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ArribaAbajoLa cárcel de Barcelona

Leemos en El Imparcial:

«Como no se ha puesto ningún género de correctivo en la cárcel de Barcelona a los vergonzosos atropellos denunciados por la Prensa de aquella capital; como siguen las exacciones a las presas que ingresan en el establecimiento, sometiéndolas, en caso de negativa, a los más inhumanos tratamientos, según afirma la Gaceta de Cataluña, no sorprenderá a nadie que las escenas se reproduzcan con todos sus deplorables caracteres de corrupción.

»Una prueba de ello nos suministra la misma Gaceta en el siguiente relato:

«Se nos dice que en la madrugada del domingo último ingresaron en dicho patio dos mujeres, a las cuales la presa que desempeña las funciones de cabo, que, entre paréntesis, es la criada que está procesada por haber asesinado tiempo atrás a una mujer en la plaza mercado de San José, exigióles el pago de una cantidad como entrada, a cuya exigencia se resistieron. A la hora de la comunicación acudieron los parientes de las dos presas a visitarlas, y la cabo, creyendo sin duda que si en presencia de aquéllos las causaba alguna extorsión, para que no fuesen molestadas aprontarían la cantidad exigida, empezó a insultarlas y a amenazarlas.

»En vista de ello, uno de los parientes fue a quejarse a la alcaidía, y si bien en el acto un dependiente bajó al patio acompañado de un llavero para averiguar lo que ocurría, ínterin la cabo pegó a una de dichas mujeres, la cual por llevar una criatura en brazos no pudo defenderse. Otra presa, indignada por el atropello, salió en defensa de la agredida; se agarró a la agresora, y salió tan malparada de la penidencia, que, chorreando sangre su cabeza a consecuencia de los golpes que recibió de la cabo, tuvo que ser trasladada a la enfermería, donde continúa.

»Ahora nos toca preguntar: ¿qué medidas se han tomado? Según nuestras noticias, la lesionada queda en la enfermería, la cabo continúa desempeñando su cargo, y lasdos mujeres nuevamente entradas han perdido varias prendas de ropa, que no han podido recobrar a pesar de sus gestiones.»

En un artículo anterior decíamos que podía escribirse algo con el título de Los horrores de la cárcel de Barcelona, título que parece más propio de novela social de brocha gorda, y de autor que quiere llamar la atención del público hacia las entregas de a dos cuartos, que de quien se propone relatar la verdad sobre asunto grave, con el fin de que la opinión salga de su indiferencia. Y, no obstante, este título sería muy apropiado para la relación que se hiciera de lo que en la cárcel de Barcelona pasa, porque pasa aún algo más y algo peor de lo que hemos referido, tomándolo de otros periódicos, y que nos repugna reproducir en La Voz de la Caridad.

Si no basta lo dicho, no bastará nada.

Bastante es, en efecto, lo que publican los periódicos de la capital de Cataluña, y debe ser cierto cuando nadie los desmiente ni son denunciados como calumniadores.

Bastante es que los presos sean considerados como mina que se explota por medio de la violencia.

Bastante es que aparezcan allí como representes de la Administración y mantenedores del orden, matones que por medio del terror satisfacen la codicia.

Bastante es que mujeres manchadas con sangre, que tanto repugna derramar al sexo que deshonran y horrorizan, especie de monstruos moralmente inclasificables, tengan autoridad o impunemente abusen de la fuerza para conculcar el derecho.

Todo esto es bastante y es demasiado. ¿Necesita más la opinión pública para salir de su letargo, para lanzar su anatema? Si más necesita, que pida; porque aunque nosotros no concebimos que pueda dársela más, acaso se le dará; tal vez la realidad vaya más allá de la imaginación.

Sin duda, aquella lucha de que resultó muerto un hombre que no había tomado parte en ella, y mortalmente herido otro, todo a propósito de esa contribución, que no sabemos por quién ni para qué parece establecida en la cárcel de Barcelona, era horrible; pero aún parece que repugna más esa mujer asesina, que para sacar indebidamente dinero, maltrata a otra que no puede defenderse porque tiene un niño en los brazos. Ese niño comunica al cuadro algo que debe impresionar el corazón de todo hombre y llegar a las entrañas de toda mujer. Su inocencia, su pureza, su debilidad, su desdicha, cuando no sirven de escudo a la madre que le tiene en sus brazos, hacen prueba de que en aquel lugar todos los deberes sagrados se pisan, todos los nobles sentimientos se aniquilan.

Pero no: donde quiera que hay criaturas de Dios, es impotente el hombre para extinguir por completo el fuego sagrado. Cuando se cree muerto, revive y se revela por un rayo de luz que aún sale de antros tan tenebrosos como la cárcel de Barcelona. La que allí representaba la conciencia humana y la inspiración divina, era aquella presa que se interpuso entre la que tenía un niño en los brazos y la que la maltrataba, aquella mujer que ha padecido por la justicia y derramado por ella su sangre. Muchos pecados, si los tiene, creemos que le serán perdonados por su buena acción, que es una prueba de que son inextinguibles los sentimientos de justicia y un consuelo para los que la aman. Y ¿quién sale derrotado en este triunfo moral? La ley, la Administración, la opinión pública, que no levanta su voz poderosa y dice: «¡Basta!» a los que hacen cosas que no deben tolerar.

Septiembre de 1878.




ArribaAbajoEl desengaño

Según el Diccionario de la lengua, desengaño es el «conocimiento de la verdad con que se sale del engaño o error en que se estaba» o bien «claridad que se dice a otro, echándole alguna falta en la cara.»

Recordamos el dicho de Larra: el Diccionario tiene razón cuando la tiene, y no nos parece que en este caso le asiste al confundir el engaño con el error, y significar con una misma palabra la situación del que sale de uno y otro.

El error correspondo al entendimiento; en el engaño es raro que no intervenga la voluntad; en el uno puede no haber más que equivocación; en el otro pocas veces deja de haber culpa; el primero modifica el estado de la inteligencia; el segundo afecta el corazón; el error puede no referirse más que a las cosas; pero tratándose de engaño, hay siempre de por medio alguna persona.

El sentido común lo comprende así; no confunde modificaciones del espíritu muy diferentes, ni llama desengañado al hombre que rectifica sus errores.

Sea de esto lo que fuere, tenga o no razón el Diccionario de la lengua, nosotros vamos a usar la palabra desengaño en el sentido moral y en cuanto significa una voluntad torcida, un sentimiento lastimado, y que no va a ilustrar el entendimiento, sino a contristar el corazón.

El conocimiento de las cosas que se ignoraban, la rectificación de cálculos inexactos, no producen desengaño, que es el conocimiento de juicios equivocados respecto a personas que valen menos de lo que habíamos supuesto, o no sienten por nosotros lo que imaginábamos que sentían.

Y aun es necesario que estas personas nos sean queridas, porque, si no, la equivocación padecida respecto a ellas no es desengaño, no pasa de chasco.

Todo el que ha vivido sabe que el desengaño es uno de los grandes dolores de la vida; todo el que ha pensado comprende los grandes males, los verdaderos estragos que hace en el alma; todo el que siente compadece esta desdicha y es digna de compasión.

Oímos decir de muchos ancianos que son incrédulos para el bien y egoístas porque están desengañados; de personas que se han maleado a fuerza de desengaños, y no hay duda que el desengaño, en más o en menos grado, según las circunstancias, desespera, desalienta, abruma, perturba, extravía, endurece.

Cuando amamos a una persona nos identificamos con ella, vivimos de la vida suya; y si el desengaño revela que carece de una buena cualidad que le atribuíamos, nos arranca un pedazo del corazón y arroja en él plomo ardiendo al manifestarnos defectos de que la creímos exenta; se lloran lágrimas de sangre sobre estos ídolos derribados por el desengaño, que convierte un altar en una tumba.

Otras veces no nos equivocamos sobre las excelencias de la persona, sino en los grados de su aprecio y de su cariño; el nuestro se siento herido y el amor propio también, que rechina los dientes y arroja espuma corrosiva sobre la llaga.

El desencanto es aquí además ofensa, verdadera o supuesta pero sentida; es amargura infinita, considerando la realidad de un bien para nosotros ilusorio, perfecciones que se ostentan como agua cristalina, a la vista, no al alcance del sediento, que recuerda desolado los días que apagaba su sed en aquella fuente pura, días ¡ay! que no volverán porque el desengaño la ha secado. Allí están aquellas altas dotes, que de consuelos parecen haberse convertido en insultos, y viéndonos mortificados de tantos modos, ni aun podemos despreciar al que nos aflige; sus buenas cualidades, que caían como gotas de bálsamo sobre nuestra alma, la hieren como dardos emponzoñados.

Para la mayoría de las gentes, las equivocaciones respecto a personas no pasan de chascos; mas para aquellos en quienes son desengaños, el mal es tan grave que sería obra verdaderamente caritativa procurarle remedio. No aspiramos nosotros a tanto; fuera locura proponerse fin tan grande con tan pequeños medios; nuestro propósito se limita a llamar la atención sobre una causa de dolor, por si algo podemos contribuir así a que en lo sucesivo haya quien le analice, y en parte, al menos, le evite.

Lo primero que debemos notar, por ser lo más notable, es que nadie, absolutamente nadie, habla más que de los desengaños que recibe. Ocurre esta pregunta: ¿Quién dará esos desengaños que todos reciben, y que, al parecer, no son obra de ninguno? Sin que alguien los dé no pueden recibirse: no se realiza el fenómeno sin dos individualidades cuando menos, y nunca aparece más de una: la del engañado. ¿Dónde está el engañador?

¿Cómo reflexionar de buena fe sobre el asunteo sin persuadirse de que todos somos a la vez engañadores y engañados, y que si es cierto que hemos recibido desengaños, no es menos seguro que los hemos dado también? Esto es evidente, puesto que sería imposible que la humanidad toda recibiera desengaños, sin que toda la humanidad los diera. Y decimos toda, porque no hemos conocido persona alguna que no se queje de haber recibido algún desengaño.

Con esta observación tenemos un dato importante; y en vez de preocuparnos tan sólo del mal que nos hicieron, podemos, debemos pensar en el mal hecho, calculando el dolor causado por el sentido. ¿Cuándo, cómo, dónde hicimos todo este daño? Largo y difícil examen de conciencia, espectáculo tristísimo el de nuestro corazón, cuyas heridas son como el reflejo de otras abiertaspor nosotros, y causa, no ya sólo de dolor, sino de remordimiento.

Recordemos aquella distinción del desengaño producido por haber supuesto en una persona cualidades que no tiene, y el que resalta cuando se comprende la verdad de haberse creído objeto de un cariño o de un aprecio que ya no se inspira o que nunca se inspiró.

Cuando nos hallamos con un hipócrita sagaz y refinado, es difícil que una persona, aunque sea prudente, no salga engañada; pero este caso es excepcional, y la regla es que solemos hacer tanto o mucho más para que nos engañen, como hacen las personas que amamos para engañarnos. Siendo grato que sea amable lo que es amado, nos dejamos llevar por este dulce sentimiento, que no tarda en arrastrarnos; se empieza por exagerar las buenas cualidades y disminuir las malas, y se concluye por suponer excelencias que no existen y cerrar los ojos a los defectos o negarlos resueltamente. Aquel conjunto de perfecciones es nuestra dicha y nuestro orgullo, todos han de confesarlas como la hermosura de Dulcinea, aunque nadie las haya visto, y escribimos sobre ellas el roto que puso Roldán sobre sus armas. ¡Ay del que intente mover aquel juicio, porque se hallará con nuestro corazón y con nuestro amor propio!

