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ArribaAbajoJosé Umbert

¿Quién es José Umbert? ¿Es algún artista eminente, algún poeta inspirado, algún filósofo profundo, algún erudito sabio, algún estadista distinguido? No. ¿Es ilustre por su nacimiento, o se ha hecho notar por su riqueza? Tampoco. ¿Soldado valeroso, se ha hecho célebre en los combates? Jamás ensangrentó sus manos en pelea homicida, ni formó parte de esas muchedumbres que, como máquinas de muerte, manejan la ambición, el error o la batalla de la vida, donde tantas virtudes sucumben; ha combatido en el silencio, en la obscuridad, sin aplausos, sin testigos; ha combatido horas, días, meses, años, muchos años. Peleó sin recibir de afuera luz, impulso ni apoyo, como los que nacen para luchar, como los que viven para inmolarse, como los que ignoran su propio heroísmo, y no aciertan a concebir que la existencia se ha recibido más que para convertirla en consuelo.

Consolar cuando hay grandes medios, cuando la riqueza, la inteligencia, el poder, prestan apoyo al corazón que compadece y a la mano que sostiene, es meritorio; pero consolar con los medios de que puede disponer un pobre obrero, que no tiene más que corazón para sentir y brazos para trabajar, es sublime.

De la vida de José Umbert podrían hacerse muchos cuadros, y se harían, si los pintores, rebajando el arte unas veces, extraviándole otras, no se apartaran con tanta frecuencia de los grandes asuntos para lograr pecuniarias ganancias, o buscasen en el aparato de la grandeza exterior el sublime que está en el alma, que se halla en el espíritu del soldado como del general, de la mujer del pueblo o de la gran señora, del pobre obrero o del ciudadano ilustre; es lástima que, en vez de pintar la mitología, o la historia en sus episodios más sangrientos, las costumbres en su fase menos edificante, los artistas no retraten la humanidad cuando es digna de ser inmortalizada. Hay pintores que se llaman de género, que se dedican a trasladar al lienzo escenas insignificantes o demasiado significativas de la vida vulgar o de la vida licenciosa. ¿Cuándo las buenas acciones, difíciles y de una grande belleza moral, cuándo el pintar la virtud constituirá un género? Acaso nunca, acaso alguna vez. Muchas, al saber o contemplar hechos sublimes, hemos exclamado: -¡Si yo fuera pintor! Y esta exclamación la repetimos al saber algunos pormenores de la vida de José Umbert. Con ella podrían hacerse varios cuadros:

1.º Es la fábrica donde Umbert trabaja. Sus compañeros se han retirado, y él descansa de la penosa faena del día. Un resplandor siniestro convierte su reposo en sobresalto, y después en angustia: hay fuego y está solo. ¿Por qué se pinta en su rostro la tristeza de su alma? ¿Qué pierde con que el establecimiento quede reducido a cenizas? En otro hallará trabajo un obrero de las circunstancias suyas. La ventaja de su pobreza es que no tiene que temer la pérdida de los bienes de fortuna, y le permite gozar de una tranquilidad, no envidiable, según algunos dicen, pero que tiene ventajas en ciertos casos. Es uno de ellos aquel en que se encuentra José: con alejarse y dar cuenta de lo que sucede, parece que ha cumplido, estando solo como está. Él no lo comprende así; como si el edificio y cuanto contiene fuera propiedad suya; como si de ella dependiera su bienestar: como si las llamas amenazaran destruir su dicha, lánzase al lugar de donde salen, ve que todo depende de la rapidez, redobla su energía, se multiplica; nadie le anima, nadie le ve, y sus fuerzas parecen superiores a las de un hombre; tantas desplega y tan bien las dirige, que domina el incendio y ataja el daño. Los que no saben los poderosos impulsos de la abnegación, no comprenden cómo ha podido hacer tanto un hombre solo.

2.º ¿Quién es aquel que, después de dejar el trabajo, se dirige a una pobre casa, donde, en la mayor soledad y desamparo, sufre un mísero enfermo? Pasan días, y semanas, y meses, y siempre llega; pasan años, y no se cansa. Nunca le espera en vano el infeliz que ve en él su ángel tutelar, su único amparo. ¡Con qué afán desea su venida! ¡Con qué seguridad sabe que no faltará! En cinco años en que la aparición bendita no ha faltado una sola noche; en cinco largos años, en que el dolor desesperado se resigna ante una abnegación tan sublime, el doliente aprendió a confiar, mira en aquel hombre personificada la Providencia. Ni favores le debe, ni el parentesco los une, ni otros títulos tiene que su desdicha inmensa y su completo abandono. Cuando el visitador incansable pasa, unas veces con socorros, otras ¡ay! con las manos vacías, porque es pobre, siempre con el corazón lleno de compasión amorosa, los vecinos del enfermo dicen con acento en que se une el respeto a la simpatía: -«Adiós, José Umbert.»

3.º Cosa terrible es la enfermedad para los pobres. Ved aquél, que hace dos años sufre la terrible prueba. ¡Y aun si estuviera solo! Pero tiene familia y su pobre mujer, que pronto dará otro hijo a un padre que no tiene más recurso que su trabajo y no puede trabajar. ¡Qué escena tan triste la venida al mundo de una criatura en un hogar visitado por la enfermedad y la miseria! ¡Qué mirada la de su padre al recogerlo! ¡Qué lágrima la que derrama su madre al darle el primer beso! ¡Cómo resuena en el corazón el llanto de aquel inocente, cuyo nacimiento es una desgracia! José lo comprende así, acude a consolarla, corre a casa de su vecino. Le halla consternado, cree que su mujer ha muerto. «No -le responde con voz abatida, -no tanto; pero tengo dos hijos más.» Umbert ve el conflicto, pero no se desalienta; busca una nodriza, excita la pública compasión, trabaja más asiduamente y salva aquella infeliz familia.

4.º Los que pertenecen a clases o razas que no gozan de buena fama, son dos veces desdichados cuando han menester recurrir a la conmiseración de un pueblo que los desdeña o los odia. Por eso es tanta la aflicción de aquella gitana, sola, desconocida, pobre, menospreciada, que se retuerce en la vía pública con dolores que le anuncian que va a ser madre. Ve acercarse a un hombre, quiere implorar su amparo, y vacila... Atrévete, desventurada, no temas; es José Umbert el que llega, por dicha tuya. El no tiene en cuenta si eres maldita, ni quiere saber si eres pecadora: ve tu desgracia, y le basta. Poco le importa que censure la dureza o sonría la malicia; él te procura albergue y asistencia; él no ve en ti más que una criatura abandonada que va a dar a luz a una criatura inocente. Dios te deparó a este justo para que os socorriera a entrambos. Cuando, ya repuesta, le dices: «¡Adiós!» tal vez sientas en tu corazón alguna cosa que nunca habías sentido; tal vez el recuerdo de una virtud de que no tenías idea contribuya a apartarte del camino del vicio.

5.º Aquella pobre viuda en la miseria y con un hijo muy enfermo, se halla en uno de los mayores conflictos que afligen al pobre: no puede pagar la casa; va a carecer de albergue. ¡Verse en la calle! El que no se ha hallado en esta situación o vístola muy de cerca con ojos compasivos, no puede tener idea de lo que es para una infeliz no tener techo en que guarecer al hijo de sus entrañas, al hijo enfermo para quien ella desearía tanta comodidad y regalo. Congojas de desaliento y convulsiones de desesperación agitan su alma, cuando llega José, y la consuela, la busca habitación y se la paga. Gran descanso para la desdichada saber que, al menos, no la arrojarán de la pobre vivienda, y harta tristeza tiene con ver que su pobre hijo padece tan larga y penosa dolencia. Tiene que ir a curarse a un pueblo distante; Umbert le acompaña siempre, y cuando su debilidad no le permite andar, aunque ya no es un niño, le lleva en brazos.

6.º La caridad puede hallarse en todas partes, y se halla a veces donde menos se piensa; pero el que la quisiera ver no es probable que fuese a buscarla a un mesón, y haría bien: por eso es tan digno de compasión aquel caminante que entró en él para pasar una noche, y a la mañana siguiente se halla postrado por una grave enfermedad. Pobre, completamente desconocido en el pueblo, donde no hay hospital, ¿qué va a ser de él? Hablando del caso, fórmase un corro en la calle. José se acerca; sabe la terrible situación del abandonado enfermo, y corre a consolarle; le tranquiliza, le alienta, busca médico, medicinas, cuanto es necesario, y le asiste y le conforta hasta su hora postrera, que llegó, a pesar de tantos auxilios y cuidados. ¡Qué triste será para su familia, que impaciente lo aguardaba, saber que ya no volverá, que murió en una posada, de donde le llevaron al cementerio, como para alejar un objeto repugnante y peligroso, y sin ninguna de aquellas consideraciones con que el cariño y el respeto a la dignidad humana rodean los restos de un hombre! ¡Con cuánta pena sabrán que no tuvo más féretro que las angarillas, ni más compañía que los enterradores! ¿Quién no sabe que los pobres se privan de lo más indispensable para que sus parientes o sus amigos no vayan sin caja? Los del pobre Juan Raspail no tendrían al menos esa pena. Alguno le amortaja, cierra piadosamente sus ojos, trae un ataúd, le coloca en él, costea su funeral, le acompaña a su última morada y le desea descanso eterno en el seno de Dios. ¡Él premie a Umbert por tantas obras de misericordia como ejerció con este desconocido viandante!

7.º Cuando una enfermedad repugnante y contagiosa entra en una casa pobre, es difícil que no ahuyente la humanidad y la compasión, y que la virtud y el deber no sucumban ante el temor de la muerte. Hay que arrostrarla en la obscuridad, sin el estímulo del interés ni del aplauso, y se puede evitar sin temor del vituperio. ¿Quién se ocupa de que se salven o perezcan unos cuantos miserables que el contagio ha derribado con su soplo pestilente? Esta es la causa de que nadie abra la puerta entornada de Pedro Dahiza; por eso amigos y parientes le abandonan; por eso está desierta la entrada de aquella pobre vivienda. El proceder es duro, pero alguna disculpa tiene. Han caído los cinco individuos que componen la familia, y han caído de una enfermedad que, además de contagiosa, es repugnante: la viruela. Los que conocen esta terrible dolencia comprenderán cómo estaría una reducida habitación con cinco virolentos, por qué todos huían de allí, y el valor que se necesitaba para penetrar en ella. Así estaban todos aquellos desventurados; así, a través de atmósfera infecta, resonaban en vano sus voces implorando socorro; así, con la horrible sed de la fiebre ardiente, pedían por el amor de Dios un poco de agua, y nadie se la llevaba. ¿Nadie? ¡Oh! no. Alguno llega, penetra valerosamente en aquella mansión inficionada, y apaga la sed de los labios abrasados, calma la suprema angustia de los corazones desgarrados por el abandono, y tanto hace, de tal manera se multiplica, realiza tales prodigios de actividad inteligente, que los cinco enfermos se salvan. Todos hubieran sucumbido sin la heroica abnegación de José Umbert.

¿Con qué recursos cuenta este hombre para hacer tanto bien? Ya lo hemos dicho; su corazón y sus brazos. Es un pobre jornalero, que sostiene a una hermana viuda, a un sobrino y a su anciana madre. ¡Madre dichosa! ¡Cuántas veces la habrán bendecido por haber dado vida a este santo! ¿Y pasará haciendo bien sin que nadie lo note? ¿No habrá ojos que vean el fuego sagrado que arde en su alma, ni corazones que tengan eco para aquella voz de puro amor infinito? ¿Su virtud será como el perfume, que no se percibe, de las flores que crecen en los muladares? ¿Implorará la pública caridad, tal vez en vano, y morirá en el hospital donde será un número como otro cualquiera? Se oprime el pecho al pensarlo.

Dichosamente, la Sociedad Económica Barcelonesa de Amigos del País ha tenido noticia de esta vida, que es una serie continuada de actos sublimes, y le ha tributado un justo homenaje, concediendo a Umbert un premio extraordinario. Este premio consiste en una casa con jardín y aljibe: mucho se honra la Corporación que así ha honrado la ejemplar virtud de un pobre obrero.

Hombres de caridad que vayáis a Barcelona, preguntad en el ensanche por la casita de Juan Umbert; penetrad en ella con respeto, como en un templo, y si halláis al dueño, decidle que lleváis las bendiciones de todas las almas generosas y compasivas que conocen la suya: si al estrechar cordialmente entre las vuestras aquella mano que ha enjugado tantas lágrimas, derramáis algunas, no os dé vergüenza; el llanto es a veces el modo de expresar las cosas que no pueden decirse con palabras.

Gijón, 10 de Enero 1878.




ArribaAbajoUn buen programa y un mal ejemplo

Al querer celebrar con oficiales festejos un acontecimiento cualquiera, es frecuente hacerlo con más prisa que buen sentido. Diversiones bárbaras como los toros; despilfarros que contrastan con el vacío de las arcas públicas; lujo que parece tan mal al lado de la miseria; bullicio producido no pocas veces por el desorden, y que turba el silencio de muchas tristezas: tales suelen ser, en resumen, las fiestas que preparan las Corporaciones populares y a que en algunos casos contribuye el Estado. Si se destina alguna cantidad a obras benéficas, suele ser tan corta, y estar distribuida con tan poca prudencia, que semejante recuerdo de los desdichados no vale mucho más que el olvido. Quítanse las banderolas, desármanse los arcos, apáganse las luces, ciérranse las puertas de los teatros y circos, acábanse, en fin, las fiestas, y de todo aquel ruido tan caro no queda más que aumento en el déficit de la Corporación que lo ha mandado hacer, si acaso no hay que añadir el desengaño de los que creían divertirse más, el disgusto en los que no se han divertido nada, la censura de los que no teniendo gana de broma la pagan, y de vez en cuando algún ejemplo poco recomendable de pescadores de varias clases y categorías que aprovechan el río revuelto.

Como hemos visto solemnizar así diversos acontecimientos y deplorádolo siempre, nos ha causado gran sorpresa y no menor complacencia leer en un periódico el siguiente párrafo:

«Para solemnizar el casamiento de S. M., se han propuesto a la aprobación de la Diputación de Barcelona los siguientes acuerdos: Fundar un asilo para los hijos de la provincia inutilizados en el trabajo; costear matrícula, examen y grados a un alumno de cada establecimiento provincial de instrucción; destinar 2.090 duros para que ocho obreros vayan y permanezcan en París quince días durante la Exposición, a fin de estudiar y escribir una Memoria sobre los adelantos que vean en sus respectivos oficios; dotar con cierta cantidad a las criaturas que nazcan el día de la boda de S. M. y se recojan en las casas de Beneficencia de la provincia; conceder cuatro premios de a 2.000 reales a los que más se hayan distinguido como buenos esposos, padres, hijos o hermanos; inaugurar la construcción de una carretera provincial y un camino vecinal en cada distrito de la provincia que carezca de medios de comunicación, y además dar una comida a los asilados y presos, y costear 500 mantas o prendas de abrigo a otros tantos pobres enfermos.»

Si la Diputación provincial sanciona tan bello programa, Barcelona, que suele llamarse la segunda capital de España, merecerá el nombre de la primera en materia de festejos. En cuanto a Madrid, que en los que prepara dedica tan poco a los pobres y tanto a los toreros, se honra seguramente muy poco gastando millones para dar un mal ejemplo.

Apenas pasa día sin que se lea en los periódicos alguna noticia que ponga de manifiesto el lamentable estado de nuestras cárceles, y el no más satisfactorio de nuestra administración de justicia. Aquí mueren en la cárcel donde llevan años, los que, caso de ser condenados, solamente lo serían a algunos meses de prisión; allá se escapan reos de delitos graves. En tal comarca la Guardia civil mata a dos presos en un camino, a donde salieron para libertarlos varios hombres armados; tal otra está alarmada, y no es para menos, porque vaga por ella una bandada de malhechores, de los cuales ocho, condenados a pena capital, se han escapado de las cárceles, etc., etc., etc.

