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Autógrafos de D. Félix Amat, abad de la Granja

José Gómez de Arteche





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Nada para mí tan grato como el informar acerca de los interesantísimos papeles que ha ofrecido á esta Real Academia D. Juan Mañé y Flaquer, patricio tan insigne como feliz cultivador de las letras españolas. Así es que, no sólo acatando el mandato de nuestro ilustre Director, sino aceptándolo con el mayor gusto, voy á dar cuenta de los varios escritos que contiene el donativo del señor Mañé, todos referentes á asuntos á que he dedicado con preferencia mis tareas literarias.

La historia de los reinados de Carlos IV y Fernando VII, con ser tan recientes, y acaso por eso mismo, ofrece puntos muy oscuros; que todavía están divididas las opiniones acerca de varios de los accidentes que en parte la constituyen, y más sobre las excelencias ó defectos que pudieran caracterizar á aquellos dos príncipes, á quienes cupo la desgracia de ver cómo se iba sumiendo en la decadencia más honda esta nuestra patria, tan gloriosa poco antes é influyente en los destinos del mundo. La guerra, divisiones intestinas, calamidades de todo género, las unas traídas por el cielo y las demás por la imprevisión de los gobiernos, produjeron en España un estado de tristeza y aun de desesperación en los ánimos mejor templados, que sería necesario un choque extraordinariamente rudo para que se restableciesen espíritus que sólo entonces mostraron desconocer ó haber olvidado el indomable   —124→   de la nacionalidad española en otros tiempos. Y ¿á quién atribuir tanta miseria y sobre quién descargar la responsabilidad sino sobre los representantes, á la sazón, genuinos de la nación, cuando se les consideraba ó convenía considerarlos como libres en el ejercicio de sus propósitos y determinaciones?

Por eso importa tanto poseer cuantos datos puedan conducir al conocimiento exacto de época tan lamentable, y, examinándolos concienzudamente y según exigen los preceptos y las necesidades de la historia, depurarlos hasta poder con su auxilio emitir un juicio que la falta de documentos auténticos y las pasiones políticas, hoy desencadenadas, no han permitido hasta ahora, sereno é imparcial.

No son muchos los que nos proporciona el donativo del Sr. Mañé, curiosos, verdaderamente, todos, pero conocidos en su mayor número, por haberlos publicado un pariente, según diré luego, de su mismo autor, lo cual no impide, sin embargo, se dé aquí cuenta, siquier sucintamente, de ellos. Tal es su importancia histórica que bien merecen una segunda edición, aun cuando no sirviera más que para señalar el sitio donde se hallan.

El primero de esos documentos es una carta autógrafa de Carlos IV al abad de San Ildefonso, D. Félix Amat, arzobispo de Palmira, con la fecha de 6 de Octubre de 1806. Es, repito, tan interesante, que me atrevo á rogar á esta docta Corporación la oiga íntegra, porque mal puede discutirse sobre ella si no se hace conocer en cuantos términos y consideraciones abraza. Héla aquí:

«Habiendo visto por la experiencia que las Américas estaban expuestas, y aun en algunos puntos imposible de defenderse, por ser un inmensidad de costa, he reflexionado que sería muy político, y casi seguro el establecer en diferentes puntos de ellas, á mis dos Hijos menores, a mi Hermano, a mi Sobrino el Infante D.n Pedro, y al Príncipe de la Paz en una Soberanía Feudal de la España, con títulos de Virreyes perpetuos, y Hereditaria en su linea directa, y en caso de faltar esta rebersiba á la Corona, con ciertas obligaciones de pagar cierta cantidad para reconocimiento de Vasallage, y de acudir con tropas, y Navíos donde se les señale; me parece que además de lo político, voy á hacer un gran bien á aquellos Naturales así en lo económico como principalmente en   —125→   la Religión; pero siendo una cosa que tanto grava mi conciencia, no he querido tomar resolución, sin oir antes Vuestro dictamen, estando muy cerciorado de Vuestro talento, Cristiandad, y Zelo Pastoral de las almas que governais, y del amor á mi persona; y así espero que á la mayor brevedad respondais á esta carta, que por la importancia del secreto va toda de mi puño, así lo espero del acreditado amor que teneis al servicio de D.1 y amor á mi persona, y os pido me encomendeis á D. para que me ilumine, y me dé su S.ta Gloria. S.n Lorenzo y Octubre 6 de 1806.- Yo el Rey.- Sigue la rúbrica.- Muy Reverendo Arzobispo Abad de S.n Ildefonso.»



¿Quién inspiró esta carta, por tantos conceptos notable? ¿Fué producto de un arranque espontáneo del patriotismo del Rey, convicción profunda hija del estudio de las circunstancias que afectaran á España en sus lazos con nuestras provincias de Ultramar, conocimiento de anteriores gestiones en el mismo sentido ó fruto de igual pensamiento sugerido ahora por una ambición bastarda apoyada en pasiones más torpes aún y ruines?

No es fácil averiguarlo; y si nos inclinamos á la última de estas suposiciones será por la historia de tal asunto, que la tiene y de fecha entonces no remota, honrosa para alguno de nuestros próceres de aquel tiempo, aunque discutida y hasta negada sin fundamento, en mi sentir, bastante sólido y razonado.