Porque además de las fascinaciones del cariño están las sugestiones del orgullo y de la vanidad para inducirnos a error y perpetuarnos en él. Es difícil y penoso contener los afectos, y evitamos esta dificultad y esta pena dejándoles libre expansión. ¿Por qué contenerlos cuando los merece el que es objeto de ellos? Su mérito justifica nuestro cariño; no debe medírsele a quien vale tanto, y la circunspección no es ya una traba enojosa, sino que parece una ofensa y una indignidad. Y luego nos realzamos a nuestros propios ojos y ante los demás, inspirando amor o amistad a persona que tanto vale; y si resulta que la hemos juzgado mal, al desencanto y la pena se une la humillación. Además, nosotros, aquéllos, los de más allá, todos, instintivamente presentamos la fase más agradable de nuestra fisonomía moral: el deseo de agradar, de no ser molestos, hasta la benevolencia, inspiran a veces disimulos que inducen a error; y otras, la vehemencia de un sentimiento se sobrepone a ciertos defectos, los oculta, pero reaparecen pasado el entusiasmo, como las rocas sobre las aguas que la tempestad elevó; esto se sabe pero se olvida, porque es enojoso el recordarlo cuando queremos motivar cariños o justificar idolatrías.

Así, pues, aun cuando aparecemos engañados, hemos hecho mucho, o lo más, en ocasiones todo, para engañarnos; el engaño de que acusamos a los otros es la obra de nuestras pasiones, y el desengaño la pena ¡terrible, ciertamente! de nuestra imprudencia temeraria.

Cuando dejamos de inspirar o no hemos inspirado nunca el amor o la amistad de que nos creíamos objeto, el desengaño no es menos triste, y solemos contribuir a él por impulsos, pasiones y debilidades análogas a las que nos hacen juzgar mal a las personas de nuestro cariño.

La vehemencia del deseo de ser amado en el que ama;

El derecho que se cree tener a inspirar lo que se siente;

La humillación de sentir lo que no se inspira;

La propensión a creer en la eternidad de los sentimientos fuertes:

He aquí motivos que nos engañan contra la razón y la justicia, que desoímos. Ni el deseo de una cosa supone su realidad, ni el sentir un afecto da derecho a otro igual, ni el amor propio mortificado debe hacernos cerrar los ojos a la verdad, ni la vehemencia de un afecto darnos confianza en su duración, que supone elementos que no hemos analizado, y armonías que no sabemos si existen. ¿Hasta qué punto nos engañamos, o nos engañan los otros, cuando creemos inspirarles lo que por nosotros no sienten? ¿Es engaño suyo o insensatez nuestra? ¿Es su corazón que miente, o el nuestro que se fascina? ¿Es su proceder tortuoso, o nuestro amor propio que nos extravía?

En tanto número de desengañados hay muchos grados de culpa; pero es raro, muy raro, que nadie caiga en el abismo del desengaño sin haberse acercado voluntariamente a la orilla. Se concluye demasiado pronto del deseo a la realidad, del cariño al derecho de inspirarle, de la necesidad de los afectos a su eternidad; se llama a los misterios injusticias, y al rebelarse contra ellos, el rebelde cae herido gravemente. La imaginación y el corazón hacen novelas que suelen convertirse en terribles dramas.

Parece que no guarda proporción la dura pena del desengaño con la ligereza de haber contribuído a engañarse; pero recordemos que, siendo todos al par que engañados engañadores, no es una culpa, si no dos, las que motivan el terrible castigo.

¡Si los que empiezan la vida pudieran utilizar el aviso de los que nos acercamos al término de ella! ¡Si procuraran no hacerse ilusiones sobre el cariño ni el mérito ajeno, ni dar lugar a que nadie se las haga sobre el propio! ¡Si por las cicatrices de los veteranos comprendieran lo rudo del combate! ¡Si supieran que en el problema de los afectos hay a veces incógnitas que es imposible despejar, misterios impenetrables, cosas de razón que no pueden realizarse y armonías incomprensibles! ¡Si, en fin, se los pudiera anticipar un poco la experiencia del vivir, para que, conociendo lo áspero del camino, se precavieran algo, no para andarle sin fatiga, no, que eso es imposible, sino para no regarlo con tantas lágrimas de sangre!

Porque el desengaño cansa heridas incurables. Se indemnizan los perjuicios; se da satisfacción de las ofensas; aunque con mucha dificultad, se repara el mal hecho a la buena fama; mas para el que causa el desengaño no hay remedio: ínocula su vírus y emponzoña la existencia; aplica el hierro candente y lo quema todo; clava su garra y no la retira sino con pedazos del corazón que destroza.

Cada uno concibe el cielo a su manera. Nosotros le imaginamos como una mansión de verdad y de amor, en que los que aman no pueden engañar, ni ser engañados, ni engañarse.

26 de Septiembre de 1878.




ArribaAbajoLos hijos de las penadas de Alcalá de Henares y la «sociedad protectora de los niños»

Muchas señoras caritativas de Alcalá han gestionado repetida o inútilmente porque se creara un Asilo para los hijos de las penadas, condenados, no por la ley, sino por la Administración, a estar encerrados con sus madres; encierro que a muchos cuesta la vida, y a todos la inocencia. Otras personas de elevadísima posición parecieron interesarse por ellos; la Prensa clamó también contra el grave abuso de recluir a estos inocentes en donde pierden la salud, mueren o se corrompen. Todo ha sido inútil; no sólo no se ha creado un Asilo para estas infelices criaturas, pero ni aun hay medio de que se les recoja en un establecimiento de Beneficencia, como antes se hacía con las que estaban en igual caso. Las benéficas señoras, con una cuantiosa limosna (¡Dios bendiga a quien la ha dado!), cuidan de que los niños coman, pero no pueden impedir que estén rodeados de una atmósfera infecta, tan fatal para su cuerpo como para su alma.

La caridad no desespera, pero se aflige si espera mucho tiempo en vano, y esto acontecía a las protectoras de los inocentes cautivos, que ya no sabían adónde buscar para ellos redentores. Éstos llegaron al fin, y la obra de redención se llevará a cabo por la Sociedad protectora de los niños. Compadecida de aquellos pobrecitos encarcelados, comisionó a dos de sus individuos para que pasaran a Alcalá, como lo hicieron; el ver aquella desdicha les impresionó más, como es natural, y comprendieron cuánto urgía aliviarla y arrancar niños hasta de once años de aquel lugar de perversión. En este sentido deben haber informado, y su informe estuvo sin duda de acuerdo con la opinión de sus compañeros, porque la Sociedad ha señalado como obra Preferente, y la primera que se realizará, la fundación de un Asilo para los hijos de las penadas de Alcalá; este acuerdo se aplaude con lágrimas de gratitud, con lágrimas que consuelan, en vez de las amarguísimas que arrancaba la suerte de los que sin culpa sufrían tan terrible pena.

Condición de todo sólido edificio es cimentarse bien, y firme cimiento echa y buena piedra angular coloca la Sociedad protectora de los niños recogiendo a los de la prisión de mujeres, que, con decir que están peor que en la calle, se dice cuánto urgía ampararlos y cuán meritoria obra es la del que los ampara. La bondad de esta obra producirá en los asociados lo que se llama propia edificación, es decir, aquel convencimiento de que se cumple el deber, de que se hace bien; aquel testimonio que se da a sí mismo el hombre benévolo de que lo es; aquel auxilio que se recibe siempre que se merece aquella gimnasia moral que acrecienta las fuerzas del espíritu ejercitándolas, y, en fin, aquella dulce complacencia que suaviza todas las asperezas del camino.

Después de la propia edificación, que es lo más esencial y lo primero, porque de la bondad de los operarios depende la de la obra, viene la edificación ajena, el buen ejemplo, ese gran donativo moral que hacen los que obran bien, que indirecto, y aun invisible, no deja de ser poderoso, y mayor a veces que el socorro dado directamente al desvalido.

Sobre estos beneficios, los primeros, aunque no los más ostensibles que hará la Sociedad protectora de los niños, aún hace otro en este caso particular, porque la desdicha que va a socorrer es además un cargo de conciencia y una vergüenza para España. Si los que debían hacerlo no lo han hecho, que lo haga alguno; que no tengamos en el cautiverio de esas criaturas un pecado sobre la conciencia y un borrón sobre la honra; ¡que no los vea allí el filántropo extranjero que visite la prisión; que no sepan que están los que al saberlo se afligen, y que Dios perdone a los que, faltando a su deber, los dejaron en aquel horrible encierro, y bendiga a los que por caridad los han sacado!

6 de Octubre de 1878.




ArribaAbajoEl servicio doméstico y el centro protector de la mujer

Por D. L. A. de la T., presbítero


Ya en otras ocasiones se ha ocupado La Voz de la Caridad del Centro protector de la mujer y del sacerdote que con tanta fe y tanta caridad se consagra a procurar alivio a la mísera suerte de la mujer pobre y desamparada. Hay libros, que son pliegos impresos, donde se ven ideas buenas o malas, en que se aprende algo o no, en que se aprueba o reprueba lo escrito; hay otros en que está el autor, en que, al través del papel, se ve al hombre que siente, que sufre, que teme, que espera, que habla, en fin, de la abundancia del corazón, conmovido por un gran pensamiento o un terrible dolor. El libro del Sr. de la T. es de los últimos; por eso lo primero que se hace es simpatizar con el autor, sentir con él, unirse a las nobles aspiraciones de su alma. Experimenta consuelo toda persona de buena voluntad al ver una tan firme y tan constante inspiración por la caridad, la fe y la esperanza.

El Sr. de la T. iba a escribir un folleto, y ha escrito un libro, porque comprendió que el asunto era una gran cuestión social. Del esqueleto, por decirlo así, de la obra, daremos idea reproduciendo su índice:

PRIMERA PARTE

Ojeada al asunto. - Origen o importancia del servicio doméstico.

SEGUNDA PARTE

La sisa. - Clases de sisa. - Descaro de la sisa. - Importancia económica de la sisa. - La sisa como causa y como efecto: sus caractéres y fases. - Funestas consecuencias de la sisa.

TERCERA PARTE

Elección y admisión de sirvientes. - Informes. - Casos prácticos. - Aristocracia del servicio doméstico. - Clase media del servicio doméstico. - Valgo del servicio doméstico. - Criados y criadas en casas donde haya señoras, niñas y niños, y jóvenes de ambos sexos. Fuentes, tiendas, mercados y salidas. - Agentes de criados. - Ayer y hoy.

CUARTA PARTE

La penitencia en el pecado. - ¡Pobres criados! - La desgracia compadecida regenera; la abandonada, deprava. - ¡A la conciencia! ¡A la conciencia! - ¡Qué importan los deseos y las palaras! - Disposiciones civiles de la ley inglesa respecto a los sirvientes. - Solidaridad. - Gobierno de los criados - Influencia del buen ejemplo - Dos caminos, - Adoratrices y oblatas. - Asilos para criados.

QUINTA PARTE

La enfermedad y el remedio. - Medios y aclaraciones. - ¿Merece apoyo el CENTRO? - Protección a los buenos y a los maleados. - Argumentos contra el proyecto. - Breve noticia sobre el nacimiento del CENTRO, su desarrollo y su estado en 1878. - Conclusión. - Dos palabras no más a las señoras españolas.

SEXTA PARTE

Apéndices.

Preámbulo del proyecto publicado en 1876. - Estatutos para el CENTRO tal cual se va a plantear en Valencia, y reglamento para la sección del servicio doméstico. - Carta que las señoras valencianas dirigen a sus amigas invitándolas a cooperar a la fundación del CENTRO.

Tal es el esqueleto de este libro, al que da vida un gran conocimiento del asunto, tratado con razón, con vehemencia, con valentía, y aun diríamos con intrepidez; porque el Sr. de la T. se entra resueltamente por las cuestiones, sin temor de disgustar a aquellos a quienes se dirige. Desgraciadamente, el triste relato es histórico; el lector se dice a cada página: Es verdad; y el haber reunido tantas dolorosas verdades y llamado la atención sobre ellas, constituye la principal utilidad y mérito de la obra, que puede resumirse así:

La inmoralidad del servicio doméstico, de las relaciones entre amos y criados, constituye una gran llaga social, una llaga verdaderamente cancerosa. El mal va en aumento, y si no se leal pone pronto y eficaz remedio, llegará a ser intolerable, y el servicio doméstico imposible. En el daño que unos a otros se hacen, amos y criados, corrompiéndose mutuamente, hay graves perjuicios de todas clases, y los económicos, con ser grandes, son los menores, y casi podría decirse insignificantes, comparados con los que resultan para la salud del cuerpo y para la del alma. La miseria, la ignorancia, la falta de religión, el egoísmo, el desconocimiento de los deberes, su olvido o su desprecio, la falta de justicia y de caridad, son las causas de mal tan grave. Los que principalmente pueden ponerle remedio son los que tienen más medios intelectuales, morales y materiales, los que contribuyen más a él por no emplear bien estos medios, es decir, los amos. A los amos compete, pues, la gran iniciativa de la reforma, y suya será la mayor responsabilidad si no se realiza.