A veces, a orillas del océano, al mirar sus aguas agitadas en movimiento continuo, parece como si tuvieran vida, y ocurre extrañar que no se cansan. Al considerar el oleaje incesante de injusticias, cómo llegan una, y otra, y otra, no acabándose nunca como las olas del mar, también se siente extrañeza de que no se cansen de hacerlas los que las hacen y de sufrirlas los que las sufren. Pero no se cansan. Véase lo que a propósito de prisión preventiva leemos en La Patria:

«Detenidos que no saben por qué lo han sido; procesos que no parece adelantar un paso en la sustanciación; esposas conducidas a la cárcel de mujeres; quejas desatendidas; un hijo que muere sin que a su padre se le permita recoger su último aliento; intereses extraviados sin que hasta ahora hayan podido ser habidos; todos estos hechos aparecen en el escrito que para su inserción nos han remitido los detenidos en la cárcel del Saladero, y sobre todos estos hechos, graves en sumo grado y que reclaman la intervención del Gobierno, tenemos que guardar silencio, limitándonos a llamar sobre ellos la atención del Sr. Ministro de Gracia y Justicia para que depure la verdad que contengan y obre en su virtud con arreglo a lo que demanden los intereses lesionados y el prestigio de la justicia ofendido.»

¿Qué diremos después de esto? Diremos que algunas personas de buena voluntad quisieron asociarse para activar las causas pendientes de fallo.

Que hicieron un Reglamento y le presentaron con una solicitud al Sr. Ministro de la Gobernación para que se les permitiese ir a las cárceles, con el objeto de saber de los presos el estado de sus causas y activarlas.

Que se les ha negado el permiso, y que la sociedad no puede constituirse; parece que es peligrosa.

¡Ah, Excelentísimo señor!

Gijón, 20 de Diciembre 1877.




ArribaAbajo¡Lo increíble!

Muchas veces, muchas, aunque en vano, hemos abogado en La Voz de la Caridad por los niños pobres; muchas veces nos hemos dolido de su hambre, de su frío, de su desnudez, de su abandono físico y moral. ¿Se concibe desdicha mayor y más propia para excitar la compasión que un inocente cuyos padres por su pobreza o inmoralidad le dejan sin pan y sin abrigo, yerto en invierno, al rayo del sol en el verano, y siempre viendo malos ejemplos, oyendo malas palabras, sufriendo malos procederes? ¿Hay mayor desventura? Sí, hay más allá todavía.

El niño pobre, aún puede implorar la pública compasión o inspirarla; aún hay quien le alarga un pedazo de pan o una moneda, o cubre su desnudez, o le pone al sol si hace frío y a la sombra si hace calor; aún pasa una mujer compasiva que dice: ¡Pobrecito! ¡Hijo de mi alma! y le acaricia y le consuela; aún ve objetos que le distraen, que le divierten; el mísero aún se ríe alguna vez. ¿Y quién es ese niño al que falta sustento, vestido, aire, luz, compasión, todo? ¿Quién es el niño más infeliz que el pobre y abandonado? El niño preso.

«Inocente a quien se priva de aire y de luz, encerrándole en un local malsano, sin vestido, sin cama, tal vez sin alimento, porque el malo y escaso que recibe y las penas han secado el pecho de su madre. El verdadero o supuesto delito de ésta se refleja en él; su inmaculada inocencia no brilla ante ojos que no le miran, ni su desdicha mueve a piedad. Y, no obstante, aquella criatura que, si fuese capaz de pensar, envidiaría al expósito; aquel niño, que respira en una atmósfera de ignominia y hereda un nombre infame, es una cosa sagrada, porque está puro y es infeliz. Si el dolor no merecido de un ser tan débil que nada puede hacer por atenuarle no es objeto de simpatía, cabe dudar si se han secado las fuentes de la compasión.

»Si al ver que no hay seguridad en la casa, ni en la calle, ni en el camino, el hombre libre no hace nada para realizar la justicia por su propio bien; si no le despierta de su letargo el grito amenazador del hombre preso, ¿cómo ha de escuchar el llanto del niño? No le oye, ni aun sabe que se derraman esas lágrimas, que cuando se han podido evitar y no se compadecen, es de temer que caigan como una maldición sobre la sociedad.»7

«Aunque se prescindiera de toda educación penitenciaria respecto a la madre (penada), cosa que no puede hacerse y que sería preciso hacer si había de criarle, está en el interés del niño que se le saque de la prisión, donde mama el cautiverio de su madre por decirlo así, y su tribulación y tristeza; el régimen a que es preciso sujetarla, la hacen la peor de las nodrizas. Cuando hemos podido observar bien los niños en las prisiones de mujeres, por más cuidado que con ellos hubo, por más que se les procuró alimentación excelente, baños y hasta salir a paseo, no se pudo evitar que enfermaran y murieran en gran número.»8

Esto hemos escrito no ha mucho tiempo, recordando lo visto en las cárceles y en las prisiones de mujeres; pero lejos estábamos de pensar que el dolor y la injusticia que señalábamos, en vez de disminuir, había aumentado.

Antes, los niños de las penadas, cumplidos tres años, salían para los establecimientos de beneficencia, en el caso, que era el más general, de que no tuvieran familia que quisiera llevarlos consigo. Por varios motivos, solían permanecer en la prisión después de lo mandado; pero meses antes o después, salían para los asilos benéficos, y no tenemos noticia de que éstos se negasen a recibirlos. Era lamentable el estado de las prisiones de mujeres, pero aún se halló medio de hacerle peor, reuniéndolas todas en la de Alcalá, donde los abusos, los infortunios y los escándalos tomaron mayores proporciones. Una de las desdichas que han crecido, es la de los hijos de las reclusas encerrados con sus madres. Hambrientos, desnudos, yertos mueren el OCHENTA POR CIENTO... «y tras los niños, las madres en su mayoría, como puede verse por los libros de defunciones», según dice una verídica relación que tenemos a la vista.

Los jefes del penal de Alcalá y varias personas caritativas han hecho presente a la Dirección de Establecimientos penales y al Ministro de la Gobernación el estalo de estos inocentes, pidiendo que fuesen admitidos en un asilo benéfico; pero lo han pedido en vano, y hay niños de MÁS DE DIEZ AÑOS que han aprendido a hablar repitiendo maldiciones, blasfemias, obscenidades, que están ya iniciados en todos los misterios del vicio y del crimen, que viven con mujeres delincuentes y livianas en su inmensa mayoría, y están encerrados con ellas de día y de noche... El Gobierno sabe lo que no puede decirse ni aun pensarse, y lo autoriza y lo manda, pues pudiendo y debiendo evitarlo, lo hace inevitable. Y esto cuando no se necesitaban grandes sacrificios pecuniarios, pues no se trata más que de sostener cincuenta niños en una casa de beneficencia, y esto cuando se gastan millones en cosas inútiles o perjudiciales, y esto cuando se habla de sistemas penitenciarios, de reforma radical de las prisiones. ¿No hemos tenido razón para empezar este artículo diciendo: Lo increíble? Razón tenemos, pero ¿habrá quién la escuche y la atienda?

Algunas señoras compasivas de Alcalá, benditas sean, no han podido saber sin aflicción profunda que los hijos de las penadas se morían de hambre y de frío, y acudieron a socorrerlos. Pero disponen de pocos fondos, tienen otras atenciones, el rancho que diariamente dan alcanza no más que para 25, y los niños son 50; de manera que sólo un día sí y otro no, reciben el beneficio y remedian la necesidad, ¡Con qué afán esperarán la hora de la comida! ¡Con qué pena dirán: hoy no nos toca! Y bien podía tocarles todos los días, si algunas señoras de España se unieran a las de Alcalá, y enviaran un socorro para los pobrecitos inocentes, encarcelados y hambrientos. Si supieran que están allí y cómo están, ¿qué madre, qué mujer, pudiendo, no había de querer llevar consuelo a una desgracia tan grande y tan inmerecida?

¡Desventurados! La infamia mancha su frente pura, la miseria hace palidecer sus mejillas; para ellos no hay sol esplendente, ni aire que no sea infecto, ni juegos, ni alegría, ni libertad, en fin. ¿Qué pensarán, qué sentirán, con el frío del hambre y la desnudez, con el ardor de la fiebre, sufriendo pena sin haber cometido delito, llamando en vano a esas puertas que no se abren sino para dejar salir sus cadáveres? ¡Qué misterio y qué dolor! El misterio respetémosle, pero no veamos el dolor sin compadecerle y consolarle.

«¡Compasión! Inspira tanta el niño encarcelado, que instintivamente se implora; pero enjugando las lágrimas de la mujer, alcemos la voz del ser racional que piensa y conoce, la de la conciencia que manda, y pidamos, no caridad, sino justicia.»9

Al Gobierno le pedimos justicia fácil, elemental; sobre esto no puede caber duda.

En la prisión de mujeres de Alcalá de Henares hay niños que moralmente no pueden estar allí, y que materialmente están, porque se olvidan o se pisan las leyes de la moral y de la humanidad.

Estos niños son completamente desvalidos; su madre, recluida por mandato de la ley, no puede proveer a sus necesidades.

Además de hambre y desnudez; además de malas condiciones físicas, que alteran la salud y producen la muerte, estos niños se hallan en condiciones morales que los corromperán indefectiblemente; el tenerlos allí es un atentado contra su moralidad, una especie de infanticidio espiritual; es imperioso el deber de acogerlos en un establecimiento de beneficencia. ¿Para qué son éstos, sino para acoger a los que se hallan material y moralmente desvalidos y sin culpa suya?

Los establecimientos benéficos, según las desdichas que remedian, pueden ser municipales, provinciales o generales, y atienden a su sostenimiento el Municipio, la provincia o el Estado.

Los niños de las penadas de Alcalá de Henares pertenecen a todas las provincias de España; el asilo en que deben ser recogidos tiene con evidencia carácter general, y debe ser sostenido por el Estado: esto es el abecé de la beneficencia, de la justicia y de la administración.

Pedimos, pues, lo que es mengua que sea necesario pedir; pedimos un asilo para los hijos de las reclusas que no tienen quien los ampare, y que no pueden, porque no deben, estar en la prisión.

Como en Alcalá hay buenos edificios y baratos, el establecer allí el asilo tendría ventajas pecuniarias, y facilidad para que los recogieran las penadas a quienes pudieran devolvérseles al recobrar la libertad. Hay otras consideraciones de orden más elevado para que el asilo esté cerca de la prisión; sufre más en ella la madre separada de su hijo, y no debe agravarse sin necesidad este aumento de pena. Además, el amor maternal tan puro, sobrenada muchas veces en el naufragio de todas las otras virtudes, y este resto precioso aún puede contribuir a la enmienda.

Tal asilo debería estar asistido por hermanas de la Caridad: de él podrían salir hombres y mujeres honradas, en vez de ser, como hoy, los hijos de las reclusas fatalmente empujados a seguir la desdichada huella de sus madres.

Entiéndase bien que lo que proponemos es un establecimiento de beneficencia, que debe depender de la Dirección de la misma y no de la de Establecimientos Penales.

Como es urgentísimo el remedio a mal tan grave, mientras el asilo se instalaba podrían recogerse los niños en los Establecimientos benéficos de Madrid, e ingresar, según su edad y sexo, en el Hospicio, Colegio de la Paz, o Desamparados, abonando el Estado las estancias.

Nuestra voz no es probable que tenga eco en las regiones oficiales, aunque los ayes de los encarcelados inocentes le hayan hallado en nuestro corazón. No podemos hacer más que escribir y compadecer. Sépanlo las personas caritativas que nos piden apoyo; el nuestro es tan débil, que, más que como auxilio de las buenas obras, le ofrecemos como descargo de la conciencia. ¡Qué Dios despierte tantas como deben estar dormidas, para que no sean ciertos y se perpetúen males que parecen increíbles!

Gijón, 23 de Enero 1878.




ArribaAbajo¡Infeliz!

Al escribir de lo imperfecto de nuestra administración de justicia, del abuso que se hace de la prisión preventiva, de los que se cometen en presidio o en la conducción de presos y rematados, muchas veces hemos tomado la pluma profundamente conmovidos; nunca tanto como hoy, y eso que de propósito quisimos que pasaran muchos días para que se calmara un tanto nuestra indignación dolorida.

Hace algunas semanas naufragó en las costas de Cataluña el vapor Betis: el fogonero, después de luchar seis horas con las olas, llegó a la playa; parecían trastornadas sus facultades mentales, lo cual no es raro, y menos difícil de comprender para quien ha visto una tempestad, comparado la inmensidad del mar con la debilidad del hombre, que, en una agonía cuyas congojas se renuevan incesantemente, ve la muerte en las ráfagas de viento y en las olas embravecidas; la ve que no le deja esperanza sino para amenazarle con un nuevo temor; y en esta continua y aterradora alternativa no es extraño que la fuerza se debilite y que la razón se altere.

Un náufrago inspira profunda lástima, y le compadecen, no ya impresionables mujeres, sino hombres firmes. Los cónsules de la primera República francesa, que habían presenciado tantas escenas trágicas y debían estar tan familiarizados con la muerte, todavía conservaban en su corazón una fibra sensible, amante puede decirse, para los náufragos, mas que fuesen enemigos. Por eso en un decreto decían «que no tienen derecho las naciones civilizadas a aprovecharse del accidente de un naufragio para entregar, ni aun a la justa severidad de las leyes, a los infelices salvados de las olas». La piedad, a la vista de tan inmenso infortunio, consideraba como sagrados a los que le habían padecido, o la justicia se daba por satisfecha al considerar tan dura expiación.

¿Quién era el náufrago del Betis? La relación que tenemos a la vista habla sólo de un joven alicantino de veinticinco años, no dice su nombre; las víctimas obscuras suelen ser anónimas. Trastornado con las angustias sufridas, el mar le inspira horror, no quiere embarcarse más; trata de volver a su casa por tierra, y emprende la marcha: en el camino encuentra una pareja de la Guardia civil. La coincidencia parece feliz: la Guardia civil, que no escasea ni trabajo ni riesgos para dar socorro a los que le necesitan, no negará su protección a este mísero; para él basta un poco de benevolencia, algunas palabras de consuelo que le tranquilicen contra los terrores con que aún le amenaza su extraviada fantasía. La Guardia civil, que ha salvado de las aguas tantas veces a los que iban a perecer en ellas; la Guardia civil, que después de un día de peligros y fatiga grande, en vez de descansar por la noche en Oroquieta, hacía hilas para los heridos; la Guardia civil, que en ocasiones tiene fidelidades de perro y ternuras de madre, será el consuelo del triste, que tanto le necesita y le merece. No lo es: por desdicha, le equivoca con un delincuente escapado, a quien en nombre de la ley persigue, y esta circunstancia convierte en rigor excesivo la compasión generosa. A la voz de ¡alto! el náufrago se aterra y pide por Dios que no le maten; después de haber visto por tanto tiempo y tan de cerca la muerte, la ve por todas partes e imagina que aquellos hombres armados que le miran severos y le hablan con acento amenazador, van a poner fin a su existencia. Semejante temor, ¿era extravío de la fantasía o presentimiento del corazón? ¡Quién sabe! Se le conduce a la cárcel.

