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Autoras modernistas y la (re)inscripción del cuerpo nacional

Tina Escaja





Ella viene de una isla que quiso construir el paraíso...


Zoé Valdés (15)                


En 1901, Rubén Darío define el proceso poético en los siguientes términos «Y la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco. Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta» (Prosas Profanas 170). La sexualización del enunciado poético en función del cuerpo de la mujer participa de una larga tradición misógina que reduce a la mujer a un papel de muda intermediaria. Es el caso de figuras como la Virgen María en la tradición católica, o el episodio de Leda y el cisne en la mitología clásica. En ambos casos, si bien Leda como María se presentan como receptoras pasivas del semen divino, ambas celebran el poder de engendrar la palabra, se trate de la Poesía (Leda) o del Verbo (María). Sin embargo, este poder de enunciación ha sido sistemáticamente usurpado a la mujer en la tradición patriarcal dominante, en función de un discurso que, de acuerdo al momento histórico, se privilegia religioso, estético, o también político.

En este estudio pretendo detenerme en las estrategias que tuvo que utilizar o interiorizar la escritora modernista para legitimarse durante un período que basaba gran parte de su estética en el cuerpo fetichizado de la mujer. Entre las mismas se encuentra la sumisión a los esquemas dicotómicos de la época que percibía a las propias escritoras como ángeles virginales o en ocasiones su opuesto, como demonio perverso1. Este discurso que reduce a la escritora modernista a un objeto textual/sexual, convivió con metáforas que la supeditaba a los postulados patrióticos de la Nueva América.

En este debate metafórico se insertan las voces de las poetas cubanas Juana Borrero (1878-1896) y Mercedes Matamoros (1851-1906), y de la uruguaya Delmira Agustini (1886-1914). La búsqueda de una expresión personal resultó particularmente compleja en las primeras por coincidir los postulados renovadores del modernismo con las definiciones de nación y patria en plena contienda por la emancipación territorial. La revolución cubana vinculó política y estética en base a un enunciado falocéntrico que convirtió el cuerpo de la mujer en símbolo de los nuevos valores. Expresión extrema de esta postura es la poesía y la persona de Juana Borrero, quien vino a literalizar en sí misma el doble proyecto literario e histórico en un momento de crisis que coincide a su vez con el inicio de la modernidad2.

Juana Borrero nació en el seno de una familia de reconocidos escritores y patriotas cubanos, entre los que se encontraba su padre, Esteban Borrero Echevarría. Desde muy joven, Juana Borrero tuvo contacto con los círculos intelectuales e independentistas del revolucionario período finisecular, destacándose precozmente en la poesía y la pintura al tiempo que empezaba a fomentar una imagen melancólica y sombría consecuente a la estética del momento. Esta autoconstrucción o «pose» sintonizaba con el residuo romántico del llamado «mal del siglo», pero también mimetizaba la vertiente del imaginario finisecular que representaba a la mujer como virgen misteriosa y frágil. Con la asimilación mimética de ese discurso, Juana Borrero trata de legitimarse en un momento en que las inquietudes estéticas se confunden con las inquietudes revolucionarias, inquietudes insertas a su vez en un discurso intelectual obsesionado con la expresión americana y la definición de una identidad nacional/continental.

La imagen y el cuerpo de Juana Borrero, como la de su compatriota Mercedes Matamoros, se ponen entonces al servicio de los principios de identidad y expresión nacional al tiempo que permiten la distracción y catarsis a sus definidores. Es decir, no sólo el cuerpo de la escritora (como el de la mujer hispanoamericana en general en el imaginario modernista y patriótico) se instrumentaliza para servir a los postulados de una nación y expresión americanas, sino que también permiten el solaz y afirmación del discurso oficial hetero/falocéntrico. Si la pose del intelectual decadente y afeminado, como apunta Sylvia Molloy, implica un sentimiento de atracción y rechazo supuestamente «dañino» para el proyecto americano (Política 135), entonces la pose virginal y frágil asumida muchas veces por la mujer escritora resulta no solo benigna sino necesaria para afirmar ese mismo proyecto y en último término instrumental para el reposo y placer del intelectual que en el caso cubano seguía luchando por la causa independentista. En cualquier caso, la falsedad que implica toda pose se niega y reinterpreta a modo de válida construcción coherente a la fantasías (sexuales) masculinas en proceso de imaginarse (erigirse) a sí mismas también como nación3.