Porque de vuelta á España, después de firmar en 1783 la paz de París, el Conde de Aranda entregó á Carlos III una memoria sobre las consecuencias que podría traer á nuestra patria la independencia de las colonias inglesas de la América del Norte. En concepto del eximio general, estadista y diplomático, esas consecuencias se harían pronto sentir con ejemplo tan funesto, para cuyo remedio, en lo que pudiera referirse á España, no hallaba otro expediente que la creación de tres monarquías, una en Méjico, otra en el Perú y la tercera en Costa Firme, regidas por otros tantos Infantes y bajo la protección del Rey, que entonces tomaría el título de Emperador.

Se ha pretendido negar la existencia de este documento, que por   —126→   primera vez publicó el Abate Muriel en su traducción de la tan conocida obra de Coxe sobre el reinado de los Borbones en España, pero con razones, en mi concepto de poco peso. El que más empeño ha demostrado en rechazar su autenticidad, ha sido Don Antonio Ferrer del Río en su Historia del reinado de Carlos III, con examen muy detenido y crítica severa, pero que, bien aquilatada, llega á convertirse en juicio contraproducentem. Y si no, ¿qué mejor argumento en pro de la Memoria que la frase que él mismo estampa en su libro copiándola de una carta de Aranda á Floridablanca en que le dice textualmente: «Me he llenado la cabeza de que la América meridional se nos irá de las manos, y ya que hubiese de suceder, mejor era un cambio que nada». Si esto se escribía para aconsejar en 1778 un cambio del Perú y aun de Chile por Portugal, lo cual prueba también el patriotismo de Aranda, nada tiene de extraño que, cinco años después y convencido de que aquel su pensamiento favorito no podría realizarse ínterin existiese una Inglaterra tan poderosa, como ya lo era entonces y sigue siéndolo, cambiara de rumbo en la marcha, siempre arrebatada de sus ideas, inclinándose á la emitida en su despacho de 1783.

No se conoce el original que se dice entregado al Rey, y cuya minuta ó borrador vió y copió Muriel de entre los papeles de Aranda, existentes en el archivo de los Duques de San Fernando; pero no es de extrañar tratándose de un despacho secreto puesto en manos de un soberano tan reservado como Carlos III y que, á lo visto, no creyó deberlo atender ni que pudiera traslucirse un proyecto como el que entrañaba, tan transcendental para la política de aquel tiempo en ambos hemisferios. Lo que hay, también, es que no hace falta que los extranjeros nos nieguen todo género de aptitudes; los españoles se bastan y se sobran para desacreditarse y revelar siempre y en todas las ocasiones de su vida política el espíritu de discordia que los devora. El Conde de Aranda reune hartos títulos en su larga carrera militar y diplomática á la consideración de la posteridad para que se le dejen de atribuir proyectos que su indudable buen sentido, su experiencia de los negocios en su patria y en el extranjero hacen, más que verosímiles, probables. Si el pensamiento de Aranda arrancó de sus   —127→   talentos y su sola iniciativa ó de consejos ajenos, no es fácil de averiguar; él dice en su Memoria que participaba de la opinión de algunos hombres de Estado, tanto nacionales como extranjeros, sobre la dificultad de conservar nuestra dominación en América; pero, por lo mismo que nadie ha reclamado la paternidad de tal idea como la de las soberanías españolas, debe tenerse por propia y original suya.

Si no cupiera aducir más pruebas de la autenticidad de la Memoria secreta publicada por Muriel, ahí está la carta de Carlos IV, á que nos estamos refiriendo, que la demuestra de la manera más expresiva y elocuente. Yo, lo diré con toda lisura, no considero la idea de los Virreinatos como expresión de una original, nueva completamente, emanada del cerebro de Carlos IV. Y, para confirmarme en mis sospechas, no tengo más que fijar la atención en la lista de las personas que se propone el Rey elegir para el gobierno de las monarquías que pretendía crear en América. Pase por sus hijos, hermano y sobrino, de quienes se podría decir mucho por razones de edad en aquella fecha y prendas personales para empresa tan ardua como la de implantar formas tan distintas de gobierno en el continente americano: basta el nombre del nuevo y exótico candidato, Príncipe de la Paz, para descubrir el origen de la inesperada resurrección del pensamiento de Aranda, guardado, como es de suponer, entre los papeles secretos de la Casa real. Ya era el favorito Almirante, Generalísimo y tratado de Alteza; ¿qué de extraño que aspirase á ceñir á sus sienes una corona real quien además pisoteaba todos los días la gloriosísima de las Españas en su ejercicio y su honor? Pues ¿no había emparentado con la Familia real casándose con quien, sin la pragmática de los matrimonios de conciencia, podía ostentar el título de Infanta de España, y no dominaba en Palacio, siquier fuera á beneficio de una pasión indigna, vergonzosa é insultante para el decoro y la dignidad de la nación? No pasaría mucho más de un año para que, al celebrarse el tratado de Fontainebleau el 27 de Octubre de 1807, se le adjudicara la soberanía de los Algarves y Alentejo; eso sí, en connivencia con Napoleón, nada escrupuloso en sus ofrecimientos y hasta en el cumplimiento de sus tratos, si conducían al de sus proyectos de ambición, fijos en aquella época   —128→   sobre la Península. Así halagaba á los Reyes de España y luego se vengaría en el que conspiraba en contra suya al verle un año antes á las manos con los discípulos del Gran Federico.

