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Artículos sobre beneficencia y prisiones

Volumen III


Concepción Arenal






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¡Si yo fuera rico!

Pocas personas habrá que, no siéndolo, hayan dejado de decir alguna vez: ¡Si yo fuera rico! y a continuación no hayan formado planes y propósitos conformes con la natural inclinación e ideas de cada uno.

Quién edifica palacios, quién asilos benéficos, quién establecimientos de enseñanza, o museos, o teatros, o casas para pobres; éste se propone vestirlos y sustentarlos; aquél tener mucho lujo en su persona, habitación y mesa; uno compra libros y medios de instruirse; otro se procura todo género de variedades; tal viaja incesantemente; tal goza todo lo imaginable en regalado reposo, y muchos mezclan lo bueno y lo malo, lo razonable y lo absurdo en sus propósitos, como está mezclado en su corazón y en su inteligencia.

Primeramente, ¿qué se entiendo por rico? Abro el Diccionario de la Lengua para fijarme bien en la significación de la palabra, y le vuelvo a cerrar repitiendo aquella frase de Larra: El Diccionario tiene razón cuando la tiene.

Ingeniémonos para venir en conocimiento de lo que se entiende por rico. Lo es el dueño de una riqueza, pero la riqueza es una cosa muy relativa. Quinientos duros son una riqueza para un pobre y una cantidad insignificante para un millonario. Cuando un gran capitalista se arruina, se cree miserable con una propiedad que haría rico a un jornalero. Según crecen o menguan las necesidades, el lujo y la vanidad, aumenta o disminuye la cantidad de dinero o la extensión de terreno con que se puede ser rico.

Aunque la riqueza sea cosa relativa y variable en cuanto a la cantidad que haya de constituirla, se la considera en absoluto como cosa buena, cómoda y agradable y como medio para conseguir muchos fines. Las propiedades se llaman bienes; el que es muy rico se dice que es poderoso, y cuando exclamamos: ¡el pobre!, es como si dijéramos: ¡el desdichado!

Se entiendo por rico el que posee más que lo que necesita y gasta, y con aquel sobrante puede algo, bastante o mucho. La idea de tener más de lo necesario y de poder, va unida a la de riqueza.

Y para que a un hombre se le considere rico ¿se necesita que posea cierta cantidad de dinero? No. En un gran músico, en un gran pintor, el talento es una verdadera riqueza, y se dice que ese hombre tiene un capital en su instrumento o en su pincel. Se dice también: un hombre rico de esperanzas, de ilusiones, de virtudes; de modo que la riqueza no es una cosa precisamente determinada y tangible, sino la propiedad de alguna cosa material o inmaterial que se tiene en mayor cantidad de la personal necesidad, y cuya libre disposición constituye un poder. En este sentido, en nuestra opinión recto y verdadero, no hay nadie que no sea rico.

Hablando un día de la influencia que tiene el espíritu sobre la materia, y cómo la modifica, y cómo lo puro y elevado hace agradable y simpático el aspecto del hombre que anima, dijo un amigo nuestro: son feos porque quieren. Y tenía razón.

Nosotros decimos también: son pobres porque quieren, porque se forman una falsa idea de la riqueza y no ven o no quieren utilizar la que en sí tienen o podrían tener. No hay nadie, absolutamente nadie, que no sea o pueda ser rico de alguna cosa, es decir, que no tenga de ella tal abundancia que le permita dar, siendo poderoso, ejerciendo poder directo sobre aquellos a quienes da, o indirecto sobre otros muchos.

Un pobre de dinero puede ser rico de ciencia, de arte, de paciencia, de tolerancia, de caridad, de perseverancia, de compasión, de celo, de abnegación, de fe, de cualquier virtud, en fin, o buena cualidad que le permita comunicarla o ejercerla en beneficio de sus semejantes. Todo el que quiere, puede dar alguna cosa: hasta el desvalido que sufre en la cama de un hospital puede ser rico de resignación y dar un sublime ejemplo de paciencia altamente beneficioso, y mucho más útil que la moneda de oro depositada por el magnate que visita el establecimiento.

No hay, pues, que decir: ¡si yo fuera rico!, sino: ¡yo soy rico! Vamos a examinar bien en qué consiste esta riqueza que Dios me ha dado y cómo la empleo bien y hago buen uso de ella. Algo hay en mí de que puedo disponer en beneficio de otro; algún talento, alguna virtud, alguna fuerza física o moral, alguna cualidad con que puedo dar lección, ejemplo, auxilio, consuelo. Esta penuria de no poder dar nada no es obra de Dios, que me dotó generosamente, sino de mi voluntad torcida y mi entendimiento perezoso que no quiso penetrar en las profundidades de mi alma y descubrir los tesoros que allí había. Vuelto de mi error, arrepentido de mi pecado, veo que falté negando a mis hermanos tantos dones como podía haberles hecho, y a mi Padre celestial no reconociéndome deudor de la gran riqueza que en mí había depositado. Ya soy rico, y no llegará a mí ningún menesteroso sin que le haga partícipe de algún don de los que he recibido de Dios.

15 de Noviembre de 1874.




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Venta

En la Redacción de La Voz de la Caridad, Dos Amigos, 10, segundo izquierda, se vende una escribanía de plata, sin estrenar, tasada en 700 reales, y cuyo producto se destina a los pobres. Tiene su historia, que referiremos brevemente, en prueba de que, si hay ingratitudes repugnantes, hay también agradecimientos que exageran santamente el beneficio recibido.

La guerra, la execrable guerra, tenía en la más honda aflicción a unos padres cuyo hijo, casi un niño, cayó herido y prisionero. Acudieron a una persona que los tranquilizó, y sin más trabajo que escribir una solicitud y dirigirla a quien pudo y quiso apoyarla, el adolescente volvió al seno de su familia. Apreciando el servicio hecho, no por lo poco que había costado, sino por el gran consuelo, por la felicidad que les había traído, aquellos padres quisieron absolutamente dejar al que los había consolado un recuerdo de su gratitud: ese recuerdo fue la escribanía que se vende. Rehusada, enviada, vuelta a llevar y traer; expuestas por un lado las razones que había para no recibirla, y por otro los sentimientos que impulsaban a darla, se convino, al fin, en que sería destinada a un objeto benéfico, a voluntad del que no podía aceptarla, y conserva con gran aprecio un pañuelo con las iniciales del prisionero rescatado, en memoria de las lágrimas amarguísimas derramadas por sus desolados padres y que tuvo la dicha de enjugar.

Puesta a nuestra disposición la escribanía, habíamos pensado rifarla, para sacar algo más de ella; ¡están tan pobres, tan pobres los que socorre La Voz de la Caridad, mejor dicho, los que ya no puede socorrer! Pero al anunciar esta idea, una persona ha creído hallar contradicción entra nuestros principios respecto al juego de la lotería y el hecho de promover una rifa. A nuestro parecer, nada tiene de común comprar un billete pidiéndole a la suerte un dinero que no se ha ganado, sin más mira que tenerlo, y cuanto más, mejor, para ser rico, con las consecuencias de las riquezas improvisadas y todas las que apuntamos en nuestro artículo sobre el juego de la lotería, y tomar un billete para una rifa con un objeto benéfico, con ánimo de hacer una buena obra, con poca probabilidad de que toque la alhaja, y aunque así sea, sin peligro de que la suerte, al hacer un don, haga un mal, desmoralizando al agraciado y cambiando bruscamente su posición. Pero lo que pensó aquella persona que nos lo dijo podrán pensar otros; es casi seguro que lo piensen, y preferimos disminuir el producto del donativo, a menguar el prestigio de la verdad. El alma antes que el cuerpo; primero que el pan, la conciencia; y no permita Dios que contribuyamos a que se extravíe ninguna, apoyándose en la contradicción de nuestras palabras y nuestras acciones. Esta contradicción no puede ser más que aparente y para quien no reflexiona; pero como los que no reflexionan son muchos, queremos evitar toda apariencia de que, disfrazado, admitimos el juego, y que aceptamos en ningún caso la execrable máxima de que el fin justifica los medios.

Se vende, pues, a beneficio de los pobres, no se rifa, la escribanía; y las personas caritativas pueden hacer una de esas obras de caridad que no cuestan dinero, buscando comprador entre aquellos de sus amigos o conocidos que quieran comprarla, para que así se venda por su justo precio. ¡Gran dolor sería tener que darla más barata! Si el que la adquiera es persona de corazón, ha de apreciarla, más que por el metal precioso de que está hecha, más que por el buen gusto con que está trabajada, por ser recuerdo de un gran dolor, de un gran consuelo, y más todavía como prueba material del hermoso sentimiento de la gratitud, llevado hasta un punto que conmueve, consuela y puede servir de ejemplo.




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A...

Ya que usted no quiere que el público sepa su nombre, ni sus iniciales siquiera, ni el pueblo donde tanto bien hace su caridad, que se extiende a otros, todo lo callaremos, porque el buen ejemplo se da más con la buena acción que con el buen nombre; la personalidad no está en esta o en aquella combinación de letras, sino en la armonía de las ideas y de los sentimientos, y debemos respetar el de usted, que la impulsa a ocultarse al hacer el bien.

Aquellos 300 reales que usted nos envió para contribuir a que se hiciera algún resguardo contra el fuego que hacían los carlistas entre Miranda y Haro a los que viajaban por el camino de hierro, están depositados en nuestro poder. No parece sino que la buena acción de usted subió al cielo como una plegaria digna de ser escuchada, y que Dios tocó el corazón y detuvo las manos culpables que se movían traidoramente contra gente indefensa. El hecho es que pasan los trenes sin recibir descargas desde que usted envió su bendita limosna. ¡Ojalá que no sea necesaria para el objeto a que usted la destina! Cuando pase bastante tiempo para que razonablemente se pueda esperar que no se hostilizará más a los viajeros en las Conchas, se lo avisaremos a usted, a fin de que disponga de su donativo.

No pronunciamos su nombre, ni siquiera sus iniciales, y la llamamos aquí la señora que no ve una desgracia sin compadecerla y contribuir eficazmente a remediarla.




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Si yo fuera pobre...

Así como no siéndolo hay pocas personas que no hayan exclamado alguna vez: ¡Si yo fuera rico! y hecho para aquel caso multitud de proyectos y propósitos, la mayoría de los que no son pobres no piensa: ¡Si yo fuera pobre!... Hay, no obstante, un número considerable de personas, y suelen ser de las que se ocupan más o menos, mejor o peor de los necesitados, que dice alguna vez: Si yo fuera pobre... y a continuación añaden las muchas cosas que harían que los pobres no hacen, las muchas virtudes que tendrían que los pobres no tienen.

Semejantes afirmaciones revelan soberbia e ignorancia. Soberbia, porque la hay siempre en afirmar nuestra superioridad, no ya sobre un individuo, sino sobre una colectividad, y en creer nuestra virtud a prueba de las que no hemos sufrido. Ignorancia, porque hacemos comparaciones, con grave error en los términos.

Nos imaginamos en estado de pobreza, pero conservando las ideas, los sentimientos, la instrucción, la dignidad, nuestra personalidad moral o intelectual, en fin, tal como la han hecho la educación y situaciones propias para elevar el espíritu y no depravar el corazón. Además de que no se aprecian bien los obstáculos que encuentra y las dificultades con que lucha el pobre; además de que se ignora una sinnúmero de circunstancias que determinan en muchas ocasiones el defecto, o el vicio, o el descuido de que se lo acusa, damos por supuesto que tiene en sí recursos morales e intelectuales que no puede tener, y que nosotros tenemos.

Así, pues, aun en el caso muy dudoso, de que si nos viéramos en la situación del pobre hiciéramos todas aquellas cosas y tuviéramos todas aquellas virtudes de que con tan poca humildad nos creemos capaces, todavía no había razón para creernos superiores a los necesitados que no las practican, puesto que nuestra pobreza era material, y no moral e intelectual como la de que aquellos que acusamos, y que aun cuando la desgracia pesara igualmente sobre nosotros que sobre ellos, debía ser infinitamente mayor la fuerza de nuestro ánimo para combatirla.

Para aleccionar nuestro amor propio y afianzar nuestra justicia, sería más conveniente que pensar: si yo fuera pobre tendría tales o cuales virtudes de que ellos carecen, dirigir a lo íntimo de nuestra conciencia y contestar con sinceridad a preguntas, poco más o menos, como las siguientes:

Si yo fuera pobre, y pisara descalzo el barro de Enero, y me sintiera salpicar por el que despiden las ruedas del lujoso carruaje;

Si yo fuera pobre, y pasara hambriento por los escaparates donde hay manjares delicados, por las fondas y los cafés donde tanta gente come y bebe alegremente;

Si yo fuera pobre, y no hubiera comido en todo el día, y tiritando por la noche pidiera en vano una limosna a la gente que sale de los teatros;

Si yo fuera pobre, y en mi desnudez tuviese mucho frío, y viera gente cubierta de terciopelo, de pieles, de diamantes;

Si yo fuera pobre, y viera humear la chimenea de la habitación tapizada y amueblada lujosamente, y no tuviera manta en la cama y no pudiera dormir de frío;

Si yo fuera pobre, y quisiera trabajar y no hallara trabajo, y viese muchos que no trabajan y viven en la abundancia;

Si yo fuera pobre, y me llevaran a mi hijo a la guerra porque no podía rescatarle como otros que tienen dinero;

Si yo fuera pobre, y no pudiese hacer valer mi justicia contra otro que no lo es;

Si yo fuera pobre, y por serlo tuviese que vivir en condiciones que arruinan mi salud y abrevian mi vida;

Si yo fuera pobre, y viese que estaba expuesta, que tal vez sucumbía la virtud de mi hija, que no era bastante sólida para luchar con el espectáculo del lujo y las angustias de la miseria;

Si yo fuera pobre, y tuviese un hijo inteligente y no pudiera educarle, y viera los de limitado entendimiento que se elevan a beneficio de su aventajada posición;

Si yo fuera pobre, y comprendiera que me despreciaban por una ignorancia que no ha estado en mi mano vencer;

Si yo fuera pobre, y viese pasar alegres niños con juguetes muy caros, y no tuviera pan que dar a mis hijos que lloran de hambre;

Si yo fuera pobre, y hubiese perdido al ser que más amaba en el mundo, y creyera que su enfermedad y su muerte fueron efecto de la miseria, y que podía haberse salvado con una alimentación que no pude darle y con remedios que no pude hacer...

¿Qué haría yo entonces?

Ignoramos la respuesta que, con la mano en el corazón, en conciencia y en verdad, podrán dar otros a estas preguntas; por lo que a nosotros hace, que no nos tenemos por modestos, confesamos humildemente que si nos viéramos en las situaciones en que se ven los pobres y con los contrastes que presencian, estamos en la persuasión de que seríamos menos pacientes, menos resignados, en una palabra, peores que ellos.




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Ley de dementes

Tenemos entendido que se ha pensado en legislar o decretar sobre dementes, y aun hemos leído en un periódico que se había comisionado a un médico para que escribiera una memoria sobre el asunto.

Sentiríamos que cualquiera medida de trascendencia que se tome sobre cosa tan grave sea por medio de un decreto, y no de una ley muy pensada y muy debatida, como el asunto lo requiere.

Además, el hecho de haber encargado algún trabajo preparatorio a un médico que está al frente de un manicomio, nos hace temer que no se ha comprendido bien la cuestión. Si se tratara de un plan curativo para la demencia, estaba bien que se pidiera su parecer y se utilizara la experiencia de un médico que tenga mucha, con tal que sea psicólogo y filósofo; SI NO, NO. Lo que se hace con respecto a la curación de los dementes y declaración de si lo están o no, es deplorable, y prueba una tendencia materialista, y casi estamos por decir brutal.

La demencia es unas veces efecto, otras causa de la lesión orgánica, y aun hay locuras en que no hay lesión orgánica ni modificación material perceptible; el enfermo come, bebe, duerme, pasea, no le duele nada. ¿Qué hace entonces el médico? Si no es más que médico, nada; si es filósofo, si es psicólogo, si entiende de pasiones y del corazón, podrá, según los casos, hacer algo o hacer mucho. Y la prueba de lo poco que hace el médico, si no es más que médico, con los dementes, es la poca medicina que se aplica en un manicomio: aparte, de ciertos medicamentos, pocos, y al decir de los inteligentes de eficacia bastante dudosa, y aun de aplicación arriesgada, en los manicomios bien montados más se aplican remedios al espíritu que al cuerpo. ¿Qué hace allí el médico? Muy poca cosa; un filósofo haría más: bien entendido que no comprendemos que nadie pueda serlo sin saber anatomía y fisiología.

Manifestadas al paso estas pocas ideas, que espontáneamente brotan del asunto, y muy lejos de pensar que le hemos profundizado con indicaciones tan breves, volviendo a la Ley de dementes, diremos que un médico, en calidad de tal, nada tiene que ver con ella, ni puede hacerla bien, ni ilustrar al que la haga. No se resuelven en ella problemas terapéuticos, sino jurídicos; no se trata de ver si se ha de aplicar al enfermo la alopatía, la homeopatía o la hidropatía, sino cómo se ha de hacer justicia al hombre, y poner su derecho a cubierto de los ataques a que le expone la circunstancia de haber perdido la razón o tenerla parcialmente extraviada. Se necesita, pues, filosofía del derecho, y no patología ni materia médica.

Y es bien necesario que una ley justa venga en auxilio de quien le necesita tanto; que se establezca una tutela moral o ilustrada para esta clase de menores desdichados, víctimas tantas veces de la iniquidad y de la codicia de parientes a quien la ley arma con facultades que no debían tener. ¿Quién no ha visto muchos ejemplos, que claman justicia sin alcanzarla, de infelices tiranizados por los que debían defenderlos, oprimidos por los que debían ampararlos, explotados en su falta de razón por los mismos que han contribuido poderosamente, o sido la única causa de que la pierdan?

Los derechos del demente, por lo mismo que son muy fáciles de atropellar, deben ser protegidos por la ley con particular esmero y estar rodeados de garantías especiales.

Hay que fijar bien lo que constituye la demencia.

Marcar sus varios grados.

Graduar la pérdida de los derechos por la de la razón, que puede ser parcial o total.

Hacer imposible que sea declarado loco uno que no lo esté, porque no hay injusticia más cruel que la que sobre esta pueda cometerse; derecho más santo que el que tiene todo hombre a que se reconozca en él su cualidad de ser razonable, sin la cual es tratado como cosa; ni muerte más horrible, más traidora, más infame, que la dada a un ser racional en quien se mata la libertad, el derecho, el respeto, la personalidad toda, en fin, secuestrándole del mundo de la inteligencia y de la conciencia, y dejándolo a merced de un loquero. La queja del criminal se escucha, la del loco no se atiende; ni su derecho es derecho, ni su justicia, justicia, una vez declarado ser sin razón, las que da no se aprecian, y se miran como una singularidad, como una rareza, como una reminiscencia de su perdido estado anterior, no como cosa respetable y atendible. Ya se comprende la gravedad de declarar a un ser racional fuera de la ley de la razón, y cuánto debe esforzarse el legislador para que sin derecho no se haga.

Repetimos que en todo esto no hay cuestión patológica ni ciencia médica, sino cuestión jurídica y ciencia del hombre y del derecho.

Ocúrrenos que, tratando de una ley de dementes, como tratándose de otras muchas cosas, podría recurrirse al público certamen con grandes ventajas. Las tienen en todas partes, y más entre nosotros, donde la publicidad, en muchos casos, es vocinglería más propia para extraviar que para guiar al que de ella toma consejo; donde la opinión en ciertas materias no puede tampoco servir de brújula; donde hay personas que tienen trabajos especiales, que no publican por la seguridad de que la venta no costeará la impresión; y, en fin, donde son tan escasos los conocimientos en ciertas materias que debe buscarse un medio de agruparlos todos cuando de legislar se trata, y este medio es el público certamen. Creemos que si se abriera uno ofreciendo un premio cualquiera (aunque no tuviese valor pecuniario) al autor del mejor proyecto de ley de dementes, se habría dado un gran paso hacia la justicia en asunto muy necesitado de ella.




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La prisión preventiva

Si fuera posible hacer comprender bien las injusticias que resultan de cada error y los dolores que son consecuencia de cada injusticia, no se miraría con tanta indiferencia la investigación de la verdad, ni se escucharía tan fríamente a los que la proclaman. Persuadiéndose bien de su importancia, el desdeñarla parecería una cosa culpable o inhumana. En esas masas de hombres que se arman, que se aborrecen, que se persiguen, que se hieren, que se matan, que se asesinan, hay maldad, ¿quién lo duda? pero entra en el criminal desastre que se llama guerra, por una parte mínima, y el error es el principal responsable; él es el que entrega las multitudes a la codicia, a la pasión, al cálculo, que con poca dificultad convierte a los ciegos en malvados.

Reflejándose los errores de la opinión en las leyes que los formulan, los fortifican y parecen consagrarlos, al mal que se hace con violencia hay que añadir el que se consuma sosegadamente, y, lo que es todavía peor, con apariencia de justicia y fórmulas jurídicas.

Muchas veces hemos clamado contra el estado de nuestras prisiones, y alguna manifestado lo innecesario y perjudicial de la prisión preventiva cuando se trata de delitos leves. Donde quiera es injusto que cuando no hay una necesidad imperiosa, es decir, un delito grave, con fundado temor de que el acusado se oculte y gran daño de que no pueda ser habido, se empiece por imponer una pena grave, cual es la privación de libertad, a un hombre que no está juzgado, que podrá ser inocente, que es muy probable que lo sea, como resulta de la proporción en que están los presos condenados y los absueltos.

Si es en todas partes injusto que sin necesidad, sin una necesidad imperiosa, se prive a un hombre de su libertad, y muchas veces con ella de los medios de defender su derecho, de la posibilidad de ganar el sustento para él y su familia, sumiéndola en la miseria, y se le arrebate la honra, porque aunque salga absuelto padece mucho la del que ha estado en la cárcel, mucho más injustas y perjudiciales son todas estas cosas en España, donde las cárceles son escuelas normales de vicio y de crimen, y los trámites judiciales detienen indebidamente a los presos, en parte por culpa de la ley, en parte por faltar a la justicia los encargados de aplicarla.

Con suprimir la prisión preventiva para los acusados de delitos leves, se evitaba que se preparasen a cometer los graves, la ruina y la deshonra de su familia en muchos casos, economizando todo lo que cuesta mantenerlos, y haciendo más fácil la reforma de las cárceles, menos costosa para un corto número de detenidos.

¿Qué males podrían resultar? Se escaparían, dicen: es un error.

1.º Porque se escapa uno u otro criminal, que al fin, y tarde o temprano es habido; pero una gran masa, como es la de encarcelados por delitos leves, no pueden ocultarse; es materialmente imposible que se oculte.

2.º Porque imponiendo a la ocultación un aumento de pena, se guardarían mucho de incurrir en él.

3.º Porque el reo que se oculta disminuye grandemente sus medios de defensa.

4.º Porque la ocultación es una pena, y muy grave, que se impone el que se sustrae a la acción de la justicia, privándose de los recursos del trabajo, aceptando una especie de reclusión.

Habiendo reflexionado mucho sobre la materia y observado algo, tenemos el íntimo convencimiento de que mujeres acusadas por delitos leves, serían rarísimas las que se ocultasen, y hombres muy pocos; y si en un principio había algunos más, el número iría disminuyendo.

¡Cuántos, cuán gravísimos males se evitarían limitando la prisión preventiva a los acusados de delitos graves!

En prueba de lo dicho citaremos un ejemplo, porque es notable, y porque nos consta la verdad de todo lo que vamos a referir.

A... era carretero; un día en que no tenía trabajo fuese hacia las ventas del Espíritu Santo; alargó su paseo, llegó hasta el término de Alcalá, y allí fue cogido por una pareja de la Guardia civil y llevado a dicha ciudad como sospechoso de haberse apropiado un saco de noche que no era suyo.

Suprimiendo la prisión preventiva por delitos leves, hubiera continuado trabajando y manteniendo a su mujer y a sus seis hijos, de quien era amoroso padre; la causa se habría seguido; él habría podido activarla, y no hallando el juez culpabilidad para imponerle pena alguna le hubiera absuelto, como le absolvió; las apariencias habían dado lugar a una equivocación, que se deshizo sin grave perjuicio de nadie; esto es lo que hubiera sucedido: veamos lo que sucedió.

A... fue preso y llevado a la cárcel de Alcalá; su mujer, embarazada y con cinco hijos, quedó en Madrid, procurando en vano ¡pobre mujer! hacer patente la inocencia de su marido. Vendidas o empeñadas las pocas ropas y el pobre ajuar, la miseria más espantosa pesó sobre ella. La hija mayor tenía trece años; propusiéronle que la enviase a la fábrica de cigarros, donde podría ganar algo; obligada por el hambre, envió allí a la muchacha en mal hora; era bien parecida, y fue presa de una de esas mujeres malvadas que comercian con la inocencia ignorante y desvalida, a la sombra de la impunidad más execrable. La niña huyó de la honrada miseria de la casa paterna por la ignominiosa abundancia de una casa de prostitución.

La caridad halló a la pobre madre recién parida en una covacha, sin pan, sin cama, sin ropa y llorando por su marido encarcelado y por su hija perdida. Buscarla era lo más urgente, y se buscó y se halló; volvió a la casa paterna menos miserable que cuando la había dejado; esfuerzos para que no la faltase lo necesario, consejos, amonestaciones, todo fue inútil; desapareció de nuevo, y esta vez no sólo de casa, sino de Madrid: estaba perdida para siempre.

Entretanto el padre continuaba preso en Alcalá, y pasaban meses sin que la causa se empezase; así lo escribía, habiendo enfermado con la mala alimentación, con la falta de abrigo, con ver que estaban en la miseria su mujer y sus hijos, y, sobre todo, con la pena de saber que la mayor, la que él más amaba, estaba perdida.

¿Y cómo no había empezado la causa? Después de mucho trabajo se averiguó que consistía en que el alcaide de la cárcel de Madrid no había contestado a la pregunta que se le hacía de si estaba en los registros de entrada A... para saber si el encausado lo era por primera vez. Se le habla, se consigue que conteste: pasan meses y la causa continúa estacionada. Recomendaciones para el juez de Madrid, a quien había venido el exhorto, y para el escribano; estos señores dicen que el exhorto despachado ha ido hace tiempo por el correo, que se habrá perdido, puesto que en Alcalá no parece. Se contesta de nuevo, y al fin la causa empieza. Al cabo de algunos meses más, A... resulta inocente y es puesto en libertad. ¡En qué estado!

La primera vez que le vimos nos impresionó profundamente: tenía en su aspecto y ademán las señales evidentes de dos lesiones incurables, una en el cuerpo y otra en el alma. Demacrado, con rosetas encendidas en el pálido rostro, en su hablar fatigoso nombraba siempre a su hija descarriada, para cuya pérdida no podía hallar consuelo, y cuyo nombre no pronunciaba sin lágrimas. Las nuestras corren todavía al recuerdo de sus palabras, que llevaban el sello de un dolor tan profundo, tan inconsolable. No podía él comprender cómo aquella criatura tan inocente y tan querida había podido corromperse, y dejar a la familia y deshonrarla, y no contestar a sus cartas... a las cartas que le escribía él, su padre, tan afligido y tan enfermo... ¡Qué dolor y qué vergüenza!

