hoy ningún bastardo interés en serlo, ni tendrán mañana ninguna satisfacción en que les suceda lo que a los que han consentido en sustituir.

Si se continúa por el mismo camino, y lo tememos, mucho daño se hará. Con respecto a Beneficencia y prisiones, el programa de nuestros Gobiernos podría resumirse en estas pocas palabras: CONSERVAR LO QUE SE HA MANDADO MAL, Y DESHACER LO QUE SE HA MANDADO BIEN.




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A...

No escribimos vuestro nombre, tan profundamente grabado en nuestro corazón por la gratitud; sabemos que no gustáis de darlo a los vientos de la publicidad ni a los halagos del elogio. Sois el primero que, nacido en tierra extraña, ha mirado con ojos de piedad a los heridos de la nuestra, y de vuestros labios salieron las primeras palabras en idioma extranjero que nos consolaron. Sed hoy el comisionado (anónimo aquí) de La Voz de la Caridad para llevar nuestra gratitud y la de los pobres heridos a ese grupo de hombres compatriotas de cualquiera que sufre. Decid a su presidente, digno representante de la caridad y virtudes de todos y para que a todos se lo diga; decidle que apreciamos en lo que vale la manera delicada de pedir auxilio para España, con aquel recuerdo de su grandeza pasada, y aquella compasión respetuosa por su desdicha actual, semejantes al ilustre publicista que se calificaba de adulador de la desgracia, y a los que no niegan a los reyes destronados el tratamiento de Majestad. Decidle que hemos regado con lágrimas ese papel, donde no se ofrece una limosna arrojada con desdén, sino el auxilio dado con mano piadosa, corazón conmovido y descubierta la cabeza ante un inmenso infortunio; decidle que entre nuestros pecados no se cuenta el abominable de ensañarnos con los vencidos; que la bandera o espíritu de la Cruz Roja se levanta sobre el herido y le ampara; que los dones que se nos confíen serán distribuídos con la regla de la justicia, la delicadeza del honor y la ternura de la caridad; decidle, en fin, que si es muy meritorio acudir a las desdichas de todos los países, debe ser también muy dulce oirse bendecir en todos los idiomas de la tierra.




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Padres desventurados

Se nos ha remitido la siguiente nota:

«Habiendo desaparecido de casa de sus padres, el día 1.º de Diciembre de 1873, el niño Francisco Pereda y Nieto, de catorce años de edad, suplican sus padres a las personas que puedan dar razón dónde se halla, o si fuese muerto dónde ha ocurrido su fallecimiento, que se dirijan a D. Victoriano Pereda, calle de Toledo, núm. 98, segundo, Madrid, quien, después de agradecerlo, gratificará con generosidad. El niño es rubio, ojos pardos y de estatura proporcionada a su edad.»

¡Qué drama tan horrible en estos pocos renglones! Hace más de un año, el infeliz padre recorre toda España en busca de su hijo, y asombra cómo Dios le ha dado fuerzas para seguir este horrible Via Crucis, afligido por el dolor, agitado por la esperanza y abrumado, en fin, por la realidad ¡Cuántas veces ha corrido de noche con lluvias y nieves, sobre precipicios y montes escarpados, porque le habían dicho que en tal o cual parte había un niño que tenía las señas del suyo e igual nombre de pila! ¡Qué agitación durante la penosa jornada, qué desconsuelo cuando veía que había sido inútil! Adonde quiera que había posibilidad de hallar al hijo perdido, sin exceptuar las cárceles, iba pasando su corazón por una serie de alternativas o impresiones, que hacen recordar aquella frase tan común y tan profunda: No nos dé Dios los males que podamos sufrir.

¿Y la madre? Que las que lo son comprendan un dolor imposible de pintar. Considera a su hijo vivo para afligirse con todas las penalidades que sufre; piensa cuando se abriga que tendrá frío; cuando come, que tendrá hambre; cuando bebe, que tendrá sed; y le ve al propio tiempo morir de toda clase de muertes, porque el misterio de su desaparición engendra todas las conjeturas y todos los delirios del dolor. Enfrente de éste, tan hondo, tan acerbo, en que una vaga esperanza ni aun deja al tiempo aplicar su lento, pero seguro calmante, ¿qué palabras se dirán para aliviarla que no sean importunas? Se bajan húmedos los ojos, o se alzan al cielo pidiéndole que vuelva a la pobre madre el hijo que llora.

Al escuchar de los labios del Sr. Pereda el relato de su dolorosa peregrinación, hemos visto confirmadas las noticias que ya teníamos, de que hay personas que tienen y llenan la horrible misión de arrancar los adolescentes al hogar paterno. Pereda, buscando a su hijo, ha encontrado muchos que habían abandonado a sus padres, seducidos, a no dudarlo, por gente que abusa de la ligereza, de la veleidad, del candor y de la imprudencia de una edad en que empiezan a manifestarse los ímpetus de la juventud, sin tener aún su virilidad. A los que tal hacen no hay que decirles nada; sordos deben tener sus oídos a la voz del deber; pero que todos los que se hallan en estado de influir en la niñez y en la adolescencia, demuestren el gran absurdo y el horrible pecado de dejar a los autores de sus días abandonados a todas las torturas de un dolor sin nombre; que les pinten a su padre buscándolos en vano por todas partes, y su entrada en casa, y el abrazo convulsivo, y el silencio doloroso, y aquel NADA horrible con que le interrumpe al volver al lado de su inconsolable compañera. Que les digan que su madre se vuelve loca de dolor.14 Si no saben resistir a sus criminales tentadores, que al menos den un aviso; que digan adónde van; que se sepa siquiera cómo sufren y dónde mueren, porque es espantoso que a una pobre madre se la prive hasta de la tumba de su hijo.




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La Cruz Roja sujeta a una prueba

En estos momentos en que debíamos consagrar toda nuestra atención y nuestro tiempo a procurar socorro para los heridos; en estos momentos en que debíamos hallar facilidades por todas partes y auxiliares en todas las personas compasivas, tenemos que distraer nuestra atención y ocuparnos en desvanecer calumnias, rectificar errores, rechazar ataques y responder a contradictorias acusaciones que de opuestos campos se nos dirigen.

Lo sentimos mucho sin extrañarlo nada: la Cruz Roja no había pasado por la prueba de guerra civil, prueba ruda, que, como otras, debemos sufrir los que hoy vivimos en España. En las luchas de nación a nación, están separados los combatientes y los que se preparan a socorrerlos cuando caen; en las luchas civiles, separados los ejércitos enemigos, están confundidos y mezclados los que han de contribuir a que reciban auxilio sus heridos, y de aquí las sospechas, los recelos y las injusticias del espíritu de partido suspicaz o iracundo, que tiene por adversario al que no repite las blasfemias de su cólera, y en los ímpetus ciegos de la pasión, ni ve la majestad de la justicia, ni siente el amor de la caridad: dadas las circunstancias de todos, es de sentir, como hemos dicho, pero no de extrañar que así suceda. Que los asociados y amigos de la Cruz Roja no se alarmen ni se desalienten, y viéndose calumniados, sin quererlo y sin saberlo, calumnien a su vez a España, diciendo que aquí no puede arraigar ninguna institución buena y que todas se adulteran. Lejos de ser así, sin estar reconocida la beligerancia de los carlistas, sin que haya mediado ningún convenio, se ha respetado el de Ginebra por el ejército liberal y también por el carlista, donde quiera que ha habido tropa disciplinada y asociaciones de la Cruz Roja. Algún hecho raro y aislado no puede ser argumento contra nuestra afirmación, tanto más que en el sangriento torbellino de la guerra es difícil, si no imposible, que no se infrinja alguna vez ese código de misericordia y de hidalguía que se llama Convenio de Ginebra; su espíritu no ha penetrado todavía bastante en las entrañas de la sociedad, cuyos individuos, en su gran mayoría, hasta ignoran su letra. Durante la guerra franco-prusiana muchas quejas hubo también, y algunas infracciones del tratado de Ginebra, y eso que los beligerantes le habían firmado, y la lucha era entre ejércitos regulares y disciplinados.

A este propósito vamos a citar algunos párrafos de la notable Memoria que acaba de publicar la sección navarra de la Cruz Roja:

«Las Sociedades de la Cruz Roja son los centinelas que velan en todas las naciones por la observancia de los benéficos preceptos del Convenio de Ginebra, denunciando al tribunal de la Europa civilizada las infracciones de que aun pudiera hacerle objeto el espíritu de los tiempos de la barbarie.

»Aunque ese Convenio es un tratado internacional, que sólo obliga a las altas partes contratantes para sus recíprocas guerras y no para sus discordias intestinas, tampoco hay nada que se oponga a seguirlo también en éstas; antes repugna al sentido moral que se hayan de reservar para el compatriota, por alucinado que se le crea, crueldades y rigores a que se ha renunciado respecto del invasor extranjero. En este concepto ha extendido la Cruz Roja de España su acción a las guerras civiles, y no puede menos de velar por que se cumpla, si no en su letra en su espíritu, el humanitario Convenio de Ginebra.

»Así lo ha hecho el Comité de Navarra en la parte que le concierne, y tiene la satisfacción de consignar que, fuera de algún pequeño lunar, por una y otra parte ha visto respetadas en su territorio las leyes que la buena guerra impone hoy respecto al trato de los enfermos y heridos.

»El Comité ha visto al general Moriones conceder amplio indulto a todos los heridos de la campaña del 72, y dejar en libertad a los enfermos y heridos carlistas que hallaba a su paso; y ha visto a los carlistas cuidar y custodiar a los heridos liberales en Arizala y en Zudaire. Ha visto al general Catalán ordenar que se dejara en libertad a los heridos que en Carcastillo había aprisionado una columna liberal; y ha visto entregar a los republicanos, después o antes de curados, los enfermos o heridos que dejaron en poder de los carlistas: por entre las filas de éstos ha pasado una ambulancia trayendo enfermo a un jefe de importancia. Ha visto al general Nouvilas eximir de alojamiento en Lecumberri a las casas que tenían heridos carlistas; el Comité se ha encargado de llevar a la guarnición liberal de Estella material sanitario sin que lo estorbaran los carlistas, y después se ha encargado de llevar un carruaje de material de curación para los carlistas, sin que las autoridades republicanas, que lo sabían, se lo impidieran. Ha visto, por fin, coronadas sus instancias y sus deseos con la magnífica orden del general Pavía de 26 de Febrero del 73, en que se declara indultados a los heridos, y sagrados a los enfermos del enemigo, haciendo así que la bala que les hiere lleve dentro el perdón que permite curarse o morir tranquilo, la consagración más amplia de los derechos de la humanidad, la realización más completa del ideal de la caridad en la guerra civil.

»El Comité atribuye en este hermoso resultado la parte que corresponde a los caballerescos y humanitarios sentimientos de los jefes que de una y otra parte combaten en Navarra; pero reclama también la muy importante que tiene el influjo providencial de la Cruz Roja, que da análogos resultados donde quiera que su bandera aparece y sus santos principios se proclaman.

»Y después de haber presenciado este espectáculo consolador, que entre los horrores de fratricida guerra brilla como un espacio del firmamento azul entre los negros nubarrones de la tempestad, no puede, no quiere el Comité contar las dificultades y los obstáculos que el espíritu de intolerancia y de rutina haya podido suscitar en su camino; no quiere entregar a la reprobación pública los nombres de las personas que fueron capaces de recibir con el insulto y el maltrato a dos socios que iban ejerciendo su misión augusta, con acusaciones de parcialidad que, recibidas a un tiempo de uno y otro campo, han venido a destruirse por sí mismas a los ojos de toda persona sensata.

»Los que por amor al prójimo han tomado sobre su hombro el signo salvador de la Cruz, perdonan de todo corazón las calumnias y persecuciones, porque saben que no es el discípulo más que su Maestro, ni el siervo más que su Señor, y tan sólo las deploran por lo que redunda en perjuicio de sus protegidos, a quienes así se amengua y se retarda el socorro.»

Este sentido y noble lenguaje revela la amargura y la resignación de la Sección Navarra, tan activa, tan perseverante, tan merecedora de gratitud y respeto, respetada por el fuego de los combatientes, pero no por los dardos de la calumnia.

Sentado que España, que suscribió el tratado de Ginebra, es capaz de comprender su espíritu y ponerle en práctica, vamos a hacernos cargo de las acusaciones que se dirigen a la Cruz Roja. Se nos acusa:

De favorecer exclusivamente a los carlistas, y aun de secundar sus planes dándoles noticias que adquirimos a beneficio de la neutralidad.

De no socorrer a los carlistas, excluyéndolos indebidamente de los beneficios de la Cruz Roja.

De formar, con pretexto de caridad, una asociación masónica y antirreligiosa, sirviendo el socorro a los heridos de pretexto para la propaganda de malas doctrinas.

De no llevar auxilios eficaces y rápidos a los ejércitos de la República, resultando que por nuestra culpa los heridos carecen de las cosas más necesarias.

En estas acusaciones hay errores de derecho y de hecho: empezaremos por rectificar los primeros.

La Cruz Roja, nacida con el Convenio de Ginebra, se inspira en su espíritu y vela por su cumplimiento; según él, son neutrales, y respetadas por los beligerantes, las ambulancias, hospitales y todo el personal y material de sanidad.

Además, en las conferencias que precedieron y siguieron al Convenio se puso de manifiesto la conveniencia de que la Sanidad militar fuese auxiliada por la caridad: el gran número de combatientes que caen en pocas horas con las armas que ahora se usan, y el no retirarse las tropas a cuarteles de invierno, hacen que la Sanidad militar no pueda dar los socorros prontos y eficaces que los heridos necesitan y la opinión reclama.

Las asociaciones de la Cruz Roja, al instalarse, tienen el deber concreto, legal, exigible de respetar, y en cuanto puedan hacer respetar, a los heridos enfermos que hallen en los campos de batalla, en las ambulancias y hospitales, cubriéndolos con su bandera sea cualquiera la que levanten, fieles al lema que como divisa han adoptado: Los enemigos heridos son hermanos. ¿Y es necesario, por ventura, ser de la Cruz Roja para aplicar una venda al hombre que se desangra, sea quienquiera? ¿Dónde está el indigno que ve en un herido otra cosa que un infeliz necesitado de socorro? Él que es capaz de abandonarle, no merece llamarse hombre civilizado, ni cristiano, ni caballero.

Después de este deber legal de la Cruz Roja, viene el moral de hacer por los heridos cuanto posible le sea; pero, entiéndase bien, para auxiliar a la Sanidad militar, y no para sustituirse a ella, como parecen haberlo comprendido los que nos dirigen acusaciones porque los soldados han carecido de los auxilios que debía prestarles el Estado.

La Cruz Roja es una asociación reconocida y protegida por los estados, y que auxilia a los ejércitos de los gobiernos constituídos. La Cruz Roja en España es auxiliar del ejército de la República, y no tiene obligación de enviar auxilios a los carlistas, como la Asociación en su campo establecida con el nombre de La Caridad no está obligada a enviarlos al ejército liberal. En el campo de batalla, socorro a todos los heridos sin distinción; en los demás casos, cada ejército tiene su Sanidad militar, como tiene su administración, ¿Extrañó nadie que los prusianos de la Cruz Roja no enviasen a los ejércitos franceses la mitad de lo que recogían para sus heridos, y viceversa? Pues tampoco debe extrañarse que la Cruz Roja no envíe socorros a los heridos y enfermos del ejército carlista, o que La Caridad no auxilie a los de la República. Desde el momento en que se apela a la fuerza, hay que separar los campos; necesario es estar en uno o en otro; y aunque la caridad desciende sobre todos para amparar al herido, no puede hacer que exista una comunidad imposible en los fondos, efectos y recursos destinados a los hospitales y ambulancias. Esta comunidad haría necesarias relaciones continuas, que, en vez de ser cordiales y armónicas como era necesario, se convertirían en sospechas, dicterios, calumnias y lucha. Si fuera dable que pusieran en común sus fondos, y obrasen de acuerdo las personas caritativas que auxilian y la Sanidad militar de las naciones o partidos que se hacen la guerra, ésta sería imposible.

Resumiendo, la Cruz Roja significa el respeto a las ambulancias, hospitales, personal y material sanitario, y el socorro a los heridos que se hallen en el campo de batalla o no tengan quien los socorra fuera de él: significa el auxilio dado a la Sanidad militar de los ejércitos pertenecientes a los gobiernos en cuyo territorio radica la Asociación y es reconocida y protegida: exigirle más ni menos que esto, es desconocerla completamente.

Viniendo a las cuestiones de hecho, se ventilan en muy pocas palabras. Los que nos acusan de enviar a los carlistas grandes remesas de efectos sanitarios, que señalen una, una tan sólo: que digan qué sección de la Cruz Roja ha hecho esos donativos, cuándo y adónde han llegado. Los que nos acusan de masonismo o impiedad, y de cubrir con manto caritativo una propaganda impía, que señalen una sola sección de la Cruz Roja que se ocupe, como tal, de otra cosa que de proporcionar socorros a los heridos. En la Asociación hay gran número de sacerdotes, no pocos prelados la patrocinan y bendicen, y tanto por esto como por no ser difícil ingresar en ella, es muy fácil saber si, en efecto, es su objeto la caridad, o solamente un pretexto para propagar esta o la otra secta: hay que probar las acusaciones o recogerlas, y decir muy claro y muy alto en qué se fundan, o confesar que sin razón se han dirigido.

Ahora nos resta que hacer una súplica a los que de buena fe y por equivocación combaten a la Cruz Roja, y es que no se unan a los que de mala fe la acusan. Si sólo de arrostrar la calumnia se tratara, fuerza tenemos para hacerle frente, y dignidad bastante para no implorar en tono suplicante la justicia que puede reclamarse con entereza; pero no se trata de nosotros, ni aun de personas que más que nosotros valen; trátase de una institución santa, que se aproxima a realizar las palabras del divino Maestro, amad a vuestros enemigos; trátase del mayor de los progresos: de llevar la caridad a la guerra, es decir, el amor al odio, la compasión a la crueldad; trátase de detener el brazo de la ira, de proclamar una ley de misericordia, un código de hidalguía, una regla de justicia; trátase de arrancar a la guerra todas las víctimas que no caen peleando; y cuando están de por medio cosas tan grandes, ¿qué importa ni quién se acuerda de personales agravios? ¡Oh! Si a costa de recibir muchos se comprendiera, se respetara y se propagara la institución, poco mérito habría en recibirlos en silencio. ¡Pero pensar que cada calumnia sirve de auxiliara la venganza, de obstáculo a la generosidad; pensar que lo que aquí es acusación injusta, puede ser en el campo de batalla abandono o ensañamiento con los pobres heridos! En nombre de ellos y de sus madres desoladas, pedimos justicia, nada más que justicia para la Cruz Roja.