Es verdad que nada estaba más distante del ánimo de Godoy que la idea de coronarse; así lo manifiesta en sus Memorias, tan dignas de fe como todo el mundo sabe. Por el contrario, lo que anhelaba y solicitó con las instancias más vivas, fué el permiso para retirarse á la vida privada, cansado, sin duda, á los 38 años, de la pública; y si no lo hizo fué en obedecimiento á la voluntad expresa del Rey que no quería verse privado de los servicios y de la amistad de hombre que así le honraba á él como favorecía los intereses del país. Precisamente sus protestas en aquella ocasión y las fantasías á que se entrega al recordar las entrevistas de D. Eugenio Izquierdo con el Emperador, preliminares que pudiéramos llamar del tratado de Fontainebleau, dejan traslucir con toda evidencia cómo trabajaba la soberanía de los Algarves; así como el silencio que observa respecto á la carta de D. Carlos al Abad de la Granja, acusa su mala fe y las ambiciones que albergaba en su corazón. ¿Cómo había él de ignorar el proyecto de un soberano que le llamaba su mejor amigo, que jamás se tomó el trabajo de hacer cosa alguna sin consultársela y sin la aprobación de la Reina, partícipe en la gestión gubernamental desde el día mismo en que murió Carlos III, sometida, aun cuando con intermisiones que podrían pasar por cómicas en su edad y estado, sometida, repetimos, á los caprichos y á las ambiciones de su altanero y envanecido favorito?

El abad contestó al rey en una carta cuya copia existe también entre los papeles regalados á la Academia por el Sr. Mañé y Flaquer. No se la puso fecha para desorientar sobre su verdadera procedencia, según consta en el borrador; pero puede calcularse perfectamente que se halla entre la de la misiva de Carlos IV, 6 de Octubre de 1806, y el 10 del mismo mes, ya que antes de ese día se acusó al Sr. Amat el recibo de la suya.

Decíale al rey «que la Religión no perdería nada ni en la Península ni en América al realizarse aquel pensamiento: ni tampoco la agricultura, ni las artes y población sufrirían á la vista de soberanos propios en las colonias. Pero, añadía el abad, por   —129→   lo mismo ¿no se habrán de temer tristes resultas en los pueblos de España si les faltan los auxilios que les vienen de tan ricas y dilatadas colonias? ¿No se ha de temer que se empañe la brillantez de la Real corona si se ceden como feudos tan preciosas propiedades?»

A todos esos escrúpulos se contesta el Sr. Amat satisfactoriamente y elogiando el proyecto del rey, animándole á que lo lleve á efecto y felicitándole por él; puesto que, y así acaba el penúltimo párrafo de su carta, «es una gran ventaja de aquellos y de estos vasallos de V. M. el que puedan recaer las nuevas soberanías en personas tan propias de V. M.»

Cómo acabó este asunto no es fácil averiguarlo; pero lo probable es que se relegase al olvido al comenzar las negociaciones para el tratado de Fontainebleau, en que, y esta es una prueba más de los manejos de Godoy, los infantes se quedaron sin corona para que recogiese una muy distinta el valido de Carlos IV y de María Luísa.

Esas dos cartas, repito, fueron después publicadas entre los Apéndices á la Vida de su autor, que se dió á luz en 1835 y 1838 por los testamentarios de su homónimo D. Felix Torres Amat, obispo de Astorga, que la escribió por encargo, precisamente, de esta Real Academia, de que era individuo supernumerario.

Hállanse en las páginas 236, 237 y 238 del segundo tomo, y por la circunstancia de servir de apéndices, no van acompañadas de observaciones ni comentario alguno, cuando tantos requería asunto tan importante y transcendental que, por otra parte, no se encuentra ni siquiera mencionado en la Vida del Sr. Amat, detallada quizás demasiado en otros de mucho menor interés. Por eso me he atrevido á estampar en este informe los antecedentes, observaciones y comentos que acaban de oir los señores Académicos, necesarios, en mi humilde concepto, para dar á esos documentos todo el valor que tienen é inspirar la curiosidad que merecen.

Sucede cronológicamente á este asunto en los papeles que voy examinando el de la célebre causa llamada del Escorial, primero de los escándalos de familia en que Napoleón halló pretexto para entonces y después aprovecharlos en favor de los proyectos, de   —130→   tanto tiempo atrás acariciados en su mente, sobre nuestra Península. No voy ahora á dar antecedentes de aquel proceso, en que un padre, rey y católico por excelencia, acusa á su hijo de conspirar por arrebatarle el trono y hasta la vida: la Academia conoce perfectamente cuantos detalles pudiera yo traer á este informe y no he de repetírselos yo de consiguiente. Pero si fuera necesario recordar algunos, aun cuando no tuviesen otro alcance ahora que el de dar base y forma al presente escrito, bastará señalar uno que otro párrafo de la exposición dirigida á Cárlos IV por el señor Amat, cuya minuta, sin fecha también, se halla entre sus papeles.