-Éramos pobres -decía- pero éramos honrados; cuando encuentro a algún pariente o amigo que me pregunta por ella, quisiera que me tragase la tierra. Si pudiese responder: ¡Ha muerto!...

Tratose de que fuera a buscar a su hija; la muerte le llevó antes de que hubiese recibido el postrer desengaño, que indudablemente le esperaba. Deja una criatura perdida y cinco con su madre, sin más amparo que la caridad, víctimas todos con él de la prisión preventiva por delitos leves.




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Comamos y bebamos

Se acercan las Navidades, tiempo de solaz, de diversión y de regalar el gusto.

¿Para qué tiene España variedad de climas, sino para darnos variedad de sazonados frutos?

Porque otros tengan frío no ha de bajar la temperatura de nuestro alfombrado gabinete.

Porque otros tengan hambre no han de ser menos sabrosos los manjares.

El jerez y el champagne no pierden su aroma porque la sed de la fiebre seque el paladar de las víctimas de la miseria.

La comedia en el teatro no es menos divertida porque haya en el mundo tragedias sin cuento.

La risa no es menos jovial porque aquí y allá y acullá y en todas partes se derramen lágrimas.

Porque en el Norte y en el Levante y en el Poniente se preparen combates, ¿hemos de dejar de gozar pacíficamente de los bienes con que nos brinda la fortuna?

Porque la guerra y la miseria hacen víctimas, ¿hemos de afligirnos nosotros, que no somos soldados ni pobres?

¿Qué nos importa el por qué de nuestra prosperidad? Lo que hace al caso es aprovecharnos de ella y saborearla tranquilamente.

¿Para qué se le da al hombre la fortuna sino para que la disfrute?

¿Quién se mete a averiguar por qué otros carecen de lo necesario y nosotros poseemos lo superfluo? ¿A qué engolfarse en cuestiones complicadas, cuando es tan sencillo que cada cual disponga de lo que tiene como mejor le parezca?

¿Pedimos por ventura nosotros algo a nadie? ¿Pues por qué hemos de dar nada a ninguno?

Lo que tenemos es nuestro, nada más que nuestro, y honradamente lo comemos y lo bebemos. ¿Es culpa nuestra si otros tienen hambre?

Nosotros no hemos arreglado el mundo, ni podemos arreglarlo; como está lo dejaremos, y mientras estamos en él hemos de aprovechar la buena parte que nos ha tocado.

Nosotros, que estamos alegres, reímos; que los que están tristes lloren: ¿qué cosa más lógica y natural? ¡Estaría divertido el mundo si se afligieran todos por la desgracia de unos cuantos!

Después de todo, no creemos que la desgracia sea tan general: nosotros no la vemos. Algunos cientos de miles que sufren, que lloran, que mueren, será todo lo más. Todos hemos sufrido y hemos de morir.

Así como cuando hace una noche borrascosa y se oye el viento furioso y la fría y copiosa lluvia, por el contraste parece más agradable la abrigada habitación, así, en medio de la penuria general, es más deliciosa nuestra abundancia, y más jovial nuestra alegría con el contraste del llanto. ¡Cuán dichosos nos sentimos al considerar que, en medio de la común desgracia, no somos desgraciados!

Apartemos de nuestra vista el cuadro de los que no tendrán qué cenar la Nochebuena; de los que estarán ateridos en el campamento; de los que la sufrirán mutilados en el hospital, o habrán quedado muertos en el campo de batalla. Cerremos los oídos, la mano y el corazón, y mientras tengamos buen estómago y buen bolsillo, suceda lo que sucediere, COMAMOS Y BEBAMOS.




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Nochebuena

Criados de frac negro, corbata y guante blanco sirven una opípara cena. Damas y caballeros lujosamente vestidos comen de variedad casi infinita de manjares delicados, beben de los vinos más exquisitos. Hablan, ríen, se chancean, brindan. Cuando ya no les es posible comer, ni beber, ni reír más, van entrando coches y saliendo convidados. Resumen de la función: muchos miles de reales gastados, muchas palabras dichas, de las que ninguna merece repetirse, y algunas indigestiones.

* * *

Aquellos estudiantes van a gastar esta noche su asignación de dos meses. Primero al teatro, después a la fonda. Vengan platos y más platos, destápense botellas y más botellas. Voces, escándalo, vajilla rota; el que ebrio vuelve a su casa con auxilio ajeno, es el que hace y recibe menos daño.

* * *

Panderos, guitarras, chicharras y rabeles se oyen en aquella casa de vecindad: el ruido es tal, que no se perciben las voces por ser muchas y descompasadas. Hay besugo abundante y vino largo. Acabada la cena, a la calle y a la taberna hasta las doce; van a la Misa del gallo; a la taberna otra vez. Disputa, pendencia, riña. Se sacan las navajas. Un hombre a la casa de Socorro y tres a la cárcel.

* * *

-Verdaderamente, con las cosas como están no debía uno pensar en comer ni en divertirse.

-Pero, mamá, por Dios, ¿porque haya guerra vamos a morirnos todos? Nosotros no la hemos promovido ni podemos terminarla. Ya está tomado el billete.

-Pero, hijos, si no tengo gana de teatro; además, como he comido más de lo regular, y bebido, contra mi costumbre, un poco de vino, me siento muy pesada.

-Irás en coche.

-Hace muchísimo frío.

-De noche se pone uno todo el abrigo que quiere.

-Al fin os saldréis con la vuestra.

...

-Hacía en el teatro un calor sofocante; la noche está cruel; he sentido al salir a la calle una impresión como si me faltara aire para respirar. Me siento muy mal, creo que tengo una pulmonía.

* * *

¡Qué cosa tan terrible son estos días señalados! ¡Qué doloroso en ellos el recuerdo de los seres queridos que ya no viven! ¡Cómo se marca y se siente el vacío que nos dejaron, la herida incurable que se abrió en el corazón al abrirse su tumba! ¡Cuán dolorosamente turba la soledad la gente que vocifera, y esa brutal alegría cómo insulta el dolor sin consuelo! ¡Hace años vivía él, vivía ella! ¡Dios mío! ¡Cuán penosa es la existencia del que sobrevive a los que ama!

* * *

He visto montones, casi montañas, de frutas y de dulces. Manadas de pavos; mozos y carros cargados con cajones; criados con regalos. No se puede dar un paso sin que se presenten a la vista cosas de comer: calles, plazas, tiendas, portales, todo está lleno. ¡Qué de cosas se ven en los escaparates! Parece imposible que se pueda comer tanto. ¿Se comerá? ¿Lo comerán? Otros años no me faltaba qué cenar; éste, nadie se ha acordado de mí. Si supieran lo que se sufre no teniendo que comer en medio de tanta abundancia, me hubieran dado una limosna. Al ver tantos y tan variados manjares, y tanta gente que va y viene comprando y vendiendo cosas exquisitas, y tantos preparativos de festín, el hambre me ha dado una mala tentación, y he echado a correr y refugiádome en mi cuarto contra aquellas malas ideas, que yo no sé cómo me han venido. Nunca había pensado yo tales cosas. Voy a ver si me duermo; temo no poder dormir. ¡Hace tanto frío y tengo tan poca ropa!

* * *

¡Qué ruido tan infernal! No se hacen cargo que hay debajo un hombre moribundo. Ha muerto. Las voces de la orgía vienen a mezclarse a las voces del dolor de los que le lloran.

-¡Que callen, por Dios!

-Cada uno es dueño de beber y de reír en su casa; hoy todo el mundo está alegre.

-¡Todo el mundo!...

* * *

El año pasado estábamos alrededor de una buena lumbre; teníamos castañas, morcilla, compota y vino. Mi madre me daba la mejor ración, porque temía que no comería mucho tiempo en casa. Así ha sido. En tanto que otros comen, beben y se calientan, yo estoy de centinela, al raso y cubierto de nieve. Si tardan mucho en relevarme, creo que no me hallarán vivo.

* * *

Los heridos de los números 3 y 19 han expirado. Al del 8 acaban de decirle que mañana es preciso cortarle el brazo, que se prepare; es un pobre quinto, y llora. Bien puede llorar sin temor de que nadie le vea; los enfermeros cenan alegremente y beben largo.

* * *

No lloréis, no me pidáis de cenar; os he repartido el pan duro que había; no tengo más; yo no he comido. Estas criaturas no se hacen el cargo de nada y le parten a una el corazón. Mañana será mejor día; acostarse y dormir. Es triste no cenar hoy, ya lo veo; peor sería haber cometido un gran pecado. Los hombres parece que nos abandonan; Dios no, que nos da paciencia para sufrir estos trabajos. Antes de dormiros decid conmigo, hijos míos: «Bendito seáis, Señor, en la prosperidad y en la desgracia! ¡Bendito, que nos enviáis la prueba y la fuerza para soportarla, y perfeccionarnos y ser mejores! ¡Bendito, que a los pobres de bienes de fortuna les dais tesoros de resignación y de esperanza!»

* * *

-No cantéis, no toquéis, no comáis alegremente; acaso vuestro hermano no tenga qué cenar, esté aterido entre nieve, herido, moribundo, muerto... No cantes, por Dios.

-Hace pocos días ha habido carta, madre, y estaba bueno y contento.

-La muerte puede llegarle más pronto que a nosotros su carta. ¿Quién sabe si en este momento cae?

-¿En esta noche habían de pelear?

-No hay para ellos festividad solemne ni día santo. Todos les parecen buenos para matarse, ninguno para pensar que ofenden al Señor y matan a sus pobres madres. Además de que vuestros cantos destrozan mi corazón, no está bien que suenen voces de alegría en casa de la madre de un soldado que está en la guerra. Mientras dura, nadie debía alegrarse, nadie.

-Cuando se prolonga se acostumbran a ella todos, y viven, si pueden, como si no la hubiese.

-Por eso dura. Los infortunios de la patria crecen más cuanto menos se sienten.

* * *

Las nieves han interceptado las comunicaciones por algunos días; ya se hallan restablecidas. Hoy llega el cadáver de aquel joven que murió en la última batalla. ¡Pobre madre!

* * *

Una persona que medita sobre el dolor de los que lloran y la alegría de los que ríen, se pregunta: «¿Para quién será BUENA LA NOCHE del 24 de Diciembre de 1874?»

1.º de Diciembre de 1874.




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Consulta

Señores Redactores de La Voz de la Caridad.

Muy señores míos: Está acabando el año, y prescindiendo de la solemnidad y aun de la tristeza que lleva consigo todo lo que acaba, son días éstos en que todos ajustan cuentas, hacen balance de su activo y su pasivo, y al paso que unos celebran, otros lamentan el resultado de estas aritméticas operaciones.

Mis cuentas son muy fáciles de ajustar, porque por lo mismo que soy enemigo de ellas, no tengo ninguna pendiente; pero hay una cuyo ajuste, o es superior a mis fuerzas, o no me deja satisfecho; y como quiero quedar completamente tranquilo, acudo a ustedes en demanda de auxilio.

Al llegar a este punto dirán ustedes, y con razón, que me equivoco de medio a medio al implorar sus luces, porque ustedes no son banqueros ni maestros de contabilidad. Tengan ustedes paciencia, y verán que no voy descaminado.

La caja que yo quiero conocer con toda exactitud no es de hierro, ni se cierra y se abre con ingenioso artificio, ni contiene billetes del Banco, títulos de la Deuda, barras y monedas de oro. No sé de qué materia se compone, y aunque la llevo conmigo a todas partes desde que tengo uso de razón, cada día es más desconocida para mí, porque no penetra bien mi vista en su obscuro seno, y a pesar de mi horror a la aritmética, haría con más facilidad, y sobre todo con más exactitud, el arqueo de la caja de Rothschild que el de la mía. Mi caja es mi conciencia.

-¡Qué hombre tan original! dirán ustedes después de haber leído este párrafo. Justamente, la conciencia tiene hecho su arqueo a toda hora y con toda exactitud; ella nos habla, ella nos grita, ella tiene la fotografía exacta de todas nuestras acciones buenas y malas, acompañadas de las causas secretas y no siempre dignas que nos han puesto en movimiento, sin que por nuestra parte necesitemos más fatiga que abrir los ojos para ver cuanto pasa en ella, y quizá encontramos más de lo que quisiéramos ver. ¡Qué memoria tan fiel, y a veces tan desagradable, la de la conciencia! ¡Qué exactitud tan prolija y minuciosa en todos sus registros, por antiguos y pequeños que sean los hechos registrados!

Esto dirán ustedes; esto repite todo el mundo, y yo, que no tengo la arrogancia de ir contra la opinión universal, me atrevo, sin embargo, a someter a su buen criterio algunas consideraciones que, a mi juicio, no carecen de importancia.

¿Quién hace el examen de mi caja, de mi conciencia? ¿Quién ha de ver todo lo que en ella está registrado? ¿Es algún extraño, es algún liquidador imparcial y severo, que ha de examinar con frialdad y detenimiento hasta su último secreto, y ha de dar cuenta exacta de cuanto encuentro en ella? No. Esta caja sólo puede ser visitada y examinada por mí. Sólo mis ojos pueden verla y registrarla.

¿Y verán bien mis ojos, anublados por la pasión, por el interés, y cuando menos por el amor propio? Muy de temer es que vean menos negras de lo que son en realidad las malas accione, y más virtuosas y aun heroicas las buenas. Y aquí, al tratar de mi conciencia, repetiré una frase muy común: «Apelo a la conciencia de todos.» ¿No temen todos lo que yo temo?

Está el abogado tan cerca del fiscal, están de tal suerte unidos y aun fundidos, que vienen a ser uno mismo; y por tanto es muy de temer que los cargos no se presenten con toda su gravedad, al paso que la exculpación parezca completa y victoriosa.

Y si al mismo tiempo se recuerda que no hay un hombre esencialmente bueno ni esencialmente malo, ¿no puede temerse también que no sean buenas en toda su esencia las acciones que por buenas son tenidas?

Este es el temor que a mí me turba la vista y me impide ver con claridad el fondo de mi conciencia.

Y para que se comprenda mejor el fundamento de mis dudas, voy a presentar un caso práctico.

Érase un hombre de buenos sentimientos, que no desperdiciaba la ocasión de hacer bien si buenamente se le presentaba, pero que jamás la buscaba, porque, absorbida toda su atención por el trabajo y el cuidado que exigen una mujer y unos hijos a quienes quería con todo su corazón, no pensaba en los pobres ni en los desvalidos. De repente, y apenas repuesto de un golpe terrible, recibe otro, el más cruel que puede sufrir un padre; queda sumido largo tiempo en el más profundo dolor, y sólo parece vivo porque llora.

Una casualidad, a la que no es extraña esa Redacción, le lleva como por la mano al vasto y accidentado campo de la caridad; recobra su antigua energía, despiértase en su corazón el ardiente y generoso anhelo de ser útil a sus semejantes, corre en busca de los afligidos, y no tarda en conocer que, aliviando el dolor ajeno, se alivia el suyo. ¡Qué sensaciones tan nuevas, tan sublimes y tan consoladoras lleva a su despedazado corazón el ejercicio de la caridad!

Cuando le aprieta contra su seno el desvalido a quien ha salvado de la miseria, y tal vez de la desesperación; cuando tiene que retirar su mano para que no la cubra de besos el pobre agradecido; cuando se cuelgan de su cuello los niños que le bendicen; cuando contempla la dicha que ha llevado al hogar del anciano abandonado, o de la viuda rodeada de hijos desnudos y hambrientos, corren las lágrimas de alegría por los surcos que formaron las lágrimas del dolor.

Sólo la caridad puede hacer este milagro; que llore de alegría quien tiene traspasado el corazón por la pena.

Pero cuando lejos ya del pobre socorrido, en el silencio de la noche, a solas con su conciencia, recuerda las bendiciones que sobre él han llovido y cuán ensalzada ha sido su caridad, se considera indigno de las gracias que ha recibido, asoma el color de la vergüenza al rostro por donde han corrido las lágrimas consoladoras, y se pregunta lleno de angustia: «¿Soy caritativo o soy egoísta?»

La Redacción de La voz de la Caridad, que la predica con tanta elocuencia y la practica con tanto ardor, resolverá esta duda; pero como es de temer que por caridad adjudiquen el honroso dictado de caritativo a quien en realidad es egoísta, ténganse en cuenta las siguientes observaciones.

No hay caridad propiamente dicha donde hay interés. La caridad ha de ser completamente desinteresada. Ha de ser además costosa. Quien recibe más beneficio del que dispensa, no ejerce la caridad: podrá hacer obras buenas, llamadas de caridad, pero no es caritativo. ¿Se ejercitaría en ellas si no obtuviese en cambio una recompensa tan crecida? ¿Cuál es la verdadera causa que le impulsa a socorrer al pobre y consolar al afligido? ¿El bien que hace o el que recibe?

Sea cual fuere el fallo de la Redacción, que espero seguro de que ha de ser acertado, hay un punto en el cual desde ahora estaremos conformes.

Si el ejercicio de la caridad proporciona tan puras y vivas satisfacciones; si son tan altos los réditos que ganan las buenas obras; si son en este mundo tantos los tristes y los afligidos para quienes no pueda haber otro placer que el placer de hacer bien, ¿por qué no acuden todos a socorrer al afligido?

¿Consiste en que no son caritativos? No importa. Tampoco yo lo soy.

¿Sois desgraciados y sois egoístas? Pues corred al triste hogar del pobre, al lecho del enfermo, a la cuna del huérfano. Veréis qué consolados y alegres volvéis a vuestra casa.

Creedlo. Os lo dice por experiencia propia. -Un Egoísta.1

Hemos recibido el anterior artículo-consulta cuando estaba ya compuesto el último número de La voz de la Caridad, razón por la que no se insertó en él, con sentimiento nuestro, por retardar a nuestros lectores el gusto que tendrán al leerlo, si, como suponemos, el suyo está en armonía con el nuestro.

Lo que no retardaremos, ni un punto, es la contestación al comunicante, dándosela, no como fallo según su modestia pide, sino como parecer según la razón ordena: quien de tan claro entendimiento, recto juicio y sana conciencia da pruebas, más puede enseñarnos que aprender de nosotros; y al decirle nuestra opinión, lo haremos con franqueza, no con jactancia, que parece mal siempre, y más tratando con tal persona y de asunto tan difícil.

Para mayor claridad en la respuesta, reduciremos la pregunta a tres puntos:

1.º ¿Somos jueces imparciales de nuestras propias acciones?

2.º ¿Merece el nombre de caridad el bien que se hace teniendo gusto en hacerlo?

3.º Puesto que de hacer bien resulta una satisfacción, ¿cómo los que no tienen otra no la buscan por egoísmo?

Por lo que la razón dicta y la experiencia demuestra, somos malos jueces de nuestras propias acciones, y nos parece cierto lo que dice el Egoísta de la parcialidad con que la juzgamos. El error tiene profundas raíces y causas varias.

La falta de independencia del juez con respecto a la cosa juzgada. La acción que vamos a calificar es todo o parte de nuestro modo de ser; son nuestras ideas, nuestras pasiones, nuestros sentimientos; y la propensión que nos condujo a tal o cual hecho, nos determina a tenerlo por bueno, o a disculparle si con evidencia es malo. Era necesario que nos saliéramos de nosotros mismos, que fuéramos otro, para que el juzgador tuviera aquella independencia sin la cual es sospechoso todo fallo.

Después de la falta de independencia en el juez, viene el temor a las consecuencias del juicio. La condenación de una falta envuelve la obligación de enmendarla; y no teniendo voluntad firme de corregir nuestras acciones, nos esforzamos en legitimarlas con razonamientos cuyo objeto no es buscar la verdad y realizar la justicia, sino continuar tranquilamente por la vía cómoda y por nosotros muy trillada.

La pasión, mientras dura, imposibilita el recto juicio si a él no logramos subordinarla; y el amor y el odio, el interés y la soberbia dan sus veredictos como jueces ebrios o delirantes.

La ignorancia y el error también absuelven acciones dignas de ser condenadas; el juez en este caso, o está ciego o ve visiones, cuando para el recto fallo se necesitaba ver muy distintamente los objetos.

La conciencia del hombre no es, por desgracia, incorruptible; sobórnanla o narcotízanla las causas que dejamos apuntadas y otras muchas; de modo que nos absuelve cuando debiera condenarnos, y se da por satisfecha cuando debiera estar quejosa. La mayor parte del mal que se hace en el mundo, se hace con tranquilidad de conciencia, y por lo poco frecuente de la enmienda puede calcularse lo raro del remordimiento. Apelo a su conciencia de usted, se oye decir muchas veces, y si no se sabe que es recta, nos parece imprudente remitirse a ella, porque siendo tan frecuentes las malas acciones, deben ser raras las buenas conciencias.

El sentido común dice: nadie es buen juez en causa propia, regla (con excepciones) que aplica tan sólo a los casos en que ostensiblemente hay dos partes, como cuando nos han o hemos ofendido; cuando nos han o hemos faltado, cuando nos privan o privamos de lo que nos pertenece o pertenece a alguno; y en fin, cuando de cualquier modo faltan a la justicia con respecto a nosotros o faltamos con respecto a alguno. Esto lo vemos, y con más o menos sinceridad lo confesamos todos; pero lo que acaso no nos aparece tan claro es que al apreciar nuestras acciones juzgamos siempre en causa propia, y que cuando no son tales como debieron ser, hay siempre alguno perjudicado: falta propia, perjuicio ajeno, que porque no se vea inmediato no es menos indefectible.

Las cuentas que de nuestras acciones nos damos a nosotros mismos, y al pie de las cuales ponemos nuestro visto bueno, suelen ser, pues, muy galanas, y más parecidas a las del Gran Capitán que a las de persona que de exacta y formal se precia.

Pero hay una cosa peor que dar malas cuentas, y es no presentar ninguna. Todos tenemos como el Egoísta nuestra caja, la conciencia, pero muy pocos, poquísimos, hacemos a fin de año, como él, ese examen, ese arqueo, ese balance de las acciones malas y buenas. Los hombres viven fuera de sí, como si temieran entrar dentro; no escudriñan en lo íntimo del alma sus faltas; por graves que sean, no suelen pesarles; y con tal que contribuyan a satisfacer sus intereses y sus pasiones, las toman fácilmente por méritos.

Convenimos con el Egoísta en que no es acción caritativa la hecha a impulsos de mira interesada; pero ¿qué tiene que ver el interés sórdido con la santa complacencia del que hace bien? Ya que de un ejemplo se sirve el escrupuloso consultante para argüirnos, le replicaremos con el mismo, puesto que conocemos bien el caso que nos cita. Ese hombre sumido largo tiempo en el más profundo dolor, y que sólo parece vivo porque llora, cuando conmovido ante el espectáculo de la desgracia ajena quiso aliviarla, ¿se dolió de ella, o pensó únicamente en consolar la propia? ¿Buscó el consuelo del pobre, o el suyo? ¡Su consuelo! ¿Por ventura le buscaba ni le comprendía siquiera? ¿No arrastraba la vida como su cadena el forzado, sin imaginar que pudiera haber en ella ninguna satisfacción, y sin soñar en procurársela?


No es verdadero dolor
dolor que pide consuelo.

Si él le hubiera buscado, habría sido en aquella órbita donde giraba: la política, la ciencia, la riqueza, le brindaban con sus dones: inteligencia clara tenía, y elevada posición para embotar su pena en las grandezas del mundo. ¿Qué le importaban a él? Ni el poder, ni la riqueza, ni la gloria podía destilar sobre su herida ni una sola gota de bálsamo consolador. Pregúntele usted si la primera vez que salió de aquel tenebroso abismo de su desventura fue por un movimiento egoísta. Pregúntele usted si se dijo: voy a que me consuelen estos pobres, o voy a consolarlos. Él recordará aquel momento decisivo en la historia de su hermosa alma, y le dirá a usted que la satisfacción de hacer bien resulta de la buena obra, pero no es el móvil de ella; que es recompensa bendita, no cálculo interesado; porque es de imposibilidad absoluta que el egoísmo pueda ser causa determinante de la abnegación.

¿Qué es egoísmo? Referirlo todo a sí; ser indiferente al dolor y a la alegría ajena, y no pensar ni sentir sino en el bien y el mal propio. El egoísta que no se aflige de la pena de otro, ¿cómo se ha de alegrar de consolarla? ¿No ve usted que son ideas correlativas, y que es imposible que busquemos consuelo para aquellos cuyo dolor nos es indiferente? Con-pasión, es padecer con el que padece, y ¿quién socorre sin compadecer? Los que socorren por ostentación o por hipocresía, ni merecen ni reciben esos santos consuelos de que hablamos. ¿Puede socorrerse sólo por razón? No nos atrevemos a negarlo en absoluto; no hemos conocido a nadie que socorra sin compadecer: comprendemos que es posible y aun meritorio, pero lo que negamos resueltamente es que el que sólo por razón consuela, derrame dulces lágrimas al consolar. Estas no pueden salir más que del corazón que siente, del corazón que ama, del corazón que compadece, del corazón, en fin, que no es egoísta.

Y la prueba es que, habiendo en el mundo tantos egoístas desgraciados, ninguno busca consuelo consolando. ¿Cómo podrían hallarle? ¿Cómo habrían de tener satisfacción en aliviar males que no les importan? Ninguna demostración matemática es para nosotros más evidente que ésta. El egoísta que no siente los dolores ajenos, no puede gozar en consolarlos; el que en consolarlos goza, es porque tiene aquel sentimiento y no es egoísta.

El por qué un hombre esencialmente bueno no se ocupa de los desgraciados hasta que sufre, es cuestión que, tras de no entrar en la consulta, no se puede tratar incidentalmente y de paso. Mucho sentiríamos no haber podido desvanecer los escrúpulos de egoísmo del modesto consultante: para nosotros son tan poco fundados, que le llamaremos siempre compasivo, no egoísta.

15 de Enero de 1875.




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¡Prisión preventiva!

No es la primera vez ni la segunda que manifestamos nuestra opinión reprobando la facilidad con que se lleva a la cárcel a cualquier acusado del más leve delito, y aun a veces de una simple falta. Lo que a nuestro entender sería perjudicialísimo e injusto cualquiera que fuese el estado de las cárceles, cuando éstas son lo que son en España merece todavía calificación más fuerte.

En las cárceles, los que han cometido un delito leve, los que tal vez son inocentes, están confundidos con los grandes criminales, y la falta de orden y disciplina, y la ociosidad, ponen a los maestros del crimen en condiciones favorables para formar escuela, y la forman. Las escenas del Saladero con asombro se sabrán en épocas menos desdichadas que la nuestra, para la cual son un verdadero padrón de infamia. Los presos juegan; beben largamente; tienen armas que vuelven unos contra otros, o contra la guardia; se estafan mutuamente, y a los vecinos honrados; reúnen los medios necesarios para falsificar billetes de Banco; se amotinan, se escapan, etc. En ese foco de corrupción y de crimen se arroja a hombres que han cometido un delito leve, o que no han cometido ninguno. Cuando la justicia humana los dice: Me he equivocado, sois inocentes, ellos pueden contestar: ¡Lo éramos! Ahora somos ya culpables; si no ante la ley, ante Dios y la conciencia, cuyo grito hemos aprendido o sofocar. Hemos aprendido cómo se roba, cómo se asesina y cómo se vive sin remordimientos del crimen y sin vergüenza de la infamia. Antes de entrar en la cárcel, un criminal nos causaba horror, nos parecía una especie de monstruo, le imaginábamos triste y abatido; aquí nos hemos familiarizado con él, y visto que tiene el rostro alegre y lleva la cabeza alta, estando su prestigio en razón directa de su perversidad.