No es de extrañar entonces la continua conversión de la mujer escritora a un texto manejable e impregnable de metáforas al uso. En la introducción a las Rimas de Juana Borrero (1895), Aniceto Valdivia, bajo el decadente pseudónimo de Conde Kostia, presenta a la autora en los siguientes términos: «La niña-musa, la niña-maga, que consagró, ungiéndola con el óleo dulce de su prosa, el pálido arcángel de la poesía [...]» (59). En las palabras del conde Kostia, Borrero aparece reducida a un cuerpo infantil impregnado por el «óleo» del arcángel de la poesía. El comentario tiene ecos del episodio bíblico de la anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen María, según el cual la autora del Verbo, la Virgen, aparece silenciada por el discurso seminal y dominante del Padre. El conde Kostia reduce asimismo la autoridad literaria de Borrero a su cuerpo infantilizado, transfiriendo la palabra de la autora a su silenciamiento como mujer mediante imágenes que la reducen a un objeto sexual: el de la virgen-musa.

La construcción mítica de Borrero en función de la virginidad y el misterio había sido fomentada por uno de los artífices de la estética modernista, el compatriota y amigo personal de Borrero, Julián del Casal. El autor decadente sintonizó de inmediato con la imagen torturada y melancólica de Borrero, imagen a que él mismo contribuyó y animó a construir. La más popular de sus atribuciones fue el poema dedicado a Borrero que la identifica como «Virgen triste» (238-39). En el mismo, Casal incide en el componente místico y visionario de Borrero, cuya castidad e inocencia aparecen maculadas por el conocimiento estético y el hastío existencial:



Tú sueñas con las flores de otras praderas,
Nacidas bajo cielos desconocidos,
Al soplo fecundante de primaveras
Que, avivando las llamas de tus sentidos,
Engendren en tu alma nuevas quimeras.

Hastiada de los goces que el mundo brinda
Perenne desencanto tus frases hiela,
Ante ti no hay coraje que no se rinda
Y, siendo aún inocente como Graciela,
Pareces tan nefasta como Florinda.


(238)                


Esta apreciación dual de la autora, de virgen penetrada y fertilizada por el conocimiento estético y las ansiedades del espíritu, había sido insinuada por el propio Casal en su relato del encuentro con los Borrero. En el mismo, Casal expone a Juana al lector; la comparte con la fantasía del interlocutor al que apela directamente: «¿Queréis conocerla?» (229). Del intrincado paisaje rural cubano, que deriva en la enumeración de útiles de labranza y animales domésticos, emerge el objeto expuesto: «escarban la tierra las gallinas, hincha su moco el pavo, enróscase el perro al sol y surge una figura humana que os contempla con asombro o pasea sobre vuestra persona su mirada melancólica de animal» (229). Juana Borrero aparece mimetizada entonces a un entorno primitivo y salvaje cuya «lujuriosa vegetación» (230) se reproduce en los cuadros de la joven. Como el entorno al que la inserta la pluma de Casal, Juana aparece representada a un mismo tiempo sensual y virgen, desgarrada su inocencia-himen por la sabiduría precoz, y a su vez agente de la penetración intelectual: «Sin haber visto nada, dijérase que lo ha visto todo. Un simple hecho, rápidas lecturas de algunos libros, ligeras reflexiones emitidas en su presencia, han bastado para desgarrarle el velo negro del misterio y hacer que sus ojos contemplen a la inmortal Isis en su fría desnudez» (232-33).