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La ciudad desolada

Yo me sentaba tranquilamente orilla del mar y a la falda de las colinas. El aire tibio me traía perfumes, me daba el sol su luz brillante, y sus ricos minerales la tierra.

Durante la tempestad hallaban las naves en mi seno seguro refugio.

Mi mano enjugaba las lágrimas del triste, y amorosamente cuidaba al pobre enfermo sin preguntarle de dónde era venido.15 Sus bendiciones caían sobre mí, y era próspera y dichosa.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Un día llegaron unos hombres poseídos de no sé qué mal espíritu; se apoderaron de mis arsenales, de mis fortalezas, de las naves que estaban en mi puerto, y me encadenaron con el hierro de los forzados, ya libres y convertidos en campeones de no sé qué causa.

Mis hijos huían despavoridos, y ¡ay de los que no pudieron huir ni hacer pacto con la iniquidad! ¡Ay de todos, diezmados por la miseria y abrumados por el infortunio!

He sido teatro de una orgía sangrienta, víctima de errores que no eran míos, de pasiones de que no participaba, de iras que no había provocado. Un día, para encarecer un infortunio inmerecido, se dirá: tan inocente y tan desventurada como Cartagena. Son altos e incomprensibles los juicios de Dios.

Mi puerto se convirtió en guarida de piratas, y las naves de todas las naciones presenciaban sus atentados sirviéndoles de escolta a lo largo de los mares, sin impedir que vomitaran fuego sobre las ciudades abiertas que no pagaban su rescate.

Al peso de ajenas iniquidades se desplomaron mis techumbres, sepultando a los inocentes y sin daño de los culpables.

Retemblaron mis cimientos con infernales explosiones en la tierra y en el mar.

¿Quién diría que muchas de estas cosas pudieran hacerse por hombres honrados y en nombre del derecho?

He escuchado todas las blasfemias de la impiedad y todos los ayes del dolor; voces piadosas y palabras de compasión, ¡triste de mí!, no las escucho.

Me dejan llorar sola como viuda que ha perdido su único hijo, y las ciudades mis hermanas no dicen ¡Pobre Cartagena!, ni me dan una limosna en acción de gracias porque Dios las libertó de los males que han caído sobre mí.

La vergüenza que va unida a mi desventura podría lavarse con lágrimas de compasión, y no se lava, sino que se aumenta con el abandono en que gimo.

Yo compadecía a los desvalidos; cuando lo soy, no hallo compasión.

Para mayor escarnio, muchos de mis verdugos me insultan con su presencia en virtud de no sé qué pactos, como si pudiera pactarse nada contra la justicia y el honor.

Mis hijos han llegado a mí con la pena del que va en busca de su madre y la halla sin vida.

¡Pobres hijos! Yo los he recibido como la que no tiene que dar pan ni consuelo a los pedazos de sus entrañas, dudando si debo llorar más amargamente por los que viven que por los que han muerto.

He esperado uno y otro día, una y otra semana, diciendo: no lo sabrán aún. Ha pasado bastante tiempo para que todos sepan mi desdicha, y a mí no me llega su compasión.16

Ahora comprendo cómo pueden existir aquellos hombres que me han despedazado. Donde los buenos no compadecen, ¿qué hay que esperar de los malos?

No deseo, pero temo que mis infortunios abrumen muchas cabezas hoy erguidas. ¡Ay del pueblo indiferente a la inocencia afligida!

Mi desventura sin consuelo marcará el límite adonde ha llegado la iniquidad, y ante la historia daré testimonio contra mi siglo y contra mi patria.

Lloro, ¡madre infeliz!, como sobre una tumba en un desierto, sin que viajero compasivo ni hermano amoroso enjugue mi llanto.

No me llaméis ya por mi antiguo nombre, cuyos recuerdos de alegría aumentan mi dolor; no me llaméis Cartagena, llamadme con otro nombre más propio de mi desdicha: llamadme LA CIUDAD DESOLADA.

15 de Febrero de 1874.




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La caridad en la guerra

¡Cuántas viudas, cuántos huérfanos, cuántas pobres madres sin hijos, desde que la última vez nos dolimos con nuestros lectores de los estragos de la guerra! Los combates de fin de Marzo han sido los más sangrientos de esta horrible lucha. Podría formarse un río con la sangre y las lágrimas que se han derramado, sin mover a piedad a los crueles que inmolan las generaciones, como el segador que derriba la mies. Los ayes de tantos desventurados no hallan eco en los empedernidos corazones; las frentes salpicadas de sangre engendran ideas de destrucción, y parece que no hay más consuelo del mal que se recibe que el mal que se hace. A medida que pasan días, semanas, meses y años de lucha impía, las malas pasiones van tomando cuerpo y creciendo, alimentadas con las víctimas que inmolan. Apenas quedará ya un rincón apartado que no haya sido teatro de lucha homicida, por el que no se haya paseado el saco de la rapiña o la tea incendiaria, y donde no se vean mujeres que tiemblan y lloran, y niños que, al balbucear el nombre del padre que ya no existe, hacen gemir a la desconsolada viuda. Se agota la fuerza, la resignación, los tesoros, que todos son pocos para adquirir instrumentos de muerte; sólo hay inagotable la ceguedad criminal que mueve los brazos homicidas y las manos rapaces.

Pero no; otra cosa inagotable contemplan nuestros corazones consolados, un sentimiento divino, hijo del cielo y eterno consolador de los dolores de la tierra: la caridad. No sabemos sí alguna vez fue tan necesaria, pero es seguro que nunca hubo tanta. Ya no es Oñate, ni Logroño, ni San Sebastián, ni Haro, ni Castro-Urdiales, ni Santander; es España toda la que acude amorosamente a los heridos; la compasión se halla en la medida de su desgracia, y al ver que se encuentra siempre que hace falta, podemos decir que brota en nuestra patria al lado del dolor. Esta verdad es hoy nuestro único consuelo, nuestra sola esperanza: sí, mucho se le perdonará al pueblo que ama mucho.




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La ambulancia de las señoras de la Cruz Roja de Madrid

Estaba ya en prensa nuestro último número, cuando se bendijo y salió la ambulancia de las señoras de la Cruz Roja de Madrid. Aunque ha estado expuesta al público, como hay muchas personas que no la han visto, en su obsequio diremos brevemente de qué consta.

Dos carruajes venidos de París, en los cuales caben diez heridos acostados y seis cómodamente sentados.

Un carruaje cedido por la Sanidad Militar, y habilitado de modo que ha quedado como nuevo, en el cual puedan ir dos heridos acostados y dos cómodamente sentados.

Un carruaje de que hemos hablado ya, regalo del Sr. D. Mateo Alonso, para el personal de la ambulancia, con seis asientos, y que, en caso de necesidad, sirve también para heridos; pueden llevarse, por consiguiente, doce acostados y otros doce sentados. Los coches, sobre buenos muelles, están perfectamente acondicionados; tienen depósitos para agua, y varias cajas para colocar botiquines y efectos sanitarios.

Cuatro camillas del mejor modelo, regalo de la Sra. Duquesa de Medinaceli, que también ha dado su botiquín y caja de instrumentos.

Un botiquín, regalo del Sr. D. Augusto Lletget.

Gran cantidad de vendajes, hilas y demás efectos sanitarios, dados por las señoras de la Asociación.

Tres mochilas para llevar lo más indispensable, en los primeros auxilios, adonde no pueda llegar carruaje ni aun caballería; dos de estas mochilas, por cierto muy primorosas, son regalo de los señores de la Cruz Roja de Burgos.

Arreos para montar los mulos de la ambulancia y cargarlos con el botiquín, cuando sea necesario andar largas distancias fuera de las carreteras.

Estaban expuestos además varios donativos, señaladamente el cuantioso de los señores de la Cruz Roja de Cádiz.

Todo esto, colocado con arte en un patio del palacio de los Sres. Duques de Medinaceli, esperaba la bendición de la Iglesia, ceremonia siempre solemne, y que tuvo en esta ocasión una triste y terrible majestad. En el momento en que el Sr. Vicario eclesiástico, acompañado de Monseñor Bianchi, delegado de la Santa Sede, y asistido por varios señores eclesiásticos, bendecía en nombre de Dios todos aquellos objetos reunidos allí para hacer bien a los hombres, nuestros ojos, llenos de lágrimas, no vieron ya ni la brillante concurrencia, ni el verde follaje, ni las ricas colgaduras, ni los objetos artísticamente colocados, sino el campo de batalla donde llegaban aquellos coches, y en sus lechos tendidos, exánimes, doce hombres sufriendo dolores terribles y llamando a su madre, acaso por la vez postrera. Veíamos las camillas ir y venir, sin que sus conductores, fatigados, bastasen a levantar a los que caían; los blancos cabezales, todos empapados en sangre, y las cubiertas para abrigo, obscuras y con la Cruz Roja, nos parecían un paño mortuorio. Luego, el teatro de aquella horrible escena se fue ensanchando, ensanchando, y, como llevados por la mano del dolor, llegamos adonde estaban miles de madres que, llorosas y temblando, nos preguntaban por los hijos de sus entrañas; después vimos algo mucho más desgarrador para nosotros, que ya no éramos espectadores, sino actores desolados del sangriento drama...17

Terminada la ceremonia de la bendición, la ambulancia salió para la estación del Norte acompañada de la Presidenta y una gran parte de las socias, y ya ha llegado al teatro de la guerra. ¡Que algunas de las infinitas víctimas que caen puedan, al menos, evitar el potro de la conducción en carro; y en ese presente, hecho al dolor por la compasión, vean los pobres heridos una prueba de que hay quien de ellos se acuerda, quien con ellos siente, quien por ellos llora!




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La caridad y la política

Son rápidas y resbaladizas las pendientes del mal, y raro es que no se precipite el que en ellas se pone. Cuando dimos cuenta de la destitución de la Junta de patronos del Colegio de Loreto, temíamos que este golpe de autoridad fuese seguido de otros, como ha sucedido en efecto. Las Juntas de patronos del colegio de Santa Isabel y del hospital del Buen Suceso, han sido destituidas del mismo modo que lo fue el de Loreto, es decir, sin alegar para tal medida razón buena ni mala; sin emplear fórmula alguna de cortesía, de que no se prescinde nunca al tratar con sujetos que tienen cierta posición social; sin respeto alguno a las dignísimas personas que dichas Juntas formaban, y, en fin, sin consideración a lo mucho y desinteresadamente que habían trabajado. La política, tal como aquí se comprende y se practica; la política desdichada, que es en España la de todos los partidos, no contenta con matar tantas otras cosas, ¿quiere matar también la caridad? Si tal es su propósito, no puede emplear medios más adecuados para despedir a las personas ilustradas y benéficas, que dejan sus comodidades y sus quehaceres para trabajar en obras pías, y que trabajan con inteligencia y celo gratuitamente, sin buscar ni querer aplauso ni otra recompensa que el bien de los establecimientos que patrocinan, y despedirlas como pudiera hacerse con servidores poco fieles y de baja ralea.

Bien desdichado es el país en que tales cosas pueden hacerse, ni imaginarse siquiera, y en que se hacen sin que la opinión, no sólo no las condene, pero ni aun las note; sólo en esa profunda obscuridad de la indiferencia se llevan a cabo tales hechos, que lastiman a un tiempo la conveniencia, la justicia y la caridad. ¿Qué ha de ser, qué puede esperarse de la Beneficencia particular, cuando sus auxiliares, inteligentes y caritativos, son arrojados de este modo?

Aunque hubiera una ley de Beneficencia, que no existe, y buenos reglamentos, que no hay, todo sería inútil si se lanzaba de la manera que dejamos denunciada a los hombres benéficos e ilustrados que ofrecían su desinteresada cooperación. La mejor ley, el mejor reglamento, caso de que existieran, no serían, como hemos dicho en otra ocasión, más que el esqueleto de la Caridad. Para dar vida a este esqueleto se necesita la inteligencia de las personas ilustradas y el corazón de las personas compasivas. Si se las rechaza, si se las escarmienta, ¿qué pueden esperar los desvalidos?

Y repetimos lo que decíamos no hace mucho con igual motivo: no es cuestión de personas, sino de justicia, de conveniencia y de caridad. Quienesquiera que sean los que sustituyan a los destituídos indebidamente, cometen, a nuestro parecer, una falta aceptando un puesto que no ha podido quedar vacante sin cometer una injusticia. Esto es lo más triste de todo; las medidas perjudiciales de los gobernantes no podrían llevarse a cabo, y se estrellarían si no hallasen la complicidad de los gobernados.






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Hijo y madre18



El hijo


I

    -¡Pobre mozo! ¿Dónde vas?
Inclinando la cabeza
Suspiras, y con tristeza
Vuelves los ojos atrás.
-Con pena voy caminando,
Porque en aquella casita
Queda mi madre bendita
Desconsolada y llorando.
-¿Y por qué dejas tu tierra,
Y el más sublime cariño,
Triste joven, casi un niño?
-Porque me voy a la guerra.
No os admire si me aflijo;
Acaso no vuelva a ver
Aquella santa mujer,
Ni a oír que me llama ¡hijo!
-De pena razón tuviste.
-Si junto aquella casita
Veis a mi madre bendita,
No la digáis que voy triste.


II

    -Joven, gallardo, contento,
Presto huyeron tus pesares;
Escucho alegres cantares,
Que gozoso das al viento.
Al par de tus camaradas,
De placer el alma llena,
Ningún recuerdo te apena
De tus tristezas pasadas.
-No reveléis en mal hora
Esta hipócrita alegría;
Ignore la madre mía
Que yo canto mientras llora.


III

    -Armada tu fuerte mano,
Hábil en todo ejercicio,
Más que recluta novicio,
Pareces un veterano.
Eres firme tirador,
Y eres resuelto jinete;
Tu gallardía promete
Un audaz batallador.
-Es el arte de dejar
Al pobre niño sin padre.
No le digáis a mi madre
Que me enseñan a matar.


VI

    -Tu sedosa cabellera
Se eriza, brillan tus ojos
De sangre inyectada, rojos
Cual los ojos de una fiera.
Ronca tu voz de la ira,
A su furor viene estrecho
El sobresaltado pecho
Que odio y venganza respira.
¿Entre humo y polvo sangriento
En tu carrera fatal,
De alguna furia infernal
Eres el ciego instrumento?
Crece tu ferocidad
Y tu mano sangre vierte,
Y arrostras y das la muerte
Sin descanso ni piedad.
¡Horrible transformación!
¡Pobre mozo! ¿Estás demente?
¿Qué ideas cruzan tu mente?
¿Qué pasa en tu corazón?
-No sé, no comprendo yo
Este vértigo sin fin;
El sonido de un clarín
En fiera me convirtió,
¿Por qué se ensañan conmigo
Con crueldad sin igual
Hombres a quien no hice mal
Y me llaman su enemigo?
Mi camarada mejor
Exhala el postrer suspiro;
Atribulado le miro,
Pavura siento y horror.
Y me veo amenazar,
Y el odio me hace sentir,
Con el temor de morir,
El deseo de matar.
Y mato...más de una vez...
Por un impulso fatal,
Con alegría infernal
Y con feroz embriaguez.
Escucho de la venganza
El grito horrendo, execrable,
Y soy cruel, implacable,
Y me gozo en la matanza.
¡Oh, tú que me diste el ser,
Dulce madre de mi amor,
Que a nadie causas dolor
Ni sabes aborrecer!
¡Jamás la nueva te den
De que han vertido estas manos
La sangre de mis hermanos,
Que tienen madre también!...


V

    -¿Cómo por tierra caído,
Y esa palidez mortal,
Y el respirar desigual?...
-Estoy gravemente herido.
¿No veis la pradera roja?...
Es mi sangre... sale a chorro...
Nadie acude en mi socorro...
¡Oh! ¡qué angustia!... es la congoja
Postrera... de la agonía...
Si vais de mi madre en pos...
No se lo digáis... por... Dios...,
Que al saberlo...moriría...


VI

    -A las puertas de la muerte,
Pobre mancebo, estuviste;
Te dejé débil y triste,
Te veo risueño y fuerte.
-Vivo, porque a mí llegó
Solícita, presurosa,
Una mano cariñosa
Que mi sangre restañó,
Y cuidó con tanto amor
De llevarme a un blando lecho,
Como si en su propio pecho
Le doliera mi dolor
¡Cuánto cuidado prolijo!
¡Qué de paciencia infinita!
Hasta una boca bendita
Me llamó alguna vez ¡hijo!
Decídselo sin demora,
Llevad un poco de calma
A la madre de mi alma,
Que tal vez muerto me llora.
Decidle que hay de piedad
Como ángeles en la tierra,
Que hacen brillar en la guerra
La divina Caridad.
Decidle que hay compasión
Para los pobres heridos,
Y quien siente sus gemidos
En el noble corazón.
Y seréis en pena tanta
Cual enviado del cielo,
Llevando el primer consuelo
Que ha tenido aquella santa.


La madre


I

    -Desde que llegué a esta tierra,
Llorosa estáis, abatida.
-¿No ha de llorar afligida
Quien tiene un hijo en la guerra?
En esta casa retumba,
Llamándole, la voz mía;
Veo su cama vacía,
Que me parece una tumba.
Las canciones que él cantaba
Triste escucho y sollozando;
No puedo comer, mirando
La silla en que se sentaba.
Creo siempre del cañón
Oír el horrible estruendo,
Y míseros que gimiendo
Imploran mi compasión.
Cuando sus cartas recibo,
Temblando, a leer no acierto...
A veces lo creo muerto...
¡Ay, Dios! no sé cómo vivo.
¡Mi único bien en la tierra!...
Está en el cielo su padre...
¿Tendrán hijos? ¿Tendrán madre
Esos que encienden la guerra?