Estas y otras muchas cosas más duras puede decir el preso declarado inocente y puesto en libertad.

Cuando se encausa a un hombre se investiga si ha estado preso otra vez, y, en caso afirmativo, esta circunstancia es muy desfavorable para él. Comprendemos la justicia de esta prevención si las cárceles fueran lo que debían ser; pero siendo lo que son en España, el que en ellas pasa algunos meses, en el delito que comete después, ¿qué parte le es imputable, y cuál debe recaer sobre la sociedad, que ha puesto su alma en un foco de infección tal que era casi imposible que no se contaminase?

Y no solamente las lecciones y ejemplos de los compañeros de reclusión depravan al preso; pocas cosas desmoralizan más que la injusticia hecha en nombre de la autoridad y de la ley; y la mala alimentación, la desnudez, la falta de cama, todas las privaciones y mortificaciones materiales con que se pena a los presos que no son todavía penados, que no lo serán tal vez, han de contribuir poderosamente a depravarlos y a engendrar odio contra la sociedad que así los trata, creyéndose relevados de toda consideración para con ella.

Aunque la situación material de los penados en los presidios deja mucho que desear, es envidiable comparada con los acusados, sobre todo en algunas cárceles. Vamos a citar un hecho como habrá otros mil, sucedido, no en un pueblo insignificante de algún ignorado rincón de la Península, sino en una ciudad que está a las puertas de Madrid: la de Alcalá de Henares. En su cárcel, donde hay un gran número de presos y presas, ni unos ni otros tienen cama: esto es lo que en general sucede. Pero en otras poblaciones hay enfermería u hospital donde pueden llevarse los presos enfermos: en Alcalá la cárcel carece de enfermería; en su pequeñísimo hospital no se admiten presos, y cuando éstos enferman, si son pobres, como suelen serlo, pasan la enfermedad teniendo por cama el suelo y por abrigo sus harapos. No hace muchos días, y en uno de los más fríos de este invierno, fue llamado un sacerdote para que administrase el Viático a una presa que estaba gravemente enferma. La encontró acostada en el suelo sobre un poco de estera y cubierta con su ropa de vestir.

No comentamos el hecho; nuestros lectores tienen corazón, y saben comentar los de esta clase. La Voz de la Caridad ha enviado inmediatamente una cama a la enferma presa en Alcalá. ¡Quiera Dios que, al poner su dolorido cuerpo sobre una cama, haya recibido su alma consuelo, viendo que alguno se compadecía de ella! ¡Quiera Dios que se haya dulcificado un poco la amargura que debía haber en aquella criatura, tratada con tal dureza! ¡Quiera Dios que esta prueba de amor la haya dispuesto a perdonar antes de morir a una sociedad que ha provocado su odio!

Pero La Voz de la Caridad, que puede enviar una, dos o seis camas a los presos enfermos, no puede proporcionársela a todos los que no la tienen. La cuestión no es de pedir limosna, sino justicia. Las mujeres penadas tienen todas cama; las acusadas, que pueden muy bien estar inocentes, no la tienen ni aun enfermas.

Pedimos enfermerías para las cárceles, o sala de presos en los hospitales; porque mientras haya una dependencia del Estado en que un enfermo sufra y muera sobre el duro y frío suelo, no tenemos derecho a decir que somos un pueblo civilizado y cristiano.




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Los enfermos de la cárcel de Alcalá de Henares

Recordarán nuestros lectores aquel cuadro horrible de una mujer presa en la cárcel de Alcalá, gravemente enferma, que tenía por cama el suelo al recibir el Viático. El sacerdote que la administró, movido a compasión, nos habló de esta desdicha: ¿quién podía escucharla sin lástima? Dímosle la limosna que se calculó suficiente para una cama pobre, pero cama al fin. Animado con el primer éxito de su primera tentativa, ha hecho otras dirigiéndose a las personas caritativas de Alcalá, que no han sido sordas a la voz de uno de los más terribles dolores, como lo demuestra el siguiente estado:

Lista de las limosnas recogidas para proporcionar cama a los presos enfermos
Efectos Reales
La Voz de la Caridad 104
D.ª I. A. de M. Dos sábanas "
D.ª C. V. de M. Una ídem. y una funda "
D.ª B. A. de A. Una manta "
D.ª M. S. de D. P. Un jergón y una mantas "
D.ª D. H. de C. Una manta "
D.ª C. S. de C. Dos sábanas "
Dª A. R. de M. Dos ídem. "
D.ª A. S. C. Un jergón "
D. A. C. Un ídem. "
D.ª C. C. de S. Una sábana, una almohada y una funda. "
D.ª J. M. de M. Una almohada y una funda. "
D.ª A. S. de P. Dos sábanas y dos fundas "
D.ª C. de la C. de I. 80
D.ª M. V. de S. 80
D. J. P. F. 80
Sra. de M. 40
Srta. de M. 20
Srta. de M. 20
TOTAL 424

Inversión de estas cantidades
Reales
Seis mantas, a 42 reales 252
Veinte varas de terliz para colchones, a 4 reales una 80
Diez ídem para jergones, a 5 y medio reales una 55
Dos arrobas y media de hoja de maíz 25
Tres varas de tela para almohadas, y seis piezas de cinta para colchones 12
TOTAL 424

Entre los efectos recogidos y los comprados se han reunido:

Colchones 4
Jergones 5
Mantas 9
Sábanas 11
Almohadas 5
Fundas de ídem. 5

Había tablados con banquillos de hierro. Todos estos efectos han sido entregados al Ayuntamiento por el iniciador de esta buena obra. Debe caberle una gran satisfacción en haberla llevado a cabo, lo mismo que a las caritativas personas que con tanta generosidad le han prestado su apoyo.

Pero que un grupo de personas cumpla con la ley de Dios y con los deberes de humanidad; que algunos pobres presos tengan en su enfermedad donde reposar su cuerpo dolorido, ¿qué es para los millones de españoles que no piensan en el estado lamentable y vergonzoso de las cárceles, y para los miles de infelices que gimen en ellas, tal vez inocentes, sin tener lo más indispensable para las necesidades de su alma y de su cuerpo, expuesta aquélla al contagio del crimen, y éste a las enfermedades que lleva consigo la falta de aire salubre, de alimento sano, de abrigo y de cama? ¿Cómo han de mirar a la sociedad los que así son tratados por ella? Para hombres que sufren en tanto abandono moral y material, la sentencia no puede tener la moralidad de la justicia; la absolución es un horrible escarnio, y la condena debe parecerles, más que el fallo de la ley, el abuso de la fuerza.

Repetimos lo que decíamos hace pocos días, tratando de este mismo asunto: mientras nuestras cárceles y presidios continúen siendo lo que son, no tenemos derecho a llamarnos un pueblo civilizado y cristiano.

1.º de Febrero de 1875.




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A nuestros caritativos lectores de provincias

Los repetidos llamamientos que hemos hecho a nuestros lectores de Madrid pidiéndoles trapos han dado escaso resultado; no consiste en falta de voluntad, sino en que se ha agotado la ropa usada. Por eso nos dirigimos a las personas caritativas de las provincias pidiéndoles trapos, y mejor si son un poco gruesos, para poder sacar de ellos hilas; hay muchas manos caritativas que las hagan, pero falta la primera materia. Algunas provincias están tanto o más necesitadas que nosotros; pero las que tienen la fortuna de que no haya combates en su territorio, que acudan, por el amor de Dios y de los infelices que caen en los campos de batalla, a socorrerlos si es posible. Que en cada pueblo de los no castigados directamente por la guerra se recoja un lío de trapos, y habrá superabundantemente con qué curar a los pobres heridos. Sean nuestros caritativos suscriptores celosos agentes e iniciadores, en su respectiva localidad, de esta cuestación. ¿Quién niega la limosna de un trapo? Si algunos se recogen, como esperamos, pueden enviarse a la redacción de La Voz de la Caridad, Dos Amigos, 10, donde se pagará el porte de los trapos que se le envíen; cuidando, si vienen por ferrocarril, que no sea en gran velocidad, porque saldrían demasiado caros.

* * *

Señores redactores de La Voz de la Caridad.

Muy señores míos y de toda mi consideración: Suscritor antiguo y lector constante de su Revista, he visto en ella algunas consultas despachadas discretamente, a lo que entiendo, lo cual me ha movido a hacerles otra sobre un caso que no tiene de raro más que el serlo yo un poco, según dicen, y lo voy creyendo.

Heredé de mi buen padre algún dinero ganado honradamente, y con él tantos quebraderos de cabeza, que no cabe en la mía cómo hay nadie que se afane por ser rico; y yo se lo llamo al que tiene más de lo que necesita. Son tantas las cavilaciones que me han traído estos trocitos de metal amarillo con el busto del jefe del Estado, el año de su acuñación y una leyenda que varía según las circunstancias, que los hubiera llevado a quien los repartiera bien entre los pobres, si no tuviese hijas que lo serán cuando yo muera, y una muy enferma, que ha de necesitar mucho de las economías de su padre.

Unos cuantos miles de duros eran un cuidado abrumador para quien nunca había tenido miles de reales. Empecé a desconfiar de la criada, a sospechar del portero, a temer de cierto vecino de la buhardilla que suelo encontrar en la escalera y que nunca me había parecido mal encarado hasta que la noticia de mi herencia pudo darle una mala tentación. En vez de salir todos de casa cuando el tiempo convidaba, como quien deja muy poco que perder en ella, empezamos a quedarnos alternativamente mis hijas o yo haciendo centinela a nuestro tesoro, con mucho disgusto de no tener la dulce acostumbrada compañía en el paseo, y algún temor del peligro que pudieran correr los que se quedaban en casa.

Con mudarme a otra, depositar mi dinero en el Banco, y la disposición que tiene el hombre a acostumbrarse a todos los peligros, nos olvidamos enteramente del que pudiera traer una herencia en metálico, que de temor pasó a ser cavilación para la manera de emplearle. Y no es porque a mí me importara tener el dinero parado; las monedas, como los hombres, pienso yo que si han de andar mal, vale más que se paren; y bien paradas estarían las que se emplean en armas, vestidos lujosos, libros malos, y billetes de la zarzuela o de los toros.

Volviendo a mis fondos, diré que quería emplearlos convenientemente, no por codicia, sino a fin de que a mi muerte mis hijas encontraran resuelto un problema, para ellas mucho más dificultoso que para mí. Pasé algunas noches sin dormir nada, y muchos días comiendo poco. ¿Tomaría papel del Estado, acciones de carreteras, de ferrocarriles, de minas, del Banco de España? ¿Adquiriría propiedades rurales o ganados? ¿Trataría de plantear alguna industria? ¿Llevaría mi caudal a casa de un comerciante o banquero que me asegurara un buen rédito? Todas estas soluciones propuestas y discutidas eran desechadas, ya por temor, ya por escrúpulo; porque ni quería perder mi dinero, ni ganar demasiado con él, ni que fuera instrumento de especulaciones inmorales, ni ponerme yo en lucha infructuosa para impedirlas. Jamás me había ocurrido que unos cuantos miles de duros pudieran dar tanto que hacer; no acababa de decidir cómo había de emplearlos; no volvía el tranquilo sueño ni las ganas de comer; desmejoraba visiblemente, y a muchas personas que me preguntaban si estaba enfermo y qué tenía, hubiera podido responder: que soy rico.

Comprendí la necesidad de tomar una resolución; la tomé comprando una casa en Madrid. Es una propiedad segura, que se podía usufructuar sin escrúpulo; pareciome que estaban algo subidos los alquileres, hice una rebaja, y aunque no faltó quien dijera que había perdido el juicio, yo gané tranquilidad obrando conforme a mi razón y a mi conciencia, y me volvió el sueño y el apetito: así he pasado dichosamente algunos meses, al cabo de los cuales tengo escrúpulos y ocúrrenme dudas que me han puesto la pluma en la mano para consultarlas con ustedes, señores redactores.

Soy poco amigo de averiguar vidas ajenas, por carácter y por la experiencia de que suele aprenderse poco bueno sabiéndolas. No me cuidé, pues, de la que llevaban los inquilinos de mi casa, hasta que casualmente supo que la de uno de ellos no era conforme con mi modo de ver y de pensar, y que sus acciones son de las que yo repruebo como contrarias a la moral y a la justicia. ¿Debo echarle? Y generalizando este caso particular y buscando un principio fijo y una regla general, ¿debe el propietario de una casa consentir en ella a una persona de mala conducta? El ejemplo y la práctica son un peso bruto que abruma, no una razón que convence; la burla tampoco resuelve nada; los argumentos que me hacen no tienen para mí peso; y yo siento uno sobre mi conciencia mientras no eche a mi poco honrado inquilino, o no vea claramente que, sin dejar de serlo yo, puedo tenerle en mi casa. Si ustedes, señores redactores, me ayudan a salir de estas dudas y perplejidad, será un favor que les deba y agradecerá mucho su seguro servidor Q. S. M. B.

Un suscritor.

15 de Marzo de 1875.




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Don Juan Fesser

Una J. y una F., que han figurado tantas veces en las listas de donativos para los heridos y los pobres, eran las iniciales del nombre que encabeza estas líneas; nombre bendito tantas veces por los necesitados, nombre pronunciado hoy con tristeza y lágrimas por la gratitud de los que favorecía, por el desconsuelo de los que no puede favorecer ya. La muerte de D. Juan Fesser ha privado a los pobres de un generoso amigo; a la redacción de La Voz de la Caridad de uno de sus favorecedores; a gran número de obras benéficas, de uno de sus más eficaces auxiliares. Los que llevan su nombre y tomaban mucha parte en sus buenas obras, pueden tener el consuelo de que muchos desdichados y muchos compasivos los acompañan en su pena.




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Respuesta a un suscriptor

Señor de toda nuestra consideración y aprecio: Mucho merece persona de tan buena conciencia como usted da muestras de serlo, y faltaríamos a la nuestra no diciéndole nuestra opinión, y a la cortesía no contestándole pronto.

Bien está en usted la modestia del que sabe, y estaría muy mal en nosotros la jactancia del que ignora, por lo cual estamos lejos de creernos con ningún género de superioridad al evacuar su consulta, ni de tener más autoridad que la de quien habla sinceramente después de haber pensado lo que va a decir, ni otra ventaja que la indicada por aquel adagio, de que más ven cuatro ojos que dos.

El que pide consejo suele a veces dar grande cavilación y dudas; pero no puede haberlas en el caso por usted expuesto, por ser para nosotros evidente que ningún propietario honrado puede en conciencia alquilar su casa a una persona que no lo sea. Se nos dirá que si se expulsara de sus cuartos a todos los que no viven bien, habría en Madrid abundancia de papeles en los balcones, y mayor aún de sujetos y sujetas que durmieran al raso. No lo contradeciremos; pero ese hecho, si se verificase, en nada invalidaría el principio de que ninguna persona buena debe contribuir al mal, y contribuir de un modo eficaz y directo.

El casero, en ciertos casos, no es sólo cómplice, sino uno de los autores del mal que hacen sus inquilinos; toda vez que es principio de derecho, y muy justo y filosófico tratándose del delito, que se considere como autor de él a toda persona que coopera a que se cometa cuando sin su cooperación no podría consumarse. Y éste es el caso. La casa de prostitución; la casa de juego, donde se explota la miseria y el vicio; la taberna, donde se escandaliza, se golpea y se hiere; el teatro, donde se dan representaciones inmorales y bailes que no puede presenciar ninguna persona que se estime en algo, nada de esto podría existir sin la complicidad del dueño del local donde tantas maldades se consuman. Bien sabemos que se explotan por algunos caseros; bien sabemos que a medida que son lucrativas y escandalosas, pagan más cara la habitación en que se cometen; pero no es menos cierto que su dueño es uno de los autores de ellas, tiene ante Dios una gran parte de su responsabilidad, y la tendría ante los hombres si el nivel de la moral pública no estuviera tan bajo, y si la opinión fuese un juez recto, y no aplaudidora de toda hipocresía, por grosera que sea, y apadrinadora complaciente de toda maldad.

Para nosotros es de trivial evidencia que el propietario de una casa debe saber quién vive en ella, y expulsar al que la convierta en un establecimiento criminal, so pena de no ser él mismo honrado, porque no puede aspirar a este título quien directamente a sabiendas y por interés contribuye a que se consumen hechos indignos y perversos.

Si nosotros fuéramos autoridad, en vez de mandar pintar las casas por ornato público, por moral pública, habíamos de disponer que en la fachada de cada una se escribiera en letras muy gordas el nombre de su propietario. A los que las alquilan a gente de buen vivir, poco les importaría; para los que las convierten en asilo del vicio, del fraude y del crimen, y conservan un resto de pudor y quieren parecer honrados, la medida sería dura, prueba evidente de que era saludable y justa. Para el que se califica de persona decente y tiene pretensiones de digna y llama a otros canalla, ver su nombre en ciertas casas, señalado con el dedo y escarnecido por cada uno de los que en ellas entran y salen, había de parecerle cosa un poco menos cómoda que el lucrativo incógnito con que explota la infamia sin parecer infame. Y no obstante, ¿qué cosa más sencilla, y al parecer más inofensiva, que escribir en la fachada de un edificio: «es de D. Fulano de Tal»? Alguno habría que, puesto en este caso, desalojase a los inquilinos; y los que no, era que habían arrojado la máscara y consentían en ser moralmente clasificados con la gente a quien por dinero albergan.

Seguramente, en el mal de que vamos hablando, como en muchos otros, no todo es premeditado, y hay una gran parte de ignorancia y descuido. Un gran número de propietarios ignoran qué gente vive en sus casas, confiadas a administradores; otra no ha pensado nunca que fuese un deber saberlo, y expulsar a los que de ellas hacen guaridas de perversidades: no siempre es una ley moral que infringen a sabiendas, sino una cuestión de que no se han ocupado. Es triste que no se les pueda hacer pensar en ello; que los escrúpulos de usted, señor suscritor, no naciesen en la conciencia de todo el que no la tenga pervertida, de modo que se trazara una línea divisoria y bien marcada entre los propietarios de casas honrados, y propietarios de casas cómplices del vicio y del crimen: porque hay una cosa peor que los hechos infames, y es la buena fama de sus autores; una cosa más deplorable que las acciones indignas, y es que las personas que las consuman, alternan con las dignas, y por buenas son tenidas.

Aquí tiene usted, señor suscritor, nuestro parecer en la cuestión que nos propone, dicho lisa, llana y sinceramente.

1.º de Abril de 1875.




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Exposición Benéfica de Bruselas para el año de 1876

Bajo la protección de S. M. el Rey, la Presidencia de S. A. R. el conde de Flandes y el Patronato de la municipalidad de Bruselas


Ninguna manifestación racional de la actividad del hombre debe mirarse con desdén. Todo trabajo honrado es útil y merece respeto. En el armónico conjunto de nuestras variadas facultades, los individuos, como los pueblos, pueden cultivar unas con preferencia a otras, y como no prescindan de las que son esenciales para la inteligencia de la justicia y la realización del derecho, están en el orden y dentro de la ley moral.

Las exposiciones de la industria han sido miradas con desdén por los que no veían en ellas más que una prueba de la tendencia interesada y materialista de la época; por los que, dominados por ciertas ideas o dedicados a cierto género de estudios, dan poca importancia a todo trabajo cuyo objeto es la realización de alguna cosa material. Parece como una tendencia a mutilar al hombre considerar así sus obras, y el que no se entusiasma al ver una locomotora es, o porque no tiene aptitud para sentir todo lo que revela la grandeza del hombre y contribuye a ella, o porque no comprende cuánta inteligencia y cuánto corazón se han necesitado para hacer aquella máquina. En eso que desdeñosamente se llama por algunos la industria, en esas obras materiales de que se sirven despreciando los auxiliares, sin que ellos lo sepan, del espíritu que los calumnia, ¡cuánta ciencia hay, cuánta abnegación, qué de mártires y de víctimas han necesitado para realizarse!

Bien sabemos que ni los individuos ni las colectividades pueden progresar atendiendo solamente a su material prosperidad; pero sobre lo difícil que es hoy, si del todo se divorcia de la elevación del espíritu; sobre la imprescindible necesidad que de ciencia tiene el arte y la industria moderna, nuestra civilización lleva en sí gérmenes de vida que triunfarán de la muerte, y no perecerá como la de esos pueblos de que no queda más que un nombre y ruinas, sobre las que llora el poeta y medita el pensador.

En la civilización moderna se ha promulgado la ley de amor, y si los pueblos no la practican con bastante fidelidad para ser dichosos, la comprenden lo suficiente para no perecer. Es cierto que corren horribles tempestades pero conservan la brújula de la caridad, y ráfagas de su luz divina atraviesan las tinieblas que parecían más impenetrables.

En todas las esferas se puede comprobar la existencia del elemento moral: el mundo se ofusca, se apasiona, se extravía, pero no es tanto su desenfreno que olvide enteramente la ley de Dios. En las exposiciones de la industria, de esa cosa tan material y prosaica, hubo desde luego, y hay cada vez más, manifestaciones directas de la ciencia, del arte y de la moral. Los que llevan la caridad en su corazón, dándola una u otra de tantas formas como puede tener, no se contentan ya con ser una sección del gran certamen, sino que le abren por sí y para sí, convocando congresos donde se diserte sobre el derecho y se procure aliviar el dolor. A esta última clase pertenece la exposición, cuyo anuncio encabeza este artículo, y cuyo programa extractado es el siguiente:

La Exposición Benéfica de Bruselas se dividirá en diez clases y setenta y dos secciones, a saber:

Clase 1.ª Medios de salvamento en caso de incendio: 5 secciones.

Clase 2.ª Aparatos de salvamento en el agua: 6 secciones.

Clase 3.ª Aparatos para disminuir los accidentes en los ferrocarriles: 10 secciones.

Clase 4.ª Socorros a los heridos en campaña: 4 secciones.

Clase 5.ª Higiene pública: 4 secciones.

Clase 6.ª Higiene preventiva aplicada a la industria: 3 secciones.

Clase 7.ª Higiene doméstica: 4 secciones.

Clase 8.ª Medicina, Cirugía y Farmacia: 8 secciones.

Clase 9.ª Instituciones para mejorar la condición de las clases obreras.

Clase 10.ª Higiene y salvamento aplicados a la Agricultura.

La simple lectura de su programa manifiesta la tendencia humanitaria y la importancia grande de la Exposición de Bruselas. ¿Pasará desapercibida para España? ¿Ni el Gobierno ni los particulares oirán la voz de quien llama en nombre de los que sufren y para consolarlos? En medio de las sangrientas luchas, todavía hemos tenido fuerza para enviar a los certámenes de la industria los productos de nuestro suelo y de nuestras fábricas: todavía hemos figurado en ellos dignamente con nuestras obras de ciencia y nuestras obras de arte. ¿Será posible que cuando de hacer bien se trata, y para hacer bien son convocadas las naciones, falte España al llamamiento, como si no sintiera con los que sufren, como si no pensara para consolarlos, como si rehusara formar comunión con el mundo compasivo? Triste vergüenza sería que al pasar lista de los pueblos que se ocupan de evitar o consolar los dolores humanos, no dijera España: ¡Presente!

Suponemos que en la Exposición de Bruselas, como en todas, se admitirán más objetos que los estrictamente relacionados con el programa, y sobre que en la Clase novena cabe mucho, cabe todo lo relativo a beneficencia, educación, asociación, protección al trabajo, distribución de sus productos, constitución de la propiedad, extensión del derecho de heredar, etc., etc., etc. No creemos que sea mezquino el criterio de los promovedores de la Exposición, y que admitirán en ella todo lo que directa o indirectamente puede contribuir al fin que se proponen.

Rogamos al Gobierno que haga para la Exposición benéfica lo que hace para las industriales: una comisión que las promueva, facilitar la remisión de los objetos y publicidad para el pensamiento. No faltará en Bruselas quien nos represente gratis; de modo que con muy poco dinero, habiendo buena voluntad, haremos lo que no podemos dejar de hacer sin mengua.




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Casa de Beneficencia de Valladolid

La lectura de la Memoria anualmente publicada por la Junta que dirige y administra este establecimiento, produce en nuestra alma algo parecido a la sensación que se experimenta al hallar agua y frescura después de haber pasado por tierra árida y seca bajo un sol abrasador. En la casi totalidad de los establecimientos de beneficencia todo es penuria y privaciones, con el malestar y a veces con las desavenencias que produce la falta de lo necesario. En la Casa de Beneficencia de Valladolid nada falta, y hay paz, orden y armonía. ¿Cómo es esta dichosa excepción de la común regla? Los ingresos por varios conceptos han disminuido; el principal recurso con que contaba, que eran los intereses de la Deuda pública, no se han pagado hace dos años, pero todo lo ha resarcido el cuantioso legado del canónigo que fue de aquella catedral Sr. D. Blas Pardo, que dejó a la casa las cinco dozavas partes del producto líquido de su caudal, a cuenta del cual recibió aquélla el año pasado la cantidad de 18.750 pesetas.

La Junta ha acordado grabar en mármol el nombre de este espléndido bienhechor, y colocarle en la Sala de sesiones; en el corazón debemos grabarle también, como memoria bendita y como santo ejemplo. En 1886 recibía la Casa de Beneficencia de Valladolid la cuantiosa limosna de 100.000 reales. No se supo a quién debía tan grande beneficio; después de la muerte del Sr. D. Blas Pardo se ha sabido que era él, digno ministro de Jesucristo, y siguiendo en todo sus preceptos, el que hacía tanto bien a los desvalidos, y lo hacía ocultándose, como quien busca las satisfacciones del corazón y de la conciencia, y no las del amor propio y de la vanidad.

La Casa de Beneficencia de Valladolid, que es principalmente un asilo para ancianos de ambos sexos, sostiene también una escuela de párvulos que da excelentes resultados, y un departamento para convalecientes, mejora que no hemos podido introducir en Madrid por más que con este objeto hemos trabajado. Nos llama la atención que en Valladolid acudan pocos a la Casa de Beneficencia, y desearíamos que los caritativos o inteligentes individuos de la Junta procurasen investigar las causas que alejan a los convalecientes pobres de un establecimiento donde están en buenas condiciones para restablecer completamente su salud. ¿Será ignorancia de que existe?

Sabiendo el buen trato que reciben los acogidos en la casa benéfica de que nos ocupamos, se comprende la honradez e inteligencia con que se administran los fondos, puesto que todo el gasto de cada acogido es solamente de 1 real 88 céntimos, advirtiendo que se les da vino.

Como la verdadera caridad toma todas las formas, la Casa de Beneficencia, al ver el gran número de heridos que durante el sitio de Bilbao llegaban a Valladolid, les abrió sus puertas, poniendo a disposición del Ayuntamiento 50 camas, con todo el material y personal necesario para la asistencia, que fue esmerada, recibiendo solamente 4 reales diarios por individuo para la sana y abundante ración que les suministraba.