Hasta aquí hay mucho que lamentar, pero nada que argüir; no puede exigirse que dos soldados tengan bastantes conocimientos o perspicacia para conocer que aquel hombre es inocente y está trastornado, y prestarle auxilio y dejarle en libertad, en vez de llevarle preso; pero si sus instrucciones fueran más completas en la cartilla de la Guardia civil estarían, entre otros artículos que faltan, dos que dirían, poco más o menos, lo siguiente:

«Art... Cuando un preso o rematado, conducido por la Guardia civil, se queje de cualquiera dolencia, aunque se crea que es fingida, se llamará a un médico para que le reconozca.»

«Art... Cuando un preso o rematado, conducido por la Guardia civil, dé señales de que el estado de su espíritu no es el normal, ya porque, exaltado, vocifere o se agite, ya porque, abatido, manifieste depresión de ánimo, ya porque diga palabras inconexas o haga cosas poco naturales en su situación, aunque se suponga que todo esto es fingido, se llamará a un médico para que le reconozca.»

Con estos dos artículos escritos, que se cumplirían, porque la Guardia civil hace lo que se le manda, se habría salvado el fogonero del Betis: en su ademán, en sus palabras, daba evidentes señales de trastorno mental, verdadero o fingido; de un estado verdaderamente patológico; pero en vez de un facultativo que le proporcionara los cuidados que necesitaba, se le entregó a un alcaide que le encerró, considerándole probablemente como peligroso.

¡Horrible fue, sin duda, aquella noche, que debía ser la última del pobre náufrago! En las tinieblas de su encierro vería otra vez su nave destrozada, el mar embravecido; oiría el huracán y el bramar de las olas, y con angustias mortales pediría socorro, que nadie le daba; llamaría a su madre, que ¡ay! no había de volver a oír nunca su voz querida. En aquella horrible situación, se ignora lo que pasó por su pobre alma; lo único que se sabe es que, al ver abierta por la mañana la puerta de su encierro, en vez de decir quién era, salió, quiso huir... no pudo... la Guardia civil hizo fuego y le dejó muerto...

¡Inocente desventurado! ¿Quién no llora con tu madre? ¿Quién no derrama lágrimas sobre tu cuerpo ensangrentado? Tu vida en flor, tu vida honrada, la vida que amabas, han atentado a ella los crueles, y ya no eres más que un cadáver. ¡Pobre mozo! ¡Ni aun sé tu nombre para pronunciarle con voz dolorida! ¿De qué te valió luchar esforzadamente con las olas? ¿De qué te valió hacer prodigios de energía, y en seis horas de lucha desesperada, lanzado de las nubes al abismo, conservar el ánimo entero y el brazo firme? ¿De qué te valió triunfar de la borrasca y llegar salvo a tierra? ¡Ay! De nada. Los errores y la maldad de los hombres son más implacables que las olas del mar embravecido.

Aquí hay una desgracia y una injusticia: la desgracia aflige, la injusticia indigna. Enjuguemos el llanto; procuremos reprimir la indignación, y para que los espíritus fuertes -¡miserables!- no nos hablen de sensiblería, hablemos de derecho. ¿Lo hay para imponer la pena de muerte a los presos que no hacen armas contra los que los custodian, y sólo porque intentan escaparse? ¿Dónde está la ley en que se consigna tal derecho? ¿Y puede imponerse pena alguna, y nada menos que la de muerte, sino en virtud de una ley? Si existiera, sería inicua y execrable, y debería desobedecerse la que mandase matar a un preso porque intenta escaparse o no se retira de una ventana cuando el centinela se lo dice. Pero no sabemos que exista ninguna que semejante cosa mande o autorice; estos atentados se cometen en virtud de instrucciones que se dan, no sabemos por quién ni cómo.

De resultas de autorizar a la fuerza pública para matar a los que intentan la fuga, con este pretexto sacrifica también a muchos que no tratan de escaparse. Data de muy antiguo esta práctica: conocemos un amigo de los presos y de la justicia que, siendo gobernador de provincia hace muchos años, se le advirtió que algún rematado que iba a ser conducido a su destino sería muerto por la escolta bajo pretexto de fuga: tomó varias medidas; le dijeron que serían insuficientes; y persuadido de que así era la verdad, fue él mismo, con la cuerda, único medio que halló para que no fuera matado alguno que intentara escaparse: excusado es decir que no lo intentó nadie.

Sabido es que muchos delincuentes se niegan a salir de la cárcel si no los aseguran bien, si no los encadenan de modo que, siendo la fuga imposible, no pueda servir de pretexto para el homicidio.

De resultas de la autorización de hacer fuego a los presos que huyen, se mata a los que no intentan huir; esto lo sabe todo el mundo: hay una consigna que se da en voz alta, y otra que se da al oído; algún jefe ha pedido relevo por no querer transmitirla.

Además hay las equivocaciones; la del mísero fogonero del Betis no es la primera ni será la última. Recordamos que en Andalucía la Guardia civil hizo fuego y mató a un hombre honrado, equivocándole con un secuestrador a quien perseguía.

Todo esto, más que cumplimiento de las leyes, más que administración de justicia, parece caza de hombres, unas veces autorizada y otras furtiva. Y lo peor es que semejantes males se aceptan como inevitables, como las inundaciones o el fuego del cielo; lo peor es que los periódicos llaman desgracias a los atentados, o no les llaman nada, y los refieren sin comentarios, sin arrancar una palabra de censura a la pública opinión. Sea en mal hora; continúe calificándose de equivocación funesta la muerte del fogonero del Betis; pero nosotros la llamamos en conciencia, sí, en conciencia la llamamos El asesinato de un náufrago.

Pedimos:

Que se haga entender a la fuerza pública que los presos son hombres y tienen derechos;

Que los presos no pueden ser juzgados más que por los tribunales, ni ejecutados más que por los verdugos;

Que los presos pueden ser inocentes, y que se supone que lo son hasta que su culpabilidad no se prueba;

Que ni los jueces son infalibles, ni la policía tampoco, por lo cual se absuelven como inocentes casi la mitad de los acusados;

Que deben tomarse precauciones para que los presos no se escapen;

Que cuando los presos se escapen, la presunción es que fue por falta del que le custodiaba;

Pedimos, en fin, que se prohíba terminantemente hacer fuego sobre ningún preso fugitivo, ni emplear las armas contra él si él con la fuerza no ataca.

Y ¿a quién pedimos todas estas cosas? Hoy a Dios; cuando sean menos injustos, a los hombres.

Gijón, 22 de Enero 1878.




ArribaAbajo¿Quién no detesta la guerra?

En nuestro apreciable colega La Croix Rouge, de Bruselas, leemos la siguiente correspondencia del teatro de la guerra:

«El frío es tan intenso, que en algunas comarcas ha llegado el termómetro a 18 y hasta 20 grados bajo cero. La nieve cae en tal abundancia, que en pocas horas llega a adquirir un metro de espesor; ha sepultado completamente un convoy de heridos con todos los que le acompañaban.

»En Tiflis y otras localidades se ha declarado una terrible epidemia de tifus, atribuida a la gran aglomeración de los prisioneros turcos, y se cree se ha propagado hasta Moscou.

»Al abandonar o entregar los turcos a Plewna, dejaron en la ciudad miles de enfermos y heridos tan desprovistos de toda asistencia, que se morían por inanición. En tal estado permanecieron esos infelices los tres días que siguieron al en que se rindió la plaza; han muerto en gran número. Plewna se hallaba convertida en un vasto cementerio, que superaba en horror a cuanto pudiera imaginarse, y los prisioneros turcos fuera de la ciudad estaban poco menos que muertos de hambre.

»Cuando los rusos entraron en Plewna, la celebración de este acontecimiento, que ha debido parecer de corta duración a los vencedores, ha sido un período de horribles sufrimientos para los vencidos, que, acosados por el hambre, tendían en vano sus manos demacradas al cielo, suplicando se les diera un poco de pan o una gota de agua.

»Nadie aliviaba sus sufrimientos, nadie les daba socorro para arrancarlos de la agonía, y se morían a millares. Hasta el tercer día permanecieron los muertos entre los vivos en cuadras sucias y mal ventiladas, que, si bien protegían a los heridos contra el frío y la humedad, los encerraban en una atmósfera fétida y pestilente. Hasta el tercer día no comenzaron los rusos a separar los muertos de los vivos y asistir a éstos. A los dos días reemplazaron los búlgaros a los soldados rusos en este servicio, dando cumplimiento a la ingrata tarea con horrible brutalidad.

»Se suscitan las eternas cuestiones de los excesos cometidos por los beligerantes; se asegura que se ha ordenado instruir un sumario respecto a la desaparición de los prisioneros y heridos rusos y rumanos; se trata de pedir explicaciones con este motivo a Osmán-Bajá, a fin de averiguar si, contra lo que prescribe el derecho de gentes, han sido sacrificados por los turcos. La Puerta, se dice, responderá a todos esos cargos, acusando a los rusos de haber cometido gran número de atrocidades con las más agravantes circunstancias.

»Semejantes recriminaciones respectivas no producen gran efecto; y sabido es hoy que los bachi-boukouks, los cosacos y los búlgaros ignoran las nociones más elementales de la civilización, como se sabe también que no conocen aquella generosidad que se dice haber presidido al torneo de Fontenoy. Se baten sin piedad, sin cuartel, y haciendo el mayor mal posible; se degüellan siempre que la ocasión se presenta.

»Enviadme pronto mucha ropa blanca y de abrigo, conservas alimenticias, buenos vinos: las necesidades son inmensas.

»Aquí se bendice el nombre de Bélgica.- Dr. P...»

No se bendecirá el de España. ¿Y este horrible cuadro bosquejado por el corresponsal de La Croix Rouge es resultado de circunstancias especiales? ¿La inmensa catástrofe reconoce por causa alguna cualidad propia solamente de aquellos lugares y de los pueblos que en ellos combaten? Triste sería, pero todavía lo es más el que semejante cúmulo de desventuras y horrores no sea peculiar de la guerra de Oriente, sino el inseparable compañero de toda guerra; cada una tiene su fisonomía especial, todas deformes y horrendas. En Oriente la nieve sepulta los convoyes de heridos; en el sitio de Paris había que emplear la dinamita para romper el hielo antes de empezar los trabajos de trincheras, que tantas veces sirvieron de sepultura a los mismos que las abrían; en Oricain, a 12 y 14 grados bajo cero, nuestros soldados, con el capote raído, desnuda la pierna, cubierto el pie con alpargata, caían sin sentido; otras veces es el calor que sofoca en las marchas y desarrolla las fiebres.

No hay estación buena para hacer la guerra, ni comarca apropiada, ni pueblo que no se desmoralice y endurezca en los, combates. Los búlgaros parece que no tratan con blandura a los enfermos y heridos prisioneros en Plewna; hacen mal, ¿pero era de esperar otra cosa después de lo que con razón se ha llamado los horrores de la Bulgaria? Su recuerdo tal vez germina al calor infernal de la guerra, dando vida al monstruo de la venganza.

¡Míseros enfermos y heridos, prisioneros desdichados, a quienes con tal lentitud llega el socorro que con tanta urgencia necesitan! Pero, ¿es posible darle tan pronto y eficaz como fuera menester? Cuando hay que desarmar y custodiar a 40.000 prisioneros, que atender a 20.000 enfermos y heridos, que alimentar a una población que se muere de hambre, y todo esto abasteciéndose de comarcas distantes, por medio de convoyes que tienen que ir sobre la nieve, que pasar ríos cuyas corrientes arrastran los puentes, y proveer a las necesidades de cientos de miles de hombres y de caballos; en semejantes circunstancias, ¿no es más de lamentar que de extrañar la lentitud del socorro? Y ¡cuánta abnegación no se necesita para penetrar en esas aglomeraciones de enfermos y heridos abandonados, con medios escasos, que apenas dejan esperanza de dar alivio al dolor, y donde se respira la muerte!

Todos aquellos cargos que estemos dispuestos a formular contra los beligerantes, volvámoslos más bien contra la guerra; ella hace mortales los rigores de las estaciones, ensangrienta los campos, desploma las ciudades, envenena el aire y endurece el corazón. La guerra, ése es el gran monstruo de millones de cabezas, con garras en número infinito, que se clavan en los mismos que le sustentan; combatámosle sin tregua, sin descanso. ¿Cómo? Con amor y con justicia, porque él vive de odio y de iniquidad.

Gijón, 21 de Enero 1878.




ArribaAbajoAsilo de Nuestra Señora de las Mercedes

La Voz de la Caridad, que se ha dolido tantas veces de los pobres niños faltos de lo necesario para el alma y para el cuerpo, sin pan y sin educación, tiene una satisfacción grande al leer los Estatutos que preceden,10 y que nos hemos apresurado a insertar deseando que entre nuestros lectores haya algunos que coadyuven activamente a la buena obra de recoger los niños abandonados.

Por un artículo inserto en el mismo número de la revista de donde tomamos los Estatutos del Asilo de Nuestra Señora de las Mercedes, vemos que este excelente pensamiento, no sólo está en vías de ejecución, sino que cuenta con elementos de éxito. Muy completo se lo deseamos, felicitando a las personas que han concebido y se proponen ejecutar esta caritativa obra.

Para contribuir a ella de la única manera que nos es dado, vamos a hacer algunas observaciones, por si pueden ser de alguna utilidad práctica:

1.ª Muchos serán los obstáculos que se presenten para el establecimiento del Asilo de Niños; pero no hay duda que el personal será una de las dificultades mayores, y principalmente el que ha de servir para la dirección de las niñas, que desearíamos ver encomendada a hermanas de la Caridad, si no hay alguna señora que pueda, quiera y sepa consagrarse en cuerpo y alma a la educación de las niñas asiladas viviendo en el Establecimiento.

Las hermanas de la Caridad podrían también cuidar del ropero y de los niños más pequeños, que, por lo general, están muy mal al cuidado de hombres.

2.ª Convendría pensar si la directora del departamento de asiladas, cuyo cargo ha de ser honorífico y gratuito, debería ser la presidenta de la Junta protectora para evitar antagonismos.

3.ª Ignoramos la extensión que se dará al Asilo; pero tememos que no sea tanta que pueda recoger todos los niños que lo soliciten; y habiendo forzosamente de dejar sin protección a algunos, probablemente a muchos, convendría limitar la edad en que pueden ser admitidos. Podrá haber asilados de seis años y de veintitantos, lo cual tiene inconvenientes muy graves, y ofrecerá muchas dificultades en la práctica, aunque el local se preste a la debida separación de secciones, y el personal no deje nada que desear respecto a buen orden y exactitud para cumplir el reglamento mejor pensado.

4.ª Los asilados pueden permanecer en el Establecimiento hasta su mayor edad, y aun tienen em ello interés, puesto que si salen antes y no se establecen, perderán el derecho a sus ahorros: esto no nos parece justo, ni conveniente que permanezcan en el Asilo, sino por alguna rara excepción, después de cumplidos veinte años: no han dado ni es fácil que den buen resultado los establecimientos benéficos donde hay acogidos que ya son hombres adultos.

5.ª Del art. 9.º se infiere que los asilados podrán salir a trabajar fuera del establecimiento, lo cual será un elemento de desorden para éste por muchos conceptos. Si el Asilo ejerciera una especie de protectorado respecto a jóvenes o niños que colocase de aprendices con industriales que los albergaran, podría hacer mucho bien, y tal vez sea éste el sentido del artículo a que nos referimos, en cuyo caso damos por no hecha esta observación. Todas las exponemos con desconfianza, máxime ignorando la extensión que podrá tener el establecimiento y los medios con que cuenta: puedan ser tantos como le deseamos.

Gijón, 7 de Marzo 1878.




ArribaAbajoBuenos hijos de Asturias

Cuando hace más de un año preguntamos con angustia por dos lanchas pescadoras, de Candás que no parecían; cuando supimos con dolor que habían perecido todos sus tripulantes, a la pena de esta gran desdicha se unió la del desamparo en que quedaban viudas, huérfanos y padres ancianos, de quienes eran sostén los que acababan de morir en la flor de la vida, ¡Más de cien personas, decían, quedan a merced de la caridad!

