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ArribaAbajoA los diez años

Entra en el año once La Voz de la Caridad, y al recordar el primer día en que salió, ya nos parece imposible que no vayan pasados más de diez años; ya se nos figura que ha transcurrido menos tiempo.

Esta diferencia de impresión producida por el recuerdo de lo pasado, no es rara; pero tal vez en nosotros se gradúe más, según consideramos lo que hemos intentado hacer, y lo que hemos hecho, los dolores que hemos compadecido y los que hemos podido consolar. ¡Qué largo, qué eterno el tiempo, considerando tantos niños sin ropa, pan ni educación, abandonados por las calles o encerrados, ellos inocentes, en una prisión con sus madres culpables! ¡Qué largo, qué eterno el tiempo, al ver la ignorancia y la miseria de la mujer, que la hace tan desdichada y a veces tan despreciable! ¡Qué largo, qué eterno el tiempo, pensando cómo estaban los pobres heridos y cómo están los enfermos pobres; comparando el precio de los jornales y el de las habitaciones y artículos de primera necesidad; las inequívocas señales de la miseria, irritada a veces, y a veces abatida; y naufragios, y plagas, o inundaciones que matan y afligen a miles de criaturas! ¡Qué largo, qué eterno el tiempo, sabiendo la situación de los míseros encarcelados, y las abominaciones de las cárceles y de los presidios, y la indiferencia todavía más abominable con que se saben o se ignoran!

¿Será mucho que la contemplación de semejantes espectáculos eternice el tiempo, haga de cada año diez, y nos parezca que ha pasado un siglo desde que empezamos a publicar La Voz de la Caridad?

Y cuando consideramos el remedio que hemos procurado a tan hondos padecimientos, las que hemos enjugado de ese mar de lágrimas, ¿cómo no ha de parecer un relámpago el tiempo en que se hizo tan poco? Bien podemos decir que la vida del periódico de los pobres y de los presos es larga para el dolor y breve para el consuelo.

Al cabo de diez años, mirados por esa fase en que parecen eternos, esta publicación ¿no debía haberse afirmado o desaparecido? Aunque sea extraño, no sucede ni lo uno ni lo otro. La Voz de la Caridad, semejante a muchos de los pobres a quienes socorre, tiene poca vida y no se muere; alguna grave dolencia la aqueja y alguna cosa inmortal la anima.

El libro de suscripción de un periódico como el nuestro, al cabo de diez años, es una triste lectura; porque nosotros no podemos ver en los suscriptores público, sino amigos. Y ¿cómo se han ido tantos? ¿Cómo hoy son muchos menos que eran? Unos los ha borrado la muerte, otros se han borrado ellos, y algunos ¿quién sabe si muchos? los habremos borrado nosotros. Los habrá que se han cansado por veleidad de oír hablar siempre de cosas tristes; los habrá a quienes habremos cansado nosotros por no haberlos tratado bien. Siempre resulta, que nuestro libro de suscripción, al cabo de diez años, es un triste libro, donde está la muerte, el desengaño y la impotencia.

Pero si muchos se han ido que no podíamos creer que nos dejasen, muchos también han permanecido con nosotros firmes al pie de la cruz en que sufre la humanidad doliente, y algunos han llegado de nuevo con tanta fe y caridad que nos infunde esperanza. A nuestros viejos y a nuestros nuevos amigos les pedimos auxilio; le necesitamos para que hagan un poco de propaganda, porque La Voz de la Caridad halla menos eco que hace cinco años. ¿Cómo así? ¡Quién sabe! Unos extrañan que no haya muerto, otros que no tenga vida más poderosa; el hecho, que no confirma las predicciones lúgubres ni las placenteras, en definitiva no es muy consolador, porque el hecho es que el número de nuestros amigos ha disminuido. Ésta es nuestra cuita, que les contamos a los que nos quedan; ellos harán por remediarla, y si no pueden, bien sabemos que no la han de calificar de impertinencia. Una suscripción cuesta 10 reales cada seis meses. Y ¿cuánto vale? Para los pobres una limosna, que puede calcularse con exactitud examinando nuestras cuentas; para el que la da acaso también valga algo; tal vez no sea enteramente inútil el memento continuo de los dolores, la rectitud de las intenciones y la sinceridad de las ideas; tal vez contribuya a la perfección moral el comunicar los buenos propósitos y los buenos sentimientos. Decimos tal vez porque sabemos la imperfeoción de nuestra obra, que de haberla realizado como la habíamos concebido, diríamos: seguramente.

Y he aquí otra nueva desgracia que comparecer y que consolar, la de los redactores de La Voz de la Caridad, que comprenden los elementos que les faltan y no tienen medio de reunirlos; que ven, sin poder remediarla, la debilidad de este hijo querido de su entendimiento y de su corazón. Tenemos más analogía de las que a primera vista aparecen con los desvalidos que buscan nuestro patrocinio; necesitados estamos de auxilio y de tolerancia; ojalá que podamos hallarla, y que cuando alguno nos deje porque no le damos gusto, alguno diga también: No los abandonemos; los pobres hacen poco, pero hacen todo lo que pueden.




ArribaAbajoCaja de Ahorros, Monte de Piedad y Cajas Escolares en Salamanca

En el movimiento de estos últimos años, cuya tendencia es estimular el ahorro y contener la usura, echábamos de menos a muchas poblaciones importantes, y entre ellas a Salamanca, cuyo nombre histórico y gloriosas tradiciones la hacen conocida y respetada por todos los amantes de las letras. No se ha hecho esperar mucho tiempo; y comprendiendo que nobleza obliga, acude a llenar un vacío que no debe tener ningún pueblo verdaderamente culto. La prensa comprendiendo y llenando su verdadera misión, y las Corporaciones y los particulares respondiendo a la iniciativa de la prensa, el pensamiento de establecer Monte de Piedad, Caja de Ahorros y Cajas escolares ha sido acogido con entusiasmo y principiado a realizarse porque en la reunión verificada el 22 de Febrero último se nombró una Comisión para que diera dictamen sobre el asunto.

