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Ausiàs March y las letras valencianas del s. XV: vasos comunicantes1

Rafael Alemany





El caballero Ausiàs March (ca. 1400-1459)2, la voz poética más emblemática de la literatura catalana medieval, vive en el reino de Valencia durante los reinados del último rey de la dinastía histórica catalano-aragonesa, Martín el Humano (1396-1410), y de los dos primeros de la casa de Trastámara en Aragón, Fernando de Antequera (1412-1426) y Alfonso el Magnánimo (1416-1458). Por razones cronológicas se deduce, pues, que la carrera literaria de Ausiàs se desarrolla por completo bajo el reinado del Magnánimo, a quien sirvió militarmente en las primeras campañas mediterráneas que este llevó a cabo entre 1420 y 1424 (Córcega, Cerdeña, Nápoles, Sicilia, África) y, más tarde, entre 1425 y 1428, como halconero real, cuando el poeta ya había sustituido el ejercicio de la milicia por el de la administración de su patrimonio feudal en tierras valencianas.

Si, de acuerdo con los acontecimientos histórico-sociales y las opciones estéticas e ideológicas que estos condicionan, aceptamos una división de la historia de la literatura catalana medieval en tres períodos a) el que se extiende desde los orígenes hasta el inicio del reinado de Pedro el Ceremonioso, b) el que comprende los reinados de este monarca y de sus dos hijos Juan I y Martín el Humano, y c) el correspondiente a la etapa de los Trastámara en la corona de Aragón, se hace evidente que March inaugura esta última etapa, que, sin duda, es la más brillante y atractiva de las tres tanto por la calidad como por la cantidad y diversidad de los textos literarios que a lo largo de ella se generan.

Como ya es sabido, la hegemonía social, económica y cultural de la antigua Corona de Aragón no siempre residió en un mismo territorio de los muchos que la integraban, sino que, por el contrario, ésta fue cambiando en función de diversas variables históricas. Así, pues, desde la unión dinástica de Cataluña y Aragón en 1137 hasta la culminación de la expansión peninsular y mediterránea impulsada por Jaime II en el tránsito del siglo XIII al XIV, la hegemonía corresponde a Cataluña; en las postrimerías del siglo XIV, durante el reinado de Juan I, ésta se desplaza a Aragón y, desde mediados del siglo XV hasta el último tercio del XVI, Valencia se convierte en el reino hegemónico de la Corona (Regla 1968, 43-46).

En este marco se produce la espléndida floración literaria de la Valencia cuatrocentista, de la que son exponentes relevantes, además de la poesía de Ausiàs March, el Tirant lo Blanc (1.ª ed. 1490) de Joanot Martorell (1405/11-1465), el Espill de Jaume Roig (↑ 1478), la Vita Christi (1.ª ed. 1497) de Isabel de Villena (1430-1490), la obra religiosa y profana de Joan Roís de Corella (1435-1497) y, a un nivel menor, las composiciones satíricas y religiosas de Bernat Fenollar (1435/40-1516), beneficiado de la catedral de Valencia, del noble Jaume Gassull (↑ ant. 1515) y de otros autores de su círculo3. Todo ello constituye un inmenso tapiz de vínculos personales y literarios (Fuster 1968, 317-390), tal y como se desprende, por ejemplo, del hecho de que March fuera cuñado de Martorell, se relacionara con el padre de Roís de Corella y llegara a tener algún contacto literario con Fenollar; de que, muy probablemente, sor Isabel de Villena escribiera su profemenina Vita Christi con una voluntad de réplica implícita al misógino Espill de Jaume Roig (Fuster 1968, 175-212); de que infinidad de páginas del Tirant sean calcos o adaptaciones de textos corellianos4; de que el mismo Roig participara junto a Corella en el certamen poético mariano celebrado en Valencia en 1474 o de que, por no hacer inacabable la nómina, a finales del siglo XV proliferaran las obras colaborativas de autores del círculo de Bernat Fenollar (Cançoner 1911 y Fenollar 1988).

