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ArribaAbajoVan Holsbeek

Ha muerto este amigo nuestro y de los infelices, este compatriota de todos los desvalidos, que por espacio de quince años, y por medio de la Cruz Roja de Bruselas, que dirigía, ha procurado socorros y consuelos a las víctimas de la guerra, de las inundaciones, del hambre, sin distinción de razas ni nacionalidades, y con la insistencia perseverante de la caridad que no se cansa. Todos los pueblos deben homenaje de dolor y gratitud al que no vio sin compadecerle el dolor de ninguno. Séanos permitido pagar en nombre de España esta triste y sagrada deuda, y saludar con lágrimas esa tumba donde yace el que tanto bien hizo a los heridos españoles: séanos permitido entrelazar en su corona fúnebre la hoja inmarcesible que simboliza la gratitud de un pueblo.

Van Holsbeek ha desaparecido materialmente de la tierra; pero no debe decirse que ha muerto, puesto que vive su memoria y su espíritu de caridad.

Su sucesor en La Cruz Roja vemos que es su continuador en las buenas obras; siente como él hubiera sentido nuestra inmensa desventura, y pide socorros como él los hubiera pedido para los desolados habitantes de Murcia, Alicante y Almería: ninguna oración fúnebre le sería tan grata, porque el mejor homenaje que puede tributarse a las personas buenas es imitarlas.

22 de Noviembre de 1879.




ArribaAbajoGregorio Aspiazu

Mejor quiero morirme que pedir limosna, dijo el infeliz cuyo nombre era el que sirve de epígrafe a estas líneas, y que murió, en efecto, sin haber querido consentir que le amputasen un pie, cuyos huesos había triturado una piedra.

No es el primero ni será el último trabajador honrado y digno que, al considerarse inválido, ve en perspectiva la existencia de privaciones y miserias del mendigo; se contempla sucio, haraposo, hambriento, despreciado, y ante esta vida de dolor y de abyección, prefiere la muerte, y muere.

En estos casos, el médico-cirujano no puede asegurar la vida con la amputación, pero sin ella pronostica la muerte, y rara vez deja de cumplirse el lúgubre pronóstico; de modo que la determinación del que se niega a ser operado tiene bastante analogía con la que conduce al suicidio; es la muerte, que no se busca, es verdad, pero que se acepta, antes que la vida en condiciones que parecen insoportables: lo mismo que hace el suicida.

A la cabecera de un enfermo que se halla en esta situación material y moral, el primer impulso es desear que viva, aconsejarle que se opere, instarle hasta vencer su resistencia; esto dice el instinto de conservación, que no solamente impulsa a la propia, sino a la de nuestros semejantes, y esto dicta también la moral, que nos manda respetar la vida y conservarla, por más penosa y triste que sea.

Pero el precepto de conservar la vida no es absoluto, y tanto es así, que hay casos en que es un deber arriesgarla o inmolarla, y tal vez no falte quien vacile al aconsejar que la conserve a toda costa el que queda en condiciones en que de seguro pierde la dignidad, y está en peligro inminente de perder la virtud. Basta anunciar esta vacilación y su causa para comprender que el problema se complica y hasta puede variar, porque hay en el hombre muchas cosas que valen más que la vida, y al perderlas pierde más que la existencia. Al obrero que prefiere morir a quedar inválido le diremos:

-Vive, vive para ir de puerta en puerta mendigando el sustento que ya no puedes ganar; vive para tener en exposición permanente tu desventura, mirada con indiferencia por la inmensa mayoría, socorrida por unos pocos y apenas compadecida por nadie; vive para sufrir de continuo los golpes de esta indiferencia que herirán tu corazón hasta que se endurezca, y el desdén que te irritará hasta que hayas perdido tu dignidad; vive para comparar tus harapos con las galas de otros, tu hambre con su regalo, tu miseria con su grandeza; vive para mentir desgracias, porque la tuya con ser tanta no basta para que sea compadecida; vive para recibir el beneficio sin gratitud, porque te lo hace al pasar alguno que no conoces ni te conoce, que no volverás a ver y que no une a la moneda que pone en tu mano aquello sin lo cual no puedes recibirla con el corazón; vive para sufrir la alternativa de carecer de lo absolutamente necesario, y tener medios de adquirir algo superfluo; vive para tener una familia a quien hagas partícipe de tu desdicha; para tener una prole que, criada en la degradante vagancia, provea la casa de prostitución, el hospital, acaso el presidio; vive para que las necesidades materiales no satisfechas, mortificándote, te dominen; para ver en una botella la fuente de tus alegrías, para no tener ni comprender más que placeres groseros, brutales, y revolcarte en ellos como un animal inmundo...