Esta Comisión se compone de las personas siguientes:

Presidente, Sr. D. Jerónimo Mazaruela.

Vicepresidente primero, Sr. D. Manuel Herrero.

Vicepresidente segundo, representante del Ayuntamiento.

Secretario primero, Sr. Barado.

Secretario segundo, Sr. Gago.

Vocales: los Sres. D. Cecilio González, D. Ramón Carranza, D. Silverio Moyano, D. José Secall, D. Ricardo Torroja, D. Adolfo Ruiz, don Gonzalo Sanz y D. Pío Sánchez.

Confiado a la gestión de semejantes personas el proyecto pasará a ser hecho, porque no cabe dudar que hallarán fuerza para realizarle en el deseo del bien que las anima y en la buena voluntad de sus convecinos; todos comprenderán que no está bien quedarse hoy atrás en nada, quien ayer iba tan adelante en todo.

Algunos creen que los buenos tiempos de las poblaciones en decadencia pasaron para no volver; nosotros pensamos, por el contrario, que los buenos tiempos vuelven siempre que hay buenos hombres; y que si en otros siglos los soberanos distribuían con el favor la prosperidad, ésta depende hoy de las condiciones naturales, aún, mucho más, de las morales o intelectuales y más de cada pueblo. La ciudad del Tormes, favorecida por la naturaleza, hijos dignos de su nombre tiene y elementos para ser próspera y floreciente.

Ocúrrenos manifestar tres ideas a los fundadores del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Salamanca, una puesta en práctica en Linares, y las otras que tal vez no son impracticables.

Es la primera disminuir el interés que exige de las cantidades que presta el Monte a medida que son más pequeñas; es la segunda aumentar el interés que da la Caja de Ahorros, a medida que disminuye el valor de la cantidad impuesta.

No es necesario encarecer la conveniencia de entrambas medidas, ni hasta qué punto serán beneficiosas siempre que fueren posibles. Los niveladores brutales son absurdos, tanto como injustos; pero hay también una igualdad matemática que no es la equitativa. El pobre que empeña un objeto que vale poco, hace un sacrificio mayor pagando el mismo rédito que la persona de más medios que deja en prenda una cosa que vale mucho. El papel del Estado, las alhajas que valen miles de reales o miles de duros, como se ven en el Monte de Madrid, ¿no debían empeñarse con un rédito más subido que el único colchón, el abrigo necesario, el último cubierto de plata que lleva una familia sumida en la miseria?

En cuanto a las cantidades impuestas, las más pequeñas suponen más dificultades y más mérito para economizarlas, y necesitan los imponentes mayor estímulo, que en parte podía darse aumentando proporcionalmente el rédito.

La otra idea tiene sólo aplicación en el caso en que excedan a las cantidades pedidas a préstamo las impuestas, si no hay modo seguro de que éstas devenguen un rédito fuera del Monte de Piedad, caso en que se encuentra la Caja de Ahorros de Madrid. ¿Qué debe hacerse? ¿Limitar la admisión de imposiciones, decir no recibo sino hasta tal cantidad? No. Clasificar a los impositores, formar un Jurado que diga los que son pobres y los que no lo son, y excluir a los que no lo sean, mientras haya pobres que quieran imponer, porque estos establecimientos se han fundado para ellos. ¿En qué proporción están hoy entre los imponentes de la Caja de Ahorros de Madrid? No lo sabemos con exactitud; pero sí que muchísimos de los que llevan allí sus economías pertenecen a las clases acomodadas. Mientras no sobre dinero está bien; pero cuando sobra está mal.

¿Convendría indicar algo de esto en los reglamentos que se hagan y modificar los existentes? El tiempo contestará a esta pregunta, como ha contestado a otras; entretanto nosotros felicitamos a Salamanca, que con la publicación de su Biblioteca y la creación del Monte de Piedad, Caja de Ahorros y Cajas escolares revela nueva energía en su existencia moral e intelectual.




ArribaAbajoInstrucciones de salvamento

El Sr. Director de Hidrografía ha tenido la bondad de dirigirse a nosotros, diciendo, entre otras cosas, lo siguiente:

«Tengo el gusto de manifestar a usted que con fecha 20 de Noviembre de 1868 se publicó y circuló, como de costumbre en todos los puertos, el aviso a los navegantes núm. 79 del citado año, que contenía dichas instrucciones para el uso de los aparatos de cohetes, y que sirve asimismo para todo sistema de lanzacabos.

»También se publicó una copia de ellas en una de las Gacetas de Noviembre y en el Anuario de esta Dirección, núm. 7.º, correspondiente a 1868.

»A mayor abundamiento, está en prensa para la Revista general de Marina un trabajo en el que se han repetir estas y otras útiles advertencias.»

Reconocemos con mucho gusto el error en que estábamos al suponer que no se había dado por el Ministerio de Marina la publicidad conveniente a las instrucciones para hacer uso de los auxilios que prestan a los náufragos las estaciones de salvamento.

Hecha esta justa rectificación, tenemos el sentimiento de ver que, en este caso como en otros, imprimir no es publicar, y que como no se sabe el derecho consignado en las leyes, se ignora el modo de utilizar los aparatos de salvamento, aunque esta ignorancia pueda costar a veces la vida. Lo grave es que como el que ignora no lo sabe, no se halla en el caso de remediar por sí mismo el mal ni aún de desearlo, y, a la manera del enfermo del Evangelio, no puede curarse si no hay alguno que le coja y le lleve a las aguas que dan la salud.