Nosotros, que imploramos con tanta frecuencia la caridad, claro está que no desesperamos de ella; pero una triste experiencia nos ha hecho no esperar tanto como quisiéramos, y temíamos que no fuera bastante activa y perseverante para amparar a las familias de los náufragos. Semejante temor no tardó en dar lugar a la esperanza. Abriéronse aquí suscripciones, donde los ricos figuraban de modo que no hacía lamentar que lo fueran, y los menos acomodados tampoco cerraban la mano. Los que no podían dar podían, y nos conmovieron profundamente aquellos artesanos perdiendo medio día de jornal; aquellos músicos tocando gratis y recorriendo las calles de la villa para contribuir al socorro de tantos desvalidos. Con la música, que tiene armonías para los dolores como para las venturas del hombre, llamaban la atención, y en su bandeja, con la moneda de plata del señor, fueron las de cobre de muchos pobres; limosna tres veces bendita, porque significa un verdadero sacrificio del que la da. El Ayuntamiento de Gijón y algunos otros, la Diputación provincial, los periódicos de la provincia, acudían con donativos y abrían suscripciones. Aunque somos tan materiales que las desgracias nos impresionan más o menos según suceden a mayor o menor distancia, y aunque hay mucha desde la costa en que las madres y las esposas buscaban en vano a los que no verían ya nunca, ni aun muertos, hasta las posesiones españolas de América, los hijos de Asturias allí residentes compadecieron de veras a sus paisanos que habían perecido y a los que aquel desastre dejaba en la miseria. Decimos de veras, porque no se limitaron a una simpatía pasajera o inútil, sino que persistieron en asociarse a la desventura, procurando consolarla.

Por entonces recibimos una carta de la Habana de un hijo de Candás que nos contaba su pena grande por la desventura de sus convecinos: era un desconocido, pero no era un extraño, no; fraternizábamos en la compasión dolorida. No hay ciertamente arte en este escrito; pero cuánto nos conmovió con su sencillez, con su gratitud, porque habíamos compadecido, con aquella verdad con que está pintada la fuerte impresión del dolor al saber la triste nueva, el quedarse primero triste y pensativo, el salir después en busca de otros que compadezcan aquella desgracia y procuren atenuarla. «Aprovechamos este momento de excitación, dice, y no llegamos a una puerta, bien sea de asturiano o de otras provincias, que no tengamos buena acogida, y cada uno nos da lo que puede, y nosotros le decimos: Dios se lo pague.»

El resultado de tan piadosos sentimientos se ve en los estados que copiamos a continuación. Con las 38.639 pesetas recaudadas, bien y fielmente distribuidas, se ha hecho una grande obra de caridad. Todos los que han tomado parte en ella deben tener la satisfacción de haber contribuido a evitar terribles privaciones, la mendicidad de numerosas familias y todos los males, en fin, que son consecuencia de la última miseria. Se ha dado la mano a los caídos, y se han levantado, en lugar de caer más abajo cada vez, como acontece a los que no se levantan. Y para esto, ¿qué ha sido necesario? Un poco de compasión y desprenderse de algunas monedas que no hacían falta.

¿Cómo no serán los hombres mejores, siendo tan fácil y tan dulce ser buenos, como lo han sido los hijos de Asturias? Con pocas excepciones, asturianos son los que socorrieron a los desvalidos de Candás, y su caridad puede citarse para ejemplo y para consuelo. Para ejemplo, porque tal vez no en todas las provincias hubieran hallado tanta compasión las familias de los pobres náufragos; para consuelo, porque le hay en ver mucha gente compasiva, y también fortalece el ánimo saber que existe. ¡Qué prueba no sufren los buenos cuando se creen solos! ¡Cuán difícil es resistir a ella; cuán fácil caer en el desaliento que produce la soledad desconsolada! Estos bienhechores lo han sido de los pobres, de los que por ellos se interesan y de los que necesitan ver buenas obras para animarse a imitarlas. En nombre de todos les envío la expresión de gratitud muy sentida.

Gijón, 9 de Abril 1878.




ArribaAbajo¡Qué desolación!

Todos saben la horrible desgracia ocurrida en nuestras costas del Norte, y todos la compadecerán sin duda.

¿Quién puede mirar sin ojos de piedad ese mar de Cantabria, que parece hoy como una inmensa tumba? ¿En qué corazón no resuena el grito desgarrador de esa multitud que llama al esposo, al padre, al hijo, que ¡ay! no pueden responder ya? No volverán al puerto de donde salieron llenos de vida y de esperanza: en el fondo del mar están muertos.

Que la historia del trabajo consigne otros doscientos mártires. ¡Doscientos! ¡Más tal vez, santo Dios!

Ante semejante desdicha se siente demasiado para poder hablar mucho. El que no tenga en su corazón voz compasiva, sordo estará a las voces que vienen de afuera. Y ¿no parece que se agravia al que se intenta conmover, suponiendo que no ha compadecido infortunio tan inmenso?

Pedimos un recuerdo dolorido para los pobres náufragos, y una limosna para sus familias desamparadas.

Suscripción a favor de las familias de los náufragos de la costa cantábrica.

Reales.
La Voz de la Caridad200
V. I.100
M. G. R.40
C. A.20
F. G. A.20
P. A.20
J. M. A.20
J. A20
C. A.20
G. A.20
TOTAL...............480




ArribaAbajoNo hay palabras...

No, no las hay; al menos, no las hallamos para calificar el hecho que un periódico refiere de este modo:

«Parece que el individuo muerto hace pocos días por la Guardia civil en la vega de Almería, era un pobre niño que había salido del colegio aquella mañana, y que, estando en una casa de campo, le pidió permiso al arrendador para hacer uso de su escopeta en tirar a los pájaros.

»El joven andaba por los alrededores de la casa cuando llegó una pareja de la Guardia civil, que le pidió la escopeta (por no tener licencia de armas); él la entregó, y al decirle los guardias que se lo llevaban preso, el novel cazador asustose de tal manera, que echó a correr, llorando y dando gritos.

»Entonces uno de los guardias disparó sobre él, y lo dejó muerto en el acto, pues la bala le entró al joven por la espalda, saliéndole por la parte anterior y superior del pecho.

»Los detalles de esta desgracia, que también puede tener otro nombre, se consignan en una carta que obra en nuestro poder.

»La Crónica Meridional de Almería publica también un relato conforme con el nuestro.»

En vista del hecho repetido de presos fugitivos a quienes se hace fuego y se mata, no cabe dada que la Guardia civil recibe la consigna de disparar sobre los que huyen; no cabe duda que cumple esta consigna de la manera más ciega y desapiadada; no cabe duda que tiene en sus filas individuos tan desmoralizados y duros que matan a un niño, a un pobre niño que cazaba pájaros, porque avergonzado y afligido con la idea de ir a la cárcel, él, inocente y honrado, intenta escaparse: la gran mayoría de nuestros presidiarios es incapaz de atentado semejante.

Aquí no se llega sino por grados, pero se llegó; parece que no hay más allá, pero sí lo hay.

El más allá de este asesinato, es que se puede consumar impunemente; es que la opinión no lanza su anatema; es que en la plaza, en la calle, en el café, en la taberna, dondequiera que se reúnen seres racionales, no se pide justicia; es que la prensa calla, o murmura por lo bajo algunas frases; es que los representantes de la nación no tienen palabra contra los que la ensangrientan y deshonran. Semejantes maldades no pueden cometerse sino donde se toleran.

¿Para cuándo son las conclusiones de la lógica, los primores de la retórica, las bellezas de la poesía, los gritos de la indignación? Se dio la fuerza a los fuertes, la ciencia a los sabios, la inspiración a los poetas, la palabra magnética a los oradores, para que hagan libros y comedias y discursos, y estén ciegos y no vean la sangre inocente, y mudos para acusar al que la derrame.

Y no es que pidamos motines ni apelaciones a la fuerza; no queremos otra sublevación que la de la conciencia pública, que ¡ay! no se subleva.

¡Y éste es el pueblo hidalgo, religioso, digno de mejor suerte! Dios es bien misericordioso con él cuando no le niega la luz del sol y las aguas del cielo.

¡Yo lo he visto a este pueblo desgarrarse en tres guerras fratricidas; yo vi sus barcos de coraza convertidos en piratas, e izada su bandera por la mano del presidio; yo le vi despreciado por propios y extraños, y entoné un himno de amor hacia él, porque aquel pueblo insensato, infeliz, culpable, pisado, escarnecido, era todavía la patria amada!

Hoy, al contemplar ese niño muerto en la vega de Almería, he renegado por la primera vez de mi patria; por la vez primera he pensado en ir a buscar tumba en suelo extranjero, porque no puede ser leve la tierra empapada en sangre que de este modo se derrama.

¿Qué es esto? Algo que debiera hacer pensar, porque no suceden semejantes cosas en las profundidades de una conciencia, sin alguna causa grave, muy grave.

Si fuera pintor, pintaría un cuadro. En primer término, a la derecha, el Sr. Ministro de Gracia y Justicia, abriendo las puertas del presidio a los criminales; a la izquierda, la Guardia civil fusilando a dos inocentes. En el fondo dos mujeres atribuladas, y el pueblo español (representado por un hombre cubierto de oro y harapos, con dos caras, una que ríe y otra que llora) encogiéndose de hombros.

Si fuera rico, influyente, poderoso... Pero como nada de esto soy, ¿qué puedo hacer? Dolerme con los lectores de La Voz de la Caridad y sentir con dos madres infelices.

Gijón, 20 de Abril de 1878.




ArribaAbajoDirección General de Establecimientos penales

Circular.

Sucede a veces que, en nombre de sociedades extranjeras que se proponen la reforma de las prisiones, se piden noticias acerca de las de España a los consocios españoles, que es ponerlos en grande aprieto si son amantes de la verdad y de su patria. Estos extranjeros benéficos, al dirigirse a las personas que a su parecer pueden ilustrarlos sobre el objeto de sus utilísimas tareas, ignoran, sin duda, que para formarse una idea, si no cabal, bastante aproximada, de las cárceles y presidios de España, no se necesita más que leer los documentos oficiales. En ellos, y parodiando una frase muy conocida, puede decirse que de la abundancia del desorden escribe la pluma, y tales cosas, que no eran ciertamente para impresas, y menos para publicadas, y menos por un centro directivo; pero ello es que las publica, dando así a entender cómo estará el ramo a que semejante Dirección atiende.

Esto que vamos diciendo puede aplicarse a gran número de disposiciones que aparecen en la Gaceta, pero hoy lo aplicamos a una Circular que, por no ser larga, copiaremos íntegra. Consta de, cuatro párrafos, de los cuales el primero dice así:

«La vida sedentaria y la alimentación leguminosa del confinado suelen desarrollar enfermedades que tienen su fundamento en la pobreza de la sangre. El principal remedio para evitar este mal consiste en fomentar el trabajo, que al mismo tiempo que favorece a la economía del individuo, le suministra recursos con que mejorar su alimentación; pero como, por desgracia, no es fácil introducir industrias cómodas en nuestros establecimientos penales, hay que buscar medios higiénicos que eviten o disminuyan los malos efectos de la holganza y de la comida vegetal.»

Pasemos por la alimentación del confinado, leguminosa cuando es vegetal, porque, aunque malo, pan come; pase también el fundamento de las enfermedades por su origen, y prescindiendo de la forma, vamos al fondo, que es lo grave. De él resulta oficialmente:

1.º Que la alimentación que se da a los confinados es insuficiente, aun cuando no trabajen (ya se sabe que trabajando se necesita comer más). Que el Estado los aprisiona y no les da lo necesario fisiológico para que no enfermen, siendo así que la ley les priva de su natural libertad para proveer a ese necesario.

2.º Que, contra lo mandado, la alimentación no es uniforme para los que no estén enfermos, sino que se mejorará según los recursos suministrados por el trabajo o que cada cual se agencie por otros medios; esto último no se dice expresamente, pero resulta claro de la confesión de que el alimento es insuficiente, del deseo de remediar esa insuficiencia con un suplemento de ración, y de la imposibilidad de que este suplemento sea adquirido con el producto del trabajo que no se puede proporcionar. Resulta que cada uno comerá según pueda, y podrá, no según su comportamiento, sino según que casualmente se proporcione o no trabajo, o, sin él, tenga recursos o carezca de ellos: resulta que el mejor dispuesto para la enmienda y para el trabajo, si no tiene éste ni medios pecuniarios, verá irse empobreciendo su sangre y podrá estar rica la del malvado incorregible que tiene dinero para alimentarse bien: resulta que en una prisión donde esto sucede, no hay ni la idea de orden, pues no puede haberle ni aun material, ni disciplina, ni equidad, ni nada de lo que es necesario para que los hombres no se depraven.

Y ¿qué medios buscará el Centro directivo para que se eviten o disminuyan los malos efectos de la holganza y de la comida vegetal? ¿Aumentará el número de prisiones, disminuyendo la aglomeración que dificulta el trabajo? ¿Estudiará algunas industrias que no existen en España y podrían introducirse sin gran dificultad? ¿Tratará de plantear otras de que podría ser consumidor el Estado y aun el mismo ramo de prisiones? Nada de esto. Véase el resto de la circular, que causará risa a los que puedan reír, y pena a los que no:

«Al efecto, es conveniente que consulte usted con el médico de ese Establecimiento acerca de la oportunidad de hacer que los confinados que padezcan de escrófulas u otras enfermedades producidas por vicios de la sangre, beban el agua con hierro: no es un sentimiento de humanidad el que mueve a este Centro directivo a procurar el mejoramiento de las condiciones vitales de los confinados; cuanto más fuertes y vigorosos salgan éstos de la reclusión, tanto más dispuestos se encontrarán a buscar el trabajo que moraliza, el olvido de sus antiguas faltas: las naturalezas linfáticas son necesariamente indolentes, y la indolencia para los que ya reincidieron es camino seguro de la reincidencia.

»Si el médico estima que conviene someter a algunos o a muchos de los confinados de ese presidio de su digno mando al régimen indicado, póngale usted inmediatamente en práctica, conforme a las prescripciones facultativas.

»El método debe ser sencillísimo y nada costoso: basta recoger el hierro inútil, quemarlo hasta que se halle enrojecido, y meterlo en las vasijas destinadas a la bebida de los linfáticos, dejándolo allí hasta que, pasados algunos días, se repita la operación enrojeciendo de nuevo el mismo hierro.

»No considere usted baladí ni de poca importancia este asunto, porque todos los que se refieren al mejoramiento físico de los penados son de utilidad práctica, no sólo para ellos, sino para la sociedad que ha de recibirlos en su seno cumplida la pena.

»Señor Comandante del presidio de...»

¿Qué médicos tiene el ramo de presidios que necesitan que la Dirección recete, y hasta explique cómo se ha de administrar el medicamento, como se hace con un enfermo cuyos asistentes son torpes? ¿Qué facultativos son ésos, que no han echado mano de un remedio tan sencillo y tan barato como el hierro viejo, y a quienes hay que explicar el cómo se ha de poner en el agua para que ésta sirva de medicina? Porque aunque la Dirección dice que estos medios son higiénicos, la verdad es que son farmacológicos, y que es una circular-receta la que ha dado.

Suponemos lo que en vista de ella habrán dicho los médicos de presidios o lo que habrán pensado; el nuestro nos ha dicho, en resumen, lo siguiente:

l.º Que para introducir hierro en la sangre es muy mal medio valerse de lo que vulgarmente se llama agua de hierro.

2.º Que optando por este medio, ya imperfectísimo, lo hace más aún el sistema propuesto en la circular, de apagar el hierro incandescente en el agua, que perderá a gran parte del aire, o del oxígeno del aire que tenga en disolución, haciéndola pesada e indigesta.

