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Aventuras de Gusanito Pomar


Petra-Jesús Blanco Rubio






ArribaAbajoEl Edén

Al principio de los tiempos, el Padre Eterno se dedicó durante siete largos días a organizar el Caos.

Comenzó separando la Luz de las Tinieblas y las aguas de las tierras, y vio que lo que había hecho era bueno. Le entró entonces un frenesí creador y aparecieron los astros en el cielo, y la Tierra se pobló de seres vivos, vegetales y animales.

No sólo pensó en seres magníficos como la ballena o el baobab sino que utilizó su omnipotencia para crear seres pequeñitos como el comino o el insecto.

Haciendo insectos se pasó un pelín y los convirtió en la especie más numerosa para compensarles por su minúsculo tamaño. Se divirtió tanto creándolos que, a algunos de ellos, les dio la facultad de transformarse y, después de pasar una temporada en forma de larvas, a veces repugnantes, se pueden adormecer una temporadita, mientras caen las heladas del Invierno para, en la Primavera, revolotear sobre los campos, llenos de color, convertidos en bellas mariposas.

A todos les colocó en su debido lugar y les designó una función en la armonía del Universo.

Como la encargada a la mariposa Cydia Pomonella, cuya misión es fecundar las flores de las pomaradas para que se conviertan en hermosas manzanas.

Un día Cydia Pomonella, de color gris acerado, se dedicó a juguetear libando entre las flores del manzano más hermoso del Edén. En uno de estos besos, en recompensa por su néctar, la mariposa le regaló a la flor el mejor de sus huevos.

Ella ignoraba que este huevecillo, del que saldría una larva rosada, iba a tener gran trascendencia para la Humanidad.

A medida que crecía la manzana, iba creciendo la larva allí depositada, y cuando la fruta de convirtió en un manjar apetitoso, asomó su cabecita marrón, tras horadar su piel, nuestro amigo Gusanito Pomar.

Asomado en tan excelente balcón disfrutaba del Paraíso Terrenal como si estuviera en primera línea de playa: vivía en la mejor manzana del mejor árbol de aquel delicioso jardín: El Árbol de La Ciencia del Bien y del Mal.

Para eso era el más importante gusano de la Creación. Hay categorías, todo hay que decirlo.

Desde aquella atalaya había contemplado al Padre Eterno creando a la Mujer. ¡Qué bonita le había salido! Claro, que, antes, se había ensayado haciendo al Hombre que, algo más barbudo, tampoco estaba mal.

Tanto le había gustado a Dios esta última obra que había decidido descansar y disfrutar de su arte. Era el séptimo día.

El Hombre y la Mujer no discutían nunca. Andaban muy ocupados buscando nombre a tanto bicho y tanta hierba, que era la primera misión que tenían encomendada.

La Mujer era mucho más imaginativa y enseguida se le ocurría el nombre oportuno para cada nuevo descubrimiento.

Como el Hombre era único y no necesitaba alardear de superioridad ante otros hombres, daba por buenas las ideas de la Mujer y las asumía serenamente.

Luego reían juntos y se regocijaban y se echaban a la sombra de los árboles después de bañarse en el arroyo.

Un día Gusanito Pomar comenzó a notar que empezaban a fallar las cosas.

Últimamente merodeaban demasiado cerca del Árbol y cuchicheaban:

-¿Y por qué nos tiene que prohibir nada?

-Porque Él es el que manda.

-Él nos ha dado el Paraíso para que lo disfrutemos. De acuerdo. Pero quiere que lo disfrutemos a su estilo.

-Aun en el Paraíso debe haber unas normas.

-Unas normas que ha hecho Él. A nosotros no nos ha consultado. Yo quiero disfrutar a mi manera.

-¿Y cuál es tu manera?

-¡Anda!, la misma que la suya. Pero lo que me fastidia es que me imponga su voluntad... Y, encima, va y nos prohíbe tocar este Árbol.

-Como que no hubiera otros..., y con mejores frutos.

-... Si a mí me da igual un árbol que otro, una fruta que otra. Lo que me revienta es la prohibición.

-¡Ay!, Adán -porque el hombre se llamaba así-, eres un cabezota. Dios ha dicho que, si comemos, vamos a morir.

La Serpiente opina todo lo contrario: dice que seremos dioses.

-No hagas caso a semejante animal. Es una falsa.

-Y tú una cobardica.