Así comienza éste como para motivar y justificar su presentación al rey. «Señor=El confesor de V. Mag. se cree en conciencia obligado á hablarle del ruidoso asunto del Príncipe de Asturias, después de haberlo meditado en la presencia de Dios.» Y añadiendo que sus observaciones van dirigidas al bien del alma de S. M. y no al bien temporal del reino, prosigue el abad de la Granja: «El decreto de 30 de Octubre da á entender que S. A. intentó apoderarse de la soberanía en vida de V. M. y alguna expresión puede indicar que atentó á su vida. La obscuridad de las cláusulas, por lo mismo que se suponen de un padre que naturalmente desea ocultar ó disminuir los delitos de los hijos, da motivos de interpretarlas en el sentido de más infamia.»

«El decreto de 5 de Noviembre perdona al hijo; pero si bien se mira no disminuye la infamia, antes la confirma.»

«En dicho decreto manda V. M. abrir un juicio en el qual, aunque no debió juzgarse de la persona del Príncipe, porque V. M. le había perdonado; sin embargo, del proceso de los reos debía resultar si los procedimientos del Príncipe eran ó no dignos de toda la infamia que se le había impuesto en aquellos decretos.»

Es difícil plantear la cuestión en términos más precisos y lógicos. El impulso para la prisión de D. Fernando por su mismo padre, partió de un aviso anónimo de carácter tan urgente, que hacía temer un peligro inmediato para el rey; el primer decreto se fundaba en el contenido de los papeles que se habían encontrado en poder del presunto reo; pero, ¿y el segundo de seis días después, á qué causas atribuirlo?

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Pues á una, la menos prevista por los que tan hábilmente habían urdido la tenebrosa trama que debería dar por resultado el de desheredar al príncipe de Asturias, el hijo único, precisamente, á quien no amaba la reina y aborrecía el valido con todo su corazón. Esa causa no fué otra que el hallazgo del borrador de una carta de Fernando á Napoleón, pidiéndole la mano de una de sus sobrinas, y en la que, demostrando la tristeza que le producían las vejaciones de que era objeto, ponía su confianza en el emperador y en su benevolencia y magnanimidad, esperando de él tan sólo su salud y la del país que estaba llamado á gobernar. Al tener conocimiento de ese papel, aterrado Godoy, se trasladó al Escorial provisto de dos cartas, que logró ver firmadas por el príncipe, pidiendo perdón á su padre, primera muestra de las debilidades y de la falsía de que tanto se le había de acusar luego, pues que en ellas se rebajaba á delatar á varios de sus consejeros como inspiradores de los documentos que se le habían secuestrado.

Pero todo eso, sin desacreditar al príncipe en el concepto de los españoles, que atribuyeron su debilidad al abandono en que le tenían sus padres, á las amenazas que á cada momento se le dirigían y al temor de que se pretendiera excluirle del trono, desbarató los planes de sus enemigos que hubieron de recurrir al expediente de publicar el decreto de 5 de Noviembre, que cita el abad, con el perdón para D. Fernando y el proceso contra sus partidarios más conspicuos. ¿Cómo Godoy había de luchar con Napoleón si este, accediendo al ruego del príncipe, se ponía de su parte? Y aunque Carlos IV escribió al emperador dos cartas, tan contradictorias, según sus fechas, como los decretos acabados de citar, el fracaso, que en España dió lugar á la explosión de los sentimientos más vivos en favor de Fernando y en contra de Godoy, en París dió la clave para con mayores probabilidades de éxito urdir aquella otra trama que confundiría al rey y á su hijo en la misma desgracia, trayendo además al país á tal situación, de que solo el valor y la abnegación ejemplar de sus habitantes lograrían sacarlo airoso. A seguida, precisamente, de ese memorial del Sr. Amat, aparece el extracto de una carta que él supone haber visto, apócrifa, en mi concepto, y fingida para dar   —132→   mayor fuerza á los argumentos que en aquél se ofrecen al rey; en la cual puede leerse algún párrafo muy pertinente al punto histórico en que nos estamos ocupando, traído sin duda como eco de la opinión más generalizada en España por aquellos días. «De Francia, dice, entran en España numerosos exércitos. Si el Príncipe de Asturias casa con alguna francesa, claro está que no sufrirá la Francia que quede vulnerado su honor; y la reparación puede acarrear consequencias muy sensibles á los que se sospecha que son autores de los decretos de tan desgraciado asunto, quando ahora podría reintegrarse enteramente al Príncipe de Asturias en su honor, sin resulta notable contra nadie. Si la boda de que tanto se ha hablado en España y en Francia no se verifica, entonces es formidable el aspecto de tantas tropas de Francia dentro de España, si se dexa fermentar más en la nación el disgusto con que mira al Príncipe de Asturias separado de toda intervención en el gobierno, y este confiado por el Rey á una sola mano.»

Y como si eso pareciese poco, se añade á renglón seguido:

«El autor de la carta pretende además inspirar al Rey muchos temores de que se fomentan discordias en su familia, y en la nación, con el horrendo fin de que pase el trono á otra dinastía. Dice que si son leves los indicios de que el sacrílego intento de apoderarse del trono sea de un español, son fundados los temores de que el español de quien muchos sospechan, es, sin conocerlo él mismo, el instrumento de que se valen ásperas y poderosas manos extrangeras.»

Y hé aquí planteado el arduo problema de la participación que pudiera haber tenido Godoy en la causa del Escorial y de los fines á que la dirigiera.