¿Quién se atreve a desear que viva para esto el trabajador que quiere morir antes que pedir limosna? Y cuando la mayor parte de los que la piden se degradan, y cuando muchos se dejan dominar por los vicios más repugnantes, y aún no retroceden siempre ante la complicidad del delito, ¿cómo no vacilar al decir a un hombre que ponga en tan inminente peligro su dignidad y su virtud? Debe notarse que los compañeros de ese hombre no vacilan; todos piensan como él, y lo sostienen en su propósito de morir antes que quedar inútil; para ellos, como para él, la muerte prematura es preferible a la vida degradada.

Considerada así la cuestión, ese enfermo que rechaza las prescripciones del médico, que no quiere vivir mutilado, ¿se parece a un suicida que busca la muerte, o al que la acepta como un deber ante una existencia apenas compatible con la dignidad y la virtud? El médico que corta las carnes y sierra los huesos, cuando la herida se ha cicatrizado, cuando da de alta al enfermo que al salir del hospital se encuentra en la calle, ¿puede decir que ha salvado a un hombre? Su deber como facultativo es conservar la vida física, lo cumple; ¿pero no hay nadie a quien incumba la protección de la vida moral que se halla en peligro? ¿No hay nadie que pueda y deba decir a ese hombre que prefiere la muerte a la mendicidad: -vive, procura vivir, yo evitaré que pidas limosna?

Creemos que alguien puede y debe decir esto, y ese alguien es la sociedad, que contra derecho niega protección especial a los inválidos del trabajo y a las familias de sus víctimas. La sociedad vive de trabajo, el trabajo tiene peligros y hace víctimas; ¿no es de justicia elemental y evidente que debe indemnización a estas víctimas sin las cuales no existiría? Basta tener conciencia para comprender que estarían en su derecho los operarios de una obra en que hay peligro, al imponer como condición, si quedaban inutilizados, que se les asegurase con qué vivir, o a sus familias si morían. ¿No es, por ventura, bastante desdicha (y que no puede indemnizarse) para los hijos perder al padre, para la mujer quedarse viuda, para la madre perder al hijo, para el hombre perder un miembro, la salud, sin que además la miseria venga a hacer desesperada situación tan triste? La sociedad que no puede vivir sin la obra, que prospera y es floreciente por ella, ¿no está moralmente obligada a socorrer al que por ejecutarla queda inútil?

Esto parece que debería sentirse y comprenderse por todos o por los más, pero no es así, porque si la mayoría sintiera y comprendiera la obligación en que está de no mirar a los hombres como los andamios de que se caen, de no dejar que los lleven al hospital o al cementerio sin ocuparse más de ellos ni de sus familias, el deber moral se convertiría en legal, y consignaría el derecho de los inválidos del trabajo a vivir dignamente como beneméritos de la sociedad y no como la hez de ella, y a no verse en el caso de preferir la muerte a la miserable existencia del mendigo.

Si se dice que los trabajadores aceptan estas condiciones, responderemos que también el que es robado cede su bolsa al ladrón; y muere en la vía pública sin reclamar más que con su llanto el niño abandonado a quien se niega socorro.

El trabajador acepta sin condiciones el peligro del trabajo, como el robado el despojo; es un caso de fuerza mayor que aparece en forma de revólver o de navaja, de hambre, de concurrencia; si un obrero no quiere aceptar el jornal solamente y sin otra garantía por un trabajo en que hay riesgo, otro y otros ciento, y otros mil aceptarán. ¿Por qué? Porque no tienen otro remedio, porque la necesidad obliga y carece de ley, y por otras razones que todas vienen a ser la misma, de no haber alternativa entre trabajar sin garantías para la salud y para la vida, o no trabajar y morirse de hambre.

Como decíamos, es caso de fuerza mayor, pero en todos los de esta clase hay un fuerte y un débil, de cuya debilidad se abusa. ¿Quiénes son aquí el débil y el fuerte? El débil es el trabajador que propende a mirar el hecho como derecho, o considerarse fatalmente predestinado (el español al menos) a ser un instrumento de trabajo que en ocasiones se inutiliza y se arroja cuando está inútil; a presentarse sólo con su justicia que ignora o no puede hacer valer en su aislamiento, o asociarse tumultuariamente para lograr lo imposible, desacreditando así la asociación hasta a sus propios ojos; con todas estas desventajas y la de vivir al día o de prestado, el obrero es el débil. El fuerte es la sociedad de que forma parte, pero en cuyas deliberaciones no tiene voz ni voto, la sociedad, que en este caso parece decir: -¿Puede cometerse una injusticia? Pues cometámosla.

Y decimos la sociedad, porque realmente es ella la responsable, y porque sólo puede obligar a cumplir su deber a muchos que a él faltan, ya porque en ciertos casos tienen medios de hacer lo que no es dado al individuo.