Tal es, en resumen, este libro; con decir lo que todos sabemos, es original; su originalidad consiste precisamente en la idea de escribir lo que todo el mundo sabe, sin reflexionar sobre ello, para servir de estímulo a que todo el mundo reflexione. Se dice: El servicio está malo, como se dice; Hace mucho frío o mucho calor, y como si fuera cosa de que nadie tiene culpa, y a que ninguno puede poner remedio. El Sr. de la T. consigna el hecho, de todos sabido, del mal estado del servicio doméstico; pero en vez de aceptarlo fatalmente como un daño irremediable, le analiza, investiga su origen y propone el remedio. El remedio, como hemos indicado, consiste en dar instrucción religiosa, moral y literaria a los criados, en darlos amparo cuando lo necesiten, y siempre buen ejemplo: es decir, que la reforma de los servidores tiene por condición la de los servidos.

Este pensamiento, que por su magnitud parecerá ilusorio a los imposibilistas, se presenta con el prestigio de un principio de ejecución, cosa que debe abonarle en gran manera para con los que tienen más propensión a ver las dificultades y los medios de vencerlas, y que lleva para todos la autoridad del buen ejemplo. El Sr. de la T. quería que el Centro protector de la mujer se estableciese en Madrid, y parecía lo natural; pero así como los mecánicos saben que el centro de gravedad no coincide siempre con el geométrico, las personas benéficas no ignoran que los centros caritativos no son siempre los políticos o administrativos, sino que estándonde forman foco la compasión de los corazones piadosos y el conocimiento de las inteligencias ilustradas: este foco, en el caso presente, se halla en Valencia, dicho sea en honor suyo y para ejemplo, y ojalá sea imitado por otras poblaciones. Allí va a establecerse un Instituto que forma parte del pensamiento más vasto del Centro protector de la mujer, Instituto que se propone auxiliar y dirigir a las sirvientas honradas, para evitar que dejen de serlo; no pudiendo atender a la vez a todas las necesidades, se ha pensado, con muy buen acuerdo, que era más útil y más fácil evitar la caída que levantar a las que habían caído ya.

Por la grande importancia que tienen la instrucción de la mujer y la protección de que tanto necesita y rara vez halla, desearíamos que la institución de que vamos hablando se extendiera, no sólo a las grandes capitales, sino aun a las poblaciones de corto vecindario, porque en todas está desmoralizado el servicio doméstico y se siente la necesidad de buscar remedio a ente grave mal. Para esto nos atrevemos a insinuar al Sr. de la T. si convendría modificar o adicionar el reglamento por que ha de regirse el Instituto de Valencia, el cual necesita medios que no puede haber en pueblos pequeños. Es más: aun disponiendo de recursos, si la regla no se hace más flexible, no podrá adaptarse sino a reducido número de localidades. ¿Por qué no funciona ya el Instituto valenciano moralizador del servicio doméstico? Porque ha de estar servido por religiosas y no las hay disponibles; en el momento que ellas digan vamos, se abrirá; pero no lo han dicho, y entretanto el beneficio se aplaza. Y si, como sería de desear, la idea cunde, y si otras dos, otras cuatro u otras veinte poblaciones trataran de ponerla por obra, hallarían una dificultad insuperable en la falta de religiosas que cooperasen a ella. Si no las hay para una fundación, ¿cómo podría haberlas para varias o para muchas?

Tanto por este motivo, como porque en pueblos de corto vecindario no pueden plantearse Institutos tan en grande como supone el servicio de las religiosas, convendría, como dejamos indicado, dar mayor latitud y elasticidad a la institución para que se extendiera tanto como es de desear. Donde no se pueda proporcionar alguna instrucción a las sirvientas, que al menos hallen albergue barato y honrado; que donde ni aun esto pueda lograrse, puedan tener protección, Y algún freno contra las pasiones propias, y alguna defensa contra las ajenas. Que a los agentes inmorales, y aun criminales de que con tanto conocimiento de causa habla el Sr. de la T., se sustituyeran agencias caritativas, a las cuales transmitieran una parte de su autoridad los padres de las sirvientas, para que éstas, jóvenes, casi niñas, no se hallaran en medio de una población desconocida, emancipadas de toda autoridad, libres de todo freno, privadas de toda guía, faltas de todo apoyo, y en una situación tal, que lo admirable no es que se pierdan, sino que se salven. Habría que llamar fuertemente la atención de los padres, que son los primeros causantes de la perdición de sus hijas; ellos, que las envían solas y desamparadas, jóvenes y débiles, a ciudades o villas donde no tienen ni buscan quien las ampare, donde saben que hallarán peligros de todas clases y ningún medio de conjurarlos, donde no preguntan: ¿A quién servirá mi hija, será familia honrada?, sino: ¿Cuánto ganará, podrá enviarnos algo?

Trátase, pues, de salvar un número mayor o, menor de sirvientas, pero tan grande como sea posible, y para esto, de protegerlas y guiarlas en la medida de los medios de que se disponga, adaptando a ellos la protección. Que las criadas que no estén desmoralizadas no vayan a casas donde puedan desmoralizarse, ni salir de ellas por su capricho, sin consultar con sus padres o tutores, o personas que los representen; donde no se pueda hacer más, que se hiciera al menos esto.

Nos vamos a permitir una indicación al señor de la T. Su libro El servicio doméstico nos parece que debe tener segunda parte, que, aunque fuera más breve, no sería menos importante. La primera se dirige principalmente a los amos; la segunda se dirigiría a los criados y a sus padres.

Hechas estas breves observaciones sobre el libro del Sr. de la T. y la obra de caridad y de justicia que promueve, en otro artículo manifestaremos nuestra opinión sobre el servicio doméstico considerado en su esencia, y más bien respecto al porvenir que al presente.

No es nuestro ánimo investigar si antes eran tan buenos los criados y tan excelentes los amos como muchos aseguran, si la inmoralidad del servicio doméstico es de fecha reciente, ni


«Como a nuestro parecer
Cualquiera tiempo pasado
Fue mejor.»



Tratemos del tiempo presente y del porvenir, o investiguemos si con los elementos que hoy existen, y con los que existirán probablemente en lo futuro, pueden armonizarse moralmente las relaciones entre amos y criados, o de otro modo, si puede haber moralidad en el servicio doméstico. Nosotros afirmamos resueltamente que no, y que sólo por excepción, y con mucho trabajo y dificultad, se logrará que sean morales las relaciones entre amos y criados.

El criado es una persona extraña, que pasa inmediatamente o ser hostil, y que, sin formar parte de la familia, vive en ella y en comunidad de muchas cosas; sabe las interioridades, conoce o adivina los secretos; no se le ocultan ni las faltas ni las debilidades, y las suyas se hacen bien pronto patentes a la familia. Sabido es que todos tenemos defectos, que en la vida íntima se manifiestan y entrechocan a todas horas, y que el se toleran, y a pesar de ellos existe armonía, es porque la establecen el cariño y el respeto, especie de resorte de elasticidad infinita que amortigua todos los choques. Añádase que en los individuos de una familia son comunes la honra, los intereses y hasta las vanidades y preocupaciones; de manera que además de los defectos que se toleran, están los que no se ven, aquellos de que se participa o de que se piensa sacar utilidad.

Con los defectos del criado sucede todo lo contrario: lejos de ocultarlos o aminorarlos el cariño, los abulta el egoísmo; no hay participación en ellos, sino perjuicio, y como a él le acontece lo propio con los del amo, resulta un motivo permanente inevitable de hostilidad: los defectos que no se pueden ocultar ni tolerar.

Según el modo de proveer en la actualidad a las necesidades materiales domésticas, el servicio del criado se necesita a todas horas, a todos los minutos; que tarde un poco más en asear tal habitación, en condimentar tal plato, en volver de tal recado, y toda la casa se trastorna: es el criado una rueda que engrana con todas, y si no gira muy acompasadamente, todo el mecanismo se descompone. Tanto como la cuenta de los reales, se le ajusta la de las horas; por minutos, y mirando el reloj, se calcula lo que debe tardar en hacer tal labor o volver de tal recado. De aquí resulta que el criado ha de moverse con una regularidad mecánica, que ha de ser una especie de máquina, cuyos motores son la voluntad del amo y las imprescindibles necesidades de la casa. Contribuye a mecanizarle el diferente modo de ser del servidor y el servido; éste tiene gustos, hábitos, necesidades que aquél desconoce, de modo que debe limitarse a hacer lo que le mandan, porque, cuando hace algo por propia iniciativa, es raro que no haga un disparate.

El servicio doméstico es, pues, servidumbre, que sería parecida a la esclavitud si no se aceptara libremente: en la libertad de esta aceptación hay, no obstante, algo de ilusorio, porque quien necesita servir, puede dejar éste, aquél o el otro amo, pero tiene que aceptar un amo, que por bueno que sea no puede cambiar la naturaleza de las cosas, ni evitar que el sirviente se mecanice, ni la sugestión servil del criado. Éste al mismo tiempo quiere libertad, que para él, como para todos los esclavos, es licencia; de libertad y de igualdad lee y oye hablar; todos los hombres son iguales en derechos, y él entiende por derechos, goces y comodidades; él tiene o debe tener voto para nombrar diputados y concejales; la soberanía reside en el pueblo, participa, forma parte de ella, es o debe ser ciudadano; alguien le ha dicho algo de derechos naturales, imprescriptibles, de autonomía, de dignidad humana, y estas palabras de libertad y de derecho, de dignidad y de justicia, suenan bien aun a los que no son capaces de definirlas, como la buena música es grata aunque se cante con letra de lengua desconocida. Donde quiera que hay ocupación, aunque sea poco productiva, se prefiere al servicio doméstico, que se ha echado a perder con las fábricas, donde las hay, según dicen los amos. Éstos no comprenden que se prefiera la libertad a las comodidades de su casa, ni los criados, que a toda costa no se huya de la servidumbre.

Dadas las condiciones del servicio doméstico, inevitables mientras esté organizado, no sirven sino los que absolutamente no tienen otro remedio (frase gráfica que expresa cómo el servir se considera como un mal), y su trabajo puede considerarse como forzado.

Entre el amo que no comprende que los pobres tengan aspiraciones a la libertad y que juzga que debe estar muy contento en su casa, y el criado que quiere ser libre y tiene su condición de servidor por intolerable; entre el amo que le parece la cosa más natural del mundo suprimir la personalidad del criado, y éste que quiere ser persona, no hay armonía posible: están unidos como cuerpos heterogéneos que se separan tan pronto como cesa la presión de la necesidad. Segundo motivo permanente de hostilidad inevitable: la condición servil del servicio doméstico y las aspiraciones de ser libre del servidor.

Pero es mutua la dependencia forzosa del servidor y el servido; éste la comprende, llama al sirviente enemigo no excusado, y vive con este enemigo, y le busca porque le necesita, porque no puede pasar sin él. ¡Qué trastorno en una casa cuando falta el criado, sobre todo si, como es la regla general, no hay más que uno! ¡Las habitaciones sin asear, las camas por hacer y sin condimentar la comida! Aprisa, aprisa la asistenta. Una no parece, otra está ocupada. Al fin se encuentra una, y viene la que no se quería llamar. ¡Las asistentas! ¡Con decir que son mucho peores que las criadas! Pero ¡qué remedio! alguien ha de hacer las cosas. Y en efecto, para que alguno las haga se entra en casa a cualquiera, y por despedir la asistenta cuanto antes o no tener que llamarla, se pasa a la criada lo que tal vez no es pasable, y esta especie de coacción impuesta por las necesidades materiales, agría contra los que son instrumentes de ella. Como el criado al amo, el amo sufre al criado porque no tiene otro remedio; ¡si pudiera pasarse sin él! Pero no puede, y esta dependencia mutua, como es material y forzosa, constituye en el fondo una verdadera esclavitud, siendo otra causa inevitable de hostilidad permanente el que amos y criados, sin poder tolerarse, tengan que sufrirse.

