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«Atalía» de Jean Racine, en la traducción de Eugenio de Llaguno (1754)

Nathalie Bittoun-Debruyne

Eugenio Llaguno y Amírola (trad.);

Josep Maria Sala Valldaura (coaut.)





Durante años, los dieciochistas relacionábamos a Eugenio de Llaguno y Amírola sobre todo con la segunda edición, la de 1789, de la Poética de Ignacio de Luzán: al haberse encargado de publicarla en la imprenta de Antonio de Sancha, la historiografía intentaba averiguar en qué medida Llaguno había podido cambiar y ampliar el texto del zaragozano, que había muerto en 17541. Su muy relativa fama se debía, pues, a una leve intervención en un texto ajeno, lo que resultaba y resulta a todas luces injusto para quien fue un notable literato, en el sentido más amplio de la palabra, además de un importante funcionario.

Su vinculación con los principios neoclásicos le llevó a traducir Athalie de Racine, publicada en 1754 por el impresor Gabriel Ramírez de Madrid con el título Athalía, tragedia de Juan Racine, traducida del francés en verso castellano, por D. Eugenio Llaguno y Amírola. Permaneció sin estrenarse hasta 1804. Mucho antes (otoño de 1774) se representó en el teatro de El Escorial, siendo José Clavijo y Fajardo director del Teatro de Sitios Reales, La joven isleña, «puesta en castellano el año 1770»2. Se trata de una comedia en un acto, traducción de La jeune Indienne (1764) de Sébastien-Roch-Nicolas Chamfort (Lafarga 1988: entradas 305-307). De todos modos, no es seguro que Llaguno vertiera dicha pieza al español, pues Antonietta Calderone la atribuye a José López de Sedano, quien, según un recibo del 8 de julio de 1779, cobró 900 reales de la compañía de Manuel Martínez por la traducción de esta obra de Chamfort (López de Sedano 1984: 27). Podría tratarse de versiones distintas del original francés, que todavía iba a merecer la atención de Manuel Bretón de los Herreros.

Bastantes años anterior a La joven isleña, el motivo de la traducción de Atalía resulta mucho más claro, incluso porque el prefacio está dedicado a María Josefa Manrique, esposa de Agustín de Montiano; así lo inicia: «La enseñanza de la casa de V. S. que me estimuló a emplear los ratos ociosos en esta traducción». En efecto, Montiano había publicado en 1750 y 1753 las tragedias Virginia y Ataúlfo, precedidas ambas de un Discurso sobre las tragedias españolas. En el segundo sigue fielmente los preceptos horacianos cuando justifica el teatro como un modo idóneo para enseñar, y otro tanto hace Llaguno al precisar la intención que le ha movido a traducir Athalie:

La Athalía es una tragedia hecha para sembrar en el corazón de la juventud horror a la tiranía y la impiedad, y para excitar en su imaginación santas y magníficas ideas de la casa del Señor, del libro de su Ley, de las profecías, los prodigios, la grandeza, las venganzas y el poderío de Dios.


Llaguno parece haber leído las obras de Racine desde una voluntad didáctica que ha privilegiado la dimensión religiosa del autor francés, incluso por encima de la moral: su última tragedia, Athalie (1691 y estrenada en 1716) es «la plus divine, mais la plus concrète de Racine» (Niderst 1975: 158) y en ella se muestra meridianamente «la figure centrale de tout l'univers racinien: le schisme» (Barthes 1963: 121). El literato alavés se da perfecta cuenta de la estrechísima vinculación entre las palabras, las acciones y los caracteres del texto francés cuando «formó Racine dos diversas pinturas: una de los malos, y otra de los buenos. Estos, en medio de los peligros, conservan siempre aquella tranquilidad hija de la virtud».