-¿Cobarde yo?... ¡Mira!

Eva, que era el nombre de la Mujer, levantó su mano gentil con la que rozó las maduras manzanas del Árbol Prohibido hasta llegar a la más hermosa de todas, en la que vivía Gusanito Pomar.

-¡Come!

Adán recibió la manzana sin dejar de mirar a Eva, la acercó a la boca y le dio el más famoso mordisco de la Historia.

Cuando Gusanito Pomar sintió que estaba siendo tragado por el Hombre, se llenó de rabia y le asestó su propio mordisco de castigo en pleno gañote.

El bocado se le atragantó con su pecado, no podía entrar ni salir. Tosía. Eva le daba palmaditas en la espalda.

Tantos esfuerzos hizo Adán, tanto tosió, que el bocado maldito -que Gusanito Pomar le impedía tragar- salió hacia fuera y se le quedó atascado en mitad del cuello.

Todos los descendientes varones del primer Hombre tienen, desde entonces, un abultamiento en la garganta que se llama BOCADO DE ADÁN.

Navidad 2002.




ArribaAbajoEl Jardín de las Hespérides

En otra parte del Mundo, llamada Grecia, cuando los astros estallaron en el Universo y nació la Tierra, ésta se llenó de dioses extraños y mágicos que paseaban por los campos y convivían con los mortales. Los dioses habitaban el Monte Olimpo y bebían ambrosía, su pócima mágica; convivían con otros seres extraños como los «titanes», poseedores de una fuerza impresionante, los «cíclopes», gigantes enormes de un solo ojo en la frente, y las «ninfas», que poblaban los bosques.

Los dioses se solían casar entre ellos como Zeus, que era el Dios Supremo, casado con Hera, la diosa de la Familia. A veces, los dioses o las diosas se enamoraban de los mortales y sus hijos, que se llamaban «héroes», eran mitad dioses, mitad humanos.

Los héroes, que vivían con los mortales, tenían que realizar hazañas dificilísimas para impresionar al resto de los humanos y para que los dioses de verdad se los tomaran en serio.

Uno de estos héroes, llamado Hércules, tuvo una aventura relacionada con nuestro amigo Gusanito Pomar.

Porque, en aquellos tiempos cosmogónicos, Gusanito Pomar vivía en una de las tres manzanas de oro que producía un árbol mágico que había plantado Hera el día de su boda con Zeus.

Como Hera sabía que los dioses le habían puesto a Hércules la prueba de robar las manzanas de oro, ella, muy astuta, había plantado su manzano en un jardín secreto y le había encargado a sus amigas, las ninfas Hespérides, que lo vigilasen.

Por si fuera poco, colocó junto al árbol un dragón con cien cabezas, para que nadie se acercara por allí.

Así que Gusanito Pomar estaba la mar de tranquilo. ¿Quién le iba a molestar en aquel palacio dorado?

Pero un día, Gusanito Pomar vio llegar a Hércules que, después de buscar y buscar, cuando creía que no iba a encontrar nunca el Jardín de las Hespérides, se había tropezado con su amigo el titán Atlante, que le dio el chivatazo.

Gusanito se asustó al ver a Hércules acompañado del impresionante Atlante, que como tenía tantísima fuerza, era el encargado por los dioses de sostener sobre sus hombros la bóveda celeste para que ésta no se cayera sobre la Tierra y aplastara a sus habitantes.

Estaba nervioso y quería escuchar la conversación entre ambos.

-¿A que no eres capaz de entrar y coger las tres manzanas de oro? -le dijo Hércules a Atlante.

-¿No ves que no puedo casi moverme? ¿Que cargo sobre mis hombros la bóveda celeste? -contestó Atlante.

-Yo te ayudo: pásame los cielos a mí mientras entras en el Jardín.

Y Gusanito vio cómo Atlante le pasaba la bóveda celeste a Hércules para penetrar en el Jardín, matar al dragón y coger su manzana-palacio más las otras dos.

Las Hespérides, ni se enteraron.

Casi se desmaya Gusanito Pomar, cuando Atlante tiró al suelo las manzanas de oro y rodaron un buen rato hasta llegar a los pies de Hércules, que apenas si podía aguantar el peso del cielo.

Atlante, contento con su hazaña, y libre de la carga celestial, le dijo a Hércules que no pensaba volver a coger la bóveda celeste, que estaba muy a gusto sin llevar ese peso como le habían mandado los dioses.