Las prevenciones y odios de clase se refuerzan, lejos de atenuarse, en las relaciones del servicio doméstico. El que predica filantropía y derechos y fraternidad, es duro, tiránico o imperioso con sus criados; el que se escandaliza en público de lo que es o él llama ataque a la religión, vive en su casa como si no la tuviera; el que públicamente habla mucho de probidad y de honra, tiene muy poca cuenta con ellas en la vida privada, y los hijos del pueblo, cuyas virtudes se encarecen por sus tribunos, son el servidor, holgazán, torpe, vicioso, poco fiel, y la servidora sucia, sisadora y liviana.

Al servido le parece que paga muy cara tanta torpeza y desidia; al servidor, que da muy barata tanta sujeción; el servido quisiera que sus cosas las mirara como propias el servidor; éste no encuentra ninguna razón para no considerarlas como extrañas; el servido, no inspirando generalmente respeto, para evitar la familiaridad, si no usa de altanería, se encierra en una reserva en que siempre hay algo de desdeñoso; el servidor, sin notar que abusa casi siempre de la llaneza, se ofende de lo que llama orgullo, aunque tal vez no sea más que circunspección; el servido ve como personificadas en el servidor las necesidades materiales de la vida que siempre le molestan, que a veces lo abruman; él es el que dice que tal cosa se rompió, que tal otra se ha inutilizado, que ésta se ha concluido y aquélla hace falta; anuncia la necesidad de gastos, que es ser portador de malas nuevas, y ciertamente no se le dan albricias; la mala impresión que produce, aun cuando no se le signifique, que a veces se le manifiesta le parece la injusticia más extravagante, aunque nosiempre lo sea, aunque él pudo hacer que las cosas no se acabaran tan pronto o anunciar con menos inoportunidad que se habían acabado. En el alejamiento moral y la proximidad material de amos y criados, éstos tienen que ser necesariamente inoportunos. ¿Qué saben ellos de lo que les pasa a los señores, ni qué les importa?

El hombre del pueblo sabe que los ricos disfrutan goces y comodidades de que él carece; pero no tiene idea de los refinamientos del lujo, que conoce por el servicio doméstico, y que ponen más en relieve la desigualdad de condiciones, tan desacorde, a su parecer, con la igualdad de derechos.

De todo esto resulta que en las relaciones del servicio doméstico hay choques, divergencias, importunidades, mortificaciones, injusticias continuas; resulta que, viéndose servidores y servidos por el lado menos favorable, se parecen en realidad peores de lo que son; resulta que se tratan mutuamente con menos cordialidad, a veces hasta con menos humanidad que la que tienen unas con otras las personas de distinta posicial social; resulta que el criado hace comparaciones muy de cerca que redundan en perjuicio de la buena armonía, y resulta, en fin, una causa más de hostilidad entre dos clases que, al acercarse materialmente, se han alejado moralmente más de lo que estaban.

El criado sin educación, de maneras y palabras groseras, y con frecuencia obscenas, un enemigo de la inocencia de los niños y un peligro para su pureza y castidad.

Los señores generosos e imprudentes regalan su ropa usada a los criados, tienen vanidad a veces en que vistan casi como ellos; les dan las aspiraciones del trajo y hábitos de lujo, creando el peligroso y ridículo tipo del majo que pretende ser elegante y de la fregatriz con vestido de seda. De la vanidad combinada de servidos y servidores, de las aspiraciones que se despiertan en éstos, de las comodidades que se acostumbran a disfrutar, de la alimentación tanto mejor que la que tenían en su casa y de la que habrán de tener cuando vuelvan a ella o formen una nueva familia, de todo esto resultan inconvenientes gravísimos, perturbaciones morales y materiales y hasta verdaderos trastornos producidos por alternativas bruscas de goces y privaciones, y de adquirir necesidades y no medios de satisfacerlas.

Todas estas causas permanentes de hostilidad, todos estos desacuerdos esenciales, todos estos males, con ser grandes, son los menores que consigo lleva el servicio dóméstico; los más graves consisten en las relaciones continuas o íntimas de personas jóvenes, extrañas, de diferente sexo y distinta posición social. Un criado no es un hombre para una señora o una señorita; pero una criada suele ser una mujer para un señor o un señorito, y cuando esto sucede no hay circunstancia que no sea favorable para la desmoralización de todos. La casa donde hay niños y jóvenes, que debía ser un sagrado, se profana al entrar en ella una criada o un criado que, aunque no fueran groseros, como suelen serlo, aunque no estuvieran corrompidos, como suelen estarlo, nada más que por el hecho de ser extraños, son un elemento de inmoralidad y empañan la pureza que debe respirarse en una casa honesta. Hay necesidad de correr un velo púdico sobre este asunto, pero afirmando que el servicio doméstico es un elemento eficaz o inevitable de deshonestidad, que es esencialmente inmoral y que el hogar no puede ser sagrado mientras los extraños le profanen.

Después del daño moral, que es el más lamentable, viene el económico, también muy grave: el servicio doméstico es cosa muy cara; su coste excede, por lo general y a los medios del que le sostiene, y de aquí resultan los apuros pecuniarios, las luchas entre la necesidad y la probidad, de que no siempre sale ésta triunfante, y cuando menos, la imposibilidad de hacer economías en situaciones en que eran necesarias y podían realizarse.

Poniendo el caso menos desfavorable y más general de no tener más que una criada, entre lo que sisa, lo que malgasta y destroza y lo que come y cobra de salario, puede calcularse que constituye la manutención de tres personas. A los que no tengan experiencia les parecerá el cálculo exagerado; a los que la tengan, no. Se dirá: pero moralicese el servicio para que no haya sisa, ni derroche, ni destrozo; bien está que se intente, y necesario es intentarlo, para poner al mal algún coto; pero como moralizar los criados sigínifica haber moralizado antes los amos; como supone una completa regeneración social; como el servicio doméstico es esencialmente perturbador del buen orden de las familias, sólo por excepción podrá no causar en ellas un gran daño moral y perjuicio económico.

Y éste no consiste sólo en el gasto, derroche y fraude de la criada, sino en la mala organización del servicio. Comprar pequeñas cantidades de alimento, cocerlas, condimentarlas y cuidarlas cada uno separadamente, produce pérdidas grandes de tiempo, de combustible y considerable aumento de precio. Si en vez de una comida se hicieran cincuenta, ciento o mil, en proporción de su número iría creciendo la baratura, y podría reducirse la manutención a un coste mucho menor del que hoy tiene. Todos los progresos de la civilización tienden a facilitar la radical reforma moralizadora de suprimir el servicio doméstico, que dificultan cada día más, entre otras causas, el espíritu de libertad de los sirvientes, su personalismo y su dignidad crecientes.

A medida que las naciones se civilizan, aumenta el número de las cosas que se llevan o pueden llevarse a domicilio. El agua, la luz, el calor, en pueblos muy cultos, están a disposición del que los paga, y que, con abrir una llave, se alumbra, se calienta y bebe y se asea mejor y más barato que por medio de sirvientes. La poca fidelidad de éstos hace que en muchas partes lleven los vendedores los comestibles a domicilio; un paso más, y se lleva la comida hecha, y el servicio doméstico puede suprimirse. Realizando grandes ganancias, un especulador podría dar de comer a gran número de familias mejor y más barato de lo que hoy comen servidas por la criada, aun cuando fuera fiel y económica. Además, como hay asociaciones cooperativas para el consumo, podría haberlas para el condimento, resultando economías que hoy parecerían fabulosas, pero que algún día se realizarán indudablemente. Esto no exige más que romper con hábitos y rutinas (que no es poco) y alguna inteligencia, porque ni aun necesitaría más cuidado y trabajo, ni tanto. ¿Por ventura es poco el que se tiene con la criada para vigilarla, irle a la mano en sisas y despilfarros? Y a pesar de él, ¿no es lo general que condimente mal la comida que no sabe condimentar bien, descuidándose, además, o no pudiendo atender a ella porque tiene otros quehaceres? No es cuestionable que se comería mejor y más barato haciendo la comida en grande; y en cuanto a las dificultades que pueden ocurrir para el modo de servirla a domicilio, son muy fáciles de vencer.

Pero se dirá: la criada no hace sólo la comida,sino que asea la casa. Cierto, y al tratar del servicio doméstico nos hallamos con los hábitos, no laudables, de la clase media, y aun de aquella que inmediatamente está tocando al pueblo. Se presentan cuatro casos respecto a ella:

1.º Las familias muy desahogadas que no necesitan ocuparse de ningún trabajo de la casa.

2.º Las familias que, por debilidad física o quehaceres, no pueden ocuparse de faenas domésticas.

3.º Las familias con pocos recursos, que pueden y deben hacer los trabajos de casa y no los hacen.

4.º Las familias que, sin ser ricas, están en buena posición, podrían tener servicio para las labores de casa, sin que fuera doméstico. Lo que constituye la esclavitud de los amos es la necesidad urgente de hacer la comida; lo que constituye la inmoralidad del servicio, es que se haga por mujeres jóvenes, con la tentación continua de la sisa y otras, y que estas muchachas vivan en casa. Cuando sólo se trate de asearla, basta una mujer de edad que esté el tiempo necesario y que se vaya después: este tiempo y todas las demás condiciones variarían con las de la familia; pero siempre sobre la base de que la servidora no podría imponerse porque no era indispensable, ni podía sisar, ni desmoralizar la familia. Cuando en ésta hubiera niños pequeños, podría ser necesario el servicio doméstico; pero, además de que esto es la excepción, la niñera sería siempre una mujer de edad, como es lo racional, por infinitas razones, y tantas, que parece imposible se desatiendan.

El segundo caso entra en el primero para la práctica; simplificado el servicio de la casa, suprimida la cocinera, que es la rueda catalina, siempre descompuesta, y la mujer joven, extraño elemento constantemente perturbador, en la familia donde por enfermedad u ocupación no hubiera posibilidad de dedicarse a los trabajos materiales, podrían desempeñarlos personas extrañas, siempre sobre la base de reducir todo lo posible el servicio doméstico y emplear para él personas de edad.

Queda el tercer caso, el más numeroso, el de las familias que razonablemente no pueden tener servicio doméstico, porque sus medios no lo consienten, y que lo tienen, no obstante, a costa de privaciones y de ruina. Un hacendado con poca renta, un empleado con poco sueldo, un industrial o comerciante que gana lo preciso para vivir estrechamente, un literato o profesor que apenas pueden vivir, etc., etc., todos tienen criada. Sus mujeres y sus hijas no han recibido educación literaria, apenas saben escribir, leer y contar, no son capaces de auxiliarlos en sus ocupaciones, y al mismo tiempo desdeñan los materiales de la casa, y se creen rebajadas si barren, van a la cocina o salen a abrir la puerta. Así hay miles de señoritas pobres que arruinan a sus padres, y que se quedan en orgullosa miseria cuando éstos mueren o vienen a menos por cualquier motivo. Este mal viene de atrás; pero los que miran a adelante, deben llamar sobre él la atención para que se piense en ponerle remedio, porque es grave.

En España las mujeres de buena clase ni se dedican a trabajos mentales ni a los materiales; en aquéllos se suponen inconvenientes y peligros, en éstos mengua. Para lo primero, entre otras equivocaciones, se ha padecido la de equivocar la ignorancia con la inocencia; para lo segundo, se ha trasladado al trabajo el desprecio que inspira el trabajador, creyendo, equivocadamente, que una señora que va a la cocina y que friega, puede ser una fregona. No es posible la regeneración necesaria y urgente de la clase media, que es el nervio de la sociedad, sin que la mujer suba en el orden intelectual y baje en el material, lo cual no tiene nada de contradictorio. No hay ningún trabajo vil, puede haberlos más o menos sucios, y hasta éstos los asea la pulcritud del trabajador. Las señoras fuera de España, donde tienen más educación intelectual, son también más mujeres de su casa, y porque dibujen y toquen el piano, etc., no dejan de ir a la cocina ni de saber guisar. Fuerte enemigo es, pero hay que combatirle; fuerte enemigo es la doble preocupación de que la mujer de buena clase no ha de entender de las cosas del espíritu ni de las materiales, y se la ha de llamar marisabidilla si estudia, y fregona si es hacendosa. Ha de ser la señorita pobre ignorante, inútil y desdichada, que retrae al hombre de formar una familia, o le hace arrepentirse de haberla formado.