Pero, además de la configuración de Valencia como centro principal de la actividad literaria de la Corona, el siglo XV supone otros cambios históricos de enorme interés por la incidencia que iban a tener en la literatura de la época. Nos referimos, fundamentalmente, a la entronización de la dinastía castellana de los Trastámara en la confederación catalano-aragonesa, a partir del Compromiso de Caspe (1412), y al desplazamiento de la corte real del Magnánimo a Nápoles a partir de 1442. El primero de estos hechos influirá en la iberización progresiva de las letras catalanas patente en la intensificación de relaciones con la literatura castellana o en el bilingüismo literario catalán-castellano de algunos autores (Ferrando 1979-82 y 1996, Cocozzella 1987 y Ganges 1992), que, a su vez, conllevará el distanciamiento paulatino de los modelos franco-occitanos que habían dominado hasta entonces. Por otra parte, la importancia del establecimiento definitivo del rey Alfonso en Nápoles radica, más que en la eventual influencia italiana sobre las letras catalanas que de ello se pudo derivar, en la necesidad de crear plataformas literarias alternativas que esta situación generó, a fin de paliar el vacío producido por la ausencia de la corte de los reinos ibéricos de la Corona. No olvidemos que, en torno a ésta y bajo su patronazgo se había substanciado, secularmente, lo más y mejor de la actividad cultural y literaria (Badia 1993a): la poesía del trovador áulico Cerverí de Girona, las grandes crónicas, un proyecto gigantesco de inspiración regia como el Chrestià de Francesc Eiximenis, el consistorio poético instituido en Barcelona en 1392 por iniciativa real... son muestras elocuentes.

Por su parte, en el ámbito religioso, asistimos, a partir de 1429, al restablecimiento del orden que el Cisma había quebrado. La nueva situación se traduce en algunos cambios en la literatura religiosa: los tratados enciclopédicos, tipo Chrestià de Eiximenis, y los textos de tono apocalíptico, destinados a la instrucción y admonición de élites dirigentes o de masas, inician cierto declive ante la proliferación de obras devotas destinadas a la fortificación de una vivencia interiorizada del sentimiento religioso. Esto explica el gran éxito de las vidas de Cristo, entre las cuales ocupan un lugar especialmente relevante la de sor Isabel de Villena y la versión catalana de la del Cartujano, Ludolfo de Sajonia, realizada por Joan Roís de Corella (Hauf 1990).

Si la corona se va desmarcando gradualmente de la dirección de la vida cultural y el estamento religioso restringe la dimensión social de su influencia, es evidente que el estímulo que posibilita el esplendor literario cuatrocentista proviene de otros estamentos. En lo que se refiere a Valencia, en particular, estos son la pequeña nobleza local y el patriciado urbano. Ambos se convertirán en los verdaderos impulsores de las letras del siglo XV (Fuster 1968, 317-390), las cuales se beneficiarán, además, de las grandes posibilidades que abre el establecimiento de la imprenta en esta ciudad (Berger 1987 y Fuster 1992).

