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Aurelio M. Espinosa, Cuentos populares recogidos de la tradición de España, introducción y revisión de Luis Díaz Viana y Susana Asensio Llamas (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2009) 868 pp. [Reseña]

José Manuel Pedrosa Bartolomé





La reedición, en un único y cuidado volumen, de esta obra monumental (y, en cierto modo, fundacional) de la bibliografía acerca del cuento popular español, en su doble dimensión de compilación de materiales de campo y de estudio, es un acontecimiento editorial muy largamente esperado. La edición original, en tres volúmenes, de 1946-1947 (que había sido publicada también por el CSIC), llevaba muchísimo tiempo agotada, refugiada en no muchas bibliotecas y en oscuros y carísimos catálogos de librerías de viejo; y la edición reducida que Luis Díaz Viana había sacado a la luz (en Espasa-Calpe) en 1992 no derivaba de la edición completa, sino de una reducida y divulgativa que había publicado en un solo volumen el propio Espinosa, a modo de adelanto (en Espasa-Calpe también), en 1946. Para una gran cantidad de lectores y de especialistas, esta reedición de 2009 de la versión completa será la puerta, sin duda, para acceder a una colección que estaba rodeada de cierto halo (casi esotérico) de leyenda, y cuyos materiales eran muchas veces aludidos o citados de segunda o de tercera mano, y no a partir del original.

El tomo único que en 2009 ha acogido los tres volúmenes de 1946-1947 es ciertamente impresionante, por su gran tamaño y su formato generosísimo, y también por su más que pulcra presentación. Aunque ni su tamaño de letra (más bien pequeño) ni, sobre todo, lo contundente de sus proporciones, hacen de él un libro de fácil manejo, la disposición en doble columna facilita sin duda la lectura. Los editores, Luis Díaz Viana y Susana Asensio Llamas, han realizado un trabajo sumamente escrupuloso, y han abierto el libro con un prólogo denso y fundamental acerca de las circunstancias en que hizo Espinosa sus labores de trabajo de campo (en la década de 1920) por un buen número de provincias de España, y acerca también de su trayectoria biográfica y académica, de su personalidad y de sus ideas, y de los principios críticos que guiaron sus actividades de colector y de estudioso de la literatura oral panhispánica. Especialmente clarificadoras son las apretadas páginas que ilustran las relaciones que tuvo el nuevomexicano Aurelio Macedonio Espinosa (padre) con los especialistas y los ambientes académicos españoles y norteamericanos que propiciaron y apoyaron sus labores de encuesta: don Ramón Menéndez Pidal y su fundamental círculo del Centro de Estudios Históricos, en España; y, al otro lado del océano, el gran Franz Boas, auténtico patriarca de la antropología norteamericana moderna, la visionaria Elsie Clews Parsons, folclorista comprometidísima y mecenas pudiente, y el equipo de antropólogos y folcloristas norteamericanos que se hallaban agrupados en torno al Journal of American Folklore, que Espinosa llegó a dirigir durante algunos años.

Llamativa es la crónica que hacen Díaz Viana y Asensio Llamas de las relaciones entre Espinosa y su amigo íntimo el arabista Ángel González Palencia, destacado fascista que al terminar la Guerra Civil fue uno de los que dirigieron el desmantelamiento del entramado académico que en las décadas anteriores había trabajosamente levantado don Ramón y de los que contribuyeron a la fundación de uno nuevo (cuyo buque insignia fue el CSIC), desde el que apoyó decididamente (llegó a prologar su libro y a ofrecer el sello editorial del CSIC para su publicación) al investigador norteamericano. González Palencia y Espinosa compartían, sin duda, los ideales de una hispanidad atravesada de nostalgias imperiales y, al mismo tiempo también, de contradicciones. Espinosa se pasó la vida defendiendo que el folclore en lengua española de los Estados Unidos venía por línea prácticamente directa de España, y minusvalorando en la medida que le fue posible la raíz mexicana. Y González Palencia, en una época en que la intelectualidad fascista española y europea tenía que mirar por fuerza hacia lo europeo, incluso hacia lo ario, y por supuesto que hacia lo cristiano, como soles radiantes que habrían supuestamente fecundado y alumbrado nuestra cultura, se vio obligado, por su condición de arabista, a defender vínculos más que privilegiados entre la cultura oral más entrañablemente española y la arábigo-islámica en primer término, con la india y la oriental en la línea última de su horizonte.

