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ArribaAbajoHospitales de niños

La Croix Rouge, de Bruselas, que, además de un campeón incansable de la Caridad en la Guerra, es una ilustrada revista de higiene pública y privada, y trata con frecuencia y acierto muchas cuestiones de beneficencia, al hacerse cargo de nuestro artículo «Hospitales de niños», es de nuestra misma opinión y de que, siempre que sea posible, es preferible asistirlos a domicilio a llevarlos al hospital. Hemos tenido una verdadera satisfacción, no de amor propio, sino de conciencia, que teme tanto el error en materias tan graves, al saber que nuestro colega de Bélgica, cuya competencia es notoria, piensa como pensamos respecto a los inconvenientes que puede tener la asistencia en el hospital de niños pobres, cuando no es absolutamente indispensable.

Después de escrito nuestro artículo, hemos visto en los periódicos un hecho grave: una mujer, cuyo hijo había sido asistido en el hospital de niños, no ha querido recibirlo una vez curado: el mísero, al recobrar la salud, había perdido a su madre. Ocurre decir que perdería poco en perderla, tal como ella debe ser para abandonarle; pero, reflexionando, se pueden pensar y decir otras cosas, y tener dudas aun respecto de este mismo hecho que parece tan claro. La mayoría de las personas, sobre todo cuando son miserables o ignorantes, no marchan por la senda del deber con paso tan firme que no puedan ser detenidas o extraviadas sin mucha dificultad. Por el contrario, hay muchos, muchísimos casos, en que el más pequeño obstáculo las hace tropezar y caer: su virtud era como un equilibrio inestable que el más leve choque rompió. ¡Cuántos hombres tenidos por honrados cometen graves faltas, delitos y aun crímenes en edad madura! ¿Qué ha sobrevenido en su existencia para un hecho que contradice toda su vida anterior? No ha sobrevenido más que una ocasión que revela lo que estaba oculto para los otros, y acaso en parte para ellos, porque no es raro que tengamos para el bien y para el mal elementos recónditos ignorados por nosotros mismos. ¡Qué de personas aparecen honradas porque no han sufrido ninguna gran prueba! ¡Cuántas que, si no la hubieran tenido, pasarían por buenas! Este gran número de moralidades vacilantes necesita vías libres de todo obstáculo, y hay que apartar cualquiera motivo que, si no causa, pueda ser ocasión de su mal proceder, el cual sin ella no se manifestaría.

La especie de tensión física y moral que necesita una madre para atender a sus hijos es tanta, que, si se hicieran bien cargo de ella los que van a influir en su existencia de un modo cualquiera, lo harían con grandes precauciones y temor de romper un equilibrio inestable. Su egoísmo puede disfrazarse de amor de modo que ella misma no le conozca, o su amor puede ser ciego y ella ofuscarse hasta el punto de creer que, dado su estado miserable, hace un bien a su hijo abandonándole.

Repetimos que los hospitales son buenos cuando no se puede asistir a los enfermos en su casa; que son mejores cuanto más pequeños; que la vocación para consolar unos u otros dolores debe respetarse y aprovecharse, dejando a cada uno su especialidad en las obras caritativas; pero, si el socorro a domicilio es preferible siempre, más tratándose de niños enfermos, y sería posible hacerles un gran daño con el mejor deseo.

Es un error creer que para las obras de caridad basta dejarse llevar de los buenos impulsos del corazón; hay que pensar, y pensar mucho, porque es muy fácil hacer mal, y muy grave desacreditar el bien para con tantos como ven con gusto su descrédito, el cual, al parecer, los releva de contribuir a él.




ArribaAbajo¡Prisión preventiva!

¡Cuántas veces hemos escrito sobre este asunto! ¡Cuántas habremos de escribir todavía! Sí, cuántas, porque, ni nuestras leyes se modifican, ni nuestros tribunales se enmienda, ni la conciencia pública despierta de su culpable y vergonzoso letargo, ni la nuestra nos consiente callar cuando la humanidad y la justicia hablan tan alto. En esta revista, en nuestras conversaciones, en nuestros estudios penitenciarios, donde quiera, y siempre que podemos, alzamos la voz contra ese atentado jurídico, que encierra a un hombre sin razón y prolonga su cautiverio sin derecho y sin piedad, y nuestra voz se alza en vano, se pierde en el vacío, y en nombre de la ley se continúa escarneciendo la justicia. A la larga lista de las víctimas de la prisión preventiva, ignoradas la mayor parte, añadamos dos, que a esta hora tal vez sean tres, de que hace mención el siguiente suelto de un periódico:

«Tres años lleva ya de existencia un proceso instruido contra varias personas presas en Cádiz, acusadas, al parecer, de pertenecer a la Asociación Internacional de Trabajadores. Durante este tiempo han fallecido dos de los presos; otro se halla gravemente enfermo, y los restantes, en el deplorable estado que puede presumirse.

Si se prueba en juicio que esos infelices han sido afiliados a una asociación ilícita y resultan en contra suya circunstancias agravantes, podrán ser condenados, cuando más, a seis meses de arresto mayor.» Hombres que tal vez sean inocentes, que, caso de no serlo, han incurrido en una pena que no es grave, han sufrido, unos la de muerte, otros llevan de prisión tres años, y llevarán todo el tiempo que a los señores jueces plazca tenerlos cautivos. Si se dice que los muertos podrían también haber sucumbido en libertad, y enfermado los enfermos, diremos que está en lo posible, pero no, ni con mucho, en lo probable; que, si tuviéramos detalles, que nos faltan, veríamos hasta qué punto este encierro es la causa determinante de la muerte. Porque téngase entendido que esa cárcel, adonde se lleva con tanta facilidad, de donde se sale tan difícilmente si no hay valedores fuera, esa cárcel para el pobre es peor que el presidio. En éste, siquiera, sabe el penado por cuánto tiempo lo es; tiene la esperanza del indulto; local, aunque malo, mucho mejor que suelen ser nuestras cárceles; vestido, y, si esta enfermo, cama y asistencia médica. A un preso no se viste; se le mete en una mazmorra como la cárcel de Santiago, y se le deja morir en el suelo como en la cárcel de Alcalá de Henares. Y esto por meses o por años, según plazca a los señores curiales. Si sufre, si enferma, si ve perecer de miseria a su familia, si muere, ¿qué importa? ¿No es preso? ¿Qué es la justicia para él? Eso a que todo el mundo tiene miedo, excepto los que debieran temerla.

Comparad esos acusados de delitos leves, que permanecen años en la cárcel, que se pudren en ellas, según una expresión horriblemente gráfica, con tantos delincuentes como conocéis que se burlan de la ley, con tantos criminales cuyos indultos llenan todos los meses las columnas de la Gaceta: reflexionad bien sobre todo ello, y decid si esos presos, tratados tan cruel e injustamente, si las familias de los muertos en la cárcel no tendrán reconcentrado odio contra la sociedad que así los oprime, y si eso que se llama la justicia no hace más para encender las pasiones populares que todos los tribunos demagogos.

¿Quién es, cómo se llama ese juez de Cádiz que tiene tres años en la cárcel acusados que, caso de ser convictos, no incurrirán en más pena que la de seis meses de prisión mayor? ¿Quién es? Un juez como otro cualquiera. ¿Cómo se llama? Cuestión de nombre. ¿Quiénes son, cómo se llaman los individuos de la Audiencia, los del Tribunal Supremo, el Ministro de Gracia y Justicia, los que componen el Consejo de Ministros y los Cuerpos Colegisladores? ¿Quién es la Nación entera que consiente este atentado permanente contra el derecho? ¿Quién es? ¡Ah! Es un pueblo que no comprende, ni respeta, ni practica la justicia, y donde las imperfecciones de la ley van por la práctica, como la bola de nieve por la montaña nevada. Si la ley es justa, suele ser letra muerta; si injusta, su maldad adquiere fuerza al contacto de cada hombre encargado de practicarla.

Así, al abuso de encarcelar con leve motivo, se añade la interminable prolongación de los procedimientos; la falta de las cosas más necesarias que experimentan los presos pobres; los malos tratamientos de que son objeto; el via crucis de las marchas y cárceles de tránsito; la posibilidad de recibir el tiro de un centinela, y se añaden, en fin, tantas cosas, que no hay ninguna más injusta y más vergonzosa que la prisión preventiva tal como se practica en España.

¿Qué hacer? ¿Nada? Es muy duro; la conciencia y el corazón protestan. ¿Algo? Es imposible, lo parece al menos para quien carece de prestigio, de autoridad, de poder.

Para descargo de la conciencia y desahogo del corazón, vamos a intentar algo. Si entre los lectores de La Voz de la Caridad hay algunos a quienes inspire compasión el pobre preso, a veces inocente, o que por delito leve sufre sin juicio penas graves; si hay algunos que sientan los dolores y las injusticias que hay en la cárcel con bastante fuerza para querer buscarles algún remedio, algún lenitivo siquiera, que se dirijan a la que escribe estas líneas, y aunque seamos pocos, muy pocos, empezaremos una campaña contra la prisión preventiva tal como hoy se practica, y algo podremos hacer para mejorarla. Si no hay nadie que eficazmente quiera contribuir a esta buena obra, quede este inútil llamamiento en las colecciones de nuestra revista, y pueda ser contestado cuando la que lo hace ya no exista, por otra generación en que sea más fuerte el espíritu de justicia y de caridad.




ArribaAbajoLa gran fiera

Hay una fiera, si no indomable, indómita por lo común, tan fácil de enfurecer como difícil de aplacar; sorda a la voz de la piedad, con ecos prolongados por el grito de la ira, hace presa sin dientes, desgarra sin uñas, se infiltra como un veneno, penetra como un fluido imponderable, detona como una materia explosiva, y siendo ciega con ceguedad contagiosa, sabe y recorre todos los caminos con firme paso e infalible tino.

Este monstruo que llevamos todos dentro de nosotros mismos, produce en nuestro ser los trastornos más deplorables, las más hondas perturbaciones. El manso se enfurece, el modesto se ostenta, el apático se agita, el confiado sospecha, el generoso escatima, el sensible se hace duro, y el compasivo no perdona. ¿Por qué? Porque el animal feroz instiga, punza, irrita, envenena, ensordece, ciega, fascina, y cuando ya no oímos, ni vemos, ni comprendemos ninguna cosa como es, nos coge y nos lanza como un proyectil de esos que hacen explosión entre materias inflamables.

¿Quién es esta fiera de tan inmenso poder? El amor propio.

Observadle bien y veréis que es tal como le hemos bosquejado, y que emplea para el mal toda su increíble fuerza; no hay que equivocarle, ni con el amor de sí mismo, que en su justa medida es legítimo, ni con la dignidad, que es el respeto que cada cual se debe como a los demás. El amor propio es el conjunto de todas las vanidades, y haciéndose cargo de la naturaleza de los componentes, no admirará la calidad del compuesto. Una vanidad, cualquiera que ella sea, es un apetito desordenado de homenaje inmerecido; juntad muchos de estos apetitos y tendréis la monstruosidad moral de que vamos hablando.

El amor propio es injusto como tirano, suspicaz y cruel como débil, y su ambición hipócrita, desmedida, vergonzante, codicia ávidamente aquello mismo que niega desear; una de las causas de su crónica irritabilidad es la violencia que tiene que hacerse de continuo, y aquel pretenderlo todo sin atreverse a pedir ostensiblemente nada. Todos los apetitos y las pasiones, según muchas circunstancias, se esconden o se presentan; son hipócritas, francas y hasta cínicas; el amor propio quiere ocultarse siempre, y como los niños, para que no lo vean, cierra los ojos. Es una inmensa debilidad, una debilidad de debilidades, y el hombre antes se confiesa culpado que débil, porque prefiere el anatema al ridículo. Esta misma debilidad hace que sean tan incurables sus heridas; no hay allí fuerzas vitales enérgicas que combatan las causas morbosas, al modo que en esos miembros en que la sangre circula con dificultad, cualquier cuerpo extraño produce una llaga que no se cierra.

Lo indefinido y vago de las pretensiones del amor propio las hace más exorbitantes e imposibles de satisfacer; si las formulara, la misma fórmula le impondría alguna limitación, o, por lo menos, sería una regla para el que quisiera contentarle. Otros apetitos desordenados definen claramente sus deseos, y aunque sean insaciables, no son enigmáticos; el amor propio es entrambas cosas, y no hay ninguna, por grande o por pequeña que sea, que no codicie, y como no tiene más ley que su afán, es imposible contentarle siempre, no sólo porque no lo manifiesta, sino porque sus exorbitancias son tan contradictorias, y siendo por inverosímiles imposibles de proveer, no pueden satisfacerse. La glotonería, la codicia, la ambición, se sabe lo que quieren; pero el amor propio, ¿quién adivina? ¿quién sabe la satisfacción que busca? Puede desear ser ministro o miembro de una cofradía, marqués, cabo de vara; que admiren una batalla que ha dado, un libro que ha escrito, un guiso que ha hecho, la banda que lleva excelencia o la cinta de que pende un tubo de hojadelata, el juego que ha ganado, el traje que viste, las botas que calza, el espejo en que se contempla, la alfombra que pisa... es lo infinito en sus formas, lo insaciable en sus pretensiones, lo impenetrable en sus misterios, lo increíble en sus absurdos. ¿Cómo contentarle?

En el hombre cuerdo el amor propio esta más o menos contenido por la razón y ocultado por la vergüenza; pero cuando las facultades mentales se alteran, suele ponerse al descubierto. Es muy frecuente en los locos, si han sido religiosos, creerse santos, y aun personas de la Santísima Trinidad; si militares, generales invencibles; y de todos modos, atribuirse grande prestigio, gran poder, exigir homenaje a su mérito, obediencia a su voluntad, e irrítanse a la menor contradicción; allí está al descubierto la fiera.

A la circunstancia de ser misteriosamente insaciable une el amor propio la de ser ciego, más que ciego, porque la ceguedad no sería tan perjudicial como sus alucinaciones, que ven lo que no existe o le dan formas extrañas que lo desfiguran todo. Como quiere ser elogiado y no elogiar, cierra los ojos al mérito ajeno, y para ver el suyo los aplica a cristales de aumento no acromáticos; de manera que ni en color ni en tamaño ve las cosas como son. Ventajas materiales, morales, intelectuales, si son de otro, las rebaja, casi las aniquila; si suyas, las ensalza hasta lo infinito; con los defectos hace la operación inversa, de modo que su tendencia es a creerse un semidiós, rodeado de criaturas viles, si no abominables. Para él, cuanto se le exige con derecho, humildad, modestia, respeto, no es demostrable ni evidente, y tiene sonrisas de imbécil y carcajadas de loco para burlarse de la verdad.