Hablando del Hospital de la Cruz Roja de Miranda de Ebro, manifestábamos el buen comportamiento de los heridos y enfermos acogidos en él, y cuántas pruebas de deferencia y gratitud recibían de ellos todos los que les hacían bien. Esto no podía ser casualidad, ni una excepción tratándose de centenares de hombres, sino una regla, que honra a nuestro pueblo y le hace digno de que hagamos por él cuanto posible nos sea. Véase lo que dice la Junta de Valladolid:

«Desde el 7 de Abril hasta el 31 de Julio, en que quedó cerrada, se han recibido en esta sala de convalecientes 138 individuos, que han causado 2.134 estancias, y cuyo comportamiento y buena conducta nada han dejado que desear.»

Por esta breve reseña se ve que la Casa de Beneficencia de Valladolid ofrece un cuadro consolador, y que si el Sr. D. Blas Pardo, el Sr. D. Esteban Guerra y otros bienhechores acuden con sus donativos, la Junta que los administra es digna depositaria de ellos y representa bien a la caridad consolando a la desgracia.




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El grano sobre la roca

Al recordar lo que llevamos escrito en los cinco años que cuenta de vida La Voz de la Caridad; al pensar con amargura que ninguna reforma por nosotros propuesta se ha llevado a cabo, que ningún pensamiento benéfico por nosotros concebido ha recibido ni un principio de realización2, se nos viene a la memoria aquella semilla de que habla el Evangelio, y nos parece que nuestra palabra es el grano que cae sobre la roca y no fructifica. Cuando hemos pedido limosna para los pobres o para los heridos, en mayor o menor cantidad se nos ha dado; cuando hemos pedido cooperación para realizar un pensamiento, no la hemos recibido. El ¡ay! del que sufre halla eco a veces en las entrañas de la sociedad, la idea del que quiere consolarle no se refleja en la inteligencia.

Si la inutilidad de nuestros esfuerzos fuese tan fácil de remediar como de comprender, pronto tendría remedio. La explica la falta de iniciativa que en España tiene el individuo que todo lo espera del Gobierno.

El deseo del bien, que está entre nosotros en estado de instinto, no tiene la firmeza de un principio, la perseverancia de un convencimiento, la autoridad de un deber. Hacemos bien por un impulso; cesa éste y termina el acto benéfico. Muy común es oír: Aquí todos se cansan; y es porque nadie se convence; es porque el amor al bien, que conmueve un momento el corazón, no pasa a la conciencia y a la inteligencia; es porque miramos como voluntario lo que realmente es obligatorio; porque nos parece un gran mérito hacer un poco de bien, sin ver que en el mucho que dejamos de hacer, pudiendo, hay una grave falta. Toda obra grande exige perseverancia, y son pocas las personas que la tienen, cuando por lo general se considera el hacer bien en los hombres como la razón en los niños, como una gracia, y de ningún modo como un deber de justicia.

A estas dificultades se añade para nosotros el corto número de lectores, entre los cuales ha de haber necesariamente muy pocos que sean excepción a la regla general y que no se desalienten al verse tan solos.

Y al considerar tantos, tan poderosos obstáculos, tan imposibles de vencer para nosotros, ¿cómo no nos declaramos vencidos, y nos reducimos al silencio, y dejamos de echar granos que caen sobre la roca? A veces nos llegan auras de simpatía, ráfagas de amor, que confortan un poco nuestro corazón y refrescan nuestra frente. A veces vemos una conciencia que se despierta, se fortifica o se consuela al encontrarse con la nuestra, y recordamos que viajando por las montañas hemos visto plantas sobre las peñas, donde parecía imposible que vivieran, y hemos dicho: -¿Quién sabe si en esta roca donde sembramos nuestras ideas, al parecer tan descarnada y tan dura, habrá alguna grieta por donde penetren las aguas del cielo, algún poco de tierra donde pueda germinar el grano que se arroja? Cosecha es locura esperarla. Pero ¿no podría tal vez lograrse aumento de semilla?

Esta duda y esta esperanza nos ha sostenido muchas veces, y nos alienta hoy a hablar una vez más del horrible y vergonzoso estado de nuestras prisiones. Muchas cosas hay en la patria que hacen asomar al rostro el color de la vergüenza, pero ninguna tan ignominiosa como el estado de nuestras cárceles y presidios: ellos son nuestro mayor oprobio y tal vez nuestro mayor crimen; no hay, a nuestro parecer, ninguno colectivo tan grande como poner por fuerza a miles de hombres, constante y sistemáticamente, en condiciones en que necesariamente han de hacerse peores: es éste un atentado moral de tal índole y magnitud, que sólo porque no se comprende no se subleva contra él la conciencia pública.

Todos los días hay escándalos vergonzosos, inicuos o sangrientos en las cárceles y presidios: unos se publican y otros no; siendo de notar que los periódicos dan la noticia de que se fugaron estos presos, fabricaron billetes de banco aquéllos, se sublevaron esotros, tuvo la guardia que hacer fuego sobre aquéllos; dan la noticia, decimos, sin comentarios, como se pone en conocimiento del público los males causados por una inundación o una nube de piedra: los horrores de nuestras cárceles y presidios parece que se consideran como una cosa fatal, necesaria, inevitable.

Caen y se levantan monarquías y repúblicas; pasan por el poder los hombres de todas las clases y de todos los partidos; y no hay uno, uno solo, que diga: -Voy a poner la primera piedra en el edificio de la reforma de las prisiones; y éstas siguen siendo la llaga cancerosa que, a pesar de estar al descubierto, ni horror inspira, ni lástima.

No hay que acusar clases, ni partidos, ni Gobiernos: todos faltan, nadie cumple con lo que la conciencia y el honor nacional exige que hagamos.

Cuando decimos todos, queremos decir la inmensa mayoría: algunos piensan en el lastimoso estado de nuestras prisiones, quisieran reformarlas, y aun han hecho para conseguirlo algunos esfuerzos inútiles. Estos esfuerzos ¿eran inevitablemente inútiles, o lo han sido por hacerse aislados? ¿El número de los que quieren la reforma de nuestros presidios es tan corto, que nada, absolutamente nada puede intentarse? Tal vez, pero es lo cierto que no nos hemos contado. Que no somos muchos parece claro; pero reunidos, ¿no seríamos suficientes para empezar con buen éxito la obra de propaganda? ¿No podría formarse una Asociación para la reforma de las prisiones? Unidos así los que la desean, algo podrían hacer por ella; estamos seguros de que algo harían, porque las fuerzas que se asocian para el bien no se suman, se multiplican. ¿Quién sabe si existirán latentes muchas que no sospechamos, y que no necesitan más que un impulso para revelarse? El programa de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, que insertamos a continuación, prueba que la cuestión del sistema penitenciario no es ajena a las tareas de esta Corporación científica; es un motivo de esperanza, y una prueba de que hay una minoría, tal vez no insignificante, que quiere y está pronta a trabajar en la reforma de nuestros presidios.

Proponemos, pues, una Asociación para la reforma de las prisiones. El año que viene va a reunirse un Congreso internacional para tratar de las cuestiones penitenciarias; a él creemos que asistirán representantes de todos los pueblos civilizados. Si España envía el suyo, ¿qué dirá? El color de la vergüenza asomará a su rostro, cuando a la pregunta de ¿qué se ha hecho en vuestra patria para reformar las prisiones? tenga que contestar con un ignominioso ¡NADA!

Que al menos puedan decir que personas de buena voluntad se han reunido; que han hecho algunos trabajos; que han empezado a influir en la opinión; que se ha dado, en fin, principio a la grande obra. Que España pueda llevar al Congreso internacional, si no el deber cumplido y la reforma, el arrepentimiento y la esperanza.

Quisiéramos dar a nuestra palabra, cuya impotencia hemos probado tantas veces, aquella autoridad que suele dar a las menos autorizadas la proximidad de la muerte. Lo último que dice el que muere impresiona mucho, con más o menos razón, pero es lo cierto que adquiere un valor que no tiene en sí, por lo común, aquella postrera frase. ¡Si al menos en este concepto pudieran algo las nuestras! Porque La Voz de la Caridad, con mucho sentimiento de los que la redactan, es posible que tenga que cesar, y que sus palabras de ahora sean las de un moribundo, ¡ay!, que morirá con la pena de haber vivido inútilmente.




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La Constructora benéfica

Lo rudo de los tiempos es una razón para combatir más enérgicamente los males que en sí llevan y redoblar el trabajo; no un motivo para ceder al deseo de bienestar o al desaliento, buscando reposo en el ocio por egoísmo o por debilidad. Hay labores propias de cada época, como de cada estación; ya conviene abrir el surco, ya arrojar la semilla, ya arrancar la mala hierba, o ya se puede tan sólo preparar el instrumento que en ocasión más propicia ha de servir de auxiliar; hay además en la obra social trabajos urgentes cuya preferencia impone la necesidad. Estas razones explican el largo silencio que hemos guardado acerca del pensamiento de construir casas para obreros.

Los lectores de La Voz de la Caridad recordarán el donativo de 25.000 francos hecho por la Sra. Condesa de Krasinski para los pobres españoles, puesto en manos del Embajador de España en París, que lo era entonces nuestro amigo el Sr. D. Salustiano de Olózaga, autorizado para dar a esta limosna la forma que le pareciera más útil; recordarán que el Sr. de Olózaga la puso en manos de la Sra. Condesa de Mina y de D.ª Concepción Arenal para que le dieran la aplicación más oportuna, y que de común acuerdo destinaron el donativo a la construcción de casas para obreros, esperando que el pequeño capital se aumentaría en manos de una asociación caritativa que, con el título de Constructora benéfica, adoptase y diese cuerpo a la idea de construir casas para obreros. Acogiola con sumo calor D. Salustiano de Olózaga, y lo mismo su hermano, nuestro buen amigo, y de los pobres, D. José; habló a varias personas de diferentes partidos con el objeto de formar la asociación proyectada, y en todas halló buena acogida y deseo de cooperar eficazmente al pensamiento. Pero la tempestad política arreciaba, la guerra crecía, y en medio de las pasiones furiosas que engendra y enardece nos parecía inútil y aun peligroso arrojar la semilla de una obra benéfica: aplazamos la instalación de la Constructora benéfica para el día en que se hiciera la paz.

Ese día suspirado tarda en llegar, y razones poderosas nos han determinado a poner en manos de una asociación benéfica nuestro pensamiento, y el pequeño capital con que ha de principiar a realizarse: este capital, como recordarán nuestros lectores, se compone del donativo de la Sra. Condesa de Krasinski, el de la Sra. D.ª Gertrudis G. de Avellaneda, y el producto de la suscripción abierta en París, que todo ascendía a unos 200.000 reales próximamente. Hace tres años teníamos fe; lejos de entibiarse, se robustece hoy al ver la cordialidad y el entusiasmo con que personas de distintas opiniones y separadas por la política se han unido por la caridad, semejantes a dos hombres honrados cuya cólera enciende una hembra liviana, y que calma y reconcilia la voz dulce de una santa mujer.

En un día de Abril reunía en el Ayuntamiento el alcalde popular, Sr. Conde de Toreno, un número de personas, corto para el que necesita y tendrá la Constructora benéfica, suficiente para manifestar que no se trataba de un partido, sino de la patria, no de cálculo interesado y mezquino, sino de abnegación y humanidad. Todas las opiniones políticas tenían allí representantes, Y no hubo más que una para acoger con entusiasmo la idea de constituir una sociedad que se ocupe de la olvidada o importante cuestión de la vivienda del pobre. Las personas que asistieron a la reunión fueron las siguientes: Excmo. Sr. D. José de Olózaga, señor D. Manuel María José de Galdo, señor D. Diego Lletget, Excmo. Sr. Marqués de Santa Cruz, Excmo. Sr. D. Cristóbal Martín Herrera, Excmo. Sr. D. Manuel Merelo, Sr. D. Manuel Santa Ana, Excmo. Sr. D. Eduardo Gasset, Excelentísimo Sr. D. Ignacio Escobar, Ilmo. señor D. Eduardo Saavedra, Sr. D. Carlos Campuzano, Sr. D. José Rebolledo, Excmo. Sr. D. Miguel Sanz, Excmo. Sr. D. José Fernando González, Excmo. Sr. D. Hilario de Nava y Cavada, Excelentísimo Sr. D. Eduardo Fernández San Román, Sr. D. Carlos María Perier, Excmo. señor D. Cipriano Segundo Montesino, Sr. D. Patricio Lozano, Excmo. Sr. Conde de Guaqui, Excelentísimo Sr. D. Cirilo Bahía, Sr. D. José Moreno Elorza, Sr. D. Francisco María Cortázar, Excmo. Sr. D. Alejandro Ramírez de Villaurrutia y Sr. D. Alejandro Palou.

Había citadas otras personas, muchas de las cuales han aceptado el pensamiento, y que no asistieron por estar enfermas, ausentes, o tener a aquella hora ocupación imprescindible.

Y por estar ausentes, los Sres. Marqués de Molíns, D. Antonio Guerola, D. Antonio Palau y D. Fernando García Arenal.

Se hicieron los nombramientos siguientes:

Presidente Sr. Conde de Toreno.
Vicepresidentes Sr. D. José de Olózaga y Marqués de Santa Cruz.
Tesorero Sr. Marqués de Urquijo.
Secretarios Sr. D. Carlos María Perier y Sr. D. José Rebolledo.

Se nombró una comisión de Reglamento, que debía presentarle antes de quince días.

Grande y santa obra han emprendido los asociados de la Constructora benéfica; en su consecuencia oirán una voz que los aplaude, más elocuente que La Voz de la Caridad. No como homenaje, que sería harto insignificante, sino como necesidad del alma consolada, les enviamos nuestro pláceme, humilde como la bendición de un pobre, sentida como el amor al bien, cordial como la gratitud.

A ella se han hecho también acreedores los periódicos que espontánea y cordialmente han patrocinado el pensamiento de la Constructora benéfica, El Imparcial, La Época, La Correspondencia, El Tiempo, La Política, y tal vez otros de que no tenemos noticia; bendita concordia en medio de tanta divergencia de opiniones, verdadera tregua de Dios en que un sentimiento puro, elevado, suspende las hostilidades políticas, y une a los hombres, levantándolos a la región serena del amor a la humanidad, de los sólidos triunfos y de la verdadera gloria.

No terminaremos esta reseña sin hacernos cargo de un comunicado que el Sr. Marqués de Retortillo ha dirigido a La Época acogiendo con entusiasmo la idea de hacer casas para obreros, idea que le preocupa hace tiempo y para cuya realización ha pensado y trabajado mucho. Al leer este comunicado hemos experimentado dos sentimientos opuestos, uno de satisfacción y otro de pena. De satisfacción, por saber que el Sr. Marqués de Retortillo se ocupaba con empeño de la importante cuestión de casas para pobres, y que, sobreponiéndose noblemente a mezquinas sugestiones de amor propio, no reparó en que no le han llamado, para decir: aquí estoy; de pena, porque la falta de espíritu de asociación esteriliza entre nosotros muchos esfuerzos aislados; la gritería de las pasiones políticas no deja oír las voces que eleva el amor al bien; los que por él trabajan no saben unos de otros, y tal vez se desalientan creyéndose solos porque sus compañeros les son desconocidos. Esto nos pasó con el Sr. Marqués de Retortillo, y le habrá pasado a él con nosotros: no dudamos de que será contado en el número de los socios fundadores, y nosotros le contamos desde luego en el de los amigos de los pobres.

El pensamiento de la Constructora benéfica presentará sin duda grandes obstáculos para realizarse, aunque sea en pequeña escala, y ofrece desde luego graves cuestiones, que es necesario resolver en principio, tanto para obrar conforme a los que se adopten, como para que sepa el país, de cuya cooperación activa se necesita, lo que se va a hacer y cómo.

La idea de hacer un barrio para obreros solamente, halla contradicción en muchas personas, que no quieren esta separación material de clases y temen sus consecuencias.

El bello ideal en esta materia sería que pobres y ricos vivieran bajo el mismo techo, en viviendas diferentes como su fortuna, pero sanas todas, y en relaciones de buena vecindad, en que el rico protegiera y el pobre fuese protegido, unidas sus almas por la compasión y la gratitud en lazo de amor bendito.

No somos nosotros de los que confunden el ideal con los sueños, y tal vez con el delirio o la locura. Muchos ideales se han realizado, otros muchos más se realizarán, y aproximarnos a todos, si son buenos, cuanto podamos, es un deber y una honra. Bien está, pues, que se aspire a que los obreros no se aíslen en barrios separados, pero estaría mal que se desconociese cómo pasan las cosas, la imposibilidad de cambiarlas completa e instantáneamente, y el error de que la hostilidad entre las clases es más profunda aislando la vivienda que separando el corazón.

Hagámonos brevemente cargo de la realidad de hoy, de mañana y de muchos años, y probablemente de muchos siglos, en lo por venir, y discutamos breve, pero ordenadamente.

Primero. Se presenta una cuestión de números: el de pobres es infinitamente mayor que el de ricos, de modo que es imposible de realizar el ideal de que cada pobre halle vivienda en la casa de un rico que lo sirva de protección y amparo.

Segundo. El valor del sitio y de la construcción de las casas donde viven los ricos las ponen fuera del alcance de la fortuna de los pobres, que a lo más podrían aspirar a un húmedo sótano o achicharrada buhardilla.

Tercero. Se derriba una casa vieja donde había habitaciones para pobres, y se hace una casa nueva más cómoda y elegante donde no hay ningún cuarto de poco precio. Esto se verifica en grande escala hace años, de modo que los pobres se van arrojando a los barrios extremos y a las afueras, donde están cada vez más apiñados, en habitaciones cada vez más estrechas y cada vez más caras, y cuyos dueños parece que sacan de su capital un rédito crecido. Siéndolo tanto el alquiler de los cuartos, una familia pobre no puede pagarlos, se reúnen dos o varias, viven en compañía, y ya no hay hogar doméstico, ni dignidad, ni secretos, y con dificultad y por excepción hay decencia, y familia en el verdadero sentido de la palabra.

Cuarto. En los grandes barrios que se han hecho para los ricos, los de Salamanca y Argüelles, no hay habitaciones para los pobres; tienen algunas en el de Pozas, cuyas condiciones higiénicas y económicas no son las que deseamos para los pobres.

Quinto. El pobre que vive en la buhardilla de una casa cómoda o lujosa, es a veces socorrido por sus ricos vecinos; pero ¡cuántos ignoran su desdicha y hasta su existencia, que no socorren ni consuelan!

Sexto. El pobre que entra por un lujoso portal para subir a una miserable buhardilla; que sale descalzo y desabrigado al mismo tiempo que el señor del cuarto principal, que va en coche; que al ir a empeñar el colchón se encuentra con la cama dorada que traen a su vecino; que se arrima tiritando al tubo de la chimenea del lujoso gabinete que pasa por su miserable tugurio, y que no envía hasta allí más que el calor necesario para hacer comprender cuán abrigada estará la habitación a que corresponde; los pobres, en fin, y los ricos, separados por la miseria, por la riqueza y por la indiferencia, ¿ganan algo por habitar bajo un mismo techo? ¿Se aproximan moralmente por estar materialmente tan cerca, o esta proximidad de apariencia y este alejamiento real pone en relieve el profundo abismo que los separa, y haciendo más frecuentes las comparaciones, más terribles los contrastes, puede dar mayor pábulo al odio y a las iras? ¿No está mil veces más cerca del corazón del pobre el rico que viviendo lejos de él le tiene presente, le ampara, le hace el inmenso servicio de proporcionarle una habitación cómoda y barata, que aquel que viviendo bajo un mismo techo le olvida? Para conjurar los fuertes choques de los que se encuentran, porque estando lejos han recibido un ciego impulso, lo que hay que aproximar son las almas, que pueden estar unidas a pesar de la distancia material, y separadas en la proximidad física. Amemos a los pobres, hagámonos amar de ellos, procuremos consolar aquellos dolores que engendran iras, preparar su inteligencia para que rechace el error, y no temamos coaliciones fomentadas por agrupaciones materiales, porque el hombre es llevado, adonde quiera que va, por su espíritu.

Partiendo de la verdad de los hechos reales, y procurando las cosas posibles, bien está que la Constructora benéfica aspire a lo mejor, y procure realizarlo, pero no que dé cuerpo a sombras para convertirlas en obstáculos: hartos tendrá que vencer. Aceptando la agrupación de las viviendas de los pobres en lo que tenga de inevitable, y no exagerando sus peligros para conjurar los que pudiera tener, podrían idearse varios medios, como dejar entre las casas que se construyeran para obreros, solares que se venderían al particular que en ellos quisiera edificar; también podrían formarse pequeños grupos de casas para obreros, donde pareciera conveniente, en vez de uno solo que llegara a ser un gran barrio. Insistimos en que estas precauciones no nos parecen de ningún modo esenciales. Si llegara el terrible día de la ira, tenemos el convencimiento de que los incendiarios no habían de salir del barrio en que los obreros vivían racional y cómodamente, propietarios de su habitación o en vías de serlo. De esta última circunstancia trataremos en otro artículo, porque éste es ya demasiado largo.

15 de Abril de 1875.




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Real decreto

A propuesta del Ministro de la Gobernación, y de acuerdo con el Consejo de Ministros, vengo en decretar lo siguiente:

Artículo 1.º Para auxiliar al Gobierno en los servicios de Beneficencia, avivando la caridad y ordenando sus recursos en beneficio público, se crea en esta corte una Junta de Señoras.

Art. 2.º Esta Junta ejercerá las funciones siguientes:

1.ª Visitará las asociaciones y establecimientos benéficos de esta corte; estudiará sus necesidades, e invocando el auxilio de la caridad, les aplicará el oportuno alivio o remedio, o acudirá en demanda de él a mi Gobierno.

2.ª Cuidará especialmente de la Inclusa, y de los colegios de niñas, hospitales de mujeres, casas de recogimiento y demás institutos benéficos dedicados a la instrucción, alivio o socorro de la mujer.

3.ª Se comunicará directamente con todas las Juntas y Asociaciones de Señoras dedicadas a ejercer la beneficencia en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, e inspeccionará y organizará sus servicios para bien común.

4.ª Promoverá la creación y organización de Juntas de Señoras, con el carácter de sus auxiliares, en todos los pueblos del reino en que fueren posibles.

Y 5.ª Invocará el apoyo de las autoridades, Juntas de Beneficencia y demás auxiliares del protectorado para el mejor desempeño de las funciones que este Real decreto le confía.

Art. 3.º Por el Ministerio de la Gobernación se proveerá a la Junta de Señoras del personal que sea indispensable para el desempeño de su cometido.

Dado en Palacio a veintisiete de Abril de mil ochocientos setenta y cinco. -ALFONSO. -El ministro de la Gobernación, Francisco Romero

Robledo.

Nos parece oportuno reproducir el título de nuestro proyecto de ley de Beneficencia que trata de las Asociaciones de Señoras, inserta en el número 93 de La Voz de la Caridad, correspondiente al 15 de Enero de 1874. Por él se verá la parte que nos parece bien del anterior decreto, y aquella con que no podemos estar conformes.

TÍTULO XIV
De las Asociaciones de Señoras

CAPÍTULO PRIMERO

Art. 118. En Madrid el Ministro de la Gobernación, en las capitales de provincia los gobernadores, y en las cabezas de partido y poblaciones de mil almas y más los alcaldes, invitarán a las Señoras caritativas a formar Asociaciones de Caridad, cuyo principal objeto será atender a los hospitales y a los niños expósitos.

Art. 119. Las señoras que correspondan a esta invitación se reunirán para constituirse en la forma que mejor les parezca, y se lo comunicarán a la autoridad que las ha invitado.

Art. 120. A medida que dichas Asociaciones se vayan formando, los alcaldes lo pondrán en conocimiento de los gobernadores, y éstos del Ministro de la Gobernación, a fin de que las invite a obrar de acuerdo y unirse por medio de la de Madrid, para que sus esfuerzos en favor de los desvalidos sean más eficaces.

Art. 121. Las Asociaciones de Caridad no tendrán derecho a intervenir en el régimen y administración de los Establecimientos de Beneficencia, pero podrán visitarlos siempre que quieran.

Art. 122. Cuando el Gobierno, las Diputaciones o los Ayuntamientos quieran poner un establecimiento benéfico a cargo de una Asociación de Caridad, podrán hacerlo si ésta acepta.

Art. 123. Las Asociaciones de Caridad de las capitales de provincia que no lo rehúsen serán tutoras y curadoras de las expósitas, huérfanas y desamparadas que salen de las Casas de Misericordia, hasta que tomen estado o lleguen a la mayor edad.

Art. 124. La clase de auxilios que las Asociaciones de Caridad hayan de prestar a los establecimientos de Beneficencia, y la protección que den a los expósitos no puede determinarse, pero se debe procurar la mayor latitud posible a su celo caritativo.

Art. 125. Las Asociaciones de Caridad dispondrán libremente de los fondos que reúnan.

Art. 126. Donde haya Asociaciones o Juntas de Señoras que desempeñen la tutela de las expósitas o auxilien en cualquier concepto los establecimientos benéficos, se conservarán.

* * *

Elogiamos cordialmente y nos congratulamos de la formación de una Junta de Señoras en Madrid, que puede servir de centro a las de las provincias, de medio de enlazarlas, y de auxiliar y punto de apoyo siempre que le necesiten; pero si el pensamiento nos parece excelente, no podemos decir lo mismo de los medios de llevarle a cabo. A la Junta de Señoras se le dan atribuciones que no puede ejercer, que no es justo que ejerza, y, no vacilamos en afirmarlo, que no ejercerá.

La primera de sus funciones es visitar las Asociaciones y Establecimientos benéficos de esta corte; la segunda parte de esta función la comprendemos, la primera no. ¿Cómo se visita una Asociación que no tiene establecimiento alguno, como sucede con muchas? Acuden las Señoras a su presidente o presidenta para que reúna la Asociación que preside y pueda recibir la visita. Y esta visita, ¿qué carácter tendrá? ¿Se comprende una Junta de Señoras visitando una Asociación de hombres en virtud de una orden del Gobierno?

La tercera función de la Junta de Señoras es «comunicar directamente con todas las Juntas y Asociaciones de Señoras dedicadas a ejercer la beneficencia en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, e inspeccionar y organizar sus servicios para bien común». Una Junta o Asociación de Señoras que se ha constituido para un fin benéfico cualquiera; que tiene su reglamento, o que no le tiene porque no se le ha exigido; que tiene sus fondos debidos a la caridad, y su organización, la que mejor le ha parecido para su objeto, ¿con qué derecho ha de ser inspeccionada y organizada por otra Junta de Señoras? ¿Por qué, cómo y para qué esta fiscalización y esta facultad de cambiar su modo de ser? No lo consentirían, y si las disposiciones que vamos examinando no fueran de las que evidentemente son impracticables, su resultado sería acabar con las Asociaciones benéficas de Señoras que hoy existen.

Tampoco nos parece bien que tengan el carácter de auxiliares que quiere dárseles las Juntas cuya creación ha de promoverse en las provincias; desearíamos que tuvieran iniciativa, vida propia, en armonía unas con otras, y enlace por medio de la de Madrid, auxiliadoras o auxiliadas, según los casos, pero siempre con aquel propio impulso sin el cual nada de provecho puede hacerse en Beneficencia.