II

    -El que recuerdo con llanto
Dicen que de mí se olvida,
y ríe y goza la vida
Mientras lloro y sufro tanto.
Dicen que sin descansar
Toma lección de un maestro,
Hasta que hábil sea y diestro
En el arte de matar.
Dicen que en tal confusión
Se agitan sus pensamientos,
Que alteran los sentimientos
De su hermoso corazón.
Que, del enemigo en pos,
En un monstruo se convierte.
Derrama sangre, da muerto,
Blasfema impío de Dios...
Que de la mujer que llora
Mira el llanto sin piedad.
¿Será calumnia?...¿Es verdad?
Vos lo sabréis...
-No, señora.
-Dicen que el feroz encono
Cebándose en los vencidos,
Mueren los pobres heridos
En espantoso abandono.
Allá en las altas montañas,
Tal vez en este momento
Exhala el postrer aliento
El hijo de mis entrañas...
Su sangre... la sangre mía,
Por ninguno restañada,
Corre...; con voz apagada
El postrer adiós me envía...
Lejos de la que le adora
Cae el triste moribundo,
Sin que haya nadie en el mundo
Que le ampare...
-¡No, señora!
Si hay crueles que se ensañan,
Si hay seres que se pervierten,
Si hay manos que sangre vierten,
Hay manos que la restañan.
Almas grandes, generosas,
Que atrae la adversidad;
Hay hombres de caridad,
Mujeres hay piadosas.
Responde a todo gemido
La voz de su compasión,
Sienten en su corazón
Los ayes del pobre herido.
Por hacer su triste suerte
Menos dura, se desvelan,
Le amparan y le consuelan,
Y le arrancan a la muerte.
-¡Oh caridad!¡Oh virtud,
Que mi horrible angustia calmas!
Llevad a esas nobles almas
La voz de mi gratitud.
Sí, decidles que las amo,
Que ya no serán tan largas
Mis horas, ni tan amargas
Las lágrimas que derramo.
Que me dan dulce consuelo,
Que menos triste me aflijo,
Que han amparado a mi hijo,
Que son ángeles del cielo.
Y cubra su corazón
Como una égida sagrada,
De una madre consolada
La solemne bendición.

La caridad en la guerra y la justicia en la caridad.

La caridad, porque sea voluntaria, ¿puede ser caprichosa, y eximirse de toda regla y distribuir sus dones sin medida ni peso? Si todas las acciones del hombre han de ser razonables y justas, las más bellas que se hacen a impulsos de la compasión, ¿podrían reclamar el ignominioso privilegio de eximirse de las leyes de la razón y de la justicia? Seguramente que no.

La caridad es un acto de la voluntad libre; su mérito, uno de sus méritos al menos, consiste en ser espontánea, en salir de lo íntimo del alma por propio movimiento, en vez de ser efecto de orden, mandato o coacción. Los actos benéficos que son voluntarios, tienen derecho y necesitan una gran libertad; pero la libertad en nada es la licencia, ni el desenfreno, ni los movimientos descompuestos regidos por los ciegos impulsos de la pasión o las veleidades del capricho; al deber moral de hacer obras buenas va indefectiblemente unido el de hacerlas bien, sin cuyo requisito podrían no ser beneficiosas, y hasta llegar a convertirse en perjudiciales. Pongamos algunos ejemplos.

N. es un hombre benéfico, que tiene la vocación de enseñar; nada más justo que respetarla; en la libertad de hacer bien entra la de seguir el camino que mejor se armonice con las facultades del bienhechor. Pero N. no se contenta con esta libertad, y en la escuela donde enseña atiende a unos discípulos y abandona a otros sin más razón que su gusto, con lo cual exaspera a los postergados, y al lado de una lección aritmética da un ejemplo de injusticia. ¿Puede tolerarse su predilección arbitraria? De ningún modo; él es dueño de ir o no a dar lecciones gratuitas a la escuela; pero, una vez allí, está obligado a ser razonable y justo al realizar el beneficio, sin lo cual deja de serlo y aun puede convertirse en daño.

H. tiene la buena inclinación de vestir al desnudo: reúne ropas y las lleva a los presos de la cárcel. En vez de distribuirlas por igual, según la necesidad de cada uno, o según algún mérito especial de los que lo hayan contraído, atiende sólo a antipatías o simpatías por este o el otro, y el don se reparte de modo que más quedan ofendidos que remediados. Allí donde eran necesarios ejemplos de equidad, se dan de injusticia, viniendo a despertar la envidia, que servirá tal vez para determinar la explosión de otros perversos instintos.

Podrían multiplicarse las pruebas, y todos los días las hallamos, de que la caridad hecha sin razón ni justicia puede ser un mal, y, por consiguiente, que el hombre, al practicarla, está obligado a ser razonable y justo, y su voluntad sólo cuando es recta tiene derecho a ser cumplida y respetada.

Apliquemos estos razonamientos sobre la caridad en general a la caridad en la guerra, y juzguemos del hecho que se consigna en el párrafo siguiente de una carta de Santander, que nos escribe nuestro amigo el Dr. Landa:

«En el Instituto hay todavía 160 enfermos, que son los más necesitados, y de paso indicaré a usted la conveniencia de hacer sentir al público lo cruel de la diferencia que se establece entre las víctimas de la guerra, según que son las balas o las penalidades, lo que su vida amenaza. Para todo miembro de la Cruz Roja debe ser tan sagrado el enfermo como el herido en campaña. En la franco-prusiana establecieron los alemanes que no fueran admitidos los que sólo se prestasen a socorrer heridos, con exclusión de los enfermos; y cuando la señora Baronesa de Connbruyghe marchó con una ambulancia a las orillas del Rhin, se le confió un hospital de enfermos, sin que aquella caritativa señora creyera que porque no eran heridos dejaba de llenar las misión que se había impuesto. No, no es menos digno, de compasión el que, velando entre la lluvia y el huracán de una noche tenebrosa, en la húmeda trinchera, contrae una pulmonía, que el que recibe a la luz del sol y en el fragor del combate el plomo enemigo. Escriba usted algo sobre este tema, pues hay hospitales de caridad donde sólo se admiten heridos

He aquí una caridad como aquella de D. N. y de D. H., de que hablamos más arriba. ¿Qué pensará, qué sentirá el pobre enfermo al verse rechazado porque no está herido? ¿No contrajo su enfermedad velando por tantas vidas como penden en el campo de batalla de la vigilancia de un centinela?

En toda guerra, ¿no es tan difícil y tan necesario hallar soldados sufridos, como soldados valientes? Más ánimo se necesita para soportar resignado días y meses la serie de sufrimientos que son causa de la enfermedad, que para arrostrar el peligro en un momento de embriaguez y de entusiasmo. Y las víctimas de esas penalidades sin premio y sin brillo, desdeñadas por la fortuna, ¿han de serlo también por la caridad? No, no. Aquí no hay, no puede haber más que una mala inteligencia; tratándose de combates, no se ha visto más que heridos, por no saber o no recordar que en toda guerra las enfermedades hacen más víctimas que las balas. Las personas caritativas no pueden haber querido hacer una distinción injusta; al decir los heridos, han pensado en su corazón las víctimas de la guerra; pero como no se ha dicho, como no se ha entendido así, los enfermos no se igualan a los heridos, ni en la cordialidad con que se admiten, ni en la solicitud con que se cuidan, ni en la generosidad con que se premian. ¿Qué efecto le hará al enfermo grave, que acaso sucumba de la dolencia contraída en las trincheras, o de la que tal vez tendrá vestigios para toda la vida, qué efecto le hará ver pasar por delante de su cama, y sin reparar en él, a los agentes de la caridad; que se paren en la de al lado, donde hay un herido leve que recibe una buena limosna y muestras de aprecio y simpatía? Preferiríamos que se suprimiera una dádiva que va acompañada de semejante injusticia.

De otra no menor tenemos que hacernos cargo. Los heridos para quienes se recogen donativos, los que se atienden, los que se socorren, son los del Norte. ¿Y los demás? Porque caigan a Poniente, al Sur, ¿no son dignos de la misma consideración y simpatía? ¿Qué dirán, qué sentirán al ver que como extraños se los trata, porque pelean y caen en otra parte del territorio? ¿No ha de ser irritante para ellos el olvido y el abandono en que se los deja? En todas estas injusticias no hay, estamos seguros, voluntad de ser injustos, sino el haberse fijado en los heridos, de donde hay más, y haberse olvidado de los enfermos. Si la índole de nuestra Revista lo consintiera, haríamos ver que, además de la caridad y de la justicia, hay altas razones de conveniencia para no establecer las diferencias que censuramos.

En esta ocasión, como en otras parecidas, sentimos en el alma que nuestra Revista no tenga bastante circulación, y nosotros mayor autoridad para fijar la consideración del público sobre el asunto de este artículo. Rogamos encarecidamente a los escritores que tienen más publicidad y mayor autoridad que nosotros, que la empleen en procurar que todos los heridos, caigan en el Norte o en el Poniente, sean iguales ante la caridad, que no excluye de sus beneficios a los enfermos. Los periódicos y asociaciones benéficas que recogen donativos para los heridos podrían hacer una declaración en este sentido, y el que no estuviese conforme con ella (creemos que no habría nadie), abstenerse de llevar su limosna adonde se distribuía con equidad. En cuanto a nosotros, en el reducido círculo adonde pueden extenderse los socorros de La Voz de la Caridad, ni hemos hecho ni haremos distinción entre los heridos según que caen en esta o la otra provincia, ni entre heridos y enfermos en campaña.




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Don Fernando de Castro

Hace más de cuatro años se lamentaban algunas personas de que los pobres y los presos no estuvieran representados en la Prensa, manifestando el deseo de fundar una Revista de Beneficencia y Prisiones. La voluntad era buena, el ánimo resuelto; pero los medios pecuniarios faltaban, y era preciso renunciar, por falta de recursos, al pensamiento con que se habían encariñado. Entonces hubo dos personas que dieron los fondos con que empezó a publicarse La Voz de la Caridad, y ofrecieron más por el tiempo que pareciera necesario hasta que el periódico viviera por sí, o se adquiriera el convencimiento de que no podía sostenerse. Estas dos personas eran la señora Condesa de Espoz y Mina, que ha muerto hace tiempo, y el Sr. D. Fernando de Castro, que acaba de morir. La Voz de la Caridad le debe un recuerdo de gratitud, como a uno de sus fundadores y como a quien ha cooperado eficazmente a cuantas obras buenas ha intentado o podido realizar: pertenecía a dos decenas; no faltaba su limosna para los pobres que tenían frío; los heridos recibieron también su socorro; y nunca le contamos una lástima que no procurara consolarla, ni le comunicamos un pensamiento benéfico sin que le hiciera suyo: moribundo estaba cuando recordó que era día de decena, y mandó la limosna de las dos de que formaba parte. A nosotros no nos toca juzgarle como hombre de letras, sino hacerle justicia como hombre caritativo, y sentir su muerte como la de un buen amigo de los pobres y nuestro.




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Un sitiador que no levanta el sitio

Cuando una plaza ha estado sitiada por mucho tiempo, al levantarse el sitio, al conocerse detalladamente las privaciones y desdichas de sus míseros moradores, el ánimo se contrista y el corazón se mueve a piedad. ¡Con qué dolor se sabe la carencia total de algunos alimentos, la escasez de otros, la carestía de todos, y la necesidad de recurrir a los malsanos y repugnantes, y la angustia producida por el temor de que aun éstos llegaran a faltar! ¡Qué pena recordar que el anciano inapetente se extenúa con aquel alimento poco sustancioso y que le repugna; que la mujer recién parida carece de lo más indispensable para reparar sus fuerzas; que el niño llora pidiendo el pan que es imposible darle, y que el enfermo muere por no haber tenido aquellas sustancias nutritivas y de fácil digestión que hubieran podido salvarle!

Si se hubiese hallado medio de dar dirección a los globos y un motor de poco peso que les diera fuerte impulso; si hechos estos descubrimientos, cuando hay una ciudad sitiada que padece los horrores del hambre, se preparara un convoy aéreo que, aprovechando la obscuridad de la noche y elevándose a grandes alturas, les llevara víveres; si no los tuviera el que deseaba hacer esta santa obra y pusiese un anuncio en estos o parecidos términos: En la ciudad de O., sitiada hace tanto tiempo, los débiles mueren, los fuertes enferman, los niños lloran de hambre. Para llevar víveres hay en la plaza de H. preparados veinte globos que harán expediciones nocturnas conduciendo los dones de la caridad, que en la misma plaza se reciben, ¿quién no acudiría con el suyo? ¿Quién no llevaría a la ciudad sitiada su limosna, aunque para darla fuera preciso imponerse grandes privaciones, ponerse a media ración para enviar la otra media a los que no tenían ninguna? ¡Con qué solicitud llevarían los mejores y más pudientes alimentos delicados y nutritivos para los débiles y enfermos, y hasta regalo para los inapetentes y mimo para los niños! No cabrían en la plaza, por grande que fuera, los dones de la caridad, y al partir el convoy; cómo le saludaría la multitud con aclamaciones y lágrimas, deseándole un viaje dichoso y encargando este mensaje a los conductores: Decid a los sitiados que mientras vivan aquí las personas que tienen corazón, no morirán ellos de hambre!

Dado por cierto el supuesto do la navegación aérea con motor poderoso y rumbo seguro, es indefectible que sucedería lo que dejamos dicho, y que la compasión no permitiría que perecieran de hambre los habitantes de ninguna plaza sitiada.

Hay un sitiador que lleva sus armas terribles por las ciudades, y las villas, y las aldeas, sin dejar una, o interceptando los víveres a sus numerosos habitantes, hace perecer a los débiles, enfermar a los fuertes y llorar de hambre a los niños, como acontece en las poblaciones que sufren riguroso asedio: este sitiador es LA MISERIA. Los sitiados por ella andan por las calles y por las plazas, o sufren en su malsana vivienda, lo mismo que los moradores del pueblo donde no pueden penetrar víveres, comiendo poco, comiendo mal, no teniendo ni para sus fuertes, ni para sus débiles, ni para sus enfermos aquella cantidad y calidad de alimentos sin la cual se altera la salud y se abrevia la vida. Estos sitiados están cerca de nosotros, viven a nuestro lado; para llevarles socorro está hallado un medio seguro, que tiene por motor la compasión y por guía la razón y la justicia. ¿Y por qué estos sitiados no inspiran la misma compasión que los otros, cuando es igual, absolutamente igual su infortunio? Para el enfermo que no puede comprar gallina, tocino ni carne con que hacerse un caldo, es como si no hubiera carne, gallina ni tocino; para el sano que no tiene con qué comprar pan, es como si no hubiera pan; para él la población carece de víveres, mucho peor que si careciera, porque los ve por todas partes tentando su hambre con el aspecto de la abundancia, y haciendo dificilísima la resignación que es más fácil en los males que a todos alcanzan y no pueden remediar las personas que nos rodean.

¿En qué consiste, repetimos, que los sitiados de la miseria no inspiran la misma compasión que los que lo están por un ejército? Debe consistir en que no reflexionamos, en que no investigamos, en que no perseveramos y en que nos habituamos.

La falta de reflexión hace que no nos fijemos en que, dadas todas las circunstancias, es imposible que a la hora en que vivimos y en el pueblo en que estamos, no haya algunos, muchos, muchísimos, sitiados por la miseria: la falta de actividad para el bien, hace que no procuremos inquirir dónde están y quiénes son: la falta de perseverancia es causa de que no demos un socorro permanente como la necesidad que le motiva; y, por último, los dolores continuos, que son los más dignos de compasión, no son los que la inspiran más viva, porque a la larga, la sensibilidad, cuando no es mucha, se gasta, y por una de las más desdichadas consecuencias de nuestra imperfección, el hombre siente más el dolor propio que dura mucho, y se impresiona menos del quejido ajeno a medida que se prolonga más. Resultado de nuestra irreflexión, de nuestra pereza, de nuestra inconstancia, de nuestra impresionabilidad, que la repetición de impresiones disminuye en ciertos casos, es que una desgracia extraordinaria, cierta, y que no se prolonga mucho, como la de un pueblo sitiado por un ejército, nos inspire profunda compasión y nos disponga a hacer un sacrificio para remediarla, y que los sitiados por miseria, cuya realidad no es menos positiva, y en cuya desdicha no es menos digna de lástima, nos conmuevan poco y acaso no los auxiliemos nada.

Que no hay razón ni justicia para esta diferencia es cosa clara, y toda persona que de compasiva se precie y a la perfección moral aspire, ha de investigar dónde hay dolores: la actividad la hemos recibido para el bien; ha de reflexionar sobre los medios de hacerlo si a él no contribuye, que es la inteligencia, y ha de perseverar en la compasión tanto como dura la desdicha, aspirando a ser, no una persona impresionable, sino una persona sensible, que en vez de acostumbrarse a oír indiferente los ayes del dolor, adquiere el hábito de mirarlos de cerca, de comprenderlos, de compadecerlos y de buscarles consuelo.




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¡Pobre madre!

Hará cerca de un año escribíamos: ¡Pobre Martín! Hoy decimos: ¡Pobre madre! Y ni esta mujer ni aquel hombre significan una desgracia aislada ni un individuo infeliz, sino que representan, en la esfera del dolor y de la injusticia, una colectividad numerosa y disposiciones poco equitativas.

Pero estos nombres no son una abstracción, sino una realidad determinada. Martín era verdaderamente un individuo de Orden público cuya mujer está en el hospital, y morirá en él si no ha muerto a estas horas, porque su enfermedad es incurable; y la desdichada que motiva estas líneas es una infeliz vecina de esta capital. No hace muchos días llamaba en casa de un protector suyo, llorando como llora una mujer cuando ha perdido al hijo de sus entrañas; tenía alguna cosa que hacía su dolor más acerbo y entre ella y el hombre caritativo que procuraba consolarla hubo el diálogo siguiente:

-Ha muerto?

-Sí, señor.

-Llore usted, pobre madre, no se reprima usted: llore.

-Es que me ahogo, porque usted no sabe...

-Ya sé, ya comprendo lo que debe sentir una madre cuando ya no tiene hijo...

-Es más que eso, más todavía...

-¡Más!...

-Sí, señor... más... más...

Los sollozos no permitieron hablar a la triste por largo rato; al fin dijo:

-No me le quieren enterrar.

-Eso no puede ser.

-No es creíble, pero es cierto, señor; no me le quieren enterrar porque no presento el certificado del médico del Gobierno (forense), que no lo firma si no le doy diez reales, y no los tengo. Me he quedado sin un cuarto, y mi pobre hijo se quedó sin muchas cosas muy necesarias, porque su madre ya no tenía qué vender ni qué empeñar. Yo no creí que podía haber una desgracia tan grande como ésta, de no tener quien le lleve al campo santo, y de ver que se desfigura... que se pudre... que causará horror... Otros pobres han sido tan desdichados como él mientras vivían; pero después de muertos, ninguno... He pensado muchas cosas, algunas bien malas; creo que Dios me lo perdonará porque no tengo buena la cabeza. Salí para pedir, para decir: ¡una limosna por Dios a una madre que necesita diez reales para que den tierra a su hijo!, pero me acordó de la pobre Anastasia; ya sabe usted que no puede trabajar y tiene que mantener a su niño, y la llevaron presa a su pueblo por pedir en la calle. Que me prendan, poco me importa; pero entonces, ¿quién cuida de que le saquen de allí como un cristiano y no como un perro?...