No es menos implacable que ciego. ¡Ay del que le ofende! Se perdona al que menoscaba la hacienda, al que empaña la honra, al que ataca la vida; pero la ofensa al amor propio es imperdonable. Despreciar al que exige idolatría le parece una culpa imposible de expiar, o la persistencia de sus rencores es el reflejo de la revelación de su debilidad, que como un secreto descubierto hace un daño irreparable. El hecho es que no admite reparación, ni aun la concibe. Esta implacabilidad del amor propio es como la prueba y el resumen de toda su desdichada índole, poniendo en evidencia que es de condición ruin y cruel como la de quien no perdona.

Parece que haría gran daño en cualquiera población una sola de estas fieras; pero cuando se piensa que hay tantas como moradores, y que están unas con otras en pugna continua, lejos de admirarse de los males que causan, asombra que no sean mayores, y consuela que tenga la especie humana dotes y facultades elevadas y nobles que neutralizan la mala influencia del monstruo y hacen posible la armonía que él perturba de continuo. Pero ¡cuántas fuerzas se gastan para resistirle, y qué de veces no bastan y triunfa! Mirad por donde quiera, y veréis cómo cierra la puerta al necesitado; abre la mano al cohecho; fomenta el lujo y la miseria; concede al vicio los aplausos que niega a la virtud; introduce confusión donde era menester orden, tinieblas donde se necesitaba luz; socaba los cimientos de afecto que parecían sólidos y arma el brazo homicida.

En todo hay grados, y el amor propio los tiene: a unos impulsa, estimula, aguijonea; a otros irrita, arrastra; y cuando, extendiendo aún más su tiranía, avasalla con una fuerza cuyos límites no se ven, entonces ninguna facultad parece exenta de su influencia, y como el demonio posee. ¿Qué conjuro emplearemos con estos poseídos?

Si queremos contener los estragos de nuestro amor propio, no hemos de combatirle en sus manifestaciones, sino en su origen; río cuyas aguas impetuosas no es posible contener cerca del mar, no deben oponérsele diques, sino quitarle los afluentes. Éstos son un gran número de vanidades, puentes de pretensiones injustas, con que queremos nosotros lo que no merecemos, negamos a los demás lo que les es debido, haciendo con frecuencia ostentación de lo mismo que debía avergonzarnos.

Es de notar que el amor propio, que tantas cosas sacrifica al deseo de ser aplaudido y admirado, no suele hallar más que ridículo y vituperio. Como débil e injusto, es risible y vituperable, y como encuentra otros enfrente que tienen las mismas circunstancias, del choque de todos resultan chispas de ira o de burla; una especie de fuegos cruzados, combate en que los proyectiles rebotan hacia el que los dispara, y por entre los cuales pasa indemne el hombre modesto que, no pidiendo aplauso a nadie, encuentra en todos mayor disposición para aplaudirle. Así, a todas las demás perversas cualidades que tiene el amor propio, podemos añadir la de necio, puesto que emplea trabajos y sacrificios infinitos para lograr la censura, que es lo que generalmente recibe en vez de la aprobación que busca.

Un gran preservativo contra el amor propio nos parece el amor a los demás; amemos a los hombres, y descubriremos en ellos muchas buenas cualidades que disminuirán la altanería de nuestra supuesta superioridad; atenuaremos sus defectos con que justificamos los nuestros, y viendo sus muchos dolores y compadeciéndolos, las generosidades de la compasión triunfarán de las miserias de la vanidad.

Sustituir el amor propio con el amor a los demás, es cambiar un insufrible tirano por un buen amigo. ¡Qué irritabilidad, qué acritud en el amor propio! ¡Qué sosiego, qué dulzura en el amor de los demás! El uno halla por todas partes hostilidad y maldiciones; el otro inspira simpatía y es bendito donde quiera. Si se duda de la eficacia del amor contra el amor propio, obsérvese cómo calla éste, cómo queda aniquilado en presencia de los grandes y puros afectos. ¿A qué verdadero amante no lo lisonjean más los elogios tributados a su amada que los que pudieran dirigirse a él? ¿Qué madre no es más sensible que al propio aplauso al de su hijo?

La Fiera se alimenta de injusticia, de vanidad, y respira odio. Seamos justos, graves, amantes, y si no logramos matarla, siquiera la habremos debilitado.




ArribaAbajoLas ambulancias rusas de la Cruz Roja

De nuestro apreciable colega La Croix Rouge, de Bruselas, tomamos lo siguiente:

«Las noticias que nos llegan de los países donde ha estallado la guerra prueban que en Montenegro, Rumania, Rusia, Servia, Turquía, por todas partes la caridad pública, noblemente estimulada con ejemplos que de arriba recibe, aumenta a medida de la necesidad.

En la primera quincena de Mayo ha salido de San Petersburgo, con destino a Richenef, por el ferrocarril Nicolás, el primer tren sanitario de la Emperatriz: le seguirán otros muchos. La organización de este tren ofrece todas las ventajas y comodidades de que, dado su objeto, es susceptible.

Los vagones están dispuestos a la americana, con un pasillo central que permite fácilmente ir de un extremo a otro del coche. A los lados están las camas suspendidas unas sobre otras en doble fila, sostenidas por resortes, bastante fuertes para que no se muevan mucho, bastante flexibles para amortiguar los sacudimientos. Estas camas, simplemente colocadas sobre resortes, forman verdaderas camillas, y dos hombres pueden moverlas sin molestar nada al paciente. Como las salidas de atrás y de adelante son un poco estrechas, se han abierto otras laterales bastante anchas para que permitan meter y ¡sacar las camillas sin dificultad ni sacudimientos.

Las camas se componen de un colchón sobre un apoyo elástico, dos almohadas, una sábana, una manta de lana gris para los soldados, a lo que se añade para los oficiales una colcha de piqué. Si el paciente necesita tener la cabeza muy levantada, se eleva la cabecera por medio de un mecanismo. Si puede servirse de las manos en una tablilla movible, que se adapta a la pared del vagón, se le pone el alimento: cada vagón tiene 16 camas.

Hay en cada vagón un servicio para té y lo necesario para lavarse y peinarse. El tren tiene farmacia, cocina muy bien instalada, almacén para las provisiones y dos vagones con efectos sanitarios, ropa para los heridos y otros muchos objetos, producto de tanto trabajo como han hecho para el servicio de la Cruz Roja el celo y abnegación de tantas mujeres caritativas.

Los vagones de los oficiales no tienen más diferencia que la ropa más fina, y un estante con libros para hacer menos enojoso el ocio de la convalecencia.

Un vagón se destina a registro, a las Hermanas de la caridad y a los enfermeros. En él los asientos almohadillados se convierten en camas por la noche. Los médicos tienen su vagón particular, con muchas comodidades, de modo que las propias molestias no los distraigan del cuidado de los enfermos.

Después de un estudio comparativo de lo que se ha hecho por los militares heridos en Francia y Alemania, se ha llegado a una combinación tan cómoda como sencilla, en que no hay fuerza ni espacio desperdiciado, y en que todo está previsto y dispuesto para atenuar en cuanto es posible los sufrimientos, consecuencia inevitable de la guerra.

Este primer tren sanitario, en que va el Dr. Rossi y un personal numeroso de que forman parte 32 Hermanas de la caridad, ha ido a Kichenef, a las órdenes del príncipe Tcherkassky, delegado general de la Cruz Roja. Esta Sociedad ha celebrado el 13 de Mayo una junta general en el local de la Municipalidad de San Petersburgo. Después de la lectura de un rescripto de la Emperatriz, protectora de la Sociedad de la Cruz Roja, y una alocución del presidente, el ayudante de campo, general señor Baingarten, se ha leído el informe sobre los trabajos de la Sociedad y un presupuesto de gastos o ingresos para los seis meses próximos, que es como sigue:

I. Gastos para el sostenimiento de ambulancias para 10.000 enfermos o heridos:
Rublos.
1.º Preparación e instalación de locales.782.500
2.º Medicamentos. 129600
3.º Personal sanitario. 564.520
4.º Alimentación de los enfermos o heridos.2.115.450
5.º Lavado de ropas.84.400
6.º Personal de varios servicios. 241.110
7.º Transportes, caballos y pérdidas.115.020
Suma......................4.034.600
II. Para diez convoyes sanitarios.210.000
III. Al príncipe V. A. Tcherkassky, en el Danubio.210.000
IV. A. M. N. S. Abaza, a retaguardia del ejército.300.000
V. Para los depósitos de San Petersburgo, Kechenet, Passy y Bucharest.150.000
VI. Para el ejército del Cáucaso.300.000
VII. Para Crimea y Odesa.60.000
VIII. Gastos extraordinarios en la Dirección General.300.000
Total.......................... 5.954.600
Ingresos. En caja:
En la Dirección General.101.764
En las Administraciones locales.550.000
Recibido de donativos y subsidios del 13 al 30 de Abril.356.000
Del Ministerio de la Guerra para sostenimiento de enfermos y heridos.350.000
Total.......................... 1.357.764
Pendiente de cobro:
Del Ministerio de la Guerra.802.000
Del Ayuntamiento de Moscou.1.000.000
Del de San Petersburgo. 1.000.000

Las sumas que se refieren a los ingresos, son aproximadas solamente, porque continúan recibiéndose donativos, de modo que la Dirección de la Sociedad cuenta con cubrir gastos.1 En esta misma sesión se ha dado cuenta de que el Presidente del Comité central de Berlín, de la Sociedad de Socorros a los militares enfermos y heridos, manifiesta que no solamente el Comité central, sino todas las secciones que de él dependen, están dispuestas a dar auxilio a la Cruz Roja rusa, haciendo al mismo tiempo advertencias prácticas sobre la conducción de heridos, organización de depósitos, etc. La Asamblea general ha acogido estos ofrecimientos con muestras de la más viva simpatía, y acto continuo ha elegido al Presidente del Comité central de Berlín miembro honorario de la Sociedad rusa de la Cruz Roja.

El Dr. Mayer, director del Diaconado Evangélico de campaña, ha dado noticias de la obra que dirige. Las diaconisas han salido el 10 de Mayo para Kalarasch, donde se establecerá la ambulancia, que se compone de cuatro barracas para soldados, dos para los oficiales y una para las hermanas que enfermen. Las barracas están construidas de modo que con facilidad se desarman y arman donde puedan ser necesarias. Una parte de las diaconisas acompañará y vigilará los convoyes de heridos, entre Giurgevo y Jassy; las otras harán su servicio en la línea Jassy-Ungheni. Para ser más fácilmente reconocidas llevan en el brazal de la Cruz Roja las iniciales E. D., diaconisa evangélica.

El entusiasmo caritativo en favor de los militares enfermos y heridos no es menos admirable en Rumania y en Turquía. Allí también la Cruz Roja y la Media Luna Roja desplegan una actividad extraordinaria. Se han organizado rápidamente ambulancias con un personal numeroso y escogido, y material completo, y acuden a prestar sus servicios donde quiera que hay combates.»

Estas noticias son ciertamente consoladoras, porque indican un rápido progreso allí donde importa más progresar, en los sentimientos humanitarios y en las obras caritativas. ¡Qué inmensa diferencia entre el abandono en que dejó Rusia a sus enfermos y heridos durante la guerra de Crimea, y los cuidados de que los rodea en la actual, haciendo para seis meses un presupuesto de gastos que asciende a 89 millones de reales!

Amantes de la humanidad, y mirando a todos los hombres como hermanos, nos consuela observar donde quiera los progresos de su amor; pero al pensar en nuestra patria, al recordar cómo se trataban en ella los enfermos y los heridos, al hacer comparaciones con países que no ha mucho eran semisalvajes y acuden hoy al socorro del pobre soldado con todos los recursos de la civilización, mientras nosotros le tratamos como un pueblo bárbaro, un sentimiento de amargura aflige nuestra alma. ¡Todos nos dejan atrás! ¡Para todo somos los últimos!

¡Que la paz se prolongue en nuestra patria! ¡Que no haya heridos ni enfermos en campaña! ¡Que la de Cuba termine pronto! Pero si alguna vez se repiten los combates, puedan sus víctimas ser tratadas con más amor e inteligencia que lo fueron en las pasadas luchas!




ArribaAbajoLa constructora benéfica

Asociación de caridad

Sus oficinas, plaza de la Villa, núm. 1, entresuelo derecha.

Reglas para el arrendamiento y amortización paulatina del capital que representan las cuatro primeras casas construidas en el barrio del Pacífico, calle de la Caridad, números 7 y 9, 8 y 10, manzana del ensanche, letra L:

Superficie de cada casa232,07 metros cuadrados.
Equivalentes a 2.988,24 pies cuadrados.
Capital amortizable. Rs. vn. efectivos66.000
Mitad de alto a bajo, con tres habitaciones y la servidumbre común de portal, escalera y luces de los patios33.000
Cada habitación del piso bajo con su respectivo patio12.000
Cada una del principal11.000
Cada una del segundo10.000
66.000
Igual.

Alquiler y amortización del capital

Precios de los alquileres
AnualMensual
RealesRealesRealesReales
Cada casa entera.» 3.840»320
Mitad de alto a bajo.1.920160
Habitación del piso bajo.72060
Ídem del principal.60050
En 8 años Ídem del segundo.600384050320
Igual.Igual.
Cada casa entera.» 3840»320
Mitad de alto a bajo.1.920160
Habitación piso bajo.72060
Ídem del principal.60050
En 12 añosÍdem del segundo.6003.84050320
Igual.Igual.
Cada casa entera.»3840»320
Mitad de alto a bajo.1920160
Habitación del piso bajo.72060
Ídem del principal.60050
En 16 años Ídem del segundo.600384050320
Igual. Igual.
Cada casa entera.»3.840»320
Mitad de alto a bajo.1920160
Habitación del piso bajo.72060
Ídem del principal.60050
En 20 años Ídem del segundo.600384050320
Igual.Igual.

Cuotas de AmortizaciónDESCUENTO2
RealesCts.RealesCts.
Cada casa entera.»687,50 »3,34
Mitad de alto a bajo.343,751,67
Habitación del piso bajo. 125,00 0,63
Ídem del principal. 114,600,52
En 8 añosÍdem del segundo.104,20687,50 0,52 3,34
Dif.ª insignificante0,03 Igual.
Cada casa entera.»458,34»2,24
Mitad de alto a bajo.229,171,12
Habitación piso bajo.83,340,42
Ídem del principal.76,40 458,370,35 2,24
En 12 añosÍdem del segundo.69,460,35
Dif.ª insignificante0,03Igual.
Cada casa entera.»343,75»1,67
Mitad de alto a bajo.171,870,84
Habitación del piso bajo.62,50 0,32
Ídem del principal.57,300,26
En 16 años Ídem del segundo.52,10343,770,261,68
Dif.ª insignificante0,02Diferencia0,01
Cada casa entera.»275,00»1,34
Mitad de alto a bajo.137,500,67
Habitación del piso bajo.50,00 0,25
Ídem del principal.45,840,21
En 20 años Ídem del segundo.41,68275,000,211,34
Dif.ª insignificante0,02Igual.