Aunque en el decreto que hemos insertado no se habla más que de inspección de las Juntas y Asociaciones de Señoras, en otro, por el cual se nombra a S. A. la Princesa de Asturias presidenta de la Junta de Señoras de Madrid, se colocan bajo su inspección y protección inmediata todas las Juntas y Establecimientos benéficos del reino. Esta inspección parece que la ejercerá por medio de las Juntas de Señoras, las cuales, por regla general, no la intentarán siquiera, y cuando la intentasen, daría lugar a disgustos, choques, y hasta conflictos entre los empleados de los establecimientos, los delegados del Gobierno y las Juntas de Señoras autorizadas para inspeccionar.

Lo que deben tener las señoras no es derecho de inspección, sino de visita. Claro es que en la visita, si se hace bien, se inspecciona; pero sobre que esta inspección no se extiende al examen de presupuestos, cuentas, etc., se hace de una manera más suave, sin altivez que pueda dar lugar a choques, y reducida a la modesta pretensión de notar los males y procurar su remedio, no por medios duros, sino blandamente, como conviene a señoras, tratándose de cosas de caridad. Cuando haya necesidad de desplegar energía, medios hay de hacerlo, conociendo los abusos, y teniendo para combatirlos una asociación poderosa presidida en Madrid por una princesa. Los que saben prácticamente algo de estas cosas, comprenderán la diferencia que señalamos, lo impracticable de la inspección, y si se practicase, lo ocasionada que sería a cuestiones desagradables, y lo útil y suficiente del derecho de visita.

Otra disposición del decreto nos parece también digna de censura. Dícese en él que por el Ministerio de la Gobernación se proveerá a la Junta de Señoras del personal indispensable para el desempeño de su cometido.

No nos remuerde la conciencia de haber dejado de hacer nada de lo que pudiera contribuir a que los donativos para los heridos se utilizasen pronto y bien; los bienhechores que los confiaban a nuestro celo tenían este derecho, y nos parece que hemos cumplido con nuestro deber.

Tenemos, pues, una oficina de empleados, y lo que es todavía más extraño, nombrando un secretario para una Junta de Señoras. ¿No hay entre ellas ninguna que sea capaz de hacer de secretaria? Si no la hay, muy poco se puede esperar de la Junta de que formen parte; y si la hay, como creemos, además de una cosa que disuena, se les hace una especie de agravio nombrándoles de oficio una persona que desempeñará funciones que a ellas competen. No se puede dar cosa más extraña y menos razonable que una asociación cuya secretaría desempeña una persona que no pertenece, que no puede pertenecer a ella.

Además de este aparente agravio y de esta positiva extravagancia, hay un perjuicio, porque el secretario tiene un sueldo (30.000 reales, si no estamos equivocados), y la secretaria desempeñaría sus funciones gratis. Si había necesidad de auxiliares retribuidos, señoras necesitadas, y con más que suficientes conocimientos, podrían auxiliar, empezando la Junta sus obras de caridad por proporcionar colocación, aunque modesta, a personas necesitadas y dignas, que no pueden vivir con lo poco que se pagan las labores de la mujer. Y estos sueldos, que no serían ni muchos ni pingües, ¿no podrían pagarse con parte de los recursos que se proporcione la Junta de Señoras? No la habíamos concebido pesando sobre el presupuesto y con esa organización mixta que resulta de tener secretario y empleados de personas que no son de su sexo.

Deseamos que el buen pensamiento de las Juntas de Señoras se modifique en los medios de ejecución, lo necesario para ser practicable y todo lo beneficioso que pueda ser.




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¡Qué ejemplo si se imitara!

Hay una casta numerosa, muy numerosa desgraciadamente, perjudicialísima para todas las obras, y muy en particular para las de caridad; la casta de los imposibilistas, gente que en todo propósito bueno sólo ve las dificultades que a su realización se oponen, y que para toda novedad benéfica no tiene más que una contestación: ¡IMPOSIBLE! Esta palabra, que pronuncian con carácter mixto de oráculo y de anatema, es la expresión de un convencimiento sincero a veces y otras hipócrita, porque no hay modo más expedito de rehusar cooperación a una buena obra que declararla imposible; además, el que la califica de tal ostenta cierta superioridad sobre el visionario que la proponía, con lo cual queda servido al mismo tiempo el egoísmo y la vanidad: dejémoslos en tan desdichada compañía, y ocupémonos de los imposibilistas sinceros, que, a nuestro parecer, serán los más. El desaliento de éstos es efecto de la poquedad de su ánimo, del poco interés que les inspira la cosa tenida por imposible, de la falta de móvil poderoso para buscar los medios de realizarla o de no conocer cómo se han realizado otras, suponiendo equivocadamente que todas las cosas grandes han tenido grandes principios y facilidades para crecer, y que una voluntad firme y recta no es la primera condición, y tal vez la única indispensable, para realizar las benéficas empresas: a esos vamos a referirles un hecho.

No nos es permitido decir nombre de persona ni de lugar; pero no ha muchos años, en una principal población de España, un hombre ilustrado y caritativo vio y sintió una gran desdicha para cierta clase de desvalidos, y tuvo la idea de fundar un establecimiento de beneficencia para ampararlos. No contaba con fondo alguno para que su aspiración pudiera convertirse en un hecho.

Era precisa la aprobación del Gobierno; solicitola, pues, y se formó expediente, que es como si dijéramos obstáculo. La pereza, las tramitaciones, la ignorancia, la mala inteligencia de lo que se quería y otros componentes análogos, dieron por resultado TRES AÑOS de dilación, al cabo de los cuales se autorizó oficialmente el proyecto. ¿Qué hacía entretanto el autor? Gastar paciencia en las oficinas y economizar dinero del modo siguiente:

Tenía frío, o tenía calor, o estaba cansado, e iba a tomar un coche para ir aquí o allá, y se decía: «No, iré a pie, y esta peseta o dos a la hucha del establecimiento».

Le ocurría tomar unos pasteles, unos dulces; se abstenía poniendo en la hucha los tres, cuatro o seis reales que la hubiera costado la golosina.

Iba a comprar una corbata, y notaba que aún tenía otras en buen uso y podía pasar sin ella: a la hucha el valor de la corbata.

Pensaba ir al teatro; a la hucha el precio del billete algunas veces, no todas, y casi siempre congratulándose después doblemente de la economía y de no haber gastado su dinero en ver una obra muy elogiada y muy mala, que lejos de contribuir a educar el corazón y el gusto, contribuye a pervertirlos.

Al cabo de tres años de suprimir muchos pequeños gastos innecesarios y llevar su importe al caritativo depósito, halló en él ocho mil reales. Poco era para la fundación que proyectaba, y muchas pruebas de que era imposible le dieron, y muchas sonrisas desdeñosas sorprendía; pero ni unas ni otras hicieron vacilar a quien con los 8000 reales llevaba un gran pensamiento, una gran fe y una firme voluntad. Los imposibilistas se equivocaron, y el visionario, acertó. Fundose la casa benéfica; hace diez y ocho años que en ella reciben socorro moral y material los que sin ella estarían en cruel y peligroso abandono, y hallando grandes dificultades, y luchado con ellas, y venciéndolas siempre, la obra sigue y seguirá, Dios mediante.

¡Qué no se podría hacer si a imitación del hombre benéfico que por modelo proponemos, tuviéramos todos una hucha, depósito de lo que habíamos de gastar en cosas superfluas, y al cabo de uno, dos, cuatro, seis años, aplicáramos este pequeño capital a la realización de algún buen pensamiento! ¡Qué de cosas impracticables ahora serían entonces hacederas! ¡Oh! Que cada cual entre sí examine en conciencia el bien que debe hacer; haga la mitad, menos, la cuarta parte, y entonces, tratándose de obras de caridad, se podría escribir el más hermoso libro que ha consolado a las personas buenas, y que se titularía: DE LA FACILIDAD DE LAS COSAS IMPOSIBLES.




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¡Media hora para los pobres heridos!

Los hombres no se cansan de hacer heridas; las mujeres parece que se han cansado de hacer hilas para curarlas. Si ésta fuera más que una apariencia, sería una mengua y un horror. ¿Qué habría de esperarse de un pueblo donde no se encontrara compasión en las mujeres? Y la compasión no es verdadera cuando nada hace por el desdichado que la inspira.

Si las mujeres no se compadecen, hay que buscar un nuevo nombre para ellas, porque hasta ahora, por mujer se ha entendido un ser compasivo y amante; y si tienen lástima de los infelices que derraman su sangre, es necesario que procuren los medios de restañarla en la medida de la posibilidad de cada una.

Cójase cualquier periódico de cualquier día, y no hay uno en que no se lea la noticia de que acá y allá han caído tantos y cuantos heridos. Téngase en cuenta que un herido necesita hilas durante semanas, meses o años, y se comprenderá la gran cantidad indispensable mientras dure la guerra. En La Correspondencia de España se habrá visto un anuncio de la Sección Central de Señoras de la Cruz Roja que compran hilas a las personas que acudan a venderlas, anuncio que da lugar a tristísimas reflexiones, porque prueba, cuando menos, que las mujeres, si no todas, la mayor parte se olvidan de que hay guerra, se olvidan de que hay heridos, se olvidan de que les deben compasión y pruebas de que los compadecen, dando una más de que en España, por regla general, está la caridad en estado de instinto, necesita la vista o la proximidad del objeto que la inspira y carece de perseverancia. Esta es la verdad, la verdad tristísima, sin lo cual se recibirían más que suficientes hilas, y la Sección Central de la Cruz Roja no tendría que comprarlas, distrayendo para este objeto fondos que deberían destinarse a otros.

Todos los días hay combates en que se derrama sangre; se teme que para un plazo próximo los habrá mayores y más sangrientos. No pedimos en favor de tanta inocente víctima ni grandes sacrificios ni cuantiosos donativos; pedimos sólo un poco de piedad de aquellas criaturas que componen el sexo piadoso; pedimos que las mujeres, aquellas que no tienen ningún impedimento material, por enfermedad u ocupación imprescindible, dediquen, mientras dure la guerra, media hora cada día a hacer hilas. ¿Parecerá mucho tiempo en un país en que tanto se pierde? Pues cercénese la mitad, y todavía con un cuarto de hora de trabajo de todas las que pueden hacerlo, habrá bastante para que los pobres heridos no carezcan de medios de curación, y para que la historia de esta época, al decir: no se hallaba justicia en los hombres, no añada con horror: ni compasión en las mujeres.




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Los derechos de Aduanas y los derechos de humanidad

Los Congresos internacionales de la Cruz Roja que desde el de Ginebra se han reunido, aparte de la misión sublime de llevar la caridad a la guerra, y hacer respetar el derecho donde es más horrible y más fácil que se atropelle, tienen un carácter especial y pudiéramos decir único.

En ellos se propone, se discute, se delibera, se resuelve, sin que las resoluciones tengan un carácter ejecutivo ni obligatorio para nadie. Los individuos que a estos Congresos acuden, delegados o no de las naciones, lo son de la humanidad; en nombre de ella exponen males, indican remedios, esfuerzan razones, emiten ideas, y hacen entrar como un dato en las resoluciones del mundo oficial los sentimientos de que solía prescindir, haciendo en la conciencia humana la omisión más absurda y la mutilación más impía.

Los apóstoles de la caridad en la guerra, verdaderos representantes del derecho divino, no tienen en apariencia poder humano cuando en Congresos internacionales se reúnen; sus acuerdos, ni aun el carácter de consejos llevan; pueden llamarse simples pareceres: y no obstante, estos pareceres pasan a ser leyes, promulgadas por los reyes y los emperadores y obedecidas por el mando civilizado. ¿Quién da fuerza a estas determinaciones? El santo amor a la humanidad doliente, el santo respeto a la ley de justicia.

Al primer Congreso internacional de la Cruz Roja proponemos la cuestión de Derechos de aduana sobre los donativos para los heridos en campaña, a fin de que discuta si tales derechos deben existir, y acuerde lo que estime justo. Esta resolución es de las que pueden tomarse sin más que oír razones; mas por si quiere apoyarse en hechos, a los muchos de que tendrá conocimiento, añada algunos de España.

La caridad extranjera acudió en auxilio de los militares heridos españoles con donativos de consideración, muchos de los cuales se dirigieron a la Sección Central de Señoras de la Cruz Roja. De éstos vamos a hablar, porque la historia de su detención en la aduana es la que conocemos bien y de cuya exactitud podemos responder.

Las primeras remesas hallaron gracia ante el Fisco. Los donativos de Amberes y primeros de París, inclusos dos coches para heridos graves, por orden del Sr. Ministro de Hacienda, que lo era entonces el Sr. Echegaray, si no recordamos mal, pronto y sin pagar derechos pasaron a su destino. Cambiose el Ministro, diéronse nuevas órdenes sobre introducción de efectos destinados a los heridos en campaña, y en la aduana de Santander se fueron almacenando los donativos que del extranjero se dirigían a las Señoras de la Cruz Roja, para que los distribuyeran. Entonces empezó una lucha, que ha durado un año, entro el Fisco y la caridad, lucha en que él no ha tenido la honra de ser vencido completamente.

Cartas, recomendaciones verbales, solicitudes escritas, conferencias con altos empleados, telegramas, todo esto hecho y repetido, pasó, y pasaron doce meses, sin que los donativos que hacían falta en los hospitales militares y en el campo de batalla pasaran de la aduana adonde debían ir. Si los derechos hubieran sido módicos, la Sección Central de Señoras los hubiese pagado; pero júzguese si esto era posible por el dato siguiente:

Había gran necesidad de sábanas, y estaban 600 en la aduana. Visto que era cosa larga sacarlas libres de derechos, se pagaron como depósito y con protesta, ¿cuánto dirán nuestros lectores? Muy cerca de seis mil reales. Es decir, próximamente el valor de las sábanas, porque aunque eran grandes y de hilo, no eran nuevas, y si se hubieran puesto a la venta, es dudoso que se hubiese obtenido la cantidad que costó sacarlas de la aduana. Por esta muestra se puede ver a cuánto ascendería el pago total de derechos, y la singular combinación de un Gobierno que, al recibir auxilios gratuitos para los que le defienden, exige que además se le pague el valor de ellos, o un tanto por ciento muy crecido, o no permite que se den. Sin querer se recuerda la redondilla que dice:


Esto, Inés, ello se alaba,
no es menester alaballo, etc.



En esta ocasión las Señoras de la Cruz Roja han probado que la caridad no se cansa, porque era para cansar la serie de obstáculos, siempre renacientes cuando parecían superados, con que han luchado hasta vencerlos, en la medida de lo posible.

Se ha conseguido la exención del pago de derechos de todos los donativos venidos del extranjero para los militares heridos; la devolución de los depositados por las 600 sábanas, y creemos que no se exigirá al fin la cantidad que se reclama como derecho de almacenaje, no despreciable, por haber sido éste tan largo. Palmo a palmo ha disputado el Fisco el terreno, y vencido una y otra y muchas veces, no lo ha sido tan completamente como habría sido de desear. La exención del pago de derechos va acompañada de condiciones que, prescindiendo de lo ofensivas que pudieran parecer, hacen harto complicada y trabajosa la distribución de los donativos, que hay que justificar en toda regla, y aplicar precisamente a los hospitales militares; es decir, que la Sección Central de Señoras, que tiene su hospital, no puede hacer partícipes a los militares que en él se cuiden de los donativos extranjeros que para ellos recibe: esto se alaba solo también.

Y no se entienda que decimos esto en son de queja a quien lo ha resuelto así; todo lo contrario: enviamos un voto de gracias muy sincero al Sr. Salaverría, que tuvo que llevar el asunto nada menos que al Consejo de Ministros; y al Sr. Bordallo, director de Aduanas, que ha hecho cuanto ha podido en favor de la caridad, de la razón y de la justicia. El mal no está en las personas, sino en las leyes, y la modificación de éstas es lo que pedimos. Como el pedirla nosotros sería en vano, encomendamos el asunto a la Cruz Roja del mundo, porque la de España sola no puede remover el peso tan enorme, como bruto, de los derechos llamados protectores. Debemos advertir que estas cosas no son de España solamente; en Francia sucedió una parecida, durante la última guerra, con los vinos que para sus heridos se enviaron de Navarra.

La Cruz Roja, que defiende al herido del furor de la venganza, le defenderá también de la codicia del Fisco; hará que se proclame, no sabemos cuándo, pero que se proclame al fin: Que los derechos de aduana no están por encima de los derechos de humanidad.

1.º de Junio de 1875.




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Carta a Fernanflor

Muy señor mío y de toda mi consideración: Dirigirse por escrito a persona que no se conoce, he notado que suele ser una gran tontería, una gran desvergüenza o una gran necesidad: el último motivo es el que pone hoy la pluma en esta mano, que ha escrito muchas cartas que no se han leído, o que se han leído inútilmente, y algunas dirigidas a personas que resultaron ser imaginarias, de esas que uno sueña cuando necesita auxiliares para aliviar algún dolor terrible.

Esta vez al menos (y esto es ya para mí una gran ventaja) me dirijo a un ser real, a un hombre de carne y hueso, que está en Madrid, a no dudarlo; que lee, y escribe, y piensa, y siente, a juzgar por algunas frases que no parece posible que puedan salir más que del corazón. Creyendo que usted lo tiene, a él me dirijo.

Imagine usted una pobre mujer débil,

«Por la desgracia y por la edad cansada.»

Esa soy yo, que compadece un gran infortunio, y para consolarlo pide y halla auxilio en un hombre más poderoso que ella; éste es usted, al menos así lo creo.

Vamos al caso, triste, que diré brevemente.

La Voz de la Caridad ya sabe usted quién es: desde que empezó la guerra está pidiendo, y recibiendo, y enviando a los heridos hilas, trapos, vendajes, etc. De algún tiempo a esta parte recoge poco por más que se esfuerza, y clama, y hasta se irrita. Lo que siente y lo que sufre cuando le dicen de un hospital: falta todo, y no puede enviar nada, más es para llorado, que para dicho. Como tiene un número muy corto de lectores, como están dando hace años, tal vez no tienen ya qué dar; y creyéndolo así, me ha ocurrido dirigirme a usted, señor Fernanflor, a usted, que en El Imparcial tiene miles de lectores. Pídales usted con algunas palabras sentidas, que sin duda la compasión le inspirará, pídales socorro para los pobres heridos; dígales que en muchas partes carecen de todo; dígales que es dolor y es vergüenza que, sabiéndolo, no acudan las mujeres en su auxilio. Hilas y trapos es lo que hace más falta; en la redacción de La Voz de la Caridad, Reyes, 20, segundo derecha, se reciben efectos sanitarios, y se paga el porte de los que vengan de provincias.

Usted, Sr. Fernanflor, que aplica su fuerza a la poderosa palanca de una gran publicidad, empléela en una buena obra, y aparte, cuanto está en su mano, de la patria culpable, la maldición del herido que no recibe un vendaje para restañar la sangre que por ella derrama.

Si así lo hiciese, que Dios se lo tenga en cuenta, como se lo agradecerá su atenta servidora.




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Desgracia y compasión

¡Pobre Francia! Abriéronse sobre ti las cataratas del cielo, y tu tierra quedó desolada.

Tus pueblos, socavados en sus cimientos, se derrumbaron, sepultando a sus míseros moradores.

Tus campos más floridos están cubiertos de ruinas; y cuando el sol sale, brilla sobre una inmensa tumba.

Los hombres piadosos que quieren dar a tus muertos hijos sepultura, la encuentran tal vez bajo esos muros que parecen no haber quedado en pie sino para que tenga la abnegación la palma del martirio.

Padres, hijos, esposos, hermanos, todos sucumben, dándose el postrer horrible abrazo en la común agonía. Los fuertes y los débiles caen igualmente; el hombre no puede proteger al niño, ni la madre morir para salvar al hijo de sus entrañas.

Las aguas, como monstruos gigantescos, parecen tener vida poderosa, voluntad para el mal, pasiones feroces o implacables, y con sus inmensos brazos ahogan las víctimas, y con sus voces rugientes cubren sus ayes postreros.

Mil veces más dignos de compasión que los muertos son los ausentes, que corren a esa comarca por donde pasó el ángel exterminador, y miran y no reconocen su país natal; y buscan, y no hallan la casa donde nacieron; y preguntan, y nadie les dice dónde están los amados de su corazón, ni siquiera sus tumbas...

¡Pobre Francia! En breve tiempo has sido visitada por infortunios inmensos, y la tribulación ha derramado sobre ti la copa de su hiel.

Consuélate: en medio de la desventura has visto la virtud de tus buenos hijos elevarse sobre aquel abismo de dolores, y a tus mártires de la caridad hacer brillar su divina aureola sobre aquel cuadro sombrío.

Consuélate: ni el remordimiento ni el oprobio van con tu fúnebre carro; y con acciones nobles, heroicas, honras la memoria de tus muertos.

Consuélate: las naciones no ven tu dolor con indiferencia; todas toman parte en él y te compadecen; todas dicen: ¡Pobre Francia!, y todas acuden a ti y te prestan auxilio.

¡Todas! ¡Ay! No. España no te socorre: la mísera, más que tú necesita socorro. Sus campos se inundan también, sus hijos mueren; tú has visto los ríos desbordados, ella las pasiones feroces.

El cielo se serena, las aguas vuelven a su cauce; pero la ira del español fratricida no se aplaca, y sigue cubriendo la patria de lágrimas, de ruinas y de sangre.

Tú ves a los tuyos que acuden todos a consolarte; España es afligida por aquellos a quienes dio el ser.

Tú ves que el infortunio que te aflige arranca lágrimas de todos los ojos; España ve, ¡qué horror!, cómo sus hijos se ríen del llanto de sus hermanos, creciendo su alegría a medida de la gravedad de la pena que los abruma.

Tú ves correr a tus comarcas asoladas los moradores de aquellas dichosas, con el corazón lleno de ternura y las manos de presentes; España no tiene comarca próspera, y de todas corren con el corazón lleno de ira y las manos de armas homicidas, dándose plácemes impíos, cuando llevan a cabo la obra de destrucción.

Tú ves cómo las naciones se compadecen de ti y te envían auxilios; España inspira desdén o cólera, y los presentes de los extranjeros son armas destructoras.

Tú ves el consolador progreso de la humanidad en las simpatías de todos los pueblos; ves cómo la caridad va haciendo desaparecer las fronteras; ves que en cualquier lengua que se exhalen los ayes de dolor, hallan eco en las entrañas del género humano; España piensa a veces que no tiene hijos dentro, ni hermanos fuera, y duda, acongojada de la consoladora ley del amor y del humano adelanto.

Por eso, Francia infeliz, no lo eres tanto como España; por eso debes perdonarle que no corra en tu auxilio y vea tu inmenso infortunio como una mujer compasiva, que no mira ningún dolor con indiferencia, pero tan atribulada que ya no tiene que dar más que lágrimas.

15 de Julio de 1875.




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Un ejemplo digno de imitación

Cuando hace algunos días enviábamos nuestro pésame a la Francia afligida, sintiendo los desastres de sus hermosas provincias meridionales; cuando deplorábamos con ella sus campos desolados y llorábamos muertos sus hijos; al comparar aquella desventura con las de España; al vernos más infelices que nuestros vecinos; al recordar esos convoyes que pasan las fronteras, esas naves que surcan el mar cargadas de máquinas de guerra para que mejor podamos con ellas desgarrar el seno herido de la patria, nuestro dolor nos hizo exclamar: España inspira desdén o cólera, y los presentes de los extranjeros son armas destructoras.

Habrá pocas culpas más graves que atizar el fuego de la discordia encendido en tierra extraña; acudir desde tan lejos en auxilio de la obra impía, y decir a la nación que en fratricida lucha se despedaza: Yo ignoro tu lengua, tu ley y tu derecho, pero sé que tu mano se ha levantado iracunda, y quiero armarla. Pecan, y muy gravemente, dos hombres que, atropellando el derecho, recurren a la fuerza, y ciegos de cólera luchan; ¿pero no es todavía mayor el pecado, más repugnante el hecho de los testigos del combate, que no tienen la disculpa de la pasión, y en vez de apartar a los combatientes, de procurarlo al menos, llegan con horrenda sangre fría, y les dan armas para que más cruelmente se hieran?

Semejante impío proceder nos arrancó una exclamación, que se imprimió sin el correctivo que debía llevar, lo cual no extrañarían nuestros lectores si supieran dónde y cómo escribimos: a estar más serenos, hubiéramos pensado en el momento lo que pensamos después: que si hay extranjeros auxiliares del odio, también los hay del amor; si del otro lado de las fronteras y de los mares llegan armas para multiplicar los heridos, vienen también auxilios para curarlos y hacer menos dura su desdichada suerte; si se alzan en lengua que no es la nuestra, gritos de odio feroz que excitan al combate, también en idioma extranjero se oyen voces benditas con palabras de compasión por nuestras desdichas y de simpatía que quieren inspirar a todo el mundo civilizado. A éstos debíamos una distinción justa, y un recuerdo de gratitud por beneficios que no olvidaremos nunca: y cuando íbamos a consignarlo, recibimos una nueva prueba de cuán merecido es, en la carta de un extranjero, compatriota de los heridos españoles, podríamos llamarle por el amor que les tiene y la actividad incansable que en su favor despliega. Esta carta es de un hijo de la Francia, de esa Francia consternada por la desolación de sus campos y la muerte de miles de sus hijos. Aquella alma generosa, en medio de su dolor, siente el nuestro, y exclama: La caridad engendra la caridad; yo creo que los inundados de Tolosa no harán abandonar los heridos de España. Al saber los últimos combates que han hecho tantas víctimas, es imposible no sentirse profundamente conmovido y deseoso de ofrecer nuevos y prontos socorros. Estoy decidido a hacer otro llamamiento a todos mis amigos de Europa, para obtener más auxilios, y prontos y proporcionados a las necesidades que me indiquéis, etc.

El que esto escribe no puede sorprendernos ya por nada bueno, por nada excelente que diga ni que haga; pero sí conmovernos profundamente, al ver que, en medio de los desastres de la patria, su hermoso corazón, afligido por ellos, inagotable para compadecer, se apiada de los españoles heridos y quiere auxiliarlos. ¡Ah! si en medio de la propia desventura, no hubiéramos llorado el dolor inmenso de la Francia, con rubor reconoceríamos nuestra deuda y con remordimiento nos confesaríamos ingratos. No lo somos, no; agradecer es lo primero que hemos hecho al leer la carta de que dejamos copiadas algunas líneas, y esto nos ha sido muy dulce.

¡Noble extranjero que vienes en espíritu a los campos de batalla y gimes sobre nuestros heridos! Tú, cuyo corazón tiene siempre amor para compadecerlos, tú, cuya mano es inagotable para auxiliarlos; con esa caridad que no se cansa, eres para nosotros un alto ejemplo digno de imitación, y comenzamos a abrigar la dulce esperanza de que será imitado.




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El general Dufour

El general suizo Dufour, después de una larga y honrada vida en que hizo mucho bien, ha muerto querido y respetado. De Dios habrá recibido el premio de sus virtudes; nosotros le debemos el homenaje de nuestro respeto y un recuerdo de amor y gratitud.