El conocimiento aparece proporcionado entonces por diversas instancias de un discurso falocéntrico que inscribe y al que se adhiere la propia autora. En función de este discurso, Borrero se representará a sí misma, inscribirá a otras mujeres de su tiempo, y contribuirá a la causa nacional y estética no sólo como cuerpo silenciado sino también como autora de exaltados poemas patrióticos y de elaboradas composiciones modernistas.

Ejemplo de autorrepresentación en fundón de las imágenes propuestas más arriba es el poema «¡Todavía!» con que se inicia el libro Rimas de Juana Borrero (61). El título del libro evoca las Rimas del poeta romántico español Gustavo Adolfo Bécquer, autor de notable influencia en el período. El tono romántico predomina en el poema «¡Todavía!», un poema escrito, según testimonia la autora, cuando tenía 14 años. En el mismo la hablante aparece desdoblada en la imagen de virgen sabia de que era titular la propia autora:



¿Por qué tan pronto oh mundo! me brindaste
tu veneno amarguísimo y letal?...
¿Por qué de mi niñez el lirio abierto
       te gozas en tronchar?

¿Por qué cuando tus galas admiraba,
mi espíritu infantil vino a rozar
del pálido fantasma del hastío
      el hálito glacial?


(61)                


Como contrapartida, Juana Borrero despliega una sensualidad en sus versos que reproduce las convenciones modernistas, convirtiendo el cuerpo de la mujer en fetiche sexual. Es el caso del popular soneto «Las hijas de Ran» (Rimas 79):


Envueltas entre espumas diamantinas
Que salpican sus cuerpos sonrosados
Por los rayos del sol iluminados
Surgen del mar en grupo las ondinas.
...................................................
Y que las olas, entre sí rivales,
Se entrechocan de espuma coronadas
Por estrechar sus formas virginales.


(79)                


Pero no sólo reproduce la autora el escenario mórbido de episodios míticos, sino que también reduce al lienzo poético a mujeres de su tiempo en cuyos retratos infiere una sensualidad de resonancias homoeróticas. En su poema «Paulina Güell» (Rimas 74), la autora transcribe la convención de belleza frágil que atribuye a Paulina para concluir con un requiebro sensual que erotiza la transacción del poema entre la hablante y el objeto evocado:


Ella es toda bondad! En su mirada
Su carácter refléjase tranquilo.
Ella es rubia! Tan rubia como el oro
Y frágil como un pétalo de lirio.
...................................................
¡Dulce Paulina! que en la alegre fiesta
Cuando te arrastre el vals en loco giro,
Pueda llegar el eco de este canto
Como murmulló a acariciar tu oído.


(74)                


La transacción homoerótica o también travestida, travestida en el sentido planteado por Helen Sword según el cual el/la poeta asume su opuesto genérico para transmitir cierta experiencia estética (306)4, se percibe de forma particularmente compleja en el poema «El ideal» de Borrero (Rimas 62-63). En este poema, la exaltación literaria es de origen patriótico e incide en las convenciones al uso que transfieren el ideal a la patria. La apropiación del discurso masculino en este poema implica también una apropiación del proyecto histórico nacional del que la mujer estaba excluida. Los principios de soberanía, ciudadanía y fraternidad de ese proyecto no tenían en cuenta a la mujer, quien permanecía relegada a un símbolo y al territorio doméstico y reproductivo una vez que la nación se instituía como tal (Pratt 49).

Amparada por la crisis revolucionaria y el privilegio de clase, Juana Borrero logra hacerse «pública», esto es, publicar e inscribir su voz en el proyecto histórico de nación a través de la mímesis de ese discurso. El alcance de esta apropiación es doble. Por una parte, la autora reproduce como ventrílocua el discurso del poder y así se legitima en un espacio y lenguaje que no le corresponden. Por otra, Borrero incurre en cierto travestismo al apropiarse del discurso y experiencia masculina en particular relevante cuando instrumentaliza el cuerpo de la mujer en sus textos.