Espinosa, influenciado sin duda por las teorías de su amigo González Palencia, y también por sus lecturas de Theodor Benfey y de otros estudiosos de los cuentos tradicionales que defendían la línea genética indianista y orientalista, fue también un convencido defensor de tales principios, que sacó a relucir en algunos de los comentarios críticos que acompañan a los cuentos de su colección. Paradigmático es, a este respecto, el densísimo estudio que hace del cuento núm. 14 (Las doce palabras retorneadas): «Nuestra versión conquense 14 es de carácter tradicional y tiene orígenes orientales muy antiguos. Claro es que la antigua tradición venida de India se ha encontrado a veces en Europa con tradiciones semejantes de origen independiente y ha sufrido su influencia; pero, estudiando con cuidado las numerosas versiones orientales y occidentales, podemos llegar a conocer con toda claridad sus orígenes y la historia de su difusión a través de los siglos por la mayor parte de Oriente y Occidente. Se trata de una tradición de origen índico que, habiendo pasado por versiones persas y árabes, llega después a Europa por medio de versiones árabes, griegas y judías...».

Es, sin duda, este dogmático evolucionismo orientalista, herencia de evolucionismos diversos que hunden sus raíces en las muy simplistas teorías antropológicas del siglo XIX, el mayor reparo que puede oponerse a la sección crítica del libro de Espinosa, modélico por tantísimas otras razones. Porque trazar una línea recta que iba de Oriente a Occidente, pasando por el norte de África, aunque se hiciera con todos los matices y paños calientes con que procuró hacerlo Espinosa, ignorando (o no queriendo ver), en éste y en otros casos, las versiones africanas y de otros lugares, lastra sin duda (sobre todo cuando se ve desde nuestra perspectiva histórica y crítica) los resultados de su ciclópea investigación. Apréciese, además, lo superficial e improvisado de las consideraciones expuestas en frases como «claro es que la antigua tradición venida de India se ha encontrado a veces en Europa con tradiciones semejantes de origen independiente y ha sufrido su influencia», que deja completamente en el aire las supuestamente «claras» «tradiciones semejantes» [¿?] cuyo detalle escamotea Espinosa a sus lectores.

Los argumentos del folclorista nuevomexicano están lastrados también por otros prejuicios, como el de los supuestos valores preclaros y singulares de la tradición cuentística española, que se manifiestan, por ejemplo, en el comentario que hace Espinosa del cuento núm. 216, el que comienza:

Estaba cabrín cabrates encima de una peña peñates. Y llegó el lobín lobates y le dijo:

- Bájate, cabrín cabrates, de esa peña peñates...



Tras esforzarse Espinosa en elaborar un sofisticadísimo elenco de las fábulas acerca de un lobo (o de otro predador) que aconseja a otro animal que se baje del lugar elevado en que se halla refugiado, y después de desgranar una eruditísima bibliografía en la que asoman Esopo, Aviano o Samaniego, y versiones italianas, francesas, alemanas, inglesas o griegas antiguas y modernas, añade el estudioso nuevomexicano que «algunas de las versiones hispánicas se distinguen de todas las demás por su notable forma artística, con latinismos asonantados y simbólicos. Esta nueva elaboración es un ejemplo extraordinario del espíritu artístico del pueblo español, que reviste un tema tan sencillo de una forma poética, atractiva y humorística, y que una vez creada, es fácil de recordar, y por eso tiende a permanecer en la tradición oral sin cambios importantes...».

