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Atracción y lección del mar

Ricardo Gullón





Erguido en la vasta soledad de sus tierras, oteando desde la cima de un alcor, el hombre ibérico puja y se afana por ver el mar. Hay en torno suyo un silencio penetrante, cierta inefable sensación de sosiego, lentamente quebrantada por una singular inquietud que le envuelve y cala hasta el hondo tuétano en que yace tu alma estremecida por vagos presentimientos, indecibles anhelos que no logra concretar.

¿Dónde va el viejo río cuyas aguas alborozan los tintes ocres, pardos, violáceos, de la llanura? Marcha incesantemente hacia una vida nueva que es su muerte, hacia un mañana de aguas inéditas y esperanzas eternas. Y el hombre que lo ve partir presiente que en el mar hay un camino que conduce a la gloria, al renombre, a la riqueza: mas aún, que sobre las ondas trasluce la ruta de ensueños por donde vuela ya en esta hora indecisa, su callada y cálida fantasía.

Todo lo ignora, todavía, y, sin embargo, espera que, como en la dulce canción,


   «Por el mar vendrán
las flores del alba
(olas, olas llenas
de azucenas blancas)».



Allá, vigilantes en el alto páramo de Iberia, los cansados espíritus se enardecen y exaltan cuando hasta ellos llega, a través de la distancia, el eco de un rumor innumerable. ¡Qué atracción invencible! Ved cómo las mentes abandonan el huerto familiar, el terruño natal, la áspera delicia del hogar, dispuestas a la aventura, seducidas por el destello de una luz entrevista en el remansado delirio de su imaginación.

Y el mar de Castilla tiene una puerta: un dintel verde de prados y montañas, un angosto y hermoso umbral por donde la meseta desciende hasta él. La sed de siglos se apaga en el halago de los vallecitos tibios, en los rincones y vericuetos, que ya huelen salobre la brisa marina. ¡Dulce es correr hacia el mar! Y súbitamente topar con él, apacible y mansa en el confortador regalo de la bahía. Seguir, después, hasta el acantilado, desafiante roca que cabalga a lomos de las aguas, lengua de tierra que dialoga incansablemente con ellas. Navegar más tarde sabiéndose en manos del mar, supeditado a su arisco, soberbio y voluble humor.

Cada mañana retorna aquí la primavera, gracias a su verde presencia, y en tanto que en los salones huraños, tierra adentro, tarda en penetra: un hilo delgado de sol, en las estancias de la costa se cuela por los balcones abiertos el aroma fuerte y vivífico del agua palpi ante, olor vital que llena los pulmones y hace que la sangre corra más deprisa por las venas de la gente cantábrica.

Este cántabro océano es, propiamente, el «mare nostrum» cuyas olas brizazon los primeros sueños en el albor de la patria, cuando, como se dice en el vetusto cantar, «era entonces Castiella un pequeño rincón». A su orilla se vive despacio, apréndese el ejemplo de eternidad que insinúa su murmullo y lo frágil de una vida de hombre. De un hombre de mar. ¡Qué bella expresión y con qué orgulloso desdén pensarán ellos de los hombres de tierra, apegados a su mezquina seguridad!

Y el oscuro mar de Castilla fue un día conducto por donde llegaron fabulosas noticias de tierras alejadas, el mito y las leyendas del Norte. Dominio de vikingos, feudo de normandos, la pasión tenaz del castellano supo hacerlo suyo; por eso, otro tiempo, pudieron las naos de España surcarlo altivamente; no vencidos por el enemigo, sí quebrantados, por el adverso azar de la borrasca, aquellos hombres que retornan «dejando el mar de sus desgracias lleno», según el verso inmortal.

Este mar profundo, verde, azul y gris, misterioso y extraño, como pupila de mujer, con techo limpio y vuelo de gaviotas, tiene sobre todas tus excelencias, una: la de acunar con su canto los sueños más puros del corazón, la de encender en las almas ese raro y transparente ardor que es la poesía, y así este recio espacio de vida y luz suscita la chispa angélica de la inspiración.

Ved al hombre meditabundo de cara al mar. «Cual medanos de oro, que vienen y que van son los recuerdos», ha dicho con el corazón dolorido por la remembranza del pasado. Pues, ¡cuán cierto que este suave vaivén del agua incansable es sugerente escuela, acicate que en la cana cabeza de las olas muestra la imagen revivida del pretérito! Y del gran rememorador que es el mar de la sustancia y tejido de los sueños inventados a la sombra de su evidente maravilla surge en la angustia del poeta el difícil y repetido milagro de la creación.

Fue ayer quizás, tan reciente parece el brillo de sus versos, cuando un soldado castellano se asomaba a las anchas playas del Cantábrico alborozado de ver que


   «Con las arenas mojadas,
parece entrando y saliendo,
que está retozando el agua»



y desde la proa de su galera, mecido y arrullado por el mar, forjaba con ingenuo deleite los más hermosos versos de la lengua.

Un día quimeras, otro realidades, por el mar de Castilla arribaron a la vieja y querida patria. Hombres, ilusiones y esperanzas que se alejan hoy para retornar mañana, acaso con la fama y el caudal, tal vez son sólo un poco de ceniza en el corazón. Y el mar eternamente joven les ve pasar, soñar, volver, concluso el ciclo de sus afanes: en la ida para vivir, en la vuelta para morir.

El mar aportó su grave y dramática lección; ganada por sus senderos, en ellos puede perderse la ventura. Mas siempre permanece la fortaleza de alma, el recio vigor para la adversidad; no ignora el navegante que le están reservados días procelosos tras jornadas bonancibles. Un curso inexorable y vario de las horas, porque nuestro antiguo, viejo y todavía niño mar castellano es, como alma de hombre, siempre diverso e idéntico a sí propio.

Así la serena permanencia del mar, su oscura y tornadiza majestad, han sido constante enseñanza de grandeza y mansedumbre que nos ayuda a entender la cifra secreta que guarda los estratos últimos del alma hispánica. De este alma soñadora, sí, pero nunca al modo paralítico del hindú fatalista, sino castizamente, genuinamente, la cabeza entre nubes quizás, más los ojos color cobalto de tanto mirar hacia arriba, la vigorosa mano en el timón y el corazón dispuesto a seguir el rumbo de los sueños hasta el arcano por nadie penetrado del peregrinante mar. Tal capacidad para vivir en el sueño, dándole verdad a un tiempo quimérica y rigurosa es la que dio alas y fuerza a la España en albor para convertir la quimera increíble del visionario en la maravillosa realidad de un mundo nuevo.

De este modo Castilla trasmutó su vida en un genial sueño colectivo, y sus hombres vivieron el imposible amanecer cada día en todas las tierras, bajo el sol de España. Y entonces el mar cercano, familiar, casero, se dilató y ciñó las costas remotas, los inexplorados confines, las arduas islas ignoradas. Bien supo el fesón ibero corresponder a las aguas amigas, a las aguas que señoreaban las añosas quillas de Llanes, de Castro, de Laredo. Tanto pudo el afán español, que límites y nombres, fronteras y señales, se derrumbaron al fuego de su ímpetu y ya las olas de los océanos, espumas y algas, Índico y Atlántico, Pacífico y Mediterráneo, todo: nube, estrella, ola y brisas de los siete mares no fueron para el esfuerzo español sino nube, estrella, ola y brisas del agua única que por doquier se extiende: el oscuro mar de Castilla.





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