En el poema «El ideal», Juana Borrero utiliza a una mujer como mediadora de la experiencia patriótica: Mercedes Matamoros. Esta referencia no aparece en el texto de las Rimas sino en una versión previa del mismo poema publicada en la compilación Grupo de familia, antología de textos producidos por los Borrero. En la publicación de Grupo de familia, el poema de Juana se dedica «A Mercedes Matamoros». La autora de El último amor de Safo se insinúa entonces intermediaria e inspiradora del poema de Borrero, pero también implícita a la hablante:


¡Yo lo siento en el alma!... Él me reanima
Y me presta el calor del entusiasmo,
Él me muestra a lo lejos, siempre verde
Laurel inmarcesible y codiciado!


(62)                


Mercedes Matamoros aparece entonces como musa que inspira la expresión poética y patriótica de Juana Borrero, del modo en que la mujer solía presentarse como intermediaria erótico/estética para el autor modernista. Al mismo tiempo, Juana Borrero parece desdoblarse en la compatriota y colega, con lo cual vuelve a incidir en la estrategia legitimadora de la autorrepresentación. Relegada a ser definida por la pluma del hombre, Juana Borrero elabora estrategias que le permitan establecer cierta autonomía como autora y también como mujer. Una estrategia sería la presentada en el poema «El ideal», mediante la cual Borrero se desdobla en otra poeta o se expresa apoyada en esa autora hasta el punto de reemplazarla en la versión definitiva publicada en Rimas. Con ello, Borrero no sólo legitima su valor como escritora susceptible de participar en el proyecto nacional, sino que también implica la valoración de una autoridad femenina tradicionalmente desatendida por el discurso dominante.

Este tratamiento de la mujer en Borrero, que incluye un proyecto de legitimación personal, histórica y artística, difiere notablemente del discurso oficial del modernismo. En 1882 el influyente poeta y revolucionario José Martí había publicado un poema bajo el título «A Mercedes Matamoros». El poema había sido escrito originalmente en un abanico, con lo cual enfatiza el carácter decorativo transferido a la escritora cubana:


Como las plegarias, pura;
como la cólera, altiva;
como tus sueños, triste;
como la inocencia, tímida;
tú, la doncella garbosa
en cuyos ojos anidan
blandas miradas de tórtola
trágicas luces sombrías,
¡Mercedes! Bien nos las hizo
quien dio encomienda a las brisas
de que bordaran tu cuna
del Almendar en la orilla
con hojas de nuestras cañas
y flor de nuestras campiñas.


(186)                


Mercedes Matamoros aparece transcrita por Martí en función de los contrastes al uso, incidiendo en valores virginales y de asociación con la naturaleza. La función no es sólo retórica sino también patriótica. Matamoros aparece representada en el poema de Martí como «doncella garbosa», a un tiempo sensual y sombría, pero también integrante de un nacionalismo inscrito en el paisaje: «con hojas de nuestras cañas / y flor de nuestras campiñas» (13-14). La autoridad de Matamoros queda desplazada por su cuerpo que inspira la experiencia erótico-poética y que también simboliza la patria. Esta reducción de la autora a un objeto textual/sexual discrepa de la presentada por Borrero en su poema igualmente dedicado a Matamoros. En el poema «El ideal» se reafirma la autoridad poética de la mujer en la doble vertiente Matamoros/Borrero, afirmación que reivindica una plena y activa participación en el proyecto tanto estético como patriótico:



¡Oh patria! Si la muerte inexorable
no me detiene con su helada mano
en mitad de la senda peligrosa
a donde en pos de mi ideal me lanzo,

tu recuerdo que siempre irá conmigo
me dará nuevo ardor ante el obstáculo.
¡Yo salvaré mi nombre del olvido!
¡Yo lucharé por conquistarte un lauro!