En este marco se produce una de las novedades culturales más destacables del cuatrocientos en relación con épocas anteriores: la aparición de nuevas plataformas tales como las tertulias literarias, por una parte, y los certámenes poéticos, por otra. Un exponente de las primeras es el círculo poético de Bernat Fenollar, en el cual se integran Jaume Gassull, Narcís Vinyoles (Ferrando 1978), Francesc de Castellví, Joan Moreno, etc. Todos estos escritores se caracterizan por el cultivo de una poesía sobre todo aunque no exclusivamente5 satírica, en la que adquiere un papel notable el tratamiento burlesco de la materia erótica y sexual (Cançoner 1911; Poesia eròtica 1982; Fenollar 1988; Martínez-Micó 1989-90 y 1992), así como por el hecho de producir su obra de manera colaborativa: en efecto, las grandes constantes de este círculo literario serán obras escritas por más de un autor, debates, preguntas y respuestas... Para los escritores de estos cenáculos la poesía parece implicar un tipo de vida intelectual colectiva muy singular, que permite relacionarlos con la coetánea poesía castellana «de cancionero», tal y como pone de manifiesto que algunos de estos autores Bernat Fenollar, Francesc de Castellví, Lluís Crespí, Miquel Péreç, Joan Verdanxa, Narcís Vinyoles... estén representados en el Cancionero General compilado por Hernando del Castillo en 1511 (Cancionero 1958). Por otra parte, los certámenes poéticos convocados con motivo de diversas efemérides religiosas, descendientes en última instancia de los célebres consistorios trecentistas de Tolosa y de Barcelona, proliferan y se enraizan en Valencia y Barcelona a lo largo del siglo XV y acaban por tener una continuidad que trasciende los límites cronológicos estrictos de la época medieval (Ferrando 1983).

Por último, no es posible cerrar este cuadro contextual sin hacer referencia al notable papel que ejerció sobre la cultura literaria de la época la concepción amorosa difundida a través de la predicación mendicante y del neogalenismo médico. Tal concepción supone la actualización del viejo concepto de amor hereos o amor pasión, el cual es considerado como una grave enfermedad psicosomática, de efectos físicos y espirituales altamente perniciosos para quien la sufre y, por tanto, rechazable (Cantavella 1993). Estas teorías constituyen una parte importantísima del trasfondo cultural que se vislumbra detrás de muchos textos literarios cuatrocentistas, pero, muy particularmente, de los discursos poéticos sobre el amor de las poesías de Ausiàs March, del Espill de Jaume Roig y de la obra en verso y prosa de Joan Roís de Corella.

Los perfiles que hemos venido trazando hasta aquí constituyen la condición necesaria, bien que no suficiente, para una comprensión mínimamente cabal de la literatura catalana del siglo XV y, muy en particular, de la que se produce en el antiguo reino de Valencia. Nos ocuparemos, a continuación, de los rasgos específicos que caracterizan a sus exponentes más representativos, prestando una atención especial a los vasos comunicantes que los interrelacionan por debajo de la diversidad plural de las opciones estéticas y conceptuales de sus discursos literarios respectivos.

Si empezamos por Ausiàs March, lo primero que hay que destacar es que su corpus poético, considerado en su conjunto y más allá de la división en cantos de amor, de muerte, morales y espiritual fijada por Baltasar de Romaní (March 1539), configura un discurso de fuerte carga moral que, fundamentalmente, gira en torno a la experiencia amorosa, sus contradicciones irresolubles y los sufrimientos de todo tipo que de esta se derivan para el yo poético. Esta reflexión se materializa, en buena medida, a través de las ideas de la ciencia del tiempo del poeta, las cuales se aprovechan como un buen instrumento para la mejor comprensión del fenómeno amoroso. Así, pues, el amor humano se nos presenta como un imposible metafísico, ya que las exigencias antitéticas del cuerpo y del alma acaban por hacerlo inviable. Por esta razón el amor implica la autotortura del enamorado, tal y como ocurría en la lírica trovadoresca, pero, a diferencia de esta, en la que tal padecimiento se consideraba un medio útil para el perfeccionamiento ético del enamorado, en la poesía marquiana esta autotortura adquiere nuevas connotaciones. Ello es así porque Ausiàs se dedica a destruir el universo conceptual de la fin' amor para sustituirlo por otro de carácter ascético y moralizante (Cocozzella 1990 y 1991; Badia 1993b, 143-150; Archer 1994), en cierto modo similar al que, tiempo atrás, habían sostenido autores como Marcabrú, Ramon Llull y los mismos predicadores mendicantes -pensemos, por ejemplo, en San Vicente Ferrer6-, todos ellos adversarios del amor cortés y los últimos, en particular, principales divulgadores de las concepciones de la teología cristiana sobre el amor. El ideal que propone March es el de un amor liberado del lastre de la pasión, identificado con el bien honesto y asentado en el componente intelectivo, es decir, un amor absolutamente convertido en forma de virtud, cuya existencia tan solo parece hacerse realidad en el terreno de la pura construcción imaginativa:



Ffantasiant,          Amor a mi descobre
los grans secrets          c·als pus suptils amaga,
e mon jorn clar          als hòmens és nit fosqua,
e visch de ço          que persones no tasten.
Tant en Amor          l'esperit meu contempla,
que par del tot          fora del cors s'aparte,
car mos desigs          no són trobats en home
sinó en tal          que la carn punt no·l torbe.

Ma carn no sent          aquell desig sensible,
e l'esperit          obres d'amor cobeja;
d'aquell cech foch          qui·lls amadors s'escalfen,
paor no·m trob          que yo me'n pogués ardre.
Un altr·esguart          lo meu voler pratica
quant en amar-          vos, dona, se contenta,
que no han cells          qui amadors se mostren
passionats          e contra Amor no dignes.


(18: 1-16)7                


Pero lo más destacable y novedoso de los planteamientos poéticos de March en torno al amor es que hace coincidir en un único yo la experiencia amorosa y la inevitable conciencia de absurdo que esta, inexorable y paradójicamente, implica. Es así como el discurso poético de Ausiàs establece una dialéctica conflictiva entre el deseo de un amor concebido como experiencia espiritual plenaria y la frustrante realidad de un amor fatalmente relacionado con las nociones de sexualidad, de contingencia, de insatisfacción, de sufrimiento y de pecado. Una dialéctica que, según parece, solo alcanza a resolverse con la muerte de la amada, única vía cierta de eliminación de la enojosa interferencia de la carnalidad:



Qui ama carn,          perduda carn, no ama,
mas en membrant          lo delit, dol li resta.
En tot amor          cau amat e amable;
donchs, mort lo cors,          aquell qui ell amava
no pot amar,          no trobant res que ame.
Amor no viu,          desig mort y esperança,
y en lo no res          no pot haver espera;
quant és del cors,          la Mort a no rres torna.

Si la que am          és fora d'aquest segle,
la major part          d'aquella és en ésser;
e quan al món          en carn ella vivia,
son espirit          yo volguí amar simple.
E, donchs, ¿quant més          qu·en present res no·m torba?
Ella vivint, la carn m'era rebel·le...


(94: 105-118)                


Si la concepción poética del amor en March se aleja por superación de la tradición poética occitano-catalana precedente, resulta explicable que Ausiàs rompa también con el código expresivo que había vehiculado aquella para substituirlo por una propuesta lingüística, retórica y de estilo muy peculiar y novedosa (Di Girolamo 1977). En lo que a la lengua se refiere (Sanchis 1959-62) March opta resueltamente por el catalán, un idioma ajeno hasta entonces a los géneros poéticos, pero no, en cambio, a aquellos otros de carácter didáctico y doctrinal -Francesc Eiximenis, San Vicente Ferrer- a través de los cuales se habían transmitido universos nocionales análogos sobre la experiencia amorosa; y ello, sin perjuicio, claro está, de la influencia general que pudo ejercer también la progresiva iberización y desoccitanización de la cultura catalana en tiempo de los Trastámara.