A primera vista, parece que el marinero que se inutiliza debe ser indemnizado por el armador; el minero, por el que explota la mina; el operario que se cae de un andamio, por el dueño de la casa; pero reflexionándolo mejor, se comprende que esto no sería justo, ni en muchos casos posible a veces, los que pagan a un jornalero, si no son tan pobres como él, no están mucho mejor acomodados, y les sería imposible indemnizar al que se inutiliza trabajando para ellos; en otras ocasiones, las víctimas del trabajo son tantas, que difícilmente puede aquel por cuya cuenta trabajan, aunque sea muy rico, socorrerlos debidamente si se inutilizan, o a sus familias si mueren; en estos casos habría imposibilidad material que el operario inválido fuese indemnizado exclusivamente por el que le emplee, y en todos nos parece que no habría justicia.

Lo que debe exigirse del que tiene una obra, es que adopte las precauciones necesarias para que no haya en ella más peligros que los inevitables; que la ponga en condiciones higiénicas saneando el local, proveyendo a los trabajadores de aparatos, trajes, etc., convenientes, y no teniéndolos en ciertos trabajos más tiempo del que pueden trabajar sin comprometer su salud. Sobre todos estos puntos debería exigirse una estrecha responsabilidad a los dueños de las obras, y en su caso a los que las dirigen, en vez de dejar a merced de la incuria, de la codicia o de la ignorancia la vida y la salud de los hombres. La ley debía ser sobre este punto explícita y minuciosa, y comunicarse y explicarse a aquellos a quienes interesaba más su cumplimiento.

No es la primera vez que La Voz de la Caridad clama en vano por que se obligue a los dueños y directores de obras a que tomen todas las precauciones y tengan todos los aparatos que exige la seguridad y la salud de los operarios, de cuya triste situación se abusa por varios motivos, pero ninguno justo, y de aquellos que deben ser consagrados por la ley o tolerados por su silencio. Un propietario no puede hacer en la fachada de su casa nada que pugne con el ornato público; pero contra la humanidad y la justicia puede hacer malos andamios, suprimir las redes que recogen ileso al que se cae de ellos, y sustituir con otro al obrero que llevan al hospital o al cementerio, sin más que cubrir un expediente, del que siempre resulta único responsable el muerto o herido.

Todo esto es inhumano o injusto, pero legal. ¡Cosa triste que no sea una misma cosa la legalidad y la equidad!

Creemos que hay un deplorable vacío en la legislación que no impone condiciones respecto al saneamiento de las obras, aparatos convenientes en ciertos casos y máximum de tiempo que deben durar los trabajos, que de prolongarse comprometen la salud del trabajador; pero nos parece que a esto ha de limitarse el deber del dueño de la obra como tal, respecto al inválido del trabajo, deber que consiste en evitar, en cuanto sea posible, que la desgracia suceda. ¿Y cuando, a pesar de toda la previsión y cuidado, ha sucedido? Entonces es la sociedad la que, en nuestro concepto, ha de socorrer a los desgraciados, de lo cual trataremos con más extensión en otro artículo.

Decíamos en nuestro primer artículo que los particulares o las compañías que emprenden obras deben hacer cuanto sea posible para asegurar la vida y la salud de los obreros, y no más. Cierto que cuando se cae un operario de un andamio y muero o queda inútil, parece que el dueño de la casa es al que inmediatamente incumbe auxiliarlo o a su familia; cierto que se siente uno inclinado a censurar severamente a los propietarios de fincas urbanas de Madrid, que en su inmensa mayoría no contribuyan con la cantidad más insignificante a sostener el establecimiento donde se recogen los huérfanos de los que murieron haciendo casas; cierto que forma contraste acusador para ellos su egoísmo y la abnegación de los que sostienen el piadoso asilo, su indiferencia y el interés que toma por los pobres niños alguien que parece la personificación de la caridad que no se cansa; todo esto es cierto, y que en casos especiales bien podría y debería el dueño de una obra socorrer al que se inutiliza en ella; pero tales casos no tienen la generalidad necesaria para establecer una regla general, sin excepción, obligatoria, como lo es la ley.

La solidaridad del trabajador y del que utiliza la obra no se limita al que la emprende y directamente paga el jornal, cuyo precio no es más que un anticipo que se reembolsa, cobrando el valor de la cosa elaborada; además, el que manda hacerla tal vez saca de ella menos utilidad que el que la compra para disfrutarla, y aún sucede en ocasiones que éste satisface una necesidad o un gusto, mientras el otro pierde una parte del capital empleado para producir semejante satisfacción. Pero prescindiendo de tal pérdida, que es una excepción, aunque menos rara de lo que se piensa, fijémonos en la regla.