(62-63)                


El derecho a morir por la patria, igualmente denegado tradicionalmente a la mujer (Pratt 52), aparece reivindicado por Borrero al igual que el derecho a escribir e inscribirse en la historia, esto es, el derecho a transferirse del ámbito privado y doméstico asignado a su género, al ámbito público e histórico, prerrogativa del hombre. Esto implica una transgresión de límites territoriales/sexuales que connota su carácter liminal en la aplicación del término «público» a la mujer. La «mujer pública» es la prostituta, la mujer que comercia con su cuerpo. Juana Borrero y Mercedes Matamoros establecen asimismo una transacción con el discurso del poder que consiste en admitir ser «textualizadas», esto es, ser reducidas a un objeto textual/sexual, a cambio del acceso a la escritura. Pero esto supone un serio conflicto para las autoras del modernismo, conflicto que acertadamente apunta Sylvia Molloy: «women cannot be, at the same time, inert textual objects and active authors. Within the ideological boundaries of turn-of-the-century literature, woman cannot write woman» («Female» 109).

En este debate socioliterario las mujeres del modernismo buscan una voz personal y la legitimación artística mediante una serie de estrategias como las mencionadas más arriba a propósito de Juana Borrero. Mercedes Matamoros utiliza el erotismo como forma de expresión, un recurso integral al movimiento modernista, si bien la perspectiva del movimiento estaba determinada por el deseo y la mirada del hombre. Con anterioridad, Matamoros había intentado la expresión poética en la imitación y traducción de escritores románticos como Byron y Moore. Será con El último amor de Safo (1902) con que Matamoros manifieste una voz propia en función del cuerpo y la sexualidad de la mujer.

El último amor de Safo es una colección de sonetos que recrean el deseo sexual de Safo por Faón, su «último amor». Faón aparece en la mitología clásica como barquero viejo y decrépito transformado en hermoso joven por Afrodita. Del bello Faón se enamoran «todas» las mujeres de Lesbos, incluida Safo, a quien Faón desdeña causando su desesperación y ulterior suicidio (Grimal 192-93). La Safo histórica se confunde entonces con la Safo legendaria seduciendo la imaginación finisecular que recreaba el episodio en óperas, piezas teatrales y composiciones líricas. Matamoros reproduce el episodio desde la perspectiva de Safo, mujer y poeta. Al hacerlo, Matamoros subvierte tanto la presentación masculinista del modernismo como los estrictos códigos morales de la época que exigían a las damas que ignorasen su cuerpo, o en términos radicalmente opuestos, que lo explotasen (Litvak 182).

Si Juana Borrero asume la represión sexual y la transfiere a sus textos en función de las metáforas al uso, Mercedes Matamoros elabora sobre el erotismo en cierto modo «protegida» por una figura que convenientemente multiplica transgresiones. Safo es una reconocida autora, educadora y lesbiana de la antigüedad clásica. No sólo como laureada poeta se apropia de la autoridad literaria, privilegio del hombre, sino que también la transfiere a un ginocentrismo expresado en términos tanto sexuales como nacionales. El proyecto de las islas de Lesbos, asociado a Safo, es un proyecto matriarcal en el que la cofradía no viene inspirada por valores masculinos sino de mujer5. Ese exceso liminal en que incurre Safo, así como su distancia sociohistórica (nació hacia el 650 a. JC, distancia que la confunde con el mito, permiten a Matamoros apropiarla como elemento ficcional y asimismo «distante» de su medio y persona. Como contrapartida, Matamoros elabora sobre el «último amor de Safo», esto es, el amor por Faón que restituye tanto a Safo como a Lesbos y su proyecto ginohistórico al territorio heterosexual y falocéntrico del que se habían «desviado».

Sin embargo, los términos de la subversión que se presentan en los textos de Matamoros son múltiples. En primer lugar, Matamoros subvierte el enunciado tradicional mediante la simple inversión del objeto estético convencional en sujeto, siendo ahora la mujer quien convierte en objeto de su deseo y mirada al hombre:


Veo en el clavel tu labio purpurino,
Tu blanca frente en el jazmín nevado,
Tus ojos son el cielo abrillantado,
Y el sol refleja tu mirar divino!