En Athalie, el cisma entre el Bien y el Mal nace de una desobediencia de alcance teológico y teleológico pero que tiene consecuencias equivalentes en el plano de lo civil, en el destino social y político. El Sumo Sacerdote y Joas personifican el aleccionamiento de una historia con la suficiente sublimidad para inspirar piedad y terror, y, gracias a sus palabras y conductas más que a las de la impía y un tanto secundaria Atalía, la obra va cobrando su plural relieve temporal y acrónico. El templo de Jerusalén donde ocurren los hechos se convierte así en la Civitas Dei y en la Civitas hominis, por lo que en materia piadosa Athalie incluso va más allá de Esther, más apegada al destino del pueblo judío. Juan Andrés indica que para excitar «los afectos que inspira la religión», ninguna tragedia supera «la Athalía, donde en realidad se presenta la religión en su grandeza y en todo su verdadero esplendor»3.

Para explicar la elección de esta tragedia, no cabe desdeñar, por otra parte, que

el postrer Racine, el autor de Athalie y de Iphigénie, anunciaba a veces la nueva meditación social, pues insiste en el valor de las leyes y en esa absoluta búsqueda de felicidad social que van a caracterizar el siglo XVIII. Por el pueblo, sin el pueblo -menospreciado por su carencia de racionalidad y condenado a una conducta emotiva y dirigida tanto en las tragedias clásicas francesas como en las neoclásicas españolas-.


(Sala Valldaura 2006: 114)                


Desde un punto de vista más general, traducir a Corneille y a Racine se debe al deseo de implantar en el teatro español la tradición del teatro reglado y, particularmente, el género sublime, como modelo estético y moral. Se pretende así emular la mejor literatura dramática europea y cumplir con las funciones que Horacio había asignado a las tablas. Asimismo, según Ana Cristina Tolívar, se intentaba políticamente establecer un paralelismo entre la Francia del siglo XVII y la España del siglo XVIII, ambas bajo el gobierno de los Borbones. En este contexto, y falseando en gran medida la realidad, «Racine significa jansenismo, academicismo y absolutismo [...], y esto es lo que en el XVIII español equivale a regalismo y oficialismo cultural extranjerizante, lo que incluye teatro a imitación de los franceses» (Tolívar 1995: 60-61). No parece, con todo, ser un objetivo principal, ya que Llaguno elimina precisamente del prefacio de la Athalie la única alusión a Francia hecha por Racine:

Je puis dire ici que la France voit en la personne d'un prince de huit ans et demi, qui fait aujourd'hui ses plus chères délices, un exemple illustre de ce que peut dans un enfant un heureux naturel aidé d'une excellente éducation; et que si j'avais donné au petit Joas la même vivacité et le même discernement qui brillent dans les reparties de ce jeune prince, on m'aurait accusé avec raison d'avoir péché contre les règles de la vraisemblance.


Préface»)                


En la defensa moral y religiosa de su tarea, recurre a las informaciones aportadas por Louis Racine en Mémoires sur la vie de Jean Racine, que acompañan a la mayoría de ediciones del siglo XVIII. Además de referirse explícitamente a Ataúlfo, el prefacio menciona también la traducción del Británico, por Saturio Iguren, es decir, Juan de Trigueros, impresa dos años antes que la de Llaguno en las mismas estampas4. Según sus respectivos prólogos, ambos comparten la conveniencia de dar a conocer a Racine, pero sus opciones estilísticas a la hora de traducir son dispares, pues Juan de Trigueros escoge la prosa, alejándose un tanto de lo preconizado por la Poética de Luzán5. Llaguno, por su parte, se singulariza al mostrar un cierto conocimiento del ambiente de Port-Royal, Saint-Cyr y el jansenismo, antes de argumentar y proclamar sin dudas que Athalie no sólo es el fruto más perfecto de Racine, sino la mejor obra del teatro francés.