El espíritu y el cuerpo, hechura de Dios, son nobles entrambos: no son peligrosas las cosas espirituales, ni las materiales viles; la obra de la inteligencia y de la mano, buenas y dignas obras son cuando al bien van encaminadas. Cese el desdén absurdo, injusto y perjudicialísimo, por las obras manuales, y ese temor de que la gimnasia de la inteligencia pueda debilitar el ánimo de la mujer. La joven no se rebaja por barrer, ni se desmoraliza por estudiar; lo inmoral y degradante es ser una carga para sus padres, pudiendo ser un auxilio, y llevar a la familia que forme, hábitos y necesidades que no estarán en armonía con sus medios, y que pondrán a duras pruebas la paciencia y la probidad de su marido. De todo esto, la principal culpa, casi diríamos que toda, está en los hombres, que no pagan toda la pena, ni la mayor parte: ellos organizan la sociedad; ellos distribuyen el elogio y el vituperio, el incienso y el ridículo; ellos han convertido maniquíes en ídolos y formádose ideales que fueron siempre absurdos y ahora son imposibles.

Suprimida que fuera la cocina, se facilitaba mucho la supresión de la criada, con lo cual la mayoría de las familias que hoy la tienen dejarían de vivir con apuros, y al destruir un elemento de ruina, destruirían también una causa poderosísima de desmoralización. Las labores domésticas que no son la comida, pueden desempeñarlas las señoras de cualquiera casa siempre que disfruten salud, y con ventaja de ella, y si necesitaban algún auxilio exterior, sería muy pequeño y barato.

La gente muy rica que tiene grandes casas y boato, ¿cómo ha de pasar sin servidores domésticos? De ningún modo; pero la gente rica es la excepción; el mal, limitado a ella, se reduciría muchísimo, y los ricos tendrían un elemento de desmoralización y una desdicha más: la de tener criados. Tendrían salones dorados, pero no hogar sagrado como las personas de más modesta fortuna, y cuando se viesen bien en relieve las ventajas de lo uno y los inconvenientes de lo otro, la medianía parecería aún más envidiable.

Claro está que necesitamos personas que nos presten servicios de muchas clases, como nosotros se los prestamos a ellas; pero sobre que en casa se pierde mucho tiempo, sobre que hay un desdén injusto respecto de las labores materiales, no se trata precisamente de que todos las hagan todas, sino de que no vivan en familia los extraños que han de hacerlas. ¡Qué diferencia de la cordialidad, y hasta de las formas exteriores, con que tratamos al industrial, al jornalero que presta un servicio, y de la manera como se mira y el tono que se emplea con un criado!

Analizando, se comprenden bien las causas inevitables y permanentes de la hostilidad y desmoralización mutua entre amos y criados, y por doquiera se ven hechos de mucho bulto, que ponen de manifiesto la inmoralidad del servicio doméstico. Se dice, por ejemplo, que la miseria y la ignorancia son la causa de la prostitución, y sin que nosotros digamos lo contrario, vemos que en París la estadística de las prostitutas manifiesta que la clase que da mayor número es la de mujeres sin ocupación ni recursos, o inmediatamente después las dedicadas al servicio doméstico, que no sólo tienen cubiertas todas sus necesidades materiales, sino que aun pueden realizar muchos ahorros. Este dato es elocuente y prueba que el bienestar material que en otras clases pone a cubierto la honestidad de las mujeres, en las sirvientas no hasta a contrarrestar los muchos elementos de desmoralización que las corrompen.

De todo esto hay excepciones, y podría haber más, y debe trabajarse para que las haya; pero la regla nos parece la que hemos indicado.

No creemos que la supresión del servicio doméstico para la gran mayoría de las familias que hoy tienen criada, puede llevarse a cabo este año ni el que viene, ni en muchos; se necesitan cosas que no existen, y cambios de hábitos y opiniones que no se verifican sino muy lentamente. Así, el trabajo de moralizar el servicio doméstico es hoy obra meritoria e indispensable; es la necesidad urgente del momento; importa mucho que las criadas honradas sirvan en casas que lo son, para limitar el mal que no puede extirparse; que amos corrompidos no pierdan muchachas honestas, ni mujeres perdidas contaminen familias virtuosas. Es esta empresa altamente benéfica y necesaria, y cualquiera instituto o asociación que a ella se dedique, buena obra hace, y digna de ser aplaudida e imitada. Pero al mismo tiempo que se atiende a las necesidades del presente, debemos comprender las condiciones del porvenir y prepararle; debemos dirigir nuestros esfuerzos contra los obstáculos que pueden vencerse, y no contra aquellos que son insuperables.

A nuestro parecer, el problema para lo futuro no es moralizar el servicio doméstico, sino suprimirlo.

Gijón, 4 de Noviembre de 1878.




ArribaAbajoEl correccional de los jóvenes delincuentes

Leemos en un periódico:

«La Junta general de patronos para la construcción de un correccional de jóvenes delincuentes ha acordado ayer disolverse, renunciando a su empresa y devolviendo a los sucriptores las cuotas y donativos con que habían hasta aquí contribuido. La resolución es desconsoladora, y más si se tienen en cuenta los motivos en que se funda. El país ha permanecido sordo a las excitaciones dirigidas a la iniciativa individual. Todo el mundo ha aprobado la idea; todos han comprendido la necesidad de este establecimiento y han tributado aplausos a sus iniciadores; pero cuando se ha tratado de contribuir, han sido muy pocos los que han cooperado a la benéfica obra.

» Necesitándose 100.000 duros, sólo han podido reunirse con inmensos trabajos 20.000. El país está acostumbrado a que lo haga todo el Gobierno, y aun en empresas tan bien acogidas por la opinión y de utilidad tan manifiesta, fracasan los generosos esfuerzos que parten de los particulares. La Junta se ha visto obligada a dar por concluida su misión y a devolver el dinero a los que contribuyeron.

»El Sr. Lastres, a quien cabe la honra de haber iniciado los proyectos y los trabajos para el correccional de jóvenes delincuentes, propuso a sus compañeros en sentidas frases que se fijara un plazo de cuatro meses para ver si aún respondía el país a un último llamamiento de la Junta. Pero ésta creyó inútil dilatar más tiempo su disolución, que considera como inevitable, y resolvió desde luego enajenar los terrenos adquiridos para reintegrar a los donadores.»

Con profundo pesar hemos sabido la noticia que antecede, que ha venido a desvanecer una esperanza que parecía fundada. Desde el rincón en que escribimos, y sin conocer bien la situación de la Junta de patronos del correccional de jóvenes, sería temeridad censurar su acuerdo, temeridad en que nunca podríamos incurrir, y mucho menos estando más dispuestos que a la censura, al elogio. Cordiales los merece esa reunión de personas que ha dado en una buena obra muchos buenos ejemplos, ocupándose de la suerte de los jóvenes extraviados para evitar que sean hombres perversos, llevando a la práctica resueltamente cuestiones de que apenas hay teoría entre nosotros, y haciendo un llamamiento a la iniciativa y cooperación individual, aquí donde se espera que lo haga todo el Gobierno. Los que sabemos con qué indiferencia recibe el público los llamamientos para las buenas obras en general, y los que se refieren a prisiones en particular, comprendemos la actividad y celo que ha necesitado desplegar la Junta de patronos para reunir 20.000 duros. Grande es su merecimiento, grande la gratitud que nos inspira, y grande también la pena al verla desaparecer, dejando en vez de una esperanza un desconsuelo, y que para muchos vendrá a ser un escarmiento.

Respetamos los motivos que ha podido tener para la resolución tomada; desde luego creemos que serán graves. Pero ¿ha tenido presentes todos los que había para no tomarla, y el daño que resultará de semejante acuerdo? Ahí quedará para desalentar a los tibios, para autorizar a los egoístas, para oponerse a los que desean el bien con vehemencia, como una prueba de que en España es imposible llevar a cabo ninguna grande obra benéfica. Los amigos de lapidar la razón arrojándole hechos, se apoderarán de éste, y cuando razonemos y pidamos y supliquemos, nos llamarán visionarios y soñadores, apoyándose en la realidad del fracaso de la Junta de patronos del correccional de jóvenes. No puede ocultarse a la caridad ilustrada de esta corporación que el mal que va a hacer con disolverse excede al bien de haberse reunido. Dirá: «Este mal es inevitable y no es obra nuestra, sino del público, que nos ha negado su indispensable cooperación.» Conviene investigar si es absolutamente cierto que el mal sea inevitable y si el público no ha hecho nada para evitarlo.

Debemos decir con la franqueza que debe reinar entre personas de buena voluntad, que el resultado obtenido por la Junta de patronos, lejos de desanimarnos, nos hubiera alentado. Dada la indiferencia con que en España se miran las cuestiones penitenciarias, y la falta de iniciativa individual, lejos de ver un descalabro en la suscripción de 20.000 duros, vemos un triunfo. Pero se dice: «Se necesitan 100.000.» ¿Y si no se necesitan? ¿Y si se pudiera empezar el establecimiento penitenciario más en pequeño y a medida de los fondos de que pudiera disponerse?

Esto es no sólo posible, sino que es fácil; es no sólo hacedero, sino conveniente; sería no sólo un recurso vista la escasez de fondos, sino una ventaja de no haber allegado más y vístose en la necesidad de sustituir un sistema, que seguramente no es el mejor, por otro que recibe la aprobación unánime de teóricos y prácticos. En vez de un correccional, establézcase una colonia agrícola, empiécese a establecer. Basta ver una lámina de las que representan la colonia de Metray, verdadero modelo de correccional para jóvenes delincuentes; basta ver aquella serie de pequeñas construcciones de chalets, de los cuales cada uno alberga una familia, para comprender que un establecimiento análogo puede empezarse con pocos recursos, y como se empezara bien, no cabe duda de que se continuaría, porque los resultados harían la obra simpática y querida de todos los amantes del bien. La Corona posee terrenos extensos, que poco o nada lo producen, en El Pardo, la Casa de Campo, El Escorial, Aranjuez, y tal vez sería fácil interesar al Rey para que cediera el necesario para la colonia correccional. Ninguna obra podía hacer mejor, ninguna que ilustrase más su reinado; y mientras miserables aduladores le ocultan o desfiguran la verdad sin faltar a ella, podrian las personas honradas dirigirle elogios que le cansaran una satisfacción legítima como merecidos por el joven que desde el trono había dado la mano a jóvenes necesitados de protección y guía, interponiéndose entre ellos y la prisión corruptora, y evitando que la primera falta condujera al último crimen.

Una vez lograda la concesión, gratuita o mediante un módico canon, del terreno necesario para la colonia, con los 20.000 duros se empezaría la construcción de los chalets, albergando el número de familias que pudieran admitirse.

Que la Junta de patronos, en vez de disolverse, se reuna y trabaje con más ahinco; en vez de devolver a los donantes sus donativos, los emplee en dar principio a una buena obra que el tiempo determinará, y en ofrecer un buen ejemplo que no se presentará en vano. Se lo pedimos, se lo rogamos, se lo suplicamos con pena en el corazón y lágrimas en los ojos. Nuestra súplica, como nuestra, valdría poco, no valdría nada, pero la hacemos en nombre de míseras criaturas, que la desgracia, acaso más que la culpa, ha puesto en el camino del mal; de caídos, que para hundirse o levantarse no han menester más que el abandono o el auxilio; de jóvenes que están más, mucho más que en peligro de muerte, porque están en peligro de crimen.