En el asunto que nos ocupa ocurren tres medios para ver de evitar el daño:

1.º Que el Sr. Ministro de Estado gestione para que las instrucciones que llevan las tablillas se escriban, no sólo en francés, inglés y alemán, sino también en español; y con esto serían comprensibles para todos los navegantes; para los italianos y portugueses por la gran semejanza de la lengua, y por ser la propia de todos los estados de América que pertenecieron a España, y porque saben inglés los marinos del Norte de Europa, que dejan en invierno sus mares helados.

2.º Que las instrucciones de que se trata se imprimieran en cartillas, que, teniendo un coste insignificante, podrían darse casi de balde, extendiéndolas así entre los navegantes.

3.º Que algunas personas caritativas se asociasen en los puertos de mar para enseñar a los marineros el modo de utilizar los auxilios que se les envían de las estaciones de salvamento.

He aquí tres medios distintos que constituirán probablemente una inútil aspiración verdadera.




ArribaAbajoAl pueblo de su naturaleza


Artículo primero

Las palabras que sirven de epígrafe a este artículo constituyen con frecuencia una orden dada por la autoridad gubernativa a sus agentes, que en virtud de ella aprisionan a los mendigos y los llevan a la pequeña villa o a la miserable aldea donde han nacido. Son hombres robustos que pueden trabajar, y hombres inválidos; mujeres honradas, que por serlo han agotado sus fuerzas en un trabajo mal retribuido y se hallan extenuadas, y mujeres perdidas; niños que con precoz perversión se ríen de las cosas santas, y niños inocentes que lloran de hambre y de frío. Todos revueltos y confundidos doblan el cuello bajo el mandato de la autoridad, afligidos, resignados o indiferentes, según las circunstancias de cada uno, y, por lo general, con una pena en razón inversa de la culpa, siendo los que no tienen ninguna los más atribulados.

¿Qué precauciones se toman, qué antecedentes se consultan, qué informes se piden para no confundir lo que debe separarse, para no envolver en el mismo anatema a los que son tan diferentes, para no agravar el dolor de los que merecían consuelo? ¿Qué ley, qué principio equitativo, qué consideración moral, qué alta conveniencia, qué sentimiento humanitario determinan aquella medida? ¿Qué carácter tiene?

El de Policía urbana: éste es el carácter, por lo común, de las órdenes y bandos que reducen a prisión a los mendigos y los envían al pueblo de su naturaleza. Sucios, haraposos, repugnan, apestan, y se los barre de las calles, como las inmundicias, para verterlos en el campo: allí nadie se mete con ellos, y el mismo Gobernador, que fue inexorable en la ciudad, no les dice nada en la villa o en la aldea. Los ciudadanos se encuentran bien con estas determinaciones, y es aplaudida la autoridad que les quita los pobres de las calles y de las puertas; de manera que el público, cómplice de los vagos mendigos, puesto que los mantiene, lo es también de la autoridad, que atropella a los que piden limosna porque no encuentran trabajo o porque no pueden trabajar, y aplaude, o por lo menos no censura como debiera, que una cuestión tan grave la resuelva en principio una autoridad que puede ser persona de poca ilustración, y en la práctica un dependiente suyo que suele ser a veces un cualquiera.

El Gobernador, que envía a los mendigos al pueblo de su naturaleza, legisla; les impone la pena de confinamiento, que sin forma legal aplican los jueces. ¡Y qué jueces! La fama de nuestros agentes de Policía y de Orden público, salvas honrosas excepciones, no es una garantía contra ningún género de abusos, y sea o no merecida, un personal subalterno, cuya moralidad está expuesta a continuos ataques, es el encargado de atar y desatar en materia de mendicidad; de hacer que no ve a uno que pide limosna, de acechar a otro, de prender al que la ha pedido, aunque el acusado lo niegue y no haya testigos; de soltar por... por lo que sea, al que indudablemente la pidió. La arbitrariedad es siempre mala; cuando se trata de la aplicación de penas, peor, y pésima puesta en manos subalternas, que, caso de ser honradas, serán torpes.

Sin más elevación ni otras tendencias que las que inspiran una medida de Policía urbana, las Autoridades legislan, imponen penas y definen delitos que no lo son sino en el casco de una ciudad importante, y que dejan de serlo o de penarse si el que manda no es del mismo modo de pensar que su antecesor, lo cual por ser tan frecuente, se puede tener por muy probable. Así, según la población que habite y la época en que esté en ella, el mendigo implora la caridad pública impunemente o es penado por implorarla.

En este último caso, cuando se le envía al pueblo de su naturaleza, prescindiendo por un momento de que contra derecho se le confina, vengamos al hecho y consideremos cómo pasa, y preguntemos:

¿Adónde va el mendigo?

¿Quién es?, porque según a donde vaya y quien sea, las cosas sucederán de muy distinto modo.

Puede ir a un lugar donde ya no viven sus parientes y amigos, pero sí el recuerdo de alguna falta que cometió en su niñez o en su juventud, y que le cierra muchas puertas, si no todas;

Puede ir a un lugar donde cometió un delito, donde su nombre está cubierto de infamia, donde encuentra a sus cómplices o instigadores impunes, a los que aborrece o le aborrecen, y cuya ofensa y daño, medio borrados por el tiempo, reaparecen a la vista del ofensor;

Puede ir a un lugar donde una familia honrada ve llegar entre Guardias civiles a la hija que la deshonró;

Puede ir a un lugar donde hay buenas costumbres, que contribuye a pervertir, y buena salud, que contribuye a dañar;

Puede ir a un lugar donde encuentre trabajo o donde no lo encuentre, donde su oficio preste utilidad y donde no tenga aplicación alguna;

Puede ir a un lugar cuyo clima y condiciones son indiferentes, buenas o fatales para su alterada salud;

Puede ir a un lugar donde sus malos instintos hallen freno o estímulo, y con el ejemplo y la complicidad le conviertan de vago en ladrón o asesino;

Puede ir a un lugar adonde halle compasiónpara su desdicha o donde todos estén sordos a la misericordia, donde todavía conserve relaciones o sea enteramente extraño;

Puede ir a un lugar donde sus padecimientos inspiren lástima o repulsión, por el terror egoísta frecuente en los aldeanos cuando ven una enfermedad a su parecer contagiosa;

Puede ir a una comarca en que haya escasez, abundancia o miseria; donde los naturales tengan medios de socorrer al recién venido o abandonen sus hogares acosados por el hambre.