Por tanto, hay una primera tentativa de dignificación de la literatura dramática castellana al comienzo de la década de los cincuenta, que se relaciona con el género sublime y que pasa, a la vez, por definir el papel moral y estético del teatro con coturno, por recordar elogiosamente las tragedias españolas de épocas anteriores frente a las críticas extranjeras y por publicar obras originales y traducidas, aunque sólo sumen cuatro. Sin aspirar más que a llegar a un público culto, las cuatro obras -la versión de Juan de Trigueros, las dos de Montiano y, a su sombra, la traducción de Llaguno- prolongan la voluntad reformadora y neoclásica de Luzán (que acababa de regresar de París) y Nasarre mientras la ponen en práctica. Beneficiándose de las bondades del texto de partida pero también de su propio talento y de su competencia lingüística, Llaguno fue quien, de los tres dramaturgos, más cerca se quedó artísticamente de tan loables deseos. Además, «por estas mismas fechas cabe situar una traducción anónima en prosa de La Thébaïde, y, hacia 1759, la que de Andromaque realizó Margarita Hickey» (Tolívar 1995: 62).

La elección por parte de Llaguno de una obra de tema bíblico no se relaciona con la práctica jesuítica, sino con el deseo de mostrar la posibilidad de escribir tragedias y de que éstas no tengan el amor por eje argumental, de acuerdo con los principios más estrictos del neoclasicismo. La intención, pues, que guía al literato alavés al traducir a Racine es la misma que la declarada por Montiano en su primer Discurso sobre las tragedias españolas. Buscar alguna conexión con circunstancias políticas coetáneas carece de fundamento, ya que ni siquiera parece defendible asociar su Ataúlfo con el ensalzamiento de la «política exterior 'pacifista' de Fernando VI», según la muy aventurada hipótesis de Juan José Berbel (2005). Las alusiones a que el monarca está sujeto a la ley aparecen también en Virginia, del propio Montiano, y formaban parte, al menos en teoría, del pensamiento político mayoritariamente aceptado, al igual que la condición «bárbara» del pueblo en todo lo que afectaba al poder. En consecuencia, no suponían conflicto alguno réplicas como ésta, en boca de Joad (o Joyada):

JOAD
O mon fils, de ce nom j'ose encor vous nommer,
souffrez cette tendresse, et pardonnez aux larmes
que m'arrachent pour vous de trop justes alarmes.
loin du trône nourri, de ce fatal honneur,
hélas! vous ignorez le charme empoisonneur;
de l'absolu pouvoir vous ignorez l'ivresse,
et des lâches flatteurs la voix enchanteresse.
Bientôt ils vous diront que les plus saintes lois,
maîtresses du vil peuple, obéissent aux rois;
qu'un roi n'a d'autre frein que sa volonté même;
qu'il doit immoler tout à sa grandeur suprême;
qu'aux larmes, au travail le peuple est condamné,
et d'un sceptre de fer veut être gouverné;
que, s'il n'est opprimé, tôt ou tard il opprime:
Ainsi de piège en piège, et d'abîme en abîme,
corrompant de vos mœurs l'aimable pureté,
ils vous feront enfin haïr la vérité,
vous peindront la vertu sous une affreuse image.
Hélas! ils ont des rois égaré le plus sage.
Promettez sur ce livre, et devant ces témoins,
que Dieu fera toujours le premier de vos soins;
que, sévère aux méchants, et des bons le refuge,
entre le pauvre et vous, vous prendrez Dieu pour juge,
vous souvenant, mon fils, que, caché sous ce lin,
comme eux vous fûtes pauvre et comme eux orphelin.

(IV, 4)                


Tampoco la piedad, prudencia y afabilidad del príncipe, el providencialismo o la responsabilidad que el rey tiene ante Dios podían ser objeto de discusión política entre las elites políticas españolas de mediados del Dieciocho, aunque el carácter teocrático de la monarquía ya no fuera para algunos pensadores ilustrados tan defendible. En todo caso, en Athalie se cumple la voluntad divina, mal que le pese a la cruel reina: «Impitoyable Dieu, toi seul as tout conduit» (V, 6). La última réplica de la tragedia lo sanciona con absoluta rotundidad, pues está en boca del Sumo Sacerdote que ha cuidado al niño, ya convertido en el legítimo rey de Judá:

JOAD.
Apprenez, roi des Juifs, et n'oubliez jamais
que les rois dans le ciel ont un juge sévère.