ArribaAbajoAdvertencias

En las escrituras de arrendamiento se expresará: en primer lugar, el plazo que ha elegido el inquilino para adquirir la propiedad de la casa, bien de ocho, de doce, de diez y seis o de veinte años, con las cuotas mensuales correspondientes de amortización y del descuento de alquiler.

En segundo lugar, las cinco cláusulas íntegras que contiene el art. 27 del Reglamento de la Asociación, que dicen:

1.º Que al faltar medio año el pago del alquiler quedará desahuciado el inquilino y rescindido el contrato, devolviéndosele lo satisfecho por amortización, menos el importe del alquiler no pagado y el de los gastos que se ocasionen, los cuales computará la Junta Directiva, sin consentirse sobre ello reclamación alguna.

2.º Que al dar reincidentemente motivo de escándalo con su conducta, cualquiera familia albergada en las casas de la Asociación, a juicio de la Junta Directiva, previos los informes que estime convenientes, se rescindirá también el contrato, devolviéndose en este caso, como en el anterior, al inquilino lo que llevase satisfecho por cuotas de amortización, menos el importe de los gastos mencionados.

3.º Que, tanto en un caso como en otro o en los de muerte sin herederos o abandono voluntario de la finca por el inquilino, en los cuales quedarán a beneficio de la Asociación dichas cuotas, la Junta admitirá a otro que le reemplace por los mismos trámites establecidos en el artículo anterior.

4.º Que, cuando el inquilino transmita a otro sus derechos, será necesaria para la validez del traspaso la aprobación de la Junta, a propuesta de la comisión económica, y completara el segundo el interés de amortización en los plazos que restan de inquilinato.

5.º Tendrán los inquilinos la facultad de acelerar el tiempo de la amortización, entregando mayores cantidades en cada plazo o redimiendo de una vez la vivienda entera, a fin de que esto sirva de estímulo al aumento de sus ahorros o al socorro de personas caritativas, pero previa siempre la aprobación de la Junta a propuesta de la comisión económica, para evitar los abusos que pudieran intentarse en este y en el anterior caso por personas no menesterosas, prevalidas del beneficio que se otorga a las que lo son.

En tercer lugar, la declaración de que, al verificarse el pago de la última cuota mensual de amortización, ya sea por terminar el plazo estipulado, o bien antes por los medios que el Reglamento indica, pasará el dominio entero de la finca al inquilino y comprador de ella por virtud de la misma escritura, que se presentará entonces a la inscripción en el Registro a favor del nuevo dueño, con la exención de gastos que establece la ley de 9 de Enero de 1877, aunque antes lo haya sido para la inscripción del derecho de arrendamiento, si fuese menester.

En cuarto lugar, las cláusulas generales oportunas de los contratos, así de inquilinato como de compraventa.

A estas reglas y condiciones, publicadas por La Constructora Benéfica, acompaña un plano, por el cual se ve la distribución de las casas. Consta cada habitación de cinco piezas, cuatro con luz directa y muy espaciosas, y además un corredor donde está el excusado: los cuartos bajos tienen un patio de la misma extensión próximamente que la habitación, cuya ventaja explica su mayor precio. Es éste de 60 reales al mes; por el doble de este alquiler no se logra hoy en Madrid habitación tan espaciosa y ventilada, y con la gran ventaja del patio, que puede utilizarse cultivando flores, criando gallinas, etc.

Los cuartos principal y segundo, con las mismas habitaciones que el bajo y un poco más extensión por tener la del portal, cuestan 50 reales al mes, y los que visitan pobres en Madrid saben qué casas tienen por este precio, y que no pueden compararse con las que les ofrece La Constructora Benéfica.

Pagando 90 reales mensuales próximamente, que los cuesta hoy una casa apenas habitable, en veinte años el inquilino se hace propietario. ¡Qué estímulo tan grande para hacerle económico! ¡Qué empleo tan útil y tan agradable para él de sus economías! Bien están en la Caja de Ahorros; pero cuánto mejor están y lo parecen aquí, donde las palpa, por decirlo así, a toda hora, a cada paso que da en aquella casa que va siendo suya, más suya a medida que el tiempo transcurre, consolándole un poco de la juventud perdida la propiedad ganada. Tener para la vejez un rincón donde meterse, suyo, de donde nadie le pueda echar y que no le cueste nada, ¡qué consuelo y qué recurso! De qué modo tan diferente será mirado, aun en su familia misma, si no tiene propiedad alguna o si es dueño de su casa.

Para las personas caritativas, ¡qué ocasión de hacer una buena obra fecunda en resultados beneficiosos de muchas clases! Auxiliando a un inquilino con una corta cantidad al mes, se le estimula a que dé el resto a fin de hacerse propietario: el que se siente abrumado, no hace esfuerzo alguno; pero si recibe auxilio y ve la posibilidad de levantar la carga, se esfuerza y la levanta. La limosna, en vez de consumirse estérilmente, es en gran manera reproductiva; en vez de alentar la pereza, estimula la actividad. ¡Ojalá que estas favorables circunstancias fijen la atención de los que puedan y quieran aprovecharlas!

Las cuatro casas construidas tienen 24 viviendas, de las que quince están ya ocupadas. Además, se están construyendo otras cinco de diferente modelo que las primeras y presupuestas en 20.000 reales cada una. Los fondos de que dispone actualmente la Asociación, son: 80.000 reales dados por S. M. el Rey, 30.000 reales dados por S. A. la Princesa de Asturias, y lo que van produciendo la suscripción y los alquileres. La Compañía del ferrocarril del Mediodía va a dar otros 80.000 reales.

Como se ve, el pensamiento que quiere realizar La Constructora Benéfica camina despacio, pero camina, hallando obstáculos, muchos obstáculos, mas también auxilios. El bien que calladamente ha empezado a realizar, si no se lo mira más que como cosa material, tiene escasa importancia, pero tiene mucha si se considera como un ejemplo. Esperemos que no se habrá dado en vano, y agradezcamos muy de corazón la bendita limosna de todos los que contribuyen a esta obra caritativa con su dinero, con su trabajo, con sus luces, con su influencia, de cualquier modo; son buenos todos los de hacer bien; lo único que hay malo es el egoísmo, la inercia, la indiferencia, que recibe las fecundas ideas como esos campos donde la buena semilla se pudre en vez de germinar.






ArribaAbajoLa caridad en Ávila

Se ha escrito mucho sobre la mendicidad y sobre los medios de extinguirla, medios que siempre serán ineficaces si la caridad bien entendida no se une a las disposiciones justas de la ley y a las medidas equitativas y prudentes de las autoridades encargadas de aplicarlas. En efecto: cuando se ve o se sabe que una persona está necesitada, hasta el punto de carecer del indispensable sustento, y se siente su desdicha y se desea remediarla, ¿cómo no socorrerla si pide socorro, ya directamente, ya manifestando de un modo cualquiera que le necesita? Estas afinidades del dolor y la compasión tan nobles, tan respetables, tan santas, pueden explotarse y se explotan, pueden extraviarse y se extravían, y de aquí la mendicidad culpable que finge una miseria que no tiene o que podía remediar con el trabajo, y la desidia culpable también, que por no averiguar cuál es el verdadero necesitado, socorre al que no lo es, fomentando la vagancia y el vicio, que tantas veces son camino del crimen.

Aquella prudentísima máxima: en la duda abstente, no puede, no debe, no será nunca admitida por la caridad, que en la duda ampara al que se dice desvalido y tal vez lo sea. Acaso ese hombre no quiere trabajar; acaso se vaya a la taberna con la limosna; pero si realmente no halla trabajo; si no tiene pan... En la duda, la caridad no se abstiene, da.

Esto ha sido y será siempre si la caridad no pasa del estado de instinto, y obra por impulso y sin reflexión de parte del que la ejerce, y también cuando éste se encuentre en circunstancias tales, que no pueda comprobar por sí la verdadera necesidad del que socorre, ni socorrerla de otro modo que de uno muy imperfecto.

En un pueblo de alguna consideración, donde no es posible que cada habitante los conozca a todos, donde no hay ni casas de beneficencia ni asociaciones caritativas, el hombre compasivo y aislado que tenga poca salud o poco tiempo, o las dos circunstancias, ¿puede por sí solo averiguar bien cuál es la mayor necesidad y remediarla en la forma más conveniente? Es seguro que no. El hombre solo, puede poco; los esfuerzos no se suman, sino se multiplican; y viendo el poco fruto de los individuales, el que los hace se desalienta. Por eso las asociaciones para el bien son tan fecundas en bienes, y por eso la falta de costumbre y de afición a asociarse que hay en España es una de las causas del poco fruto que da la caridad, no muy ferviente, aunque otra cosa se diga; entro nosotros ni hay mucha caridad ni está bien dirigida, por regla general, y de aquí tantas necesidades sin socorro y tantos dolores sin consuelo.

Los que quieran organizar los medios que la caridad les ofrezca, creemos que podrían estudiar con fruto la organización de la Asociación de Misericordia de Ávila. Su pensamiento, realizado en parte, es recoger en la Casa de Misericordia a los que no conviene socorrer a domicilio, dando al socorro domiciliario la extensión compatible con los medios de que se dispone. Divídese para esto en tres secciones: una para arbitrar recursos; otra para la administración y cuidado de la Casa de Misericordia, y la tercera para la investigación de las necesidades y distribución de los socorros a domicilio: tiene además el auxiliar eficaz de una Sección de Señoras. Ninguna persona que haya pensado en esta clase de asociaciones puede dejar de comprender que la de Ávila esta bien pensada. Pero no basta pensar en tales materias; es menester sentir. Las personas caritativas de Ávila que no den sus limosnas a pobres cuya necesidad les conste y pueden y deben abstenerse de dar a los mendigos, puesto que la Asociación de Misericordia tiene casa, y socorre en la suya a los que merecen ser socorridos hasta donde lo consienten sus recursos. ¿Cuál es el estado de éstos? Semejante examen no deja el ánimo tan satisfecho como el estudio de su organización: con los legados de D.ª Mariana Herrainz y de D. Agustín Calvo, de buena memoria, se ha instalado la Casa de Misericordia, quedando un sobrante que va disminuyendo, a pesar de la parsimonia con que se hacen los gastos y de las muchas necesidades que quedan por socorrer, lo cual quiere decir que los dones de la caridad, que constituyen los recursos permanentes, no bastan para las necesidades más apremiantes. Esto podrá consistir, ya en que, mientras se sabe que una Asociación caritativa tiene fondos, hay menos estímulo para aumentarlos; ya en que no ha logrado extinguirse la mendicidad. Nos quitan los pobres de la puerta, dicen, como razón, las personas caritativas, y las que no lo son, como pretexto para no dar.

Como quiera que sea, una asociación benéfica cuyos gastos más indispensables exceden a los ingresos, no tiene aquella fuerza que promete una larga y próspera existencia; y si una institución tan bien pensada y tan útil no pudiera subsistir, desdicha y mengua sería que a los pobres de Ávila les faltase este consuelo, y a los ricos el mérito de consolar; que la buena semilla no diese más que flor inodora y planta sin fruto; que se vieran las ruinas de una buena obra más tristes de contemplar que las de un palacio.

No sucederá así; no tememos que así sea: un buen pensamiento que ha empezado a realizarse, no pasará


Cual pasan nobles pasiones
Por las almas degradadas,



sino que tomará cuerpo; arraigará profundamente. Ávila, que ha heredado de sus mayores timbres gloriosos, legará a sus descendientes el alto ejemplo de la más alta de las virtudes; los hijos de los que hoy viven honrarán la memoria de sus padres; sí, la honrarán mucho, diciendo: En una época de poca fe y en que se ponía a ruda prueba la esperanza, tuvieron mucha caridad.




ArribaAbajo¡Prisión preventiva!

Recordarán nuestros lectores que no ha mucho nos dolíamos de que en la cárcel de Cádiz estuvieran presos, hacía tres años, acusados que, a probarles el delito, tendrían seis meses de reclusión: algunos, no todos, han sido puestos en libertad y aunque no definitiva, y uno de ellos en tal estado, que ha muerto a los pocos días. ¿Qué decir? Que mientras estas cosas sucedan, mientras no parezcan execrables y sean execrados los que cometen injusticias tan crueles, y los que, pudiendo y debiendo evitarlas, las dejan repetir impunemente, aunque tengamos telégrafo y ferrocarriles, no tenemos derecho a llamarnos un pueblo civilizado. No dejamos de ser bárbaros por andar un poco más de prisa y vestir terciopelo, como no dejan de ser salvajes los de América que usan armas de fuego y beben aguardiente. Parece que traducimos los códigos y tratados de Derecho penal como novelas, para leerlos nada más. ¿De qué sirve que progresemos en el derecho escrito, si el hecho continúa inmóvil, inalterable, como un monstruo petrificado?

Ya que de presos en Cádiz hablamos, vamos a complacer al Sr. Albarrán rectificando una inexactitud en que, a su parecer, incurrimos al insertar su carta. Hubimos de introducir en ella una variante que nos pareció necesaria y, en nuestro concepto, no alteraba el sentido; pero toda vez que el autor no lo considera así, desde luego hacemos pública su explícita declaración de que no niega haber pertenecido a la Asociación, por formar parte de la cual se le ha encausado y tiene preso.




ArribaAbajoA los suscriptores que se olvidan de que lo son

Tomamos la pluma con aquella especie de disgusto que se siente cuando desagrada el proceder de un amigo: como tales consideramos a los suscriptores de La Voz de la Caridad, habiendo recibido pruebas de que ellos lo son de los pobres y de la justicia. Pero algunos faltan a ella en cosa que entenderán, que vale poco, y que a nosotros nos importa mucho: retrasan el pago de la suscripción por olvido o por descuido. Si debieran mil duros o mil pesetas, de seguro se apresurarían a pagar; pero medio duro, ¿qué importa deber o no cantidad tan insignificante?

Cierto que estos diez reales para el que descuidadamente los retiene valen poco, ¡pero si supiera lo que representan para su mísero acreedor! ¡Si considerara que un miserable con diez reales come cinco días! Entonces de seguro que no les parecería tan insignificante su deuda.