Éstas y otras diferencias de recursos y disposiciones hallan en el pueblo de su naturaleza las personas de circunstancias y moralidad tan diferentes, que son confinadas a él en virtud de disposición gubernativa.

Para convencerse de lo injusto e inútil de esta arbitrariedad, aún bajo el punto de vista de los que la disponen y aplauden, bastaría acompañar a los que son objeto de ella.

Primeramente, muchos de los que han caído en la red administrativa, roen sus mallas, y por motivos que no son razones o que asisten igualmente a otros que las exponen en vano, se quedan, mientras los demás se van. Según la estación, la topografía, la distancia y la condición de conductores, conducidos, y carácter de los países que atraviesan, el viaje es un vía crucis o una excursión de recreo, una escena de dolor o de escándalo.

Los forzados viajeros, débiles o fuertes, honrados o pícaros, inofensivos o peligrosos, ya están en el pueblo de su naturaleza. ¿Qué harán allí? ¿Qué hará la autoridad local con ellos? ¿Qué pensarán los vecinos?

Harán lo mismo que hacían en la ciudad de donde vienen: los que querían trabajar y no encontraban en dónde, buscar trabajo, y probablemente en vano; los holgazanes holgar, y todos pedir a la compasión, al vicio o al crimen el sustento que necesitan: esto harán, a menos de circunstancias muy favorables y excepcionales.

¿La autoridad qué ha de hacer? En una pobre villa o miserable aldea, ¿tendrá medios y recursos que han faltado en las grandes poblaciones? Ella que puede menos, ¿hará lo que no hicieron los que pueden más? La medida en virtud de la cual vienen a su jurisdicción aquellos mendigos, ¿no es una prueba de la impotencia del que los envía? ¿No significa que en la ciudad no hubo caridad bien entendida para los que no podían trabajar; trabajo para los validos, represión para los que la mereciesen? El Gobernador quiere que el Alcalde haga en la aldea lo que él no puede hacer en la capital, y deseo tan irrealizable, claro está que no será realizado.

En cuanto a lo que pensarán los vecinos, ocurre la duda de si pensarán algo; porque semejantes medidas de la Administración son la consecuencia y la prueba de lo poco que piensan los administrados. Los que piensen, pueden pensar y decir: El arrendamiento que pagamos a los señores y las contribuciones al Gobierno, van a las grandes poblaciones, donde gastan sus rentas los que las tienen, sus ganancias los que las realizan; donde están los centros de Enseñanza y de Hacienda, de Administración, de Guerra; donde hay masas de hombres armados o inermes que viven del presupuesto y le consumen; allí enviamos nuestros hijos robustos, nuestras hijas honradas; ninguna condición se pone para dejarlos entrar; se necesitan sus brazos y se utilizan; y cuando ya no hay trabajo o cuando no pueden o no quieren trabajar, cuando el vicio, la edad o la miseria los ha degradado o debilitado, nos los devuelven inválidos o corrompidos, para que los mantengamos y los regeneremos, nosotros que somos pobres e ignorantes. Las grandes poblaciones, como bombas aspirantes o impelentes, absorben sana la población de los campos, y quieren arrojarla, vomitarla sobre ellos después de haberla contaminado en sus entrañas enfermas. Los medios materiales, morales e intelectuales para sostener, corregir o enfrenar a esos desdichados o indignos que nos devuelven, allá están donde está la riqueza y el saber, no aquí, donde en el orden económico y en el intelectual tenemos tan pocos recursos. Nosotros que pagamos la universidad donde no hemos de aprender, el hospital para sufrir y morir en nuestra casa, y tantas y tantas cosas de que nada aprovechamos, en cambio de tantos sacrificios ¿nos escupirán de vez en cuando con la baba corrosiva de la gente de mal vivir, y las poblaciones importantes, que tienen elementos, que deben tenerlos, para remediar las miserias materiales y morales que causan, las esparcirán por sistema para que germinen y fructifiquen? Contra las pestes que vienen de fuera, ponen cordones sanitarios; ¿y para propagar las pestes morales del interior emplean la autoridad y la fuerza pública?

Todo esto no lo formulan así claramente muchos, pero algunos lo piensan y un número mayor lo entrevén o lo sienten: sabida o ignorada, la injusticia da siempre sus tristes frutos, y lo imposible no se realiza aunque se mande y el mandato tenga el apoyo de la opinión y de la fuerza pública. Decimos de la opinión, porque ella es la primera causa del abuso que lamentamos; y personas de diferentes ideas, opiniones y partidos políticos que no convienen en nada, están conformes en aplaudir al Gobernador o Alcalde de que les quita los pobres de la puerta y de la calle por cualquier medio, y los envía al pueblo de su naturaleza con las mujeres de mal vivir que no están gubernativamente autorizadas para vivir mal.