(V, escena final)                


De todos modos, Llaguno ejecuta su tarea con extrema prudencia en lo que concierne a la religión y al gobierno, según ejemplificaremos más abajo.

La traducción de Llaguno -valga como primer comentario crítico y síntesis del cotejo con el original de Racine- es sumamente cuidadosa y muestra una muy alta competencia del francés. Tal cuidado se pone de manifiesto, por ejemplo, en alguna precisión añadida a las dramatis personæ del original francés; en el cambio de varias acotaciones por didascalias implícitas en las réplicas o viceversa; en la trascripción de las referencias en notas a pie de página (con la excepción de una, pero añadiendo de su propia cosecha otra); en el desplazamiento de unos versos finales de la escena séptima del quinto acto a la siguiente, y, sobre todo, como veremos, en el modo de versificar. El detenimiento con que trabajó se pone asimismo de relieve en que corrige los «quatre-vingts fils de rois» (II, 8) de Racine por «setenta hijos de un rey», fiel al pasaje del Segundo libro de los Reyes: «Acab tenía setenta hijos» (2, 10), que fueron degollados, según se lee poco después. En la misma réplica, los «neveux» de David valen lo mismo que «nietos», de acuerdo con el testimonio bíblico; no se trata, sin embargo, de un error, pues Racine usa «neveu» con el etimológico sentido latino en otras tragedias, como Phèdre o Esther.

El hipérbaton empleado por Llaguno es el característico del sermo sublimis y el léxico se ajusta al de Racine, con una muy ligera tendencia a simplificar y a aclarar: así, donde Joad pregunta más elevadamente «D'où vous vient aujourd'hui ce noir pressentiment?» (I, 1), leemos «Abner, ¿qué dices? / ¿Qué recelos son esos?», acaso también por motivos métricos. Voluntad clarificadora tiene sin duda esta amplificación: «¿Satisfaces tu celo solamente / con decir temo a Dios, su Ley respeto?», pues Racine había escrito «Je crains Dieu, dites-vous, sa vérité me touche» (I, 1).

En alguna ocasión, hoy podría parecer una traducción algo torpe lo que en el siglo XVIII resultaba correcto e inteligible: «Cette scène, qui est une espèce d'épisode, amène très naturellement la musique» (prefacio) pasa a ser en Llaguno «A esta escena, que es una especie de episodio, la viene naturalmente la música», ya que el verbo «venir» vale como «acompañar», de acuerdo con el uso coetáneo y una de las acepciones recogidas por el Diccionario de Autoridades.

Las muy escasas omisiones de versos del comienzo de Atalía se deben tanto a un escrupulosísimo respeto por la monarquía, según diversas acotaciones añadidas corroborarán, como a una gran preocupación por no socavar ni poner en duda la bondad de la justicia divina. De ahí que haya suprimido de una réplica de Abner dos versos: «Comme si dans le fond de ce vaste édifice / Dieu cachait un vengeur armé pour son supplice» (I, 1), o que haya obliterado de sendas réplicas de Joad «Le sang de vos rois crie, et n'est point écouté» y «Quand Dieu par plus d'effets montra-t-il son pouvoir?», también en la escena inicial, y en la siguiente: «A-t-il près de son roi fait serment de se rendre?» (I, 2). Más allá de su propio amor por Dios y la monarquía, su prudencia puede haberse acentuado por el miedo a una censura harto timorata a la hora de aprobar obras teatrales, máxime cuando Atalía iba dirigida a un público influyente. Una amplificación parece ayudar a explicar dichas supresiones y ratificar así las ideas del alavés a propósito de la relación entre Dios y la monarquía. A pesar de que Racine había escrito sólo «Il faut que sur le trône un roi soit élevé» (I, 3), se lee en Llaguno:


      Es preciso
Que al solio levantemos un monarca
Por su mano educado [...]