En nombre de Dios y por el amor de nuestros hijos, si podéis,¡salvadlos!14

Gijón, 19 de Diciembre de 1878




ArribaAbajoEl honor y la moral

La opinión no está siempre de acuerdo con las leyes, ni las leyes y la opinión con la moral, de donde resultan delincuentes honrados, virtudes que se desprecian, maldades que se aplauden, escollos para la probidad y conflictos para la conciencia.

Son bastantes las acciones honradas que se reprueban, y más todavía los hechos reprobables que la opinión pública sanciona, contribuyendo a ellos directa y eficazmente. Esta falta de rectitud en los fallos de este gran juez irresponsable, depende en parte de entendimientos obcecados, en parte de voluntades torcidas.

La ciencia de la moral es de las más atrasadas, y no puede avanzar como otras rápidamente, promoviendo con empeño su enseñanza. Los conocimientos de física y de historia natural pueden generalizarse si se dotan bien gran número de profesores y tienen las cátedras aparatos y objetos de demostración y los alumnos ventajas en aprender lo que allí se enseña. Con una cantidad de dinero dada, una suma de ciencia conocida y sabiendo los premios que se darán al que la adquiera, se pueden calcular muy aproximadamente los Progresos de las matemáticas y de la química, pero con todo esto no se puede hacer el cálculo de lo que adelantará la ciencia moral. En ella, para que el profesor tenga autoridad no basta que sepa, es necesario que practique, y lo que es todavía más grave, para que los discípulos comprendan, es necesario que practiquen también, porque el hábito de hollar los deberes llega a dificultar, a imposibilitar el conocimiento del deber. Las severas reglas de la virtud no sólo son impracticables para el hombre depravado, sino que muchas veces son incomprensibles; de la iniquidad suben como vapores densos que obscurecen y conturban la razón, y las armonías de la voluntad y el entendimiento se ven patentes en la dificultad que tiene de comprender bien el que obra mal.

Uno u otro individuo puede parecer y aun ser excepción de esta regla; pero tomando grandes colectividades se ve que el conocimiento y la práctica de la moral no son cosas que pueden separarse, y que los deberes que no se practican se desconocen. Buscando hechos en corroboración de esta verdad, en España hay desgraciadamente muchos en que elegir. Citaremos lo que acontece en los delitos llamados políticos, que siendo graves, a veces gravísimas infracciones de la moral, se cometen porque se absuelven, y se absuelven porque se cometen, repercutiendo tan fuerte y continuamente el juicio sobre la acción, y la acción sobre el juicio, que no se sabe cuál influye más en lo mal que se juzga y en el mal que se hace.

Los progresos de la moral tienen que luchar con el error, con la pasión, con el vicio, con el interés, con la pereza, con el hábito, y, en fin, contra todo lo que puede ofuscar el entendimiento y torcer la voluntad. ¿Qué mucho que sean tan lentos? Deplorándolo, no nos desalentomos; luchamos en un reducido círculo los que podemos poco, en su ancha esfera los que tienen más poder. Cada buena acción que se realiza prepara el conocimiento de una verdad moral; cada verdad que se prueba facilita y guía por el camino del bien, y las ideas exactas y los bellos sentimientos han de poner fin a los conflictos del honor y de la virtud.

Para conseguirlo tal vez sería más eficaz que combatirlos en general, cogerlos uno a uno, analizarlos, ver de qué elementos se componen, de qué errores se sustentan, qué pasiones les dan impulsos, qué intereses los azuzan, y una vez conocida la naturaleza del mal, procurar su remedio. Esto vamos a intentar, no respecto a las contradicciones todas que puede haber entre la opinión y la moral, sino entre las que existenten en un caso particular, que llamaremos

EL HONOR DEL MARINO Y LA MORAL DEL HOMBRE. No ha mucho, con ocasión de una reciente desgracia, decía un vicio capitán de barco. «Yo no sé qué especie de gente somos nosotros; a los médicos se les mueren los enfermos, a los ingenieros se les vienen abajo las obras, los abogados pierden los pleitos, y ninguno se desespera ni se mata, y nosotros, si perdemos la embarcación, nos desesperamos y hasta nos damos la muerte.» En efecto; no es rara una honda perturbación y hasta el suicidio en personas responsables de un buque que se pierde. Todavía no se habrá olvidado en Gijón un hombre de honrada memoria, práctico de este puerto, que al entrar en él un barco se le perdió. Díjose sí había mandado mal, si no había maniobrado bien; en lo que no cabe duda es en que su ánimo se impresionó profundamente, en que, para servirnos de un dicho vulgar que se le aplicaba, no levantó cabeza desde entonces, y en que poco tiempo murió. Hombre excelente y pundonoroso, reciba nuestro buen recuerdo como humilde pero sentido homenaje. Los suicidas no lo merecen, pero sí compasión profunda, y mayor la inspiran todavía las personas que los amaban, de quienes eran el sostén y consuelo, que dejan en el dolor y el desamparo y que olvidaron sin duda, al sacrificar sus deberes de hombres, al mentido honor de marinos.

En el capitán de un barco que porque lo pierde se desespera y se mata, influyen circunstancias propias de su profesión y errores comunes a los que ejercen otras, y principalmente el muy generalizado y capital de hacer del honor y de la virtud no sólo dos cosas diferentes, sino en ocasiones opuestas. ¿No es una acción reprobable y reprobada por la moral, no es un verdadero crimen matar a un hombre o ponerle en el caso de que mate por una ofensa imaginaria o insignificante, a veces por una fruslería, a veces por una verdad que debiera inspirar el propósito de enmendarse y no de derramar la sangre del que la dice? Y, no obstante esta acción reprobable y reprobada por la moral, es exigida por la opinión que declara infame al que no infringe las leyes de Dios y de los hombres.

En el marino que se suicida, como en el hombre que acepta o provoca un duelo, influyen también el divorcio del honor y de la virtud, y los juicios insentatos y los fallos severos de la opinión. Él ve esta opinión lanzando injurias contra su buena fama, y no hallando otro medio de acallarla que arrojarle su cadáver, se le arroja. Entonces calla, tal vez siente un movimiento de piedad, pero pasajera, como obra más bien de la imaginación y del instinto que del amor y la justicia; suspende acaso sus diatribas contra el muerto, pero no es más recta respecto a los vivos, y continúa empujándolos para que se maten cuando ella, caprichosa y culpablemente, lo determine.

Después de la opinión pública, de esta influencia general, vienen las particulares que pesan sobre el ánimo del marino que se desespera.

Primeramente, el armador, cuyos intereses lastimados le disponen poco a la benevolencia; y como el prisma de una pasión o impresión fuerte cualquiera desvían la luz de la verdad y obscurecen las nociones de la justicia, sin faltar a ella creerá que puede arrojar de su servicio al capitán que califica de inepto o descuidado. Si le despide, para justificar su determinación tiene que acriminar más y más al que es víctima de ella; y se ha puesto ya en el caso de ser parte y juez, y en gran peligro de no ser justo. Armadores hay que conservan a su servicio al capitán que ha perdido un barco, ya porque esté bien probado que no hubo de su parte culpa alguna, ya porque en la duda le favorezca, ya porque, aun persuadidos de que fue descuidado o imprudente, se hacen cargo de que todos tenemos descuidos o imprudencias alguna vez. Como quiera que sea, y aun en el caso más favorable, el capitán de barco que le pierde y no es despedido, es raro que no se considere como quien recibe un favor, y que más o menos no se sienta humillado.

Después del armador está la gente de su profesión y los que con más o menos derecho se creen inteligentes en ella, y, séanlo o no, juzgan y condenan. Es fácil, cómodamente sentado en una butaca, trazar en un papel la dirección que debe seguir un barco; es fácil, desde la playa y sin peligro, calcular muy serenamente lo que debe hacer el que lucha con el mar embravecido; es fácil exigir de los otros lo que suponemos que haríamos en su lugar, suposición más veces sugerida por el amor propio que por la justicia; es fácil, recordando la provisión que se tuvo o el celo que se desplegó en muchas ocasiones, olvidar algún descuido o torpeza que pasaron desapercibidos, porque la buena suerte hizo que no tuviesen desgraciadas consecuencias; y de todas estas facilidades resulta la de condenar sin justicia y abrumar sin misericordia. Y no queremos suponer que haya piques, celos, rencillas, malquerencias o cálculos interesados para quitar de delante un hombre que molesta o estorba.

Viene luego la voz pública, y no decimos la opinión porque no pueden tenerla gentes ignorantes en la materia, pero que no por eso dejan de estar dispuestas a condenar al marino desgraciado. Es aquél un caso más de ligereza malévola, de esa propensión a dar crédito al mal que se dice de cualquiera y a dar curso al voto de los que ofenden, injurian y aun calumnian. La voz del que habla mal, no clama nunca en desierto; siempre halla oídos atentos y ecos prolongados. Cualquiera que sea el hombre y cualquiera que sea el motivo por que se le acusa, la acusación se repite sin investigar su fundamento, sin saberle, sin pensar siquiera que ignorándole no es permitido repetirla. Parece que no se puede murmurar ni acusar sin motivo; parece que los murmuradores y acusadores son impecables o infalibles, que no pueden engañar ni engañarse, según se les da crédito; y ellos, tantas veces propagadores del error o de la mentira, diríase que eran los divinos oráculos de la verdad. Esta masa, que cualquiera censor maneja y arroja sobre la persona censurada, es un arma terrible contra la justicia. Di mal, que algo queda; piensa mal, y acertarás, y otras horribles máximas parecidas, han sido formuladas por el sentido común contra el buen sentido y la buena conciencia, y en vista del hecho repetido de que la opinión, en vez de pedir pruebas al acusador, se las pide al acusado, siendo condenatorio el fallo que se apresura a dar como provisional y que, rara vez deja de ser definitivo.

A todo esto hay que añadir, si no se pone en primera línea el éxito, que según es bueno o malo, atrae el aplauso o la reprobación. En un artículo y por incidencia no se puede tratar un asunto tan grave como la influencia de los resultados en el juicio de los medios; pero es lo cierto que si un barco se salva por casualidad, no se acusa al capitán, y se le censura cuando por desgracia se pierde.

¿Qué se infiere de todos estos hechos? Que sin eximir al suicida de la gravísima responsabilidad en que ha incurrido, no puede dudarse de la complicidad que en su atentado tiene la opinión: él la ha temido más que a la muerte, y por eso ha atentado contra su vida. Sin duda ha pecado gravemente; sin duda debía haber hallado en su conciencia, en su razón, en sus afectos, fuerza para contrarrestar el desesperado impulso; sin duda debía estar preparado para el zumbido de la murmuración, como lo estaba para las ráfagas del huracán; sin eluda debía haberse afirmado en los sanos principios para no ser hombre al agua al primer fuerte vaivén de la fortuna; sin duda debiera haber comprendido que no hay verdadera honra en acogerse a la muerte para huir de las responsabilidades de la vida; sin duda que el honor, el honor verdadero, está en rechazar enérgicamente las acusaciones calumniosas y en reparar cuanto sea posible las faltas que se han cometido; sin duda que el hombre digno debe aspirar al aprecio y al respeto, no a la compasión, que es todo lo más que se concede al suicida; sin duda las lágrimas del hijo sin apoyo, de la madre desolada, son una acusación terrible... Todo esto es indudable, pero no es menos cierta la complicidad de la opinión. Y ¿quién es la opinión?

He aquí una pregunta más fácil de hacer que de contestar; la opinión, en España al menos, se parece a los agentes de la autoridad, que se atraviesan como obstáculos muchas veces en el buen camino, y cuando hacen falta y se los busca, no se los encuentra. Tampoco se encuentra la opinión para que lance necesarios y merecidos anatemas; en cambio grita y silba muchas veces que debía guardar silencio.

