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Arlt: ciudad real, ciudad imaginaria, ciudad reformada

Beatriz Sarlo



«Cada época exige su propia forma. Nuestra misión es la de dar a nuestro nuevo mundo una nueva forma con medios modernos. Pero nuestro conocimiento del pasado es una carga que pesa sobre nuestras espaldas: la afirmación indiscriminada de la edad presente presupone la despiadada negación del pasado».


Hannes Meyer1                







El vacío de la historia

¿Qué es posible ver? ¿Cómo se ve y por qué se ve lo que se dice ver? A fin de los años veinte y comienzos de los treinta, dos extranjeros, Le Corbusier y Wladimiro Acosta, y un argentino, Roberto Arlt, miran Buenos Aires. Para los tres la visión y la crítica son momentos inseparables porque, de maneras diferentes, los tres elaboran sobre el presente un juicio que sólo termina de desplegarse en la hipótesis de futuro: la visión es programática en los dos arquitectos, Le Corbusier y Acosta, pero también en el mundo ficcional de las novelas arltianas. Y, como corresponde, el programa pone condiciones a una lógica de la mirada que jamás se desplaza con descuido sobre los objetos y los espacios de una ciudad como Buenos Aires: mirada obsesiva una vez que ha puesto en foco lo que se quiere ver, pero también mirada que no pretende producir un inventario realista de lo visible.

Es verdad, las miradas de estos tres hombres ignoran el desplazamiento tranquilo por el espacio de la ciudad, conservan poco del ocio del flâneur o del viajero para ser miradas productivas de configuraciones estéticas o urbanas ideales. Ellas definen y, al mismo tiempo, surgen de un aparato óptico que clasifica las imágenes2, las organiza en un espacio intelectual que es distinto del espacio físico donde la ciudad empírica, descompuesta y recompuesta por las transformaciones que intervienen en ella desde fin de siglo, es el soporte sobre el que se imprime una ciudad imaginada, la ciudad futura: allí el presente será reparado por la imaginación urbana (en el caso de Arlt), la reconfiguración (en el de Acosta). De lo que se trata es de denunciar a Buenos Aires al mismo tiempo que se la percibe: en este sentido, la visión renuncia (en diversos grados) tanto a la neutralidad como a la aceptación reconciliada con el presente.

Le Corbusier, Acosta y Arlt comparten un rasgo: por motivos distintos, frente a Buenos Aires ninguno de ellos tiene el sentimiento de la nostalgia, porque ninguno de ellos acepta la historia de esta ciudad como un marco de condiciones3 ni, mucho menos, como su límite. La ciudad no es vista en relación con el pasado sino con la naturaleza o con la sociedad: son las promesas del paisaje o su olvido, las marcas de la sociedad o sus obstáculos, los puntos organizadores de la visión que encuadra a Buenos Aires. Y fundamentalmente, la imaginación del futuro para la que el presente es un borrador o un fondo escenográfico. Este vacío de historia coincide con una hipótesis europea sobre América: aquí están los pueblos jóvenes frente al viejo mundo fatigado; remite también a la situación indecisa de los argentinos nuevos, como lo es Arlt, para quienes la valorización del presente excluye la preocupación de traicionar una historia de la que no se forma parte. Le Corbusier alude a la historia urbana de Buenos Aires tomándola como territorio de una metáfora más que como problema que debe ser resuelto urbanísticamente. Esa metáfora evoca el fuerte de la ciudad colonial y la levedad con que aparece en las famosas conferencias porteñas de 1929, indica precisamente que, en Buenos Aires, Le Corbusier no piensa que hay un problema histórico-urbanístico a resolver (como obviamente le presentan las viejas ciudades europeas). La referencia al fuerte colonial, en cambio, le permite reiterar la importancia del río y regalar a sus interlocutores locales (ellos sí bien preocupados por la historia) con una imagen digna del pasado.

Frente a Buenos Aires, Le Corbusier, Acosta y Arlt son internacionales, porque miran la ciudad como un espacio que no los obliga a un reciclaje del pasado. En este punto se diferencian de las elites criollas, tanto de sus vertientes nacionalistas más tradicionales como de los núcleos vanguardistas o modernizadores, también preocupados por la relación entre historia y cultura. Para estos dos extranjeros y para el argentino sin linaje, no hay mito nacional que compita con la idea moderna ni lugar privilegiado en el pasado desde donde organizar la mirada sobre el presente4. Lo que ve en Buenos Aires tiene para ellos la provisoriedad de algo cuyo destino es el cambio; sólo la naturaleza, convertida en paisaje de la ciudad reformada se recupera tanto en los planteos de Le Corbusier, como, material y simbólicamente, en la búsqueda de la luz que mueve a Acosta. Ni siquiera la naturaleza, respondería Arlt cuya imaginación sólo es sensible a la iconografía de la modernidad (cinematográfica, fotográfica) donde la naturaleza también ha desaparecido.