Nosotros no decimos: Señores suscriptores que no han satisfecho el importe de su suscripción, sino señores suscriptores que han condenado a los desvalidos a cinco días de hambre. Como son bastantes, considerando lo reducido del número total; como en Cuba sólo hay 80, que son 400 días de ración para el que come lo preciso a fin de no morirse de necesidad, el mal es grave para los que la remediaban con aquella limosna.

Consecuencia de esto, los imprescindibles gastos de nuestra Revista no pueden satisfacerse sino disminuyendo los socorros. Casi todos se dan a enfermos, lo cual aumenta la pena de retirarlos. ¡Cómo ver sin lágrimas las de los afligidos que se consolaban y ya no se pueden consolar! Ellos se consideraban como nuestros acreedores; los habíamos, en cierta manera, autorizado para que tales se creyeran, y es bien triste no poder pagar esta deuda del corazón.

Por amor de Dios y de los pobres, pedimos como favor la justicia, y rogamos a nuestros suscriptores que no han satisfecho el importe de la suscripción que no demoren más el pago. Gran caridad harían los que se encargaran de la cobranza en sus respectivas localidades. Los comisionados, después de llevar un tanto por ciento, caro para nuestra pobreza, tardan en recaudar, y a veces dan por incobrables recibos cobraderos, lo cual no se les puede imputar, dado el número y calidad de las personas de que tienen que valerse y la corta cantidad que han de hacer efectiva. Todo se remediaría si aumentase el corto número de cobradores caritativos que tenemos: si alguno quiere agregarse a ellos, no deje de avisárnoslo, con lo cual nos dará a la vez un auxilio y un consuelo.




ArribaAbajoPrimer congreso internacional de la federación británica y continental

Este Congreso se reunirá en Ginebra del 17 al 22 de Septiembre próximo; su objeto, según el artículo 6.º del Programa que vamos a extractar, es: «Contener la plaga social de la prostitución, especialmente cuando se presenta bajo la forma de institución legal u oficialmente tolerada.»

Se dividirá en cinco secciones:

1.ª Higiene.- Presidente, Mr. Plillipe de la Harpe, doctor en Medicina, Lausanne.

2.ª Moralidad.- Presidente, Mr. Donat Sauter de Blonay, Canton de Vaud.

3.ª Economía social.- Presidente, Mr. Henri Dameth, profesor de Economía política en la Universidad de Ginebra.

4.ª Obras para rescatar y corregir a las que se han extraviado, y evitarlo.- Presidente, Mr. Borel, pastor, director del Refugio, Ginebra.

5.ª Legislación.- Mr. Joseph Hornung, profesor de Derecho en la Universidad de Ginebra.

Comisario general, Mr. Aimé Humbert, Neuchatel, Suiza.

Secretarios en Inglaterra: Mrs. Butler Park, Road, 348, Liverpool. Profesor Stuart Trinity, College Cambridge, a los que se pueden pedir cuantas noticias se deseen.

Se ha establecido en Ginebra una comisión local, compuesta por mitad de señoras y caballeros, para proporcionar a los miembros del Congreso habitación, y prestarles todos los servicios propios de una cordial hospitalidad.

En la Asamblea general, cada sección discutirá un punto elegido de antemano. Las discusiones serán públicas, no pudiendo tomar parte en ellas sino los miembros de la Federación.

Pueden ser miembros de la Federación todas las personas de ambos sexos que lo deseen, con sólo manifestarlo a la secretaria Mrs. Butler o secretario Mr. Stuart, abonando tres francos para gastos del Boletín que recibirán.

Las corporaciones, tanto oficiales como particulares, pueden inscribirse también y mandar al Congreso los delegados que gusten, abonando la cuota de tres francos por cada uno.

Éste es, en resumen, el Programa del Congreso de Ginebra, que con una carta nos ha dirigido su benéfica y generosa iniciadora. Según dice, en esa Asamblea estarán representadas casi todas las naciones. ¡Con cuánta pena lo decimos que España no lo estará! No ha habido tiempo de que este gran pensamiento sea conocido entre nosotros; después que lo fuere, aún necesitará mucho para germinar en una tierra tan removida por las pasiones políticas, tan endurecida por la indiferencia. Pero, si no hoy, mañana, o algún día, hallará eco entro nosotros la vibrante voz de Mrs. Butler: desde ahora hay corazones que responden al suyo, inteligencias que reflejan su inteligencia, espíritus que asistirán al Congreso de Ginebra con su adhesión y con su simpatía. Que no quede España fuera de la comunión de los que intentan arrancar a la mujer del horrible cautiverio del vicio, y que sea La Voz de la Caridad lazo de amor que nos una a cuantos compadecen y aman a las míseras, objeto de desprecio y de aversión.

En cuanto a la que escribe estas líneas, desde luego acepta la invitación, y tiene a honra contarse entre los miembros de la Federación, sintiendo en el alma por sus circunstancias, y muy contra su voluntad, ser uno de los menos útiles.

Gijón, 20 de Agosto 1877.




ArribaAbajoAl autor de las cartas madrileñas

Muy señor mío: La circunstancia de ocultar usted su nombre, que impone alguna reserva a mi contestación, no creo que me exime de darla a la carta con que me honra, inserta en el número 36 de la Revista de sanidad, beneficencia y establecimientos penales. No estaría bien pasar por desatenta con persona tan cortés, ni por poco reconocida a la benevolencia con que usted me juzga, que, yendo más alla de la justicia, agradezco como favor.

Doy a usted gracias por su felicitación, y le felicito a mi vez por sus nobles aspiraciones y propósitos caritativos. Cierto que no se encuentran muchos cooperadores para las buenas obras, que el camino del verdadero progreso, que es el progreso moral, está casi desierto en España; pero la compañía, ya que es poca, es excelente, por lo mismo que la iniciación en el bien exige aquí grandes pruebas.

En mi contestación al Interrogatorio de la Dirección general de Establecimientos penales deseo contribuir al acierto, no tengo la pretensión de acertar. No rehusaré entrar en el debate que usted me anuncia, porque aunque la lucha sea tal vez desigual y yo llevo lo peor, si la verdad y la justicia salen ganando, yo me tendré también por gananciosa.

Halló eco, como debía, la generosa voz que pide un Centro protector de la mujer. Si la semilla germina en Valencia antes que en otra parte, honra y provecho será para la ciudad del Cid. Felicitemos al señor de la T., porque no está ya solo, y deseémosle tanta y tan buena compañía como merece y necesita.

La Voz de la Caridad se ha alzado inútilmente en favor de los niños desamparados, y no deja de vez en cuando de recordar su desdicha. Fecha de Junio tiene el último recuerdo, inédito hasta hoy por parecerme indiferente clamar en el desierto un día antes o unas semanas después. Que la voz de usted tenga más ecos, y que la infancia abandonada halle en usted poderosos valedores. Bien hace usted en contar con mi buena voluntad en favor de los niños desvalidos; pero se engaña suponiendo que ella sea un apoyo firme, ni un apoyo siquiera; puedo tan poco, que diría que no podía nada si no tuviera por principio que todo el que quiere mucho puede algo. De este algo, pueden ustedes disponer a favor de los niños desvalidos.

Agradezco las noticias que usted me da, útiles para quien vive en un apartado rincón y aislamiento absoluto.




ArribaAbajoLos niños

Más de una vez hemos procurado, aunque al parecer inútilmente, hacer algo en favor de los niños pobres que han menester protección bajo muchas formas, por las muchísimas que toman los males consecuencia de su pobreza. Faltos de lo necesario físico y moral, sin educación, sin vestido ni alimento suficiente, crecen en la reducida y malsana vivienda en condiciones que hacen muy difícil que sean hombres robustos y honrados. Para colmo de desdicha, se exige de ellos, no pocas veces, un trabajo superior a su resistencia, ya por el grande esfuerzo material, ya por la continuidad de una misma ocupación, que no se aviene con las inclinaciones y necesidades de la infancia.

Háblase de establecer en Madrid una asociación protectora de los niños, y aun parece que el proyecto se halla en vías de ejecución. Que los obstáculos que se opongan a ella se allanen, y que los que han concebido tan benéfico pensamiento puedan verle realizado.

Para no hallarse sorprendidos con dificultades que retraen, deben contar con muchas los que intentan obras de este género, donde para que la acción sea pronta y eficaz se necesitarían fuerzas poderosas, simultáneas, armónicas, porque apenas se hace actuar una, se nota la necesidad de que otra venga en su auxilio. Si se trata de instruir al niño, de moralizarle, se tropieza a veces con la ignorancia y la inmoralidad de los padres, si se quiere influir sobre éstos, se halla la resistencia que el hábito opone a una modificación radical; si se procura la subida del salario, se nota que no es ventaja y puede ser inconveniente no subiendo en la misma proporción la moralidad; para influir ventajosamente en ésta se presentan obstáculos materiales, como la vivienda en que se hacinan diferentes familias, personas de ambos sexos y de todas edades, de manera que el pudor y la dignidad vienen a dificultarse, a imposibilitarse casi materialmente, y se hallan obstáculos de otro género, en tantos malos ejemplos, en tantas excitaciones al mal, en tantos salvoconductos como presenta al abrirse paso por donde quiera.

Conviene, repetimos, hacer lo que podría llamarse el presupuesto de dificultades, para que no resulte en déficit la perseverancia, y la voluntad no se declare en quiebra. Por ese mismo enlace que todos los elementos sociales tienen unos con otros, las comunicaciones que abren paso a las malas influencias también lo dan a las buenas, y si el mal no se aísla, el bien tampoco, ni por pequeño que sea es inútil nunca, aunque lo parezca, porque no ha dado todos los frutos que de él se esperaban. El bien, cuando menos, lleva en sí el de mejorar al que intenta hacerle, y esta ventaja, que no figura entre las alcanzadas, pero que es de gran valía, no está en poder de nadie estorbarla; se consigue a pesar de todos los obstáculos, y más cuanto sean mayores.

Todo sufrimiento inspira piedad; pero ésta es mayor y más piadosa, si pudiera decirse así, enfrente de ese grande y terrible misterio que se llama niño infeliz, inocente apenado. Este enigma lo será para el entendimiento hasta que podamos

«Contemplar la verdad pura sin velo»;



y entretanto, enjuguemos las lágrimas de aquellos inocentitos cuyas manos puras se extienden hacia nosotros en demanda de consuelo. Si hay una cosa repugnante son esos razonadores, filosofando sobre los dolores de la niñez, sin hacer nada para aliviarlos, más dispuestos a formular cargos contra la Providencia, que en estado de responder satisfactoriamente a los muchos que se les pueden hacer. Si se sustituyesen a las ridículas protestas las buenas acciones, muchos niños recibirían socorro eficaz; y si cada cual, en la medida que puede y debe, se convirtiese en instrumento de la Providencia, sería evidente aun para los que hoy la niegan.

La protección caritativa de los niños tiene un vastísimo campo de actividad; desde el recién nacido abandonado en la vía pública o en el torno de la Inclusa, hasta el que mama las enfermedades de su madre; desde el que se cría en el arroyo y vive de mendicidad, hasta el que aprende a vivir de hurto o trabaja abrumado por una tarea superior a sus fuerzas. ¡Quién es capaz de adivinar la infinidad de modos con que puede mortificarse y corromperse a un ser débil y desdichado por los fuertes que no tienen compasión ni conciencia! ¡Cuántos hombres criminales han sido niños infelices!

La mendicidad de los niños es un mal tan grave, tan común, y mirado con tal indiferencia, que sin la mucha que hay por la justicia en España no podría tener la extensión con que en España extirpa la raíz de tantas vicisitudes, y hace fecundo el germen de tantos vicios. La sociedad, que pasa al lado de miles, de muchos miles de niños que piden limosna, y no ve allí un plantel de hombres degradados o criminales; la sociedad, que no se apiada ante tanta miseria física y moral, que no tiene entrañas para los que lloran de frío, de hambre o torturados por la fiera que explota sus lágrimas; la sociedad, que no se horroriza de ver lo que es más deplorable que el llanto de un niño, la risa cínica de esos labios que en la edad de la inocencia saben mentir, blasfemar y decir palabras obscenas; la sociedad, que a todo esto contribuye, que todo esto sanciona, ¿qué espera ni qué merece?

El niño mendigo, o lo es por necesidad, o no. Si lo primero, debe recogérsele y sustentarle a costa del Estado; si lo segundo, recogerle y sustentarle a costa del que, en vez de mantenerle y educarle, le pervierte y le explota. Si se le siguiera y se entrase con él en su casa, se vería que a veces es un expósito, sacado de la Inclusa para proporcionarse con él una renta, explotando por su medio la ciega caridad pública, y maltratándole si no trae una cantidad que se fija como mínimum para la ganancia del día. Se vería que no sólo las mujeres mercenarias, sino las madres, exigen también una cantidad de los hijos que arrojan a la mendicidad, y se vería cómo su codicia cruel los desnuda tantas veces como la caridad los viste, y se verían otras cosas, unas que no se pueden imaginar, otras que no se pueden decir.

Hemos dicho arrojar a la mendicidad, porque es una especie de fiera y devora todas las virtudes en germen del pobre niño en quien clava la garra, y aunque le suelte algún día, llevará siempre las señales de sus uñas. Las familias de los niños mendigos son en unos casos dignas de compasión y acreedoras a socorro, en otros, en muchísimos, merecedoras de pena y justiciables si se comprendiera bien la justicia y se formulase en la ley. Porque la ley debía prohibir, severa y absolutamente, que ningún niño pidiera limosna, y si se comprendiera todo el mal que hay en que la pida, acudiría todo el mundo a remediarle, como se corre a prestar auxilio al que cae por accidente en la vía pública.

En todas partes se hace, o al menos se habla de hacer algo para limitar el trabajo de los niños; cualquiera que sea el mandato de la ley, comprendemos que en muchos casos su letra será muerta si halla la opinión hostil, y circunstancias que hacen su ejecución muy difícil, si no absolutamente imposible. Cuando la alternativa es entre un trabajo excesivo y el hambre, ¿qué hacer? La industria se hace una competencia feroz, y para abaratar sus productos, en muchos casos, tiene que emplear el trabajo de los niños que es más barato, y tenerlos muchas horas trabajando por un salario mezquino. -No puedo daros más, les dice; en Bélgica, en Francia, etc., no dan más tampoco, y o hago como hacen allí, o tengo que cerrar la fábrica; y como los niños tienen hambre, aceptan un pequeño jornal por muchas horas de trabajo. El remedio o, si se quiere, el lenitivo a este mal no puede darse por la ley de un pueblo solo; tiene que ser internacional el acuerdo para que los niños de todo el mundo, estando en iguales condiciones hasta donde posible sea establecerlas por la ley, no se hagan una competencia sin ningún límite, se sepa al menos que, según la clase de ocupación, ningún niño podrá trabajar si no tiene cierta edad, ni más que las horas que se determinasen.