3.º Que lo que se llama régimen en la circular, ni remotamente puede calificarse de tal. El régimen es un conjunto de prescripciones que se armonizan y auxilian, y lo dispuesto es una medida aislada, ineficaz y hasta contraproducente; porque ¿de qué le servirá al penado tornar su sangre más ávida de oxígeno, si el aire que puede poner en relación con ella en sus pulmones ha de tomarlo de una atmósfera pesada, húmeda, infecta y, por tanto, relativamente desoxigenada, a causa de la aglomeración, de la falta de luz y de ventilación y demás detestables condiciones que suele haber en los presidios?

4.º Que si, contra lo que es de esperar en estómagos ya relajados por la persistencia del régimen alimenticio exclusivamente vegetal, el agua de hierro abriera el apetito y activara todas las funciones de su economía, ¿qué ventaja le resultaría, qué aumento de vigor y energía restaría al penado de una actividad funcional que supone un gasto, un consumo mayor de sustancia nutritiva que no pueden proporcionarlo los alimentos, insuficientes por la cantidad y la calidad, que en el presidio le suministran? Si esa mayor actividad funcional se produjera en él en las condiciones dichas a beneficio del agua de hierro, no sería seguramente en beneficio de su salud y aumento de sus fuerzas, sino más bien en perjuicio de ambos, puesto que, no dándole de comer suficientemente, tendría que alimentarse a expensas de su propia sustancia. El subir cuestas, saltar, correr, el ejercicio, en una palabra, también es un medio de activar las funciones nutritivas; pero a nadie le ha ocurrido emplearle como remedio para combatir la apatía o indolencia de la gente que no toma el suficiente alimento. Los míseros irlandeses, tan horriblemente experimentados en las consecuencias del hambre, procuraban atenuar algo sus efectos cerrando los ojos y permaneciendo silenciosos e inmóviles, porque los estímulos exteriores, provocando reacciones, cuando no hay en el organismo con qué atender a su gasto, contribuyen al agotamiento de las fuerzas en vez de restablecerlas.

Esto nos ha dicho en sustancia nuestro médico, y aun antes de oírle se nos había alcanzado a nosotros algo de lo que nos indicó: después de haberle oído es más firme nuestro convencimiento de que la circular manda lo que es contraproducente, que los médicos de los presidios la habrán leído con desdén, y probablemente con asombro, y que bajo el punto de vista terapéutico raya a la misma altura que respecto al penitenciario.

Ahora ocurre preguntar: Este documento, ¿se ha firmado después de haberlo leído, o sin leerlo?

Entrambas cosas son muy inverisímiles, y no obstante, una de ellas es cierta.

Dos advertencias se hacen en él, una inútil y otra excusada.

Por más que de oficio se encargue lo contrarió, la circular se tendrá por baladí, y en cuanto a asegurar que no es un sentimiento de humanidad el que ha movido a dictarla, no era necesario que se sincerase el Centro directivo; la Administración, en lo que a presidios y cárceles se refiere, no es sospechosa de humanidad.

Abril de 1878.




ArribaAbajoCarta al Sr. D. J.

Muy señor mío y amigo... acaso, probablemente imaginario: Por esta letra del alfabeto entiendo nombrar una persona que ignoro si existe, que convendría mucho que existiera, que tal vez existirá, y quiéralo Dios; si no, esta carta será otro papelito metido en botella arrojada al mar, que se rompe contra las rocas antes que nadie lea el contenido, o queda sepultada en arenal de playa desierta: he repetido ya esta comparación, porque la idea me viene casi siempre que tomo la pluma. Pero así que empiezo a escribir, se va. La indiferencia, el vacío, el aislamiento, todo lo olvido, no sé cómo ni por qué, mientras emborrono cuartillas, y he aquí que apenas llevo mediada la primera de esta carta, ya le veo a usted como si real y efectivamente existiera, bello sujeto, lleno de buena voluntad, con algunos medios para empezar a realizarla, indignado, avergonzado y compadecido del estado de nuestras prisiones, y con firme propósito de trabajar para mejorarlas. Siendo así como yo le supongo durante una hora lo menos, conversemos un rato, que si no es de utilidad de los otros, siempre será con gusto nuestro por el que resulta de comunicar con los que piensan y sienten como pensamos y sentimos.

Usted ya ha visto, Sr. D. J., que llevamos algunos años de trabajar, si no en balde, con poco fruto, lo cual es efecto de muchas causas, siendo una el que no reunimos nuestros esfuerzos, el que no conocemos nuestros medios, el que, dudando o desesperando de la eficacia de lo que podemos intentar, permanecemos inactivos; en una palabra, el que no nos asociamos. Acá y allá se hace alguna tentativa que fracasa y no se repite. Usted de donde esté, otro desde otra parte, yo desde Asturias, escribimos en conciencia, y como si no la tuvieran algunos que nos dan la razón, nos dan carpetazo, pudiendo, y debiendo a mi parecer darnos auxilio. ImprimeV. sobre sistema penitenciario un periódico, un folleto, un libro, y no le publica, tan corto es el número de lectores, y aun aquellos que logra convencer, tal vez impresionar, no se convierten en auxiliares de la buena obra por no saber cómo cooperar a ella o creerla de todo punto irrealizable. Si yo escribo (que me ha ocurrido escribir) LOS HORRORES DE LA CÁRCEL DE BARCELONA, ¿qué resultará? Unas cuantas docenas, pocas, de lectores, se asombrarán, se espantarán, se horrorizarán, se indignarán, se avergonzarán, se escandalizarán, se afligirán, y después pasará la ola de la indiferencia sobre los restos de tantas cosas santas como naufragan en aquel mar de iniquidades, y así lo demás. Si continuamos haciendo esfuerzos aislados, serán vanos esfuerzos; unámoslos, pues.

En todos los pueblos cultos se han formado o se van formando asociaciones para activar la reforma penitenciaria. Francia, que, dado su adelanto en otras cosas se había quedado en ésta un poco atrasada, empieza a pagar su deuda y, al parecer, con ánimo de abonar los réditos; tan llena parece de vida y rica de buena voluntad.

La Sociedad general de prisiones, de que hablaremos otro día más largamente, hoy la cito como buen ejemplo que debiéramos seguir. Al instalarse contaba ya con 429 socios, y en las dos sesiones verificadas después de la inaugural, se ha dado cuenta del ingreso de otros 30, siendo de notar, no sólo el número, sino la calidad de las personas, distinguidas por su ilustración, por sus virtudes, muchas por grandes servicios prestados a la ciencia y a la humanidad. Entre ellas hay españoles: también se ven algunos hijos de España en la lista de socios de la Sociedad inglesa Howard, que al tomar su nombre se inspira en el espíritu de aquel grande amigo de los encarcelados y del derecho. Y ¿será preciso que los españoles pasen la frontera si han de asociarse para el bien? Del lado de acá, ¿no hay idea elevada, sentimiento puro que pueda formar ese lazo santo? Los que aquí aman la justicia y compadecen el dolor, ¿son verdaderamente extranjeros en su país? ¿Son dos veces desterrados, y tienen que ir adonde se halle otro idioma para comprender y ser comprendidos? ¿Hay para ellos una pena, una terrible pena no imaginada por ningún criminalista, el extrañamiento dentro de la patria? Esperemos que no sucederá así, Sr. D. J.; procuremos que no sea, neguémoslo honrada y resueltamente, que caso tan triste y vergonzoso es para negado, aunque pareciese cierto; donde hubiese semejantes realidades, ¿qué va a ser de la pobre alma si alguna vez no ve visiones? Tal vez no lo será esta esperanza de que podamos asociarnos los que estamos unidos por el deseo vehemente de mejorar la situación de nuestras cárceles y presidios. ¿Somos pocos? No suelen ser nunca muchos los que empiezan las grandes obras. Y ¿quién sabe? Tal vez el número no sea tan corto; no sabemos, después de todo, cuál es, porque no nos hemos contado. Contémonos; empecemos por hacer esto, pero con el propósito firme de no caer en desaliento, de emprender el camino, seamos tres mil, trescientos, treinta, o nada más que tres. La marcha en tanta soledad será penosa, mas no inútil; la jornada que nosotros comencemos otros la terminarán, porque todo bien que se empieza se acaba.

Empecemos, pues, Sr. D. J. Basta que tenga usted buena y firme voluntad, los medios brotan de ella cuando a noble fin se encamina. Si usted puede reunir algunos amigos, venga con ellos, si no, solo; sí es V. rico, traiga su ofrenda; si pobre, no traiga nada; si es V. sabio, traiga su ciencia, si no, su conciencia; ésta basta, ésta es lo esencial. Venga V., y tal vez su ejemplo sea seguido y pongamos los cimientos de la Asociación para reformar las prisiones. Si V. no viene, será otra voz que ha clamado en el desierto. ¡Claman tantas!

Gijón, 14 de Abril de 1878.




ArribaAbajoAsilo de Nuestra Señora de las Mercedes

Con verdadera satisfacción hemos leído la siguiente real orden:

«Ministerio de la Gobernación del Reino.- Beneficencia.- Derecho.- El Sr. Ministro de la Gobernación dice con esta fecha al Gobernador civil de esta provincia lo siguiente:

«Excmo. Señor: Vista la instancia elevada a este Ministerio por D. Eleuterio Llofríu y Sagrera en solicitad de autorización para fundar en esta corte un Asilo bajo la denominación de Nuestra Señora de las Mercedes, con objeto de amparar a los huérfanos abandonados y a los niños adolescentes que, teniendo padres o familia, no puedan recibir educación o instrucción ni los medios de trabajo en la edad en que a él pueden dedicarse, y considerando que en los estatutos del Asilo presentados para su aprobación se trata de desarrollar y poner en práctica unpensamiento benéfico y moralizador, del cual se han de aprovechar muchos desgracíados, apartándoles de la ignorancia, de la miseria y de la ociosidad; S. M. el Rey (Q. D. G.) ha tenido a bien autorizar a D. Eleuterio Llofríu para que funde en esta corte el mencionado Asilo con los beneficios y exenciones inherentes a esta clase de establecimientos, aprobando al efecto los estatutos presentados, por los cuales se ha de regir y gobernar.

»De real orden comunicada por el referido Sr. Ministro lo traslado a V. para su conocimiento, remitiéndole un ejemplar de los estatutos aprobados.

»Dios guarde a V. muchos años. Madrid, 30 de Marzo de 1878.- El Subsecretario, Lope Gisbert

Felicitamos al Sr. Ministro de la Gobernación y al Centro directivo de Beneficencia por el apoyo que prestan a la caritativa empresa del Sr. Llofríu, deseando a éste la cooperación que necesita del público, y que merece quien intenta amparar a la infancia abandonada. Las obras de caridad, si han de tener vida verdaderamente, no ha de venirles del Gobierno, que puede darles facilidades y patrocinarlas, pero no suplir la acción de las personas benéficas, y más tratándose de niños cuya educación en muchos casos harán más difícil sus antecedentes. Para esto no sólo se necesitan fondos, sino trabajo, inteligencia, perseverancia en la santa obra de servir de padres a los que la muerte, la miseria, el vicio o el crimen ha dejado huérfanos. ¿Puede darse criatura más digna de compasión y de amparo que el pobre niño para quien la vida del cuerpo es sentir hambre y frío, y la del alma ver cosas que no comprende, cosas que le irritan, cosas que le extravían, y hallarse envuelto en una atmósfera física y moral que hace tan difícil conservar la robustez del cuerpo como la salud del espíritu? No se puede leer sin pena la mayor proporción en que mueren los niños que viven en la miseria; pero el tributo pagado a la muerte es menos horrible que el pagado al vicio y al crimen por los que sobreviven, como si quisieran vengar a sus compañeros muertos haciendo daño a la sociedad que los abandonó.

Recoger a la infancia abandonada, ampararla y educarla, es una obra de caridad y de razón, de humanidad y de cálculo. ¡Cuántos hombres criminales han sido niños desamparados! ¡Cuántos que hubieran podido salvarlos han sido víctimas de ellos! Se prefiere mantenerlos en la vagancia, en la mendicidad, en el hospital, en el presidio, o haciendo impunemente méritos para ir a él, a enseñar en la escuela y recoger en el Asilo a los huérfanos que necesitan el patrocinio social. Esta cuenta, que siempre fue errada, lo es cada día más, a lo que puede añadirse que cada vez ofrece mayor peligro prescindir de los chicos de la calle, que se echan a ella o al campo cuando hombres, y no uno que otro, sino por centenares o por miles, y cobran terrible rédito del capital que se ha negado para su educación.

Pero ¿a qué hablar al egoísmo, que jamás hizo sino cálculos errados? No le demandamos nada, porque nada dará. No por temor de lo que podrán hacer cuando hombres culpables, sino por lástima de lo que sufren los pobrecitos niños inocentes; no a los que tienen miedo, sino a los que tienen corazón y conciencia, pedimos que cooperen a que se realice pronto, prospere y sirva de ejemplo, el Asilo de Nuestra Señora de las Mercedes, de Madrid.




ArribaAbajoEstado religioso y moral de la isla de Mallorca

Polémica contra las preocupaciones de clase, por el presbítero D. José Taronji



Voz de dolor y canto de gemido,
Y espíritu de miedo envuelto en ira...



Estos versos de Herrera sirven de lema al libro cuyo título encabeza estas líneas, y hasta cierto punto dan alguna idea de él, porque tiene dolor, tiene gemidos, y también ráfagas de ira pasan por el alma agitada del sacerdote. Creemos que Dios no pedirá cuenta de esta ira al que la siente, sino a los que la excitan, tanto más que es pasajera y se levanta en un corazón lleno de sentimientos amorosos y de caridad cristiana.

Aunque esta obra está impresa por primera vez en el año de 1877, muchas veces al leerla se olvida esta fecha, o se cree equivocada, por no parecer posible que en el último tercio del siglo XIX, y en España, puede suceder lo que se refiere.

«El objeto del presente libro, dice su autor, es llamar la atención de las personas ilustradas de Mallorca y del Continente; excitar los sentimientos de justicia y de caridad en favor de una clase que una parte del pueblo mallorquín (con rubor lo digo) no quiso amparar bajo su manto religioso, que una parte del pueblo mallorquín (con lágrimas lo digo) presumió un tiempo mantener en la abyección y degradación moral, a despecho de las doctrinas santísimas de la Iglesia, y a despecho de las doctrinas de libertad natural que profesan todas las escuelas filosóficas y políticas.»

Nuestros lectores tengan tal vez idea de que en Mallorca había una clase mirada con desdén por la que se dice ilustre, una clase con la cual no querían alternar los nobles, quienes llamaban con menosprecio a las personas que a ella pertenecían, gente de la calle. Esto sabíamos, pero suponíamos que las corrientes de la civilización habían atravesado el mar, penetrado en la isla, barrido aquella roña aristocrática, hecho prevalecer sentimientos de justicia y fraternidad, y muy lejos estábamos de imaginar que el mal persistiera y que tuviese la gravedad y extensión que el Sr. Taronji revela.

En el origen de toda división profunda de clases hay siempre error o iniquidad; con frecuencia las dos cosas. El abuso de la fuerza, la guerra, suele separar a los hombres en conquistadores y conquistados, opresores y oprimidos. Los primeros fueron la aristocracia, la nobleza, la buena clase, que holgó, gozó, oprimió, insultó; los segundos, los pecheros, los que trabajaron, los que sostuvieron las cargas del Estado, sufrieron el desdén con que se los mancilló y el yugo que los abrumaba. Pero el origen de la división de clases en Mallorca no es la guerra.