Pero si el entusiasmo de la reforma mueve a los dos europeos, y la predestinación a lo nuevo impulsa a un argentino sin raíces, estas experiencias comparten con las experiencias de la modernidad europea y americana, el impulso de una transformación que debe encontrar su fundamento en ella misma. Ver el futuro sin pasado, pronosticar el futuro en el presente, implica una renuncia y una crítica: al tiempo que la renuncia corroe la posibilidad de una dirección histórica inscripta en lo que ya ha sucedido, la crítica no puede ser sólo explicativa sino programática. Ni Le Corbusier, ni Acosta, ni Arlt son historiadores de su presente: por el contrario, sólo el futuro les permite ver lo que ven en Buenos Aires. Le Corbusier ve el error; Acosta señala el funcionamiento caótico del espacio entregado al capitalismo; Arlt se siente al mismo tiempo fascinado y repelido por la ciudad que construye en sus ficciones, sobre la que imprime proféticamente imágenes de ciudades completamente modernas, en un montaje de lo que cree saber de América del Norte y lo que generaliza a partir de muy pocos datos empíricos de la Buenos Aires realmente existente.




La angustia

Esta ausencia de fundamento, que caracteriza a la modernidad cuando los valores no encuentran en las tradiciones su legitimación o su origen, no permite ni justificar los rastros del pasado (como rastros aun equivocados de una tradición), ni reconocer que el presente se configura con una historia que puede ser juzgada errónea pero no abolida, porque esa historia es precisamente fundamento de lo existente. La pasión del futuro (pasión de revolucionarios, pero también de verdaderos reformistas) es exigente y dura porque sus razones exigen vivir con lo que todavía no es, sin la fuerza de lo que ya ha sido.

«Cómo entonces, osar decirles que Buenos Aires, Capital sud del nuevo mundo, aglomeración gigantesca de energía insaciable, es una ciudad que está en el error, en la paradoja, una ciudad que no tiene espíritu nuevo, ni espíritu antiguo, pero simple y únicamente, una ciudad de 1870 a 1929, donde la forma actual será pasajera, donde la estructura es indefendible, excusable pero insostenible. [...] ¿La ciudad? ella es la suma de los cataclismos locales, ella es adición de cosas desapropiadas; ella es un equívoco. La tristeza pesa sobre ella... La ciudad se ha convertido súbitamente en gigantesca: tranvías, trenes de los suburbios, autobuses, subterráneos hacen una frenética mezcla cotidiana. Qué desgaste de energía, qué despilfarro, qué falta de sentido [...] Buenos Aires es la ciudad más inhumana que he conocido: verdaderamente, su corazón está martirizado. Recorrí como un alucinado durante semanas sus calles sin esperanzas. Sin embargo, ¿dónde se siente como aquí tal potencial energético, tal pujanza, la presión incansable y fuerte de un destino inevitable?»5.



Las palabras salen de las conferencias de Le Corbusier, pronunciadas en 1929 frente al público distinguido de Amigos del Arte y los jóvenes estudiantes en la Facultad de Ciencias Exactas, pero su estilo parece copiado de un texto de Arlt. Extrañamente hay un tono común entre el europeo refinado y el rioplatense brutal. La ciudad es vista como el escenario de una angustia que no es simplemente psicológica: hay algo filosófico, moral, fuertemente ideologizado en el juicio de Le Corbusier, demasiado cargado en la elección de las palabras y en la reiteración de las exclamaciones. Describe por el camino de la hipérbole y recurre a una especie de poética ficcional fuertemente apoyada en la primera persona. Como en el cine expresionista, la ciudad produce el deambular de la locura y captura con la angustia. Buenos Aires, exclama Le Corbusier, muestra las huellas de una modernización que aún no pudo encontrar su plan ni su estética.