Para lo que no era necesario acuerdo internacional, es para prohibir a los niños lo que impropiamente se llama trabajo, y consiste en la ocupación de entretener al público con esfuerzos físicos, haciendo habilidades difíciles y arriesgadísimas, en una edad en que no han podido aprenderse sin gran peligro para la salud y aun para la vida, y sin convertir ésta en una verdadera tortura, sufriendo coacción y violencia, máxime si, como acontece a menudo, los codiciosos maestros de estos infelices discípulos no son sus padres.

Para proteger a estos pobres niños no se necesitaba más que una ley, cuya infracción, como había de ser pública y sancionada por las autoridades, sería difícil. Podría fijarse una edad antes de la cual ningún padre pudiera presentar a su hijo en público para ganar dinero, haciendo ejercicios físicos, y el tiempo determinado debería aumentarse si en vez de padre era un empresario el que contrataba al joven. Con esta medida tan fácil y tan justa, ¡cuántos dolores se evitarían a pobres niños víctimas de acróbatas, gimnastas y saltimbanquis codiciosos y crueles!

Gijón, 8 de Junio 1877.

Señor Director de La Voz de la Caridad.

Muy señor mío y de mi consideración: He leído en el número 182 de La Voz de la Caridad un comunicado del señor Presidente de la Asociación de Misericordia de Ávila, y ruego a usted, haga constar que se ha publicado sin conocimiento mío y que he tenido al leerle una verdadera mortificación, merecida en parte, por el descuido de no poner en conocimiento de usted que los dos redactores habituales de La Voz de la Caridad habíamos convenido que nunca apareciese en la Revista nada en nuestra alabanza, aunque llegara el caso de hacer alguna cosa que la mereciera; este caso llegó, no para mí, y entrambos guardamos silencio. Sí no se rompió para elogios merecidos, ¿cómo no he de sentir que no se guardara respecto de mí, que no los merecía ciertamente, por el insignificante trabajo de escribir un artículo?

De usted, señor Director, muy atenta servidora.- Concepción Arenal.




ArribaAbajoCuenta de ingresos y gastos

Del decimosexto trimestre de «La Voz de la Caridad»3


Reales.Cénts.
CARGO
Restaban del semestre anterior777,03
Recaudado del 13 semestre142 »
Ídem del 14 íd.8.982,80
ídem del 15 íd.550»
Limosnas recibidas394»
De una prenda de ropa, vendida por no ser a propósito para pobres120 »
Venta de números sueltos de la Revista71 »
Suma.................11.036,83
DATA
Impresión y papel de 12 números de la Revista3.720 »
Por llevarla al correo48»
Repartidor y cobrador de Madrid768 »
Ídem íd. de Barcelona480 »
Índice y portada del tomo VII de la Revista 120 »
Timbre130 »
Fajas60 »
Comisión de cobranza, en provincias147 »
Correo 86 »
Limosnas distribuidas4.531,20
Suma.................10.090,20

Suma el cargo.......... 11.036,83
Suma la data............ 10.090,20
Resta..........946,63




ArribaAbajoEl abuelo

Así suele llamarse entre las cuadrillas de tra. bajadores al obrero anciano que forma parte de ellas, y lejos de que sus años sean una razón para respetarle, si inspira compasión suele ir mezclada con desdén, y a poco que su falta de fuerza aumente el trabajo de sus compañeros, la hostilidad de éstos es casi segura.

La condición del hombre sin educación alguna, que no puede ofrecer más que fuerza material, bruta puede decirse, es terrible cuando la edad empieza a debilitarle, lo cual a veces sucede pronto, porque el mucho trabajo y el escaso alimento anticipan la vejez. ¿Qué es el que no tiene más que fuerza muscular cuando la pierde? Una máquina gastada que sufre, y hay más tendencia a arrinconarla que a compadecerla.

El dueño de una obra, el contratista, cualquiera encargado de recibir trabajadores, al ver al anciano o que lo parece, le mira de arriba abajo con una mímica que quiere decir: -Usted no me sirve.- Él lo comprende, y procura persuadir al árbitro de darle o quitarle el pan que aún puede ganarlo, y que está fuerte aunque no lo parece. Es despedido si hay abundancia de trabajadores; si no, se le admite a menos precio, y haciendo una rebaja en su jornal proporcionada a la menor cantidad de trabajo de que se le supone capaz. Esta proporción material que, aunque fuera exacta, sería, si no siempre injusta, dura al menos, suele carecer también de exactitud. La rebaja del salario es una cantidad bien determinada; la del trabajo no es fácil de determinar, y no es raro pagar a un hombre como viejo y exigirle que trabaje como mozo. Hemos observado muchas veces que, en cierta clase de labores, el abuelo trabaja tanto o más que los jóvenes, porque trabaja más seguido, ya porque se distrae menos con los objetos exteriores y las alegres conversaciones, ya porque teme ser despedido si no desmiente con su labor las prevenciones desfavorables que hace nacer su aspecto.

Es cosa triste ver a un anciano encorvado, silencioso, asiduo a la ruda tarea, sin tomar parte en las alegres pláticas de sus compañeros, objetos muchas veces de sus burlas, mover a compás la herramienta, sin ver ninguna señal expansiva de su ánimo, con muchas de fatiga en su cuerpo, y como si hubiera querido materializarse en él la idea de que el trabajo es una maldición.

Todavía es peor cuando la índole del trabajo exige que se haga entre varios obreros que combinan sus esfuerzos. Entonces el Abuelo, cuyos movimientos no son tan rápidos, cuyo oído es más tardo, que aprende difícilmente cualquiera novedad, que es un compañero tétrico y, en fin, más débil, el Abuelo es mirado con desprecio, y se la increpa y denuesta, quejándose los compañeros de que para nada sirve, que hacen la labor de él, que cobró como los otros, si por una dichosa excepción no se le ha rebajado el salario.

¿Qué podía haber hecho el Abuelo en su vida pasada por no hallarse en su mísera condición presente? ¡Ah! Él no ha podido evitarlo. Si con su jornal ha mantenido a sus hijos y a su mujer; si ha socorrido a sus padres cuando estaban absolutamente imposibilitados para trabajar, no ha hecho poco; los ahorros no son posibles para aquel cuyo jornal ni es seguro ni está muy retribuido, que se recibe o se despide según las necesidades del trabajo y sin cuenta con las suyas, y al que pagan un salario, el menor posible, porque la ley de la producción (la vigente al menos) es producir barato.

La desdicha del pobre Abuelo tiene tres componentes:

Económico.

Intelectual.

Moral.

El económico, que a primera vista es el primero, es en importancia el último, porque con más salario y la misma falta de educación, lo probable es que no tendría ahorros; por otra parte, el aumento de salario, permanente y general, no puede ser obra sino del mayor valor del obrero considerado intelectual y moralmente.

El nombre de bracero es tristemente gráfico; significa que el que le lleva no es considerado más que por sus brazos, más cuando son más fuertes, menos cuando se han debilitado, nada cuando son inútiles para la ruda tarea. Es terriblemente lógico que el que es tan sólo una fuerza muscular, cuando esta fuerza no existe, él parezca como si no fuese; para la caridad podrá ser lo que antes era; más todavía: ni se puede prescindir de ella, ni dejarle la imposible misión de que establezca sola el orden social, y aunque mire al bracero cuyos brazos son ya débiles como a un hermano, es necesario que la sociedad le considere como a un ser que tiene, no sólo fuerza muscular, sino moralidad e inteligencia; es necesario que, cuando la máquina se gaste, quede el hombre con la dignidad de tal y los derechos a la consideración que merece. Para esto es necesario que desaparezca la artificial incompatibilidad que se supone entre el trabajo mecánico y el intelectual, divorcio que debilita a una parte de los trabajadores, embrutece otra, y los pone a todos en condiciones absurdas y antisociales.

Si el obrero mecánico estuviese educado, como era justo y fácil, no sería un objeto de desprecio cuando se debilitaba su fuerza física, ni tampoco un miembro inútil de la sociedad, que podría utilizar de mil maneras al ser moral e inteligente, cuya experiencia le daba tanto valor, como bajo ciertos conceptos pudieran quitarle los años. Obsérvese cómo éstos inhabilitan menos al trabajador cuando su trabajo es menos bruto, y cómo en ocasiones tiene menos valor el experimentado que el físicamente fuerte, Si el abuelo supiera más que el mozo, no sería despreciado por éste, cuyo desdén tiene su origen en que, sin haber ganado nada como inteligencia y moralidad, perdió la material energía. Enseñemos al niño, al muchacho, al adulto, que el hombre mientras viva aprenda, y no será despreciable ni despreciado en ningún período de su existencia: vivir más significaría entonces valer más, salvo cuando la decrepitud es también mental y moral, caso raro que puede considerarse como una enfermedad y atenderse del mismo modo.

Y en tanto que llega el día, seguramente muy remoto, en que el anciano reciba homenaje de consideración, en vez del desdén que inspira el abuelo, ¿no se puede hacer nada por éste, considerado como trabajador? Algo se podía y se debía hacer.

El Gobierno y las Corporaciones provinciales y municipales tienen dependientes, y no en número muy corto, que no necesitan gran fuerza física y podían ser hombres de edad.

Otras corporaciones que no son oficiales podrían también emplear en sus dependencias el número de ancianos que fuera compatible con el buen servicio.

Los particulares debían hacer lo mismo, y cuando tienen obras, no despedir al pobre viejo porque lo es, y al disminuirle el salario, sufrir un poco de perjuicio antes que causárselo, pensando que es aquella forma de la caridad una de las recomendables, y cuánto más cuesta al pobre operario aquella labor que le luce menos.

Los jóvenes compañeros del abuelo podían hacer una buena, una hermosa obra, dando un buen ejemplo y una prueba de que la pobreza no es un obstáculo para hacer caridad. En vez de calcular ruinmente lo más que tienen ellos que trabajar por lo menos que él trabaja, repartir este pequeño aumento entre todos, que con buena voluntad tocarían a bien poco; en vez de enojarse al ver que el que no hace tanto cobra lo mismo, congratularse de que no le disminuyan el salario por una labor que no hace sin aumento de esfuerzo; en vez de hostigarle para que haga más de lo que razonablemente puede hacer, darle benévolamente, en forma de trabajo, una limosna dos veces bendita, como lo son las del pobre. También los jóvenes serán abuelos, y entonces imposible será que el trabajador débil no tenga a raya el egoísmo del fuerte, no tenga una voz que llegue a su corazón si con verdad y amargura le dice: Cuando yo era mozo no afligía, ayudaba al abuelo.




ArribaAbajoReforma de cárceles

Por Real decreto de 4 de Octubre se han tomado, respecto a reforma de cárceles, disposiciones importantes, que pueden resumirse así:

1.º Se crean en las cabezas de partidos Juntas de Reforma, compuestas de concejales, mayores contribuyentes, presididas, según la importancia de las poblaciones, por el Juez de primera instancia, el Alcalde o el Gobernador de la provincia.

2.º Estas Juntas reconocerán si las cárceles que existen pueden reformarse, o es necesario construirlas de nueva planta. En el primer caso presentarán planos, proyectos, memorias y presupuestos, lo más tarde en todo el mes de noviembre, y en el segundo en todo diciembre del presente año.

3.º Habrá cárceles de cuatro clases, según el mayor o menor número de presos que hayan de recluirse en ellas: el Gobierno enviará modelos conforme al sistema de separación individual.

4.º Las Juntas, al remitir los planos-proyectos para la nueva cárcel o reforma de las que existen, informarán sobre los puntos siguientes:

Si hay terrenos del Municipio o del Estado en que pueda construirse la cárcel; qué número de penados podrán auxiliar los trabajos; qué jornales o su equivalencia en dinero podrán exigirse como prestación; qué recursos extraordinarios y ordinarios podrán aplicarse a la nueva cárcel; y, por último, el valor de la que existe.

Es digno de elogio el celo del Sr. Ministro de la Gobernación, y su deseo de que España tenga cuanto antes cárceles celulares; pero al leer el decreto que brevemente vamos a examinar, hemos recordado aquel dicho de un rey a su ayuda de cámara: Anda despacio, que estoy deprisa. Lo propio debiera decir el Sr. Ministro a su impaciencia, que le ha llevado a disponer cosas que no pueden cumplirse, o que convendrá mucho que no se cumplan. Pertenecen a la primera categoría la formación, en un mes escaso, de los planos, proyectos, memorias y presupuestos de las cárceles que puedan ser reformadas, y de la reunión de datos para calcular los recursos con que podrá contarse para la obra. No comprendemos cómo ha podido darse orden semejante, casi imposible de cumplimentar, aun en una localidad en que la Junta se compusiera de personas muy competentes en la materia, muy activas, muy deseosas de la reforma, y a quienes la buena fortuna deparara además un arquitecto inteligente, activo, propicio y con tiempo bastante para dedicarse mucho a la obra de la cárcel. Si esto llega a suceder en algún partido judicial, será una excepción muy rara; la regla tiene que ser: componerse la Junta de personas que no saben lo que es sistema celular ni han oído hablar de él siquiera; que buscarán el arquitecto de la provincia, el cual, por muy buena voluntad que tenga, no podrá estar a un mismo tiempo en todas las cabezas de partido, u otro que sería posible que no estuviera muy enterado del asunto; y así, una cosa ya difícil de hacer bien con los pocos elementos que hay en España, con la prisa se hará mal.

La composición de las Juntas tampoco nos parece acertada: notamos lo primero la falta de un médico, cuyo voto es indispensable, tratándose de edificios en que tanto importan las condiciones higiénicas. Para formar esta red de Juntas por todo el territorio, y hasta los últimos rincones de la Península, no ya en España, donde es tan desconocida la ciencia penitenciaria, sino en cualquier país, debieran haberse aprovechado con empeño los elementos intelectuales, y en vez de concejales y mayores contribuyentes, dar entrada en las Juntas a letrados, arquitectos, ingenieros, ayudantes de obras públicas, y, en fin, a todas las personas que hubieran dado pruebas de tener conocimientos especiales, ya en el arte de la construcción, ya en la ciencia penitenciaria: esto era esencial. Los arquitectos de que, según el decreto, han de asesorarse las Juntas, o no tendrán tiempo para este nuevo trabajo, o carecerán de los conocimientos especiales que requiere, o vendrán a componer solos la Junta, lo cual debería evitarse por varias razones.