En 1691, treinta y siete infelices fueron condenados al suplicio de la hoguera «por haberles visto reunirse», por haber ayunado «los ayunos de la reina Esther», por haber querido «huir del reino esperando hallar en países libres la quietud que en éste no hallaban», porque «los hacía temblar la vara del Santo Oficio, que miraban sobre sí, toda ojos de celo y vigilancia».

Los supuestos descendientes de estas víctimas desventuradas son los parias de la isla de Mallorca.

El Sr. Taronji prueba la iniquidad de la condenación y aun la irregularidad del juicio, puesto que el supuesto tribunal eclesiástico que le pronunció se componía en su mayor parte de seglares.

Prueba que los despreciados del siglo XIX no descienden de los inocentes sacrificados del siglo XVII; que si algunos descendiesen, no hay pruebas de ello, y en todo caso, dice, y con razón, más honroso es descender de las víctimas que de los verdugos.

La religión, que bien comprendida y practicada une a los hombres, comprendida y practicada mal ha separado a los mallorquines en dos clases, abriendo entre ellas abismos de injusticias, de odios, de iniquidades. Estos crímenes fueron del tiempo, no de España, como dice el gran poeta; pero este tiempo pasó para el mundo civilizado, para España a pesar de su atraso, para todos los pueblos cristianos y cultos, menos para el de Mallorca. Mengua y desdicha suya es ser excepción tan singular, que conserva como fuego sagrado un foco pestilente y responde con anatemas de odio a la voz amorosa de la fraternidad humana.

Ya sería extraño y deplorable que una nobleza ignorante e infatuada escarneciese a honrados y laboriosos conciudadanos, ilustrados muchos, cayendo en el ridículo anacronismo de preguntarles por sus ascendientes; pero es mucho más de extrañar y de deplorar que el clero, que en nombre de Dios debía procurar paz a los hombres de buena voluntad, que en nombre de Jesús debía predicar fraternidad y amor, condenando los egoísmos y vanidades humanas; que el clero pregunte también a los jóvenes levitas si pertenecen a la raza maldita, y a los fieles por sus ascendientes, para establecer diferencias injustas, exclusiones irritantes y alimentar soberbias y rencores; es de lamentar y de extrañar que el clero, en vez de decir a la aristocracia que cubra su frente con la ceniza de la penitencia por el abominable pecado de declarar infames a los hombres que llevan ciertos apellidos, oprimiéndoles con el yugo abrumador del público desprecio, haga alianza con esa nobleza para una obra de injusticia, consagre lo que es digno de anatema, y excluya a sus hermanos de la fraternidad cristiana hasta en el templo, donde se adora a Dios como Padre celestial de todos los hombres.

Y todo esto lo hace el clero mallorquín contra el espíritu y la letra del Evangelio; contra las lecciones dadas por los Apóstoles y los santos Padres, y, en fin, contra el espíritu y la letra de las bulas de los Pontífices romanos. De manera que además de las iglesias conocidas, hay la Iglesia mallorquina, que podrá no ser cismática, pero no parece ortodoxa, puesto que niega facultades al clero, y a los fieles gracias espirituales y medios de perfección, contra lo dispuesto por los papas. Todo esto es increíble, y, no obstante, es la verdad: oigamos al señor Taronji:

«Todos sabemos que el agua del Bautismo borra el pecado original y los demás pecados, si los hubiere: esto enseña la Fe, esto cree la Religión, esto manda Dios con solemne mandato. Pero señores, aquí lo hemos entendido de otra manera; aquí parece que existe un pecado original que no lo borra el Bautismo. ¡Qué delito contra la Fe! ¿Qué decís? ¿Un pecado original, un pecado de nacimiento que no lo lavan las aguas bautismales? -¡Sí, señor! o al menos así lo enseñan, a escondidas con palabras, y públicamente con hechos, los teólogos mallorquines. ¡Sí, señor! ¡Un pecado de nacimiento, que se propaga de generación en generación, o incapacita a las personas que tuvieron la fatalidad de nacer con ese maldito colgajo, las incapacita para la mayor parte de los cargos, empleos y funciones de la Iglesia!

»Yo -dice una persona piadosa- me siento inclinada al claustro, deseo ser monja. -¿Monja? No puede ser: ya ve usted, no las ha habido nunca de la clase de usted.- Yo -dice un hombre de estudios,- cansado de los combates de la vida, yo deseo meterme fraile; siento que Dios me llama a la vida religiosa. -¿Fraile? No puede ser: ¡quiá, hombre! No; si nunca los ha habido de la clase de usted en nuestros conventos.

»-Yo -dice un obrero, un hijo del trabajo y de la luz, -yo ansío pertenecer a la Orden Tercera; ganaré las indulgencias concedidas por los Sumos Pontífices, y santificaré mi alma. Señor Director de la Orden Tercera de penitencia, sírvase usted a untar mi nombre en el catálogo de los Terciarios.

-»¿Cómo se llama usted?

-»Fulano de tal.

-»Lo siento. No es posible apuntarle a usted.

-»¿Por qué, señor? Las gracias pontificias, ¿son de usted o de todos los cristianos? Si usted no me apunta, falta al espíritu y a la letra de la ley.

-»Pero ya lo ve usted. La Orden Tercera, y la Primera, y la Segunda, y la... y la... y la... Verdad es que Dios derramó la sangre por todos, mas a ustedes...

-»A nosotros no debió tocarnos la sangre del Señor. ¡Usted prefiere la amistad de algún César a la voluntad de Cristo!

-»Yo -piensa un joven- voy a vestirme la sotana de jesuita; ya sé que no podré residir en mi patria; pero siento la voz de Dios que me llama por ese camino: voy a sacrificarme por la humanidad.- El joven atraviesa los mares, va lejos, muy lejos del Mediterráneo, se interna en Francia, entra como novicio en uno de los colegios de la Compañía, cerca de Bélgica; allí se porta como hombre de honor. Pero ¿qué queréis? Allá le ha seguido la vista de los fanáticos de su país, allá le ha seguido la intransigencia de sus compatriotas; y vencido y humillado, tiene que regresar a vivir entre los que marchitaron sus esperanzas.- Yo -dice otro joven- me ordenaré de sacerdote para poder llevar una vida estudiosa y retirada; seguro contra las seducciones del mundo, ingresaré como interno en el seminario. -¡Quiá, hombre! ¿En el seminario? ¿Seminarista? ¿Se ha vuelto usted loco? Si no puede ser; nunca los ha habido de la clase a que usted pertenece. No, no; vamos, no se empeñe usted; ¿qué pensaría el rector? ¿Qué el vicerrector? ¿Qué..., etc., etc.? -Yo -dice un caballero respetable y principal (más que los que de tales se precian), -yo hago celebrar anualmente unas Cuarenta Horas en honra de la Virgen de la Salud. Un señor sacerdote, que hizo oposiciones dos veces a canonicato, nos predicará el sermón este año; ¿qué le parece a usted, Sr. Ecónomo? -Bien, no me parece mal; convenido, aunque; bien, cuente usted con que ese sacerdote predicará este año.» -¿Lo creerán ustedes? Al cabo de dos meses, cuando se acercaba el día de la fiesta, el Ecónomo se arrepiente de lo dicho; ha consultado a sus ilustres camaradas, ha habido Consejo pleno, y el Sr. Ecónomo no puede cumplir su palabra. -«Ya lo ve usted; nunca se ha visto cosa tal en la parroquia; nosotros no debemos ser los primeros en romper la valla, porque... porque...»

* * *

«¿No sabe usted11 que las monjas de la Caridad de San Cayetano se negaron hace algunos meses a admitir en su escuela a una niña de mi clase, a pesar de pertenecer la niña a una familia conocida por su virtud, por los sabios que han salido de su seno y por su categoría social? ¿No sabe usted que el Ayuntamiento de un pueblo del interior de la isla encomendó en 1876 un sermón a un sacerdote de mi clase, y que por poco hubo un conflicto entre el Ayuntamiento y el párroco, pues éste, contra viento y marea, contra el Ayuntamiento y pueblo, se opuso a que predicara ese sacerdote? -Tenemos grabado en la memoria lo que pasó, no hace mucho tiempo, con una señorita de la clase infortunada, que deseaba con todo el ardor de su alma nobilísima, y con decidida y muy probada vocación, abrazar el estado de la clausura; un sacerdote que usted conoce muy bien, sumamente tierno, dulcemente pacífico y suave, de la clase privilegiada, fue quien impidió que esa señorita cumpliese la voluntad del Señor y satisficiese las aspiraciones de su corazón, ahora para siempre entristecido. ¿Sabe usted, señor, que eso es una especie de homicidio encrudelecido, atendidas la candidez y dulzura, bondad y meticulosidad de la víctima? -¿Ignora usted que cuando los hijos de San Ignacio dirigían los estudios de segunda enseñanza, no admitían en su colegio de Montesión a nuestros jóvenes, negándonos el pan del alma, el alimento de la inteligencia? ¿Ignora usted que los frailes dominicos colgaban unos mamarrachos de las paredes del claustro, indecentes caricaturas que se decía representaban a personas de la calle, para exponer al ludibrio y escarnio popular a los infelices descendientes de las mismas? ¿No sabe usted que en cierta parroquia de Palma fue admitido un sacerdote de mi clase, pero con la condición de no poder subir al coro? ¿No recuerda usted que cuando un servidor de usted era ya diácono, pedí al Superior de San Felipe Neri que me inscribiese en la Congregación del oficio Parvo de San Felipe, y usted, que a la sazón era persona influyente en la Congregación, me dio respuesta negativa por causa de mi apellido?»

* * *

»... Pero la verdad es que, aun después de habérsenos concedido órdenes sagradas (progreso debido al espíritu general de la Iglesia), aun después de habérsenos comunicado la plenitud del Espíritu Santo, en realidad, y con inexplicable inconsecuencia, se nos atan las manos, se nos imposibilita para ejercer los ministerios eclesiásticos en el servicio del Señor. La verdad es que se nos quiere inactivos, bajos y atrofiados, sin que haya fuerza humana capaz de destruir las barreras que obstruyen nuestro camino.

»Y así se comprende que la mayor parte de mis antecesores en el ministerio eclesiástico hayan muerto locos o tísicos. Por algo fue que D. Miguel Taronji, sabio sacerdote, de vida ejemplarísima, después de una existencia amargada por horribles padecimientos morales, muriese al fin de consunción, víctima de vuestras preocupaciones. Por algo fue que D. Ignacio Cortés, sacerdote de gran virtud y ciencia, se desterró voluntariamente de Mallorca, y fue a encontrar más allá del Océano, entre los indios de Méjico, el consuelo, el amor; la dulce fraternidad que le negaban sus compatriotas. Por algo fue que... Pero basta. Que no se me haga hablar, porque revelaré misterios de iniquidad que estremecerán de indignación el honrado pecho de los mallorquines.

* * *

»¡Por la Virgen! Ved si tengo razón al exclamar, no con un apóstata, sino con el lenguaje del dolor, con criterio, con profunda tristeza, cual exclamaría el profeta del llanto: ¡Ya no hay bálsamo en Galaad!

* * *

»Entre tantos jefes de Israel, entre tantos doctores y teólogos de la Iglesia de Mallorca, entre tanta alma que en los claustros se creía abrasada en el amor divino, entre tantos y tan sabios hijos de San Ignacio, de Santo Domingo y de San Francisco, tantos directores de escuelas eclesiásticas, y rectores y ecónomos de parroquias, no ha habido uno, uno siquiera, que pensara en curar la anemia intelectual que nos acongoja; al contrario, la mayor parte, empezando por los hijos de San Ignacio (y no lo digo por agraviar a sus reverencias, Dios me es testigo), han procurado agravarla y exacerbar los ánimos. Sé que lanzo terribles acusaciones; a buen seguro que nadie que de leal y honrado se precie, tendrá valor para desmentirlas.

»Comprendo que un elocuente orador sagrado dijese un día, desde una cátedra augusta, como fulminando un anatema: ¡Ah, Mallorca, Mallorca! ¡Cuántos pecados has cometido!»

* * *

«¿Quién ha impedido tenazmente que se verificaran matrimonios mixtos? -No se ha olvidado todavía lo que hizo, no ha mucho, un rector de una iglesia del campo, cuya hermana, enamorada del hermano de un célebre literato mallorquín, de mi clase, según cuentan, fue casi maldecida por el rector, que no quiso asistir a la celebración del matrimonio; y hasta se afirma que el párroco ofició de Réquiem el día de las bodas, y pidió a sus parientes que le dieran el pésame por el casamiento o fallecimiento de su hermana. No se ha olvidado todavía la carta que escribió un individuo del alto clero balear a una ilustre señorita del Continente, que debía casarse, y se casó, con un joven de una distinguida familia de mi clase. En la carta (que se conserva como un monumento) se decía, en sustancia, que el joven pertenecía a una clase odiada, indigna de enlazarse con personas de posición.»

* * *

«¿Queréis que hablemos de instituciones civiles? Hablemos de la enseñanza. Ésta es primaria, secundaria, de facultad, normal y eclesiástica. Pues bien: diré lo que ha acontecido conmigo. En la enseñanza primaria halló la igualdad; y la recompensa a mi aplicación o el castigo por mis faltas, bajo la dirección de un entendido profesor, del anciano D. Juan Bo, a quien tributo hoy mi homenaje de respeto y cariño. En el Instituto, en la enseñanza secundaria, hallé la igualdad; y aquellos dignos catedráticos se cuidaron de hacer brotar en mi mente las ideas del honor, de la fraternidad y de la esperanza. Dios se lo pagará. ¡Sí, ilustres profesores del Instituto, verdaderos amantes de la religión y de la patria, vosotros cultivasteis asiduamente mi espíritu; vosotros le engrandecisteis con la palabra del bien y de la ciencia; vosotros le alegrasteis con las brisas de la recompensa debida, con los suaves sentimientos de los corazones libres!

»En la escuela normal y en las universidades también hemos hallado la igualdad. Hay infinitos testimonios que no me detengo en aducir.

»¿Y en la enseñanza eclesiástica? ¿En el seminario? Yo he vivido algún tiempo en el seminario de Menorca y en el gran seminario de Valencia. Hallé en esos nobles establecimientos la igualdad, la ciencia para todos y el leal compañerismo. Me complazco en enviar a sus dignísimos directores y catedráticos la más profunda expresión de mi agradecimiento. Pero ¿en el seminario de Palma? ¿En el seminario de Palma? Respondan por mí los que contra toda razón, contra todo derecho, contra todo sentimiento de urbanidad y cortesía, me excluyeron indignamente del colegio de internos (cuando se había dado una disposición general que prescribía a todo joven aspirante al sacerdocio el ingresar en dicho colegio), y excluyeron en 1866 a todos los jóvenes de la clase desheredada.

»No hay nave que parta, barco de vapor que llegue, ni locomotora que atraviese nuestros campos, que no cuente entre sus armadores, propietarios o directores, alguna o varias personas de la clase, de la clase que vosotros os atrevéis a llamar aborrecida. Y los demás, nobles o plebeyos, ricos o pobres, les confían la agencia y desempeño de tales funciones. ¿Está preocupado el pueblo?»

¡Cuánta injusticia! ¡Cuánto error! ¡Cuánto absurdo, y también cuántos dolores! El Sr. Taronji los revela al dirigirse al Sr. D. Antonio Castellá, que los había compadecido, y a quien dice:

«Este cariño, este amor de los ángeles lo siente usted, indudablemente, para con las personas, para con las familias desgraciadas cuyos lamentos seculares han conmovido el cristiano corazón de usted. Sí, indudablemente; el pensamiento de usted estaba fijo en los padecimientos de una parte considerable del pueblo mallorquín; en esos padecimientos crueles que no tienen nombre en el diccionario de los hombres de mundo, ni merecen un recuerdo en la mente de los sabios felices, de los bienhadados de todas las épocas, eternos adoradores de la Fortuna, a la cual prestan el homenaje de sus serviles corazones.