Cerrada al paisaje, que sería su destino (y con ello cumpliría su deber de ciudad en un continente que otros europeos juzgan en su potencia de naturaleza6, Buenos Aires es un error cuya reparación Le Corbusier confía al gesto con el que traza una plataforma de torres sobre el río: la ciudad recupera el río, gira su eje hacia el río y la pampa queda como el no man's land, el finisterrae que no es límite sino simplemente espacio otro de lo urbano: un fondo. El movimiento hacia el río que propone Le Corbusier7 tiene mucho de gesto de refundación y no sólo de proyecto para la ciudad; en la conferencia de 1929, verdaderamente, la propuesta de Le Corbusier no es un plan para Buenos Aires, sino una imagen de ciudad que reforma otra imagen de ciudad: la percibida como errónea es corregida plásticamente, con la positiva arbitrariedad de un gesto vanguardista8.

Durante las conferencias, Le Corbusier lo ilustra sobre un papel, «una hoja grande, papel azul oscuro en la mitad superior, ligeramente más claro abajo», y dramatiza el trazado de la plataforma ficcionalizando una vez más su llegada a Buenos Aires en barco, aproximándose al horizonte luminoso de la ciudad que, una vez que se entra en ella, pierde la perspectiva del río. Esta imagen plástica se corresponde, como movimiento estético, a la salida de la angustia que lo había encerrado durante días en Buenos Aires.

«En la ciudad de ustedes he sufrido como nunca. Un día exploté: "¡Había un mar cuando yo llegué! No he visto el cielo desde que estoy entre ustedes; ¡quiero ver el cielo!". Fuimos atravesando las vías y los galpones del puerto -un puerto inmenso pero que no se percibí por su singular emplazamiento- hacia la Costanera, el nuevo gran paseo a plomo sobre el río. Allá el cielo inmenso, el mar rosado del barro del Paraná... ¡Ah! ¡cómo se vive, cómo se respira, cómo se es dichoso, cómo sacude el torno pavoroso de vuestra ciudad inhumana! Una especie de santo entusiasmo me ha atrapado. He pensado: "Haré cualquier cosa, pues siento algo". El recuerdo de mi llegada -el horizonte insigne- y ese cielo y este mar animan en mí percepciones extensas y elevadas. Un ritmo constructor comenzaba a sacudir la amorfa realidad de vuestra ciudad amorfa»9.



Lo que se conserva como rastro en el impulso transformador es el sentido de la angustia frente a una ciudad inhumana que para Le Corbusier necesita de un movimiento de redención: una estética y una colocación frente al paisaje y no meramente un plan.

En verdad, Le Corbusier está contando una historia sobre Buenos Aires en tres movimientos: por el primero, el de llegada, la ciudad aparece como el paisaje urbano que posee el río, es río y no ciudad lo que aparece primero y las luces del perfil urbano son fondo de paisaje fluvial. La fuerza del río es tan incontrastable que Le Corbusier lo designa como mar, confiado a la potencia mítica que evoca su juicio: perder un mar. En el segundo momento (el de la angustia), la ciudad construida es la única escena, donde ha sufrido una mutilación respeto de la naturaleza que antes hegemonizaba el cuadro desde la perspectiva del viajero; incluso lo que a Le Corbusier le gusta verdaderamente de Buenos Aires (la avenida Alvear, Palermo), mezcla el placer que produce con la evocación del río invisible, sólo atisbado, entre profusos signos de admiración, desde las «terrazas y jardines suspendidos» del piso del arquitecto Vilar. La restauración es el tercer momento sintético (recuperación de la llegada por barco) que propone el diseño de las plataformas y las torres sobre el río así devuelto a la ciudad. De este modo concluye, en las conferencias del 29, la pequeña novela urbanística de una relación atormentada por la ausencia (este desenlace espectacular marcará las ideas para Buenos Aires del plan director de 1938).

Pero si esta es una conclusión (o más bien el comienzo de una línea de pensamiento sobre Buenos Aires), hasta ella se avanzó desde los corredores de la angustia: Buenos Aires podría ser magnífica, pero es hoy el lugar de la decepción porque esconde precisamente aquel río que la anuncia al viajero (turista elegante, inmigrante, o arquitecto internacional). Pensar a Buenos Aires por la desposesión de aquello que promete implica percibir su reforma a partir de la hipótesis de esta negación y también a partir del reconocimiento de que la ciudad es responsable de la angustia, cuyo objeto ausente es ese río oculto: Le Corbusier sólo ha podido volver a él, desde la ciudad, atravesando vías, puentes, diques, avenidas, barrios pobres, un caos comunicacional, comercial, portuario, habitacional, el horror de malos encuentros entre todos estos niveles de la vida urbana; o lo ha visto desde la torre privilegiada del arquitecto Vilar. El resto de la ciudad (excepto las casas construidas por los contratistas italianos que Le Corbusier estetiza también en un gesto de collage plástico que las recupera comparándolas con el disparate de los chalets a la inglesa) es el caos de una equivocación y una paradoja.