Artículo segundo

Decíamos en nuestro primer artículo que la injusticia sabida o ignorada da siempre sus tristes frutos, y que lo imposible no se realiza, aunque tenga el apoyo de la opinión y de la fuerza pública. En efecto, los mendigos llevados por fuerza al lugar donde nacieron

Quieren trabajar, y no encuentran trabajo;

No quieren trabajar;

No pueden trabajar;

y como en el pueblo de su naturaleza, ni habrá trabajo, ni medios coercitivos para hacer trabajar a los holgazanes, ni casas de beneficencia para los inválidos, continuarán pidiendo limosna. Como ésta será escasa entre gente pobre, si hay frutos en los campos u objetos útiles en la casa mal cerrada, el hambre, que es mala consejera, no será raro que impulse a tomar lo ajeno, y respétese o no, los mendigos se irán volviendo al pueblo de donde fueron expulsados o a cualquier otro con bastantes recursos para mantenerlos. Ya se comprende que las autoridades locales de los pueblos adonde han sido confinados, no tienen ningún empeño ni razón para retenerlos, y ya se sabe que están en libertad de ir adonde quieren y suelen volver adonde estaban.

Resulta, pues, que aunque se prescinda de la justicia, no se atienda más que a la conveniencia o al gusto, ni se vea en los mendigos sino objetos repugnantes a que se aplican medidas de policía urbana, las calles y plazas no se limpian de ellos sino momentáneamente. Cuando se recluyen en algún establecimiento, las cosas no van mucho mejor, y por el continuo entrar y salir y el movimiento incesante de los asilados, se puede calcular la eficacia de estos medios para reprimir la mendicidad.

Pero como no se debe prescindir de la justicia ni en este asunto ni en ningún otro, y si se prescinde es en daño de todos, aplicándola se reduciría la mendicidad a menores proporciones, porque pensar en suprimirla, y más en un país de las condiciones de España, es un sueño, por no decir otra cosa.

Queremos misericordia para los que sufren, y justicia para todos, seguros de que con ella se alcanzaría más que con medidas arbitrarias.

En una población en que hay un gobernador, o un alcalde de esos que persiguen la mendicidad a raja tabla, puede decirse que el que pide una limosna está fuera de la ley; tiene la suya el ladrón y el asesino, que por trámites legales son juzgados; para el mendigo la ley es la voluntad de un hombre, y se lo aplica, sin oírle, por gente que suele carecer para ello de aptitud intelectual y moral. Hay pocas cosas tan irritantes como un agente de policía amenazando o maltratando a un anciano, a una mujer con aspecto enfermizo, a un niño que llora, y llevándolos presos porque han pedido limosna. En estos casos, el pueblo se pone siempre de parte de los mendigos, y en ocasiones pasan a vías de hecho, para salvarlos de los agentes de la autoridad. Ésta debía meditar sobre el hecho; considerar si la conciencia pública está extraviada o el funcionario se extralimita, y preguntarse por qué se aplaude a la policía cuando reduce a prisión a un delincuente, y se la censura cuando lleva preso a un mendigo.

Debemos declarar que la mendicidad nos parece un mal gravísimo y nos repugna como al que más. En nuestra juventud, la compasión irreflexiva nos hacía abogar por el mendigo inválido, y pedir para él la libertad de implorar la pública compasión; hoy, después de haber vivido y observado, hemos variado de opinión, desautorizamos lo que en aquel sentido hemos dicho, y creemos que la mendicidad rebaja, envilece, desmoraliza, y que el mendigo, si lo es habitualmente, aunque lo sea por necesidad, debe borrarse del número de los hombres dignos, y por regla general, de los honrados. Como hay oficios físicamente malsanos, que indefectiblemente alteran la salud de los que a ellos se dedican, también en la moral los hay fatales para la virtud, y el del mendigo, cuando por tal le toma, apenas es compatible con ella: resumamos los principales elementos de que se compone su degradación.

1.º La primera vez que un hombre pide, le cuesta trabajo, a veces un grande esfuerzo, hasta que el hábito viene a vencer la repugnancia; cuando ésta desaparece, va con ella el sentimiento de dignidad.

2.º El mendigo está ocioso y sufre la influencia moral de la ociosidad; enérvanse las facultades que no ejercita; viene el tedio de la inacción, indefectible en un ser como el hombre esencialmente activo, y para combatirlo, los acres estimulantes del vicio o la atonía de un embrutecimiento pasivo.

3.º La mentira, ya para fingir males que no se experimentan, ya para exagerar los que se sufren, aún cuando sea cómplice de ella la dureza o credulidad del público, no deja de envilecer al mentiroso.

4.º La vida errante. Hay muchos mendigos que no tienen hogar, y aún aquellos que le tienen puede decirse que no viven en él, porque no entran allí más que para dormir: ya se sabe que es un elemento de inmoralidad el no vivir lo suficiente en familia.

5.º La continua comparación de la propia miseria y la ajena prosperidad: el mendigo acude a los parajes en que hay gente que puede darle. Paseos concurridos, entradas de los templos en las grandes solemnidades, puertas de los teatros y cafés, fiestas, ferias, etc., etc. A todos estos lugares va la gente rica, bien acomodada; y aún la pobre con su mejor vestido no se lo parece al mendigo, que compara todos aquellos trajes con sus harapos y el alegre bullicio con la triste monotonía de su voz ronca.

6.º Las continuas pruebas de indiferencia, de desdén, de antipatía que inspira su desgracia y su abnegación: algunos compadecen y socorren, pero la inmensa mayoría pasa de largo sin reparar o aparta la vista con repugnancia. ¡El hambre, el frío, la desnudez, implorando en vano al que se regala, va en coche o perfectamente abrigado, sale del restaurant, entra en el café, sube al teatro! También a esto se acostumbra el mendigo; pero si el hábito de pedir le costó el sacrificio de su dignidad, sólo a costa de su sensibilidad verá sin exasperarse que no le socorren los que a su parecer (aunque acaso esté equivocado) podían socorrerle; la dureza que él ve, o supone en los otros, le hace duro.