El Gobierno enviará a las Juntas de Reforma modelos de cárceles de cuatro clases, lo cual no es una garantía de acierto, puesto que salen de la Dirección de Establecimientos penales, de donde han salido los planos de la cárcel de Madrid, llamada oficialmente Modelo, pero que no le tomará como tal nadie que tenga idea de lo que debe ser una prisión preventiva. No nos parece bien este sistema de disponer como si se supiera todo; estaría mal en un país más ilustrado, y donde los ramos de la Administración fuesen confiados a verdaderas especialidades; pero entre nosotros, donde más bien los dirige la política que la ciencia, es más perjudicial y lamentable que no se procure reunir los elementos intelectuales que existen, por medio de certámenes, informaciones, etcétera, etc.

Nos ha producido una verdadera alarma la idea, consignada en el decreto, de auxiliar con penados los trabajos de las cárceles de partido: esperamos que las Juntas, en su mayoría al menos, rechazarán la prestación del Gobierno, como la llama el decreto; comprenderán lo peligroso de semejantes cooperadores, cuán cara harían pagar la poca economía que de su auxilio resulte, y darán al Gobierno una lección que no debía necesitar. Desparramar, por todo el territorio cuadrillas de presidiarios, de presidiarios españoles, con sus cabos de vara, capataces y todo el personal que en la actualidad los..., no sabemos qué palabra poner aquí; que estas cuadrillas vayan a inficionar moralmente hasta los más recónditos lugares, a dar lecciones de crimen en países donde no se cometen, a trabajar confundidos con los pobres honrados a quienes la prestación lleva a la obra..., esto no se hará, no puede moral ni racionalmente hacerse; si se hiciera, que se ensanchen mucho las cárceles, porque el método de hacerlas contribuirá a llenarlas.

Nosotros deseábamos, por el contrario, que se redujeran sus dimensiones. Consecuentes con lo que hemos dicho tantas veces sobre el abuso de la prisión preventiva que se prodiga contra justicia con daño de todos, nos parecía que a la reforma de cárceles debía preceder una muy radical en la ley de Enjuiciamiento, que redujera el número de presos, porque no deberían estarlo los procesados por delitos que no son graves, éstos no tienen interés en escaparse, no se escapan ahora en cárceles sin guardia y sin seguridad, y por la misma razón no se ocultarían, sustrayéndose a la acción de los Tribunales si se los dejara libres. Reduciendo el número de presos a la octava o a la décima parte, la reforma de las cárceles podría hacerse pronto, contribuyendo a ella con las economías que resultaran de la que había de producirse en la manutención y custodia de procesados. Si se va de cárcel en cárcel, especialmente alejándose de las grandes poblaciones, y se visita los presos o investiga por qué lo están, se adquiere el convencimiento de que muy pocos se evadirían, aunque pudieran, ni procurarían sustraerse a la acción de la ley. Los males y las injusticias que en su nombre se cometen, privando de libertad al que debiera gozar de ella, son incalculables, y los recuerdos del que visite cárceles estarán llenos de cuadros parecidos al siguiente: Dos mujeres visitaban la cárcel de Vigo; abriose la puerta de un lóbrego calabozo, y doce hombres, encerrados en él, cayeron de rodillas; jóvenes, robustos, con todas las señales de viril fortaleza, impresionaban más profundamente las lágrimas que caían por aquellos rostros curtidos por el aire del mar; no había humillación ni en su llanto ni en su postura; las mujeres lloraban también, y ellos, al verlas, habían adivinado todos en el instante mismo que comunicaban su pena a quien la compadecía. Aquellos tristes eran la tripulación de un buque mercante, cuyo codicioso e indigno capitán faltó a lo pactado e hizo intolerable su servicio. La razonable y justa negativa a continuarle se tomó por insurrección, y con las leyes brutales que se aplican a la gente de mar, y con la facilidad de llevar a la cárcel, fueron encerrados en ella doce hombres honrados, a quienes asistía justicia. ¿Cuánto tiempo la hubieran esperado en su calabozo? ¡Quién lo sabe! Tal vez no la alcanzaran nunca, sin valedores, aislados en su prisión, con tan pocos medios de defenderse, y con tantos como tenía para acusarlos el verdadero culpable que los acriminaba en libertad. Ellos la recobraron bien pronto, gracias a la providencial visita; pero ¡cuántos ven prolongarse su cautiverio, porque no tienen quien los favorezca y son pobres y están presos! ¡Cuántos gimen inocentes o con leve delito, olvidados de la justicia humana y expuestos a desconfiar de la divina!

Es triste que, al tratar de reforma, no se empiece por la más urgente, por la más justa, por la más fácil, por la que facilitaría la material de las cárceles, reduciendo el número de celdas y de gastos y dificultades en proporción. Es triste que no se haga un bien tan grande, y que podía hacerse nada más que comprendiendo que lo era y con voluntad de remediar un mal gravísimo que sólo desconociéndole puede dejar de lamentar todo el que tenga conciencia.

Gijón, 31 de Octubre 1877.




ArribaAbajoPrisión preventiva

Las causas criminales en Madrid (Tomado de «La Iberia»)


Tan profundo como es nuestro deseo de ver elevado el poder judicial en nuestra patria para encontrar en esta institución el más fuerte baluarte de todos los derechos repetidamente atacados, tan grande es nuestro pesar al exponer a la consideración de los lectores de La Iberia un estado, que con gran trabajo hemos logrado formar, de los presos que existen en la cárcel del Saladero de Madrid pendientes del fallo de los tribunales, y las reflexiones que nos sugiere tan deplorable retraso en la tramitación de las causas.

Difícil es a la investigación individual señalar los motivos que producen hechos como los que se señalan en nuestro imperfecto trabajo; carecemos de medios y de autoridad para ello; pero los poderes encargados de vigilar por que se administre pronta y cumplida justicia los tienen en su mano, y deber suyo es completarlo con la energía necesaria y con la prudencia con que deben ser tratados estos asuntos.

Para proceder con método, vamos a publicar en extracto y reducido a un estado el resultado de nuestras investigaciones.

En los últimos días del mes próximo pasado estaban presos en la cárcel del Saladero 487 presuntos reos de los delitos que se expresan en la primera casilla, y que llevaban de prisión el tiempo que se señala en las restantes.

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Debe tenerse en cuenta que a las anteriores cifras hay que añadir otras muchas correspondientes a presuntos reos que están en libertad bajo fianza.

Se nos había denunciado multitud de casos que daban una triste idea de la administración de justicia, especialmente en Madrid; pero lo que despertó nuestro deseo de contribuir a que cuanto antes desaparezca esta lentitud censurable en la tramitación de las causas criminales (y creemos que poderosamente se contribuye a ello denunciando los hechos que dejamos apuntados), fue una noticia que en el mes de septiembre publicaron los periódicos de esta corte, en la cual se decía que habían sido puestos en libertad cinco procesados, después de seis años de prisión en el Saladero, por no resultar méritos para considerarlos criminales.

Pues qué, ¿es dado a poder alguno que aspire a la respetabilidad de todos y que constituye uno de sus primeros deberes conservarla y acrecentarla, encerrar a un ciudadano, incomunicarlo en un inmundo calabozo, después en hediondas cuadras por espació de tres, cuatro, cinco y hasta seis años, y pasado este tiempo ponerlo en libertad, sin darle otra clase de satisfacciones que la de decirle que no resulta criminal?

Esta declaración, repetida con sobrada frecuencia y rodeada de circunstancias especiales en cada caso, es bochornosa para la sociedad si depende de omisiones en las leyes, y para el poder judicial si es hija de su impericia o poca actividad.

No hemos de profundizar las causas que dan por resultado hechos como los denunciados; hemos dicho a quién corresponde este trabajo y el remedio de los males que producen; pero no hemos de cejar ni un momento de denunciarlos, con tanta más razón cuanto que los procedimientos de Madrid son espejo donde se reflejan los de los demás tribunales de España.

Sabemos los trabajos que para conseguir resultado tan apetecido se han intentado en nuestra patria, si bien ninguno ha llegado a corregir lo que consideramos una falta de humanidad y una trasgresión de los derechos del hombre; y téngase en cuenta que a nadie en particular van dirigidas nuestras censuras, si bien podíamos encaminarlas en primer término a aquellos que por los cargos que desempeñan están obligados a ver tanto abuso y proponer su remedio, bien con sabias leyes que hagan imposible su repetición, bien corrigiendo negligencias y castigándolas cuando constituyen delitos, como muchas veces acontece.

La ignorancia de los procesados es a veces origen de ellos, unida a la ligereza con que se hacen las visitas a estos establecimientos, de las cuales debía resultar un perfecto conocimiento del verdadero estado de las causas de los presuntos reos y de las negligencias e irregularidades que en muchas se notan.

Por indocumentado estuvo preso un honrado padre de familia, cuyo nombre no es preciso, ni el establecimiento donde sufrió privación de su libertad por espacio de dos años, hasta que, aleccionado por los compañeros de prisión, se quejó de injusticia tan notoria.

Hechos de esta naturaleza ponen de relieve que existen, más que en las leyes, en el abandono, los motivos que hacen eternas las prisiones, sin que una sentencia las haga justas y legales.

De poco servirán los sacrificios pecuniarios que está haciendo el país en la nueva cárcel Modelo, y los que hará en lo sucesivo si llegara a convertirse en hechos el decreto del Sr. Ministro de la Gobernación sobre establecimientos de esta índole, si por su parte el de Gracia y Justicia no persevera para que desaparezca esa lentitud en la tramitación de los procesos, que no tiene calificación para estampada en un periódico que tanto venera al poder judicial.

No nos haremos por hoy cargo del abandono en que viven los presos, materialmente desnudos, a pesar de existir juntas de cárceles, ni de las horas y método de enseñanza que se les da a los jóvenes, porque juzgamos capitalísima, de mayor interés y más depresiva para nuestra patria la cuestión que a la ligera hemos apuntado para que aparezca con toda su gravedad, a fin de que les ponga el urgente remedio que exige; pero no renunciamos al propósito de dar cuenta a nuestros lectores y censurar como se merecen estas negligencias censurables en un país civilizado.

Hasta aquí La Iberia. El cuadro que hemos reproducido necesita pocos comentarios; sus números son elocuentes. Un hombre preso más de tres años por hurto. Otro más de seis años por estafa. No tendrán tanta pena, caso de ser condenados; y si fueren absueltos, no hay palabra para calificar semejante llamada justicia.

Si en todas las cárceles de España se hiciera el mismo trabajo que se ha tomado La Iberia en la de Madrid, los resultados serían análogos: ya recordarán nuestros lectores lo que decía de la cárcel de Barcelona el Sr. Armengol.¿Cuál es el remedio a tan grave mal? Tiene muchas causas y necesita varios remedios. El primero, el más fácil, sería no prender sino a los acusados de delitos graves, que son los únicos que intentarán sustraerse a la acción de la ley.

El segundo es simplificar la sustanciación de las causas y empezar a comprender que no hay ninguna cosa que urja tanto como absolver a un hombre acusado si está inocente. Para esto es el telégrafo cuando se necesitan noticias que por él pueden transmitirse; para esto son los ferrocarriles cuando la ausencia de un acusado o de un testigo entorpece la causa, etc., etc.

Lo tercero, y esto es más difícil, es que los tribunales pierdan sus hábitos de inercia, y que los escribanos desempeñen bien su papel, y nada más que el suyo. Pensar que en un país en que el nivel moral está tan bajo como en el nuestro ha de haber una clase numerosa, sea la que fuere, que en medio de tantos malos ejemplos sea un modelo, es querer un imposible. Para que el poder judicial sea lo que fuera de desear, es indispensable que todos, cada uno en nuestra esfera, cumplamos mejor que lo hacemos. La prensa, hasta ahora al menos, ¿se ha ocupado de estas cosas como debía? Los que han de contribuir a la investigación de los delitos como testigos, ¿no se retraen? ¿No callan o mienten? La fuerza armada ¿no afloja mucho unas veces y otras aprieta demasiado? Las poderosas complicidades ¿no inutilizan muchas veces los esfuerzos del que quiere justicia pronta? Las autoridades civiles ¿cumplen como deben, dejando que las cárceles continúen como están? Si en primer término son responsables los gobernantes y los tribunales, el público lo es también, que no auxilia la acción de la ley, que guarda culpable silencio cuando se infringe. Si la opinión pública se ocupara de lo que pasa, no podría suceder lo que sucede. En vez de acusaciones hagamos exámenes de conciencia, y las cárceles dejarán de ser un cargo para ella.

Algunas personas amigas de la justicia y compasivas para con los presos han tratado de asociarse con el fin de reducir y abreviar la prisión preventiva. Su deseo es que la asociación se extienda por toda España, para lo cual han dirigido una solicitud al Sr. Ministro de la Gobernación, acompañada del reglamento, para que, aprobado éste, pueda constituirse la sociedad. Rogamos a la persona en cuyo poder estén reglamento y solicitud que la despache pronto y bien: si así lo hiciere, Dios se lo tenga en cuenta, y si no, se lo demande.

Gijón, 5 de noviembre 1877.




ArribaAbajo¿Tendría madre?

No hace muchas semanas salía de uno de nuestros presidios de África un hombre en medio de una fuerte escolta; a su lado iba un sacerdote. Aquel hombre era joven, fuerte, robusto y, no obstante, tenía contados los minutos de su vida: había sido condenado a muerte e iba a morir. Al saberlo se había enfurecido y desesperado; después dio lo que suele llamarse pruebas de arrepentimiento, que con frecuencia no es otra cosa que la sumisión material a la necesidad inevitable, o el temor al misterio desconocido que está después de la muerte. Llegado al lugar de la ejecución, el sacerdote le dirigió algunas palabras, se separó de él, la tropa hizo fuego, y pocos momentos después exhalaba el último suspiro.

¿Cómo se llamaba cuando tenía vida aquel cadáver sobre quien nadie lloraba? ¿A qué pronunciar su nombre? Si le recibió honrado de sus padres infelices, le empañó con horrible mancha, y sólo los nombres puros deben conservarse en la memoria. ¿Quién era? Un presidiario, cuyo trágico fin hace pensar, despertando dudas que nadie puede resolver, porque él enmudeció para siempre, y los que debían haberle estudiado ignoran este deber. De la breve e incompleta relación que hace un periódico, resulta ser un soldado condenado a muerte por insubordinación y palabras ofensivas a un sargento; indultado de la pena capital, fue a presidio por diez años; allí cometió un homicidio, por el cual se le aumentó hasta veinte años la condena; después causó lesiones a un compañero y, por último, mató a otro, de resultas de lo cual ha muerto él. ¡Breve y horrible historia! No faltará quien al leerla vea claramente en este criminal uno de esos malvados que lo son en todas circunstancias y a cuya perversidad sólo puede poner límites el verdugo. Nosotros no vemos esto tan claro; antes nos ocurren muchas y tristes dudas.