Porque ha de tener entendido la Academia que, de analizar los escritos del Sr. Amat en todas sus partes, se haría necesario reproducir la historia entera de los dos últimos años del reinado de Carlos IV, con cuantos pormenores causaron su alejamiento de D. Fernando, sus proyectos de trasladarse á América como la familia reinante de Portugal, su abdicación después y la marcha, por último, y destitución de su sucesor en el trono de España. De todo eso se trata en los papeles de que estoy dando cuenta; y convendría reproducirlos de nuevo ya que se han publicado en   —133→   una obra que no circula lo suficiente para que pueda utilizarlos todo historiador, aun cuando no sea más que para dar á conocer el estado, que reflejan perfectamente, de la opinión pública en nuestra patria durante las excepcionales y terroríficas circunstancias que estaba atravesando. No es posible, de consiguiente, detenerse cuando solo se trata de un informe, siempre sucinto para no fatigar demasiado la atención de la Academia, ni lo es tampoco hacer un recuento de las muchas noticias que aparecen en los papeles, algunos también inéditos, del Sr. Amat ni de sus opiniones sobre ellas, por respetables y autorizadas que sean. Permítaseme, con todo, tomar algunas en cuenta todavía, ya que lo merecen por lo nuevas para el estudio de un período histórico envuelto aún en no poco densas nebulosidades.

El Sr. Amat, carácter escrupuloso cual conviene en un prelado y en sus excepcionales condiciones como director de la conciencia del rey, escribíale en los últimos párrafos de su representación sobre la causa del Escorial. «Ahora pues, hacer hablar á V. M. en los primeros decretos y en estos últimos con expresiones á lo menos obscuras, que dan una idea más atroz de lo que realmente merece un delito, cuyo principal autor es un hijo de V. M. es, Señor, muy poco conforme á la cristiandad y justificación de V. M.» Y luego añade: «Digo justicia, porque, Señor, entre los vasallos de V. M. tiene el Príncipe de Asturias un derecho muy particular á que su honor y fama no se tilde más de lo justo.»

Y viene aquí como anillo al dedo el consignar la opinión que el Príncipe de la Paz merecía al enérgico abad de la Granja. En uno de sus papeles, señalado con el epígrafe de «Notas de algunas C. C.» (supongo quiere decir cosas), cuyo original está en cifra, pone al célebre valido, cual suele decirse, de ropa de pascuas. Empieza diciendo: «No se duda que el Rey puede hacer particular confianza de un Vasallo ó tener un valido, ni que le premie; pero horroriza tan monstruosa acopia de estados, cabañas, numerarios, etc., en los años más apurados que ha tenido la Monarquía.» Y después de pintar la situación económica de España, y particularmente la de la villa de Madrid, con los colores más sombríos, se recuerdan muchas de las lucrativas mercedes que se han hecho, como la del nombramiento de Almirante, cargo antes abolido,   —134→   y otras varias, y todo para concluir con estas palabras, que el obispo de Astorga creyó prudente no dar á la publicidad en su obra: «Se dice que ha vendido al Rey la casa que antes ha (aquí hay un claro) por veinte millones; y que hasta que el Rey le pague se le han cedido todos los derechos del Almirantazgo. De modo que durante la guerra se ponen nuevos tributos con nombre de Marina; pero solo sirven para... Se horrorize la España con los escándalos que daba con una mozuela al mismo tiempo que los Reyes lo casaban con una prima. Ni con tanto favor se quitó el escándalo. Al contrario... y... y... y etc.»

Sólo faltaba que añadiera: «Y, y, y, con efecto, se había casado también con ella.»

Para terminar añade: «Que tuviese un Serrallo mayor que el Gran Turco no importaría al Reyno, si él solo pagaba. Para que los empleos de... que los obispados de... se den por los méritos de las buenas mozas...»

Se comprende á quién alude el abad en esas sus expansiones de buen humor; pero en la descripción de la índole licenciosa de Godoy nadie ha ganado á D. Antonio Alcalá Galiano, al traer á la memoria, en sus Recuerdos de un anciano, las recepciones que el famoso Príncipe, Generalísimo y Almirante daba en su palacio de Doña María de Aragón, hoy Ministerio de Marina. «Como no se exigía, dice el célebre orador, requisito alguno para tener entrada, veíanse, aunque pocas, mujeres de reputación equívoca, ó aun quizá más, pues no faltaba una ú otra prostituta, aunque de lo más alto, ó dígase de lo más rico de su mala ralea. Y ¡triste es decirlo, pero aunque el mal se ha ponderado, le hubo y grande! de las señoras que por su cuna y situación merecían respeto, bastantes iban allí á lucir sus dotes personales para captarse la buena voluntad de aquel hombre todo poderoso, vendiendo su virtud á trueque de mercedes, siendo, si ya no común, caso no infrecuente llevar al inmundo mercado madres á sus hijas, y hasta maridos á sus esposas. Lo repito, la voz popular, expresando un odio ciego, ha abultado y abultaba excesos de suyo tan enormes, pero abultaba y no más; y el mismo valido, en los largos años de su abatimiento y desventura, disculpándose, ya con más, ya con menos razón, de los graves cargos hechos á su persona, se confesaba   —135→   altamente culpado en materia de amoríos, si nombre de amor pudiese merecer la satisfacción de apetitos torpes, en que las circunstancias de ambas partes hacían el trato de compra y venta.»