Ya se comprende que no hemos de referir sus hazañas, ni ensalzar sus hechos de armas: dichosa su patria si no tiene ninguno; dichoso él si, puras sus manos de sangre humana, puede presentarse al Supremo Juez sin que se alce en torno suyo la voz acusadora de ningún víctima. Ignoramos si ha tomado parte en alguna guerra; sólo sabemos que ha trabajado mucho por disminuir los estragos de todas, y que ha sido uno de los mas ardientes apóstoles de la idea simbolizada por la Cruz Roja. Presidente de las primeras conferencias celebradas en Ginebra, que dieron por resultado el tratado que lleva este nombre, suscrito por casi todos los pueblos civilizados, y que consagra la neutralidad de hospitales y ambulancias y el respeto a los heridos, el general Dufour llenó una misión de paz, contribuyendo poderosamente a llevar la caridad a la guerra. Ha presidido hasta su muerte el comité internacional de Ginebra, cuyos inmensos trabajos durante la guerra franco-prusiana son verdaderamente una honra para la Suiza, para la humanidad y para la Cruz Roja. Admira y consuela ver el entusiasmo y la constancia con que el comité suizo y sus numerosos auxiliares recibieron los donativos de todo el mundo, a los cuales agregaron los suyos cuantiosos, y los distribuyeron con celo incansable e igualdad asombrosa en ambos campos. El recuerdo de tanto bien como ha hecho, de tantos infelices cuya vida a contribuido a salvar, debe haber consolado a la hora de su muerte al Presidente del comité ginebrino.

España tiene para con él un especial motivo de gratitud. El Comité internacional que presidía resolvió una cuestión de derecho, suscitada con motivo de la guerra de España, y la resolvió inspirándose en la caridad y en beneficio de los heridos españoles de ambos campos. Para los que militan bajo diferentes banderas han llegado indistintamente auxilios de muchos comités extranjeros, lo cual no hubiera sucedido sin la circular firmada por el general Dufour. Por eso le enviamos un homenaje de respeto y un recuerdo de gratitud en nombre de todos los heridos españoles.

1.º de Agosto de 1875.




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A Fernanflor

Hace meses pedí a V. una limosna de publicidad a favor de los pobres heridos. Usted alargó la mano tan generosamente, que el don no fue solo para ellos, sino que se extendió hasta mí. De aquellos elogios, que no merezco, conservaré un indeleble recuerdo de gratitud, porque fueron una impresión grata a un ángel en su agonía y que pronto voló al cielo. Usted no contaba con este beneficio: cuando se hace bien, lo mismo que cuando se hace mal, se va siempre más allá de lo que se piensa. Al recibir hoy la expresión de mi agradecimiento, aplazada contra mi voluntad, verá V. que el tiempo no ha borrado la memoria de su acción caritativa.




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La mano trémula

La noche es fría y obscura; el viento que pasa sobre la nieve, penetra por las mal ajustadas puertas de una habitación donde, próximas a un buen fuego, están sentadas dos personas: un hombre que no es joven y una mujer anciana. Esta, más cerca de la lumbre, hace pantalla de su mano descarnada y temblorosa, mirándola con una expresión y una inmovilidad que, a tener vuelta la palma, diríase que supersticiosamente quería leer en ella su suerte futura. Ni una palabra, ni un gesto; sólo su frente se contrae alguna vez por un movimiento involuntario, como la ondulación de la tierra en cuyo seno hay un volcán. Su compañero la observa largo rato en silencio, que rompe al fin diciendo.

-¿Qué ven tus ojos en esa mano que con tal fijeza la miras?

La mujer, después de aquel estremecimiento propio de quien está a solas con su pensamiento y le sorprende la presencia de alguno que había olvidado, responde como un eco:

-¿Qué ven mis ojos?

-Sí, qué ves en esa mano, que parece atraer y concertar toda la actividad de tu espíritu. ¿Quieres leer en ella tu porvenir?

-¡Porvenir! La vejez no le tiene; no hay para ella más que presente y pasado; sobre él meditaba. Esta mano huesosa, cubierta de piel apergaminada, tan inútil para toda labor y tan fea de ver, me trae a la memoria aquella manita redonda, sonrosada, suave como la hoja de una flor, con que acariciaba el rostro de mi madre; aquella mano dócil que se ejercitaba en todos los aprendizajes de la existencia; aquella mano, fuerte y hermosa, pronta al trabajo y al auxilio, siempre dispuesta a la penosa tarea y a compartir el peso de toda pesada cruz; aquella mano firme para sostener al que vacilaba y para levantar al que había caído; aquella mano que estrechaba calurosamente la amistad, que besaba prosternado el amor, que con un movimiento podía determinar la felicidad de alguno sobre la tierra y que se levantaba al cielo con esperanza. Esa mano que tan bella y tan firme abrió el libro de la vida, es la misma débil y arrugada que hoy le cierra. Ya no puede hacer ni ruda labor, ni tiernas caricias, ni ser sostén de nadie, ni dicha de ninguno. Por eso la miraba fijamente diciendo en mi interior;-¡Cuán inútil eres, mano débil, que cualquier peso abruma, mano vacilante que ya no puedes servir de guía, mano descarnada y yerta que te extiendes hacia tantas tumbas queridas como desposada de la muerte.

-¡Anciana! Tu vida es sin duda triste, pero ninguna debe de ser inútil. En todas las situaciones hay medios para conseguir altos fines. La mano trémula puede todavía bendecir y enjugar lágrimas.

Gijón 24 de Enero de 1876.




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Los pescadores

Con frecuencia vemos que la sociedad pasa al lado de absurdos, dolores o iniquidades sin notarlo, como un hombre que no tiene olfato por cerca de un muladar sin percibir su repugnante olor. Hay, en efecto, falta de sentido moral en ver males graves y prolongados, de cualquier clase que sean, y no pararse a examinar si son de los irremediables o pueden tener remedio. Muchas páginas podrían llenarse con la lista de estos males, que no dejan de serlo por estar desapercibidos o desdeñados, ni dejan de constituir un principio morboso para el cuerpo social.

Hoy trataremos de una de sus llagas, que bien puede darse este nombre a los pescadores.

El pescador varía mucho, según que pesca en los ríos o en el mar, según que se dedica exclusivamente a este oficio o tiene además alguna otra ocupación, según que echa su red o su anzuelo en la ribera, se aleja poco de ella o se interna en alta mar. De estas variedades de la especie tomemos la que nos parece mas numerosa, y, séalo o no, la que seguramente es la más desdichada: la de los que no tienen otro oficio que pescar en el mar, y en mares rara vez tranquilos, con frecuencia tempestuosos.

Los muchos miles de hombres que se encuentran en este caso, están sujetos a matrículas de mar y a reglamentos y autoridades de marina, que coartan su libertad, sin que reciban en cambio organización ni auxilio.

Reducidos a sus débiles fuerzas, que el aislamiento debilita, salen cuando quieren y como pueden a un mar bravo, y con mucha frecuencia no se atreven a salir. A veces se los tacha de cobardes por los que no serían más valientes que ellos si tuvieran que luchar con las olas, en una mala lancha, con un mal aparejo, y trajeran a la memoria tantas catástrofes como registra la historia si la tuvieran los pobres pescadores que sucumben.

Resulta que una gran parte del año no se puede salir al mar, que el pescador tiene huelga forzosa, y como no ha realizado economías se empeña, se arruina y se ve sumido en la más espantosa miseria.

¿Y por qué no realiza economías en los días buenos, para acudir a las necesidades de los malos días? Por muchas causas. En lugar de la caja de ahorros, de que no conoce ni aun el nombre, el pescador tiene el préstamo usurario, que le chupa todo lo que pudiera, mucho más de lo que podría ahorrar en los días de abundante pesca. Esta abundancia no significa riqueza en proporción, porque siendo mercancía que no se guarda, cuando no hay facilidad para trasportarla inmediatamente o conservarla se da casi de balde, y en todo caso abarata mucho, en cuanto abunda, un objeto que bastan pocas horas para destruir su valor.

El pescador suele ser desarreglado, y no pocas veces vicioso. ¿Qué hace en tierra esos días en que no puede salir al mar? Acude a la taberna, bebe y juega; pasea por plazas y muelles su ociosidad, la distrae por malos medios, y aun suele insultar a sus compañeros, que, dándole un buen ejemplo, trabajan en lo que les sale. No ya para hombres tan ignorantes como los pescadores, mas aun para los que tienen alguna cultura, es una gran dificultad para ordenar la vida el que ésta no lo está materialmente por la clase de ocupación, teniendo alternativas de larga ociosidad y de abundancia relativa, y escasez y carencia de todo recurso. La ociosidad es el vicio; el vicio es la ruina. Aunque no sean viciosas, a persona o familia que tiene muchos días hambre no hay que pedirles moderación en la hora de la abundancia, y de las cien personas que la exigen no la tendrían las noventa y nueve. Se necesita mucha más fuerza para ser activo, absteniéndose repetidamente de un goce que es una continua tentación, que para ser pasivo y sufrir sin lucha un mal sin remedio; y el pobre pescador, ignorante y embrutecido, no es seguramente un espíritu fuerte. Hablan de la imprevisión de los pobres los que no saben lo que es pobreza, y aun diríamos humanidad, porque, conociéndola, no comprendemos cómo pueden tenerse semejantes exigencias.

Los hijos de los pescadores se crían en esta miseria, en estas alternativas, con el mal ejemplo de la ociosidad de sus padres y muchas veces de sus vicios: así crecen, y cuando sean hombres seguirán el mismo desdichado camino, perpetuándose la miseria material y moral de los que ejercen su oficio: pescadores y miserables suele ser la misma cosa. El mal, muy inveterado, muy extendido y muy grave, viene principalmente como hemos visto:

De aislamiento, que reduce las fuerzas a las individuales;

De interrupción inevitable de trabajo, o de trabajar sin utilidad;

De ociosidad, que lleva consigo el vicio;

De falta de orden en los gastos cuando los productos exceden a las necesidades.

En la situación material, moral e intelectual en que, como otros pobres, se halla el pescador, no puede tener ni la idea de cómo saldrá de su mísero estado. Es necesario que una mano más fuerte le levante, que una inteligencia más clara que la suya ilumine el nuevo camino que debe emprender. Los beneficios de la asociación, tan desconocidos de los españoles, pobres y ricos, podrían demostrarse al pescador. Él mismo pudiera servir de ejemplo. Aun en las desfavorables condiciones en que sale al mar, no saldría si no estuviera asociado. Que dé un paso más; que, en vez de asociarse los hombres de una lancha, se asocien las lanchas de un puerto, como se hace en Castro-Urdiales, donde, según informes de personas verídicas, la condición de los pescadores es infinitamente mejor. Allí las lanchas son mejores, tienen mejores aparejos, no salen aisladamente, ni cuando quieren, sino autorizadas por una especie de consejo de ancianos, que resuelven si se puede salir o no: a esta resolución todos tienen que someterse. Ya se comprende que estas circunstancias y precauciones aumentan la seguridad, y con ella el número de los días en que se trabaja, disminuyendo el de las víctimas de la impericia, de la imprudencia, del aislamiento y de las malas condiciones de los barcos. Si a esto se añade que los que no pueden trabajar y las viudas tienen su parte en la ganancia, se comprenderá que el pescador en Castro-Urdiales aventaja mucho al de otros puertos, y que la organización que allí tienen los de su oficio debiera ser imitada y servir de argumento, especialmente para aquellos que tienen en más un hecho que cien razones.

La interrupción en el trabajo, que como hemos visto, puede disminuirse, no puede evitarse, ni tampoco el que a veces trabaje sin fruto el que sale a pescar. Pero lo que sí podría remediarse es que el hombre que no puede salir días y semanas seguidas no estuviese ocioso en tierra; y lo que debía castigarse severamente son las burlas que recaen sobre algunos pocos trabajadores de quienes hace rechifla el gran número de holgazanes que creen indecoroso trabajar en cosa que no sea su oficio, y muy digno irse a la taberna, empeñarse, tener hambrientos mujer e hijos, y ser unos miserables, en toda la extensión de la palabra. La autoridad podía hacer algo, y mucho una asociación que se encargase del protectorado de los pescadores, no desesperando de corregir a ninguno que lo necesite, pero confiando principalmente en los beneficios de la educación, y teniendo la de los niños como principal objeto de sus trabajos.

Después de cuidar de que los hijos de los pescadores recibieran la enseñanza de las primeras letras con toda la extensión posible, y de darles lecciones de moral y de la práctica de la vida, poniéndoles de manifiesto por qué era tan desdichada la de sus padres, y los medios de que la suya fuese menos infeliz; los niños, que no pueden, que no deben salir al mar hasta que tengan cierta edad, podían elegir un oficio u ocupación, como suplemento del de pescadores, si querían seguirlo, y para los días en que no pudieran embarcarse que los librase de la ociosidad, del vicio y de la miseria. Con mucha buena voluntad y algunos socorros materiales, la nueva generación cambiaría de ideas y de procederes. Aun sobre los hombres podría influirse ventajosamente. Por ejemplo, aliviando la contribución de los que trabajasen en tierra cuando no pudieran salir al mar, y recargando la de aquellos que no lo hicieran así; dando a los primeros certificados que podrían utilizar para ciertas colocaciones, preferencias para socorros, etc., y que siempre serían una garantía de honradez.

Con esto, y alguna otra medida adoptada por la asociación protectora, se destruiría la preocupación perjudicialísima que hace de la ociosidad un caso de honra, y mira como indigno de un hombre de mar el trabajo en tierra. Este absurdo se sostiene porque nadie se ha tomado el trabajo de combatirle. Los que señalan a la opinión lo que ha de tener por vil o por honrado, son los que tienen la riqueza, la inteligencia y el poder; si van contra razón y conciencia, el impulso que impriman en mal hora no producirá un movimiento duradero; pero si en conciencia y razón resuelven, las masas ignorantes no se obstinarán mucho tiempo en tener por degradante lo que más arriba se tiene por digno y se respeta.

En cuanto al espíritu de economía, tan necesario para todos los pobres, y más para aquellos cuyo trabajo sufre interrupciones y da productos muy desiguales, es difícil introducirlo entre los pescadores que estén acostumbrados a no economizar nada. Pero, sobre que algunos habrá económicos, algunos en quien la falta de orden no sea un mal inveterado, en todos podría influirse con el establecimiento de sociedades cooperativas para el consumo, y de cajas de ahorros. Estos deberían recibirse, no tal día fijo de la semana, sino aquel en que hubiera pesca abundante, y estimularse, al menos al principio, con un aumento hecho por la asociación protectora, de modo que el que llevaba a la caja una cantidad sabía que entraba aumentada con la parte añadida, como auxilio de esfuerzos difíciles y premio a la buena voluntad: la palabra limosna no debería pronunciarse.

Tenemos por cierto que, si hubiera quien se tomase el trabajo que dejamos indicado, no sería perdido, y que variaría completamente el modo de ser de los pobres pescadores.

Gijón 31 de Enero de 1876.




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La embriaguez

La libertad del hombre le deja una extensa escala que recorrer; puede elevarse hasta las alturas en que entrevé la perfección divina y aspirar a imitarla; puede descender, no sólo al nivel de los animales, sino hasta colocarse por debajo de ellos: esto último hace el que se embriaga. No hay bestia tan inmunda y repugnante como el hombre ebrio, ni ser tan degradado como el que, habiendo recibido el alto privilegio de la razón, voluntariamente la pierde. El hombre embriagado menoscaba las facultades mentales, las fuerzas físicas, hasta los instintos; no es una persona, no es ni siquiera un animal, sino una especie de monstruo, una mezcla confusa de todas las degradaciones, un conjunto de todas las ignominias, un compuesto de todos los extravíos, que, según el modo de combinarse, dan por resultado el marasmo o la demencia, el idiota o la fiera. Hay cientos, hay miles de criaturas que voluntaria y periódicamente pierden la racionalidad: y ante el atentado que contra sí propios y contra los demás cometen; ante esa especie de suicidio que aniquila al hombre, puesto que le priva de lo que esencialmente le constituye; ante la hacienda malversada, la salud destruida, la familia que se desmoraliza y se arruina, la esposa que se ultraja, y la sangre que se derrama, la ley enmudece y la opinión guarda silencio. El niño ve cómo su padre y su madre se ríen de las caprichosas curvas que al andar describe un borracho, y de su hablar tartamudo, y aprende, y enseñará su vez, que un borracho es objeto de diversión y cosa de risa. ¡Cuántas lágrimas, cuánta sangre cuesta esa demencia o ese idiotismo voluntario! Si se escribiera la historia de la embriaguez, sorpresa causaría y horror ver los males que consuma o prepara; y sólo desconociéndolos, y por falta de reflexión, se comprende que no constituya un delito y que la opinión no le lance su anatema. Tan lejos de eso, ante ella encuentra disculpa cualquier atentado, diciendo que el hombre ebrio no sabe lo que hace, como si el que voluntariamente pierde la razón, no debiera ser responsable de todo el mal que haga por no tenerla. ¿Quién es el responsable de los daños que hace una fiera, sino el que la suelta de propósito?

El borracho, si es señor, se niega que lo esté, y si no puede negarse, se le mete en un coche y se le lleva a su casa; si es pobre y no acierta a ella, anda por la calle sirviendo de diversión a los transeúntes, y de lección a los niños y a los jóvenes; cuando no puede ya sostenerse, o furioso amenaza o acomete, los agentes de la autoridad (si casualmente aparecen por allí) le sujetan, sin que ésta tenga derecho alguno para penarle, cuando recobra la razón, por el hecho de haberla perdido voluntariamente, aunque este hecho se repita una y cien y mil veces, y toda la vida.

Si el delincuente no lo parece, ¿cómo se ha de penar a los cómplices, ni tomarse medida alguna respecto del lugar donde generalmente se prepara o consuma el delito? No es posible, y la taberna tiene derecho de asilo para él, sin que directa ni indirectamente trate nadie de perseguirla en nombre de la moral, del orden, de la justicia y de la caridad. Obra moral, justa y caritativa fuera poner coto a tanto mal como sale de esos focos de perversión, pero se desconocen o se tienen por inevitables. El lugar donde entran los hombres racionales y salen idiotas o feroces es un establecimiento honrado, que paga su contribución; y el dueño que especula con el vicio, que va envenenando la razón, sin detenerse al ver los estragos del tósigo; que contribuye interesadamente a que el ebrio lo esté más y más, y beba, beba y beba hasta que no tenga con qué pagar lo que bebe, éste es un comerciante, honrado también, como su establecimiento, un ciudadano que, según las vicisitudes políticas, tendrá o no voto para elegir diputados, pero que en todas las situaciones se le concede el de hacer borrachos. Hay reyertas, escándalos, heridas y muertes entre los parroquianos de una taberna, interviene la autoridad y el juez; pero ¿a quien le ha de ocurrir que se exija responsabilidad al tabernero? O nadie piensa en él, o declara como testigo. Hablamos de la taberna, porque es el grande y constante centro de embriaguez; pero lo dicho de ella puede aplicarse a todo establecimiento público donde los hombres pierdan la razón por el abuso de las bebidas alcohólicas.

La embriaguez tiene todos los caracteres esenciales del delito.

Es un ataque a la moral, de bastante gravedad y trascendencia, para que produzca honda perturbación en la sociedad.

Es imputable a la persona que le consuma.

Es público.

Es susceptible de ser probado, y hasta muy fácil de probar.

De ponerlo en tela de juicio no resulta per turbación en la familia, ni mal que pueda neutralizar el bien de penarle.

Con todos estos caracteres, la embriaguez recibe de la opinión salvoconducto, si no como buena, al menos como acción no justiciable; es vicio de gente ordinaria; una rareza en las personas decentes; se dice que Fulano o Zutano es excelente hombre, aunque tiene el defecto de beber; en suma, la embriaguez no es un delito ni una deshonra, y el gobierno que restrinja más los derechos civiles o políticos no le niega a ningún español el de embriagarse.

Esto es tanto más doloroso, cuanto que somos un pueblo naturalmente sobrio, y a poco que la opinión y la ley enfrenasen la embriaguez, a poco que fuera contenida por las autoridades y la reprobación general, quedaría reducida a muy estrechos límites, en vez de los inmensos que hoy tiene, con tendencia a dilatarlos. No se comprendería semejante indiferencia ante mal tan grave si no se supiera que, cuando la moral se relaja, es tolerante para toda infracción, y que a medida que son raras las virtudes, halla paso franco todo género de vicios.

Gijón 22 de Enero de 1876.




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Al diputado a Cortes Sr. D. X.

Muy señor mío: Un gran poeta, que era al mismo tiempo ¡cosa singular! hombre de buen humor, escribió un día:

SESIÓN. «Aquí, convocándose a sí mismas, se reunían las letras en otro tiempo. Las vocales, vestidas de encarnado, ocupaban los asientos preferentes. A., E., I., O., U.; chillaban de una manera extraordinaria. Las consonantes llegaron con andar acompasado, teniendo que pedir permiso para entrar. El Presidente A. las favorecía, se les señalaron asientos, pero algunas permanecieron en pie, como P. H., T. H., y otras semejantes. Entonces empezó una charla sin cuenta ni razón: esto es lo que se llama una Academia.»

Yo no me parezco al autor de este epigrama en ser gran poeta, ni en ser persona de buen humor, ni tampoco en tratar a las Academias con tan poco respeto; pero me ha sucedido muchas veces dirigirme a una persona que me figuro que puede existir, de cuya existencia no tengo noticia, y a quien designo con una letra del alfabeto; he escrito cartas a D. N., a D. H., a D. A., etc., y en fuerza de repetir estas letras, venía a representarme con ellas mentalmente la persona ideal que se nombraba, en términos que había tanta diferencia para mí entre la H. y la N., como entre dos sujetos que se parecen muy poco. Hoy añado otra letra a la lista, y otra persona a las que desearía que existieran. Es usted, Sr. D. X. Me figuro que es usted diputado a Cortes, suscritor a La Voz de la Caridad, y que está de acuerdo con ella en todo lo relativo al sistema penitenciario; me figuro que ha leído usted mis opusculillos sobre este asunto, que, ni por haberlos escrito tan cortos, han encontrado quien los lea; me figuro que de todas las cosas ignominiosas que en España hacen cubrir de rubor las honradas frentes, ninguna le da tanta vergüenza como el estado de nuestras cárceles y presidios, después de la esclavitud de Cuba, se entiende; me figuro que su honor de caballero y su conciencia de hombre honrado se sublevan contra el hecho de que, en nombre de la ley, se escarnezca la justicia, formando focos de infección moral, y empleando la fuerza pública en arrojar a los hombres en abismos de maldad, de donde no es humanamente posible que salgan; me figuro que va usted a las Cortes resuelto a levantar la voz contra ese atentado moral permanente que en España se llama cárcel y presidio; contra ese envenenamiento espiritual de tantos miles de almas: y ¡lo que es la imaginación! hasta me figuro que van a escucharle a usted con interés algunos compañeros y secundarle, y tratar de poner remedio a tanta injusticia y a tanta vergüenza.

Si real y verdaderamente existe usted, señor D. X., tal como yo me lo figuro, sea por muchos años; y si existen también esos otros diputados, muy señores míos, que le secundan, es necesario que tomen el asunto por el principio, y como la reforma urge mucho, no hay que atropellarla. Usted se acordará que hace siete años se trató en las Cortes de la reforma de las prisiones, a última hora, de prisa y a ratos, que con toda propiedad pudieron llamarse perdidos. ¡Qué cosas tan estupendas se dijeron y se acordaron en aquellas sesiones! Yo me hice cargo de ellas en un Examen crítico que imprimí para mi uso particular y de algunos pocos aficionados. Estas cosas no pueden hacerse así, ni estas cuestiones se dilucidan ni se discuten verdaderamente en una asamblea numerosa de hombres políticos: ya sabe usted que hablar de un asunto no quiere decir siempre discutirle: la Asamblea, que resuelva, pero después de haberse asesorado, de haber oído a los que tienen conocimientos especiales, a los peritos.

Como entre usted y yo, Sr. D. X., hemos de hablar sin ambages y con toda verdad, convendremos en que la cuestión penitenciaria es la más grave que puede someterse a una asamblea deliberante; en que habría de componerse de filósofos dignos de este nombre para acordar lo más justo en semejante materia; en que los conocimientos especiales sobre ella no son comunes en ninguna parte, y que en España son rarísimos. No vaya usted, pues, a hacer una proposición, y que se tome en consideración, y que se nombre una comisión, enjarete en pocos días un proyecto que se apruebe en pocas sesiones: si tal ha de hacer usted, Sr. D. X., vale más que no haga nada, porque es mejor que las cosas estén por hacer, que mal hechas.

¿Qué pretendo, pues? -Yo desearía:

1.º Que truene usted, y arroje rayos y centellas sobre gobernantes y gobernados que no protestan contra tanto oprobio y tanta iniquidad, ni tratan de ponerle remedio. Que recuerde usted la historia, ignominiosa para la capital de España, de la cárcel del Saladero, con sus fugas de presos (alguno reo de muerte y en capilla); sus talleres de falsificación de billetes; su confusión de edades y criminalidad; su conspiración permanente contra los bolsillos; sus estafas organizadas; sus luchas a mano armada entre presos y guardianes, y las de éstos entre sí hiriéndose y matándose por las propinas. Que ponga usted de manifiesto lo que pasa en la cárcel de mujeres de Madrid y en la prisión de mujeres de Alcalá; digo mal, que haga usted algunas indicaciones, porque las cosas que allí pasan no son para dichas, unas porque no se pueden probar, y otras porque no se pueden oír. Que haga usted una lista de los fugados de las cárceles y presidios, unos que no vuelven a ser habidos, otros que coge la Guardia civil, otros que caza... No se olvide usted de los SESENTA Y CUATRO presidiarios escapados últimamente del presidio de Cartagena, todos de cadena, es decir, manchados con sangre. Pregunte usted qué penas se han impuesto a los empleados en cárceles y presidios que dejan escapar los presos; a las autoridades que faltan, y a las que nombran, para vigilar, a muchos que debían ser vigilados.

2.º Procure usted que el Ministro del ramo entienda lo menos posible en el asunto, y cuide mucho que no se encargue de presentar proyecto de ley.

3.º Si, según han anunciado algunos periódicos, presenta el Gobierno un reglamento, como al cabo no es imposible que tenga algo útil y aprovechable, que pase a la comisión.

4.º Que, como es recomendabilísima costumbre en Inglaterra, se abra una información parlamentaria, no para investigar el estado de nuestras prisiones y poner de manifiesto la necesidad de reformarlas, esto es notorio, nadie lo niega; sino para inquirir dónde están las personas que tienen conocimientos especiales en la materia, a fin de llamarlas al seno de la comisión, o si no pueden asistir personalmente, que envíen por escrito sus observaciones y cuantos trabajos puedan contribuir al acierto. Puede hacerse un llamamiento a todos los que de cuestiones penitenciarias se han ocupado en España, señalar un plazo de seis, ocho o diez meses, por ejemplo, dentro del cual la comisión recibirá los trabajos que se le remitan, y aun podría abrirse un certamen, y ofrecerse un premio al autor de la mejor memoria. Todo esto principalmente para que la comisión sepa dónde están los elementos que necesita y los utilice. La reforma ha de ser completa, radical; son muy contados los que en España tienen idea exacta de ella, y hay que buscarlos y utilizarlos. Doy por supuesto, Sr. D. X., que para esta obra social, humana, patriótica, se prescindirá completamente de opiniones políticas, porque, teniéndolas muy opuestas, se puede coincidir en el deseo de mejorar las prisiones y prestar cooperación para conseguirlo.