7.º La eventualidad de los recursos, la desigualdad con que recibe los socorros, la alternativa de carecer de lo más necesario a tener medios de procurarse lo superfluo, de un día de hambre y otro en que hay medios de excederse en la comida y la bebida. Sabido es que, aún entre los trabajadores que viven en condiciones muy ventajosas respecto al mendigo, es una causa de desórdenes y vicios el no contar sino con recursos eventuales, el no ganar nada unos días y realizar otros ganancias relativamente grandes: en estos casos, la irregularidad de los ingresos es raro que no se comunique a la vida toda, y que a la falta de método no acompañe la de moralidad.

Estas condiciones morales y materiales en que vive el mendigo de oficio, son propias para depravar, y depravan por regla general. Todo pueblo en que la mendicidad tome grandes proporciones, tendrá en ella un plantel de criminales y viciosos, una fuente inagotable de oprobio, envilecimiento y maldad.

El pobre inválido que mendiga porque no es socorrido en su casa o en un establecimiento benéfico, no tiene culpa, pero hace daño de varios modos, y entre otros, familiarizando con el espectáculo de la mendicidad, y quitándole, como necesaria, parte de lo que tiene de repulsiva. Los pobres dignos no piden limosna: los hay que prefieren la muerte a semejante envilecimiento,12 y esta dignidad, la mejor garantía contra la mendicidad viciosa, esta dignidad tan difícil, tan respetable, tan admirable, podemos decir sin exageración, debía custodiarse como una cosa sagrada para el que la respeta, o siquiera como una cosa útil; y es mal medio de fomentarla ofrecerle de continuo el espectáculo del mendigo, que, aunque sea inválido, no deja de familiarizar con un modo de ser repulsivo para todo hombre honrado.

No desconocemos, pues, el daño moral que resulta de vivir de limosna, aún los que la piden porque no pueden trabajar; daño acrecentado respecto a los que mendigan por aversión al trabajo, y esto aún cuando unos y otros estén solos, que si tienen hijos, apenas puede calcularse hasta qué punto se agrava el mal.

Reflexionando sobre estas circunstancias, se comprenden los sentimientos encontrados que inspira el que pide, como unos aplauden al gobernador que le arroja de la población y otros quieren rescatarle del poder de sus agentes. Es que unos consideran la abyección del mendigo y otros la desgracia del hombre. ¿Pide por necesidad, o por vicio? Nadie lo sabe, y en la duda unos compadecen y otros condenan. ¿Quién tiene razón? Éstos o aquéllos, según los casos.

El mendigo, perseguido (en España por excepción), despreciado, por regla general socorrido, puesto que vive, ¿no revela sentimientos y hechos contradictorios y falta de lógica y de justicia en una sociedad que arroja al mismo tiempo sobre miles de criaturas la compasión y el oprobio? Este solo hecho, evidente para todo el que quiera observar y constante, prueba que se trata de un problema difícil por lo complejo, doloroso por los sufrimientos que entraña, imposible de olvidar porque va acompañado siempre de un terrible memento. ¿Y cuestión tan ardua y aflictiva pretende resolverse con medidas parciales y arbitrarias? Arbitrariamente no se remedia ningún mal; pero si así se remediaran todos menos uno, ése sería la mendicidad. En otro artículo procuraremos ver cómo podría disminuirse, ya que extinguirla por completo nos parezca imposible en nuestro país y en nuestra época.




Artículo tercero y último

No se conseguirá limitar la mendicidad al mínimum posible con leyes, reglamentos o medidas arbitrarias; a riesgo de importunar, hemos de repetirlo, porque entre nosotros es una especie de manía echar la culpa de todo el mal que sucede al Gobierno y esperarlo todo de él.

Sería instructiva, si con alguna exactitud pudiera hacerse, la historia de la mendicidad; por ella se vería cómo la constitución política, el estado social, las ideas religiosas, la producción y la distribución de la riqueza, las instituciones todas y las costumbres, contribuyen a que sea mayor el número de los que imploran la caridad pública. Lejos estamos de tener los conocimientos necesarios para narrar las vicisitudes de esta llaga social, que, según los tiempos y lugares, se agrava, se alivia o se hace cancerosa. Pero la historia, aunque no se escriba ni se sepa, existe; el pasado de cada pueblo influye en su presente, y si aplicamos esta verdad, de todos sabida, al asunto que nos ocupa, notaremos que en un pueblo donde las órdenes religiosas llamadas mendicantes contaban muchos miles de individuos que se extendían por todo el territorio, siendo apóstoles que predicaban, sacerdotes que celebraban el oficio divino, jueces que condenaban o absolvían en nombre de Dios; donde los que vivían de limosna eran respetados, y un mendigo podía llegar a ser el cardenal Cisneros; en un país donde se ha mendigado en tan grande escala, por tanto tiempo y con tanta honra y provecho, la mendicidad tiene que haber echado profundas raíces, y la opinión pública no puede serle tan hostil como sería necesario para reprimirla.

Hay que procurar un cambio en la opinión; más para contribuir a él no calumniemos a nuestros antepasados porque mantenían miles de mendigos, unos con hábito y otros sin él. La mendicidad colectiva, honrada, sagrada puede decirse, que hoy nos parece un absurdo, fue un progreso, y el cordón de San Francisco un lazo de fraternidad entre los hombres. El fraile mendicante era un obrero de la viña del Señor, que nada exigía por su trabajo, dejando la retribución en manos de la Providencia: su vocación era un acto de fe y de esperanza que venía a completar la caridad. En el fondo de esa institución, mal comprendida a veces y otras calumniada, estaba la humildad, el sacrificio, la confianza en el amor de los hombres y en la protección del Padre celestial.