Y basta de recordar devaneos de un hombre que, empezando por ser, según pública voz y fama, bígamo, escandalizaba con su conducta, no solamente al abad de la Granja, sino á todo el pueblo de Madrid, que le veía visitar aequo pede pauperum tabernas Regumque turres.

Otro documento existe entre los del Sr. Amat que no sabemos si llegaría á su destino, ya que el del buen arzobispo y abad era el de clamar en el desierto con sus homilías y representaciones a los más altos poderes de la tierra.

Me refiero al proyectado viaje de la familia Real á Andalucía para desde allí trasladarse á América. El rey, que se oponía al principio á seguir el ejemplo de los Braganzas, cedió al fin, y toda la corte pasó á Aranjuez, de donde se rompería la marcha, para la que, aun cuando á escondidas, se dispuso todo lo necesario, que no sería poco. Hasta las tropas de Socorro y de Taranco, que formaban parte de la gran expedición combinada con la de los franceses contra Portugal, debían cubrir el flanco derecho de la línea que iba á seguirse, y, de las de Madrid, se trasladarían las de más confianza á aquel Sitio Real para impedir cualquier intento opuesto á tan triste como impremeditada resolución. No solo se mostraba descontento de ella el pueblo, sino que las autoridades auguraban mal y el mismo Consejo Real se resistía á dar al público un bando que se le había encargado para con él tranquilizar los ánimos. Lo que no sabíamos, al menos yo no lo he sabido hasta hoy, es que el confesor del rey hubiérale lanzado uno como anatema por su marcha. Hé aquí su texto, que copio íntegro por el interés que no dejará nunca de despertar; ya que tan lacónica como expresiva representación cabe perfectamente en las proporciones de este informe. «Señor, dice, El Confesor de V. M., penetrado de la mayor amargura, y movido solo del más vivo deseo de la salvación eterna de V. M. le representa.»

«Que cuanto más lo medita, tanto más tiene por cierto, que en el conjunto de circunstancias actuales faltará gravísimamente V. M. á las obligaciones de Soberano, si se va hácia Cádiz; sin   —136→   duda pecará mortalmente y será más horrendo el pecado si se lleva también al Príncipe de Asturias, y demás hijos de V. M.»

«Señor: quando hablé á V. M. de este asunto concebí esperanzas de que se desistiría del viage. Pero viendo que continuan ó aumentan los indicios, temería contra mí la divina indignación si no añadiese estas palabras; y la temo contra V. M. si las desprecia. = Señor = etc. etc.»

El obispo de Astorga no lo estampa por efecto de alguna equivocación que debió padecer al registrar los papeles de su tío; porque entre ellos subsiste, y con los caracteres todos de ser el dedicado al rey, salvo una corrección que añadiera al irlo á entregar ó, lo que es más probable, después de pasada la ocasión.

El obispo dice que, instado el abad en Aranjuez para que disuadiese al Rey de su proyectado viaje y consultado el caso con el ministro Sr. Ceballos, se resolvió á ver á Godoy, que le hizo desistir de su propósito contestándole que ya no se pensaba en la expedición, pero que al día siguiente, 17 de Marzo, se decidió á ver á S. M., no consiguiéndolo y sólo sí el que le entregaran el papel que parece ser el memorial de que se trata ahora. «Estaba S. M., añade el Obispo, para meter la pierna en el baño, cuando le recibió: leyóle luego, y sin manifestar disgusto, mandó al Gentil hombre que dijera al Confesor que estaba bien. Al partir después de Aranjuez á Madrid el nuevo Rey Fernando VII con la familia Real, el Sr. Infante D. Antonio le pidió este papel ó dictámen. El Abad le contestó que á S. A. le daría copia de él, pero á nadie más. Y como después el Abad no pasó por Madrid, pudo excusarlo. Entre los manuscritos del Sr. Abad no se halla este papel. etc.»

Ya ve la Academia que esto último es una equivocación del obispo de Astorga, tanto más de extrañar cuanto que el papel lleva hasta la firma del Sr. Amat y reune, según ya he dicho, todos los caracteres que revelan su destino directo á la persona del rey.

La corte, sin embargo, continuó sus preparativos; y se hubiera verificado la jornada á no estorbarla el motín de Aranjuez y la abdicación del Rey en su primogénito, sin cuyo auxilio habría perecido al día siguiente el tan odiado favorito.

¡Cambios de la fortuna!, dirá alguno, que así precipita como   —137→   encumbra, siempre ciega, á los predilectos de sus veleidades! ¡Decretos, digo yo, del cielo que con ese como con otros sucesos que parecían augurar la pérdida de España, preparó su mayor gloria, la que todavía hoy hace sea respetada en el mantenimiento de su independencia, sacada entonces á salvo contra las legiones más temidas y el genio militar más grande de los tiempos modernos!

Y voy al último de los documentos de que me he propuesto dar cuenta á la Academia, uno de los más importantes en la colección de los del Sr. Amat, que estoy examinando.

Es una exposición dirigida en 2 de Junio de 1808 al Emperador Napoleón, en la que se propone demostrarle el error que cometería con obligar á que renunciase al trono la familia real de España, sustituyendo su dinastía con la de Bonaparte; y eso con dos verdades, dice él, que destruyen el pretexto del bien público á que en su concepto se quiere apelar para mutación tan injusta; y son: «1.ª que mandando el Rey Fernando, España vivirá tranquila, cobrará actividad, y será fácil su mejora: 2.ª que para quitar el trono á Fernando y pasarle á otra familia es menester destruir del todo este reino.»