El que hace una casa, utiliza el trabajo de los operarios sacando el 4 ó 5 por 100; pero el que la habita, ¿no le utiliza también? Abrigarse de la intemperie, ¿no es una ventaja mayor que sacar rédito al dinero, y no tiene grande importancia la comodidad, el regalo, y hasta el lujo, para el aficionado a él? El que explota una mina de carbón se aprovecha del trabajo de los obreros; pero el que se calienta, come los alimentos, que sin fuego no podrían condimentarse, o usa las infinitas máquinas y aparatos que no existirían si no se extrajera el combustible de las entrañas de la tierra, también utiliza la labor del operario.

Lo que decimos de las construcciones urbanas y del laboreo de las minas, puede decirse de cualquiera otro trabajo, porque la utilidad de todos va derramándose por la sociedad entera, más o menos directamente, siendo muy difícil, imposible, fijar bien y con permanencia quien la saca mayor, no siendo éste muchas veces el que aparece en primer término como beneficiado. Desde que las primeras materias aparecen en bruto hasta que se ofrecen a la venta, convertidas en objetos cómodos o primorosos, pasan por una serie de transformaciones, que exigen trabajos varios y dejan ganancias diferentes, sin que se pueda determinar si el mayor provecho para el que da el jornal coincide con el mayor peligro del jornalero, y lo que es aún más, sin que sea posible establecer relación entre las dos cosas.

Si esto es cierto, como nos lo parece, evidente debe ser que la sociedad que aprovecha el producto de los trabajos en que hay peligro, sea la que indemnice al trabajador que se inutiliza trabajando, o a su familia si muere: esta indemnización exigida a éste, aquél o el otro, podrá ser injusta o imposible; pero impuesta a todos, es realizable y equitativa. Los dueños de casas, de minas, de barcos, deben contribuir, no como propietarios urbanos, no como mineros, no como armadores, sino como miembros de la sociedad, a socorrer al que queda inválido en la obra, en el buque o en la mina. Si cree que en conciencia le debe porsonalmente algún auxilio, grave falta cometerá en negárselo, pero éste deber será moral, no legal.

Casos hay en que el propietario de la obra debe, en conciencia, socorro al que se inutiliza en ella, y comete esa grave falta no socorriéndolo; pero este deber moral no podría hacerse legal, sino por excepción; tratemos, pues, de la regla.

La regla es que la sociedad debe al inválido del trabajo, no la cama del hospital, ni el mendrugo o los céntimos que lo arroja en la calle, sino un equivalente del jornal que ganaba cuando se inutilizó; dándoselo, no le da una limosna, sino cumple con un deber, y él está en su derecho cuando reclama su cumplimiento; no es un socorrido, sino un acreedor; en tal concepto cobra lo que en justicia demanda, y puede conservar la vida, sin poner en peligro su virtud, ni renunciar a su dignidad.

No falta quien piensa que esto sería muy bello, pero es imposible, porque la sociedad carece de medios para continuar pagando a los que no continúan sirviéndola, y no puede ser debido lo que no es hacedero.

El argumento no es aceptable, ni en el orden de las ideas ni en el de los hechos, y ni en teoría puede sostenerse ni en la práctica se realiza.

La sociedad reconoce y practica el deber de mantener, vestir y albergar a los que la atacan, a los que ponen en peligro su existencia; ¿y no hará siquiera otro tanto con aquellos sin los cuales no existiría? El criminal tiene su ración, que reclama porque le es debida, y nada debe al inválido del trabajo, que no puede reclamar lo que le corresponde, quedando reducido a implorar de todos el socorro que todos pueden negarle, porque ninguno tiene obligación de concedérselo. ¿Es posible que la sociedad acepte la obligación de mantener a sus malhechores y la desconozca respecto a sus bienhechores? No hay que insistir sobre esto; hay cuestiones que se resuelven con sólo plantearlas bien, y tal es la que nos ocupa: en principio, ¿quién sostendrá que el delincuente tiene derecho a una ración que se niega al trabajador que se ha inutilizado trabajando?

Si el principio no se sostiene, tampoco se practica; porque, excepto los casos excepcionales en que la sociedad es cómplice de la muerte de los que prefieren morir a pedir limosna, excepto estos casos en que se libra de una carga abriendo una tumba, la regla es que mantiene a los que no pueden trabajar. ¿Cómo los mantiene? En el hospital, en las plazas, en las calles, en los caminos; allí subvenciona la miseria física y moral, que le cuesta no sabe cuántos millones, cuántas lágrimas y cuánta ignominia. Para saber lo que la sociedad gasta con el inválido del trabajo, que vive de limosna, no se ha de contar la que recibe solamente, sino la que recogen tantos centenares, tantos miles de holgazanes que piden porque no quieren trabajar, y a quienes se da en la duda de si serán verdaderos necesitados, duda que existiría sólo por excepción si éstos se clasificaran y socorrieran razonablemente.