(«La declaración» 212)                


No sólo la Safo mujer transmite su deseo y su cuerpo en los poemas de Matamoros, sino que la hablante se presenta también como autora y poeta. Con esta presentación se enfatiza la transferencia del hombre a un objeto inspirador tanto sexual como textual, al tiempo que permite a Matamoros, en su condición de mujer poeta, desdoblarse en el yo transgresor de Safo:


¡Es mi lira! La dulce lira de oro
con que tu hechizo irresistible canto;
¡cuyos himnos en gozo y en quebranto
son ruiseñores que te forman coro!


(«Safo a Faón» 210)                


Entre otros recursos de subversión del canon en la obra de Matamoros se encuentran la participación activa de la hablante en la relación amorosa, y el intercambio de roles entre amado y amada: «¿No es verdad que es tu Safo encantadora? / ¡Oh, ven! Y en este amor que a ti me entrega, / ¡tú serás el Placer y yo el Delirio!» («Yo» versos 12-14).

Esta participación e intercambio discrepa notablemente de la posición más voyerista y unilateral del modernismo, según la cual el autor se limita a observar sin intervenir en un evento amoroso o trascendente. El hablante en los textos masculinos aparece con frecuencia como intermediario e intérprete de la experiencia observada, pero no suele participar en la misma. La hablante en los textos de Matamoros interviene y asume un papel sexual que aparece con frecuencia determinado por metáforas típicas del período como la asociación de la mujer a la serpiente, asociación que evoca los mitos negativos de Eva o de Medusa:


Mi cuerpo es una sierpe tentadora
y en el mórbido seno se doblega
¡lánguidamente el cuello como un lirio!


(«Yo» 211)                



¡Quisiera -que en serpientes transformadas-
dejaran en tu cuerpo, envenenadas,
de su aguijón sutil las rojas huellas...!


(«Mis trenzas» 220)                


En los versos apuntados, así como en los planteamientos propuestos por Matamoros, se reconoce el estilo y perspectiva de la autora uruguaya Delmira Agustini. En el poema «Serpentina», publicado en su libro póstumo, El rosario de Eros (1924), Agustini vincula el deseo y el cuerpo de la hablante a la serpiente:


En mis sueños de amor, ¡yo soy serpiente!
Gliso y ondulo como una corriente;
......................................................
Mi lengua es una venenosa fuente;
Mi testa es la luzbélica diadema...


(294)                


A diferencia de su antecesora Matamoros, la presentación erótica en la obra de Agustini incide muchas veces en la profanación de lo sagrado, profanación recurrente en el modernismo pero que en la voz de mujer explícita en los poemas de la uruguaya enfatiza su carácter transgresor. No sólo «El rosario de Eros» profana desde el título el santuario retórico-religioso del discurso católico, sino que los valores más propiamente modernistas aparecen subvertidos y profanados en los poemas de Agustini, como es el caso más aparente de la maculación del mito modernista por excelencia: el cisne. Los últimos versos del popular poema «Nocturno» de la compilación Los cálices vacíos (1913), evidencian esa maculación en función de imágenes de la sangre asociables a lo femenino (menstruación, parto, iniciación sexual): «Y soy el cisne errante de los sangrientos rastros, / Voy manchando los lagos y remontando el vuelo» (254).

La/el hablante en el texto apuntado se identifica con el cisne, se implica en el mito y lo mancha, manchando al mismo tiempo los esquemas convencionales del movimiento modernista que se encontraba en declive cuando Agustini publicó sus poemas. Otro de los esquemas apropiados y revisados por Agustini es el mito de Leda y el Cisne, motivo arquetípico para el movimiento modernista por simbolizar la experiencia poética en el intercambio entre lo divino (Zeus/poema) y lo humano (Leda/poeta). A diferencia de las posturas masculinas ante el mito, la hablante de los textos de Agustini interviene en la relación sexual presentando una Leda activa y deseante susceptible de alcanzar lo absoluto (el Verbo o Poema) por el intercambio carnal con el ave emblemática: «Y esperaba suspensa el aletazo / del abrazo magnífico [...]» («Visión» 237).