Junto a las cincuenta mil casitas levantadas por los seguramente humildes maestros italianos, donde Le Corbusier reconoce una tipología justa y armoniosa de formas bellas10 Arlt observa otra ciudad, desarticulada por la yuxtaposición sin plan: «Entre los edificios de planta baja, aislados, reptaban el espacio los de diez y quince pisos, rematados en poligonales torrecillas de pizarra, buidas de pararrayos». Casas de renta a la francesa se incrustan en la ciudad baja, iluminada por los carteles de neón: un collage de lo efectivamente existente y de la ciudad futura que Balder, el protagonista bien arltiano de El amor brujo, profetiza: rascacielos como moles, que estaban lejos de definir, en 1930, el perfil urbano de Buenos Aires11. Arlt no busca la ciudad desde el río, sino que, a veces con horror y a veces fascinado, la percibe en otro movimiento: no llegando desde el este, por el río, y encontrando la masa de luz del centro en la lejanía, ni tampoco mirando hacia el este, desde el «rascacielito» de Palermo chico, donde Vilar le presenta Buenos Aires a Le Corbusier, sino a toda velocidad del transporte moderno, en un tren que parte de Retiro hacia el norte y recorre una franja, la de la izquierda, donde se suceden las formas materiales de la estratificación urbana:

«El tren se movió, sus avances eran cada vez más rápidos en los enviones de aceleración, desaparecieron las calles oblicuas y comenzó la desolada zona de murallas sin revocar. Un gasógeno rojo recortaba el cielo con barandilla circular; aquella zona era una prolongación proletaria del arrabal miserable, agrupando casitas en torno a altas chimeneas de hierro con engrapadas escalerillas metálicas. El tren resbalaba rápidamente en los rieles y el paisaje, como las hojas de un libro volteadas apresuradamente, quedaba atrás. Unos tras otros, se sucedían los fondos de las casas con higueras copudas, y a lo largo de la alambrada, varios chicos corrían hacia una hoguera que cubría considerable extensión de tierra de una acre neblina de humo. Tras el edificio de una curtiembre con marcos de madera chapados de cuero, se arrastraba cenagoso el arroyo Medrano. A las calles pavimentadas de granito las substituyeron calzadas de asfalto y después franjas de tierra, y bruscamente dilatadas se ensancharon extensiones de campo verde. Tres torres altísimas formando triángulo recortaban lo azul con finos y piramidales bastidores metálicos»12.



El horror de la ciudad vieja, pestilente, sucia, caótica, atravesada por los vahos de los conventillos, infatigablemente recorrida en el transporte a motor por todos los personajes de Arlt, se funde con una ciudad moderna más inventada que vista, algo que Buenos Aires será pero no es todavía en 1930; como fantasma, a ella se sobreimprime una ciudad casi imaginaria, erizada de rascacielos y cuyo sonido es el jazz: Chicago más que Buenos Aires futura:

«Crestas puntiagudas de ciudades modernas, cemento, hierro, cristal, enturbian un momento la quietud de Erdosian. Pero él quiere escaparse de las presiones de cemento, hierro y cristal, más cargadas que condensadores de cargas eléctricas. Las jazz-bands chillan y serruchan el aire de ozono de las grandes ciudades»13.



Esta percepción de la modernidad como espacio de alta tensión, de desorden paroxístico (que tiene, como su doble estético e ideológico, el ideal modernista del espacio ordenado, el orden vació y estético de las ciudades de papel), trae en el texto de Arlt la imagen no por reiterada menos significativa de la ciudad como prisión: nuevamente un espacio de la angustia. Arlt produce tres escenarios urbanos: el realista, donde la ciudad todavía está horadada por el vacío del campo, y, en el recorrido sur-norte, por la costa, el baldío alterna con los hitos de la transformación; el real-potencial donde Buenos Aires es más moderna de lo que lo era efectivamente, con más rascacielos y más coches y más luces de neón: el escenario del deseo urbano de lo que va a ser más que de lo que es; finalmente, la ciudad soñada a partir de la iconografía del cine y de las revistas: rascacielos de Chicago.