Los inválidos del trabajo y relativamente a los otros desvalidos, son pocos, y en España menos; por manera que aunque no hubiera como hay que mantenerlos de todos modos, su manutención no sería para el Estado carga pesada, ni carga siquiera. Decimos para el Estado, porque no puede localizarse el socorro desde el momento en que constituye un derecho de esta naturaleza; y ni la provincia, ni el municipio, deben sustentar a los que se inutilizan trabajando en su territorio, pero en obras de interés general. La ley debería hacer distinciones, que no son muy difíciles, de cuándo el inválido del trabajo debe reclamar de los fondos municipales, provinciales o generales; detalles son éstos en que no podemos entrar aquí, aunque tuviéramos los datos y conocimientos que nos faltan para concretar la obligación en cada caso; sólo sostenemos el principio, indicando de paso, a manera de ejemplo, que los que se inutilizan trabajando en una mina o un puerto no han de ser sostenidos por la población de escasa importancia o tal vez miserable municipio en que están enclavadas las obras.

Por otra parte, es raro que un inválido lo sea absolutamente y en términos de no poder prestar ningún servicio, y hay muchos, como ordenanzas, porteros, conserjes, estanqueros, que puede desempeñar un cojo o un manco, el número de estas plazas es mayor que el de los inutilizados trabajando, de modo que se les podía hacer justicia, sin recargo en los presupuestos municipales, provinciales y generales, salvándolos de la ociosidad, de la miseria, del envilecimiento, y en ocasiones de la desesperación, que los arrastra a una especie de suicidio. En cuanto a sus familias, si mueren, también podían en muchos casos ser auxiliadas, sin aumentar ningún presupuesto; la viuda podía obtener un estanco, alguna plaza de las mejor retribuidas en las fábricas de cigarros, cuando fuese apta para desempeñarla, etc., etc.

Nunca lo que es justo debe negarse por caro; pero en el asunto que nos ocupa, ni aún puede alegarse la falta de fondos, porque con un gasto insignificante se cumpliría un deber sagrado. Y este gasto, hay que repetirlo, al fin se hace; el Estado abandona al inválido, desconoce su derecho, pero la sociedad tiene que mantener al pobre, y le mantiene, solamente que en vez de sustentar a un hombre digno, a una familia honrada, la rebaja lanzándola a la mendicidad, a la vagancia, muchas veces al vicio y al crimen. El desvalido emprende una lucha con la miseria, lucha en que la mayor partes de las veces sucumbe física o moralmente, dejando en la pelea su robustez o su virtud. Y es lo más terrible que en estos combates, cuando no hay una mano poderosa que venga a prestar auxilio, la salud del alma no se salva sino a costa de la del cuerpo, que se aniquila para conservar íntegra la honrada dignidad. Conflictos supremos, que en cuanto fuera posible debían evitarse, y que de tantos modos se determinan y provocan. Uno de estos modos, y, a nuestro parecer, el que más escarnio hace de la justicia, es el completo abandono del inválido del trabajo y de su familia; es ponerle en la alternativa de morir o vivir mendigando; es la complicidad en la especie de suicidio del que prefiere la muerte a una vida degradada. La sociedad oye todos los días que uno, dos, tres, veinte o cien trabajadores se han inutilizado o muerto trabajando, y lo oye con indiferencia; otros ocupan su lugar, la obra no se interrumpe, no hay trastorno económico, hueco material; el vacío de la justicia no lo siente porque no la comprende, y el llanto de los débiles le parece una ley ineludible o un rocío necesario para que fructifiquen los gérmenes de riqueza y bienestar.

¡Pobre Gregorio! Tus honrados compañeros, que se portaron contigo como hermanos, te acompañaron todos al cementerio, y cuando los vi volver con las andas vacías, me acordé de tu viuda, de tus hijos, del recién nacido que no hallaba sustento en el pecho de su madre, secado por el dolor, y pensé que acaso habrías podido vivir y ser el sostén y la felicidad de los que tanto amabas, y lloré por ti y por los tuyos, y pedí a Dios que ilumine el entendimiento y conmueva las entrañas de la sociedad, para que no sea impasible ni abandone injustamente a los que debe compadecer y amparar.6

Madrid, 13 de Diciembre de 1879.




ArribaAbajoEl naufragio del «Agustina»

No solemos dar cuenta de las desgracias ocurridas en el mar porque, siendo tan frecuentes por desdicha, su relato exigiría un espacio de que no disponemos, y si vamos a referir brevemente el naufragio del Agustina es porque han mediado circunstancias dignas a nuestro parecer de particular atención.

El bergantín español Agustina fue arrojado por una furiosa tempestad sobre las costas norte-americanas, y los valerosos marinos de la estación de salvamento próxima hubieran creído su pérdida consumada si los cañonazos de socorro no dijeran con su terrible elocuencia la mortal angustia de hombres que aún vivían y esperaban: la tempestad no dejó oír de la ribera otra detonación más débil, que no era como los cañonazos señal de vida y esperanza, sino de desesperación y de muerte.