Gusanito Pomar no podía creer que Atlante tuviera tan poca seriedad y le cargase a Hércules con un peso que, por muy héroe que fuera, no podría sostener.

Cuando Hércules se agachó para coger las manzanas con la mano izquierda porque con la derecha tenía que sostener el firmamento, Gusanito Pomar salió de su agujero, subió por el brazo hasta el cuello del héroe... y le mordió en la nuca.

Al sentir el mordisco, Hércules tuvo una idea.

-¡Ay! -dijo.

-¿Qué te ocurre?... Pesa mucho la bóveda celeste... ¿eh? -le preguntó guasón Atlante.

-No. Ni mucho menos. Es que me pica y estoy incómodo. ¿Te importaría sostener un momento los cielos mientras me arrasco?

-Bueno... Pero hazlo pronto.

Atlante se puso los cielos de nuevo sobre sus espaldas, ocasión que aprovechó el pillín de Hércules para largarse con las tres manzanas de oro y dejar al titán con dos palmos de narices.

Gusanito volvió a su manzana-palacio que Hércules depositó en el altar de Atenea. La diosa, una vez conseguida la prueba, las devolvió al árbol mágico del Jardín de las Hespérides.

Gusanito Pomar, de nuevo en su delicioso jardín, cada vez que contemplaba las estrellas pensaba que éstas no se caerían nunca porque las sostenía el más fuerte y vigoroso de los titanes: el titán Atlante.

Bilbao, Navidad 2002.




ArribaAbajoLa Manzana de la Discordia

No es posible que Gusanito Pomar olvide fácilmente su larga estancia en el Olimpo.

El Olimpo era como el Edén, pero a lo bestia.

Por el Edén se paseaba el Padre Eterno con parsimonia y serenidad. Los pájaros trinaban cuando debían trinar y el rocío refrescaba los campos todas las madrugadas. Sólo se alteró la pacífica vida del Paraíso cuando Adán y Eva cometieron aquella estupidez a cuenta de la manzana.

El Edén era una balsa tranquila y sosegada.

El Olimpo era un tornado: temible, pero mucho más divertido.

En el Olimpo había pasiones: amores ardientes y odios furibundos, venganzas y recompensas; traiciones y lealtades; deseos y frustraciones.

En el Edén, como había buen patrón, no mandaba marinero. Pero en el Olimpo, en cuanto Zeus se despistaba mirando una zagala -lo que ocurría con demasiada frecuencia-, toda la corte celestial se ponía a dar órdenes y se armaba la marimorena.

La suerte de Gusanito Pomar era que en el Olimpo vivía en manzana de oro, cosa que no volvió a conseguir nunca más.

Después de la aventura de Hércules y el Titán pensaba que ya no iba a intervenir en problemas tan transcendentales como la estabilidad de los cielos y se dedicaba a observar con curiosidad las polémicas divinas.

Una mañana sintió que su manzana era arrancada con furia del árbol de las Hespérides y Gusanito se hizo un rebujón tan chiquitín, que parecía una semilla más.

Era el día en el que todos los habitantes del monte sagrado celebraban la boda del héroe griego, Peleo, con la nereida, Tetis.

Como en las mejores familias, también hubo un olvido en la lista de invitados: la diosa Eris.

Al llegar a la mesa del banquete, los comensales contemplaron con sorpresa el brillo de una manzana de oro, acompañada de la siguiente inscripción: «PARA LA MEJOR Y LA MÁS BELLA ENTRE LAS DIOSAS».

¡La había colocado allí la diosa Eris, la diosa de la Discordia!

¿Os imagináis a todas, absolutamente a todas las diosas del Olimpo, queriendo coger a la vez la manzana?

¿Os imagináis a las diosas tirándose de los pelos, insultándose, arañándose y dándose puñetazos?

Pues eso fue lo que pasó: cada diosa estaba convencida de ser la mejor y la más bella.

En medio del follón, Gusanito Pomar oyó a Zeus dar un puñetazo en la mesa a la vez que levantaba con su mano la discordante manzana.

-Yo proclamaré quién es la mejor y la más bella entre las diosas, dijo enfadado por aquella falta de educación, inimaginable hasta entonces.

-Tú no, ¡oh rey del Olimpo!, que elegirás a tu esposa, Hera -replicaron enseguida los demás.

-Yo decidiré -añadió Poseidón, dios de los Océanos, empuñando el tridente.