5.º La comisión de las Cortes que abra la información parlamentaria deberá tener carácter permanente; y aunque la Asamblea suspenda sus sesiones o se disuelva, continuar sus trabajos hasta que se terminen, dando entonces cuenta de ellos a las Cortes de donde procede, o a otras, para que con conocimiento de causa discutan y resuelvan. He aquí un proyecto de plan que usted y sus dignos imaginados compañeros pueden ampliar y mejorar, siendo lo esencial convencerse de que la cuestión es grave y difícil; que en los centros oficiales ni la idea de ella suele haber; que entre los Diputados serán muy pocos los que la hayan estudiado, y que es preciso buscar quien lo sepa.

Si existe usted, Sr. D. X., tal como yo le he imaginado, y halla quien le secunde, harían la mejor obra que puede satisfacer a un hombre honrado; si no, la letra con que le nombré será, como otras, una especie de epitafio sobre la tumba de una ilusión que ha muerto.

Gijón, 4 de Febrero de 1876.




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Una buena idea

Un redactor de La Voz de la Caridad estaba cierta mañana con la pluma en una mano, la frente apoyada en la otra, y mirando al papel que tenía delante, no para leer en él, porque no estaba escrito, sino como si quisiera, en fuerza de mirarle, dejar la huella de un pensamiento o extraer una idea, que seguramente no había en la lisa y blanca superficie. Sea que estuviese perplejo, o abatido, o que sostuviera diálogo mental con las cándidas cuartillas, es lo cierto que presentaba toda la apariencia de una persona que desea escribir y no sabe qué. El caso no era seguramente nuevo en la Redacción: los pocos y buenos lectores de La Voz de la Caridad merecen seguramente que nos esforcemos a escribir para ellos todo lo menos mal que nos sea posible; pero es lo cierto que cuando están las mismas personas escribiendo de la misma cosa por espacio de seis años, la tarea no es tan fácil como podría parecer a primera vista.

La verdad era que el susodicho redactor no sabía qué decir, y que parecía tener prisa de decir algo, porque miraba al reloj con frecuencia, cuando le anunciaron una visita. Contestó ceñudo que no estaba en casa para nadie; replicáronle que era un joven que deseaba verle para un asunto de caridad, y como éste era medio seguro de forzar la consigna, dijo: -«Que pase.»

En el poco tiempo que medió entre esta orden y la entrada del desconocido, ¡qué de conjeturas! dando cuerpo a la más grata, que le suponía portador de alguna buena limosna que ya se empezaba a distribuir mentalmente, cuando se presentó el anunciado visitante, mancebo simpático, de aspecto inteligente, pero con una espresión de candidez y beatitud que indicaba no haber suplido al tiempo la desgracia, y que era tan inexperto como joven y dichoso.

En vez del portamoneda, o del billete de Banco soñado, sacó un papel escrito, entablándose entre él y el redactor el diálogo siguiente:

JOVEN.-  Dispense V. que venga a importunarle una persona extraña.

REDACTOR.-  No tenemos por extraños a los desconocidos que voluntariamente llegan como auxiliares, y lejos de ser importunos, son bien venidos.

JOVEN.-   Yo vivo en..., mi madre es suscritora a La Voz de la Caridad, y yo, desde muy peque ño, la leía y se la leía o mi hermana. Muchas veces lloraba y la hacía llorar leyendo, tanto, que en ocasiones rehusaba oírme, porque decía que no se quería afligir3.

REDACTOR.-  No dejaré de referir el hecho a mis compañeros, porque es bien propio para confortarlos en sus horas de desaliento.

JOVEN.-  ¡Cómo! Ellos, que tienen tanto ánimo que animan a los demás, ¿necesitan quien los anime?

REDACTOR.-  Lo necesitan. Su tarea es ruda, y a veces ven tales cosas, que llegan a dudar si su trabajo es inútil.

JOVEN.-  No comprendo...

REDACTOR.-  De aquí a treinta años comprenderá usted, y si no comprende nunca, mejor.

JOVEN.-  Pero yo he aprendido de ustedes que el bien que se hace nunca es inútil.

REDACTOR.-  Eso creemos y eso enseñamos, porque no hemos de presentar como ejemplo nuestra debilidad, ni buscar ecos para nuestros ayes, como si fueran lecciones; pero hay horas de agonía en que, como el divino Mártir del Gólgota, duda el hombre si le ha desamparado el Padre celestial.

JOVEN.-  ¿Y no viene a confortar el alma en esos desfallecimientos el recuerdo de tantos miles de corazones que con los de ustedes laten y sienten, lloran y se consuelan?

REDACTOR.-  ¡Miles!

JOVEN.-  Sin duda. ¿No tienen ustedes muchos miles de suscritores?

REDACTOR.-  ¿No ha visto usted las cuentas de ingresos?

JOVEN.-   Nunca miro las cuentas yo. Dice mi abuelo que cuando son buenas no hay para qué mirarlas, y cuando son malas, tampoco.

REDACTOR.-  Puede que tenga razón su abuelo de usted. Pero en nuestro caso, por el examen de las cuentas de La Voz de la Caridad hubiera usted visto que es corto el número de los que con nosotros simpatizan.

JOVEN.-  Entonces tendrán ustedes poco prestigio.

REDACTOR.-  Muy poco.

JOVEN.-   Poca influencia.

REDACTOR.-  Ninguna.

JOVEN.-  Carecerán de medios de realizar ninguna empresa beneficiosa.

REDACTOR.-  Completamente.

JOVEN.-  Yo, vea usted, tenía una idea que juzgaba útil, y creía que ustedes la podrían dar gran publicidad y eficaz apoyo. Está formulada en cuatro palabras. ¿Quiere usted leer esa cuartilla y decirme qué le parece?

 

(El REDACTOR lee.)

 

REDACTOR.-  Es un excelente pensamiento.

JOVEN.-  ¿Y le cree usted realizable?

REDACTOR.-  Podría realizarse fácilmente si hubiese quien quisiera, pero creo que no habrá. Nosotros hemos propuesto muchas cosas análogas, y ninguna ha pasado del papel.

JOVEN.-  Es incomprensible. ¿No dicen que somos un pueblo muy religioso?

REDACTOR.-  Lo dicen.

JOVEN.-  ¿Un pueblo muy hidalgo?

REDACTOR.-  Lo aseguran.

JOVEN.-  ¿Un pueblo digno de mejor suerte?

REDACTOR.-  Lo afirman.

JOVEN.-  ¿Un pueblo muy caritativo?

REDACTOR.-  Lo sostienen; pero como esto, que todos dicen, nadie lo prueba, y como los hechos demuestran lo contrario, debe de haber error, o en la idea de lo que debemos ser, o en la idea de lo que somos, o en entrambas, que es lo más probable. Cuando se tiene algún pensamiento beneficioso y se busca una persona que pueda y quiera realizarlo, no se encuentra. Se buscan varias cuyos esfuerzos reunidos puedan darle vida, y no parecen tampoco. Si por excepción se hallan, es posible que tomen el proyecto con calor, y hasta que haya entusiasmo en las primeras reuniones; pero es probable que se enfríe pronto y que de aquel vivo fuego no quede más que la fría ceniza del desengaño. Hay excepciones, pero ésta es la regla.

JOVEN.-  Y yo que imaginaba que había entre nosotros un fondo excelente y gran disposición al bien.

REDACTOR.-  Sí; todos estamos a él dispuestos siempre que no nos pidan trabajo ni dinero; así que hay que dar una de estas dos cosas, empiezan las dificultades. En cuanto al fondo, no sé cómo será, acaso mejor que lo que sale a la superficie; pero, en fin, ésta es la que se ve, la que se toca, donde se hallan las facilidades y los obstáculos, y presenta tantos para el bien que no se puede tener por buena.

JOVEN.-  Es cruelmente desconsolador.

REDACTOR.-  No es muy propio para dar consuelo; pero, en fin, en épocas como la presente, hay que entonar el espíritu con amargos, y aunque la verdad lo sea, no ha de ocultarse. Yo quiero decírsela a usted, porque se debe a todos, porque, si no fuera deuda de conciencia, lo sería de corazón para quien lo tiene tan bello y ha consolado el mío, y, en fin, porque al cabo habría usted de saberla por labios que tal vez la acompañasen con una sonrisa desdeñosa.

JOVEN.-  ¿Y hemos de cruzarnos de brazos y no hacer ni intentar nada?

REDACTOR.-  Al contrario; cuanto peor preparada la tierra, más hay que trabajar para ponerla en cultivo. Nosotros recogemos el fruto de lo que otros sembraron; sembremos para que otros sieguen: así lo exigen la Humanidad y la Justicia; además que, aun cuando nuestro trabajo, al intentar el bien, fuera perdido para los demás, siempre es útil para el que lo realiza: los esfuerzos que exige son una gimnasia que fortifica el alma y purifica la atmósfera en que viven los sentimientos de compasión y las ideas de justicia. Por otra parte, nadie puede asegurar que sea del todo irrealizable actualmente la buena obra que propone, y debe comunicarla a un millón de personas, a un centenar, o a una sola, según pueda. Nosotros no podemos darle más que mucha simpatía y escasa publicidad. Usted dirá si admite o no la humilde ofrenda.

JOVEN.-  ¿Cómo no la he de admitir con gratitud? ¿No debo contentarme yo con lo que ustedes se resignan?

REDACTOR.-  Entonces dicte usted y escribiré.

JOVEN.-  «La guerra parece que toca a su término, y acábese o no pronto, como no hay ninguna cosa eterna, se acabará.4 Víctimas de ella quedan centenares, tal vez miles de hombres inutilizados. Yo los he visto pidiendo limosna o recibiendo protección y auxilio, sin el cual no hubieran podido conseguir lo que les era debido; en el mismo caso están los padres de los que han muerto en acción de guerra; es seguro que sólo una mínima parte reclama y realiza su triste derecho.

»Los pobres lo son de todo, de conocimientos, de idea de su derecho, de medios de hacerlo valer, y si no hay quien los ayude a ponerlo en claro para que pase a ser hecho, muchos inválidos de la guerra vivirán miserables, pesando sobre sus familias, o degradándose en la mendicidad, con escarnio de la Justicia y afrenta del nombre español. Yo desearía, pues, que formáramos una Asociación protectora de los Inválidos del Ejército y padres de los muertos en acción de guerra, que fuese como una agencia gratuita para hacer valer sus derechos. Se anunciaría su instalación en Madrid, para que de todos los puntos de España y posesiones de Ultramar pudieran utilizar sus servicios. El trabajo, sobre que repartido no sería grande, no es de los que, prolongándose indefinidamente, pueda retraer a los muy ocupados o poco laboriosos. En un plazo no largo quedarían zanjadas las dificultades, atendidos todos los derechos, y la asociación podría disolverse satisfecha de su buena obra. Yo desde luego me ofrezco a tomar parte en ella...»

REDACTOR.-  Y yo también. Imposible parece que no secunden el pensamiento tantos como viven del presupuesto, en el orden de cosas por que han derramado su sangre esos que usted quiere patrocinar, y tantos militares como han contribuido a encumbrar y a enriquecer los pobres inválidos. En fin, si nada se hace por ellos, no será culpa de usted, ni de La Voz de la Caridad.



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Vicio, delito y crimen

Después de escrito el artículo La Embriaguez, hemos leído en un periódico la siguiente noticia:

«La embriaguez, llamada por los ingleses dypsomania, ha adquirido tal desarrollo en la Gran Bretaña, que el Gobierno de la reina Victoria ha decidido presentar al Parlamento una act que ponga fin a tan deplorable plaga.

»Entre las medidas que se proponen para cortar el mal, figura una un poco fuerte; es la siguiente: todos los borrachos recalcitrantes, todos los dipsomaníacos serán reducidos a prisión y tratados como locos.

»A este objeto se creará un hospital-cárcel, administrado por ciertos comisarios especiales.

»Lord Shaftesbury, presidente de la Comisión de vigilancia de las casas de dementes, presentará el bill en la Cámara alta.

»Todavía no se ha designado la persona que ha de hacer lo mismo en la Cámara de los Comunes.»

He aquí la Inglaterra, que alarmada por el incremento que va tomando la embriaguez, trata de buscarle remedio, violento, como todos los que vienen del exceso del mal.

Tal vez en la redacción del suelto que copiamos haya alguna inexactitud, porque nos cuesta trabajo creer que sean tratados como locos los borrachos recalcitrantes. Esto sería una injusticia abominable, porque apenas se concibe pena mayor para un hombre que no está loco que tratarle como tal; considerar así muerto el espíritu, es mucho más duro que matar el cuerpo, y la mano del verdugo nos parece piadosa comparada con la que lanza el anatema de loco sobre un hombre que no ha perdido la razón: repetimos que no parece creíble que la ley inglesa cometa semejante atentado contra la justicia.

No hacemos más que esta breve considera ción sobre un punto de derecho que no hemos de tratar en este artículo, cuyo objeto es considerar cómo por la vía del vicio se camina al delito y se llega al crimen.

Si se estudia la historia de los criminales, aun tan imperfecta como suele resultar de las actuaciones, se ve que el reo es casi siempre persona de malos antecedentes, y que antes de ser criminal fue vicioso. Es hecho tan constante, que puede establecerse como regla, y habrá pocos que tengan menos excepciones. Véanse los anales del crimen, estúdiense los debates judiciales, y se notará que el acusado es casi siempre hombre de mala vida y costumbres. ¿Y qué lección encierra un hecho tan constante? Una que, a nuestro parecer, importaba mucho tomar: la de que si no se tolerara tanto el vicio, no llegaría a ser delito y crimen. Un hombre es borracho, holgazán, vago, crapuloso, adúltero, escandaloso en palabras y hechos, descuidado en el cumplimiento de sus más sagradas obligaciones, sin que la autoridad ni la ley pongan coto a sus malos procederes. Va fomentando en su alma toda aquella venenosa levadura, va perdiendo la fuerza moral indispensable para la virtud, y la repugnancia a lo que es injusto. Cada vez tiene menos amor al bien, menos aversión al mal, menos energía para combatirle; y llega una hora en que la semilla germina, en que por la pendiente fatal el movimiento se acelera, en que la chispa de cualquier apetito ciego y desenfrenado produce la explosión de tantas materias inflamables como se habían acumulado, y el vicioso se ha convertido en criminal; pocos vierten sangre sin que antes hayan hecho derramar lágrimas.

La sociedad asiste indiferente a estos preliminares del crimen y del delito; deja que vayan acumulando materias inflamables, que preparen el fulminante, y cuando estalla la explosión, se admira, y se duele, y registra los escombros sin profundizar mucho. Entre ellos hay vidas, haciendas, honras sacrificadas, hombres perdidos para la virtud, almas que han hecho con el mal pactos que parecen indisolubles.

Háblase de la libertad que cada cual debe tener en su vida privada, del sagrado del hogar, etcétera, etc. Buena es la libertad para todo, pero en nada debe admitirse la licencia. La vida privada ha de ser tal que se pueda publicar sin mal ejemplo, y el hogar no es sagrado desde la hora en que no está puro. ¿Cómo se puede dar nombre de vida privada a la que da escándalos muy públicos, ni pedir inmunidades para un hogar tantas veces foco de corrupción o suplicio donde se inmolan víctimas inocentes? No hay más que una vida; no puede admitirse la división de pública y privada, y el que ofende a la moral y es perverso como padre, como hijo, como esposo; el que, en sus relaciones con los individuos, no es honrado, ¿qué derecho tiene a la consideración de la colectividad? Indigna ver hombres de una perversidad pública, escandalosa, hablar como personas honradas, pretender y obtener la consideración de tales, y más todavía, que el arrojar la verdad a su manchada frente se tenga como un atentado, porque es entrar en su vida privada.

Con este salvoconducto dado al vicio se abre la puerta al delito y al crimen; en los debates judiciales se ve bien claro, y con igual evidencia en la observación de los crímenes que no pena ni persigue la ley, que en España son los más.

Pero se dirá: La ley no puede llegar a todas partes, y hay muchas acciones malas que necesariamente se sustraen a ella. Lo sabemos; pero la cuestión es qué acciones deben ser éstas; la cuestión es no dar por injusta e imposible la intervención de la ley cuando es equitativa y hacedera; la cuestión es que el verdadero progreso consiste en elevar el nivel intelectual de manera que cada vez se exija más virtud, y se permita menos vicio; la cuestión es saber si la perfección de la máquina social permite hacer una obra más perfecta; la cuestión es si tienen derecho a llamarse civilizados los pueblos que, como los bárbaros, no previenen los delitos ni los penan hasta que salen a la calle, navaja o revólver en mano.

La ley no lo puede todo; pero debe todo lo que puede, y no hay duda que debía calificar como delito muchas acciones que hoy se llaman vicios, convertir en banco de acusado más de un asiento del hogar, y autorizar al acusador público para que pusiera coto a las iniquidades de la vida privada.

Reflexionemos un momento sobre el espectáculo que ofrece la Inglaterra persiguiendo con tanto rigor la embriaguez, tolerada y, aun pudiera decirse, estimulada hasta aquí. Cuando hemos clamado por que se la persiga como delito, seguramente no seremos sospechosos de tolerancia para con ella; pero ¿qué persona de recto juicio puede desconocer la fuerza de los cargos que el borracho recalcitrante inglés tiene derecho a dirigir a la sociedad que le pena? Ella consintió que desde niño viese que se embriagaba su padre, sus parientes, amigos y conocidos, y oyera que grandes señores se embriagaban también, sin que nadie lo tuviera por cosa mala. Fue acostumbrándose al espectáculo de aquellos hombres que voluntariamente perdían la razón, y quiso tener esos goces que otros tenían antes de perderla. Los probó: eran los únicos en su desdichada vida. A cada paso y a todas horas hallaba la taberna, único lugar de sociedad, expansión y modo de pasar agradablemente el rato en los días en que no trabajaba. Era su único pasatiempo: allí no le pesaba la vida; allí pasaban las horas sin sentir; allí, con toda libertad, podía hablar, disputar y reír, y allí encontraba sus únicas alegrías, y si estaba triste, bebía el olvido de sus dolores.5 Entró en la taberna por echar un trago y pasar el rato; bebió al principio moderadamente, después hasta alegrarse, luego hasta perder la razón; nadie le dijo que esto era malo, y cuando había adquirido un hábito, invencible tal vez, la ley, que estuvo muda, habla para lanzarle un horrible anatema; la ley, que se manifestó complaciente, se arma de todos sus rigores contra él, y la sociedad, que fue su cómplice, se erige en juez severo, en ejecutor implacable. Si él es calificado de loco, ella ¿qué calificación merece? En sus disposiciones legales, además de la complicidad social, hay efecto retroactivo, si no material, moralmente consideradas, porque se persigue el hábito culpable de una acción, que no estaba prohibida cuando aquella mala costumbre se formó. Estas cosas puede decir el borracho recalcitrante, en Inglaterra o donde quiera que la ley pase de la complicidad al rigor.

¿Pretendemos, pues que un hábito culpable constituya un derecho porque en el hecho de formarle tuvo parte la comunidad? Seguramente que no. El mal, desde el momento en que se reconoce, se ataja, y nadie para realizarlo puede invocar ningún principio de justicia. Queremos que la embriaguez sea considerada como delito; que se la persiga directa o indirectamente; que, a contar desde el día en que la ley la condene, ninguna circunstancia atenuante pueda alegarse por razón del hábito contraído por los culpables. Mas para aquellos que tenían el hábito formado antes de promulgarse la ley, queremos, no salvoconducto para el escándalo, ni impunidad, pero tampoco rigor, y antes por el contrario, cierta blandura, en consideración a la dificultad de la enmienda después de muchos años de culpa, entre otras razones, por embotamiento y decadencia de las facultades mentales, que en muchos casos son débiles auxiliares para el grande esfuerzo que necesita la voluntad.

No basta declarar delito la embriaguez y perseguirla, si no se persigue la taberna, como hemos dicho, principalmente en el artículo que llevaba su nombre. Pero si los pobres no van a la taberna, ¿adónde irán en busca de sociedad y recreo? La cuestión de las diversiones populares es una gran cuestión, de que el Estado no se ocupa, ni las sociedades benéficas tampoco. Los crímenes y los vicios de los pobres salen casi todos de sus pasatiempos, que nadie procura que sean racionales, honestos y hasta instructivos, como podían ser. Se subvenciona algún teatro elegante, se gratifica al director de otro de primer orden; mas a ninguno de los dos acude el pueblo, cuyas diversiones le conducen tantas veces al vicio, que es camino del delito y del crimen.




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Penitenciaría para jóvenes delincuentes

La Voz de la Caridad, que en los seis años que lleva de existencia no ha cesado de abogar por la reforma de las prisiones, ha tenido una satisfacción verdadera al saber que el señor D. Francisco Lastres tenía el proyecto de establecer una penitenciaría para jóvenes delincuentes, y más aún, al ver que ese proyecto está en vías de realizarse, como se infiere de la circular que insertamos a continuación:

«Conocidos de todos es el mal estado en que se encuentran nuestros establecimientos penitenciarios, verdaderas escuelas de criminales, en lugar de casas de corrección. Dificultades que no es del caso explicar han impedido hasta ahora acometer por completo la reforma carcelaria; pero mucho puede mejorarse sin gravar a la Administración. Las más notables penitenciarías de jóvenes que hay en el extranjero se deben a la iniciativa particular. Mettray, Val d'Yévre, Citeaux, Stanz, Ruysselede, Beermen y otras muchas casas de reforma, europeas y americanas, prueban lo que puede conseguir la iniciativa privada cuando los hombres se reúnen, sin exclusivismos de ninguna clase, para hacer bien a sus semejantes.

»Siguiendo el ejemplo de otras naciones, los que suscriben, autorizados por Real orden de 29 de Diciembre de 1875, han ideado crear en Madrid una cárcel y correccional para jóvenes menores de veintiún años, en cuyo establecimiento, a la vez que sufran la detención o la pena impuesta, recibirán instrucción elemental y religiosa, aprenderán un oficio los que no le tengan, y se perfeccionarán en el suyo los que ingresen sólo con rudimentos. Con un sistema religioso, racional y científico se conseguirá indudablemente separar del camino del crimen y de la deshonra a los jóvenes que hoy, por falta de medios a propósito, salen de las cárceles convertidos en verdaderos y temibles criminales.

»No llenará esta sola indicación el establecimiento que se proyecta. En estos tiempos en que toda autoridad se analiza y todo poder se discute, parece como que se han debilitado los vínculos de la familia, y muchos hijos desconocen todo el respeto y sumisión debidos a los padres. En vano se emplean las reflexiones; las amenazas y castigos domésticos; todo es inútil para ciertos jóvenes, que creen ser más hombres mientras más depravada sea su conducta. Cuando las cosas llegan a este extremo, preciso es venir en apoyo del padre o de la madre impotente dentro de su hogar. En el establecimiento habrá celdas, completamente separadas de los departamentos que ocupen los presos, y en ellas ingresarán los hijos menores de edad que, con intervención judicial, envíen los padres. Dedicado al estudio, al trabajo y a la meditación, se corregirá indudablemente el hijo rebelde que, si aún no es criminal, puede llegar a serlo si a tiempo no se modifica su conducta. El ingreso en el asilo de corrección no constará en ningún libro ni documento, pues se trata de facilitar la enmienda, no de marcar a nadie con el sello del criminal.

»El pensamiento que nos congrega ha merecido la protección de S. M. el Rey, S. A. la Princesa de Asturias, la Excma. Diputación provincial y el Excmo. Ayuntamiento de esta capital, que se han suscrito por sumas de importancia.

»Conocida la idea, se comprenden fácilmente las ventajas que ha de reportar la creación del correccional que se proyecta, y los que suscriben esperan que usted, dando una prueba más de sus generosos sentimientos, se dignará contribuir a la realización del mismo, suscribiéndose con la suma que creyere oportuno, y por ello le anticipan las gracias en nombre de la caridad.

»El Duque de Fernán-Núñez. -El Marqués de Salamanca. -El Marqués de Vallejo. -El Marqués de Mudela. -El Marqués de Irún. -El Marqués de Viesca Sierra. -El Conde de Morphy. -El Barón del Castillo de Chirel. -Manuel María Álvarez. -Práxedes Mateo Sagasta. -Valeriano Casanueva. -Manuel Silvela. -Estanislao Figueras. -Antonio Hernández. -José G. Villanova. -Enrique Ziburu. -Eduardo Gasset y Artime. -Ignacio J. Escobar. -Agustín Pascual. -José Reus y García. -José Carvajal y Güe. -Carlos Prast. -Matías López. -Eugenio Montero Ríos. -Fernando Cos Gayón. -Buenaventura Abarzuza. -Bruno F. de los Ronderos. -Felipe Ibarra. -Francisco Lastres. -José de Cárdenas. -Francisco de A. Pacheco. -Domingo de Rolo de Angulo. -José María del Campo y Navas. -Lorenzo Álvarez y Capra. -Javier Galvete.»

Dispersos los redactores de La voz de la Caridad, no pueden acudir personalmente a prestar su apoyo, débil, pero cordial, a este pensamiento, teniendo que limitarse a recomendarlo a sus lectores, acompañarlo de toda su simpatía, y hacer votos por que se realice.




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Las víctimas del trabajo


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[Artículo I]

Más de una vez ha tratado La Voz de la Caridad de los oficios que perjudican la salud o ponen en peligro la vida, y aunque haya clamado en vano, no ha de dejar de clamar: lo primero, porque así cumple con lo que debe, cierren o no los oídos los que debían escucharla; lo segundo, porque no se sabe los ecos que puede haber en el desierto, ni cuántas gotas de agua tienen que caer en una roca para perforarla.

Todos los días se leen en los periódicos noticias parecidas a la siguiente:

«Un albañil que trabajaba en la casa que construye en el Paseo de Recoletos el Sr. Murga, cayó ayer del andamio en que se hallaba, ocasionándose varias contusiones, la fractura de las dos piernas y varias heridas de gravedad.»

Estas noticias se dan sin comentarios, como si se tratara de cosas indiferentes o irremediables; de que D. Fulano había sido agraciado con una cruz, o de una exhalación que ha causado la muerte de un caminante.

Después de pagar el debido tributo de compasión a esa obscura víctima, anónima como todas las de su clase; después de considerar los horribles sufrimientos y desastrosa muerte del que tenía contusiones, heridas graves y las dos piernas rotas; después de pedir consuelo para su madre, si le llora, amparo para sus hijos si los ha dejado; después de desear mejor vida al que partió de ésta tan desdichadamente, derramemos una lágrima sobre esa fosa común donde yacen, sin epitafio, los de historia ignorada y nombre desconocido, y delante de esa tumba donde están, en montón, los que en el mundo fueron masa, reflexionemos.