Proyecto

En esos mismos años14 Wladimiro Acosta, un ruso que había pasado por la experiencia del expresionismo alemán y había diseñado los decorados del Fausto de Murnau, inventa un edificio, el city-block, que es casi idéntico al imaginado por Balder en El amor brujo:

«Este tipo de edificación divide horizontalmente la ciudad en dos zonas superpuestas: inferior, de trabajo; superior, de vivienda. El hombre que trabaja en el cuerpo inferior vive en el superior. Parte considerable del tránsito callejero es sustituida por comunicaciones verticales, con el consiguiente ahorro de tiempo y energía, y la desaparición radical del tumulto de gentes y vehículos a la hora de apertura y cierre de los negocios»15.



Buenos Aires está sometida, diagnostica Acosta, a la fuerza de la tradición y del capitalismo que prevalecen sobre las (infinitas) posibilidades técnicas. En este conflicto, que bien puede ser considerado clásico, el anacronismo de la ciudad es punto de resistencia de la visión del reformista que, al mismo tiempo, señala el carácter utópico de una solución profunda en el marco de las sociedades capitalistas. Como sea, en la tensión entre proyecto posible y transformación social radical, la percepción de Acosta organiza datos urbanos que también están presentes en la de Arlt: esa ciudad de edificios de pisos mezclados caóticamente con las casas bajas, las calles estrechas taponadas por los autos detenidos, cañones angostos por los que los peatones se lanzan de la vereda intransitable a la calle peligrosa; la multitud, en fin, al caer la tarde, que no sólo es anónima sino agresiva, víctima, por otra parte, de la impureza del aire, del turbio humo de los vehículos, de la falta de luz provocada por un trazado urbano donde las nuevas casas se adaptan mal en sus dimensiones y orientación16. En suma, un caos donde la angustia parece el sentimiento que inevitablemente acompaña a la visión urbana.

El city-block es el invento arltiano de Acosta: frente al desorden oscuro y sucio, el orden racionalista de una vida regimentada por la tecnología y la arquitectura. El city-block de Acosta organiza las actividades y el tránsito por la ciudad contradiciendo la circulación tradicional a ras del suelo: vertical u horizontalmente, pero fuera del espacio desordenado de la calle, como los rascacielos en H de El amor brujo:

«Su proyecto [el de Balder] consistía en una red de rascacielos en forma de H, en cuyo tramo transversal se pudiera colgar los rieles de un tranvía aéreo»17.



El city-block (rascacielos en cruz) y el rascacielo en H son un planteo contra la ciudad construida por la historia, desde las posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías, que en el marco económico y técnico de Buenos Aires, desempeñaban una función futurística: es la ciencia ficción de la novela y la reforma urbana18. Pero Acosta, que ha llegado a América del Sur también en busca del sol19, rearma el esquema básico de su primer city-block: ya no se trabajará en los pisos bajos y se vivirá en los altos, sino que, para lograr la mejor iluminación en las viviendas, éstas formarán un sólo bloque orientado hacia el sol el norte, cabecera de una T, cuyo cuerpo de oficinas mirará al sur, al este y al oeste. Finalmente, este proyecto, por cierto fabuloso para Buenos Aires, es perfeccionado en el siguiente que abandona una ciudad histórica cuyos límites a la transformación están impuestos por las manzanas de la traza colonial: los city-blocks integrales ya hablan de la ciudad del futuro y no de la incrustación del futuro en la ciudad presente20.

En la visión de Acosta, el rascacielo es la «extrema expresión arquitectónica del capitalismo»21, y el city-block, en cambio, anuncia en su disposición un ideal integrado de trabajo, ocio, producción y servicios, esfera privada y esfera pública, espacio construido y naturaleza, luz y protección del clima. La morfología del city-block es una ética urbana, tanto una lección de 'buena' organización social como respuesta a una demanda. Lo que al laberinto de la ciudad sugiere a la literatura: espacio de la mezcla que, por eso mismo, es venerado y terrible, disparador de la angustia y escenario de la fantasía, aparece disciplinado en la reforma de Acosta: Arlt y él reconocen una ciudad muy parecida, la perciben casi podría decirse desde las mismas calles, mirando la misma mezcla de edificios bajos y casas de pisos, el mismo curso trabajoso de los autos, la misma atmósfera en donde el sol es ocluido y donde pueden, como en las ficciones de Arlt, presentarse los olores acres del desecho urbano capitalista. Las fotos que incorpora Acosta en su libro son literalmente ilustrativas de un Buenos Aires arltiano: fotos en blanco y negro, fuertemente contrastadas, con el velo de la atmósfera venenosa de la gran ciudad, representaciones de «la vida puerca».