Hay que tener presente que la honradez legal, y aun lo que se tiene por honradez en absoluto, es en muchas personas cosa tan frágil y deleznable, que existe solamente porque no ha sufrido choque que la destruya. ¿No conocemos todos personas que teníamos por buenas y han cometido acciones indignas, perversas, crímenes? Si hubiesen muerto antes o no se hubieran hallado en la ocasión que lo fue de su caída, fueran al sepulcro con su buena fama y nadie dudaría de su virtud. ¿Quién es capaz de saber los gérmenes de bien y de mal que lleva dentro de sí un hombre? Suele ignorarlo él mismo, hasta que en un momento solemne se revela. Por eso importa tanto que la educación y las leyes no despierten ni den pábulo a los malos propósitos, sino que, por el contrario, los rodeen de aquella atmósfera de justicia que los sofoca y en que viven y crecen los buenos sentimientos. Hay virtudes que no necesitan más que una oportunidad para manifestarse, y personas que, como un polvorín, no han menester más que una chispa para que se verifique una explosión de maldad.

¿Era de ésos aquel hombre que ha matado y ha muerto violentamente? ¿Tenía dentro de sí todos los elementos del crimen, o vino alguno exterior a ponerlos en actividad? De su historia, aun tan incompleta como la sabemos, resulta la dolorosa duda de si este criminal no lo habría sido a ser tratado con más equidad. ¡Condenado a muerte por insubordinación, por palabras ofensivas a un sargento! Esta horrible injusticia ¿no es capaz de despertar el odio, de excitar la ira, de poner en fermentación todos los malos instintos, de perturbar la conciencia, de ofuscar las ideas, de embotar los buenos sentimientos? ¿Puede nunca persuadirse un hombre de que es justo que pague con la vida una falta que en ninguna parte es un delito grave y que en España tiene para el soldado tantas circunstancias atenuantes? ¡Condenarle a muerte por insubordinación contra un sargento, cuando él sabe de tantos sargentos que por haberse insubordinado son capitanes! ¿Puede ver en esta condena más que un hecho de fuerza? ¿Puede ver en la sociedad más que un vencedor que le hace sufrir la triste suerte del vencido? ¿Quién sabe lo que habrá pensado y sentido en los días de agonía que mediaron entre aquel en que le leyeron la sentencia de muerte y la hora en que recibió el indulto? El instinto de conservación le hizo sentir un momento de alegría, pero el de libertad y de justicia le aflige y le irrita al verse condenado a diez años de presidio.

Entra en aquella caverna de perversidad. Los rugidos de sus malas pasiones, no sólo hallan eco, sino que vuelven a él multiplicados por los de sus compañeros. El que cometió un delito no grave se ve confundido con los que cometieron grandes crímenes, y aprende de ellos todos los secretos de la maldad; en aquella atmósfera envenenada se van aniquilando todos los gérmenes de virtud, de compasión, de dignidad, que en sí tenía; crecen sus impulsos feroces, se satura de odio, emponzoña su alma, y ebrio de cólera y de injusticia levanta el brazo cruel y hiere y mata. Sin duda él debía y podía ser bueno; sin duda es culpable, muy culpable, por no haberlo sido; sin duda que el deber no es una cosa relativa, sino absoluta y obligatoria para todos los hombres en todas las circunstancias, sin que haya ninguna que nos exima de cumplirle; sin duda que, a pesar de la injusticia de que fue objeto, de la maldad que le rodeaba, él debía y podía ser justo y virtuoso y salir del presidio santificado, que no era necesario menos para no salir pervertido; sin duda que, por desdichada que fuese su vida, él debiera respetar la de los otros, y resistir al mal ejemplo y a las provocaciones de sus compañeros. Dios nos libre de la grande, de la abrumadora responsabilidad que pesa sobre el hombre que ha derramado la sangre de tres de sus semejantes; pero la sociedad ¿no es responsable también? ¿No fue con su fallo injusto y cruel la causa determinante de aquella gran caída? Y aunque así no fuese, aunque acerca de la influencia que pudo tener en una moralidad vacilante un fallo injusto queden dudas, no las hay, no puede haberlas respecto al hecho de un penado que mata a dos de sus compañeros y hiere a otro. Esto no puede suceder, es imposible que suceda en una prisión bien organizada; y de que estén en España como están, no deben responder los presidiarios, no es suya la culpa, aunque paguen la pena. Se hace mucho para convertir a los hombres en fieras, y luego se los encierra en condiciones propias para que se despedacen.

Es bien dolorosa la duda de si, tratado con justicia, hubiera podido ser un hombre de bien aquel soldado homicida reincidente que ha recibido muerte prematura e ignominiosa. ¿Tendrá madre?¡Infeliz, mil veces infeliz, si no le ha precedido, si le sobrevive! Ella preguntará horrorizada qué han hecho con él para convertir al mozo honrado en hombre feroz. Aun así le llorará la triste, le llorará amargamente, recordándolo niño, cuando era inocente; joven, cuando era bueno. Llora, pobre mujer, llora, yo lloro contigo. El homicida ejecutado en África, para los demás puede ser un monstruo, ¡para ti era tu hijo! Gijón, 9 de junio 1877.




ArribaAbajoLa caridad en la guerra

Hemos remitido el producto de la suscripción abierta en La Voz de la Caridad a favor de los heridos de Oriente (1.658 reales). El Sr. Conde Serrurier, este buen amigo de todos los heridos, y que hizo tanto por los españoles, al acusar el recibo del donativo, añade:

«Me será muy fácil hacer llegar el donativo de España, por iguales partes, a los dos campos, según me indicáis. En San Petersburgo y Bucharest estoy en relación con la Cruz Roja y al corriente de lo que hace: en Constantinopla, con el Dr. Barón Mundy, que renueva al frente de los servicios sanitarios turcos los prodigios de abnegación y de ciencia que hizo en París en 1870.

Deseo que sepáis que la Cruz Roja de Alemania, de Inglaterra y de Francia han hecho algo: de Francia hemos enviado por valor demás de cien mil francos.Así lo digo en la carta adjunta, que han reproducido casi todos los periódicos.»

La carta a que se refiere nuestro amigo, dice así:

«París 22 de Septiembre de 1877.

»Señor Director: En el momento en que estallaba la guerra de Oriente, que, como era fácil prever, había de inmolar gran número de víctimas, muchos socios distinguidos de la Cruz Roja, con los cuales estoy en no interrumpidas relaciones hace doce años, expresaban, como yo. el deseo de que se entendiesen las Asociaciones de los países neutrales, a fin de llevar auxilios eficaces a los heridos rusos y turcos.

»Creíamos, y continuamos creyendo, que concertando todos los esfuerzos y dando a conocer, por medio de una publicidad activa, las necesidades de los heridos, las sociedades de la Cruz Roja de Alemania, Inglaterra, Austria, Bélgica, Dinamarca, España, Francia, Italia, los Países Bajos, Portugal, Suecia, Noruega, Suiza, etc., podían recoger millones y llevar inmensos recursos a los heridos de ambos campos.

»Aunque en este momento en Francia, por donde quiera, se hacen llamamientos a la caridad, que anima a tantos corazones, no creo inútil añadir una ardiente súplica a las que, más eficaces que la mía, se han dirigido al público, a fin de que las víctimas de esta guerra, donde se combate con tanto brío, víctimas numerosas que atestan las ambulancias, no carezcan durante el invierno ni de asistentes ni de socorros materiales.

»Sería un crimen de lesa humanidad dejar sin el posible auxilio las heroicas víctimas de los memorables combates que presencia Europa.

»Recibid, señor Director, la expresión de mi distinguida consideración.- El Conde Serrurier.»

Este llamamiento no ha sido inútil. Francia ha llevado su ofrenda, también Inglaterra y Alemania; pero creemos que Bélgica, Dios la bendiga, es la que manifiesta actividad más incansable en favor de los pobres heridos de Oriente. La Croix Rouge de Bruselas, órgano de la Sociedad belga de su nombre, demuestra la perseverante caridad que la anima, y contribuye a ella con sus continuas exhortaciones. Nuestro amigo el Dr. Van Wolsbeeck, que tanto hizo por los heridos españoles, no cesa de recordar en el periódico que dirige las necesidades y desdichas de las víctimas de la guerra. ¡Dichoso él, que no las recuerda en vano! ¡Dichoso él, nacido en un pueblo donde son profundos los sentimientos de caridad, donde se fraterniza con todos los hombres que sufren! ¡Dichoso él, que ignora la vergüenza de que su patria no pertenezca a la comunión de los compasivos, y el dolor de que su voz piadosa clame en el desierto!

La Cruz Roja belga se ve bien que obra a impulsos de la caridad; por eso no se cansa ni distingue, para compadecer, qué uniforme viste el caído en el campo de batalla. A los dos envía por iguales partes los cuantiosos donativos que recoge. En sólo el mes de Octubre ha remitido 134 bultos con hilas, vendajes, compresas, aparatos de fractura, preparaciones Lister, instrumentos quirúrgicos, aparatos eléctricos, refrigerantes para hacer hielo, para filtrar agua, medicamentos, sustancias alimenticias, vinos generosos, ropas interiores y exteriores, mantas, etc. Allí hay, sin duda, muchas personas para quienes el hacer bien es una necesidad, como dice Mr. Dupuy de la caritativa Baronesa de Cartier d'Ive. ¡Dichoso país! De España no ha ido ni un cajón, porque son tan pocas las hilas y vendajes recogidos, que no se puede pensar en enviarlas tan lejos, y menos en hacer de ellas dos partes. ¡País desdichado!

En el último número de La Croix Rouge, de Bruselas, leemos:

«Las comunicaciones de nuestros corresponsales de Oriente nos manifiestan una situación tanto más desastrosa y conmovedora, cuanto que se prolonga más, y dentro de algunas semanas los rigores del invierno harán millares de víctimas inocentes.

»Se teme que llegue el momento en que los recursos falten por completo. ¡Ya se ven heridos infelices que pasan días enteros en el campo de batalla, que procuran arrastrarse hacia los suyos, que, desesperados, piden socorro y mueren defendiendo contra los perros errantes sus cuerpos mutilados! Esto es horrible, pero es.»

Después de este cuadro desgarrador, nuestro amigo alza su voz una vez más pidiendo consuelo para tan inmenso infortunio; nosotros guardamos silencio; es inútil romperlo.

Gijón, 5 de Diciembre 1877.




ArribaAbajoLa perseverancia

Hemos oído hablar mucho de la galantería española, de la hidalguía española, de la lealtad española; comprendemos que se podría encarecer también la terquedad española; pero de la española perseverancia, la contemporánea al menos, poco puede decirse, como no sea para deplorar que sea tan rara.

Un amigo nuestro4 decía, a propósito de un edificio con destino benéfico: «No quiero que se ponga y se solemnice la primera piedra, sino la última. ¡He visto empezar tantas cosas y concluir tan pocas!»

En efecto, hay muchas personas que manifiestan buenos propósitos, y cuyo deseo del bien se parece un poco al valor del bravo de Lope de Vega, que


Caló el chapeo, requirió la espada,
Miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.



Ocurre una buena idea, se aplaude, hasta se recibe con entusiasmo a veces: asócianse a ella muchas personas dignas, pudientes, ilustres, inteligentes. No hay duda, va a ponerse por obra; ya a tener un éxito grande, pronto; ¡qué consuelo! Pasan unas semanas, unos meses, un año. ¿Qué se hizo de todo aquel fervor? ¿Dónde están sus resultados? El proyecto, si no se desvaneció como el humo, se arrastra penosamente, más como testimonio del abandono en que lo dejan, que como esperanza de que podrá triunfar de tanta indiferencia. ¡Qué dolor!

Hemos visto muchas veces que los más confiados en el éxito de una buena obra son los que peor resisten al desengaño, y no hallando término medio entre lo fácil y lo imposible, declaran tal cualquiera empresa dificultosa. Conviene no forjarse facilidades ilusorias, para que no vengan por reacción desalientos cobardes; conviene ir a las empresas caritativas prevenidos, preparados, fortalecidos, como se entra en el combate, en el desierto o en los mares tempestuosos; el que se imagine que no hay más que aguas tranquilas y brisas refrigerantes, no se ponga en camino; menos daño hace retraído que desertor. ¡Cuántos de éstos hemos visto en que la llama de la caridad se apaga tan pronto como la de un fósforo, y por cuyas almas pasan los buenos propósitos!


Sin huellas y sin raíces
Como barcos por el mar!



Parécenos que una de las primeras preguntas que debieran hacerse antes de empezar una buena obra es ésta: ¿Perseveraremos en ella? Y si no podíamos responder afirmativamente, abstenernos y no contribuir de un modo directo y eficaz al descrédito que resulta para cualquiera empresa, de empezar con vida al parecer robusta, y morir luego. Este descrédito es positivo, grande, y de él responden en conciencia los que toman una veleidad benévola por las resoluciones de la virtud y los sentimientos de la caridad, y no distinguen entre remedar a los compasivos e imitarlos; que añaden a sus caprichos el de parecer buenos una temporada, y a sus excursiones de recreo la que han hecho por los dominios de la beneficencia. Se dice: «En el tiempo, poco o mucho, que auxilian, algún bien hacen.» Aunque material hagan alguno, moralmente hacen tanto daño, que, a nuestro parecer, supera con mucho, y es realmente mala, aquella acción que ellos tienen por obra buena.

Cuando se ve que muchas personas aparecen y desaparecen de las empresas benéficas, ocurre preguntar: ¿Por qué han venido? ¿Por qué se van? Los que son objeto de la pregunta, es seguro que en la mayor parte de los casos no podrían contestarla; no tratamos aquí de los que hacen bien hipócritamente y por cálculo, sino de los que dejan de hacerle por falta de perseverancia. Nos parece que éstos vienen a las buenas obras prendados de su hermosura moral, impresionados por la desgracia, como arrastrados por el ejemplo de los que procuran remediarla, y atraídos por aquella celeste armonía del que sufre y del que consuela. Se van por error del entendimiento, por deficiencia de la voluntad y del amor al prójimo.