-No vale: elegirás a Afrodita, que nació de la espuma del mar -opinaron todos.

Así que decidieron que, para mayor objetividad, debía ser un mortal quien eligiera a la más hermosa.

Después de una preselección, muy debatida, descendió del Olimpo el dios Hermes, con la manzana en la mano, seguido de las tres finalistas: Hera, Afrodita y Atenea.

Los cuatro llegaron hasta los campos en los que pastoreaba Paris, hijo de Príamo, rey de Troya.

-Paris: los dioses te hemos elegido juez para solucionar un trascendente problema que trae revuelto el Olimpo. Debes entregar mañana mismo esta manzana de oro a la mejor y más hermosa entre las diosas -le dijo Hermes.

Paris se quedó de una pieza. Él andaba enamorado de Helena, una muchacha bella como las flores, pero que no alcanzaba la hermosura de ninguna de las tres concursantes.

-¿Mañana mismo? -preguntó asustado.

-Mañana. Y cuida la manzana que ya nos ha dado bastantes disgustos.

Y con la manzana junto a él se durmió Paris, sin saber cómo resolver semejante juicio.

Mientras dormía Paris, Gusanito notó que alguien cogía la manzana y musitaba junto a ella:

-«Manzanita de oro: si llegas a ser de Hera, esposa de Zeus, diosa de la Familia, Paris será el mejor gobernante del mundo y reinará como un patriarca en todos los países de alrededor.»

Y le dio un beso a la manzana para encantarla y que Paris pudiera escuchar su mensaje.

Aún no se había repuesto Gusanito de la impresión cuando llegó Atenea, la diosa de la Sabiduría, y rezó a su oído:

-«Si Paris decide que yo merezco esta manzana, le concederé inteligencia y fama y su nombre será cantado por todos los pueblos.»

Y le dio también un beso mágico.

Al poco rato, otras manos divinas acariciaron el palacio de Gusanito Pomar. Eran las manos de Afrodita, la diosa del Amor.

-«Yo no te voy a ofrecer riquezas ni fama, Paris, pero sé que amas a Helena y, te aseguro que, si me eliges, conseguirás su amor.»

Afrodita dejó la manzana junto a Paris y Gusanito salió de su interior, se introdujo en el oído del mortal y le trasmitió los tres mensajes.

Paris, que sólo pensaba en Helena, no tuvo problemas de elección.

Cuando, a la mañana siguiente, se falló el primer concurso de belleza del que hablan los libros, y Gusanito Pomar pasó, con su Manzana de la Discordia, a manos de Afrodita, llevaba la amargura del primer soborno de la Humanidad.

Aunque, pensó, el Amor siempre será el mejor de los sobornos.

Bilbao, 18-1-2003.




ArribaAbajoLa ballesta certera

El gobernador Gessler paseaba soberbio a lomos de su caballo, ricamente enjaezado, por la plaza mayor de Altdorf, en el cantón suizo de Uri.

Gusanito Pomar lo observaba desde el agujerito, apenas visible, que había horadado en la rojiza piel de la manzana que llevaba en la mano un muchacho, hasta entonces insignificante: Walther Tell.

Gusanito sabía que Hedwigia, la madre de Walther, le había dado la manzana para merendar, y si no salía enseguida de su dulce guarida, el mozalbete le daría un voraz mordisco y se lo engulliría tan ricamente.

Él no quería formar parte de ninguna dieta alimenticia. Así que tenía que darse mucha prisa en alejarse de allí.

Su trabajo de huida no le impedía enterarse de los acontecimientos que ocurrían a su alrededor.

Así pudo comprobar cómo, en el centro de la plaza, se había erigido un enorme palo, encima del crucero de piedra, en cuyo extremo habían colocado el sombrero rojo, adornado con plumas de colores, que Gessler solía utilizar en las ceremonias.

Este insólito monumento no era tan intrascendente como pudiera parecer: el malvado Gobernador de Suiza pretendía que todos los aldeanos que pasaran delante de su sombrero le hicieran una humillante reverencia.

Aquel era un día de mercado y la plaza estaba llena de los más variopintos personajes: herradores, cesteros, carpinteros, titiriteros, alfareros, músicos, toneleros de cerveza y hortelanos con su vendeja, además de compradores y curiosos hombres, mujeres, viejos y niños.