En cuanto a la opción retórica y estilística March forja un lenguaje poético anticonvencional y personalísimo (Zimmermann 1984), en el que la presencia del registro coloquial y de una terminología filosófica y naturalista de filiación escolástica (Badia 1997, 42-48), el uso de elementos propios del discurso de la mística y de la divulgación teológica (Cabré 1993, Hauf 1997a), el prosaísmo, la aspereza y la ausencia de musicalidad (Llompart 1959), la violencia sintáctica, la oscuridad, los peculiares mecanismos de metaforización y comparación (Zimmermann 1980 y 1991; Archer 1985 y 1996, 147-200), la presencia de una imaginería poco plácida -tempestades y naves que peligran, sepulcros, enfermos, condenados a muerte...- y, en fin, el patetismo retórico -antítesis, paradojas, hipérboles, apóstrofes...- (Cocozzella 1983) contribuyen a forjar una poética bastante peculiar, dentro de la cual ocupan un lugar estelar los tintes negativos, pesimistas y poco esperanzados:



Colguen les gents          ab alegria festes,
loant a Déu,          entremesclant deports;
places, carrers          e delitables orts
sien cerquats          ab recont de grans gestes;
e vaja yo          los sepulcres cerquant,
interrogant          ànimes infernades,
e respondran,          car no són companyades
d'altre que mi          en son contínuu plant.

Cascú requer          e vol a son semblant,
per ço no·m plau          la pràtica dels vius.
D'imaginar          mon estat són esquius;
sí com d'om mort          de mi prenen espant.


(13: 1-12)                


En suma, la contundencia y la rigidez del discurso conceptual de March se materializa, con absoluta coherencia, a través de la violencia sintáctica, de las imágenes torturadoras y del léxico áspero de su discurso poético.

Sin embargo, el peculiarismo poético de Ausiàs es compatible con una deuda evidente con la poética trovadoresca (Di Girolamo 1977 y 1997) no solo en todo lo que afecta a la versificación, los esquemas métricos y estróficos (Ferreres 1981) y el uso del senyal, es decir, los elementos más externos del corpus poético marquiano, sino también en lo que se refiere a los géneros y a los tópicos literarios. En lo concerniente al estrofismo, del total de 128 composiciones marquianas, 118 están escritas en octavas decasilábicas y, entre estas, abundan las que adoptan el esquema más arquetípico de la canción trovadoresca: cinco octavas con una tornada de cuatro versos. En lo tocante a los senyal ahí están «Plena de seny», «Llir entre cards», «Oh, foll amor» y «Amor, amor» como elementos cohesionadores de los más significativos ciclos de poesías del autor. En cuanto a los géneros, junto a las canciones, conviven también los herederos del sirventes y del maldit provenzales (Archer 1991), es decir, el reverso de la moneda de la canción amatoria, a través de los cuales el poeta expresa su rechazo a las mujeres, ante la imposibilidad de alcanzar mediante ellas el ideal amoroso anhelado (Archer 1997):


Maldich lo temps          que fuy menys de consell,
dones amant          més que a mi mateix;
ama-les tal          qui bé no les coneix,
e jo·m confés          que fuy lo foll aquell.


(71: 105-108)                


Por otra parte, es también fácil hallar en los poemas de March diversos motivos procedentes de la tópica occitano-trovadoresca, tales como, entre muchos otros, el de la enfermiza e invencible timidez del amante (Pujol 1991 y 1994), que no le permite revelar su amor a la amada (Hauf 1997b):


Yo só ben cert          que vós no sou ben certa
de mon voler,          del qual me só callat;
ma colpa és,          com no·m só clar mostrat,
e tal amor          no mereix ser cuberta


(37, 17-24)                


o el de la muerte de amor:


Llir entre carts,          l'ora sent acostada
que civilment          és ma vida finida;
puys que del tot          ma sperança·s fugida,
m·arma roman          en aquest món dampnada.