»Hay y ha habido en Mallorca, en esa parte del pueblo a que me refiero, miserias ocultas, sufrimientos no sabidos, escenas de amargura sin fin, que el mundo no adivina, que la Historia no recoge, que la tumba guarda para siempre, olvidados en el polvo de lo desconocido. Si intento levantar la punta del velo que cubre ese ignorado mundo de dolor, me parece oír ruido de sepulcros que se abren, huesos calcinados que se levantan y se agitan, como si una ráfaga de consolación les llegase, atravesando las edades, hasta infiltrar espíritu de gozo en los tuétanos carcomidos y mitigar los momentos de horrendas agonías. ¡Almas de nuestros antepasados, dormid en paz! ¡El Señor os habrá perdonado, porque vuestro dolor fue sobre todo dolor! Ha llegado la hora de la vindicación y de la enmienda. ¡Almas de nuestros antepasados, dormid en paz!...»

Sí, que descansen en la paz del Señor, que llegue la hora de la vindicación y de la enmienda, que el clero y la nobleza de Mallorca reconozcan un gran error y se arrepientan de un gran pecado, de un pecado que debe engendrar muchos, de un pecado de esos que, como los espíritus malignos de gran poder, hacen una legión.

El que pide enmienda de ese pecado, el que la califica severamente como merece, no es un librepensador, un cura rebelde; es un católico ferviente, es un hijo sumiso de la Iglesia, es un sacerdote que se prosterna a los pies del Pontífice romano y acata sus preceptos. Sus mismos enemigos reconocen en el Sr. Taronji un eclesiástico de costumbres puras, clara inteligencia, instrucción y celo piadoso. No obstante, se le prohíbe predicar porque tiene cierto apellido, porque es de la calle. Cuando más, se le autorizará para que predique en alguna apartada iglesia y a gente pobre y obscura. Es decir, que la nobleza y las personas de la raza no proscripta han de ser evangelizados, no por hombres de fe, ciencia y virtud, sino por hombres de su clase, aunque no tengan estas dotes, que suponemos no serán patrimonio de todos los clérigos en la isla de Mallorca. Parece que el Espíritu Santo, antes de inspirar al orador sagrado, le pregunta cómo se llama; parece que la palabra de Dios no puede anunciarse a los grandes sino por labios que hayan pronunciado anatemas contra los pequeños; parece que se han sustituido los ridículos pergaminos al Santo Evangelio. Cosas son éstas bien absurdas y abominables.

Nosotros no podemos sino dolernos de tantos dolores como semejante estado de cosas ha causado, causa y causará, si no se remedia; pero los poderes civil y eclesiástico pueden y deben hacer más. Ya sabemos que con un decreto no se extirpa una preocupación, que con una ley no se ilustra a una clase ignorante, que con una pastoral no se inspiran en la doctrina del divino Maestro los que llevan largos años de obrar como si la hubieran olvidado; pero el Gobierno, si se fijara en lo que pasa en Mallorca, si comprendiera su gravedad y los altos deberes que las altas posiciones imponen, el Gobierno tiene algunos medios directos y muchos indirectos para contribuir a que desaparezca una preocupación odiosa. Todos sus delegados que fueran a Mallorca, además de la misión administrativa u otra que llevaran, debieran llevar una misión moral, la de poner coto al desdén insolente de una clase, la de alargar la mano a los oprimidos para ayudarlos a levantarse. Para esto debían elegirse personas de corazón y de carácter; sobre todo, de espíritu de justicia, que teniéndole, hallarían mil medios de cooperar a que se realizara. Para esta obra tendrían auxiliares aun dentro de esa misma clase cuya preocupación iban a combatir, porque no es posible que sea impenetrable al espíritu del siglo, y que persista en obrar contra el espíritu de la religión cristiana y de la Iglesia católica.

En cuanto a las autoridades eclesiásticas, más eficazmente podían obrar suprimiendo jerarquías de apellidos, estableciendo las de la virtud y la inteligencia, y honrando a los dignos de ser honrados, aunque fuesen de la calle; los Apóstoles no eran grandes señores, ni preguntaban a nadie por su clase. Ya sabemos que se necesita fuerza, mucha fuerza, para ponerse enfrente de una clase poderosa que obra a impulsos de la soberbia; pero las altas funciones imponen altos deberes, que porque sean difíciles no son menos imperiosos. Además, sin desconocer que el Prelado de Mallorca, al negar la entrada en el templo a una preocupación odiosa, se atraería enemistades y sinsabores, también alcanzaría plácemes y simpatías, y mucho puede el que obra para dar cumplimiento a las leyes de Dios y de los hombres, conforme a su recta conciencia y a la opinión ilustrada.

En el Continente, los que no son autoridades civiles ni eclesiásticas, pero tienen un medio cualquiera de influir en la opinión pública, debieran volverla hacia esos parias de Mallorca, cuya situación es mengua y cargo de conciencia para España. No se han inventado las máquinas de vapor ni los aparatos eléctricos sólo para mover husos y transmitir noticias, sino principalmente para que los hombres comuniquen sus ideas y sus dolores, a fin de que mejor cultiven su entendimiento y consuelen su corazón. Los hombres de caridad y de inteligencia, ¿no pueden, no deben hacer algo para desvanecer ese error, para consolar esa pena, que ya no es crimen del tiempo, sino de España? Este terrible drama era buen asunto para los poetas, y el estado social y religioso de Palma podía ser tema para academias, texto para discursos, materia para libros. Buenas son las abstracciones filosóficas y las históricas investigaciones, pero malo es prescindir de este punto concreto tan negro y de este terrible capítulo de los sucesos contemporáneos.

Si se deja el remedio de semejante mal a la terrible lentitud del tiempo; si nada se hace porque parezca menos eterna a esa raza oprimida, que espera en vano hace dos siglos el ósculo de paz y el abrazo de fraternidad cristiana, que al menos, los que a ella pertenecen, sepan que hay almas nobles que los llaman hermanos, iguales o superiores, si ante Dios valen tanto o valen más; sepan que la ignominia con que se los quiere cubrir cae sobre sus opresores, y que aquí entendemos por villanos los que faltan a la justicia, y por caballeros los que obran conforme a ella; sepan que lo digno de desprecio no es la gente de la calle, sino la que en casa, aunque tenga escudo de armas, piensa lo que no debe pensar, dice lo que no debe decir, hace lo que no debe hacer; sepan que entre nosotros un apellido es una palabra que se pronuncia con desdén o con respeto, no por la combinación de las letras de que se compone, sino según las cualidades de la persona que nombra; sepan que ese supuesto padrón de ignominia es un título de gloria, porque la tienen muy grande en ser honrados aquellos para quienes se procura la deshonra; sepan que hay quien exclama: ¡Dios mío, de cuántas desdichas ha sido causa una iniquidad cometida hace dos siglos! -Perdona, Señor, a los verdugos y consuela a las víctimas. -¡Pobres víctimas! Aun hay quien da razón a su justicia y lágrimas a su desventura. No ha clamado en el desierto su voz dolorida, que resuena en corazones amantes.

Olas que bañáis estas playas, llevad palabras de consuelo a una gran familia de afligidos, y que el joven levita que pide para ella justicia y compasión, no exclame desolado con Jeremías: ¡Ya no hay bálsamo en Galaad!

Gijón, 23 de Abril de 1878.




ArribaAbajo¡Pícaros ingleses!

Aunque ya no sean considerados como enemigos los extranjeros, todavía existen contra ellos prevenciones injustas que importa desvanecer; todavía se califican con frecuencia de modo que los favorece poco, tomando por carácter nacional algún defecto, y por fisonomía una facción, o un gesto acaso. Esto hacemos con ellos de vez en cuando, y nos pagan en la misma moneda, y aun con réditos, presentándonos en caricatura; y esto importa que ni ellos ni nosotros hagamos para apresurar el día de la paz universal, que ha de lograrse con amor y equidad, puesto que la guerra se alimenta de injusticia y de odio.

No falta en España quien calumnie la gran nación inglesa, y aun hay circunstancias en que es moda y buen tono el calumniarla, siendo el estribillo obligado de la canción, el espíritu mercantil e interesado de los ingleses, que no se mueven sino por codicia y a compás de las ganancias que esperan o de las pérdidas que temen. No vamos a reseñar, que sería largo, sus grandes obras de caridad nacional e internacional; vamos únicamente a enviarles la expresión de nuestra gratitud por su compasión para nuestros náufragos.

El Times ha abierto una suscripción a favor de las familias de los náufragos del Cantábrico, sin excitación alguna y por generoso impulso, y en El Imparcial leemos el siguiente comunicado:

«Bristol, 2 de Mayo de 1878.

Sr. Director de El Imparcial:

»Señor: El interés que desde hace muchos años tomo por los hombres de mar explicará a usted por qué me permito desde aquí rogarle la inserción del adjunto escrito en las columnas de su valioso periódico.

»El 24 de Abril último una barca española, la Villa de Comillas, salió de Cardiff con cargamento de carbón para Barcelona, y el viaje se hacía sin novedad, cuando al día siguiente se notó que el buque estaba haciendo agua. El capitán mandó picar las bombas; pero todos los esfuerzos fueron inútiles para achicar el invasor elemento en aquel desdichado buque. El viernes siguiente, y como a eso de media noche, el capitán ordenó echar los botes y abandonar el barco, permitiendo a la tripulación que salvaran algunos de sus efectos. Cinco minutos después el buque se fue a pique a distancia de unas 14 millas de Cornish Coast. Los náufragos tomaron tierra a la mañana siguiente cerca de Penzance, donde el capitán y el primer oficial tomaron las disposiciones convenientes para enviar la tripulación al Consulado de Cardiff, mientras ellos permanecían en la costa para hacer las oportunas declaraciones de avería.

»Los marineros partieron de Penzance en el primer tren de la mañana del domingo con billetes de tercera clase para Cardiff; pero durante el viaje, Mr. León de Gloncester Sheet Sheffield, conociendo que eran náufragos y españoles, abandonó el departamento de primera en que iba para colocarse entre ellos y hablarles en su propio idioma. Enterado de su desgracia, mostroles gran interés y les advirtió desde luego que les sería imposible seguir su viaje a Cardiff porque no salía ningún tren de Bristol después de las tres de la tarde, y ellos no llegarían a Bristol hasta las ocho de la noche.

»Una vez en dicha ciudad, pudieron convencerse de la exactitud de los informes; pero Mr. León, en unión de Mr. Homer Hall de Swindon, movido por los mismos humanitarios sentimientos, se ofrecieron a prestar todo género de servicios a aquellos desgraciados marineros, que se hallaban sin recursos en extranjero suelo y obligados a interrumpir su viaje a Cardiff.

»MM. León y Hall tomaron un cab, y acompañados del segundo oficial del buque, señor don Baltasar Fiel, y de uno de los marineros de la tripulación, fueron en busca del Cónsul español a Queen Square, donde se les dijo que el Cónsul residía en el vecino pueblo de Durdham Down, distante unas dos o tres millas. Allí fueron también, y una vez en su presencia, el segundo oficial y Mr. León manifestaron la situación de los pobres náufragos y la necesidad de que tomara alguna disposición para auxiliarles hasta que pudieran continuar su viaje; pero el Cónsul nada hizo ni prometió, y ni se dignó ir a la estación del ferrocarril, donde habían quedado los marineros esperando que se les buscara un albergue.

»Cuando MM. León y Hall y el segundo oficial regresaron a la estación, el cab había devengado 10 chelines, que aquellos caballeros pagaron. Para salir de tal situación, preguntaron a la policía si existía en Bristol alguna sucursal de la Asociación Plimsoll para socorro de las gentes de mar, y habiéndoseles contestado afirmativamente, se les indicó a la vez mi nombre y domicilio.

»Noticioso de lo que ocurría, acompañó a los náufragos a casa de Mr. Bessone, Cónsul a la vez de Turquía y del Perú, quien, ya por su natural experiencia, ya por hablar correctamente el español, juzgué el más a propósito para dar consejo. Al llegar a su casa lo encontramos ya acostado; pero se levantó inmediatamente y condujo a los náufragos a la casa-asilo de los marineros, donde Mr. Bessone ordenó que se les diera inmediatamente una cena y se les preparasen camas. El mismo Mr. Bessone envió en seguida a buscar a Mr. Carlos Ferrer, conocido intérprete español, para que fuese al asilo a fin de que los náufragos pudiesen hacer conocer sus necesidades a los criados del establecimiento.

»Ferrer acompañó a los marineros hasta Cardiff en el primer tren de la mañana del lunes. A la llegada a Cardiff, el representante de España (siento decirlo) se encontraba indispuesto y en Bath, adonde había ido para cambiar de aires. La tripulación tuvo que esperar allí instrucciones; pero como no habían de mantenerse de aire, Mr. Ferrer ordenó muy oportunamente que se les diese un almuerzo, al que, según Mr. Ferrer me ha referido, hicieron el más cumplido honor. Al fin llegaron por telégrafo instrucciones para que la tripulación se dirigiese a Cádiz en un vapor que estaba a punto de partir; pero, según tengo entendido, sólo tres de los hombres embarcaron.

»Mi objeto al comunicar a V. esta ocurrencia no es, de modo alguno, procurar el reembolso de la insignificante suma desembolsada por la Asociación, de la cual tengo a honra ser el Secretario honorario. Solamente deseo que por medio de la gran influencia que ejerce El Imparcial, como poderoso órgano de publicidad, se influya en la opinión pública de ese país para que los gobernantes adopten inmediatamente las disposiciones oportunas, a fin de que todos los Consulados de la nación española se consideren obligados, así de día como de noche, a dar inmediata protección a los hombres de mar que naufraguen en costas extranjeras, mientras estén al amparo de la bandera española.

»Tengo el honor de ofrecerme a V. respetuosamente. -Roger Moore, Secretario honorario del Asilo local de Bristol, auxiliar de la Plimsoll and Seamen's Fund committe

Si los que han amparado a los marinos españoles, mirándolos como compatriotas, como hermanos, ven estas líneas, reciban en ellas una prueba de que hay quien sabe agradecer en España, y en nombre de Dios, que no nos juzguen por esos Cónsules que como Autoridades y como hombres han faltado. También aquí tenemos humanidad para con los extranjeros y compasión de los pobres náufragos. Recuerdo que no ha mucho un barco italiano vino a encallar a esta costa en la concha de Artedo, y que su capitán hizo público su agradecimiento por la caridad que había encontrado en los ribereños, y muy especialmente en el médico de Cudillero.

En España, donde no hay asociaciones que los socorran, la suerte de los náufragos españoles es, a veces, más desdichada que la de los extranjeros. Estos acuden a los Cónsules, que por lo general cumplen con su deber. Pero el español que naufraga en los mares de su patria, ¿a quién acude? A la caridad pública, que, dado que no le falte, no está bien que tenga que implorarla; no se debe esperar a que pida limosna el que por tal desgracia necesita socorro.

La desventura del náufrago impresiona el ánimo de una manera particular. La grandeza del peligro que acaba de correr, parece que se mide por la inmensidad del Océano, y en proporción deben haber sido las angustias del ánimo que todavía se reflejan en su rostro contraído y descompuesto.

Sin fuerzas, sin ropas con que sustituir a las empapadas en agua que se enfría y le hace tiritar; deprimido el espíritu por aquella terrible lucha, en que los terrores de la muerte se renuevan como las olas que se suceden sin cesar; falto de alimento y sin saber decir de manera que le entiendan «¡Tengo hambre!», ¿qué será del mísero, si no halla corazones que comprenden el lenguaje del dolor, la mímica de la desventura? ¿Qué será de él si no halla manos benditas que enjugan lágrimas, sin preguntar a los ojos que las vierten dónde vieron la luz por primera vez?