Pues no: las versiones a las que se refiere Espinosa no son, de ninguna manera, ningún endemismo español, ni ninguna aportación puramente patria al repertorio universal del cuento, por la sencilla razón de que (como mínimo) en Francia han sido también bien documentadas versiones de este tipo. Si Espinosa hubiese conocido la versión francesa en dialecto de Carcassone que fue publicada en Mélusine I (1878) p. 341, o la versión en patois que dio a conocer el Dr. Dejeanne en sus «Contes de la Bigorre», Romania XII (1883) pp. 566-584, p. 580 (entre muchísimas más), que exhiben retruécanos verbales muy similares a los que él tanto apreció en las versiones españolas, hubiera encontrado excelentes motivos para atemperar un poco sus exaltadas opiniones acerca de la creatividad narrativa que caracterizaría supuestamente, elevándole por encima de otros, al pueblo español.

Con independencia de que incurriera en este tipo de prejuicios y de malinterpretaciones, que son hijos a un tiempo de sus propias convicciones y de la época y del ambiente cultural en que le tocó vivir, todo lo demás que se puede decir de la colección de cuentos de Espinosa anda entre lo bueno y lo mejor. Los doscientos ochenta relatos que componen la colección forman un conjunto absolutamente insuperable (y posiblemente insuperado), lleno de joyas literarias absolutamente deslumbrantes, algunas de gran rareza en el panorama literario oral español. Sus criterios de transcripción y de edición iban (aunque no dejó de limar muy ligeramente sus textos, suprimiendo repeticiones, incongruencias, etc.) muy por delante de lo que era común en la época (la única lástima es que no ofreciera el nombre de sus narradores al lado de la identificación de cada localidad). Y los estudios críticos que asignó a cada uno de sus cuentos son de encomiable profundidad y están apoyados en una bibliografía absolutamente apabullante, de absoluta vanguardia internacional en su época. La excepcional biblioteca de la Universidad de Stanford en la que durante tantos años enseñó el investigador debió ofrecerle, bien a la vista está, condiciones y recursos de trabajo imposibles de superar.

Puede decirse, en definitiva, que con Espinosa penetraron súbitamente los vientos de la modernidad en los estudios españoles de folclore narrativo, que se hallaban instalados en un páramo en que su colección estuvo brillando en solitario (pues otras colecciones de aquellas décadas estaban a años luz de la suya) hasta que cuarenta años después su hijo, que llevaba el mismo nombre que él, publicara su propia colección de Cuentos populares de Castilla y León, que vieron la luz en dos gruesos volúmenes editados por el CSIC en 1987 y 1988, fruto de unas encuestas (de la década de 1930) posteriores e independientes de las de su padre que han sido historiadas de forma magistral por José Manuel de Prada Samper en su libro El pájaro que canta el bien y el mal: la vida y los cuentos de Azcaria Prieto (1883-1970) (Madrid: Páginas de Espuma, 2004), en el que se reconstruye la vida de una de las mejores informantes de Espinosa hijo.

Colección, la de Aurelio M. Espinosa hijo, en cuya sección de comentarios críticos trabajó intensamente Julio Camarena Laucirica, quien estaba, por aquellos años, sentando las bases de una nueva generación y de un nuevo método de recolección y estudio de los cuentos tradicionales, aún más refinado (en lo etnográfico y en lo filológico) y ponderado (expurgado de evolucionismos aventurados y de cualquier otro rastro de prejuicio o dogmatismo ultrahistoricista) que otros investigadores estamos procurando seguir.

Con la convicción muy clara, eso sí, de que los cimientos de todo el edificio cuyos pisos altos estamos intentando rematar y amueblar fueron puestos por aquel folclorista inquieto, comprometido y contradictorio que fue Aurelio M. Espinosa (padre), y por esta colección de cuentos que ahora por fin, después de tantos años de eclipse, vuelve a quedar al alcance de todos.





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