La pobreza tan despreciada se rehabilitaba en estos pobres consagrados, que no desconocían en el hombre más miserable y haraposo la imagen de Dios y el redimido por Jesucristo. Bajo el sayal tosco y sucio latía el corazón puro que se elevaba al cielo, y la aversión a veces exagerada de las grandezas de la tierra y el descuido del cuerpo fueron la reacción contra la preponderancia que la materia había adquirido sobre el espíritu.

El desprecio hacia los pequeños y los débiles, el duro desdén de la aristocracia, tuvieron un correctivo en esa numerosa milicia que, salida de las últimas clases del pueblo, hollaba atrevidamente con sacia sandalia el rico tapiz, hacía resonar la voz severa o amenazadora bajo el dorado techo, y renunciando a las grandezas de la tierra, se ponía a nivel, y a veces muy por encima de los grandes y de los magnates.

Ennoblecer la pobreza; contribuir poderosamente a suprimir desigualdades injustificadas entre los hombres; amarlos y confiar en su amor o hacer por el de Dios el bien que las criaturas a veces desconocían, tales son, a nuestro parecer, los elementos divinos que dieron vida a las órdenes mendicantes, mezclados con imperfecciones humanas; cuando andando y variando los tiempos éstas prevalecieron, desnaturalizando la institución, que, por otra parte, no estaba ya en armonía con otros componentes sociales, desapareció, siendo objeto de acusaciones a que no siempre ha presidido la justicia.

Tal vez parezca contradictorio que atribuyamos beneficiosa influencia moral y social a las órdenes mendicantes, después de haber considerado tantos males como en sí lleva la mendicidad, males no contingentes, sino necesarios porque están en la íntima esencia de ella. Pero téngase en cuenta que los religiosos que pedían eran mendigos que trabajaban, amaban e inspiraban respeto: cuando dejaron de trabajar activamente, de amar a los hombres lo bastante para estar animados del espíritu de sacrificio, y, en fin, de inspirar general respeto, pudieron verse las consecuencias morales de vivir de limosna, y observarse muchos puntos de semejanza entre el fraile mendicante y el mendigo.

Cualquiera que sea el modo de apreciar estas circunstancias, la de haber tenido entre nosotros tanto incremento las órdenes mendicantes y la costumbres de todas las religiosas de dar limosna sin criterio a la puerta del convento, no podrá desconocerse que es un antecedente histórico que predispone la opinión pública a ser tolerante con la mendicidad y un obstáculo más para enfrenarla.

Pero las dificultades de una obra necesaria deben reconocerse para vencerlas, no para que sirvan de apoyo al desaliento cobarde y egoísta, que declara imposible todo lo que no es agradable o fácil.

Desde que ha habido un hombre con algún sobrante y la voluntad de darlo en todo o en parte al que careciese de lo necesario, hubo algún desvalido o que fingió serlo, y empezó la mendicidad. Esto aparece en la historia como un espectro, ya amenazador, ya dolorido; cuenta los años por miles, como una llaga sobre la cual se echa bálsamo, o a la que se aplica el cauterio, y pasan siglos, y el que se acaba lega al que empieza la herencia desdichada. ¿Es necesario saber más para comprender que estamos enfrente de un problema, si no insoluble, de solución muy difícil? ¿Es necesario saber más para sustituir la ligereza con la reflexión y convencerse de que males que tienen tan profundas raíces no se desarraigan con la débil mano de la arbitrariedad y sin el concurso de todas las fuerzas sociales?

Primeramente, hay que distinguir entre el mendigo y el que pide limosna.

Mendigo es el que vive de implorar constante y públicamente la caridad; los hay de dos clases: unos que no pueden trabajar, y otros que no quieren.

Todo el que no posee otros recursos que su trabajo, y se halla incapacitado para trabajar, si no tiene personas que deban y puedan sustentarle, debe ser recibido en una casa benéfica, o mejor, socorrido a domicilio; el número no sería tan grande como se cree, porque hay pocas personas que no pueden hacer absolutamente nada: el cojo puede tener labor sedentaria, el manco llevar recados, distribuir papeles, y, en general, los débiles emplearse en ocupaciones que no necesitan fuerza. Ya en su misma familia, ya en otra a la cual se agregasen, y mejor en el campo que en las ciudades, con un pequeño socorro dado a domicilio, podía evitarse que pidiesen limosna estos semi inválidos; para los imposibilitados completamente el socorro tendría que ser mayor. Con esta medida, que no ofrece ninguna insuperable dificultad, se lograrían desde luego grandes ventajas. Estando los verdaderos inválidos socorridos, el público sabría que eran impostores los que le imploraban y no los habría: primera ventaja.

Un inválido, si lo es por enfermedad muy ostensible y acaso muy repugnante, constituye una renta para la familia; no es raro ver al padre, a la madre, a los hermanos, o a todos, vivir de la limosna que saca el ciego, el deforme, el accidentado, el imbécil, etc., etc.; suprimir este abuso y repugnante inmoralidad sería la segunda ventaja de dar lo necesario al inválido.

Ciertos inválidos, que lo son por carencia de suficientes facultades intelectuales, que las pierden por excesos, o que por cualquiera otra causa excitan las burlas de los muchachos, dan pávulo a su malignidad y origen a escenas repugnantes con daño moral de todos, y evitarle sería la tercera ventaja de la medida que proponemos.

El inválido, según la enfermedad porque lo sea, inspira mayor o menor compasión, y, según días y lugares, recoge más o menos de lo que necesita, resultando, de unas a otras épocas y de unos a otros individuos, una desigualdad perjudicial; agréguese que la necesidad de arrostrar la intemperie y de hacer patente el mal, la acrecienta, hace incurable el que tal vez podía curarse, resultando de todo nuevos inconvenientes y haciendo más patentes las ventajas de no confiar el socorro de los inválidos a la pública caridad.