De estas escenas desgarradoras hay muchas, y hasta tumultos en que la conciencia pública se subleva, y reclama los derechos de la humanidad y niega los del médico forense. El médico dará al fin el certificado gratis, convencido de la imposibilidad que de pagar tiene la familia del difunto; pero antes, ¡qué de horribles amarguras para ella!

La índole de nuestra Revista no nos permite hacer observaciones sobre la organización del registro civil y de lo que es en la práctica; pero sí reclamaremos contra la horrible contribución que, con el nombre de derechos del médico forense, va a cobrarse sobre un ataúd.

Suponiendo-es una suposición-que el médico forense sea necesario para el caso de que se trata, en buenas teorías administrativas es un funcionario público, como el juez de primera instancia, el gobernador, el ministro, el presidente del Tribunal Supremo, y como ellos debe ser retribuido por el Estado: el que los servicios públicos se retribuyan por medio de derechos es la cosa que da lugar a más tuertos, y que está más en contradicción con el orden y con la justicia: esto por punto general. En el caso particular de que se trata, en este impuesto sobre la muerte, no es ya cuestión de que se distribuya sin equidad; esto, con ser mucho, no es nada comparado al horror de una cosa que se parece a negar el derecho a la sepultura al pobre cuya familia no tiene diez reales, y el más grande todavía de que una esposa, una hija, una madre vea insepulto el cadáver del que llora, y le vea cómo se desfigura... cómo se descompone... y respire su hedor en la única reducida estancia donde está viendo los progresos de la putrefacción...

No se puede correr un velo sobre este cuadro desgarrador; es preciso mostrarlo para que los que tienen ojos vean, los que tienen oídos oigan, y los que tienen corazón sientan la injusticia y la crueldad de que la Administración venga como una fiera cobarde a cebar su voracidad en un cadáver, y desgarrar el corazón de los que han tenido la desgracia de sobrevivirle. El caso no es raro, como se figurarán los que administran sin tener en cuenta la situación de los administrados. Por regla con raras excepciones, se muere después de una enfermedad a veces muy larga, en que el pobre agota todos sus recursos, y cuando llega la muerte no le quedan diez reales, ni diez céntimos para dar al médico forense, y necesita buscarlos, como la triste de que hablamos.

No queremos hacer más comentarios; tememos que se nos escape alguna frase tan dura como la disposición que combatimos, y concluimos pidiendo que los médicos forenses tengan sueldo y no derechos; que, caso de tenerlos, estén obligados a dar el certificado aun sin haberlos cobrado, porque la cuestión pecuniaria, aunque en ella les asista derecho, está aquí muy por debajo de otras cuestiones cuando se trata de derechos mucho más elevados que el de cobrar. Cobren en buena o mal hora, pero den el certificado después de cobrar, o antes, porque los muertos tienen derecho a la sepultura y los vivos a no ser torturados.

Todos los que han tenido trato con enfermos pobres han tenido disputas con los sepultureros, y han visto escenas horribles de muertos a quienes no se quería sepultar porque los vivos no daban el dinero de que carecían, y cuestiones sobre si se había de dar tanto sin caja, y tanto más con ella, etc., etc., etc. A los sepultureros hay que añadir ahora los médicos forenses, y aumentar en proporción los dolores de los desdichados. ¿De qué les servirá que nuestra voz se levante en favor suyo? De nada; clamará en el desierto, como siempre que a la Administración se ha dirigido. Y ¿por qué la elevamos sabiendo que en el vacío no suena? Porque ¿quién sabe si algún día, cuando hayan pasado muchos, muchos, algún hombre que pueda querrá remediar la injusticia que denunciamos? ¿Quién sabe si hoy, ahora mismo, alguna alma compasiva, al conocer un dolor de que no tenía idea, hará algo por darlo consuelo? Este quién sabe, esta duda, nos ha hecho escribir estas líneas, y si se pierden en el mar de la indiferencia general, que Dios reciba nuestra voluntad, y los pobres las lágrimas que al escribirlas hemos derramado.




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Atentado contra la Cruz Roja

De los hechos que positivamente se saben, resulta:

1.º Que la ambulancia de las Señoras de la Cruz Roja, cumpliendo con su deber y fiel a la alta idea que representa, ha sido completamente neutral con los heridos de ambos campos.

2.º Que el jefe militar carlista, si no ha reconocido y respetado la neutralidad de las ambulancias de la Cruz Roja, no la ha desconocido tampoco; pues, aunque con malas formas con la Sección primera, se limitó a decir que saliera del territorio de su mando, y dice al comandante militar de Orduña que, una vez allí los coches de la segunda, no hay más remedio que dejarlos pasar.

3.º Que los oficiales y soldados carlistas de la guarnición de Orduña se han conducido honrada y valerosamente, como quien está sordo a la voz de la calumnia y escucha la del deber, que llenaron como cristianos y caballeros.

4.º Que quien ha cometido el villano atentado de atropellar a hombres inermes que se creían reguardados con su justicia; quien ha dirigido insultos y palabras de odio a los que para todos tienen compasión y amor; quien ha querido verter la sangre de los que la restañan de todos los heridos; quien ha intentado dar la muerte a los que procuran conservar la vida de cualquiera que cae en el campo de batalla, ha sido una turba de hombres soeces, de esos que hay en todas las poblaciones dispuestos al mal, pero que no hubieran intentado hacerlo sin las predicaciones calumniosas hace tiempo propaladas por los que no saben lo que dicen o a sabiendas sacrifican su conciencia a su pasión. El populacho de Orduña, repugnante y culpable, no lo es tanto, como los que han encendido sus malas pasiones y extraviado sus ideas. ¿Que sabía él de la Cruz Roja, ni por qué había de aborrecerla, si no le hubieran enseñado? La obra de iniquidad y de vergüenza, el ensañarse con el inerme, devolver mal por bien, o invocar impíamente la religión para cometer el más infame de los asesinatos, esa criminal ignominia debe dividirse en dos partes: una, la más pequeña, para el populacho de Orduña; otra, la mayor, para los que con errores y calumnias extravían su inteligencia y depravan su corazón.

Hacemos enteramente nuestras las conclusiones anteriores, que hemos tomado de La Época, que, como otros periódicos, ha publicado los atentados contra la Cruz Roja.

La Voz de la Caridad, por hoy, sólo debe añadir que mientras sucedía en el Norte lo que acaban de ver nuestros lectores, nos informábamos en Madrid de las necesidades de los carlistas heridos que están en el Hospital general, que recibieron las ropas de que carecían, al día siguiente de recibir las Señoras de la Cruz Roja la noticia de los atentados contra su ambulancia. La plebe extraviada, y los que hacen de las armas un uso poco digno, pueden afligir nuestro corazón, pero no pueden apartarle de su propósito.

Mientras la fuerza no lo impida absolutamente, donde quiera que haya un herido necesitado de socorro, le llevaremos el nuestro sin preguntar de qué campo procede. Los generales al frente de los ejércitos pueden hacer muchas cosas; tienen los desdichados un gran poder, pero que no alcanza a las almas que se inspiran en un sentimiento piadoso. Las iras de la fuerza hallan dique invisible como las aguas del mar tempestuoso; hoy, y en la cuestión que nos ocupa, este dique es la caridad: no sabemos lo que podrán hacer los que nos tratan como a enemigos para hacerse aborrecibles, pero estamos bien seguros de que no los aborreceremos. Dios nos concede esta gracia; bendita sea su bondad. Apoderarse de los coches de nuestra ambulancia es muy fácil; arrancar de nuestra alma la compasión hacia todos los heridos, es imposible: sepa la fuerza este reto de la piedad.

Aunque nos hemos propuesto ser hoy muy breves sobre este asunto, no terminaremos sin enviar la expresión de nuestra gratitud profunda a los jefes y soldados de la guarnición carlista de Orduña, que honrada y valerosamente defendieron a los hombres de caridad de las iras de la plebe, impidiendo un gran crimen, un gran dolor y una gran vergüenza. Sentimos no saber más que el nombre de uno de ellos, el comandante militar D. Pedro González: acaso ni él, ni sus compañeros, sepan nunca cuánto apreciamos su noble acción; tal vez Dios nos conceda alguna vez el poder manifestarles nuestro agradecimiento. Si algún favor podemos hacerles, si algún consuelo podemos darlos algún día, para ser recibidos como amigos con quienes estamos en deuda, no tienen más que decir: Somos de los que el 16 de Mayo de 1874 guarnecían a Orduña.

15 de Abril de 1874.




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Desde un hospital

Carta I


Señores Redactores de La Voz de la Caridad. Mis buenos y queridos amigos: Si los periódicos que se ocupan de política y de guerra tienen corresponsales en los grandes centros políticos y al lado de los ejércitos, La Voz de la Caridad, cuya misión en la prensa es representar los derechos del dolor y procurar consolarlo, no estará mal que reciba correspondencias de un hospital. Tendrán ustedes, pues, periódicamente, por algún tiempo, las mías, que sólo pueden interesar a los que piensan en las desdichas19 de la humanidad y las sienten en su corazón.

Salimos de Madrid sin novedad, es decir, con retraso, porque lo nuevo, lo inusitado, lo casi fabuloso, es la exactitud. Hicimos lo que se entiende por un viaje feliz, que así se llaman aquellos en que no se recibe ni susto, ni golpe, ni registro de bolsillo: aparte de esta felicidad, que pudiéramos calificar de material, no tuvimos otra; y como si la Providencia hubiese querido graduar el dolor para que mejor lo soportáramos, puso en nuestro camino un triste prólogo del tristísimo drama.

Al llegar a Pozáldez, vimos un grupo numeroso de mujeres y mozos, niños más bien. No había que preguntar quiénes eran ni qué hacían allí. El corazón afligido adivinaba las madres que iban a dar el último adiós a sus hijos, arrancados por la guerra al hogar paterno, tan jóvenes que pudiera decirse al seno maternal. Cuando un país se ve en la necesidad de convertir en soldados tan tiernas criaturas, su agitación, más que a los movimientos de la fuerza, se parece a las convulsiones de la enfermedad. Siento no ser pintor, gran pintor, para consagrar mi genio a pintar todos los dolores que consigo lleva la guerra y hacerla tan odiosa y tan odiada como merece serlo. De ningún modo llenaría mejor el arte su misión elevada que generalizando y haciendo penetrar en los ánimos el horror a los combates sangrientos. En aquellas mujeres, que iban a decir adiós a los hijos de sus entrañas, en sus sollozos, en sus ademanes, en sus lágrimas, en su imposibilidad de llorar, en su agitación, en su abatimiento, en su dolor paciente o desesperado, estaba la guerra, toda la guerra, todas las fatigas de la marcha, toda la sangre del campo de batalla, todas las torturas del convoy de heridos, todas las angustias del hospital. Cuanto podían sufrir sus hijos había pasado, sin duda, por el corazón de las madres y se reflejaba en sus rostros. Yo vi en ellos como resumidos los desastres de la lucha homicida. Aquellas diferentes fases de una pena misma la hacían más aguda y más perceptible, la mostraban en sus detalles más minuciosos y en su conjunto más terrible. Por esa atracción que tiene lo grande, mi alma quería unirse a todas aquellas almas y como empaparse en todos aquellos dolores, sin perder ni un ¡ay! ni una lágrima, ni un grito desgarrador. Jamás podré olvidar aquel cuadro; siempre recordaré aquellas mujeres, en el momento de partir el tren, extendiendo los brazos como si quisieran detenerle! y la que dijo: no le vuelvo a ver más, y la que, llevándose al corazón entrambas manos, no podía llorar... y todas.

Si yo tuviera voto decisivo en alguna academia o fuese rico protector de las artes, ofrecería un premio al cuadro que mejor representara Las madres de Pozáldez. El genio estaba allí no en idealizar, sino en copiar la realidad. No había que pintar el dolor embellecido y contorneado, ni matronas de formas correctas, tez sonrosada y elegantes vestiduras, no; las madres de Pozáldez eran negras, desgreñadas, haraposas, horribles para los ojos que como un espejo reproducen impasibles las imágenes, pero, transfiguradas por el dolor, tenían esa belleza sublime que desdeña formas y colores porque sale del alma y llega a ella.

Era, sin duda, el día señalado en la provincia para la entrega de los mozos de la reserva: en muchas estaciones del tránsito se repitieron escenas como las de Pozáldez, pero no tuve valor para seguirlas presenciando; me oculté en el fondo del coche, corrí la cortinilla, lloré con los que lloraban, y comprendí mejor que nunca la horrible significación de esta frase, que con tanta indiferencia se lee en los periódicos: Han ingresado en caja ciento, mil, veinte mil mozos de la reserva.

Al llegar a Burgos, vi en la estación la bandera de la Cruz Roja: es de los socios de aquella ciudad, que acuden a dar caldos, refrescos y asistencia a los heridos; bendije en mi corazón la caridad y la constancia con que siguen haciendo bien, a pesar de tantos obstáculos como hallarán en su camino. La guardia y los centinelas que allí hay, los destacamentos que se ven en adelante a lo largo de la vía y las estaciones quemadas, nos indicaban la proximidad del teatro de la guerra, cuyos estragos empezaban a manifestarse. Miranda era el término de nuestro viaje, y en su linda estación, llena en otro tiempo de mercancías y animada por multitud de viajeros, no se ven hoy más que militares y material de guerra; sustitución que significa miseria y exterminio.

Miranda, punto de cierta importancia estratégica, según dicen, límite ahora de la línea férrea que pasaba por Vitoria, confluencia con la de Castilla, Rioja y Navarra, tocando al teatro de la guerra, es a la vez un parque, un cuartel, y un hospital, sin condiciones de ser ninguna de las tres cosas. Ha sido necesario suspender el culto en la iglesia principal para colocar municiones; la tropa se aloja en las casas, y los numerosos enfermos que envía el ejército no tienen donde albergarse; no hay hospital militar; el civil carece de espacio y de recursos, y en las fangosas calles de este pueblo se han visto centenares de enfermos en el más deplorable estado. Las Señoras de la Cruz Roja de Madrid han procurado acudir a esta gran desdicha; pero como todo lo que se refiere a la Cruz Roja, y, tal vez con especialidad a la sección central de Señoras, halla en ciertas gentes disposición a ser interpretado de un modo poco benévolo, debo decir algunas palabras explicando la apresurada habilitación de un hospital, que en los primeros días no ha estado como debía estar, y que nuestro amigo Landa abrió para recoger los enfermos de más gravedad, que estaban literalmente sobre el fango de la calle. Ni teníamos aquí aún el material completo, ni los albañiles y carpinteros habían terminado las obras que no se han concluido todavía. La guerra, después de hacer las víctimas, dificulta de mil modos los medios de auxiliarlas. Los trabajadores se han convertido en soldados de uno u otro campo; la mano de obra, aun a precio excesivo, escasea; los materiales están embargados para hacer fortificaciones; ¡qué de dificultades y permisos para tener un poco de yeso!

Comprendo, amigos míos, el poco interés de estos detalles, que he abreviado mucho, pero que no he querido suprimir del todo por la razón que indiqué.

Dada la escasez de edificios que aquí hay, puede decirse que el que ocupa el hospital de la Cruz Roja es bueno: tenemos ochenta camas, que en un caso apurado podrían llegar a noventa o ciento. No hemos podido conseguir Hermanas de la Caridad, ni francesas ni españolas, ni de la Esperanza, ni Siervas de María; en ninguna parte había personal disponible: este vacío, que era grande, se ha llenado con mujeres caritativas; J. y M. han venido a traer su actividad incansable y su caridad sin límites a esta casa, auxiliadas por algunas señoritas de la población. Las dos más asiduas, y que no faltan nunca a la hora de repartir la comida, tienen una su padre y otra su hermano con los carlistas, y asisten a los soldados de la República como la cosa más natural y sencilla, con una sublime ignorancia del mérito de su acción. Las otras enfermeras tienen un hijo y dos hermanos en el ejército de la República; mientras el odio anima a los suyos unos contra otros, la caridad une a estas mujeres, que prescinden de todas las miserias, de todos los errores y de todos los crímenes de los partidos en armas.

No extrañen ustedes que esta carta no vaya muy ordenada ni correcta. La he interrumpido varias veces para ir a ver a un pobre oficial, cuya razón se halla perturbada por un ataque nervioso. Horripila el ver que aun en la sala de la enfermería, donde todo es paz, mansedumbre y amor, penetra el odio, aposentado hace tiempo en el corazón de los enfermos. El hombre de guerra delira combates; increpa a los suyos porque no avanzan; manda cargar a la bayoneta; denuesta a los enemigos, y los llama cobardes porque no salen de la trinchera: hace mal contraste la debilidad del enfermo con la cólera del soldado: no he tenido tiempo, ni aunque lo tuviese podría tal vez analizar el sentimiento de tristeza y de amargura que me produce este delirio bélico. Tal vez ha contribuido a esta exaltación nerviosa el estado eléctrico de ayer. Hemos tenido una tempestad que duró desde las tres y cuarto de la tarde hasta las nueve de la noche. Tres nubes, con fragor pavoroso, han descargado agua y granizo, destruyendo sembrados, destrozando viñedos y árboles, arrastrando ganados y, lo que es peor, matando a una niña de catorce años.

Pronto hará un año, viajando no lejos de esta tierra, hablaba yo con M. de


Las bellezas del físico mundo;
Los horrores del mundo moral,

inclinándome a la superioridad física de este planeta respecto de los imperfectos seres que lo habitan; pero él sostuvo que había armonía, correspondiéndose exactamente las bellezas físicas y morales, y las deformidades del vicio, del crimen, con los terremotos, sequías, inundaciones, huracanes y tempestades. Desde entonces he reflexionado sobre esto, y creo que tiene razón M.; el mundo físico y moral se corresponden; la chispa que mató ayer a la pobre niña se parece a la bomba que priva de la existencia al inocente indefenso en una ciudad sitiada.

Tenía más que decir, pero falta tiempo; será otro día. Saluda a ustedes afectuosamente.




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Ha parecido

Nuestros lectores recordarán, y algunos nos han preguntado por él con interés, un niño desaparecido de la casa paterna hace muchos meses y cuyos desolados padres habían agotado para hallarle cuantos medios puede sugerir el amor paternal. Cuando ya no tenían esperanza de volverle a ver, reciben una carta suya de Castro-Urdiales, donde estaba herido. Resulta que el niño, que aún no ha cumplido quince años, fue seducido por una persona, de cuyo nombre y circunstancias no queremos acordarnos, y escondido primero y llevado después al ejército carlista, donde entró en el batallón Cruzados de Castilla, Requeté Pequeño, que parece se compone de niños. Herido el 30 de Abril, cayó prisionero, y fue curado y llevado al hospital de la Cruz Roja de Castro-Urdiales. Su padre corrió en su busca; pero el comandante militar no podía entregarle, y la desolada madre temía que iban a arrebatársele de nuevo, contribuyendo a aumentar su dolor personas mal informadas y poco prudentes, que le hablaban de que siendo el niño cabo o sargento (parece que lo era), habría más interés en canjearle, y sería canjeado. Ya ha vuelto al seno de su familia.