(«Su mano» alude a la mano de Dios)


La falta del verso «Le peuple s'épouvante et fuit de toutes parts» (II, 1) podría vincularse con el papel positivo que va a desempeñar al final de la tragedia, aunque abunden los calificativos que degradan al «vulgo», especialmente cuando sigue a la impía Atalía: «bárbara turba» o «villana tropa». La maldad de Mathan quedaba mínimamente atenuada al referirse a Athalie de este modo: «D'un vain songe peut-être elle fait trop de compte» (III, 4), lo que el traductor español habrá preferido eliminar para no suavizarla. Por otro lado, «Et sur quoi j'ai voulu tous deux vous consulter» (II, 5), también sin haber sido traducido, aporta muy escasa información en el desarrollo de la sintaxis dramático narrativa.

Se observa de nuevo una cierta tendencia a la clarificación didáctica al verter «Déplorable héritier de ces rois triomphants, / Ochosias restait seul avec ses enfants» (I, 1) como «Sólo Ocosías y sus hijos eran / De nuestras esperanzas el apoyo». Intensifica en algunos pasajes: «Et verrait à ses pieds tous les rois de la terre» (I, 1) pasa a ser «Sujetando humillados / bajo su pie los reyes de la tierra»; «prêtres» se convierte en «infames ministros» y «tumulte» en «tumulto sedicioso», en la segunda escena del acto segundo; «ici» y «main» (II, 5), en «odioso sitio» y «vil mano»; «Du vil Dieu de l'Égypte a conservé les temples» (III, 6), en «Del vil Dios del Egipto ha conservado / Los detestables templos». Cabe explicarlo por cuestiones métricas, como usar el calificativo «profano» aplicado a «templo» (III, 3) en una ocasión tras haber prescindido de él en otra (II, 5), pero ello no es óbice para que Llaguno haya escogido tales adjetivos valorativos en un mismo campo semántico y con una indudable intención enfática de carácter negativo.

Acerca de la estructura textual, Llaguno conoce, obviamente, el modo español de separar las escenas, y aunque en la literatura dramática francesa cualquier cambio de configuración supone siempre el inicio de una nueva, como traductor no sigue idéntico criterio al comienzo del segundo acto; de ahí que el texto español tenga ocho escenas en vez de nueve. Poco amigo el clasicismo del aparte, dada su condición de licencia contraria a la ilusión y la verosimilitud, Racine se vale de él en una sola oportunidad, en la escena segunda de la última jornada, por razones dramáticas más que deícticas o narrativas, lo que el traductor respeta. Por otro lado, al final del acto segundo, escena tercera, Llaguno pone en boca de Zacarías lo formulado por Salomit y viceversa: afecta cuatro réplicas; la primera, la que empieza por «¿Por quién, oh madre, [...]». Ignoramos si procede de la fuente francesa consultada, si le pareció más propio de los personajes o si se debe a un descuido o errata.

En Llaguno, el tratamiento de los signos de representación obedece a un buen concepto de la teatralidad. Por tanto, el texto de llegada no sigue tan rigurosamente el original francés, añade más que quita acotaciones y ratifica así su tendencia clarificadora. Agrega didascalias icónicas, alguna que otra de carácter motriz y, especialmente, cuida los tonos, gestos y movimientos en el quinto acto, cuando la tensión dramática se acrecienta. De ahí las dos didascalias motrices kinésicas con que salpica una larga réplica de Abner: «arrodíllase», quizás sugerida por los versos, y «levántase» (V, 2), y las acotaciones de señalización de personas y la indicación tonal de la escena siguiente. En la penúltima escena, la mayor libertad estructural permite que Atalía abandone el escenario siguiendo a los levitas, y en la postrera, se precisa que Joas ha bajado del trono. Tal referencia al trono corrobora el cuidado de los lenguajes extraverbales por parte de Llaguno, pero especialmente su deseo de enaltecer la monarquía y de fortalecer el respeto y la obediencia hacia el rey en la parte final de la tragedia. Así, pues, traslada la afirmación «De votre nom, Joas, je puis donc vous nommer» (IV, 4) a un más prudente y formal «¿Que ya puedo llamarte Joas?», y materializa lo que los versos de Racine tan sólo sugerían al haber añadido, en la traducción, la acotación «Zacarías se arrodilla a los pies de Joas, y después se abrazan». En Atalía, el trono, la genuflexión y el abrazo se convierten en metonimias simbólicas visibles, escenográficas, de lo que representa la restauración del monarca legítimo