La opinión, en la plaza de toros, azuza a los hombres para que arriesguen su vida; en el teatro aplaude lo que debía reprobar; en la calle se quita el sombrero a cualquiera que va en coche; en el campo anima a los que se baten en duelo y absuelve a los que pelean por cualquier causa; desdeña a los pobres, y califica despreciativamente de pobres de espíritu a los que no sacrifican al vellocino de oro, o cuya conciencia no les permite matar o morir por vanidad. La opinión juega a la lotería, tolera las casas de juego, cobra el alquiler de las casas de prostitución, se trata con las mujeres livianas que gastan lujo, y no pregunta a nadie de dónde le viene el que honradamente no puede gastar. La opinión da títulos sin ciencia y sin conciencia, condena, absuelve, indulta. Y ¿quién es la opinión?

¡Ah! La opinión somos todos, que más o menos contribuimos al mal que se hace, que no somos ajenos a la culpa y a la desgracia del hombre que se mata por una errada idea del honor. Somos todos, prontos a la maledicencia y dóciles a la voz que nos instiga a censurar, propensos a escuchar, creer y repetir la acusación infundada, suspicaces para engendrar sospechas, hábiles para hallar interpretaciones que desconceptúan, torpes para adivinar motivos que honran; somos nosotros expendedores culpables de la moneda falsa que acuñan la pasión, el error, el interés, la ligereza malévola; somos nosotros eco de la murmuración, brazo de la calumnia, que a sabiendas o ignorándolo, pero debiendo saberlo, le abrimos ancho cauce, en vez de ser dique de la maldad. Ese fallo severo o injusto, esa reprobación implacable, esa honra separada de la virtud, ese falso honor, todo es obra nuestra, y así sustituimos a la recta conciencia pública el monstruo de la pública opinión; monstruo que mira con terror el extraviado y pundonoroso marino que prefiere morir a luchar con él.

Todos estos conflictos entre el honor y el deber tendrían término si juzgáramos a los otros como quisiéramos ser juzgados por ellos, y no se desesperarían ni se suicidarían los capitanes de barco, si hallaran quien los juzgase con rectitud, los compadeciera en su desgracia o disculpara su falta si la han cometido.

¿Por ventura no cometemos faltas todos y descuidos, y torpezas que no tienen consecuencias, o no las tienen graves porque la borrasca o los escollos no las convierten en pérdidas de consideración o en irreparables desgracias? La opinión no puede ser justa si no es reflexiva, circunspecta, honrada y benévola, y mientras no lo sea, el honor consiste en arrostrarla cuando no tenga razón, en vez de sacrificarse en el altar de este ídolo ciego y monstruoso.

Octubre de 1878.




ArribaAbajoLos pobres también sienten

No es ésta la primera vez que hacemos semejante afirmación: a unos podrá parecer inútil, a otros excusada; pero a nosotros nos parece conveniente repetirla, porque repetidamente vemos pruebas de que por los grados de semejanza se miden los de simpatía y respeto, y que se calculan las diferencias morales y afectivas por las de la posición y el traje. ¿Cómo suponer que si está sucio o remendado cubra un corazón tierno, ni imaginar sentimientos elevados en los que están muy abajo en la escala social? ¿Quién no ha oído decir, refiriéndose a los pobres: Esa gente es de otra manera; no siente como sentimos, etc.? ¿Quién no ve que el no considerarlos como semejantes es camino para no tratarlos como prójimos? Porque prójimo es Próximo, inmediato, y no hay cosa que más aleje de una persona que el desprecio, ni cosa que impulso a despreciar como el con vencimiento de una inferioridad tan grande en cosas esenciales, que constituye una diferente naturaleza. Así, pues, todo lo que tiende a aumentar la idea de las diferencias esenciales entre las clases, aumenta las prevenciones, disminuye las simpatías, y, en caso de desgracia, la compasión inspiradora de la caridad.

No hemos variado de opinión; antes, por el contrario, frecuentes hechos nos han confirmado en la que teníanos al escribir hace muchos años: «Comprendemos que los pobres, por su género de vida, sean menos susceptibles, y que el hábito de sufrir endurece para los sufrimientos; porque si restáramos de nuestra decantada sensibilidad la hipocresía, que los pobres no tienen, y las conveniencias sociales, que desdeñan y acatamos nosotros, no nos parecería tanta la distancia entro su modo de ser y el nuestro. ¿Qué diferencia esencial hay entre el pobre que después de perder a una persona querida, sin consultar más que a su corazón, se va a la taberna, y el rico que consulta impasible el calendario para ver el día en que podrá cambiar de traje o ir al teatro?

«Pero supongamos que, en general, los pobres sienten mucho menos; admitámoslo como regla. ¿Creemos que no tiene excepciones numerosas?».............................

«¡Los pobres también sienten! ¡Y cuando uno siente con delicadeza, con vehemencia, es horrible ser pobre! La falta de medios materiales y de consideración, ¡qué de torturas añade a la pena que Dios envía!»15

Hemos recordado estas palabras y confimádonos en estas ideas con ocasión de un reciento doloroso acontecimiento. Un reo de muerte estaba en capilla y se acercaba la hora de ejecutarle; los soldados que habían de formar el cuadro tomaban las armas, unos con la abominable, cruel, contagiosa curiosidad del público que habían de contener para que no invadiese el cadalso, a fin de saborear más de cerca la agonía del hombre que iba a morir; otros con repugnancia, varios con tristeza; uno, con dolor profundo, pálido el rostro, vacilante el paso, empuñó el fusil con mano trémula, y fue a ocupar su puesto; la aflicción está pintada en sus ojos, en su ademán, y basta mirarlo para comprender que sufre mucho. ¿Por qué así? ¿Es tal vez amigo y deudo, del que morirá a manos del verdugo? No; no le conoce, ni tiene con él lazos de parentesco; pero hijos los dos del Padre celestial, son hermanos, y le duele que maten a un hermano suyo, o ir a presenciar su muerte, y tomar en ella una parte activa. El ignorante no sabe de teorías abolicionistas de la pena capital, pero sabe que la ley de Dios dice: No matarás, y en su corazón halla escrito también el precepto divino. ¡Pobre mozo! Si tanto te repugna ver matar, ¿por qué no se lo dices a tu capitán para que te exima de ese servicio? No te atreves. Te, han leído la ordenanza, sabes que es preciso obedecer a todo, obedecer siempre, y además temes que se rían de ti y que te llamen cobarde. ¿Por qué no dices que estás enfermo? El médico verá tu rostro descompuesto, tu pulso alterado, tu boca seca, tu lergua pegada al paladar; certificará, que estás malo, porque lo estás en efecto, y te eximirá del servicio que te espanta. No te ocurre. ¡Pobre mozo! Y dan la voz de marchar, y marchas; de parar, y paras; de despejar y despejas. Después ves un tablado, y en él una máquina de hierro y otra de carne que te hacen estremecer. Cierras los ojos con propósito de no mirar más, pero oyes un rumor que resuena en tu corazón; y como si con tu mirada compasiva quisieras poner a cubierto de las impíamente curiosas al joven que va a morir, lo miras tú también... Cuando apartas de él los ojos ya no ves, y antes que suba al siniestro tablado, tú caes sin sentido, y cuatro compañeros te llevan al hospital. ¿Y después? ¿Has vuelto de tu accidente? ¿Tienes fiebre? ¿Te agita la horrible visión del cadalso y del verdugo? ¿Te has consolado? ¿Te has calmado? ¿Cómo estás? Como no eres persona principal ni torero, nadie lo pregunta ni nadie lo sabe.

Si alguno lo quiere preguntar y lo puede saber, y tiene la bondad de decírselo a la que escribe estas líneas, se lo agradecerá, porque lo interesan mucho los pobres que sienten, y le duele no saber de ese soldado tan abajo en la jerarquía social, tan elevado en la escala moral, tan superior moralmente a todo lo que le rodeaba, y que al caer abrumado por un sentimiento compasivo, protesta contra la crueldad del pueblo y de la ley.




ArribaAbajoOtra víctima inocente

Ya sabemos, sí, ya sabemos que nuestra voz es la que clama en el desierto. Ya sabemos que no se variarán las consignas homicidas porque una mujer llore y proteste en un rincón de España; ya sabemos que la conciencia pública está dormida, y la creeríamos muerta si no supiéramos que no pueden morir las cosas inmortales. Sí, la conciencia pública duerme el sueño letárgico de una gravísima enfermedad moral, y no la despiertan ni las voces de la inmensa orgía, ni los ayes del dolor, ni las protestas de la justicia, ni la sangre de las víctimas inocentes. Aquí y allá caen en medio de la indiferencia, si no del aplauso.

La homicida consigna de hacer fuego sobre los presuntos criminales fugitivos, acaba de sacrificar a otro infeliz. En Sevilla se oye la voz de «¡Ladrones!», se ven dos hombres que huyen; un encargado de velar por el orden hace fuego, y mata, no a los sospechosos de conato de robo, sino a un digno y pacífico empleado del ferrocarril de Córdoba a Sevilla, que volvía de la estación. Su mujer queda viuda, sus hijos huérfanos, su matador impune, como han quedado otros que inmolaron a otras víctimas que estaban tan inocentes como él, y la opinión pública no se preocupará lo más mínimo de este nuevo atentado, que calificará de desgracia, como si se tratara de un huracán o de un temblor de tierra. Sólo a la sombra del error generalizado y de la indiferencia abominable, pueden continuar estos homicidios; aunque de ellos sean más inmediatamente responsables los que hacen semejantes leyes y los que las ejecutan, no eximen de una gran responsabilidad al público, cuya opinón es la inspiradora de la ley y puede modificarla. Pero el público parece que se ha acostumbrado a respirar en una atmósfera de injusticia, y no le molesta; mas que no se haga ilusiones: aunque por la perversión de su sentido moral no lo incomode, aunque no la sienta, le daña. No es el modo de acabar con los ladrones el cazarlos juntamente con los hombres honrados; no se curan las enfermedades sociales por el principio homeopático similia similibus curantur, dando al mal un remedio de su misma naturaleza, y pretendiendo extirpar el delito delinquiendo. Si al error y a la indiferencia de los que no protestan contra las consignas homicidas se une el egoísmo, sepan que es ciego e insensato, y que esa seguridad que quieren tener a toda costa, no la tendrán a costa de la justicia.

Enero de 1879.




ArribaAbajoLos niños cautivos en Alcalá

El dolor moral, como el dolor físico, tiene sin duda un quejido que pudiera llamarse patológico: exhala ayes, aunque nadie los atienda, los oiga ni los compadezca. El moribundo en la cama de un hospital, el que perece perdido en el desierto, el que expira en el campo de batalla sin recibir socorro, se quejan como respiran: el ¡ay¡es un síntoma, una necesidad. Probablemente en virtud de ella hablamos uno y otro día de abusos que nadie extirpa, de pesares que nadie consuela, diciendo lo que habíamos ya dicho, repitiendo lo que habíamos repetido, con la monotonía persistente del maníaco o del enfermo.

Uno de nuestros ayes son los niños de las penadas de Alcalá, reclusos con sus madres y perdiendo en aquella casa de perdición la inocencia, la salud y la vida. Un niño es cosa sagrada, ha dicho una mujer célebre; pero hay pueblos en que parece que no existe nada de sagrado, y a veces tenemos la horrible duda de si España es uno de esos pueblos. El hecho es que aquellos pobres inocentes continúan secuestrados, y que no hay quien rescate su cuerpo y su alma. La Sociedad protectora de los niños acordó que la protección de éstos sería su primera buena obra; pero sin duda obstáculos insuperables no han permitido realizarla, y entretanto aquellas míseras criaturas tienen frío y carecen de ropa; tienen hambre y van a carecer de alimento; si no carecen ya, es por la santa imprudencia de las piadosas señoras que los amparan, y que, agotados ya todos los recursos, gastan lo que no tienen, viven de prestado, se empeñan, porque no pueden resolverse a decir a los inocentes que lloran de hambre y de frío: «Llorad, desventurados: se acabaron las limosnas; ya no tenemos que dar sino estas lágrimas que caen sobre nuestras manos vacías.»

Pero lo que es tan triste, tan duro de decir, al fin será preciso decirlo: las compasivas señoras de Alcalá han girado una letra contra la caridad; pero si fuese protestada, si resultase que la compasión no tiene crédito...

Neguémonos a creerlo mientras sea posible negarlo.