Que Dios perdone a los que han causado tantas angustias y hecho derramar tan amargas lágrimas; que la opinión lance un grito de reprobación contra los seductores de niños y de adolescentes, que sigilosamente los arrebatan a los desconsolados padres. Los del niño Francisco Pereda nos ruegan hagamos pública su gratitud a la Cruz Roja, que con amor ha recogido y cuidado a su hijo; a la Sra. Duquesa de Medinaceli, que se interesó por él, y a la Sra. Duquesa de la Torre, que, poniéndose, sin duda, en lugar de la madre del pequeño prisionero, ha alcanzado inmediatamente la orden de que sea devuelto a su familia.

15 de Junio de 1874.




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Contra calumnia, resignación

Excma. Sra. Duquesa de Medinaceli.

Miranda de Ebro, 2 de Junio de 1874.

Muy señora mía y de toda mi consideración: A propósito de lo que tirios y troyanos dicen de la Cruz Roja, recuerdo la declaración de un doctor anglo-americano, de que no continuaba la polémica con su adversario porque decía éste más disparates en una hora que él podría rebatir en un año. Al ver las calumnias, las interpretaciones malévolas, las reticencias y el hablar y el callar malicioso, podríamos hacer una declaración análoga a la del doctor inglés si no necesitáramos para auxiliar a nuestros pobres heridos la cooperación de los que nos la negarán extraviados por la calumnia, y si pudiéramos dar al triunfo de la verdad esos plazos que es posible conceder cuando se discuten principios.

Yo he procurado y procuraré restablecer la verdad de los hechos y pero sin hacerme la ilusión de que he de conseguirlo: quisiera que usted y las demás consocias vieran y aceptaran la situación tal como es: tenemos que resignarnos a que se desconozca nuestra recta intención, a que se interpreten mal nuestras palabras, a que se callen o se nieguen nuestras obras, a que la calumnia nos denueste y a que el error y la malicia vayan publicando nuestro descrédito. Una vez aceptado el difícil papel de calumniadas, dejando a nuestros calumniadores el suyo, fácil y desdichado, tendremos mayor tranquilidad de ánimo, dedicando al socorro de los heridos el esfuerzo que podría distraerse en una lucha inútil. El hacer bien así es muy difícil, ¡pero es tan hermoso! Cuando los heridos o los enfermos reciben eficaz auxilio, ellos no saben que aquella cama limpia, aquella sana alimentación, aquellas curas esmeradas que restablecen pronto su salud y tal vez salvan su vida, significan una lucha larga, difícil, perseverante; no saben qué de injusticias ha sido necesario arrostrar o despreciar para poder hacer aquella buena obra; no saben las amarguras que ha costado cada consuelo que les llega; pero Dios lo sabe y lo sabemos nosotros, y esto, no sólo basta, sino que aumenta la interior satisfacción de la buena obra en la medida de las dificultades que hay que vencer para hacerla; de modo que, poniéndonos en este terreno, que es el firme, de convertir los obstáculos en méritos, toda la pérdida será para nuestros calumniadores, y nuestra toda la ganancia.

Además, no debemos exagerar las cosas: si hay personas que nos desconocen y calumnian, también las hay que nos hacen justicia y nos auxilien eficazmente. Nuestros hermanos de París, de Londres, de Amberes, de Bruselas, de Cádiz, de Sanlúcar, de Ciudad Real, de Burgos, y tantas personas caritativas como nos han auxiliado con sus donativos, nos sostendrán con su aprecio y con su fe. Hágales usted saber que, gracias a sus cuantiosas limosnas, hay una limpieza y una abundancia en el hospital de la Cruz Roja de Miranda que nos hace bendecirles a todas horas. Apenas llega un enfermo, se le muda de ropa y se le mete en limpia cama. Todos toman caldo como hay en muy pocas casas, con gallina, que, aunque caras, no faltan nunca, y jamón de los de Sanlúcar, que aún duran; beben el riquísimo vino de la misma procedencia, inmejorable al decir de los inteligentes. Todos los enfermos tienen babuchas para que no pongan los pies en el ladrillo, y cuando se levantan reciben calcetines, elástica, etc., porque aquí hace frío, y algunos soldados están casi desnudos, y otros con las ropas que, inclusas las de paño, hay que enviar al río inmediatamente.

Con este esmero en la limpieza y en la alimentación, el haber saneado el edificio haciendo pasar una corriente de agua constante que arrastra las inmundas, y la inteligente asistencia facultativa de nuestro médico, y la piedad y caridad de nuestro capellán y de las dos socias venidas aquí y que alternativamente velan cuando hay enfermos de peligro; con todos estos elementos las curaciones son rápidas, y el tifus, que amenazaba seriamente nuestro hospital, se ha aislado a cuatro casos, de los que sólo uno ha sucumbido. Es una grata satisfacción ver el gran movimiento que hay en nuestro hospital. Llegan los hombres escuálidos y, al parecer, casi sin vida, y a los ocho días de limpieza, descanso, buena alimentación y esmerada asistencia médica, están repuestos.

Un día, temiendo un sangriento combate próximo, la autoridad militar mandó evacuar de enfermos trasladables todos los hospitales de la línea del Ebro. Fue grande la consternación, de los del nuestro.-Que nos den el alta, decían; no queremos ir a otro hospital.-¡Y qué alegría, después de estar ya camino de la estación, cuando vino contraorden y volvieron! Como de otros hospitales huyen, hay empeños para entrar en el nuestro, y estaría ya lleno de enfermos si abriéramos la mano y no reserváramos el mayor número de camas para los heridos, que ahora son pocos, pero que tememos que no tardarán en aumentar.

Como este pueblo es de mucho tránsito de tropas, llegan enfermos; nosotros recogemos los que no pueden seguir; y, no obstante, sólo uno ha muerto, como he dicho.

Procuro usted inculcar en el ánimo de las consocias que se consuelen del mal que se dice con el bien que se hace; llegará el día de la justicia, y si tarda, tanto peor para los que nos la niegan.

Nuestros coches están en Lodosa; serán los únicos para la conducción de heridos graves.

Salude usted a las consocias, y dígales que tengan como seguro que por cada calumnia recibimos cien bendiciones, y aunque éstas no se publican en los periódicos, se sienten en el corazón y le consuelan.

Me repito, etc.

1.º de Julio de 1874.




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Desde un hospital

Carta II


Señores redactores de La Voz de la Caridad.-Mis buenos y queridos amigos: Al mismo tiempo que digo algo de lo que pasa por aquí, contestaré a algo de lo que se dice por allá y por otras partes, y no creo exacto. Los errores, perjudiciales todos, obran directa e indirectamente, según la índole de los objetos sobre que recaen; los que se refieren a cosas de caridad son de los que tienen una acción directa, como que paralizan movimientos o los determinan.

Las dos cosas que más alejan de los hospitales son: el temor a las enfermedades contagiosas, y el efecto que produce ver tantas lástimas. Cuando hay en un hospital precauciones y limpieza esmerada, tengo por completamente infundado el temor de contagiarse con ninguna enfermedad o de comprometer su salud viviendo en una atmósfera malsana. En nuestras salas no se nota ningún mal olor, y es seguro que tienen aire más puro y sano que la mayor parte de las alcobas de Madrid, donde se aposentan personas que se horripilan a la idea de venir donde estamos en mejores condiciones higiénicas que ellas. Si a esto se añade la precaución de que los asistentes salgan algunos ratos al campo, como aquí lo hacemos, y tengan una vida metódica y perfectamente ajustada a las reglas de la higiene, resultará un estado de salud tan perfecto como sea posible, dadas las condiciones del individuo: aquí lo estamos probando prácticamente.

En cuanto a la salud del alma, gana infinito. Esta gran masa de dolores ajenos, si no impone silencio, facilita la resignación con los propios; como un fuerte revulsivo, lleva el sufrimiento, no sólo donde hace menos daño, sino donde se ennoblece perdiendo su carácter individual y egoísta, y convirtiéndose en compasión. El consejo, muy sabido, de que nos comparemos en nuestras desdichas con otros que son más desdichados, no suele ser remedio muy eficaz cuando la comparación es un acto reflexivo; pero tiene gran poder si resulta de una serie de hechos palpables, de impresiones fuertes que vienen sin que las llamemos y se imponen de una manera poderosa e irresistible. Tal vez el primero y más infalible premio de no huir de los espectáculos del dolor son esas lecciones que encierran y que toma más o menos, quiéralo o no, todo el que los presencia.

Después de la mayor facilidad de resignación para los males, viene el aprecio de los bienes, cuyo valor pone en relieve el que de ellos está privado. Cuando se ve un pobre enfermo con hambre devoradora y que no puede comer, con sed ardiente y que no puede beber, con imperiosa necesidad de sueño y que no puede dormir, y cuando se ven muchos que así están, el bien de comer, de beber y de dormir, que pasaba desapercibido, adquiere un valor inmenso, lo mismo que la ausencia del dolor físico, ventaja en que no habíamos reparado.

Además se reciben profundas lecciones en forma de ejemplos. Un hombre ignorante, muy inferior a nosotros respecto de la inteligencia, aparece en las terribles pruebas de la enfermedad con una gran superioridad moral, resignándose sencillamente, sin aparato y, al parecer, sin esfuerzo, con males que tal vez abatirían nuestro ánimo. En el combate con el dolor físico, ¡qué de heroísmo a veces en estos obscuros y anónimos campeones, y cuánta debilidad en los que tienen nombre y grado superior! ¡A cuántos de éstos, pequeños, según el mundo, llega por camino recto y firme la resignación, que tantos rodeos emplea y tantas dificultades halla para calmar las impaciencias y los movimientos desesperados de mucha gente culta y aun de los tenidos por filósofos y sabios! Muchos a quienes podríamos enseñar a leer nos enseñan a sufrir, que es ciencia harto necesaria en este valle de lágrimas.

En cuanto a la impresión que cansa ver tantas penas, también se hace un cálculo que no es exacto. Se dice: si ver un enfermo o un herido me hace un efecto igual a uno, el ver cien heridos o cien enfermos me impresionará como ciento. Al discurrir así, olvidamos que nuestra capacidad de sentir no es indefinida; que halla un límite; que cada uno tiene un máximum de compasión que dar, del cual no es posible que pase, y que se distribuye entre todas las desdichas que la inspiran, siendo providencial que llegue a cada una el total de la que se tiene para todos. Los socorros materiales no pueden prestarse sino en número determinado; un hombre puede socorrer a diez, a veinte, a cuarenta heridos, no más; pero compadecer puede a ochenta, a doscientos mil, llevando su simpatía y buena voluntad de auxiliarlos íntegra para cada uno.

Resulta que no sufrimos al compadecer en proporción al número de desdichados que compadecemos; que nuestra pena está limitada por nuestra capacidad de sentir, y que la voluntad que acude íntegra al consuelo de todos, por muchos que sean, no determina para el corazón un número infinito de dolores.

Por último, hay una cosa que indemniza ampliamente de todas las molestias y penalidades que puedan sufrirse, y es la satisfacción del bien que se hace: este bien es palpable, evidente. Cuando se escribe, ¿quién sabe para qué y para quién? Tal vez no se lea, tal vez no se entienda, tal vez se comprenda mal; aunque nada de esto suceda, tardará meses, años o siglos en ser un hecho aquella idea que emitimos, y, lo que es todavía peor, puede ser errónea; respondemos de nuestra buena voluntad, mas ¿quién está seguro del acierto? Pero al acercarse a esa masa de dolores que se llama hospital, con la voluntad de consolarlos, esta voluntad es un hecho, Dios parece que la premia con algo parecido a la omnipotencia; decimos: el consuelo sea, y el consuelo es. El cuidado para dar las medicinas, la limpieza, la alimentación sustanciosa, la dulzura, sustituyen al descuido, al abandono, al desaseo, a la aspereza, y las consecuencias materiales y morales son inmediatas y visibles. ¡Qué satisfacción ver todo aquel bien, que no se haría sin nosotros, y procurar hacer veces de madre para los que en su dolor la llaman! Bien claro se ve la exactitud con que se ha dicho: Consolad y seréis consolados.

Insisto sobre esto, porque un establecimiento benéfico en general, y un hospital en particular, abandonado a personas mercenarias, es una desdicha para los que a él se acogen, en vez de ser un gran bien; y las almas caritativas se retraen porque se exageran las penalidades y se desconocen las satisfacciones que puede haber en esta práctica de la caridad.

Tal vez piense alguno que exagero, o replique en son de burla que, al decir mío, la ventura se halla asistiendo enfermos. Ya sé que, caso de hallarse en alguna parte, no será, ciertamente, en un hospital; no invito para que acudan a él a los dichosos de la tierra, pero éstos son tan pocos en número, que bien puede prescindirse de él como de cantidad infinitamente pequeña. Aquí, ciertamente, no pueden hallarse alegrías; pero los que se han despedido de ellas tácita o expresamente, que son muchos, ¿no podrían venir a buscar satisfacciones? Pueden aún tenerse muchas en la vida cuando se ha renunciado a la felicidad.

Los que se empeñan en ser felices sin condiciones para conseguirlo, se asemejan a los que quieren parecer siempre jóvenes y sostienen contra los estragos del tiempo una lucha imposible. Además de la vejez, tienen el trabajo de pretender ocultarla, la pena de no conseguirlo la irrisión de haberlo intentado: en vez de ancianos respetables, son viejos ridículos.

El empeño de ser dichoso, dado cierto estado del alma, no es menos absurdo que el de parecer joven en la decadencia del cuerpo. Viviendo para los otros es como únicamente se encuentra alguna dicha para sí: la gente hastiada, aburrida, desesperada, es la que no ha dicho: Si no puedo ser feliz, quiero ser útil, y no ha convertido su existencia en un instrumento para el bien, ni podido recibirlo por reflejo cuando ya directamente es imposible.


    Deja a Dios el cuidado de la vida,
Que no abandona al que de sí se olvida.

Vuelvo al hospital. ¡Cuán horrible es la guerra considerada desde él! ¡Qué de dolores y de injusticias y de maldades y de absurdos, que no se habían imaginado, se perciben desde este punto de vista! Se ha empezado, y es necesario continuar desenmascarando este monstruo que se disfraza con apariencias humanas y hasta, honradas; es necesario hacer penetrar la luz en esas cavernas donde inmola millares de víctimas a favor de la obscuridad de la ignorancia y del silencio de la conciencia; porque sólo los ignorantes y los perversos pueden lanzarse a las luchas homicidas y encomendar a la fuerza las soluciones del derecho.

Hemos pagado ya tributo a la muerte: ha fallecido Hilario Fuentes, joven que no tenía la naturaleza de hierro que se necesita para resistir la vida de los campamentos con mal vestido y mal alimento; es una de las muchas víctimas de la guerra, que no figurará como tal porque no murió en el campo de batalla, ni de resultas de las heridas. Cuidado esmeradamente, recibió los auxilios de la ciencia, los consuelos de la Religión, y sobre su tumba no han faltado ni las oraciones de un sacerdote, ni las lágrimas de una mujer: triste consuelo para su pobre madre, pero no podemos enviarle otro.

Aquí se dice todos los días que al siguiente se da la gran batalla, y estamos en perpetua zozobra y temor de ver llegar las numerosas víctimas. Cualesquiera que sean los planes del General en jefe, comprendo que habrán tenido que modificarse por el temporal. Continúan las nubes, los truenos y los rayos; anteayer pereció un joven de diez y siete años: van dos en pocos días. Parece que, al ver los preparativos de la lucha homicida, y los combatientes, sordos a la voz de la humanidad, que les manda deponer las armas, y próximos a despedazarse, la Providencia tiene un terrible mensajero, irritado y destructor como ellos, y para separarlos envía la tempestad. A pesar de su insistencia, aquí nunca vista, según dicen, pasará. Se crearán los campos, bajarán las aguas, las enturbiadas volverán a ser cristalinas, saldrá el sol, y los hombres no retrocederán de las vías de la impiedad, no oirán ningún aviso del cielo, y ensangrentarán la tierra, lanzándose ferozmente a la aplazada lucha. El tiempo no pasa para la reflexión y para el arrepentimiento, sino para acumular mayores medios de hacer daño, más elementos de destrucción. ¡Quiera Dios que no se empleen, al menos en tan grande escala como se teme!

23 de Junio de 1874.






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Abnegación, constancia, constancia, fidelidad



I

    En calle angosta, apartada,
y en un humilde aposento,
está una mujer llorosa,
toda vestida de negro.
Un niño, que apenas habla,
juega sentado en el suelo,
y la infeliz mira el otro
que se ha dormido a su pecho.
Se ve pintado en su rostro
tan profundo desconsuelo,
se revela en su mirada
tan amargo sufrimiento,
que en ella decir parece:
- ¡Llorad, vuestro padre ha muerto!
Y los pobres inocentes,
sin ver su dolor acerbo,
siguen el uno jugando
y el otro entregado al sueño.
-Sed venturosos, murmura;
no lo seréis mucho tiempo,
hijos de mi corazón;
el hambre vendrá bien presto
a robaros el descanso
y los infantiles juegos.
Esta idea de tal modo
aflige el amante pecho,
que su alma está destrozada
y sus ojos están secos.
Abatida queda, inmóvil,
y guarda triste silencio,
que interrumpe otra mujer
con palabras de consuelo.
-Cecilia, la triste exclama,
fuerza es que nos separemos.
-¿Me despediréis, señora?
¿Os he faltado? ¿Qué he hecho?
-¡Faltarme, buena Cecilia!
grandes servicios te debo;
pero es fuerza separarnos,
porque recursos no tengo.
Lo sabes; con tu buen amo
se agotaron los postreros...
la miseria nos aguarda...
fuerza es que nos separemos.
-¡Y he de dejaros tan triste!...
¡Y estos niños!...¡No los dejo!
Yo de mis cortos salarios
algunos ahorros tengo...
No me lo llevéis a mal...
con el alma os los ofrezco.
Lavaré, que soy robusta,
y plancharé con esmero,
y coseré noche y día,
y saldré a cuidar enfermos...
No ha de faltarme trabajo;
cuanto gane será vuestro.
-¡Qué sacrificio, Cecilia!
-No, no señora.
-Le acepto;
tú eres mi sostén, mi amparo;
tú eres mi único consuelo.
Mis hijos tienen dos madres.
¡Dios mío! Ya no me quejo.