El ejemplo más incontrovertible se encuentra ya muy cerca de los últimos momentos, en la escena quinta del último acto: donde la Athalie de Racine indicaba que se descorría la cortina, la de Llaguno abunda y precisa dibujando un cuadro encomiástico y jerarquizado de la monarquía:

Descorrida la cortina, se ve a Joas en su trono; a la derecha, de rodillas, su nutriz; a la izquierda, Azarías, con la espada en la mano; Zacarías y Salomit, de rodillas, en las gradas del trono, y muchos levitas a los lados, en pie, con espadas desnudas en las manos.


Podría sorprender la generalización del tuteo, impensable en una tragedia francesa pero que Montiano elige también tanto en Virginia como en Ataúlfo. No creemos que se deba al doble uso del vos, ya para dirigirse a personas de gran dignidad ya para hablar con inferiores. Debía sonar más natural en una tragedia que, por lo demás, no abusa del lenguaje arcaizante o del vocabulario poético: sólo algún «infelice», pues el empleo del futuro imperfecto de subjuntivo no extrañaba en los registros más cultos y literarios.

Como poeta, el talento de Llaguno queda atestiguado porque jamás su verso aparece forzado por la isometría o por la rima, en las ocasiones en que recurre a ella. El haber optado por verter los pareados alejandrinos con alguna libertad favorece que la traducción no caiga en la monotonía, tan temida y denostada por la crítica neoclasicista, ni tenga que incurrir en perífrasis o reducciones alejadas del texto francés. Tal elección a favor de la libertad es, sin duda, el resultado de una reflexión compartida y hablada con sus maestros Luzán y Montiano y con quienes habían fundado la Academia del Buen Gusto. En efecto, Llaguno se sirve de endecasílabos pero admite, para lograr una mayor flexibilidad, su combinación con algunos heptasílabos, y, sin rehuir la rima de un modo bastante intermitente, prefiere a menudo el verso blanco.

Frente a los constantes pareados en verso alejandrino de Racine, la escena final de Atalía recurre a la rima en un grado mayor al habitual, lo que da pie a que pueda ser utilizada como muestra del proceder de Llaguno. El desenlace obliga a un especial cuidado estilístico, pero no deja de ser un buen ejemplo de su práctica general: a un endecasílabo repartido con la escena anterior, siguen otros dos y, tras un heptasílabo, nueve más, antes de que la obra se acabe con un heptasílabo encabalgado con las once sílabas últimas. En total, trece endecasílabos y dos heptasílabos. Llaguno va intensificando las homofonías, a partir de criterios cercanos a la libertad de la silva: la rima en «-ada» aparece en los versos 2, 4, 7 y 8 para perderse en el 12 en la asonancia de «-arca», cuando ya antes había empezado a atar en «-ido» los versos 9, 11 y 14; la rima llegará a reemplazar los versos blancos, pues el antepenúltimo y el último riman en «-ente».

Los coros, tan raros en la evolución posterior del género sublime en España, no sólo sirven de enlace entre un acto y otro, sino que también incrementan la variedad rítmica de la tragedia, aligeran tanta gravedad conceptual y complejidad sintáctica y consiguen que no se rompa, con intermedios totalmente ajenos a la pieza, su desarrollo y sus necesidades en orden al clímax. Los vierte al castellano de un modo admirable, buen dominador del verso de arte menor y de las necesidades tanto del canto como del declamado; basta con prestar atención a la fluidez del coro y sus voces del segundo y el tercer actos.