Todos criticaban a Gessler a escondidas y daban un rodeo para no pasar delante del sombrero. Todos se sentían ofendidos por el orgullo del Gobernador que les oprimía con mano de hierro quitándoles su libertad y llevándose sus riquezas. Pero nadie se atrevía a enfrentarse al tirano porque sabían que serían torturados cruelmente. El miedo había hecho presa en aquellos aldeanos, antes valientes, haciéndoles perder su dignidad.

Guillermo Tell había acudido al mercado, acompañado de su hijo Walther, a comprar un hacha que necesitaba para su oficio de leñador. Era el cabecilla de los revolucionarios que pretendían derrocar al malvado Gobernador y sufría profundamente al ver a sus amigos arrastrados ante el tirano con cobardía.

Cuando apareció Gessler, la gente se fue apartando hacia las orillas dejando vacío el centro de la plaza.

La presencia arrogante del Gobernador, a caballo, paseando su mirada displicente por encima de los aldeanos, irritó sobremanera al héroe de Uri. Entonces Guillermo, altanero y retador, sabiéndose modelo a imitar, en medio del silencio general se acercó al Sombrero, seguido de su hijo, puso la mano sobre su nariz y le hizo una burla que levantó las carcajadas de la concurrencia y el sonrojo del Gobernador.

Inmediatamente todo el mundo allí reunido imitó al líder haciendo mofa del Sombrero del Gobernador y del Gobernador del Sombrero, convirtiendo de esta manera al humillador en humillado.

Un frío gesto de Gessler hizo que los soldados rodearan a Guillermo y a Walther que fueron acercados hasta él.

-¿Quién eres, leñador insensato, que osas burlarte de mí en mi misma presencia?

-Un suizo libre.

-No hay suizos libres porque Suiza entera me debe vasallaje.

-Suiza no acepta tu tiranía.

-¿Cuál es tu nombre?

-Guillermo. Guillermo Tell.

-Me suena tu nombre. Sé que eres el cabecilla de los revoltosos del cantón de Uri, que me quieren derrocar. Mereces la muerte.

-Mi muerte hará que todos los cantones se levanten contra ti. No te conviene deshacerte de mí.

-Puedo hacer algo peor que matarte: Te puedo hacer sufrir con la mayor de las torturas.

Gessler, cruel, miró al chiquillo y continuó sonriendo irónicamente.

Guillermo tembló pensando en que alguien pudiera hacer daño a su hijo.

-¿No presumes de ser el mejor ballestero de todos los cantones suizos? Demuéstralo. Solamente salvarás la vida si eres capaz de disparar desde una acera de la plaza a la manzana que tu hijo lleva en la mano, pero colocada en la otra acera... y sobre la cabeza del muchacho.

-¡Oh! -exclamó la gente sobrecogida.

-¡Ja, ja! -reía el malvado-. Nunca te perdonarás el haber matado a tu propio hijo.

Guillermo Tell y Walther cruzaron sus miradas. Con los ojos el padre pidió permiso para disparar y el hijo se lo concedió. No hablaron una sola palabra.

Walther se fue alejando lentamente hacia un extremo de la plaza mientras Guillermo lo hacía en dirección contraria.

La gente les abría paso con elocuente silencio.

Mientras el padre ajustaba su flecha en la ballesta, el hijo colocaba la manzana sobre su cabeza.

Gusanito Pomar estaba aterrado. Ya en la cabeza de Walther, consiguió salir de su agujero y esperó la muerte con resignación.

La multitud observaba con ansiedad mientras de la maléfica boca de Gessler se escapaba una pérfida sonrisa.

La flecha silbó por los aires. Gusanito cerró fuertemente los ojos.

De repente sintió que se movía. Que volaba.

Abrió los ojos y se dio cuenta de que su manzana, atravesada por la flecha certera de Guillermo Tell, cruzaba los cielos y subía y subía hasta perderse en el infinito.

En la plaza de Altdorf, Guillermo y Walther se abrazaban aclamados por la multitud, mientras el pueblo corría detrás de Gessler y no paró hasta derrocarle.

Los suizos habían recuperado la dignidad que les hacía libres.

Desde las alturas, Gusanito Pomar continúa contemplando, libres y pacíficos desde entonces, a los habitantes de los cantones suizos.

Bilbao, 13-4-2003.