II

    -¿Qué nueva pena os aqueja
que tan afligida os veo?
-Cecilia, ¿por qué ocultártelo?
en mi pobre madre pienso.
Decrépita, enferma, sola,
pobre; sus días postreros
van a serle muy amargos.
-¿Y por qué no la traemos?
-De tantas cargas, Cecilia,
habrá de abrumarte el peso.
-¿Qué cargas queréis decir,
señora? Yo no las siento.
¿Para qué nos dará Dios
fuerza a los que estamos buenos,
sino para repartirlas
con los míseros enfermos?
Si con afán y trabajo
se puede hacer algo bueno;
si al infeliz que padece
se logra llevar consuelo,
anda el alma tan activa
y el corazón tan ligero,
que todo se hace volando
y todo se encuentra hecho.
Si otra razón no os detiene
que de abrumarme el recelo,
venga vuestra madre anciana,
vamos a buscarla presto.


III

    -Dame la mano, Cecilia;
fuerza es que nos separemos.
Llegó ya mi última hora;
llegó ya, morir me siento...
Algo quisiera decirte
de lo mucho que te debo...
Mis lágrimas te lo digan,
porque palabras no tengo.
Sé la madre de mis hijos...
los bendigo y te los dejo...
Hijos míos, respetadla...
queredla cual yo la quiero.
Por ti viví resignada...
por ti consolada muero...
Venid los tres...que os abrace...
y os dé el ósculo postrero...
Adiós...-Y la moribunda
exhala el último aliento.
Sólo gemidos dolientes
a sus voces respondieron;
mas ella partióse en paz
de la eternidad al seno:
las almas que se comprenden
no han menester juramentos.
Descansa, pobre mujer,
duerme en el último sueño,
duerme tranquila; tus hijos
no están desvalidos, huérfanos;
de Cecilia cariñosa
hallan el amante seno.
Los ampara, los sostiene,
los educa con esmero.
Jamás le parecen grandes
sus sacrificios inmensos,
porque no mide sus dones
el corazón cuando es bueno.
Y vosotros, los que hallasteis
tan cariñosos desvelos,
débiles y desvalidos,
y amados con tal extremo,
Cecilia fue vuestra madre,
sed siempre sus hijos buenos;
pagad la deuda sagrada
con amor y con respeto.
Acudidla en su vejez
Cual os cuidó pequeñuelos,
y llamadla ¡Madre mía!
y sed su dulce consuelo,
y rodead amorosos
y tristes su mortal lecho,
y con suspiros del alma
recoged su último aliento.
De rodillas, y llorando
sobre sus queridos restos,
grabaréis esta leyenda
en loma de mármol negro:
«Aquí Cecilia descansa;
salúdala, pasajero.
Virtudes tan elevadas
que ofrecen tan alto ejemplo,
se respetan en la tierra
y se premian en el cielo.»

15 de Julio de 1874.




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Desde un hospital

Carta IV


Señores redactores de La Voz de la Caridad.

Mis buenos y queridos amigos: En vista de que mi tercera carta pareció comprendida en la prohibición de publicar nada que tenga relación con la guerra, porque me extendía en algunas consideraciones sobre sus víctimas, abogando por los pobres heridos y más aún por los enfermos, que por regla general inspiran menos interés y simpatía, suspendí mi correspondencia con ustedes; pero por severas que sean las órdenes que sobre imprenta rigen, y por inflexibles que se muestren las autoridades al ponerlas en ejecución, me parece imposible que no me sea permitido hacer algunas observaciones sobre lo que se ha llamado por algunos el abandono de la ambulancia de las señoras de la Cruz Roja de Madrid, y decir cómo en su nombre he distribuido los efectos sanitarios que no se necesitaban en el hospital de Miranda de Ebro. No se ha de negar el derecho de defensa en materia que nada tiene que ver con la política o las operaciones militares; ni puede parecer mal que las personas caritativas sepan que no se perdona medio de que sus dones tengan la más oportuna y útil aplicación.

Veo por algunas cartas que, de resultas de haber cesado la ambulancia de las señoras de la Cruz Roja de Madrid, varias personas retiran sus donativos, algunas les niegan sus simpatías, y no falta quien les dirija algún cargo. Como la limosna es voluntaria y la simpatía espontánea, nada diré; pero de los cargos sí, porque la justicia es obligatoria y todos tienen derecho a reclamarla.

Los frutos de la calumnia tienen que ser venenosos; las que se han dirigido a la Cruz Roja han dado los suyos. Conocidos son del público que se ocupa algo de estas cosas los atentados de Galdames y Orduña; cómo los servidores de nuestra ambulancia estuvieron para ser asesinados por la plebe carlista de aquella ciudad, y cómo el Marqués de Valdespina no permitió que salieran los dos coches que pasaban por el territorio que ocupa. Inútiles han sido cuantas gestiones se han hecho para que los devuelva. Al remitir a su campo, y bajo la salvaguardia de la Cruz Roja, un donativo de efectos sanitarios, nuestro encargado en Bilbao creyó que era buena ocasión para rescatar los carruajes, y envió dos mulas, que también se han quedado por allá; parece que se les permitía salir creyéndolas de alquiler, pero al saber que eran de las señoras de la Central fueron detenidas, sin que hayan vuelto a poder de su dueño.

La comisión de la Cruz Roja de Navarra, que tanto y tan bien ha trabajado, compuesta de personas de diferentes opiniones políticas, y cuya neutralidad era reconocida y respetada por todos, pudiendo sus individuos recorrer entrambos campos sin más salvoconducto que su bandera, ha tenido hace meses que limitar su acción a las poblaciones, creyendo peligroso salir al campo a recoger heridos: ni el que haya dado más pruebas de confundirlos a todos en su corazón, puede apresurarse ya a prestarlos auxilio fuera de las murallas o lejos de la protección de la fuerza armada.

Dorregaray pasa una comunicación diciendo que puede ir la Cruz Roja a Irache a recoger los heridos prisioneros; y no obstante esta orden, los que han ido a buscarlos han sido insultados, amenazados y maltratados, siendo preciso pedir una escolta para que el populacho y la soldadesca carlista no atropellase la bandera de la Cruz Roja y a los que con tanta caridad y tanto valor la han arbolado en Estella.

¿Qué significan estos hechos? Que es absolutamente imposible, de imposibilidad material, que nuestra ambulancia funcione, porque la bandera de la Cruz Roja, lejos de ser una garantía, es un peligro; que, siendo tratada como enemiga, no puede cumplir su misión de neutralidad y atender igualmente a los heridos de entrambos campos; y, finalmente, que caso, muy dudoso, de que encontráramos personas que fueran en los dos coches que nos han quedado, era exponerlas a un riesgo seguro y probablemente sacrificarlas, cosa que en conciencia ni en razón podemos hacer.

Si los carlistas utilizan para sus heridos los carruajes de que por fuerza se han apoderado, dejándoles la fealdad del medio, se cumplirá nuestro fin; los dos coches prestados a la Sanidad militar del ejército de la República han hecho y pueden hacer un gran servicio; y si pudieran hablar y repetir lo que han oído en Orduña y Estella, harían callar a los que nos acusan de haber metido la ambulancia. Compréndase bien; nuestra ambulancia no se ha retirado: de la mitad, que responda el Marqués de Valdespina; la otra mitad funciona como puede: lo imposible no obliga a nadie; hemos dejado los carruajes para que se utilicen; hemos retirado la gente porque nunca tendremos como racional y justo por curar heridos provocar asesinatos.

Así, pues, al que nos niegue su simpatía no hemos de exigírsela; el que nos retire su socorro está en su derecho; pero no le tiene el que nos acusa por no hacer lo que es imposible que hagamos. Aunque la esperanza de una reparación y el deseo de no agriar más los ánimos hayan sido causa de que nos limitemos a dejar que el público conozca los hechos, creo que no está de más hoy que saquemos de ellos las consecuencias naturales.

Si algún pobre herido va torturado en una carreta, en vez de ir con la posible comodidad en uno de nuestros coches; si otro se desangra en el campo de batalla por no recibir el pronto socorro que pudiéramos darle, ni somos responsables de las torturas del uno, ni la sangre del otro caerá sobre nuestras cabezas. Dios sabe si hemos trabajado con fe perseverante para la creación de una ambulancia; Dios sabe si quisimos que auxiliara a todos los heridos igualmente, sin distinción del campo de que procedían; Dios sabe si este nuestro deseo se realizó fielmente en el poco tiempo que hemos podido enviar socorros al campo de batalla. Del bien que nos han impedido hacer, que respondan los calumniadores de la Cruz Roja; sobre su conciencia van los dolores que no nos han dejado mitigar; la nuestra está tranquila, aunque afligido nuestro corazón, no por la injusticia con que se nos trata, sino por los resultados que para los pobres heridos tiene.

Aunque con dos meses de retraso en la noticia, no quiero dejar de decir a las personas de España y del Extranjero que nos favorecen con sus donativos, que después de la batalla de Monte-Muro llevó oportunamente a los hospitales de Navarra 300 sábanas, 120 camisas, vino generoso, sustancias alimenticias, y trapos, hilas y vendajes, de que estaban muy necesitados.20 Suprimo todas las impresiones que allí recibí y había comunicado a ustedes, todas las observaciones que me habían parecido oportunas; pero séame permitido decir a las caritativas personas que confían sus limosnas a las señoras de la Cruz Roja de Madrid, que no se perdona medio, ni gasto, ni molestia para que lleguen cuando y adonde son más necesarias; séame permitido asegurarles que todo lo que no es indispensable en el hospital de Miranda de Ebro se distribuye equitativamente; séame permitido, en fin, implorar la pública caridad en favor de los hospitales de Navarra, necesitados de ropas y efectos sanitarios, y que por el mal estado de las comunicaciones se hallan en un aislamiento que dificulta mucho los socorros. He dejado organizado el modo de remitirlos con prontitud y seguridad; pero, aunque sea triste, es preciso decirlo, hoy nos faltan; y sabiendo que en Olite y Tafalla se necesitan hilas, trapos y vendajes, no podemos remitirlos por hallarse vacío nuestro almacén. ¡Que la activa compasión de nuestros lectores pruebe una vez más que la caridad verdadera no se cansa, y acuda como solía con sus piadosas ofrendas para aliviar la suerte de los pobres heridos!




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Una gran idea

Las crueldades de toda lucha a mano armada, crecen con el tiempo como las garras de una fiera. Cada día que pasa obscurece la luz de alguna verdad, enciende las iras de algún impulso iracundo, trastorna alguna noción equitativa, despierta algún perverso instinto, arroja en la balanza de la justicia alguna pasión feroz, y cuando han pasado días y meses y años, se van viendo transformaciones repugnantes y horribles, vicios que se propagan y virtudes que se extinguen, y la guerra hacer al mismo tiempo víctimas, mártires y monstruos.

En la prolongación de la impía lucha que nos devora pueden verse los progresos de la injusticia, y entre otras mil desdichadas pruebas, la falta de respeto a la bandera de la Cruz Roja, no hace muchos meses égida segura, hoy enseña inútil o peligrosa para el que la lleva; aquel hermoso lema: Los enemigos heridos son hermanos, no parece ya, como en otros días, cosa natural y sencilla; la caridad halla mayores dificultades cada vez, y se llama generosidad magnánima al simple cumplimiento del deber: síntoma fatal, porque quien encomia las acciones vulgares, muy cerca está de disculpar las perversas.

Pero la caridad en la guerra no es uno de esos pensamientos que nacen para morir; no es antorcha que se apaga como luz en pozo inmundo, ni ángel que se vuelve al cielo por no hallar en este valle de lágrimas corazones donde pueda morar la inspiración divina; no: pasarán la calumnia y la pasión, y la caridad en la guerra no pasará: aunque no lo fuera permitida ninguna manifestación material, viviría en algunas nobles almas como fuerza sagrada que se conserva religiosamente para ser transmitida a otra generación menos culpable y desdichada. No lo es tanto la nuestra que la caridad en los campos de batalla sea solamente una aspiración: aun en medio de los horrores de la guerra civil, sus apóstoles tienen fe y perseverancia; ningún obstáculo les detiene; ningún desengaño los descorazona. ¿Qué importa que su bandera no sea respetada? Mientras su corazón ame, la idea triunfa.

Nuestro amigo el Dr. Landa escribía no hace muchos días: «Si no podemos llevar una ambulancia, hemos abierto un hospital; si un camino se nos cierra, encontraremos ciento; si una buena obra se nos prohíbe, haremos otras mil. Ya que tiene usted la bondad de desear todavía mis consejos, proponga a ese comité (el de las señoras de la Cruz Roja de Madrid) un medio de influir, no ya después de la batalla, sino en el furor de ella, introduciendo, allí donde sólo reina el odio y la ira, un interés favorable a la humanidad. Tal objeto me propongo con el proyecto que por medio de D.ª Concepción Arenal he remitido a usted, para la institución de premios a los que protejan la vida de los heridos y a los camilleros que más trabajen.»

El proyecto del infatigable amigo de los heridos es dar en cada batalla cuatro premios de a mil reales, dos en cada campo, uno a los portadores de la camilla que más trabaje, otro al que proteja la vida de un enemigo herido.

Por demás está el decir que la idea es hermosa, santa, que será fecunda en beneficios, y que todas las dificultades que puedan oponerse a su realización serán fácilmente superadas si se adquiere el convencimiento de su importancia. La Cruz Roja no puede emplear sus fondos de un modo que responda mejor a la elevada idea en que tiene su origen. Si nuestra ambulancia no puede llegar a los campos de batalla, aún le es dado a nuestra compasión penetrar en ellos, y estimular la del soldado camillero y la del valiente que protege la vida de un enemigo por tierra. Al ofrecerlos un premio, no sólo pueden salvarse algunas vidas, sino que se proclama la excelencia de la caridad, se enaltecen los sentimientos generosos, se consolida en las conciencias que lo necesitan el vago sentimiento de respeto al herido y la santa idea de no ver en él más que un hermano.

Esperamos que el pensamiento, depositado por nuestro excelente amigo en manos de las señoras de la Cruz Roja, caerá como buena semilla en tierra fértil; esperamos, no sólo que será por ellas convertido en un hecho, sino que servirá de ejemplo, que será imitado por asociaciones o individuos que tienen medios para realizarle. Dichosos los poseedores de bienes de fortuna que les permiten llevar su compasión al campo de batalla, y recordar a los hombres que son hermanos, en el momento en que más lo olvidan culpables y crueles

15 de Septiembre de 1874.




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A...

Aunque una sola vez lo hemos dicho, nos ocurre, casi siempre que para el público escribimos, compararnos al náufrago que mete en una botella un papel, con la remota esperanza de que llegue a alguna lejana playa, y allí sea visto y leído por quien piadosamente cumpla una última voluntad, o sea el eco de alguna idea útil en el concepto del que la consignó.

Al empezar este artículo hacemos una vez más la triste comparación: ponemos por epígrafe una letra y unos puntos, que significan nuestra imposibilidad de dirigirnos a nadie, no teniendo esperanza de que nos atienda ninguno. Hemos pensado sucesivamente en el señor Ministro de la Guerra, en el de Fomento, en el señor Gobernador de la provincia y en la Compañía del ferrocarril de Tudela a Bilbao, en una o varias asociaciones caritativas, en una o varias personas ricas y de cuya caridad pudiera esperarse algo, y tristemente hemos ido desechando el pensamiento de recurrir a personas, funcionarios o colectividades determinadas, por parecernos que recurriríamos en vano. Arrojamos, pues, al borrascoso mar de la sociedad otra botella con otro papel, que tal vez no lea nadie, nadie al menos de los que puedan hacer lo que le decir vamos.

Hay entre Miranda de Ebro y Haro un sitio llamado Las Conchas, donde los carlistas hacen fuego a los trenes. El valle se estrecha allí, en términos de formar una garganta que atraviesa el río, a cuya margen izquierda hay parapetos naturales formados por las rocas, y además, según dicen, trincheras abiertas por los que desde ellas hacen fuego a los indefensos viajeros; al maquinista se le ha blindado la máquina, los que van en primera blindan los coches poniendo los almohadones del lado del proyectil, y los pobres de tercera se agachan para guarecerse con las tablas del carruaje, débil barrera contra la fuerza del proyectil.

No sabemos los heridos que habrán ido a Haro; a Miranda en pocos días llegaron tres; una mujer, un paisano y un sargento de carabineros: este último ha muerto después de veintidós días de acerbísimos dolores, porque la bala, deformada al pasar la tabla del coche, lo destrozó horriblemente el hueso de la cadera. En medio de intolerables dolores murió el pobre Segundo Elizondo, joven gallardo, simpático, lleno de vida, amante y amado de una esposa y dos tiernos hijos, de quienes era el único sostén. En el hospital de la Cruz Roja causó impresión profunda su muerte; Dios le haya llevado a mejor vida y dé amparo en ésta a sus pobres huérfanos y a su desolada viuda ¡Pobre mujer! ¡Qué habrá pasado por ti cuando, en lugar de tu bueno y querido compañero, has visto al jefe, que te llevaba la noticia de su muerte, y el reloj que midió su última hora! ¡Y pensar que esta horrible desgracia podía haberse evitado con un poco de lana, de cerda, de pelote, de cualquier cosa que embotase la bala!

Las cosas continúan así, y según todas las apariencias continuarán por largo tiempo. De nada sirve clamar contra el hecho de hacer fuego sobre gente indefensa, ancianos, mujeres, niños, heridos, enfermos, etc.: no entendemos de estrategia y planes militares para saber si puede evitarse o no el peligro de ese obligado paso; lo único que nos ocurre es hacer en todos los coches lo que se hace en los de primera. ¿Pero dónde están los almohadones? Precisamente para esto quisiéramos hallar autoridad, persona o asociación que mandara hacer unos colchoncillos de cerda, de pelote, de la materia más barata y del grueso que se creyera necesario para embotar las balas a la distancia conocida de donde parten y después de atravesar las tablas de los carruajes. Estos colchoncillos se entregarían al jefe de estación de Miranda de Ebro, que los haría colocar en los coches a medida que fuesen necesarios, y que pasaría nota al de Haro para que los recogiera allí y volviese a colocarlos en los trenes ascendentes, a no ser que fuera necesario conservar el blindaje hasta Logroño, porque en Fuenmayor parece que también llegan las balas a los coches.