Lánzase al agua el bote salvavidas, pero a pesar del esfuerzo de sus animosos tripulantes, el mar le rechaza hacia tierra, y no puede llegar al buque náufrago cuya pérdida parece inevitable. Se la arrojan varios cabos o guías de salvamento,7 que no llegan; al fin uno es recogido por aquella gente atribulada. Va unida una tablilla a la cuerda con instrucciones de cómo debe usarse; pero están escritas en francés, inglés y alemán; los náufragos son españoles, no entienden ninguna de estas lenguas, ni saben cómo deben usar del cabo, y en vez de amarrañe a un palo tan alto como sea posible, le aseguran al costado del buque, haciendo imposible enviar por él boyas colgantes de salvamento. A pesar de la posición desventajosa de la cuerda, agarrado a ella un náufrago se arroja al mar; comprenden desde la ribera el gravísimo peligro que corre, y el capitán y dos marineros de la estación se adelantan valerosamente hacia las rompientes y le salvan. Entonces se logra establecer la comunicación del modo debido y los náufragos vienen a tierra. Pero faltan tres. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Los arrebató el mar? ¿Se han ahogado? No. ¿Pues cómo no se apresuraron a abandonar el barco que por momentos se sumerge? Sobre su cubierta yace el capitán gravemente herido; el capitán, que creyendo la muerte inevitatable, para apresurarla, o quién sabe por qué, se tiró un pistoletazo, y a su lado están dos hombres que no quieren abandonarle moribundo, que no le abandonan, que van a morir con él...

Por dicha llega un negro que sabe español e inglés, que sirve de intérprete, y entonces se comprende por qué no vienen los que están a bordo.

Como si el sublime sentimiento de los que iban a morir se comunicase a los que podían salvarlos y les prestara fuerza incontrastable capaz de vencer la tempestad, a pesar de ella se lanzan a las olas, llegan al barco, colocan al herido en una litera entre dos boyas y le salvan con los heroicos caritativos que no quisieron abandonarle: un momento después desaparece la destrozada nave.

¿Qué os parece de ese pueblo con tanta frecuencia calumniado por los que harían mejor en imitarlo? ¿Qué os parece de esos yanquis tan egoístas, tan interesados, que no se mueven más que por dinero, cubriendo de estaciones de salvamento sus costas, prestando auxilio a todos los que de él necesitan, y salvando de la borrasca en que naufragó el Agustina y otros muchos buques a todos los tripulantes de todos ellos? ¿Qué os parece de esos mercachifles sólo atentos a la ganancia, dominados por el espíritu mercantil, y que se arrojan al mar embravecido, con peligro de sus vidas, por salvar la de los pobres extranjeros, que ni aún pueden bendecirlos de modo que los entiendan, y que es posible que ni aún recuerden los nombres de sus salvadores?

Os parece lo que a mí. Entre los lectores de La Voz de la Caridad no hay calumniadores de los pueblos, ni gente insensible a las nobles acciones, y celebraréis ésta y enviaréis conmigo un saludo cariñoso y la expresión de nuestra gratitud a esos valerosos compasivos norteamericanos que, arriesgando su vida, han salvado la de siete españoles.

Su peligro fue mayor porque no comprendían las instrucciones para usar la cuerda salvadora;8 en aquel continente descubierto por España, al dirigirse a los náufragos de todos los países, no se habla español. Decidme los que en las relaciones humanitarias internacionales suprimís le lengua de Cervantes, ¿fueron franceses o alemanes los que descubrieron ese continente donde vuestros padres hallaron refugio contra la persecución de los tiranos, donde formaron un gran pueblo donde vivís libres y dichosos? ¿Está bien que borréis a España de vuestro vocabulario, cuando no podéis borrarla de vuestra historia, cuando no debéis borrarla de vuestro corazón? Como el mío os hace justicia y os ama, bien puede dirigiros una sentida queja que llegaría a vosotros si no hubiera muerto ¡ay! alguno que la habría trasmitido.9 Estamos en decadencia, somos débiles, desdeñados, cierto; ¿pero os parece que es tan despreciable el pueblo que en siete de sus hijos tiene dos como los que habéis hallado con su capitán moribundo10 sobre la cubierta del Agustina?




ArribaAbajoOger Laurent

¿Quién es Oger Laurent? Ya no es desgraciadamente; ha sido y no puede decirse sin tristeza que acabó, y que acabó tan pronto, una vida empleada en cultivar la inteligencia y consolar el dolor.