Más que la vida parlera
enseña la muerte muda.

El albañil muerto en la obra del Sr. Murga debe representar para nosotros, no una persona, sino una clase; no un individuo, sino una colectividad numerosa, que paga todos los años enorme tributo a la muerte por accidentes y catástrofes. La mucha lástima que inspiran estas víctimas y sus familias desventuradas, podrá dar más unción a las voces que en su favor se alcen; pero, además del sentimiento de caridad que despierte en los que la tengan, hay una cuestión de justicia, obligatoria para todos, y es la que nos proponemos tratar hoy.

La cuestión de las víctimas del trabajo tiene dos partes:

1.ª Evitar las desgracias que puedan evitarse.

2.ª Indemnizar en lo posible los perjuicios causados por accidente o catástrofe inevitable.

Fuera de España, aunque no todo lo que se debía, se ha hecho algo para remediar o atenuar los perjuicios que a la salud causan ciertas industrias, y disminuir los peligros de aquellas en que le hay para la vida. Entre nosotros no se ha trabajado nada con este objeto, y si se exceptúan algunas precauciones tomadas en ciertas minas, no tenemos noticia de que se hayan aprovechado los trabajos ni la práctica y ejemplo de otros países. Santa obra harían las personas que se asociaran para dar a conocer estas prácticas, para despertar la opinión, aletargada en este punto como en otros muchos importantes, y para que gobernantes y legisladores comprendieran la justicia y la formulasen en la ley. Santa obra sería la de una Asociación protectora de la salud y de la vida de los obreros. La concebimos dividida en tres secciones.

Una, generalizando el conocimiento de las precauciones que debe tomar el obrero para evitar los perjuicios para la salud o peligros para la vida, si los tiene la industria que ejerce, precauciones cuya eficacia sanciona la experiencia.

Otra, para estudiar los medios de evitar la insalubridad y peligros de ciertos trabajos, haciendo progresar esta preferentísima aplicación de las ciencias y las artes.

Y la tercera, en fin, dedicada a influir en gobiernos y legisladores, para que, según los casos, practicasen directamente o hiciesen practicar aquellas precauciones protectoras de la salud o la vida del obrero.

Si semejante asociación se formara, bien venida sería, y bendita de Dios y de las personas amantes de la humanidad y de la justicia.

Puesto que las caídas de andamios son en España causa frecuente y notoria de numerosas desgracias, tomemos el hecho como prueba de culpable descuido o de ignorancia también culpable. ¿Cómo se hacen los andamios, por donde a muchos metros de altura han de andar los hombres, hacer fuerza y tomar a veces posturas necesarias para la obra, pero muy peligrosas cuando la pérdida del equilibrio viene a ser la de la vida? Cualquiera que observe verá malas tablas, a veces podridas, mal atadas entre sí y con los pies derechos, y aunque sean buenas y se amarren bien, estrechas y sin resguardo, de modo que un tropezón al andar, un vahído, un esfuerzo que rompe el necesario y a veces difícil equilibrio, produce la caída y la muerte.

Lo primero que ocurre, es admirarse de que un hombre, por mezquino jornal, se exponga a semejante peligro, y no exija fáciles precauciones, ni se niegue a trabajar si no se toman, y aun omita él las que de su voluntad dependen. Pero, reflexionando un poco, se comprenden perfectamente estos absurdos. El obrero ignora que hay medios de evitar los peligros que lo hacen correr; ignora el derecho que tiene a que otros sepan estos medios y los pongan en práctica; ignora la facilidad con que podía realizar este derecho. El obrero, sin saberlo, es fatalista, moralmente pasivo, y suele recibir sus males como si fueran irremediables todos. Él ha nacido para subir a aquel andamio, como subía su padre y subirá su hijo, y para caerse, si se rompe una tabla o se le va un pie o la cabeza. Otros se han caído y se han muerto y los han enterrado, sin que nadie mirase el hecho sino como muy natural. En invierno hace frío; en verano calor, y en las obras hay desgracias, ya se sabe. El obrero, sin notarlo también, da poca importancia a la vida; aunque ha oído decir que es muy amable, y aunque lo repita él mismo, es lo cierto que la arriesga de una manera insensata por nada o muy poca cosa; sea que en el fondo de su alma sienta que no pierde mucho al perderla, sea que, como ve que el mundo no le da importancia, no comprende que pueda tener mucha; sea, en fin, que, aunque la aprecie y la ame, por imprevisión salvaje la arriesga con brutal descuido. El de los que le emplean tiene más difícil o peor explicación, porque todo el que dirige trabajos debiera saber los medios que pueden emplearse para la seguridad de los trabajadores y ponerlos en práctica una vez sabidos. Si ésta no forma parte esencial de la ciencia y del arte de construir y trabajar, verdaderamente que están bien atrasados los que hacen programas y dirigen estudios.

En otros países, los andamios para la construcción de edificios tienen barandillas, de modo que el operario, aunque tropiece, vacile y caiga, cae dentro. Para los revoques, toda clase de reparaciones y obras en los tejados se ponen redes, y el sistema de Mr. Edmundo Laurency es sencillo y poco costoso. No intentaremos dar de él una descripción detallada que, sin láminas, acaso vendría a ser inútil; basta a nuestro propósito manifestar que el operario que trabaja con exposición de caerse tiene siempre debajo una red, que por medio de poleas baja o sube, estando constantemente a poca distancia de los andamios, de modo que la caída en ella no ofrece ningún peligro. Su coste vendrá a ser de unos 2.500 reales, y como se deteriora poco, terminada una obra puede servir para otra y otras. De tantos ricos como gastan 125 duros en una fruslería, ¿no habría uno que los destinase, a esta grande obra de caridad y a este buen ejemplo? De tantas personas que, sin ser ricas, hacen gastos superfluos, ¿no habría algunas que, reuniendo pequeñas cantidades cercenadas a caprichos y gustos frívolos, mandaran construir por su cuenta una red Laurency, enseñando con el hecho a los que no saben, recordando a los que olvidan, convenciendo a los que tienen por imposible todo lo nuevo, y ejerciendo un especie de coación moral sobre todos los que deben disminuir el número de víctimas del trabajo? ¡Pensar que hubieran podido evitarse muchas con unos cuantos duros empleados en madera, cuerdas y tela metálica! ¡Pensar que tendría hijo aquella anciana desvalida, padre aquellos niños que en el abandono hacen el aprendizaje del vicio y del crimen, si el operario que cayó hubiera trabajado con las precauciones debidas! ¡Pensar que los Gobiernos investigan dónde hay, y traen del extranjero máquinas de destrucción, olvidándose de introducir los aparatos de salvamento!

Tenemos la íntima persuasión de que los primeros andamios con barandilla y las primeras redes Laurency que se establecieran por una o varias personas caritativas, determinarían una reforma tan beneficiosa como necesaria. No en vano se hablaría al mismo tiempo a los ojos, al corazón y a la conciencia. También estamos persuadidos de que serían un elocuente discurso contra la Internacional esos aparatos destinados a proteger la vida del obrero, levantados en el aire, como los brazos amantes del rico que recibe en ellos al pobre que sin su auxilio perecería. Mucho nos equivocamos si los albañiles y carpinteros que vieran solícito empeño por evitar su peligro, no se hacían amigos de los señores que protegían su vida.

Para creerlo así tenemos razones y hechos; citaremos uno. Vivo está, y viva por muchos años, un redactor de La Voz de la Caridad que supo las dificultades (muy frecuentes) que había para enterrar a un pobre, y el desconsuelo de su mujer, que carecía de recursos para zanjar aquellas dificultades. Nuestro compañero fue a la pobre casa, a la parroquia, a casa del párroco, y gastando bastante paciencia y un poco de dinero, poco, dio mucho consuelo a la viuda y satisfacción a los amigos del muerto, que, aunque pobres, le habían hecho el triste y último regalo de un féretro. Pasaron dos o tres días, y anunciaron a nuestro amigo la visita de unos desconocidos, cuyo traje por aquellos días no inspiraba la mayor confianza en las casas alfombradas. El que ama a los pobres, no les tiene miedo: los que estaban a la puerta pasaron al despacho, y uno dijo: «Hemos averiguado dónde vive usted para darle las gracias por lo que ha hecho por nuestro compañero y que, si no, creo que aún estaría sin enterrar. Toda la compañía está muy agradecida, y venimos de su parte a decirle que puede contar con ella en cualquiera ocasión y que tendremos mucho gusto en protegerle.»

El poder de aquella pobre gente era una ilusión; pero su gratitud, su buen afecto hacia un señor que se había interesado por un pobre, era una realidad. Mucho tiempo hace que se ha dicho: Si quieres ser amado, ama; y todos los impulsos del odio amargo podrían contenerse con la mano firme de la justicia y la dulzura de la caridad.

Otro día trataremos de la segunda parte de la cuestión, que es indemnizar en lo posible a las víctimas del trabajo.

Gijón 6 de Febrero de 1876.




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Artículo II y último

Hemos dicho en nuestro primer articulo, que la cuestión de las víctimas del trabajo tenía dos partes.

1.ª Evitar las desgracias que pueden evitarse.

2.ª Indemnizar en lo posible los perjuicios causados por accidentes o catástrofes inevitables.

Aunque brevemente tratamos de la primera parte, réstanos hacer algunas observaciones sobre la segunda.

Hace algunos años, varias personas se asociaron con el proyecto de reunir fondos, y atender de una manera ordenada y permanente a los inválidos del trabajo. Reuniéronse algunos fondos, y la idea iba a realizarse, cuando el Gobierno de entonces, creyendo ver en ella un pensamiento político y hostil, -¡cosa increíble por cierto!- prohibió la asociación. Los fondos reunidos han estado muchos años esperando una coyuntura que no llegaba, los principales promovedores murieron, y no fue malo que las limosnas estaban en buenas manos, y se entregaron no ha mucho, con los réditos, para el Colegio de Nuestra Señora de la Asunción, que recoge huérfanos de víctimas del trabajo.

No tratamos de calificar el hecho de prohibir una obra de caridad, sino de probar que es obra de justicia, y que el Estado debe atender a los inválidos del trabajo, como a los de la guerra. El Estado forma parte de la sociedad, y en muchos casos obra como su mandatario, como el cumplidor de su voluntad y ejecutor de su justicia. El Estado no es una entidad diferente, ni aislada, ni menos superior a la sociedad; a ésta sirven los que le sirven a él, y sólo por una confusión de ideas puede suponerse en el Estado una independencia y superioridad que no tiene y dar a sus servidores privilegios que no deben tener. Este error, como todos, lleva a una injusticia, y con la mayor tranquilidad de conciencia se abandonan a la caridad pública los inválidos del trabajo.

Va siendo tiempo de formar ideas más exactas y poner en práctica principios más equitativos. Un labrador y un cantero sirven a la sociedad tanto como un magistrado y un guardia civil, porque si la justicia es necesaria, no lo es menos el albergue y el alimento. Y citamos aquellos servidores del Estado cuya inutilidad es incontestable, prescindiendo de otros cuyos servicios son muy problemáticos o positivamente negativos. Aunque muy imperfecta, se concibe sociedad sin Estado, o que tenga de él sólo un bosquejo; pero Estado sin sociedad es imposible. Que pruebe la milicia, y la magistratura, y la diplomacia y los empleados todos a vivir sin agricultura, industria, comercio y ciencia.

No hacemos más que apuntar ideas, por parecernos tan claras que su sencilla enunciación lleva consigo la prueba. Trabajan para la sociedad (por el intermedio del Estado o no, que esto no cambia la esencia del trabajo ni del trabajador), trabajan para la sociedad, decimos, el soldado y el juez, lo mismo que el labrador y el cantero, y cuando trabajando se inutilizan, tienen igual derecho a ser socorridos como inválidos, y si mueren, sus familias.

Y esto no lo pensamos solamente los redactores de La Voz de la Caridad, por ser algo parciales de los pobres, ni las señoras, que nos dejamos arrastrar por el sentimiento, no. La cuestión se discute ya entre hombres graves, no entusiastas, y cuando estas cuestiones empiezan a discutirse, están muy cerca de resolverse favorablemente para los que tienen justicia.

Si las víctimas del trabajo sucumbieran en corto número, o acá y allá desparramadas, cayendo poco a poco y sin ruido, es probable que hubieran pasado muchos años sin que se fijara en ellas la atención; pero en las minas de carbón de piedra caen a centenares, y el grisú produce catástrofes de que no va siendo fácil desentenderse. Dos ha habido en Bélgica en poco tiempo; posteriormente en Saint-Etienne han quedado sepultados más de 200 hombres, y en Inglaterra, un año con otro, perecen 500.

Aunque la Gran Bretaña no pasa por ser muy entusiasta de los principios democráticos, ni por mimar mucho a sus pobres, o porque esta opinión no sea exacta, o porque han variado las cosas de los tiempos en que se formó, o porque las indias negras, como llamaba Jovellanos a las minas de hulla, siendo esencial elemento de la vida de aquel país, cuanto a ellas se refiere es de capital importancia, ello es lo cierto que la prensa de Inglaterra empieza a tratar de la cuestión de si el Estado ha de socorrer a los inválidos y familias de los muertos en las explosiones de las minas, y a discutir en qué forma y de qué modo se allegarán fondos.

Lo esencial es que se resuelva conforme a justicia la cuestión de derecho; porque si los inválidos del trabajo le tienen a ser socorridos, lo mismo que las familias de los muertos, el resolver cómo, es problema muy secundario. Quién propone que indemnicen los dueños de las minas, quién que para este objeto cada tonelada de carbón pague una cantidad muy módica, quién que el Estado cubra esta atención, como las otras, del presupuesto general. Debemos añadir que la cuestión, que sepamos al menos, no se ha promovido por personas que se dedican a defender la justicia de los pobres, ni a despertar en su favor la caridad, sino por un periódico de carácter científico, El Minero, que se publica en Londres.

En Inglaterra han llamado la atención hasta ahora únicamente los que perecen en las minas, por su gran número sin duda y por la vital importancia del trabajo a que se dedican; pero estableciendo en derecho es imposible rehusarlo a los demás trabajadores. ¿Qué diferencia hay ante él entre el que muere en la explosión de una mina, se cae de un andamio, perece asfixiado al bajar a un pozo inmundo, o sucumbe de uno de tantos modos como pueden perder la vida los trabajadores? Y de estos modos, hay algunos que hacen doblemente acreedoras a las víctimas, y más repugnante y odiosa la injusticia del abandono en que se los deja. Un operario que se inutiliza o perece en un fuego; los tripulantes de la lancha de un práctico, que por salir a dar auxilio a un buque se ahogan, y otros semejantes, pueden llamarse víctimas de la abnegación o del deber, y abandonadas quedan, como las del trabajo.

Escribir mucho sobre esto es ofender al lector, cuya conciencia afirmará lo que decimos, mejor que largas disertaciones y estudiados argumentos.

Una vez que se reconozca derecho de indemnización a los inválidos del trabajo y familias de los muertos, hay que resolver si el Estado levanta esta nueva carga o se impone a los particulares en cuyo servicio directo pereció el trabajador. Como, desgraciadamente, la cuestión teórica no se ha resuelto, ni es probable que tan pronto se resuelva, no urge mucho tratar de la práctica; no obstante, manifestaremos algunas ideas, más como quien hace indicaciones y manifiesta dudas, que como quien con entera seguridad afirma.

Tal vez convendría no aplicar las mismas reglas a las diferentes clases de trabajos, y a la distinta condición de aquel por cuya cuenta se realizan. Una corporación que dispone de cuantiosos recursos, una compañía poderosa, un opulento capitalista, no deben sujetarse a la misma regla que un pobre que, haciendo con gran necesidad y mayor sacrificio una pequeña obra, ve perecer o inutilizarse en ella el operario.

Tampoco deben confundirse los trabajos que son malsanos o peligrosos por necesidad, con los que no se hallan en este caso; ni los que tomen para seguridad del operario toda clase de precauciones, con los que las descuidan; porque sin perjuicio de la responsabilidad criminal, cuando la hubiere, todas estas diferencias debe producirlas en la forma de la indemnización el día de justicia en que para los inválidos del trabajo se reconozca como un derecho.

Gijón 8 de Marzo de 1876.






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Todavía hacen falta hilas

En una carta que nos escribe la señora Presidenta de la Cruz Roja de San Sebastián, acusando el recibo de un cajón con efectos sanitarios, leemos entre otras cosas: «Dice usted bien; no se cierran las heridas el día que se acaba la guerra. Aún tenemos en este hospital 56 heridos, la mayor parte inútiles: muchos de ellos tendrán necesidad de curaciones por espacio de tres o cuatro meses, algunos por más tiempo, y sin verlo, es muy difícil comprender la gran cantidad de hilas y trapos que se consume.»

El día que se ha hecho la paz, si no todas, muchas, seguramente la mayor parte de las personas que más o menos se ocupaban de los heridos en la guerra, han dado por terminada la misión de socorrerlos. No queremos tratar, hoy al menos, de por qué y cómo se habla de la terminación de la guerra, en vez de decir de una guerra, olvidando, al parecer, que teníamos dos, y que la más cruel y mortífera, la que causa mayor número de víctimas, la de Cuba, no ha terminado. Hoy sólo manifestaremos, después de copiar el párrafo de la carta que se ha leído más arriba, que como el hospital de San Sebastián hay muchos donde heridos graves consumen gran cantidad de hilas y trapos meses después de terminada la guerra. Aquellas personas que desde que empezó han acudido a la redacción de La Voz de la Caridad con sus donativos; aquellas que procuraban consuelo a los que caían en los combates, cuando aún no inspiraban general interés, que continúen socorriéndolos cuando parece que se los olvida; que sigan probando que la caridad no se cansa, y benditos mil veces los que fueron los primeros en acudir al pobre herido y son los últimos que le dejan.




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Cuenta de la inversión de los donativos recibidos en esta redacción para los heridos en campaña

CARGO

Reales.
Donativos recibidos (véanse los números 52, 53, 54, 55, 56, 57, 61 (89suplemento), 91, 92, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 101, 103, 106, 111, 120, 121, 122, 130, 131, 132, 133, 140, 141 y 143 de La Voz de la Caridad 8331,8

DATA

Remitidos a la comisión de señores de la Cruz Roja de Pamplona 1000
Ídem íd. a los de Azcoitia 200
Ídem íd. a la de señoras de San Sebastián 1300
Ídem íd. a la de señoras de Logroño (segundo donativo en metálico) 1000
300 etiquetas litografiadas con la Cruz Roja para los cajones. 57
50 pares de calcetines 150
50 camisas a 12 ¾ reales una 637,50
52 íd., a 9 reales una 468
70 chalecos de los llamados de Bayona 840
3 blusas y 3 pares de alpargatas 60
Papel y litografía de la lámina para la instrucción que va con la Cartera de socorro del Dr. Landa 160
Hebillas para los tortores de la Cartera de socorro 45
Esparadrapo para íd. 168
Cinta para los vendajes de íd. 120
Polvos astringentes para íd. 78
Hechura de 624 tortores para íd. 312
Gutapercha para íd. 451
4 varas retorta para vendajes de íd. 18
Por componer un cabestrillo 8
Cinta para pañuelos triangulares 63
60 mantas de algodón en rama 90
2 íd. 4
27 cajones 221
Por clavarlos y componer algunos 188
Hechura de 10 colchas y 2 fundas 10
153 varas de lienzo para vendas y vendajes 612
9 varas de bayeta 72
SUMA LA DATA 8.332,50
SUMA EL CARGO 8.331,80

OBSERVACIONES

1.ª El porte de los bultos remitidos, de los pocos donativos de provincias que no le traían pagado, y el coste de llevar los efectos a la estación, facturar, etc., lo ha pagado una persona cuyo nombre no estamos autorizados para revelar. También ha pagado 20 reales que el implacable fisco ha exigido en la Aduana de Badajoz por un donativo de hilas que venía de Oporto.

2.ª Damos gracias muy sentidas a las compañías de ferrocarriles que han trasportado los efectos para los heridos, unas veces gratis y otras con tan considerable rebaja que hacía su porte casi insignificante.

3.ª Litografiamos las etiquetas con la Cruz Roja por consejo de una persona muy experimentada, y resultó ser consejo muy prudente, porque esta señal facilitaba la factura y el encontrar los bultos en caso de extravío, como una vez sucedió con una remesa de consideración: como costaba poco más litografiar un número mayor de etiquetas, hicimos 300, regaladas la mayor parte a la Asociación de Señoras de la Cruz Roja.

4.ª Aunque no figuran en cuenta más que 27 cajones, se han enviado 52, habiendo recibido algunos como donativo, y haciendo otros más de un viaje, cuando había proporción de traerlos vacíos gratis. Los puntos adonde fueron los cajones son los siguientes:

Tafalla.
Tudela.
Logroño.
San Vicente (provincia de Logroño).
Miranda de Ebro.
Vitoria.
Santander.
San Sebastián.
Chelva (provincia de Valencia).
Zaragoza.

5.ª Además de las ropas compradas, de las que se recibieron como donativo, ya nuevas, ya compuestas en el Taller de Caridad, hemos enviado:

Sábanas 98
Camisas 123
Mantas 9
Capa 1
Colchas 11
Pantalones 3
Pañuelos 15
Calzoncillos 71
Toallas 13
Calcetines y medias, pares 58
Elásticas 18

Los dos catres recibidos se enviaron al hospital de la Cruz Roja de Miranda de Ebro.

6.ª Hemos enviado 3.500 reales en dinero de los donativos recibidos, y 2.000, como se verá más abajo, de la parte que se aplicó a los heridos, de la limosna de la señora Condesa de Krasinski. Algunas personas opinan que no se debe enviar dinero, pero es un error: cuando hay confianza, como la teníamos completamente y debíamos tenerla en las personas en cuyas caritativas manos poníamos el donativo, siendo en metálico, se trasforma en los objetos de que hay mayor necesidad y que el donante no puede saber con exactitud, no siendo efectos sanitarios y camisas, que ya se sabe que siempre hacen falta, y que hemos remitido en tanta cantidad como nos ha sido posible.

7.ª Las blusas y alpargatas que figuran en la cuenta, con seis pares de calzoncillos y ocho camisas, se dieron a prisioneros carlistas heridos que estaban en el hospital general de Madrid. Aquí debemos advertir que La Voz de la Caridad ha sido tan neutral como es posible serlo en una guerra civil de carácter y circunstancias de la que ha terminado, en prueba de lo cual manifestaremos los hechos siguientes:

Dimos objetos sanitarios para la ambulancia de las señoras de la Cruz Roja de Madrid, que en el tiempo que pudo funcionar recogió y auxilió a los heridos de los dos campos con absoluta igualdad.

Enviamos socorros en metálico al comité de la Cruz Roja de Pamplona, sabiendo que auxiliaba a los heridos de los dos campos.

Enviamos a Azpeitia un donativo, pequeño, pero el que podíamos hacer entonces, sabiendo positivamente que era para heridos carlistas.

Enviamos a Chelva un cajón con efectos sanitarios, teniendo seguridad de que eran para heridos carlistas.

Cuando en Orduña los carlistas perseguían la ambulancia de las señoras de la Cruz Roja, que mirábamos con amor, y a que habíamos contribuído con mucha buena voluntad, y estuvieron a punto de asesinar a los que la servían, tan pronto como supimos que en el hospital de Madrid había heridos carlistas necesitados de alguna ropa y calzado los socorrimos.

Siempre que nos han pedido Cartera de socorro personas que nos ofrecían garantía de que no las querían para venderlas, las hemos dado gratis sin preguntar a qué campo las llevaban, y convencidos en muchos casos de que eran para el carlista; y para él dimos en varias ocasiones el librito con lámina que acompaña a la Cartera de socorro. Algunos podrán dar testimonio de esta verdad, y nadie sin faltar a ella podrá decir que nunca negamos socorro en la escasa medida de nuestras fuerzas al que nos le pidió para los heridos carlistas, y aun sin que nos lo pidiesen sabiendo la necesidad.

Sirvan estos hechos de contestación a los que nos han acusado por algunas palabras que tan fácilmente pueden escaparse en la precipitación con que se escribe un periódico, y más estando dispersos sus redactores, como ahora acontece a los de La Voz de la Caridad. A los que nos increparon por aquellas palabras, recordaremos las del Salvador: Operibus credite et non verbis.

8.ª No figura en la cuenta más que la lámina de la Cartera de Socorro del Dr. Landa, porque la impresión (2.000 ejemplares) la pagó la señora Duquesa de Medinaceli; la misma señora nos dio gran cantidad de colofonia que entraba como ingrediente en los polvos astringentes, por todo lo cual le enviamos la expresión de nuestra gratitud sincera.

9.ª Hemos distribuido 621 Carteras de socorro, con 6.210 curas, que suponen un trabajo inmenso, todo gratuito, menos la hechura de los tortores, que necesitaba mano ejercitada en la preparación de obras análogas para que las almohadillas fueran muy duras, sin lo cual no servían. Las señoras que tanto han trabajado en las Carteras de socorro pueden tener la satisfacción de haber hecho una buena obra. Ocasión hubo de salir algún batallón, y aun algunos a campaña, sin más botiquín ni medios de curación que las Carteras de socorro, que con avidez, que honraba sus buenos sentimientos, se apresuraron a recoger sus facultativos.

No podemos dejar la pluma sin saludar con cariño a las operarias caritativas que por espacio de cuatro años trabajaron tan asiduamente, sintiendo no poder estrechar con efusión las benditas manos que no se han cansado nunca de hacer bien a los pobres heridos.

Gijón 5 de Mayo de 1876.

CUENTA QUE SE CITA EN LA ANTERIOR

Personas que estaban autorizadas para hacerlo, dedicaron del donativo de la señora Condesa de Krasinski, una vez 4.000 reales y otra 2.375, al socorro de heridos en campaña, en ocasión en que los hospitales en que se asistían tenían muchas necesidades y pocos recursos. Al hacer al señor Marqués de Urquijo, tesorero de La Constructora Benéfica, entrega de los fondos que estaban en depósito, procedentes de la limosna de la señora Condesa de Krasinski, se le dio cuenta, acompañada de justificantes, de las cantidades que se aplicaron al socorro de heridos, y es como sigue:

CARGO

Reales.
Recibidos del donativo de la señora Condesa de Krasinski 6.375

DATA

Enviados a la comisión de señoras de la Cruz Roja de Logroño (recibo núm. 1) 1.000
Enviados a la comisión de la Cruz Roja de Santander (recibo núm. 2) 1.000
Por un cabestrillo (recibo núm. 3) 24
100 camisas, 100 sábanas, 10 varas lienzo, 10 retorta (recibo núm. 4) 2.461
42 camisas y una vara de retorta (recibo número 5) 540
80 varas lienzo para vendas y vendajes (recibo núm. 6) 350
58 camisas, 9 varas lienzo, 10 retorta (recibo número 7) 821,20
Por cinta para tortores de la Cartera de socorro 178,80
SUMA LA DATA 6.375
IGUAL AL CARGO 6.375

ADVERTENCIA. Parecerá algo contradictorio presentar ultimada la cuenta e inversión de los donativos para los heridos, y pedir al mismo tiempo socorros para ellos: la explicación es que no esperamos recibir más donativos en metálico; de los que recibamos en efectos daremos cuenta oportunamente.



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