El remedio es bien fácil, bien sencillo; un poco de dinero y de buena voluntad bastaría para evitar desgracias como la de Segundo Erzondo, y el grandísimo sobresalto en que van los viajeros que no pueden parapetarse y las personas a quienes inspiran interés y los ven partir o esperan con ansia su llegada. Cuando en Miranda o en Haro se ve a los viajeros de primera formar sus parapetos, y a los de tercera marchar sin otro que la delgada tabla, hay que repetir una vez más aquella exclamación tan repetida: ¡Pobres pobres! Si algún amigo de ellos lee estas líneas; si tiene medio de hacer por sí, o de influir en quien se halle en situación y quiera hacer una limosna que puede ser de la vida, será bien bendita y bien bendecida. Si nuestra voz suena como tantas otras veces en el desierto, que al menos sirva, elevándose a Dios, para eximirnos de la culpa de ver consumarse los males sin hacer cuanto nos es dado para ponerles remedio.

Para la ejecución de nuestro pensamiento se facilitarían noticias, detalles, y se prestaría eficaz cooperación en Miranda de Ebro, sin más que dirigirse al Director del Hospital de la Cruz Roja.

¡Qué fortuna poder hacer esta buena obra! ¡Qué desgracia no hacerla pudiendo!

1.º de Octubre de 1874.




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Desde un hospital

Carta V


Mis buenos y queridos amigos: Con más voluntad que disposición de ánimo para escribir, tomo la pluma como deudor a quien su corazón recuerda el pago; y digo el corazón y no la conciencia, porque ésta no me acusa de un silencio efecto en parte de falta de libertad y en parte de falta de ánimo. Contristado el mío viendo de cerca los horrores de la guerra, que traen más lágrimas a los ojos que ideas al pensamiento, hallo además la dificultad de no poder hacer aquellas reflexiones, ni señalar aquellas reformas que pudieran redundar en beneficio de los enfermos y heridos.

No pueden ustedes figurarse la tristísima impresión que producen estos campos ya sin frutos ni verdura, considerando que el invierno que se aproxima es tan buen aliado de la guerra para hacer víctimas. El frío intenso, el agua que seca con el calor de su cuerpo el pobre soldado, las largas noches respirando el aire viciado de un cuchitril, donde podrían estar dos hombres y hay veinte, y los días lluviosos, en que no es posible salir del reducido albergue a mejorar de atmósfera, y otras mil circunstancias propias del invierno, y que poblarán los hospitales, ¡ay! y los cementerios.

Después de tanto tiempo sin comunicar con ustedes, tengo que hacerlo hoy en la disposición de ánimo más triste. Ayer salía la división de vanguardia. Hay una cosa más triste que ver ir a los hombres a la guerra, y es verlos partir para el combate. Iban a La Guardia los que veíamos pasar llenos de vida; iban a recibir y dar la muerte. ¿Quién caerá? Como podía ser cualquiera de ellos, nos parecía verlos heridos a todos, y pasaban, pasaban, como otras tantas víctimas de la impía lucha. Además del interés que nos inspiran todos, como la división Blanco ha estado aquí mucho tiempo, tenemos en ella muchos amigos, es decir, muchos enfermos asistidos en este hospital y que conservan de él un recuerdo agradecido. Si ustedes hubieran visto cómo los que podían disponer de un momento venían a despedirse, y las manifestaciones cariñosas que hacían al pasar, habrían dicho como nosotros: ¿Qué importan las calumnias que a la Cruz Roja se dirigen? Bien hicieron ayer los honores a su bandera tantas manos como le enviaban cordial saludo, tantos ojos como la miraban amorosamente. Ella, agitada por el fuerte viento, parecía devolverles el saludo, desearles buena suerte, y decirles: que por la alta idea que representa cubra desde aquí a los que caigan en el campo de batalla; amparadlos como os he amparado; LOS ENEMIGOS HERIDOS SON HERMANOS.

Este desfile se hacía al compás de los quejidos que en su prolongadísima agonía daba un infeliz soldado, terrible momento que, aunque hubiera sido oído, lo habría sido en vano. ¿Quién se ocupa ni qué importa un soldado que se muere?

Cuando se impriman estas líneas, ya se sabrá las víctimas que ha costado el recuperar La Guardia. Hay aquí variedad de pareceres: unos dicen que habrá mucha resistencia, otros que poca; yo no entiendo de guerra, pero si se ofreciera tomar el pueblo teniendo solas dos bajas, el General se apresuraría a aceptar la proposición, y él y todos tendrían la pérdida por insignificante. ¡Insignificante! Escuchen ustedes lo que son dos bajas.

Hace más de dos meses, en un tiroteo de avanzada muy cerca de aquí, hubo dos heridos de la reserva de Córdoba; dos hombres fuera de combate: bien poca cosa. El uno daba horror; tenía deshecha la cara, no veía ni podía hablar; desgraciadamente para él, conserva todo su conocimiento, y probablemente toda su sensibilidad, y las treinta y nueve horas que vivió debieron ser de espantosa tortura. Era el que nos inspiraba más compasión, y no obstante, su suerte, con ser tan triste, ha debido de parecer envidiable a su infeliz compañero. Traía éste un balazo en la rodilla, no tenía dolores, ni para los que no lo entendíamos parecía tener gravedad. Estaba alegre y con buen apetito: poco le duró. Sobrevinieron complicaciones y síntomas gravísimos: la pierna es un foco purulento y fétido; los dolores intolerables, los quejidos desgarradores, y el pobre herido, clavado en la cama como en un potro, extenuado en grado sumo, tiene el aspecto de un cadáver que sufre. En vano se le mudan ropas y vendajes; la fetidez que de sí arroja aquella pierna podrida es intolerable; en vano se procura variar su alimentación, dándole cuanto apetece; todos los manjares le cansan y se extenúa; no descansa ni día de noche, ni puede moverse ni estar en aquella postura, y da ayes lastimeros que parten el corazón. Este joven, alegre, de apacible condición, que ni aborrecía ni quería hacer daño a nadie, tiene padres, que ya no tendrán hijo cuando ustedes reciban esta carta. Tantas y tan terribles horas de tan horribles sufrimientos; esta vida que desaparece con tan dolorosa lentitud; estos padres ancianos llorando al hijo imberbe; estos ayes que desgarran el alma; esta horrible muerte de una pobre inocente víctima, que al que no tiene la fe muy arraigada le pone en peligro de cometer una grave culpa dudando de la providencia de Dios, todo esto no es más que una baja. Cuando por la noche oímos los quejidos del pobre Tomás, decimos siempre: ¿Cómo pueden dormir los que contribuyen, de cualquier modo que sea, a que haya tantos centenares, tantos miles de víctimas como las que estamos viendo expirar? No se comprende; en algunos será perversidad, en los más debe ser falta de reflexión y del conocimiento del mal que hacen. A todo el que de cualquier modo contribuya a que los hombres lleven sus cuestiones al terreno de la fuerza, los traería yo a la cabecera de la cama de un pobre herido, que lentamente se extingue entre crueles dolores, para que vea cómo un hombre, sin aspiraciones ni rencores, perece víctima del odio y de la ambición ajena; y si conservaban un resto de corazón y de conciencia, se arrepentirían de su gran pecado. Estamos preparados a recibir los heridos de La Guardia, si llegasen aquí, que no es probable, teniendo más cerca Logroño y Haro; hemos ofrecido a la Sanidad. Militar efectos sanitarios y algunas sustancias alimenticias, extracto de Liebig, leche condensada, etc.

La Sección central de señoras cumple bien; poco debe importarle que la juzguen mal.

Estamos llenos de angustiosa inquietud. ¿Cuántas víctimas habrá en La Guardia? Además de las lágrimas que toda mujer compasiva derrama al ver partir a los hombres al combate, corren en este hospital lágrimas de madre que ve a su hijo entre los combatientes, y si cayera él solo no habría más que una baja, pérdida que no era nada para el mundo, que lo era todo para la pobre mujer que le vio trasponer con tanta angustia, que mira al cielo encapotado pensando que se mojará, que mira a la tierra del otro lado del Ebro pensando si se empapará en su sangre...21

Amigos míos, adiós. Él haga que no sean muchas las madres que después del ataque de La Guardia digan: Ya no tengo hijo.

15 de Octubre de 1874.




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Desde un hospital

Carta VI


Mis buenos y queridos amigos: Aquella pintura que el general Córdoba hizo del soldado español es un trozo de elocuencia que tendrá pocos que le aventajen en la lengua castellana, y además creo que es una verdad. Pero como era natural en un hombre de guerra, miraba al soldado como combatiente, como elemento de lucha, como instrumento de victoria, fijándose principalmente en su lealtad instintiva para la causa que defendía, en su paciencia para el sufrimiento, en su valor para la pelea, y en aquella jovialidad inagotable con que hace frente a las situaciones más terribles.

Cuando el soldado deja de ser militante, cuando, enfermo o herido, sufre, pero pasivamente, sin peligro de que el enemigo le acometa y sin posibilidad de acometerle, entra en otra fase, que no puede estudiar el General, que probablemente no le interesa, pero que es muy interesante y podría ser fecunda en provechosas lecciones. Para dirigir al hombre es necesario conocerle, y un filósofo que estudiase a los soldados enfermos o heridos podría decirle al General muchas cosas que le conviene saber, y al legislador otras que no debería ignorar.

Sin falsa modestia puedo asegurar a ustedes que no soy yo ese filósofo que observa al hombre en el enfermo y el herido. Profundos y largos estudios me faltan, y también aquella serenidad de ánimo que no se turba por el espectáculo del dolor y anota con mano firme el dato científico. Para reflejar la verdad, como para reproducir con exactitud los objetos, se necesitan superficies tersas, aguas tranquilas; no pidáis al torrente o al mar tempestuoso que os represente la imagen del árbol de la orilla que arranca, y de la nave que sepulta en los abismos, ni a una alma agitada por el espectáculo de acerbos dolores, que ordene con método las ideas y os dé plácidamente una lección de psicología.

Voy a comunicar a ustedes algunas observaciones aisladas que, con otras más extensas y numerosas, puedan tal vez servir algún día de dato para cimentar una verdad o sacar una conclusión.

La primera idea que me ocurre, es que los estudios morales hechos en este hospital no serían del ejército ni del soldado solamente, sino del pueblo español, porque la mayor parte de los que por aquí pasan son quintos, o militares que llevan poco tiempo de servicio, es decir, jóvenes que no han tenido tiempo de adquirir las ideas y los hábitos, las virtudes, ni los vicios de la milicia, y cuyo modo de ser es el del pueblo de los campos y de las ciudades.

En el hospital, como en todas partes, la primera cuestión es la religiosa: sin otra vida más allá de la muerte, ésta es bien miserable, bien desdichada y bien incomprensible. Aquí he visto sufrir a gran número de soldados, y morir a algunos; las horas del sufrimiento y de la invierte son solemnes, reveladoras del interior al exterior y de afuera para dentro; es decir, que el hombre suele tener mayor aptitud para recibir altas inspiraciones de arriba, y más espontaneidad para manifestar lo que en lo íntimo de su alma piensa y siente. Pues bien, si me preguntan ustedes si los hombres que aquí han sufrido o han muerto son religiosos o impíos, les responderá que a mi parecer no son, ni lo uno, ni lo otro; nada de lo que veo en ellos me revela ni religión, ni impiedad: la explicación no es fácil; el hecho para mí, evidente. ¿Mas cómo ver un hecho de tal trascendencia y no intentar alguna explicación? Y me doy la siguiente, no como buena, sino como la mejor que he hallado. La impiedad es una cosa excepcional y artificial, es decir, que se necesita que el individuo tenga una predisposición particular y se encuentre en circunstancias desdichadas, con dolores que aguijoneen su espíritu e ideas erróneas que le extravíen. Nada tiene de extraño que entre los centenares de hombres que aquí he visto no haya ninguno que se encuentre en este caso: no deben equivocarse con la impiedad las blasfemias que yo llamaría mecánicas, y que, mezcladas con obscenidades, son un hábito repugnante contraído por imitación, más bien que ofensa consciente a los altos objetos que escarnecen.

La religión de la gente ignorante no es más que fe; la fe sencilla está conmovida por donde quiera; la de los soldados es tibia; y como su razón poco cultivada no la fortifica, como su espíritu no se eleva, como no penetra en las profundidades de la eternidad, ni en los misterios de la Justicia divina, no tienen convicciones religiosas íntimas, firmes, y llevan el escapulario que les dio su madre, y reciben el Viático casi mecánicamente, como maldicen. Se ocupan mucho de los dolores físicos; algo, a veces bastante, de los padres que dejan desconsolados en la tierra; muy poco o nada del Padre celestial que en breve los recibirá en su seno. Espíritus poco elevados, embotados toda la vida en la materia, ¿cómo se sobrepondrán a ella en la hora suprema, cuando el cuerpo, sufriendo cruelmente, paraliza las altas aspiraciones del alma? Estos hombres mueren, por regla general, muy materialmente, como han vivido, sin la plegaria última y sublime del hombre religioso, ni la blasfemia del impío. Las creencias instintivas desaparecen; las razonadas no existen todavía; y en esta transición terrible, que no procuramos abreviar con el calor que debíamos, las llagas sociales se hacen gangrenosas, y así se ve por donde quiera echar mano del cauterio.

Una cosa que me asombra es ver cómo sufren los soldados en silencio, y cuando, por excepción rara, se quejan, es el ¡ay! material del dolor físico, y de ningún modo el lamento de un alma que pide cuenta de su desdicha a la causa de ella. Un joven vivo alegre y robusto en el seno de su familia; la ley le llama al servicio militar; hay guerra, entra en campaña, sufre grandes penalidades, come mal, se sofoca, se moja, se hiela, duerme sobre el lodo, enferma, es herido, muere. ¿Por qué? No lo sabe; él no entiende de política ni de formas de gobierno; lo mismo le da una que otra. Y este hombre que padece y sucumbe no se queja ni del Gobierno, ni de la República, que le arrancó a su tranquilo hogar, ni de Carlos VII que armó el brazo que le ha herido, ni de nadie: a ninguno hace responsable de sus males; los recibe como la lluvia o el granizo, cual si fueran consecuencia de leyes fatales. ¿Es resignación cristiana? ¿Es estoicismo pagano? ¿Es fatalismo musulmán? ¿Es una mezcla de las tres cosas? No lo sé.

A primera vista consuela ver este modo de sufrir; pero analizándolo aflige. Estos hombres que sufren tanto, que sucumben o quedan inutilizados, que van contentos cuando los declaran tales con una cruz pensionada con diez reales al mes, o sin pensión alguna, no son excepciones; son un pueblo que tiene esta manera de ser, y donde es posible la indefinida prolongación de grandes infortunios, porque está dotado de una inagotable paciencia. Yo amo la resignación, aquella santa conformidad con la voluntad de Dios, enfrente de los males que no tienen remedio; pero esta conformidad con los infortunios que son obra de los hombres; este salvoconducto que se da a las iniquidades, tolerando pacientes sus consecuencias; esta tácita declaración que se hace de irremediables a todos los males, es camino de no poner remedio a ninguno, y me aflige profundamente ver tantas ofensas sin queja alguna. ¿Es raza? ¿Hemos heredado de los árabes la ciega sumisión a la fatalidad? Tal vez, aunque yo más creo que es ignorancia, falta de elevación de espíritu y de conocimiento del derecho y de los principios de justicia Somos un pueblo enfermo; yo no quiero que se desespere y que chille, ni aun se queje, pero sí que sepa dónde le duele, que lo diga, y que no respire el dolor, hijo de la iniquidad, como el aire, sin apercibirse de ello.

Hace algunos días he sabido positivamente un hecho que prueba la increíble jovialidad de nuestros soldados: yo no he podido estudiar los de otros países; pero dudo que en ninguno se pueda citar un ejemplo como el siguiente:

Era la noche del infausto día 25 de Marzo, y en un pajar de Somorrostro estaban 80 heridos, todos de consideración, muchos graves, algunos moribundos y que murieron allí. No habían comido, ni tenían más abrigo que la manta, el que no la perdió, como suele acontecer al que cae. Se oían ayes y quejidos lastimeros; una luz incierta hacía perceptible entre sombras aquel lúgubre cuadro.

De repente se oye una voz animada y jovial; es la de un herido que dice: «¡Señores! Si no nos esforzamos, nos moriremos aquí todos esta noche; es necesario animarse, tener buen humor; a mal tiempo buena cara; vamos a contar cuentos.» Y aquel hombre lo hizo como lo dijo, empezó a contar cuentos, otros le imitaron, y, en cuanto era posible, pasaron la noche alegremente.

Otra cosa muy de notar es la influencia de los sentimientos benévolos, aun en medio de la guerra, que es toda odio y rencores. En cuanto hay un general que manifiesta algún afecto a los soldados, ellos le aman, y no hay trabajos y penalidades que no sufran por él, sin murmurar y aun con gusto. Este prestigio del amor está a prueba de todo, hasta de derrotas; cuando un general querido es derrotado, lejos de acusarle los soldados, le tienen lástima, y la inspira hasta a los heridos en el combate. He podido cerciorarme de esto oyendo muchos relatos contestes, hechos sin más objeto que pasar el tiempo y que todos eran una prueba de lo que digo. Otra no menos evidente es el comportamiento de los que se cuidan en este hospital. Aquí no hay reglamento, ni disciplina severa, ni médico con estrellas y galones, ni temor de ningún género, y es notable el buen comportamiento de los soldados: más que hospital, parece un convento por el silencio: ni una camorra, ni una disputa, ni una falta de respeto a las señoras, ni al facultativo, ni al padre capellán, ni una apropiación de lo ajeno. En cambio, ¡cuántas pruebas de gratitud y de consideración, y hasta de caballerosidad y de ternura, en hombres rudos, de los que algunos al irse dan las gracias con los ojos húmedos! En medio de la guerra, que cuando se prolonga engendra en los ejércitos tantas cosas malas, ¿cómo los soldados en este hospital son tan buenos? Porque se los trata bien. ¡Cosa tristísima que al regir a la humanidad se haga tan poco uso del grande y noble resorte a que rara vez deja de obedecer, el amor!

Hoy ha salido la división de vanguardia por el camino de Vitoria. En esa dirección parece que no hay peligro de combates. Otros dicen que si tomarán tal pueblo; si conseguirán tal ventaja. Aquí decimos: ¡Si habrá heridos! Es tan horrible, tan absurda la guerra vista desde un hospital donde se recogen sus víctimas! ¡Ya murió el pobre Tomás! ¡Desdichado! Y más desdichados todavía los que tienen que dar cuenta de su martirio y de su muerte. ¡Bien la saboreó el infeliz! Cuando llegó el último momento, y él solo supo cuándo llegaba, fue apretando, con el resto de fuerza que tenía, todas las manos que le habían favorecido: bendición muda de un moribundo, que atraerá la de Dios sobre los incansables amigos que en su prolongado tormento halló este obscuro mártir.