Esta implicación, presente tanto en la obra de Mercedes Matamoros como en la de Delmira Agustini, discrepa notablemente de la presentada por el autor modernista, discrepancia apuntada por Helen Sword a propósito de la utilización del mito de Leda y el Cisne por el autor anglosajón. Según Sword, a pesar de llegar a privilegiar el punto de vista de la Leda-poeta, «yet the poet identifies himself fully with neither; he stands above all as an observer, detached but emphatetic, whose role is to enunciate to his audience the rape's historical significance as annunciatory event» (308). Esta postura la comparten autores del modernismo hispanoamericano como Rubén Darío, cuya posición distanciada puede rastrearse en poemas como «Leda» (Otros poemas 147), y los poemas «III» y «IV» de la serie «Los cisnes» (Cantos de vida y esperanza 132-33). Sylvia Molloy también alude al distanciamiento del autor masculino en contraste con la implicación del deseo de la mujer en la obra de Agustini («Cisne» 66), implicación que puede reconocerse en el texto de Mercedes Matamoros, antecesora de la uruguaya.

La hablante en la obra de Agustini asume su deseo, expresa el erotismo y legitima a la autora mediante recursos como la utilización revisada de mitos clásicos. Como contrapartida, Agustini, al igual que Matamoros y Borrero, tuvo que admitir ser textualizada por los intelectuales del momento en términos tanto patrióticos como estéticos. Delmira Agustini fue calificada de «ángel encarnado» (Medina Bentancort, citado en Agustini 89); de «Nueva Musa de América» (Herrera y Reissig, citado en Agustini 265). Los triunfos de la autora se esperan «sean cada día mayores para honor suyo y del país» (El Telégrafo Marítimo, citado en Agustini 271). Y sin embargo, a medida que Agustini intensificaba el componente erótico en sus textos las calificaciones fueron desplazándose a términos menos condescendientes que participaban de la percepción de la mujer como «demonio» o «medusa». Ejemplo tardío de ese desplazamiento es la aproximación de Emir Rodríguez Monegal, quien califica a Delmira de «desmelenada mujer» (54), «pitonisa en celo» (8) y «Leda de fiebre» (53).

Al igual que Delmira Agustini, Mercedes Matamoros incide en el deseo de la mujer en sus textos, si bien no utiliza la estrategia legitimadora de la corrección de mitos sino que por el contrario incide en ellos sin cuestionarlos. Es por ello que Matamoros concede al patriarcalismo una Safo que responde a los esquemas típicos asociados a la supuesta irracionalidad femenina: celos, venganza, entrega, sumisión, animalización, desesperación, ruego. La razón y autoridad de la Safo poeta queda anulada entonces por la pasión y capricho de la Safo mujer. Del mismo modo, la preferencia homosexual llega a asumirse pecaminosa: «Safo: qué horror ya vuelven tentadores / los placeres, que en tiempo que maldigo / me hundieron en el fango de la vida!...» («Invitación» 225).

El rechazo al discurso alternativo propuesto por la Safo histórica se expresa en el desprecio de Faón por Safo, episodio que recrea Matamoros en sus textos. Al mismo tiempo, el fracaso del proyecto de Safo y de Lesbos parece ultimarse en el suicidio de la griega quien supuestamente se arrojó al mar desde un precipicio de Léucade. En las aguas del mar, la autora somete finalmente tanto su cuerpo como su autoridad literaria y canónica: «y que esas olas que me brinda el cielo, / de sus espumas entre el blanco velo / mi cuerpo envuelvan y la dulce lira / con que canté mis últimos amores...!» («En la roca de Léucade» 229). Esta retirada a los márgenes del territorio nacional y del discurso canónico implica el final del proyecto ginocéntrico propuesto por Safo, final que se reinterpreta como un triunfo masculino alcanzado por Faón, «héroe de Lesbos».