La Sociedad protectora de los niños, que acordó proteger ante todo los cautivos en Alcalá, no defraudará la esperanza que nos hizo concebir; no convertirá un dulce consuelo en un triste desengaño. Que hallará obstáculos, ya lo sabemos; que tendrá decepciones, no lo dudamos; pero estas dificultades deben entrar en el presupuesto moral de toda buena obra, que no ha de emprenderse sin un capital suficiente de perseverancia. No creemos que falte a las personas que acogieron bajo su protección a los inocentes reclusos, y mientras no pueden rescatarlos, tal vez podrían dulcificar un poco su cautiverio enviando algunas ropas para aquellos desnuditos, y algunos fondos para que las señoras puedan continuar dándoles la comida con que diariamente los socorren. De los 500 reales mensuales con que el Ayuntamiento de Madrid auxilia a la Sociedad, ¿no podría sacarse una limosna para aquellos pobres desvalidos?

Si estas indicaciones parecieren imprudentes, esperamos que se nos dispensarán, porque merece disculpa la Impaciercia de una mujer que quiere acallar a un niño que llora. Y nosotros, aunque están lejos, oímos llorar a los de Alcalá. ¡Quiera Dios que los oigan también los que pueden consolarlos!

Gijón, 5 de Febrero de 1879.




ArribaAbajo¡Más víctimas!

Cuando tuvimos el pensamiento de levantar La Voz de la Caridad en favor de los pobres y de los presos, no creíamos ocuparnos de los últimos más que en lo relativo a su prisión; pero como al reducirlos a ella, con motivo o pretexto de fuga, se inmolan no pocos, también hemos protestado, aunque en vano, contra las consignas homicidas, pidiendo justicia a favor de los fugitivos. Para pedirla solemos aprovechar ocasiones en que con nuestra voz clame la sangre inocente, derramada por equivocaciones, que se repiten, a fin de que el corazón compadecido, al latir fuertemente contribuya a despertar la aletargada conciencia pública.

Hoy aprovechamos también una triste, una horrible oportunidad, para clamar contra otro procedimiento, tan usado como inicuo, y que repetido uno y otro día, uno y otro año, constituye un atentado permanente contra la justicia: este procedimiento consiste en no detener el brazo del delincuente, teniendo posibilidad de detenerle, tan pronto como se sabe que va a levantarse contra la ley; en cooperar a que consume el delito para mejor convencerle y más castigarle; en ser su cómplice, en algunos casos su coautor, puesto que se le proporcionan medios sin los cuales no se cometería el delito, y, en fin, en castigarle traidora y draconianamente, y de la manera más antijurídica. Aquí se sabe que los ladrones van a introducirse por la alcantarilla en una casa: en ella acecha la fuerza pública, hace fuego sobre el primer malhechor que sube, y los demás huyen y quedan impunes; allá, se repite escena muy parecida con bandidos cuyo asalto nocturno se sabe anticipadamente; en una ocasión se tiene noticia de que habrá muchos asesinos apostados para hacer fuego cuando pasen los reyes, y ni se impide a éstos que se expongan al inminente peligro, ni se pone a los criminales en la imposibilidad de consumar su atentado; no basta saber el lugar y el momento en que ha de verificarse; no basta saber que son muchos los que han de tomar parte en él; no basta saber que se ha de intentar en una calle céntrica y a una hora en que le hace más ignominioso para un pueblo culto; no basta que pueda ser víctima de él una mujer, una santa mujer...; no basta nada: inhumana, villana e injustamente la dejaron ir por donde los criminales estaban apostados; las balas asesinas pasaron cerca de su cabeza, y si la sangre de una inocente y purísima víctima no cayó sobre España, no fijó porque sus primeras autoridades hubieran hecho lo que debían para evitarlo. Otros altos funcionarios, al saber que hay empleados que se venden, pero que falta dinero para comprarlos, le dan para que el delito se consume.

Semejantes cosas pasan, o desapercibidas, o aplaudidas, y las defiende, no ya el vulgo ignorante, sino los hombres que ocupan los primeros puestos en el gobierno y la magistratura. Como tales hechos acontecen con años de intervalo, y manando hombres de opiniones políticas diferentes, y aun opuestas, si el espíritu de partido puede acusar a unos u otros, el espíritu de equidad los culpa a todos, y la razón da el tristísimo convencimiento de que en España es sólo una minoría, y probablemente muy escasa, la que tiene verdadera idea de la justicia, y de que se da con frecuencia este nombre a una serie de atentados contra ella; todo lo cual explica por qué la temen las personas honradas y la desafían tantas veces impunemente los criminales.

La justicia, como la verdad, es una; marca fijamente su camino, recto, uno solo, por donde no es posible perderse ni llegar sino adonde se debe ir. La injusticia y el error, como dicen del demonio, con mucho poder, son legión; su número es infinito como las vías de la iniquidad, que conducen a males cuya gravedad es imposible prever. ¿Quién hubiera previsto el hecho que vemos referido en un periódico de la manera siguiente?

«En una casa de Valencia ocurrió el viernes una horrible desgracia. Constaba al dueño que intentaban robarle, y como medida de precaución pidió al jefe de Orden público que se encerraran en la casa dos o tres guardias, que así lo hicieron, conviniendo el dueño con ellos determinadas señales para que al entrar en su casa no le confundieran con los ladrones que allí acechaban.

»Llegó un momento en que se sintió abrir la puerta, y dos bultos penetraron en la casa en vueltos en la obscuridad. Lo que entonces ocurrió, no se sabe a punto fijo: una hermosa joven de diez y seis años, hija del dueño de la casa, quedó muerta con el corazón partido de un balazo; el padre yacía a pocos pasos de ella gravemente herido. Los guardias confundieron, sin duda, a los dueños con los ladrones.»

Si no estuviera muy lejos todavía la hora en que las nociones elementales de justicia fuesen comprendidas por la generalidad de los españoles; si no estuviera muy lejos la hora en que la conciencia general anatematizara esa fuerza pública en acecho, matando a mansalva, haciendo uso de las armas más que para defenderse, cazando a los que supone criminales, y por equivocaciones frecuentes a los que no lo son; si no estuviera muy lejos la hora en que todas estas abominaciones lo pareciesen, un grito de indignación y de horror, un grito dolorido o inmenso se alzaría ante el cadáver de esa joven y las heridas de ese padre, cuyo dolor más agudo no debe ser el producido por los defensores de la ley.

Como está lejos, muy lejos, la hora en que los atentados permanentes contra la justicia lo parezcan, no nos queda más recurso que deplorarlos, protestar, aunque parezca inútil, aunque parezca ridículo, condenar el pecado, llorar la desgracia y buscar algún consuelo entre los que como nosotros piensen y sientan. Algunos habrá, sí, algunos hay que comprenden la justicia, elevada, serena, fuerte, esplendente de luz divina, atenta a evitar el delito para no tener que castigarlo, y antes misericordiosa que cruel. Algunos habrá, sí, algunos hay, que no reconocen la justicia, que no pueden reconocerla, instigando a los criminales en vez de contenerlos, echándolos cebo, armando la trampa, poniéndose en acecho para cazarlos en la obscuridad, y equivocándose con mucha frecuencia e inmolando a los inocentes.

A los que protesten como protestamos, a los que no se rían de nuestra aflicción, se la comunicamos para consolarla y recibir un apoyo, sin el cual tal vez nos veríamos en peligro de desesperar.

¡Hay momentos en que es bien difícil la virtud de la esperanza!

Febrero de 1879.




ArribaAl sr. D. E. A. De E. sobre el servicio doméstico

Lejos de tener nada que dispensar, tenemos que agradecer; porque siendo tan raro en nuestro país que los asuntos graves llamen la atención, y habiendo usted fijado la suya en el difícil problema del servicio doméstico, nos complace, en vez de molestarnos, con cualquiera dada que exponga u observación que tenga a bien hacer.

Hemos dicho que la supresión de la criada para las personas que no son ricas es de desear, pero no de esperar por el momento, porque so necesitan cosas que no existen y cambios de hábitos y opiniones que no se verificarán sino muy lentanmente. En cualquiera reforma, cambio o fenómeno social, entran, en mayor o menor proporción, pero entran siempre, dos elementos, uno material, espiritual otro. El cambio que hemos indicado respecto al servicio doméstico, exige muchos otros en la opinión y un progreso do que hay evidentes indicios, pero que está aún muy lejos de ser una realidad, y menos en España.

Los cambios en la opinión consisten principalmente en persuadirse:

De cuán difícil es que la criada y el criado no sean un elemento de inmoralidad en el hogar doméstico;

De que el servicio de la criada es muy caro y ruinoso para muchos que la tienen;

De que el comprar pequeñas cantidades y tener una cocina para cada familia, es cosa sumamente cara;

De que el trabajo material no degrada a nadie; no es incompatible con el del espíritu, y aun puede ser muy útil alternar en los dos, y que las señoras, sin dejar de serlo, pueden hacer muchas labores domésticas, que hoy miran las unas (no todas) como indecorosas;

De que el espíritu de independencia y las aspiraciones a la igualdad son hechos patentes, inevitables, y que sus consecuencias tienen que oponer un obstáculo creciente al buen servicio doméstico organizado como lo está hoy.

Después que este cambio se verifique en la opinión, se necesitan progresos materiales que hay razón para esperar, siguiendo los de las ciencias y los de la industria.

Las cocinas económicas, que proporcionan una baratura calificada por algunos de pasmosa, ¿por qué ha de limitarse a los pobres? ¿Hay ninguna dificultad insuperable para que haga el interés bien entendido lo que ha hecho la caridad, y que asociaciones cooperativas o especuladores utilicen en bien propio y ajeno la economía que resulta de comprar por mayor y condimentar grandes cantidades?

Oyendo hablar de la dificultad de llevar a las casas la comida caliente, se recuerdan los carros-cocinas que ya hace muchos años usaron los angloamericanos durante la guerra separatista, y que tanto han disminuido la mortandad conservando la salud. El carro-cocina marchaba detrás de la tropa; en él se iba preparando la comida; cuando se hacía alto estaba hecha, y el soldado, cansado, no tenía que condimentarla ni retrasar la hora del reposo, y recibía una ración caliente y sana, en vez del alimento, indigesto que, por lo común, se improvisa en los alojamientos.

La luz, no sólo se distribuye a domicilio, sino que el gas sirve de motor para elevar agua donde ésta no puede subir, por no tener bastante altura el depósito o por no haberle. Con una máquina poco costosa y la cañería del gas, sin más que abrir una llave y encender un fósforo, el dócil servidor mecánico sube el agua. El gas sirve también para la calefacción, para cocer y asar los alimentos con la mayor perfección y limpieza; en la Exposición de París funcionaban estos aparatos sencillos.

La manera más barata de calentarse resulta ser recibir el calor por tubos que comunican con grandes generadores de calor, lo cual está ya en práctica en pueblos muy adelantados. Véase lo que sobre esto dice un periódico, La Nature, del 8 de este mes, bajo el epígrafe La calefacción en las ciudades:

«En América acaba de resolverse el problema de calefacción de toda una ciudad, por medio de un solo foco central que transmite el calor por surtidores de vapor que van en todas direcciones, como los tubos del gas. En Detroit (Michigan), este aparato funciona perfectamente hace quince días. En New York acaba de autorizarse a una Compañía para establecer caloríferos a través de las calles, después de haber prestado fianza por valor de 250.000 pesetas, para responder de los desperfectos que puedan ocasionarse en el empedrado. Se ha comprometido a poner caloríferos en los edificios públicos por un precio un tercio menor del que cuesta la calefacción por el método ordinario. Además, en las nevadas dará máquinas de vapor con que se fundirá instantáneamente la nieve de las calles.»

De estos y otros inventos y prácticas se infiere que hay una dichosa compensación a la dificultad, mayor cada día, de hallar buenos servidores domésticos, en la facilidad que aumenta de poder pasar sin ellos, sus crecientes exigencias y más considerables gastos que ocasionan, en la economía que resulta de suprimirlos.

Es cuanto nos ocurre en respuesta a su atenta carta, correspondiendo a su benevolencia y consideración con la nuestra.

Febrero de 1879.