El error del entendimiento suele consistir en suponer que aquel bien que hacen es absolutamente facultativo, sin que, dejando de hacerle, falten a nada. Deber legal no será, pero moral sí, no sólo tomar parte en la obra benéfica que han intentado, sino en otras muchas a que no contribuyen. ¿Quién hace todo lo que moralmente debe por sus semejantes? ¿Quién parte en la debida proporción el fruto de los dones que ha recibido gratuitamente, ya consistan en riqueza o en inteligencia? Todos, más o menos, vivimos en deuda moral con los necesitados de nuestros socorros morales, intelectuales o materiales; todos, más o menos, tenemos un cargo muy superior a la data; todos, aun los que dan más, deben, y, por consiguiente, la limosna o el trabajo que dedican a una obra buena es el cumplimiento de un deber. El deber, ya se sabe, es imperativo, no voluntario; manda, no aconseja; faltamos a él todos los días, a todas horas, negándonos a contribuir a las obras benéficas, y auxiliándolas, no hacemos más que llenarle. Toda esa latitud que imaginamos tener para hacer bien y dejar de hacerle, suele ser dada por los sofismas del egoísmo, que para dilatar su imperio no pone límites al de la voluntad torcida. Por regla general, no sólo el bien que hacemos es obligatorio, sino muchísimo del que dejamos de hacer.

Pero no incurramos en el error de pensar que hay menos mérito en cumplir con un deber moral que en seguir un impulso benévolo; al contrario, cuanto más dificultoso y más reflexivo es el cumplimiento del deber, es más meritorio, y entre el que hace una cosa buena porque quiere, y el que la hace porque debe, elegiremos al último para compañero de cualquiera empresa benéfica, seguros de que no nos abandonará en la mitad del camino; seguridad que no podemos tener con el que no se cree obligado.

Cuando el entendimiento se tuerce, la voluntad no es recta ni firme; ella propende a lo arbitrario; sus tiranías suelen corresponder a sus debilidades, y si no tiene reglas fijas, desfallecerá con frecuencia en el camino del bien.

Los impulsos del corazón obran con desigualdad, según las circunstancias; ellos influyen en la voluntad, y aun en los juicios del entendimiento, pero a su vez son influidos, y sólo de la armonía de lo que se conoce se quiere y se siente puede salir el razonable y firme propósito de hacer bien, y la perseverancia que lo realiza.

Así, pues, los que vienen a las obras benéficas y se van habiendo hecho poco, nada, o peor que nada en ellas, obran en conciencia (extraviada), hicieron a su parecer gracia al entrar, y no creen al salir faltar a la justicia. Si conforme a ella reconocieran sus deberes y arreglasen su conducta, permanecerían en su puesto, fortificaríase su voluntad, y hasta sus sentimientos tendrían más elevación, más pureza, más constancia, cuando, saliendo de la esfera del instinto, entrasen en la de la razón y de la moralidad. ¡Si al par del bien que deben, vieran el mal que hacen desertando tal vez en el momento más crítico, desacreditando acaso, aunque no lo deseen ni lo sepan, la obra que dejan, alentando egoísmos y desalentando abnegaciones, y dejando en los que fueron sus compañeros el vacío que desconsuela y el mal ejemplo que arrastra!

No seamos ligeros para hacer bien ni para nada. No es decir que llevemos el deber de ser benéficos como un peso que nos abruma; pero tampoco arrojemos nuestras buenas obras como pompas de jabón que crecen con facilidad, brillan un momento, no tienen más que aire y desaparecen al primer choque. Hagamos bien, mucho o poco, mucho si nos es posible; pero, en fin, en el que hemos empezado a realizar perseveremos. Variémosle de forma, según nuestra disposición y medios; demos dinero, lecciones, consejos, trabajos de cualquier clase, pero una vez que hemos entrado en la religión de los compañeros, no seamos apóstatas.

Bien inspirados los que empiezan una buena obra.

Benditos los que perseveran.




ArribaAbajoLos hombres no son tan malos

Si se toma nota de los asuntos que forman el tema más común de las conversaciones, se verá que éstas, por lo general, versan sobre la crítica, la censura o la reprobación de lo que se dice, de lo que se hace y hasta de lo que se piensa, porque la intención, verdadera o supuesta, de la persona juzgada influye, y mucho, en el modo de juzgarla. Si se habla de hombres públicos, es para encarecer lo mal que desempeñan su cometido; si de los particulares, para manifestar sus defectos. Uno es holgazán; otro, con perjuicio de su salud, trabaja más de lo que permiten sus fuerzas; éste es pródigo, avaro aquél; quién se deja pisar por falta de dignidad, quién se hace intolerable por su orgullo. De las mujeres, puede decirse que bienaventuradas aquellas de quienes no se habla.

En las publicaciones periódicas que no son científicas se observa un hecho análogo: cargos, recriminaciones de unos a otros partidos, de unas a otras personas; y hasta en los libros no es raro ver que se deja ancho campo a la censura, o cuando menos a la crítica. Como todos son parte activa y pasiva a la vez, al mismo tiempo que censuran son censurados, y resulta que la atmósfera en que vivimos está como saturada de reprobación; parece que los hombres han nacido para hacer daño y hablar mal.

Pero, siendo así, ¿cómo pueden vivir? Un pueblo, un país, un mundo en que el mal prepondere, ¿tiene condiciones de existencia?

Crímenes, vicios, infamias, locuras, errores, ignorancia, debilidades, ¿son elementos de prosperidad, ni aun de vida? No; y al investigarlo, al estudiar el organismo de las sociedades y notar que necesitan para no perecer cierta cantidad de bien, y ver que no perecen, la explicación de su existencia es a la vez un consuelo. El mal, como una corriente desbordada de aguas inmundas, lleva en pos destrozos y pestilencia; todos, al verle, se apartan, se quejan, protestan, porque reciben disgusto y daño; el bien circula suavemente, como la sangre en un cuerpo sano, y da fuerza y da vida sin que se escuche ni se sienta; es armónico con nuestros gustos, con nuestros intereses, con nuestras aspiraciones con nuestros sentimientos, con nuestra razón, y sólo cuando falta se rompe un equilibrio y hay desorden moral o material y reprobación y dolor.

A primera vista parece vil y repugnante sobre todo encarecimiento esta naturaleza humana, tanto más propensa a la censura que al elogio; pero mucho se atenúa el triste efecto de semejante observación al considerar que, si el bien pasa desapercibido muchas veces, consiste en que forma parte integrante de nuestro ser, es idéntico a nosotros: en él, por él y con él existimos.

Las personas colectivas que se llaman pueblos, también están más dispuestas a la censura mutua que a tributarse elogios. Un español es holgazán e ignorante; un norteamericano, interesado y grosero; un francés, frívolo y vano; un inglés, codicioso; un ruso, bárbaro y cruel; un alemán, visionario y frío, etc., etc. Se toma acta de los defectos; las buenas cualidades pasan desapercibidas.

Estas y análogas reflexiones nos ha sugerido el relato de un suceso que vamos a referir a nuestros lectores, y que, como otros semejante, no podría verificarse si el hombre fuera lo que parece, a no considerar más que la reprobación continua que recibe y que da.

El 5 de Abril de este año, en las minas de Tinewidd (Inglaterra), se oyó un grito inmenso, terrible, de esos que lanzan las muchedumbres cuando están conmovidas por un gran dolor: la causa era una inmensa masa de agua que, como un río subterráneo que se hubiera salido de madre, había inundado la mina; los operarios huían despavoridos; desvanecida la primera impresión del pánico, se hizo la terrible pregunta: ¿Cuántos faltan? Después de pasar lista, se vio que faltaban ocho. Exclamaciones de compañeros, ayes de amigos, sollozos de parientes y un triste murmullo de la multitud, como el eco de un gemido, siguieron al grito primero que anunciaba la catástrofe. No había perecido en ella el director de la explotación, que dice: -«Antes de llorarlos es necesario ver si se pueden salvar.»- «¡Salvarlos! ¿Cómo es posible? El agua ¿no lo ha invadido todo? ¿No sale por las bocaminas? ¿No rebosa en los pozos? ¿No es absolutamente imposible que allí se pueda respirar?» -«No -responde el hombre de ciencia; -la rapidez de la inundación puede haber sido causa de que no saliera todo el aire, el cual, comprimido, resista e impida que en el lugar que ocupa penetre el agua, y allí, aunque con alguna molestia, pueden vivir los hombres. Las voces que demos para llamarlos serán inútiles: vamos a golpear el suelo, único lenguaje que es dado emplear; pero se necesita no hacer ningún ruido, a fin de oír los golpes de la contestación... ¡si hay quien pueda darla!»

Ayes, sollozos, murmullos, todo cesa instantáneamente; parece haber enmudecido la multitud, que apenas se atreve a respirar. En medio de aquel silencio tan solemne y tan triste, empiezan a oírse, los golpes que pudieran llamarse interrogadores, y que se repiten en vano en distintas direcciones: déjase pasar algún tiempo entre una y otra de estas extrañas preguntas sin que se reciba respuesta. Parece que llega al fin; no es ilusión: se han oído golpes debajo de tierra...; la muchedumbre hace una exclamación; se le impone otra vez silencio, y calla para cerciorarse de la verdad; vuelven a oírse los golpes subterráneos; ya no hay duda: allí hay hombres que viven y esperan. Esperad, sí, esperad. Aunque sois pobres y obscuros, no os dejarán perecer sin hacer por salvaros tanto como si fuerais ricos capitalistas y personas principales; esperad.

Para sacar la gran masa de agua que impide acercarse a los desdichados, funcionan las bombas de vapor, pero no bastan; van en busca de las de otras dos minas; aún se necesitan más, y llega otra impulsada por una máquina locomóvil. Los que parten en demanda de auxilio y los que vienen a darle, ¡cómo corren! ¡Quisieran volar!... ¡Con qué afán trabajan! Déjanse relevar con disgusto, teniendo más voluntad que fuerza para continuar sin descanso tan penosa tarea. Agotada el agua por la parte que se ha calculado con exactitud que hay menos, y a la mayor proximidad del pozo donde están los sepultados, ya solamente un macizo de ocho metros los separa de sus libertadores: redobla el ardor de éstos..., el obstáculo desaparece... ¡y abrazan a los que han salvado!

Pura, santa alegría, que dura poco; al lado de los hombres vivos hay un cadáver: al abrir la comunicación, el aire comprimido se precipitó hacia ella, y el primero que corrió a salir fue arrojado con tal violencia, que murió del golpe. Pero no es esta desdicha sola: faltaban ocho obreros, y allí no hay más que cinco. ¿Qué ha sido de los otros? Se oyen golpes, nuevos golpes repetidos, que piden socorro. Pero al escuchar de dónde salen, al calcular la inmensa masa de agua5 y el macizo de 40 metros que sepulta a los infelices, hay un momento en que ya no se piensa en salvarlos, por parecer imposible que no se mueran de hambre antes de poder llegar a ellos. Este desaliento dura poco. El rumor de agonía que sale del centro de la tierra resuena en el corazón como jamás resonaron las más elocuentes voces: se sufre, se teme, pero no se vacila, no se calcula si será inútil aquella actividad febril, casi furiosa. Hay que llegar, sí; es preciso llegar adonde están aquellos hombres, hay que abrazarlos vivos o verlos muertos, y siquiera poder decir:

-¡Dios sabe que hemos hecho cuanto nos fue posible por salvarlos!

Se envían buzos, pero no pueden llegar adonde suenan los golpes. Vuelven a funcionar las bombas: no hay descanso, ni de noche ni de día, ni en muchas noches ni en muchos días. ¿Cuántos pasaron desde que aquellos tristes yacen sepultados? No se pueden contar sin pavura, porque van... ¡siete! Siete días sin comer, a obscuras, respirando aire comprimido; por un lado el agua contenida como un monstruo que amenaza siempre; por otro, la tierra que va a servirles de sepultura, y sobre el alma todos los recuerdos de una existencia que amaban, todas las angustias de un fin horrendo... Su única esperanza es el ruido que perciben: su corazón les dice bien que le hacen sus libertadores; cada vez se oye más cerca, si no es ilusión; lentamente, pero avanzan, y esto los conforta; aunque mueran, no morirán desesperados y maldicientes; cada golpe es como una voz de consuelo, y aquel esfuerzo de sus hermanos, aunque sea inútil para darles vida, suavizará los horrores de muerte como una palabra de amor...

Y la muerte parece inevitable... Las fuerzas les faltan... Exánimes, ya no pueden hablar para alentarse mutuamente en las tinieblas...

Como toda la actividad de sus sentidos parece concentrada en uno solo, éste adquiere una increíble perspicacia. Además de los golpes fuertes, perciben un ruido sordo y continuo que se acerca más rápidamente. Se oye a pocos metros..., a pocos pasos...; el instrumento que le produce ha roto la tierra que sienten caer... Quieren apoderarse de él por el instinto del náufrago, que se agarra de todo lo que puede coger su mano; pero el perforador se retira, dejándolos suspensos y confusos. No permanecen así mucho tiempo. Perciben un nuevo ruido en el agujero practicado: es un tubo, del que empieza a salir caldo, leche y vino... Restauran sus fuerzas en aquella fuente para ellos de vida; ya tienen alientos para hablar; no pueden... La emoción embarga su voz; se han conmovido profundamente, y con lágrimas en los ojos caen de rodillas dando gracias a Dios y a los hombres...

Se creen en salvo; ya no tienen que temer el hambre, e ignoran que, al establecerse la comunicación, la corriente de aire puede estrellarlos como a su infortunado compañero. Pero sus libertadores saben el peligro, pueden evitarlo, y le evitan; el arte y la ciencia les dan medios para ello: ¡benditas sean!

¿Quién es aquella mujer que no se aparta de noche ni de día de las bombas, que mide con su corazón el agua que ha salido y la que falta, cuyos ojos inmóviles como los de un cadáver, clavados en la tierra, quieren penetrar lo que bajo ella pasa? Parecería una estatua sin los estremecimientos convulsivos que la agitan. ¿Quién es? Una madre, una pobre madre que hace nueve días tiene sepultado vivo al hijo de sus entrañas. Basta ver la expresión de su dolor infinito para trabajar con ardor, sin descanso, por que no le arrebate la muerte aquel de quien está pendiente su vida. Es un niño, sí, un niño, arrojado por la necesidad en las lóbregas profundidades de aquella caverna. Cuando al fin le abraza y desfallece, más de un hombre que ya no creía tener lágrimas, llora...

Y ¿quiénes son esos obreros, esos ingenieros, esos industriales que en nueve días de fatiga incesante han empleado tanto trabajo, tanta inteligencia, tanto dinero para salvar a ocho pobres y obscuros trabajadores? ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? Tienen un grande y hermoso nombre. Se llaman LA HUMANIDAD. Los que intentáis perfeccionarla, no la calumniéis. Sed severos, sí, muy severos, con sus faltas; pero al mismo tiempo compadeced sus dolores y no desconozcáis sus virtudes.6

Gijón, 21 de Diciembre 1877.