El discurso patriarcal/patriótico se restituye e impone, e insinúa «su desconfianza por planteamientos alternativos como los insinuados en la obra de Matamoros. En este sentido, Manuel Márquez Sterling apunta en su prólogo a la obra de Matamoros:

El último amor de Safo [es] un esfuerzo á que no estamos aquí acostumbrados, acaso porque vive fuera del medio enervante en que se agitan nuestros escritores, aislada en la soledad de sus tristezas. Mercedes Matamoros que pudo ser en otro país, en otra sociedad, en otro medio, una gloria, aquí es una flor marchita, olvidada.


(5)                


La autoridad de Mercedes Matamoros aparece desestimada por el discurso oficial que privilegia los postulados nacionales a los que se somete la mujer como símbolo patrio. El caso extremo de asimilación simbólica de ese discurso es el que representa Juana Borrero. Advertida su obra inicialmente como «lenitivo» o cura del cuerpo enfermo de la nación: «[...] que tus frases, en que irá la dulzura tristemente ideal de todo un pueblo, sean el más fecundo de los lenitivos» (Conde Kostia, en Borrero, Rimas 60), la autora pasará a asimilar ese cuerpo enfermo en su propia persona. En el exilio estadounidense a que estaba sometida con su familia se diagnostican a Juana Borrero fiebres tifoideas. La enfermedad y agonía de Borrero parecen literalizar entonces las metáforas de que había sido objeto, así como la premonición del principal artífice de su imagen. En los últimos versos de «Virgen triste», Casal pronosticaba:


Ah! Yo siempre te adoro como un hermano,
No sólo porque todo lo juzgas vano
Y la expresión celeste de tu belleza,
Sino porque en ti veo ya la tristeza
De los seres que deben morir temprano.


(30-34)                


La «pose» de Juana Borrero trasciende la simulación para exhibir y legitimar las metáforas a que había sido sometida por familiares, amigos e intelectuales; por el propio Carlos Pío Uhrbach, quien insiste en la asexualidad de su relación con la autora (Rivero 832), y por la misma Borrero. La leyenda de Juana Borrero, a la que contribuyó ella misma como desmitifican estudios recientes establecidos en base al apasionado epistolario de Juana (Rivero) o a su poética de la desesperación (Hauser), se mantuvo incluso después de su muerte. Dócil al discurso canónico, la Juana póstuma se deja inscribir por la pluma de Rubén Darío quien advierte en Borrero una «naturaleza angélica» distinta y elevada sobre sus «compañeras terrenales, inconscientes, uterinas, o instrumentos de las potencias ocultas del mal» («Juana» 249) Juana Borrero será la «adolescente atormentada», según popular designación de Ángel Augier. Su persona «was sacrificed in the obstinate quest for liberty that has characterized the Cuban nationality» (Núñez 1). El cuerpo maleable de Juana Borrero se mantiene como símbolo tanto de la expresión literaria modernista como del proyecto patriótico cubano, todavía vigente.

En los límites finiseculares de la construcción histórica y estética se sitúan las escritoras del modernismo hispanoamericano, situación particularmente compleja en el caso cubano en plena lucha por su emancipación territorial e inminente definición como nación autónoma. Tratando de ubicarse en esos límites, límites tan imaginados como ajenos, Juana Borrero se mantiene en una especie de limbo similar al propuesto por la imaginación de Patria, la protagonista de la novela de la exiliada cubana Zoé Valdés. Sin embargo, si Patria decide cambiar su nombre y negar al hacerlo el proyecto nacional de la Cuba revolucionaria castrista, Borrero asume su condición simbólica sin más disidencia que las insinuadas en sus poemas y cartas. Como la propuesta imaginaria con que se inicia la novela de Zoé Valdés, Juana Borrero «Morirá joven, y con todos sus deseos». El epitafio a su tumba en Cayo Hueso circunscribe el territorio simbólico en que sigue (re)inscrita la autora cubana en su perpetua condición de desajuste y exilio: Juana Borrero, «Gloria de Cuba»6.






Bibliografía

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