Extiéndese después el Sr. Amat en describir las condiciones personales de D. Fernando, las persecuciones de que ha sido objeto y el vivo amor que unas y otras han provocado hacia él en todos los pueblos de la monarquía. «España, dice, ha visto casi con gusto entrar tropas francesas hasta en la Corte, creyendo que sólo vienen para separar al privado déspota, hacer publicar la inocencia de Fernando, y verificar su casamiento con una princesa de Francia. Si por desgracia se intenta quitar el trono á Fernando 7.º y darle á un príncipe de Francia, ¿quien será capaz de calcular la explosión que ha de hacer el amor á Fernando, y el ver su confianza en el Emperador de los franceses burlada, con la que parecerá la más infame alevosía? La clase ínfima del pueblo de España es pobre, numerosa y resuelta en muchas provincias; la clase media igualmente; y en el caso actual se reunirían todos los motivos más propios para inflamarlas.»

Pasa luego, á pintar el estado de nuestras posesiones de Ultramar; y, por cierto, que en esa parte de su escrito hace el Sr. Amat   —138→   referencia al pensamiento de los cuatro ó cinco virreinatos hereditarios y feudatarios de España que el rey Carlos IV había intentado conferir, según ya hemos visto, á personas de su familia y al Príncipe de la Paz; temiendo ahora que los ingleses intervengan en aquellas regiones, tanto para explotarlas, como para suscitar enemigos á la Francia. Y después de augurarle las dificultades que va á encontrar para la realización de sus proyectos, le dirige estas sus últimas reflexiones: «Señor: por Dios no desprecie V. M. estas especies. Por poco que las medite V. M. verá su fuerza. Pregunte á la Junta de españoles convocada en esa Ciudad (Bayona), ó á algunos de los más hábiles individuos si será difícil la reforma de España mandando Fernando; y si será posible, sin preceder una época de su total ruina, que entre á mandarle un príncipe francés: propóngalo V. M. en términos de duda que les dexe libertad de hablar, y tengo por cierto que todos, todos, responderán con energía que la felicidad de España exige lo mismo que el buen nombre de V. M. esto es, que mande en ella Fernando estrechamente unido con la Francia.»

La lectura de este documento provoca el recuerdo de otro de índole semejante, el de la renuncia que presentó y dió á la publicidad el celebérrimo obispo de Orense al honor que se pretendía hacerle nombrándole asistente á la junta de notables mandada reunir el 15 de Junio en Bayona, compuesta por terceras partes de la nobleza, de sacerdotes elegidos por mitad entre el alto y el bajo clero, y del tercer Estado. Sería curioso un paralelo detallado entre uno y otro de estos documentos; si bien resultaría siempre muy superior el del obispo de Orense, así por la lógica de sus razonamientos, como por la elocuencia de sus frases más notables. Reina, sin embargo, en los dos el mismo sentimiento patriótico é igual espíritu profético de las resoluciones que provocaría en los españoles el despojo con que se les amenazaba; muestra, no tan solo del conocimiento que ambos prelados tenían de la opinión pública reinante en nuestra patria, sino de lo vigorosa é imponente que se presentaba esta ante el peligro que iban á correr los intereses más caros de nuestra nacionalidad.

Pero la representación del abad de la Granja no pudo hacer efecto, ni en esta misma opinión, ni en el ánimo del César francés;   —139→   porque, efecto, sin duda, del destino que pesaba sobre los más importantes escritos del Sr. Amat, tampoco este debió llegar a manos de Napoleón, puesto que al final de la minuta existe una nota, y otra casi igual en el impreso, donde se dice: «Se envió á Bayona el día (está borrado) para que se entregase al Emperador. No se sabe que llegase, y es de temer que fué detenida.»

Es el caso, con todo, que el 3 de Junio, día siguiente al de la fecha de tan bella y enérgica representación de los derechos del rey Fernando al trono y de los de la nación á gobernarse según su voluntad y sus leyes seculares, ese mismo abad de la Granja, arzobispo de Palmira y confesor de los reyes de España, dirigía á los curas de su jurisdicción un edicto encaminado á calmar los ánimos de sus feligreses, harto excitados con la presencia de una columna de 4.000 franceses en aquel Real Sitio. Decíales que su ministerio le llevaba á considerar los sucesos extraordinarios que tenían lugar en España con miras más elevadas que las de los respetos políticos, ó con las luces de la religión, principalmente, para ver con ellas cuál debería ser su conducta en aquellas circunstancias. «En la Sagrada Escritura, añadía, se nos advierte muchísimas veces que nuestro buen Dios es quien da y quita los reinos y los imperios, y quien los transfiere de una persona á otra persona, de una familia á otra familia, y de una nación á otra nación ó pueblo.» Y proseguía luego: «Dios es quien por sus inescrutables juicios permitió la desgraciada división entre padres é hijos de nuestra Real familia, que con tan horrendo escándalo se hizo saber á todos los pueblos de España en los últimos días de Octubre inmediato.»