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El otro

Para la gente friolera, única que puede ser dichosa en medio de la común desgracia, el otoño es un tiempo en que hace menos calor que en el verano y menos frío que en el invierno; en que se acaban unas frutas, empiezan otras, se cierran las plazas de toros, se abren los teatros, menguan los días y crecen las noches: para esas existencias, cuyos problemas en su mayor parte son de física y de mecánica, las estaciones son épocas del año en que hay tal temperatura, se necesita tal abrigo, se comen tales manjares y se disfrutan tales diversiones.

Mas quien por disposición del ánimo reflexiona, por hábito medita, por desgracia o por fortuna siente, va en cada estación un inmenso poema con variedad infinita de cantos, cuyas notas hacen vibrar todas las fibras del corazón. La flor que brota, la hoja que cae, la golondrina que emigra, la codorniz que vuelve, la pradera esmaltada de flores, el campo cubierto de nieve, la simiente que se arroja, el fruto que se recoge, el seco lecho de los torrentes, los ríos que se salen de madre, el aura suave que perfuman las primeras flores, el huracán que arranca las últimas hojas, cada fenómeno, cada fase de la Naturaleza tiene su voz y su lenguaje, que hace pensar y sentir de una manera distinta, inspira una idea, despierta un recuerdo, arranca una sonrisa o una lágrima, según llega a un corazón dichoso o a un alma dolorida.

Tal vez de todas las estaciones es el otoño la que más impresiona el ánimo dispuesto a la reflexión y al sentimiento. ¡Qué de cantos en ese poema melancólico de la Naturaleza, que se va despojando de sus galas como un dichoso de su felicidad! ¡Qué de dramas sin poeta, qué de cuadros sin pintor! Mirad uno, como otros cien, como otros mil que se desvanecen sin ser vistos. El viento sopla recio y frío; el agua, menuda en el valle, es nieve en la cima de las altas montañas; la hoja encarnada y amarilla de la vid es triste como la sonrisa de un moribundo. En una casa que tiene vistas al campo hay una ventana abierta; huyendo del frío prematuro entran dos golondrinas a la caída de la tarde, y se posan sobre una percha. Se enciende luz y se hace algún ruido, pero las avecillas permanecen tranquilas en el albergue que han elegido para pasar la noche; bien pueden: la pobre mujer que tiene su dormitorio en aquella habitación: no las inquietará. Mas ¿por qué las mira con ternura y las vuelve a mirar y llora? Es que piensa que cruzarán en breve los mares. ¡Qué no daría por poder seguir su rápido vuelo, y llegar con ellas a las playas americanas! Allí tiene un hijo la triste, un hijo soldado, expuesto a todos los peligros de una guerra a muerte, y de un clima que la esconde traidoramente bajo la pompa de una Naturaleza encantadora. Las golondrinas irán donde él está; ella al menos lo imagina; y después que apaga la luz, y llega la hora de dormir y no duerme, agitado el corazón y enardecida la cabeza, habla mentalmente con los pajarillos, y ¡qué de cosas les dice para el hijo de sus entrañas! Quiero que le repitan sus santos consejos, las reglas del austero deber, las precauciones para no arriesgar locamente la vida y las expresiones de su inagotable eterno amor de madre. Las ve posadas sobre el árbol en que cuelga su hamaca, cerca de la fuente donde llega a beber, abrasado por el sol de los trópicos; luego se estremece y da un gemido; es que ha imaginado que tal vez pasen volando por el campo en que esté muerto el que ama más que a su vida... Empieza a amanecer, y las huéspedas a revolotear; la pobre mujer les abre la ventana; las sigue con la vista, y cuando ya no las ve, enjuga el llanto y se prepara a desempeñar su ruda tarea del día.

¡Qué de escenas análogas o ignoradas no habrá en la estación siempre melancólica, tristísima y lúgubre, cuando las hojas caen sobre los campos desolados por la guerra! Los árboles volverán a reverdecer, pero no a la vida esa juventud inmolada en los combates o diezmada por las enfermedades, consecuencia de una larga campaña.

Las vendimias no son alegres; muertos o ausentes están los mozos que cantaban; en silencio se cortan los racimos, o se oye el ¡ay! de la viuda, del huérfano o de la madre que llora a su hijo.

Los últimos frutos se recogen como diciendo ¿Quién los comerá?

Abren los surcos débiles brazos; los fuertes empuñan las armas; los ancianos, las mujeres y los niños labran la tierra para sustentar a los combatientes: la fuerza parece que no es ya más que un medio de destrucción y de muerte.

¿Servirán de sepulcros esos surcos abiertos con tanto trabajo?

Los granos que se arrojan a la tierra, ¿se machacarán con el galope de los caballos y el rodar de la artillería, o serán mies que se ensangriente o arda incendiada por el furor ciego?

¿Dónde habrá techo para guarecer de la intemperie, ni ropa para vestir, ni lumbre para calentar a tanto pobre aterido como amenaza la proximidad del invierno?

La guerra entrega cada día miles de víctimas a la miseria, más cruel que la muerte, porque mata con lentitud a medida que crece el número de los que necesitan auxilio, disminuye el de los que pueden prestarlo. ¡Cuántos que estaban en la abundancia sufren escasez! Se agotan los últimos recursos, y hasta la compasión parece agotarse, como fatigada al ver tantos dolores, y desesperada de poder darles consuelo. Como en todas las grandes calamidades, el egoísmo se llama prudencia, y se encastilla en el reducido círculo del yo. Se mide la extensión de los males ajenos para declarar su remedio imposible; se saborean los bienes y trabajos con ahínco para no perderlos o aumentarlos. En las prolongadas públicas desventuras, los que no crecen en abnegación aumentan en dureza.

El otoño dice: Se aproxima el invierno con sus aguas, sus hielos, sus noches largas, sus días fríos, su escasez de recursos, su abundancia de enfermedades. La caridad pregunta: quién albergará a mis peregrinos? ¿Quién vestirá a mis desnudos? ¿Quién dará calor a mis ateridos? ¿Quién dará pan a mis hambrientos? Y cada vez disminuye el número de los que responden: Yo.

Los pobres van a tener mucho frío, decíamos otros años al caerse la hoja; en éste hemos añadido, y mucha hambre, porque vemos que por todas partes sube el precio de los mantenimientos, y disminuyen los recursos y el número de las personas que acuden con los de la caridad en auxilio del menesteroso.

No es, pues, el otoño de 1874 la estación melancólica que aviva el triste recuerdo de las alegrías que no volverán, o predispone a la meditación tranquila, sino el precursor atribulado de un invierno llano de desventuras. Opongamos a tantas voluntades torcidas una conciencia recta; al espíritu de destrucción, la asiduidad en el trabajo; a la agitación de las pasiones, la paz del alma; al odio, el amor, y a la miseria, que no cesa de hacer víctimas, la caridad que no se cansa.

1.º de Noviembre de 1874.




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¿Adónde están?

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que al caer de la hoja, cuando empezaban las lluvias y los días cortos y las noches largas, y los pobres a tiritar en la cama sin manta o en la calle sin abrigo, acudían a nuestra Redacción limosnas en metálico y de ropa. Nuestro ropero se veía bien provisto; comprábamos mantas, y en el pequeño círculo adonde podían extenderse los beneficios de La Voz de la Caridad, los pobres no tenían frío.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que acudían a nuestra Redacción donativos en metálico y de trapos, hilas y vendajes para los heridos, que incesantemente recibían por nuestra mano los socorros de sus bienhechores.

Hoy las manos piadosas no acuden con su bendita limosna; vacío el ropero de los pobres, vacíos el baúl y el cestón de los heridos, vacío el saquito donde se ponía el dinero para mantas, vacía la cajita donde se depositaba el fondo de la caridad en la guerra.

Y más que nunca eran necesarios los dones de la caridad, porque más que nunca crece el número de los necesitados. La guerra seca todas las fuentes de la riqueza, impide la producción, destruye los productos, devora los pocos que quedan, y la falta de trabajo y la carestía y la miseria van tomando y tomarán proporciones nunca vistas en España desde la guerra con los franceses.

El número de pobres, de miserables, aumenta; ¿para qué insistir en un hecho de todos sabido?

Los soldados enfermos y heridos que necesitan del auxilio de la caridad son muchos también. No hay día sin combate, sin víctimas; el invierno aumenta las enfermedades, y los heridos, que se olvidan tal vez pasados los primeros días o las primeras semanas, necesitan meses, años tal vez, acaso toda la vida, el socorro de sus bienhechores, cuyas manos suelen cerrarse más pronto que las heridas.

La voz del dolor es cada día más aguda y desgarradora; la voz del consuelo se oye apenas, suena tan débilmente, que a veces se duda si es una realidad o la reminiscencia o el eco de un sonido que se extinguió.

¿Adónde están aquellas manos que no se cansaban de dar, aquellos corazones que no se cansaban de compadecer, aquellos labios de donde salían siempre benditas, piadosas palabras?

Vino la muerte, y paralizó aquellas manos, y selló aquellos labios, y heló aquellos corazones. Han ido desapareciendo con horrible precipitación aquellos buenos amigos de los pobres que cuidaban de que no tuvieran mucha hambre y mucho frío.

Se fueron, sí; se fueron para siempre: hay un vacío más triste que el que se nota en el guardarropa y en la bolsa de los desvalidos, y es el que han dejado en nuestro corazón. El suyo, purificado, merecía ya vivir en las regiones donde no gime. Había llegado el día de la recompensa, terminádose el plazo de la prueba. ¡Y nuestro egoísmo quería prolongarla, habíamos de alargar su destierro en este valle de lágrimas! Enjugaban en él tantas, y tantas nos hace derramar su eterna ausencia, que natural y disculpable es que exclamemos: ¡Dios mío! ¿Por qué los has llamado a todos casi en un día, en una hora? Era la de tu justicia para el premio, que no puede aplazarse, como tu misericordia aplaza la del castigo.

¡Ah! Bien se comprende que en estos días terribles el Señor llame a sí a los justos. por estos abismos de maldad, por estos desiertos en que no brota una fuente de consuelo y de virtud, no deben caminar más que los que necesiten purgar y merecer: mucho hemos pecado los que vivimos todavía.

Pero de esos que merecían morir, ¿han muerto todos? ¿Fueronse para siempre los que amaban y compadecían y lloraban con el afligido, y lo socorrían y lo consolaban?

¿No ha quedado ninguno, absolutamente ninguno de aquellos buenos amigos de los pobres, que al acercarse el invierno acudían a preservarlos del frío?

Si alguno queda, ¿dónde está? Que venga en el nombre de Dios, y que no tarde.

Si todos partisteis, dejándonos en la más triste de las soledades y en momentos supremos de dolor y de angustia, y si de otra vida mejor podéis enviar a ésta algo que sostenga y guíe, venid en espíritu a confortar el nuestro; sed los mensajeros de Dios para inspirar piedad a los que pueden prestar auxilio, resignación a los que no la hallan, y fuerza para no huir del espectáculo del dolor a los que le compadecen y no tienen para consolarle más que lágrimas.




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Desde un hospital

Carta VII


Mis buenos y queridos amigos: Esta carta será por ahora la última que escriba a ustedes desde este asilo del dolor, es verdad, pero también del consuelo. Cuando con los ojos del alma se abarcan tan dilatados horizontes de desolación y amargura; cuando se ve tanto desaliento para el bien, tanta facilidad para el mal, tantas tentativas de realizar alguna obra provechosa fracasadas, tantos obstáculos invencibles, tanto egoísmo, tanta indiferencia, tanta perversión, tanta desdicha, más me parece de consuelo que de dolor esta mansión que, aunque reducida y modesta, patentiza la buena voluntad perseverante de un gran número de personas, la generosidad piadosa de otras muchas más, y donde, si se oye el grito del sufrimiento, se percibe también la voz de la compasión y de la gratitud. Los días en que puedo subir a la casita blanca desde donde descubro la hermosa vega de Miranda, atravesada por el Ebro y limitada por colinas y montañas amenas y pintorescas; después del saludo siempre cordial, siempre sentido que doy a la Naturaleza; después de la evocación de los ausentes y de los muertos queridos, como en el seno de una madre se pronuncia gimiendo el nombre del hermano que no está allí; después de admirarme de que luchen y se aniquilen y se maten hombres tan perversos en estos campos tan hermosos; después de mirar con horror los sitios ocupados por los ejércitos enemigos, y en que con frecuencia combaten; después, en fin, de los tristes recuerdos del pasado, de los dolores presentes, de la lúgubre previsión del porvenir, de toda la vida del alma que se concentra sobre el corazón en la soledad del campo al ver que la hoja cae y el sol se pone, cuando los húmedos ojos se vuelven hacia aquel edificio donde ondea la bandera blanca con la Cruz Roja, siento un inefable consuelo: aquella bandera representa una idea grande, bendita, que si no da en España todo el fruto que debía, tampoco cae como la semilla sobre la roca.

Al aproximarse el momento de alejarme, probablemente para siempre, de este hospital, la pena y la gratitud conmueven mi alma.

Pena, por ausentarme de los dolientes cuyos sufrimientos, aunque muy poco, contribuía a mitigar; gratitud, por el mucho bien que allí he recibido.

Esto último tal vez parezca algo extraño; no todos se fijan bastante en que es imposible hacer bien sin provecho del que lo hace.

Primeramente he aprendido algo, y cuando considero lo mucho que he vivido y lo poco que sé, aquella sed de saber que no ha podido mitigarse ni aun de la manera imperfecta con que le es dado satisfacerla a la ciencia humana; mi ansia por conocer, aspiración inútil a una cultura intelectual que no he logrado alcanzar, y mi espíritu, que vuelve al seno de Dios tan poco perfeccionado; cuando siento, con grande amargura, mi ignorancia, imposible de vencer ya en el poco tiempo que me queda de estar sobre la tierra, el aprender, aunque sea poco, es para mí un consuelo. Todo hombre que sufre, enseña: yo he visto sufrir mucho, y me parece que he aprendido algo.

Agradezco también a estos pobres enfermos y heridos el que no me hayan dado ni un disgusto ni un desengaño: han sido comedidos, buenos, y hasta caballeros con su proceder delicado en muchas ocasiones. Hubiera tenido una pena en hallarlos menos dignos del bien que se les hacía; he tenido una gran satisfacción en poder decir con verdad a sus bienhechores:-Merecen todo el bien que les habéis hecho.-Cuando se llega al fin de la vida, el desengaño hace mucho mal.¡Se han recibido tantos! ¡Queda tan poca fuerza para luchar con el desaliento que en pos de sí lleva, y para arrancarle los prosélitos que hace con su esparcimiento! ¡Por el contrario, alienta tanto la confirmación de un placentero vaticinio, la realización de una dulce esperanza, y sobre todo el ver a los hombres con cualidades que los recomiendan y enaltecen!

También se despierta en mí un continuo y profundo sentimiento de gratitud hacia los generosos bienhechores de nuestra obra. Cierto que cuando en Madrid recibimos un donativo le agradecemos mucho, pero no con aquella vehemencia que al distribuirle aquí: el gusto de llenar un cajón no es tan grande como el de abrirle y remediar muchas necesidades y aliviar muchos dolores. El que hace una limosna cree no beneficiar más que al que de ella esta necesitado, siendo así que van recibiendo bien y agradeciéndolo todas las personas por cuya mano pasa hasta llegar a la del favorecido. En algunas ocasiones sería notable y consolador saber cuántas veces se ha agradecido un solo beneficio, que va recibiendo una bendición por cada mano que pasa. Que tantas como hemos dado a los caritativos favorecedores de este albergue, las reciban en forma de dichas o de consuelos, que lleguen a los caritativos de nuestra patria y a los extranjeros que no son extraños a nuestra desventura ni indiferentes a nuestro dolor, y que les digan que el pobre soldado español es bien digno de su protección y de su simpatía.

Por mi parte, ¿cómo no agradecer la satisfacción de dar que sin ellos no tendría, mucho mayor que la de recibir? Creo que ya lo he dicho: la gente dichosa, aunque no sea razonable, es natural que huya de los espectáculos del dolor que pueden turbar su ventura; pero tanto aburrido y tanto desdichado que se fastidia y sufre estérilmente, no comprendo cómo no procura distraer su tedio o aliviar su mal haciendo algún bien, y no busca el consuelo que se halla consolando: de que este consuelo es seguro, veo en mí y en los demás pruebas todos los días. No hace mucho sentía en mi alma un malestar punzante y pertinaz, que había ido subiendo a medida que el sol declinaba. Tenía frío, que es en mí una causa de tristeza; la lluvia caía a torrentes, y las densas nubes que anticipaban la noche pesaban sobre mi corazón. Con gran necesidad de hacer algo, y sin poder ocuparme de nada, fijaba maquinalmente la vista en las paredes de mi cuarto, apenas alumbrado por la luz incierta del crepúsculo, sin hacer un esfuerzo para salir de aquella inacción dolorosa. Me sacó de ella una voz, diciendo:

-Un herido que va de paso y pide un poco de bayeta para abrigar su brazo llagado.

-Que entre.

Entró. El brazo derecho, con una horrible herida de que quedará inútil, colgando de un poco de tela sucia, irritado, e hinchada la mano con el frío y lo imperfecto de la suspensión; mojado el raído capote, que no podía vestirse y traía sobre los hombros, dejándole casi en mangas de camisa, y con todo esto, ni acusación ni queja, antes aire jovial y rostro placentero. ¡Qué lección!

Lo primero, cortarle una manga de bayeta, tomarle la medida, poner cinta, buscar el cabestrillo que le esté mejor, quitar una manga a una hermosa camiseta de lana para que le pueda entrar, arreglar los botones del capote para que le pueda llevar suelto sin que se le caiga; después, que lo den bien de cenar, que lo pongan cama (en el alojamiento no la hay, y ¿quién le deja salir, además, con el agua que cae?) ¡Qué bien come, qué bien duerme! ¡Cuánto alivio ha tenido con el cabestrillo y el abrigo, y qué contento va con una carta de recomendación!

-¡No sabe usted el bien que me ha hecho!-dice al marchar.

-¡Pobre Juan, tú sí que no sabes el que me hiciste a mí!

Y así de continuo.

Antes de partir debo consignar el hecho de que, después de cinco meses largos pasados aquí trabajando mucho todos, menos yo, no hay nadie que no haya mejorado de salud: traslado a los que se figuran que no se puede ir a un hospital sin morirse, o cuando menos. sin enfermar.

Adiós, personas caritativas que nos habéis auxiliado; adiós, pobres dolientes, que algunos nos dejaréis el lecho; adiós, mártires ignorados y sin palma sepultados en el cementerio de Miranda, yo os acompañe con mis lágrimas a vuestra ignorada tumba, y con lágrimas me despido de vosotros. El Señor premie vuestro incomprensible sacrificio y perdone a vuestros verdugos.





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