ArribaAbajoEn la Granja de Woolsthorpe

Hacía tan hermosa tarde que Gusanito Pomar decidió darse un paseo por una rama alta para otear bien el paisaje. Estaba acostumbrado a hacer excursiones fuera de la manzana pero aquella vez se sintió sorprendido por un vendaval que le hizo esconderse en una rugosidad de la corteza.

La tormenta rugía sacudiendo las ramas con tanta fuerza que la mayoría de las manzanas -las más hermosas- cayeron tristemente al suelo antes de madurar.

¡En buen momento decidió Gusanito desalojar su precaria vivienda!

Escondido en la axila de una hoja tuvo ocasión de observar cómo Isaac, el muchacho de dieciséis años que solía refugiarse bajo la copa del manzano, saltaba una y otra vez en la dirección del viento y otras tantas en su contra; después vio cómo se metía en casa, se ponía a hacer números comparando las distancias de los saltos y, al terminar, comenzaba a botar de alegría y a besar a sus abuelos. Había conseguido hallar la velocidad el viento.

Gusanito Pomar, aunque se había quedado sin vivienda, a cuenta de la ventolera, se puso contento porque su admirado Isaac Newton había logrado su primer experimento científico. Así que no le importó tener que buscarse otra manzana aunque fuera mucho más raquítica que la anterior.

A partir de la tormenta cambiaron las cosas en la granja de Woolsthorpe.

Isaac había convencido a sus abuelos para que le dejaran ir a la Universidad de Cambrigde. La escuela primaria de Grantham se le había quedado pequeña.

Gusanito le vio marchar con tristeza y deseó que los universitarios le apreciaran más que los analfabetos del pueblo. Porque los chicos de Grantham no solamente no le entendían cuando él les enseñaba los juguetes mecánicos, que fabricaba en el cobertizo de las herramientas de la granja, sino que encima se burlaban de él y le miraban con una mezcla de envidia y pena.

-¡Pareces un viejo, todo el día ahí metido! ¿Por qué no vienes con nosotros a cazar pájaros? -le decían.

-¡Porque no sabe trepar a los árboles! -añadía el más cizañoso.

Y le dejaban solo.

Ya de niño se fabricaba sus propios juguetes mientras los demás muchachos se dedicaban a jugar. Como aquel pequeño molino de viento de madera. O el carrito que podía propulsar haciendo girar un torno mientras se sentaba en él. Incluso diseñó una linterna plegable de papel que utilizaba para iluminar el camino hacia la escuela cuando aún no había amanecido.

Isaac, a veces, se sentaba bajo el manzano a distraer su soledad y a jugar con sus cachivaches.

Aunque él no necesitaba para jugar más que sus ojos y su cerebro.

¡Vaya cómo se lo pasó el día en que un rayo de sol, que atravesaba las ramas del manzano, le molestó en los ojos!

Aquello le hizo pensar: «¿El rayo de luz blanca será sólo blanco o estará compuesto por otros rayos de colores?». La luz siempre le había traído de cabeza, y observando sus cambios en los relojes de sol fue capaz de calcular no sólo la hora sino el día, el mes y la estación del año.

En las noches serenas de verano, se tumbaba boca arriba y contemplaba las estrellas tan bien colocaditas en el cielo, moviéndose suavemente, sin tropezarse, y se preguntaba: ¿Por qué no se caen los astros? ¿Por qué guardan siempre las mismas distancias en el Universo?

A Gusanito Pomar le preocupaba Isaac. Los chicos normales no se suelen hacer esas preguntas, la verdad.

«Debe ser un genio», pensaba. Y se sentía orgulloso de que alguien con ese talento se sentara bajo su manzano a discurrir.

Así que le pareció estupendo que Isaac se fuera a la Universidad y dejara con la boca abierta a sus compañeros y sus profesores.

Los compañeros de la Universidad tampoco le comprendían mucho cuando se quedaba estudiando Matemáticas, en vez de irse de marcha con ellos.

-¿Por qué os empeñáis en pensar que las Matemáticas deben ser aburridas? -les decía él-. Son tan entretenidas como una partida de cartas o un crucigrama. ¿Queréis verlo?

Pero aquí también le dejaban solo, cosa que a él le importaba un bledo, naturalmente.

Aunque le tomaban el pelo, sabía que le tenían envidia y muchas veces escondía sus descubrimientos matemáticos para que no le llamaran empollón.

Cuando estaba comenzando a disfrutar de su aprendizaje en la Universidad, llegó a Inglaterra la temible peste bubónica que se llevó miles de vidas; hubo que cerrar las clases y Newton volvió a la granja familiar de Woolsthorpe.