(11: 41-44)                


Ausiàs March revoluciona, sin duda, la poesía de su tiempo, a partir de una reformulación muy personal del viejo código trovadoresco. En cambio esta revolución no se caracteriza precisamente por el acercamiento a las innovaciones poéticas de signo petrarquista que triunfaban en Italia (Lapesa 1948): nada más alejado de March que la musicalidad de los versos de Petrarca, aunque a ambos poetas les acerque la actitud de anhelo y rechazo, a la vez, del amor humano. Las poéticas de estos dos autores, aun proviniendo de la fuente común de la tradición trovadoresca, evolucionan hacia dos resultados totalmente originales y diversos: todo el culto al ornato retórico que Ausiàs nos niega una y otra vez8, Petrarca nos lo ofrece porque, precisamente, para él la retórica forma parte indisoluble de la poetización de la experiencia amorosa, es decir, se siente seducido por una pasión que tiene mucho que ver con la estética y la retórica. El rechazo marquiano del esteticismo formal lo sitúa al margen de los mecanismos de renovación poética y cultural que ya se habían iniciado en otros lugares de Europa, lo cual no implica, necesariamente, una ignorancia total de los ingredientes literarios de estos mecanismos renovadores, tal y como se desprende del hecho de que March evidencie en más de un lugar de su poemario cierto grado de conocimiento de la cultura clásica y hasta del propio Petrarca (Badia 1993b, 195-207). Pero, en cualquier caso, por encima de todo ello, lo que conviene destacar es que el poeta valenciano innova desde el respeto más absoluto a los parámetros morales y didascálicos más genuinos del mundo medieval.

Tales procedimientos de innovación literaria, basados más en la reformulación de modelos y fuentes tradicionales que no en la incorporación de otros más decididamente novedosos, no son privativos de March, sino que, por el contrario, los podemos hallar también en otros grandes productos literarios catalanes cuatrocentistas de procedencia valenciana, como el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell, el Espill de Jaume Roig, la Vita Christi de sor Isabel de Villena y la obra de Joan Roís de Corella. Veámoslo esquemáticamente.

En primer lugar, el Tirant, elaborado a partir de una amplia serie de modelos y fuentes predominantemente catalanes -textos originales o traducciones- (Badia 1993c), es el resultado del desarrollo amplificado de la pequeña narración Guillem de Vàroic (Bohigas 1947), la cual procede, a la vez, de una adaptación híbrida del roman anglonormando Guy de Warwick (Warwick 1966 y 1971) y del Llibre de l'orde de cavalleria luliano (Llull 1988). La selección de estas fuentes y la intertextualización que se hace de las mismas, sobre todo en los noventa y siete primeros capítulos de la novela, nos sitúa en la pista de una propuesta ideológica absolutamente enraizada en los principios más genuinos del universo medieval, la cual se concreta en la reedición del viejo código caballeresco fijado por Llull dos siglos antes (Hauf 1992; Badia 1993c, 44-52; Martos 1995; Alemany-Martos, en prensa). La trayectoria de Tirant a lo largo de la novela confirma, grosso modo, que se ha llegado a impregnar bien de los ideales de este viejo código, lo que le permite obtener una serie de éxitos militares y religiosos9 que culminan con la liberación de Constantinopla de la amenaza turca, con el nombramiento del protagonista como cesar del imperio griego y con su boda con la hija del emperador. Pero, como ya es sabido, un humanísimo y trivial «mal de costat» causa la muerte del héroe justamente cuando empezaba a recoger los frutos de sus denodados esfuerzos y trabajos. Esta muerte, aunque rompe las expectativas de final feliz, resulta oportunísima para reafirmar los propósitos didascálicos ya anticipados en los noventa y siete primeros capítulos de la novela (Pujol 1996): ahora es Fortuna quien, como maestra de virtud, a partir del final trágico del héroe triunfante, nos enseña a menospreciar las glorias mundanales de acuerdo con las pautas del vanitas vanitatum. Pero hay un inquietante segundo tiempo del desenlace que, en alguna medida, contrapuntea estos planteamientos: las bodas entre la vieja emperatriz viuda y el joven arribista Hipòlit, convertidos ahora, por una grotesca ironía del destino, en herederos y titulares del imperio. Esta solución narrativa parece alterar el mensaje didáctico convencional inspirado, entre otras, por las fuentes del núcleo embrionario de la novela, dando lugar a cierto contraste entre el principio y el final de la novela. Así las cosas, el mensaje último que, en definitiva, parece desprenderse del Tirant es que el espíritu de la vieja caballería es decir, el de Llull y el del viejo conde Guillem de Vàroic es ya, en tiempos de Martorell, poco más que una entelequia, ya que los pocos virtuosos que aún lo practican sucumben finalmente ante los oportunistas sin escrúpulos que triunfan mediante actuaciones de dudosa ética. Así, pues, la novela parece someter a contrafactum al menos, en cierto grado los modelos de la caballería canónica para obtener un resultado no exento de alguna novedad, cuyo eje central es, paradójicamente, la evocación nostálgica implícita del viejo orden inexorablemente perdido (Alemany 1994).