Otra ventaja sería una grande economía de mantener sólo a los verdaderos inválidos, mientras que ahora se sustenta además a los fingidos, y, en muchos casos, a las familias de todos.

La mendicidad de los niños también debería prohibirse absoluta y severamente. Ya en otras ocasiones lo hemos dicho: consentir que mendigue el niño, es abandonarle a la perdición, es cultivar un plantel de gente viciosa y degradada bien dispuesta para ser criminal; es desconocer, no ya solamente la justicia, sino la más vulgar prudencia, y hasta el egoísmo, que aconseja no dar pávulo a tantos malos instintos como se fomentan en el niño a quien se consiente mendigar.

El niño, como el inválido, es en ocasiones un recurso para la familia que lo explota, y padres y madres indignos ostentan las infelices criaturas como otras tantas llagas para excitar compasión. Otras veces no son sus padres, sino algún otro que recibe de ellos o saca de la Inclusa el niño que de varios modos, a cual más perversos, se propone explotar.

Los niños que mendigan se hallan en situaciones muy diferentes, según la de sus padres, que a veces deberían ser responsables y aún justiciables por el abandono en que los dejan; de todos modos, debía prohibirse absolutamente que mendigasen, ya recogiéndoles en un asilo benéfico, ya colocándolos en una casa honrada, ya socorriéndolos en la suya, cuando toda la buena voluntad de los padres no basta para procurarles lo indispensable.

Restados de la masa de los mendigos los niños y los inválidos o que fingen serlo, no quedaba más que los que no quieren trabajar, porque los que lo desean y no hallan trabajo, aunque la necesidad extrema los obligue a pedir limosna, no deben llamarse mendigos. ¿Y cómo distinguir unos de otros?

La diminución de la mendicidad no puede ser obra de las leyes ni de las autoridades si el público no las apoya eficazmente, o mejor dicho, si no hace la mayor parte de la obra.

Separados los inválidos y los niños, el problema se simplifica mucho; pero todavía es completamente insoluble sin la activa y constante intervención de la caridad. Trátase de

Pobres que mendigan porque no quieren trabajar;

Pobres que mendigan porque no encuentran trabajo.

¿Cómo distinguirlos? ¿Cómo socorrerlos?

Nótese bien que cuando se pena a un mendigo recluyéndole contra su voluntad, o confinándole al pueblo de su naturaleza, dígase o no, se parte del supuesto de que ha cometido un delito. Pero este delito no puede cometerlo solo; tiene un cómplice, que es el público, y aun podía llamarse coautor, puesto que sin su cooperación el delito no podía consumarse; si no hubiese hombres que diesen, no habría hombres que pidieran. Pero el público, se dirá, son todos y no es nadie. ¿Cómo se convierte esta respoilsabilidad colectiva en individual? No es tan difícil; cuando se coge a un mendigo in fraganti, es muy fácil y muy común ver al que la socorre, es decir, a su cómplice cuando menos. ¿Cómo se castiga al uno y el otro queda impune? ¿Por qué no van los dos a la prevención?

La pregunta sorprende; la idea escandaliza; el hecho sublevaría. ¡Prender por dar una limosna, por compadecer al desvalido, por procurar hacer menos dolorosa su triste situación! ¡Castigar la caridad!

Cierto que es cosa chocante y censurable; ¡pero prender por pedir pan teniendo hambre, por dirigirse a los sentimientos compasivos, por buscar un alivio a un agudo sufrimiento! ¡Castigar la desgracia! Será cosa que choque menos, no que deba aplaudirse más. El que socorre al desvalido, cumple con un deber moral; el que pide socorro cuando le necesita, ejerce un derecho natural, y hasta se halla en el deber de hacerlo; porque, no siéndole permitido el suicidio, está en la obligación de recurrir al único medio moral que le queda para sustentar la vida. ¿Hace bien el que se suicida por no pedir limosna, sí o no. Si la ley dice que no, concede permiso para pedir pan por no morirse de hambre: si la ley dice que sí, ¡qué ley!

Pero la ley no responde, no puede responder afirmativamente; y al condenar, como tiene que hacerlo, el suicidio en absoluto, no puede reprobar sino condicionalmente el hecho de pedir lo necesario para sustentar la vida, cuando de ello se carece.

Esta reprobación condicional significa que no se dirige al verdadero e involuntariamente necesitado, al que busca en vano trabajo, y no hallándolo, por no morirse, pide, sino al holgazán, al pervertido, que quieren vivir del trabajo ajeno, formándose una renta con la caridad que engaña, y con la cual proveen, no sólo a sus necesidades, sino también a sus vicios.

Siempre volvemos a la distinción necesaria entre el que pide por necesidad y el que pide por vicio. Pero ¿cómo hacerla? Ésta es la dificultad, fácil de vencer tratándose de niños o inválidos, difícil respecto a los demás mendigos, insuperable si la ley y las autoridades no tienen el apoyo eficaz de la opinión y el auxilio activo, inteligente, perseverante de numerosas asociaciones benéficas. Ellas solas pueden ejercer una piadosa tutela respecto a los niños moral o materialmente huérfanos; cuidar de que los inválidos no sean maltratados ni se nieguen a prestar aquellos servicios para que son aptos; hacer la distinción del mendigo de oficio y el que pide por necesidad, y cuándo ésta es permanente o pasajera, y procurar socorros según los casos, ya independientes de la beneficencia oficial, ya armonizándose con ella.

No hay más medio de reducir la mendicidad al mínimum posible, que socorrer ordenadamente a los verdaderos necesitados, distinguiéndolos de los que no lo son. Pero no es un agente de policía el que ha de clasificarlos, ni una autoridad por elevada que sea, sino personas con aptitud moral, intelectual y material para hacer la clasificación, que no tendría fuerza legal sino respecto a los niños y a los inválidos que el médico certificase que lo eran.