Laurent se dedicó a la enseñanza de la niñez y de la adolescencia; pero no consideraba el magisterio como un recurso para vivir, como un oficio, ni aún como una profesión, sino como un sacerdocio, y como tal lo ha desempeñado durante veinte años, es decir, la mayor parte de su vida, porque aún no tenía cuarenta cuando Bélgica perdió uno de sus hijos más caritativos o inteligentes. Las funciones del maestro, tales como él las comprendía y las practicaba, bastan para absorber el tiempo y gastar la energía de un hombre aunque tenga mucha; pero él aún hallaba lugar y fuerza para distinguirse como socio activo en varias sociedades benéficas, y dedicarse asiduamente al ejercicio de la caridad. Dada la índole de nuestra Revista, bajo este aspecto hemos de considerarle principalmente, siguiéndole a los campos de batalla, donde le llevó su compasión por las desventuradas víctimas de la guerra. Laurent deja casa, comodidades, discípulos, familia, todo por ir a socorrer a los pobres heridos, y como miembro de la Cruz Roja se agrega a una ambulancia: en ella permaneció tres semanas, no tuvo fuerza para más; su sensibilidad era sin duda excesiva para presenciar escenas que tan horriblemente la excitaban, y cayó gravemente enfermo. El recuerdo de lo que había visto lo afectaba de tal modo, que el médico lo prohibía que pusiera en orden y ampliase los apuntes que había tomado durante su permanencia en la ambulancia, y él mismo procuraba olvidar, en cuanto le era posible, aquellas escenas desgarradoras, y no pensó en imprimir sus apuntes. Muerto él, se han impreso, probablemente por las mismas razones que tenemos para traducirlos. Tres semanas en una ambulancia dan idea de Laurent mejor que la más minuciosa biografía, y además dan idea de la guerra y pueden contribuir a hacerla odiosa. No es un prusiano que acusa a los franceses, ni un francés que acusa a los prusianos: es un belga, un hombre imparcial y caritativo que toma nota de lo que ha visto sin propósito de defender ni acusar, y sin más objeto que poner a cubierto de las flaquezas de la memoria hechos que tanto impresionaban su corazón.

En el opúsculo que vamos a dar a conocer a nuestros lectores, y que el autor no pensó publicar, no hay arte, pero hay verdad; no es una obra literaria, sino humana, sobre la cual puede meditar el filósofo, disertar el moralista y gemir el hombre compasivo. Laurent ni ordenó artísticamente su relato, ni aún consignó en él las reflexiones que los hechos debían sugerirle; pero esta narración sencilla tiene por eso más valor, sin pretensiones de conmover ni de persuadir, hace sentir y pensar.11

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Aquí termina la triste narración; el narrador cae bajo el peso de las inauditas desventuras que su corazón compasivo hace suyas y que lo desgarran. Laurent, que al decir de sus amigos era de hierro para el trabajo, no lo fue para los dolores ajenos, y a las tres semanas de presenciar tantos y tan horribles, cayó enfermo y tuvo que retirarse al seno de su familia.

Los médicos y los amigos le prohibieron terminar y aún retocar la relación de lo que vio en las ambulancias, la han dado a luz después de su muerte, más sensible, conociendo esta fase de su vida en que se revela tan hermosa alma. Que a los justos homenajes que ha recibido en su patria se una el que le enviamos de tierra extranjera, donde una mujer (y tal vez no será sola) le conserva como fotografiado sobre su corazón en el momento en que bajo el hierro amenazador de los vencedores daba pan a los vencidos, y en la exaltación de la caridad y trasfigurado por ella hizo resplandecer ante los soldados impíos como una divina aureola, reflejo del cielo, desde donde pedirá a Dios que los perdone.

Este lamentable relato, exacto o imparcial, interesa al que compadece el dolor y al que busca la verdad. No es fácil hallarla entre los beligerantes cuando mutuamente se acusan de crueles, como suele acontecer en toda guerra y sucedió en la franco-prusiana; por eso el testimonio de un hombre como Roger Laurent tiene tanto precio. Es de notar que él, persona superior por el corazón y la inteligencia, y las más humildes y toscas, de diferentes edades y sexos, coinciden en esta idea: que si los que promueven las guerras supiesen el daño que hacen, si pudieran presenciar sus horrores, no la declararían.

Creemos que esta opinión honra en demasía a los poderosos y hombres de estado que influyen poderosamente en las relaciones de los pueblos que se hostilizan; creemos que la ambición no se deja conmover por el llanto ni se estremece a la vista de la sangre, y que los cuadros horrendos de la guerra no han de ofrecerse a los ambiciosos, sino a sus instrumentos y a sus víctimas. Hay infernales armonías entre los monstruos; el de la guerra y el de la ambición se entienden, se combinan, y parece que el uno dice: «Yo multiplicaré los dolores, las abominaciones», y que el otro responde: «Mi dureza igualará a tu crueldad.»

Así, pues, debe generalizarse el conocimiento de lo que son las luchas a mano armada, no entre los que las promueven, sino entre los que las sostienen; no entre los que llevan a ellas cálculos, sino entre los que contribuyen con su carne y con su sangre, para que no puedan hacer la guerra los que quieren hacerla, porque siempre hay y habrá por mucho tiempo de estos impíos.