Con estos cortos párrafos basta y sobra para que los Señores Académicos comprendan el espíritu de conformidad que dominaba en el escrito del Sr. Amat, de conformidad con la desgracia que pesaba sobre España, y de obediencia á los poderes constituídos, suponiéndolos muy sólidos ya cuando venían á proclamarlos á Segovia y la Granja aquellos 4.000 bonapartistas, representantes y nuncios de la nueva dinastía que era de suponer iba á votarse en la junta de Bayona. Se sobreentiende, con eso, que el Sr. Amat se quedó en San Ildefonso al cuidado de sus ovejas, como dice su sobrino el obispo de Astorga, puesto que contaba   —140→   veinte años menos que el prelado de Segovia, que se trasladó á Cádiz, y podia resistir más los vaivenes de la revolución.

Ya pensó alguna vez el Sr. Amat en pasar á Betanzos, donde tenía casa perteneciente á la dignidad que disfrutaba en la iglesia de Santiago; pero la rapidez de las operaciones ejecutadas por Napoleón en el otoño de 1808, sorprendiéndole en San Ildefonso, le impidieron aprovechar el camino de Galicia, que supuso ya interceptado por las tropas francesas, siéndole preciso, como decía después en una de sus cartas, discurrir el modo de portarse bajo un Gobierno notoriamente intruso é ilegítimo.

No voy á entrar en el examen de esa conducta, tan contradictoriamente calificada según las pasiones y los intereses de cada uno.

Ai posteri l'ardua sentenza, diría el Sr. Amat; y, en efecto, con leer tanto libro, folleto y periódico de aquel tiempo sobre la conducta de los obispos de España en la guerra de la Independencia, esta es la fecha en que me cuesta dar opinión cerrada entre si fué ó no útil la de los prelados y demás eclesiásticos que permanecieron en sus diócesis. La insurrección española contra las legiones napoleónicas tomó, entre otros caracteres, todos vitales para nuestra nacionalidad, el de la Religión, que se suponía negada y escarnecida por los enemigos; y no contribuyó poco á su éxito la parte que el clero de todas clases tomó en ella con sus predicaciones y hasta con el ejemplo y la acción de muchos de sus más influyentes miembros. En cambio, los que aparecían tibios ó los deferentes con la causa ó la persona del intruso, á quien no es natural aceptasen como rey de derecho divino, perjudicaban mucho al movimiento nacional, y no es de extrañar se les incluyera, como á cuantos obtuvieron mandos ó comisiones del extranjero, en el calificativo, duro y todo, de afrancesados.

Al abad de la Granja le sucedió lo que siempre acontece en ocasiones tales á los que, por falta de carácter, no toman un camino, pero único, y lo recorren con ánimo resuelto y decidido á arrostrar las consecuencias á que pueda conducir, muy difíciles de prever. No logró mantenerse entre sus ovejas, porque fué suprimida su colegiata de San Ildefonso; permaneció en Madrid, sufriendo las mayores privaciones, sin otra misión que la de visitar los conventos   —141→   de monjas; hubo de retirarse á Hortaleza cuando, á consecuencia de la batalla de los Arapiles, entraron los aliados en Madrid el 12 de Agosto de 1812; volvió al retirarse estos, y, por fin, al terminar la guerra, sus largas y meditadas exposiciones á la regencia, primero, y después á Fernando VII, no hicieron otro efecto que el de que se le desterrara de la corte, trasladándose á Sallent de Cataluña, donde moría el año de 1824 olvidado de todo el mundo.

En el legajo de los papeles del Sr. Amat, regalados á esta Academia, andan confundidos oficios y despachos de sus nombramientos para la abadía de la Granja, el cargo de confesor del rey, la reina y sus hijos, y el de arcediano de Nendos, dignidad de la iglesia metropolitana de Santiago, y unas notas, además, en cifra, cuya clave se señala en la traducción de una de ellas, referentes en su mayor parte á noticias llegadas de París ó Bayona, que no ofrecen interés que pudiéramos llamar de bulto para la historia.

Este es, en resumen, el contenido de la colección de papeles sobre que hoy me ha tocado informar á la Academia, todos muy importantes, porque revelan elocuentemente el estado del espíritu público en España durante los sucesos políticos que precedieron á la invasión napoleónica y á nuestra gloriosa guerra de la Independencia. Si impresos algunos de esos documentos, no todos lo estaban, y aun aparecían en los publicados omisiones ó enmiendas que podían desfigurarlos algo; pero, de todos modos, no estaban acompañados de las observaciones que los ilustraran lo bastante para darlos á conocer en todo su valor histórico. No lo conseguiré yo seguramente, porque carezco de dotes para obtener tal resultado, y porque empeño, tan laudable en otra ocasión, exigiría dar mayores proporciones al trabajo, limitado, en esta, á un informe académico.

Antes, sin embargo, de dar cabo al que hoy ofrezco á esta docta asamblea, en el que, ya que no otra cosa, creo haber hecho patente el mérito de esos papeles, me atrevo á recomendar el contraído por el Sr. Mañé y Flaquer, tan solícito en darnos esa prueba de su consideración, cuando se le debe suponer avaro de datos tan interesantes para aprovecharlos en sus estudios históricos y en   —142→   las tareas periodísticas, que le han colocado á la cabeza de los destinados á infundir, por medio de la prensa, los principios más sanos de moral y de gobierno en nuestro pueblo.





Madrid, 9 de Enero de 1891.



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