En consecuencia, no sorprende que Leandro Fernández de Moratín (1944: 316), pese a ser parco en elogios, alabara Atalía: «traducida en muy buenos versos». Añádase que Juan de Aravaca, claro defensor en diversos dictámenes del buen gusto y futuro miembro de la Real Academia Española, aprobaba en el suyo, sin reservas, la tarea de Llaguno; así, como puede leerse al final de la edición:

El traductor hace ver que nuestra lengua sabe conservar la gracia y energía del original. [...] El verso que usa es el más propio del poema dramático, a quien conviene una versificación parecida a la prosa, que realce el estilo, mezclando artificiosamente la sublime sencillez que corresponde a la conversación familiar de los grandes personajes con las gracias de la harmonía y la cadencia, que sin duda hallarán los inteligentes en el verso libre.


(«Primera aprobación», s. p. [143])                


Desde su publicación, por tanto, la recepción crítica de Atalía fue muy laudatoria, también en la aprobación por parte de su maestro Ignacio de Luzán: «Esta traducción es muy propia y muy elegante, y los españoles lograrán en su lectura o en su representación un provechoso y honesto recreo, sin los riesgos a que suelen exponer otras obras dramáticas escritas sin el arte y la buena moral que ésta» («Segunda aprobación», s. p. [147]). El propio literato lo refrenda, con mayor entusiasmo, a propósito de las tentativas trágicas de mediados del Dieciocho:

Don Agustín de Montiano ha tenido el loable intento de despertar a la nación e inclinarla al buen gusto con sus dos tragedias Virginia y Ataúlfo; y con el mismo fin se han hecho algunas traducciones del francés, dignas de particular aprecio, como la del Cinna de Corneille por el marqués de San Juan; y con más razón, la del Británico de Racine, en que Juan Trigueros se igualó cuanto podía esperarse de la prosa a la pureza y energía del original; y la Atalía por don Eugenio de Llaguno, cuya versificación no desaprobaría el Eurípides de la Francia, si se viese trasladado en ella.


(Luzán 1977: 410-411)                


Desde las huestes clasicistas y reformadoras del teatro español, se fraguó y perpetuó la idea según la cual, del cotejo del texto español con el original, se infería que el buen gusto y el talento de Llaguno podían servir como ejemplo de las dificultades y cualidades de una buena traducción, mientras se valoraba la excelente elección, al ser considerado Racine como uno de los grandes autores y Athalie como una de sus mejores tragedias, sino la mejor. En cambio, en 1788, Ignacio Garchitorena debió ser el primero en oponerse al parecer general de los neoclásicos: halla «la traducción muy desigual al original francés»6 y condena sin paliativos que haya elegido el endecasílabo blanco en la mayor parte del texto. Ignoramos si dicho juicio puede ayudar a identificarlo como autor de la anónima traducción, «casi literal y en alejandrinos» (Tolívar 1995: 65)7, de la última tragedia del dramaturgo francés.

Después de un oratorio sacro basado en la Athalie raciniana que Comella consiguió representar en 1800 (véase Tolívar 1989), el «provechoso y honesto recreo» debido a Llaguno pudo llegar a las tablas; habían pasado cincuenta años desde su publicación, cuando la traducción del alavés fue programada en varias ocasiones en el teatro de los Caños del Peral: se estrenó como Joas restituido al trono de David o Atalía junto con un concierto propio de Cuaresma el 25 de febrero, se mantuvo hasta el 28 y volvió a montarse el 10, 13 y 15 de marzo (véase Andioc y Coulon 1996: II, 631). Tuvo una buena acogida por parte del público, a juzgar por las recaudaciones: 10663 reales de vellón, 9663 (en domingo), 6210, 5034. Sin embargo, en las funciones de marzo, cuando se programó sola, sin el concierto, descendió a 3841, 3059 y 3346 (Andioc y Coulon 1996: I, 510), lo que supone que gozó en realidad de un favor más discreto. Las Efemérides de la Ilustración de España, del 2 de marzo de 1804, quizás llevadas por su entusiasmo por el original francés y la traducción, «un monumento de nuestra lengua», se lamentan con estas palabras: «Si la representación no ha tenido en Madrid un éxito proporcional al mérito de su composición nada prueba contra su bondad» ( Coe 1935: 22; la misma referencia para la cita siguiente). Las propias Efemérides del 19 de febrero de 1804, es decir, unos pocos días antes del estreno, ya habían cantado las excelencias de Racine y Llaguno: recogían la idea de que Athalie se sostiene «sin amor, sin episodio y sin confidentes» y encomiaban la versificación francesa y la «versión tan fiel como hermosa» del español.