Si los pueblos supieran; si supieran bien lo que significa interrumpir sus buenas relaciones; si conocieran el cúmulo de desgracias, de maldades, de ignominias, de horrores que acompañan a toda declaración hostil, la paz no se alteraría con daño de todos; sí, de todos, lo mismo vencedores que vencidos. Creemos que los amigos de la paz y las asociaciones que a perpetuarla se dedican podrían emplear, como uno de sus medios más eficaces, fotografiar la guerra y multiplicar y extender estas fotografías para que al anuncio de este desastre, la voz de la execración general, fuese más poderosa que el estruendo de la artillería. Decimos fotografiar, porque el retrato, cuanto más parecido, será más repugnante y lección más elocuente; la imaginación no irá nunca hasta donde llega la realidad.

Hago la guerra al ejército, no al pueblo francés, dice solemnemente en una proclama el Rey de Prusia; y sus soldados incendian las casas los pacíficos habitantes de Francia, y los queman dentro, como hubieran podido hacerlo los de Atila, sin incurrir en pena alguna por su horrendo atentado.

Los prisioneros muertos, literalmente muertos de hambre, no es un crimen de la soldadesca, sino de la oficialesca, generalesca y emeradoresca (y perdónesenos lo estrambótico de las palabras, porque no encontramos ninguna bastante depresiva para calificar semejantes hechos).

El gran número de los franceses que depusieron las armas comprendemos que produjera un conflicto para los vencedores, pero no debió durar mucho tiempo; ellos disponían del telégrafo y de los ferrocarriles, y si hubieran dicho; no tenemos que dar de comer a los prisioneros, la Francia se hubiera apresurado a socorrer a sus míseros hijos, y no los hubiera dejado morirse de hambre la generosa Bélgica, en cuya frontera hubo culpable abandono.

El espíritu que animaba a los vencedores se revela en el terrible episodio referido por Laurent. Los cautivos van muriéndose de hambre, encuentran al paso quien les da un poco de pan, y la escolta no les deja pararse a cogerlo, y los maltrata y aporrea porque se detienen, y amenaza con el plomo y las bayonetas a sus bienhechores. ¿La humanidad más vulgar no mandaba hacer alto algunos minutos y distribuir con el orden posible la limosna? ¿Tanto tiempo se necesitaba para repartir 200 panes? ¿Cómo hay orden ni consigna que mande maltratar a inermes extenuados por la intemperie, el dolor, la fatiga y el hambre, porque se detienen a coger un pedazo de pan, y cómo hay miserables que cumplimentan la orden? Sí; esos oficiales, con cascos y plumas y pretensiones de caballeros, fueron menos que villanos, porque no han sido hombres. La abyección de los prisioneros disputándose rabiosamente el pan, no es moral, es fisiológica, es patológica, es la fuerza del hambre que enloquece a los que tortura, y ellos no son responsables ni más que el reflejo de la vil crueldad de los que a tal estado los redujeron. No creíamos que en ejércitos regulares de pueblos civilizados hubiese oficiales capaces de proceder tan execrable, pero los ha habido. Allá en Sedán, sin entrañas ni conciencia, ofrecieron un espectáculo que desgarra el corazón compasivo, subleva los nobles sentimientos y da vergüenza a los que tienen verdadera idea del honor. En Sedán ¡ah! ¡Si hubiera sido allí sólo! Pero ¡con cuántos horrores o impiedades parecidas se torturaría a los hombres y se ofendería a Dios en parajes donde no hubo testigos que las hayan revelado!

Y estas crueldades impías son la obra, no sólo de un pueblo civilizado, sino del pueblo más culto, del pueblo alemán, el de las buenas costumbres, del mucho saber, el religioso, el pueblo de la música y de la filosofía, el que dicen que lleva libros santos en el morral y parece después de la victoria tan completamente olvidado de la ley de Dios. ¿Será más duro y pervertido que otro?

Los prusianos y los bávaros ¿serán vencedores más implacables que los ingleses, los rusos o los españoles? No. Esfuerzos de la razón necesitamos para admitir que hijos de España hubieran hecho con los cautivos hambrientos lo que los alemanes de Sedán: el corazón, el amor patrio rechaza esta idea, pero razonablemente no puede sostenerse que ningún pueblo sea más humano después de la victoria que lo ha sido el alemán, y la conclusión lógica es que ningún pueblo del mundo puede hacer la guerra sin crueldad, que en ella se enfurece, se desmoraliza, se deprava, se rebaja; que eso que se llama pundonor militar está mezclado de infamias, y que los que combaten la guerra ésos son los campeones de la gloria y del honor.

Madrid, 23 de Diciembre de 1879.