En segundo lugar, el Espill de Roig, bajo la estructura formal de noves rimades tetrasilábicas y de un hilo narrativo ficcionalmente autobiográfico, condensa toda la tópica misógina de la tradición medieval (Cantavella 1992), mezclada ahora con elementos propios de la literatura satírica y burlesca, con la bienintencionada finalidad, parece, de prevenir al joven Baltasar Bou de los males que se derivan de la frecuentación del amor y de las mujeres. ¿Qué hace un médico del prestigio de Roig escribiendo una obra como esta -única que le conocemos fuera de una breve composición mariana- tan alejada, a primera vista, de su actividad profesional? Pues, de alguna manera, ejercer también su oficio: no en balde el Espill se puede considerar como un tratadito divulgativo novelado fácilmente relacionable con el saber médico de la baja Edad Media. Más atrás ya nos hemos referido a la amplia difusión que, a lo largo del siglo XV, tuvo la concepción del amor como enfermedad psicosomática, gracias a la labor proselitista de los propagadores populares del cristianismo y de las doctrinas médicas neogalénicas. Pues bien, hoy sabemos que, en la biblioteca del médico Jaume Roig existían, por lo bajo, seis libros con algún capítulo dedicado al análisis patológico del amor hereos (Carré 1993), que, sin duda, evidencian su interés por el tema y nos ayudan a entender que llegara a concebir una obra como el Espill cuando, hacia 1460, tenía que ocupar el ocio en Callosa d'En Sarrià (en la comarca de la Marina Baixa de la región meridional del País Valenciano), donde se había instalado para preservarse de los efectos de la peste que entonces afectaba a Valencia. Una vez más reencontramos unos esquemas temáticos y formales sustancialmente tradicionales, si bien vehiculados ahora a través de unos procedimientos innovadores nada despreciables tales como, por una parte, la imbricación del discurso moral con la denuncia social (Rubio 1983) y la sátira esperpéntica antifemenina y, por otra, el uso literario de un lenguaje coloquial, desinhibido y hasta, incluso, vulgar y soez, encorsetado en el poco elástico molde de una métrica singular. Estas novedades permiten relacionar a Roig con la práctica literaria de la denominada «escuela satírica valenciana», que encabezan autores como Bernat Fenollar y Jaume Gassull (Carré 1994), si bien con la gran diferencia que el autor del Espill, contrariamente a lo que hacen estos otros, todavía subordina tales innovaciones a unos objetivos netamente didácticos y morales.