Se repuso los días 16 a 21 de abril de 1811, con el mencionado título de Joas restituido al trono de David o Atalía (en el Madrid «libre», el título parece cobrar una lectura políticamente circunstancializada), en el teatro del Príncipe. El Diario de Madrid avisó sobre lo que constituía una verdadera rareza en la programación teatral, quizás para satisfacción de los espectadores:

El coro permanente de levitas de uno y otro sexo y de sacerdotes del templo ocupa con sus cánticos los entreactos de esta tragedia, a imitación de las antiguas griegas y latinas, y aunque esta prevención está de más para con las personas instruidas, otras que lo son menos pudieran extrañar esta novedad en el teatro, y consultar acaso lo que más contribuye al esplendor de esta tragedia y su perfección literaria.


(Romero Peña 2006: 279; se lee Joseph restituido ..., pero parece ser una errata)                


Con motivo de tales funciones, en las páginas de la Gaceta de Madrid, del 22 de abril de 1811, J. A. aseveraba: «No creo que se haya visto nunca en el teatro español pompa igual a la que acaba de tener Atalía. Decoración, trajes, servicio, todo ha sido rico, majestuoso, teatral y solemne» (cit por Coe 1935: 22). Y Emilio Cotarelo lo remacha: «la cosa gustó sin duda por lo extraña» (1902: 316), con la aplaudida actuación de Isidoro Máiquez como Joas.

Los historiadores contemporáneos han proseguido con tal cadena de alabanzas críticas a la labor de Llaguno; el primero, Charles B. Qualia, quien emplea estos términos: «His diligent and painstaking work is manifested in the polished verses and clear style. The eighteenth century does not offer many examples of work of this quality» (1939: 1065). I. L. McClelland señala también que Atalía destaca entre las tragedias traducidas durante aquel siglo:

Athalie goes soberly into Llaguno's Spanish, without the tonal shading or stylistic subtleties of the original, but at least without violent clichés or worse artificialities than, for example, these overaccommodating negatives:

JOYADA
Ya no es posible, no, que por más tiempo
tu venturoso robo esté escondido.

The art of translation was still to be developed, but, for the times, Llaguno was conscientous.


(McClelland 1970: I, 81)                


Por su parte, como estudiosa de las traducciones españolas de las obras de Racine, la mencionada A. C. Tolívar concluye que la Atalía de Llaguno inaugura la serie de las del teatro del clásico francés como «un proyecto innovador y un ejercicio de estilo», frente a quienes, los que denomina «aristocráticos», se dedicaron a ello por divertimento y a un tercer grupo de profesionales de la escena, más interesados por el éxito que por la fidelidad (Tolívar 1995: 66). J. A. Ríos (1997: 76) sigue a Tolívar cuando suscribe que Athalie «fue brillantemente traducida en 1754 con un sustancioso prólogo por Eugenio de Llaguno y Amírola», lo que el curioso lector podrá comprobar a renglón seguido.






Bibliografía

  • ANDIOC, René. 1976. Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Fundación Juan March-Castalia.
  • ANDIOC, René y Mireille COULON. 1996. Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII (1708-1808), Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 2 vols.
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