Los hombres de mar, que con tanta frecuencia se ven pobres, enfermos o náufragos en tierra extranjera, necesitan, para ser socorridos como merecen, una asociación internacional. La guerra que se hacen los hombres entre sí, tiene su Cruz Roja; la guerra que sostiene el pobre marinero con los elementos, ¿no podría tener una asociación universal que amparase a las víctimas de la tempestad a cualquiera playa que arribaran? Si la ciencia salva las fronteras y suprime las nacionalidades, y tiene asociados en todo el mundo para la investigación de la verdad, la caridad, ¿no podría hacer lo mismo para el consuelo del dolor? ¿Pueden los hombres comunicar con más noble y santo fin que el de tender la mano a los que, combatidos por las olas, se ven desamparados en tierra extraña?

En el Extranjero hay asociaciones protectoras de los marineros, que tal vez no sería difícil convertir en Internacionales para socorro a los náufragos; pero ¿cómo indicárselo desde España sin poder decirles: «Entre nosotros no hay una, una siquiera»? Y ¿será imposible que se forme? Y si no lo es, ¿dónde debe formarse? Cierto que no será en una población de tierra adentro, ni aun en un puerto sobre aguas tranquilas, que rara vez agita el temporal, sino en esta costa cantábrica, brava, agitada con frecuencia por las borrascas; en ella, donde arriban tantos náufragos, en este mar que sirve ¡ay! de tumba a tantos infelices. Aquí el bramar de las olas y de los huracanes, es un continuo memento, y este mensajero de la tempestad parece que pide socorro para sus víctimas. Desde el cabo de Higuera hasta el de Finisterre, ¿cuál pueblo acudirá al llamamiento de la caridad, cuál dirá: «Aquí estoy, para poner la primera piedra de ese asilo de los náufragos de todo el mundo»?

¡Llamamiento! ¡Ah! ¿Por ventura le hacemos nosotros, podemos hacerle? Para llamar es necesario suponer que hay alguno que oye, que puede oír al menos; no son llamamientos los gemidos, ni estas líneas otra cosa que expresión de gratitud a que se han hecho acreedores los caritativos extranjeros que ampararon a los desvalidos náufragos españoles. Que sean consuelo para ellos en sus días de amargura, las bendiciones que les enviamos de lo más íntimo de nuestra alma.

Gijón, 12 de Mayo de 1878.




ArribaAbajo¡Llegó la hora!

Deplorando la suerte de los niños pobres a quienes se obliga a trabajar antes de tiempo, decíamos hace un año: «Para lo que no era necesario acuerdo internacional, es para prohibir a los niños lo que impropiamente se llama trabajo, y consiste en la ocupación de entretener al público con esfuerzos físicos, haciendo habilidades difíciles y arriesgadísimas en una edad en que no han podido aprenderse sin gran peligro para la salud y aun para la vida, y sin convertir ésta en una verdadera tortura, sufriendo coacción y violencia, máxime si, como acontece a menudo, los codiciosos maestros infelices no son sus padres.

«Para proteger a estos pobres niños no se necesitaba más que una ley cuya infracción, como había de ser pública y sancionada por las autoridades, sería difícil. Podría fijarse una edad, antes de la cual ningún padre pudiera presentar a su hijo en público para ganar dinero, haciendo ejercicios físicos, y el tiempo determinado debería aumentarse si en vez de padre era un empresario el que contratase al joven. Con esta medida tan fácil y justa, ¡cuántos dolores se evitarían a pobres niños víctimas de acróbatas, gimnastas y saltimbanquis codiciosos y crueles!»

Nuestra voz se perdió como tantas otras veces en el vacío, y los niños a quienes se tortura para sacar dinero continuaban sin protección legal contra la codicia cruel. Pero la sociedad tiene entrañas, y por hondas que parezcan estar a veces, supo llegar a ellas un anuncio impío y las removió. Intérpretes de la conciencia general y representantes de la justicia en esta ocasión, algunos señores diputados han presentado al Congreso la siguiente

Proposición de ley.

«Artículo 1.º Incurrirán en las penas de prisión correccional en su grado mínimo y medio y multa de 125 a 1.250 pesetas, señaladas en el artículo 501 del Código penal:

»1.º Los que hagan ejecutar a niños o niñas menores de diez y seis años cualquier ejercicio peligroso de equilibrio, de fuerza o de dislocación;

»2.º Los que ejerciendo las profesiones de acróbatas, gimnastas, funámbulos, buzos, domadores de fieras, toreros o directores de circos, empleen en las representaciones de esa especie niños o niñas menores de diez y seis años, que no sean hijos o descendientes suyos;

»3.º Los ascendientes que, ejerciendo las profesiones expresadas en el número anterior, empleen en las representaciones a sus descendientes menores de doce años;

»4.º Los ascendientes, tutores, maestros o encargados por cualquier título de la guarda de un menor de diez y seis años, que le entreguen gratuitamente a individuos que ejerzan las profesiones expresadas en el núm. 2.º o se consagren habitualmente a la vagancia o mendicidad. Si la entrega se verificase mediando precio, recompensa o promesa, las penas señaladas se impondrán siempre en su grado máximo.

»En uno y otro caso la condena llevará consigo para los tutores o curadores la destitución de la tutela o curatela, pudiendo los padres ser privados temporal o perpetuamente, a juicio del tribunal sentenciador, de los derechos de patria potestad.

»5.º Los que induzcan a un menor de diez y seis años a abandonar el domicilio de sus ascendientes, tutores, curadores o maestros, para seguir a los individuos de las profesiones expresadas en el núm. 2.º, o a los que se dediquen habitualmente a la vagancia o mendicidad.

»Art. 2.º Todo el que ejerza una de las profesiones expresadas en el artículo anterior, deberá ir siempre provisto de los documentos que acrediten en forma legal la edad, filiación, patria o identidad de los menores de veinticinco años que emplee en sus espectáculos, cuidando escrupulosamente las autoridades locales de exigir la presentación de los expresados documentos antes de conceder la licencia necesaria para la celebración de aquellos espectáculos.

»La no presentación de dichos documentos, siempre que la exijan las autoridades o sus agentes, será castigada como falta, con arreglo al art. 599 del Código penal.

»Art. 3.º Los gobernadores de las provincias en las capitales de las mismas, y los alcaldes en los demás pueblos que tolerasen la infracción de cualquiera de las disposiciones de esta ley, y no la pongan en conocimiento de la autoridad judicial competente tan luego como haya podido llegar a su conocimiento, serán castigados con las penas marcadas en el art. 322 del Código penal.

»Art. 4.º Los agentes consulares de España en el Extranjero deberán denunciar en el más breve plazo posible a las autoridades españolas toda infracción de la presente ley cometida en perjuicio de sus compatriotas, o a las autoridades de los países en que ejerzan sus funciones, si en ellos estuviesen previstos y penados los hechos a que se refieren los artículos anteriores.

»En ambos casos adoptará las medidas necesarias para que regresen a España, tan pronto como sea posible, los niños o niñas de origen español, menores de diez y seis años, a que esta ley se refiere.

»Art. 5.º La imposición de las penas señaladas en los artículos precedentes, se entenderá siempre sin perjuicio de las demás que correspondan a los que en ella incurran por delitos y faltas previstos y castigados anteriormente en el Código penal.

»Palacio del Congreso, 23 de Mayo de 1878.- Escolástico de la Parra.- Emilio Castelar.- P. Sagasta.- Claudio Moyano.- Alejandro Pidal y Mon.- Alejandro Groizard.- Francisco Silvela.»

Es bien sincera y bien sentida la gratitud que sentimos hacia los señores que han firmado esta proposición de ley, y que Dios proteja a sus hijos, como ellos protegen a los infelices niños sin padres o que los tienen indignos de este nombre.

Vamos a permitirnos algunas observaciones, por si en algo pudieran contribuir al acierto en una cuestión en que no puede haber más deseo que el de acertar.

1.ª Los comprendidos en el núm. 2.º del artículo 1.º pueden emplear en sus representaciones niñas de diez y seis años, y a nuestro parecer, la ley debía prohibir que las jóvenes de esta edad pudieran confiarse por sus padres o tutores a gentes que harán poco menos que imposible su virtud. Autorizar que una joven de diez y seis años deje su familia para irse con acróbatas, gimnastas, etc., es en cierta manera autorizar su prostitución. Quisiéramos que la ley dijera:

«Ninguna joven menor de edad podrá ejercer públicamente las profesiones expresadas, a menos que sus padres o ascendientes no estén al frente de la compañía, o al menos formen parte de ella.»

2.ª Los ascendientes, tutores o maestros quisiéramos que no pudieran entregar a sus pupilos, descendientes o discípulos sin más condición que la de haber cumplido diez y seis años, sino que esta entrega fuese solemnemente autorizada por la autoridad, que había de cerciorarse de si la voluntad del menor era irse con los que se hacían cargo de él, dedicarse al oficio de acróbata, y si tenía para él condiciones físicas, previo reconocimiento facultativo. Si no se probaran estas circunstancias, el niño no debía entregarse al que se proponía especular con él.

3.ª Los menores contratados por acróbatas, gimnastas, etc., podrían separarse de su servicio desde el momento que así fuera su voluntad, sin consideración a compromisos que legalmente no pueden contraer, ni nadie por ellos, pero de que muchas veces son víctimas.

4.ª Se autoriza a los ascendientes de los niños de doce años que se dedican a los oficios de gimnastas, acróbatas, etc., a emplearlos en sus representaciones, siempre que el ejercicio no sea peligroso, de equilibrio, de fuerza o dislocación. En primer lugar, no es una cosa muy fácil clasificar los ejercicios, y decir cuáles ofrecen peligro. Además, los peligros son de muchas clases: puede consistir en que el niño se exponga a matarse en un ejercicio, o que enferme por el trabajo, siendo muy esforzado, continuo y perseverante, que se necesita para adquirir ciertas habilidades. Si no tiene ninguna, el niño no se presentará al público; si la ha adquirido a los doce años, no es mucho conceder dos para el aprendizaje, y estará a los diez dedicado a una tarea preternatural, enojosa, tal vez abrumadora para su cuerpo y su espíritu. Y no hay que confiar en el amor de sus ascendientes, porque en muchos casos se dejan vencer por la codicia o por ignorancia, hacen daño sin saberlo, máxime cuando la gente de que se trata no suele ser modelo de virtudes ni pozos de ciencia.

Quisiéramos, pues, que ningún menor de diez y seis años pudiera ser presentado por padres o ascendientes en pública representación, a menos que la parte que tomara en ella no fuera absolutamente pasiva; que sólo los que hubieran cumplido diez y ocho años pudiesen ser entregados con las condiciones dichas a acróbatas, gimnastas, etc.; y, en fin, que antes de veinte años no se autorizaran ejercicios públicos en que hay peligro de la vida o excesivo y anormal desarrollo de fuerzas.

Otras cosas quisiéramos, pero no se refieren a la protección de los niños, sino a los espectáculos públicos, especie de monstruo enigmático que se alimenta de alegrías y dolores, y donde el que da dinero por divertirse, le da para otras muchas cosas que no sabe o que no reflexiona, y que merecían saberse y reflexionarse.

Gijón, 6 de Junio de 1878.




ArribaAbajoEl centro naval español

Hace pocas semanas decíamos: «En el Extranjero hay Asociaciones protectoras de los marineros, que tal vez no sería difícil convertir en internacionales para socorro a los náufragos; pero ¿cómo indicárselo desde España, sin poder decírseles: entre nosotros no hay una, una siquiera?»

Al escribir estas líneas, ignorábamos que El Centro Naval Español extendiese a los náufragos su acción caritativa, como ha tenido la bondad de advertírnoslo el Sr. D. Fermín H. Iglesias, dándonos las noticias siguientes:

«El Centro Naval Español, cuya dirección y administración radican en Barcelona, es una Asociación de pilotos, individuos del Cuerpo general de la Armada, o del de Ingenieros navales y navieros, que, entre otros fines, se ha propuesto socorrer a los náufragos sin distinción de nacionalidades; premiar anualmente todos los actos notables de virtud o mérito de la gente de mar, y sostener un asilo naval para los hombres de mar o individuos de las carreras de náutica decrépitos, un Montepío para los decrépitos e inutilizados, y un buque-escuela para los huérfanos de la Marina.

»Los estatutos fueron aprobados por el Gobierno de provincia el 24 de Noviembre de 1877. La Junta de la Casa Provincial de Caridad ha puesto a disposición del Centro, para los huérfanos que éste protege, y mediante una corta mensualidad, un departamento especial separado completamente de los demás. Es gracioso, modesto, y de carácter marinero el uniforme que visten los asilados.

»El Gobierno ha concedido para asilo naval flotante la Mazarredo, corbeta de guerra, al Centro, que, siguiendo el ejemplo de Asociaciones análogas en Francia o Inglaterra, invoca en su favor la caridad pública, y tiene abierta una suscripción nacional, coloca cepillos a bordo y en los sitios públicos, admite hasta ropas y utensilios, y expide diplomas de honor a sus bienhechores; sus fondos están en el Banco de Barcelona.

»Todos los suscriptores pueden visitar libremente el asilo. Bien merece todo esto ser más conocido, y que a ello contribuyan los que se interesan por el bien de la humanidad y de nuestra patria. Y tanto más, cuanto ya no es dado fundar grandes esperanzas en nuestros antiguos patronatos, la manifestación más popular que la beneficencia en España, llevados a tristísimo estado por muchas causas que ahora no podemos examinar, y, por el contrario, sólo de la Asociación pueden esperarse los poderosos recursos que la beneficencia necesita, y que han puesto en acción en las naciones más cultas del mundo.»

Esperamos que el Sr. Iglesias nos perdonará que sin su permiso insertemos parte de la carta con que nos ha favorecido, para no privar a nuestros lectores del gusto que tendrán, como nosotros le tenemos, al saber la buena nueva que en ella nos da, y porque estamos enteramente conforme con sus observaciones. El espíritu que daba vida a los patronatos se ha ido; el que ha de comunicársela a las Asociaciones que han de sustituirlos, no viene, o no viene tan aprisa como el dolor necesita y la compasión desea. ¡Cuántas desdichas están esperando consuelo del esfuerzo combinado de personas que se reúnen para consolar! Consolémonos nosotros un momento al ver esa reunión de hombres benéficos que en Barcelona han formado El Centro Naval Español, y después de enviarles el saludo cordial de nuestra simpatía y el pláceme que merece su santa obra, unámonos a ella, siquiera no sea más que en espíritu.

Imitar una buena acción dicen que es el medio de elogiarla. ¡Con qué gusto dirigiríamos este género de elogio a El Centro Naval Español! Pero las buenas obras son querer y poder, y nosotros no tenernos más que voluntad. Pueda unirse a otras buenas voluntades y contribuir a que El Centro Naval sea verdaderamente español, y que en toda España se imite el ejemplo dado en Barcelona para proteger a los hombres de mar. ¿Cuáles serán más dignos de protección, ni acaso tanto? Su trabajo rudo y su precaria existencia pagan gran tributo a la muerte y muy pequeño al crimen. La estadística de las buenas acciones cuenta muchos marineros; la del delito, muy pocas relativamente, y sus míseros huérfanos, tan dignos de que la caridad les amparo, pueden decir: Mí padre era un hombre honrado. Alguno podrá afirmar con verdad: Soy hijo de un héroe.

Honremos su memoria, y patrocinemos a que amaban, que es cargo de conciencia y mengua de la honra de un pueblo el que haya hombres que leguen a sus hijos ejemplos de virtud y sufrimientos de la miseria.

Gijón, 20 de Junio de 1878.