En cuanto a la Vita Christi de sor Isabel de Villena ya sabemos que se trata de una de las múltiples muestras homónimas que, bajo los auspicios del franciscanismo, llenaron, con éxito, una de las parcelas más interesantes de la literatura espiritual y teológica del crepúsculo de la Edad Media europea y, aún, de años posteriores (Hauf 1990). De acuerdo con los cánones del género, sor Isabel se propone propagar el método franciscano de meditación, basado en la conmoción espiritual a partir de la contemplación imaginativa de las escenas de mayor potencial plástico y dramático del ciclo biográfico de Jesús y de María. Pero nuestra autora aprovecha la oportunidad para poner el acento en una serie de elementos dignificadores de la condición femenina prácticamente inéditos, lo que ha motivado que una parte de la crítica -especialmente, y ente otros, Cantavella 1986- haya llegado a considerar a sor Isabel -no sin exceso (Alemany 1993)- como una muy precoz escritora feminista. Eso, unido a la elaboración de un discurso literario en el que coexisten sin problemas la cotidianidad más trivial y el coloquialismo lingüístico (Alemany et al. 1996 y Alemany 1997b) con la exposición de los misterios religiosos más intrincados (Fuster 1968, 153-174), es lo que otorga singularidad a esta tan peculiar novela teológica, sin que por eso deje de ser, por encima de cualquier otra consideración, un instrumento al servicio de la instrucción catequética y de la meditación cristiana, destinado especialmente a las religiosas del convento valenciano de la Trinidad del que sor Isabel fue abadesa.

Y llegamos a Joan Roís de Corella. El tema fundamental de la obra profana -también tiene obra religiosa- en verso y en prosa de esta autor, maestro en Teología, es, de nuevo, el amor tratado desde el punto de vista moral. Lo que Corella nos suministra a través de una parte considerable de su discurso literario son una serie de tragedias humanas sobrevenidas a causa del abandono de sus protagonistas a la pasión amorosa. Así, pues, Corella coincide con March y con Roig en el rechazo del amor pasión10, pero se separa radicalmente de estos, sobre todo, en los procedimientos literarios de que se sirve. Corella es quizá el único autor cuatrocentista en lengua catalana que manifiesta una clara vocación por las innovaciones literarias promovidas desde Italia y un interés evidente por autores clásicos como Ovidio, Virgilio o Séneca, a quienes reescribe e interpreta de forma muy personal. La materia clásica proporciona a nuestro autor un cúmulo de argumentos, a partir de la selección y amplificación de los aspectos más trágicos de los cuales elabora sus exempla retóricos contra el amor hereos (Badia 1988, 1989 y 1993d). Por otra parte, Corella inventa una vía expresiva, basada en la amplificación, en la ampulosidad y en el barroquismo estilístico, con la que alcanza el hito capital de la prosa catalana de arte que un siglo antes había inaugurado, bien que con rasgos mucho más sobrios, el notario catalán Bernat Metge.

Para concluir, parece evidente, pues, que tanto Ausiàs March como el resto de personalidades literarias valencianas del siglo XV coinciden en hacer una literatura aún muy inspirada en códigos de valores tradicionales y fiel a unos objetivos didascálicos de raíz cristiana, por bien que sustanciada a través de unas propuestas estéticas llenas de elementos innovadores que varían según los casos. En general, estas innovaciones tienen más que ver con la reutilización personal de unas fuentes tradicionales que no con la impregnación de modelos procedentes de la renovación cultural impulsada desde Italia; e, incluso, cuando esta última se percibe en alguna medida, no deja de estar supeditada a los objetivos moralizadores citados. Por último, las innovaciones alcanzan un hito destacado en el ámbito de la lengua literaria y del estilo, tal y como ponen de manifiesto las propuestas expresivas del mismo March, de Roig, de sor Isabel, de los poetas del círculo de Fenollar y, muy singularmente, según acabamos de ver, de Roís de Corella, aunque cada una de estas responda a opciones muy personales no siempre relacionables entre sí.






Bibliografía citada

  • Alemany, Rafael (1993), «Dels límits del feminisme de la Vita Christi de sor Isabel de Villena», en Actes del Novè Col·loqui Internacional de Llengua i Literatura Catalanes (Alacant-Elx, 9-14 de setembre de 1991), 1, ed. de Rafael Alemany, Antoni Ferrando y Lluís B. Meseguer, Barcelona-Alacant-València-Castelló, Publicacions de l'Abadia de Montserrat-Universitats d'Alacant, de València y Jaume I de Castelló, pp. 301-313.
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