Sin embargo, el reformismo de Acosta se separa de la tensión estética que, por vías absolutamente diferentes, atraviesa el deseo urbano de Le Corbusier y de Arlt. Hay un deseo de belleza libre que dirige la primera propuesta de Le Corbusier para Buenos Aires22 doblemente articulado con una idea sobre el paisaje para la ciudad y una síntesis, igualmente libre, de la imagen de ciudad desde el río: aquello que Buenos Aires debe ser, por un lado, para sus habitantes, por el otro para el viajero que la mira desde el punto de la llegada. En Arlt, la idea de la belleza ciudadana surge de una crítica a la rutinización visual de la pequeña burguesía (que, referida a todos los campos, es uno de los motivos básicos de el amor brujo) y de una fantasía cultural cuyos materiales provienen del cine y de la fotografía. Podría definirse como aquello que Arlt juzga que es una ciudad moderna. Por eso sus rascacielos en H son una versión delirantemente estética de nuevas tecnologías desconocidas en Buenos Aires:

«Había que sustituir las murallas de los altos edificios por finos muros de cobre, aluminio o cristal. Y entonces, en vez de calcular estructuras de acero para cargas de cinco mil toneladas, pesadas, babilónicas, perfeccionaría el tipo de rascacielo aguja, fino, espiritual, no cartaginés, como tendenciaban los arquitectos de esta ciudad sin personalidad. Sus compañeros se reían. ¿Cómo resolvería el problema del reflejo? Y si respondía que, de acuerdo con los estudios de la óptica moderna, colocarían los cristales, de manera que los edificios fueran pirámides cuya superficie reprodujera la escala cromática del arco iris, las carcajadas menudeaban...»23.



Esta escenografía de ciencia ficción une las materias que obsesionan a Arlt con las formas que juzga propias de la modernidad: el cobre, el aluminio, los milagros posibles de una metalurgia que tiene mucho de alquimia y de ensueño inventor, y opone a la rutina profesional del ingeniero la imaginación del artista: ciudad espiritualizada materialmente por la reducción del peso de sus muros, ciudad espiritualizada por la luz refleja: un diseño donde el saber de los materiales se une al descubrimiento de las formas propias de la modernidad en una versión que se origina no en el refinamiento del gusto moderno, sino en la estética que el periodismo gráfico y el cine transmiten como la modernidad.

La ciudad de Arlt tiene algo de delirio gótico. Su síntesis es barroca precisamente cuando cree oponerse a la pesadez de lo que juzga equivocado en Buenos Aires; demasiado colorida para el cromatismo discreto de la arquitectura moderna. En suma, una versión plebeya tanto de las posibilidades de la tecnología como de sus resultados estéticos. A diferencia de Wladimiro, Arlt carece en verdad de todo utilitarismo reformista en su visión de la ciudad; a diferencia de Le Corbusier, la medida del refinamiento se le escapa.

Como sea, Alrt entonces es el verdadero contemporáneo de Le Corbusier y Wladimiro Acosta; podría haberse entendido con ellos mejor que Victoria Ocampo, a quien Le Corbusier se dirige cuando visita Buenos Aires24. El autopista es un reformador radical y por eso mismo un disconforme. Arlt es ambas cosas: no podía sentirse conforme porque se sentía desposeído (y, se sabe, no hay verdad o falsedad cuando hablamos de sentimientos). Como desposeído se mueve con seguridad por todos aquellos espacios que no transitan el resto de los escritores que le son contemporáneos y mira hacia donde ellos no miran. Confía a los locos y a los conocedores de la máquina, juntos, un poder de reconfiguración de la sociedad y de la cultura. Allí se sustenta el increíble poder de predicción de su literatura: ve en la Buenos Aires del treinta lo que va a ser la ciudad de los años cuarenta y cincuenta, hace una elipsis de tiempo, salta sobre el presente porque unos pocos signos de presente se convierten en la masa compacta del futuro.





 
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