Sus abuelos, que ya eran viejecitos, se pusieron muy contentos porque pensaban que el nieto se quedaría de agricultor en la propiedad familiar.

Pero a Isaac se le olvidaba echar paja en el establo o limpiar la cochinera: él estaba todo el día, con su cuadernillo, anotando por dónde discurriría mejor el agua de la noria que había diseñado y cosas por el estilo. Lo suyo era el cálculo.

Una tarde de verano de 1666 decidió echarse la siesta bajo el manzano que le acogía en su niñez.

Gusanito Pomar se puso muy emocionado al volver a verle hecho ya un hombre, con levita y todo. Quiso asomarse tanto desde su agujero manzanil que impulsó a la manzana, ya madura, y ésta cayó justamente encima de la nariz del sorprendente estudiante.

La manzana, demasiado madura, se despachurró lamentablemente y Gusanito sorteaba como podía los ojos del joven que, al sentir el cosquilleo, le cogió suavemente entre sus manos:

-¿Así que tú vivías dentro de esta manzana que se ha caído atraída por la Tierra?

Gusanito Pomar le miraba extasiado. A él no le había dirigido nadie nunca la palabra.

-Pero cuando tú, gusanito insignificante, te paseas por la superficie de la manzana, no te caes aunque estés boca abajo. ¿Eres, a tu vez, atraído por la manzana? ¿Es que todos los cuerpos del Universo se atraen?

Y para comprobarlo extendió hacia abajo la palma de su mano por la que seguía paseándose Gusanito Pomar como si la cosa no fuera con él.

Cuentan las crónicas que esta corta relación entre nuestro amigo Gusanito Pomar y Sir Isaac Newton fue el principio del descubrimiento de la ley de la gravitación universal, una de las bases de la ciencia moderna.

Pasada la peste, Isaac Newton volvió a la Universidad de Cambrigde. Allí fue uno de los inventores del cálculo diferencial e integral y estableció las leyes de la mecánica clásica.

Gracias a aquel rayito de sol que le hirió los ojos en su infancia, escribió su obra sobre la «Óptica», en la que explica sus teorías sobre la luz, y logró construir el primer telescopio de reflexión.

Aquel muchacho, que había aprendido del sol, del viento y las estrellas convertido en el más grande de los astrónomos ingleses, se destacó también como gran físico y matemático.

Su obra monumental, comúnmente conocida como Principia, en la cual expone los fundamentos matemáticos del Universo, la comenzó a pensar cuando, tumbado en la hierba de la pradera, contemplaba las estrellas titilando en el verano.

¡Para que luego digan que es malo tumbarse a la bartola! -pensaba Gusanito Pomar.

Bilbao, 7-6-2002.




ArribaAbajoCydia Pomonella

Blancanieves estaba asustadísima.

El cazador real la había sacado del castillo envuelta en una manta, para que nadie la reconociera.

-¡Debes matar a Blancanieves y traerme su corazón sangrante! -le había ordenado la malvada Reina, en cuanto se hubo quedado viuda.

El cazador, aparentemente rudo, era un sentimental y no estaba dispuesto a cumplir aquel mandato.

-Esta bruja lo soluciona todo matando -pensó. Pero no dijo nada, claro.

Así que, en cuanto se encontró en el bosque, lejos de palacio, le quitó a la princesita la mordaza, y se sentaron juntos a merendar.

-¿Para qué me has traído aquí? -le preguntó ingenua Blancanieves.

-Para esconderte en casa de unos amigos, que te van a cuidar muy bien, hasta que se le pase a tu madrastra esa manía persecutoria que le ha entrado.

-¿Y por qué me persigue?

-¡Anda! Porque eres mucho más guapa que ella, y cómo aún no se ha inventado la cirugía estética, está que trina.

-¿Qué vas a hacer tú ahora?

-No te preocupes. Juega con las mariposas mientras yo me interno en el bosque y no te muevas de este prado hasta que vuelva.

Y mientras el Cazador buscaba al cervatillo, cuyo corazón serviría para despistar a la Reina, Blancanieves encontró a la mariposa Cydia Pomonella que había caído en una tela de araña.

Blancanieves, con dulzura, la sacó de aquella cárcel y la dejó volar.

-Las dos hemos tenido suerte, mariposa -le dijo-. Tú acabas de salir de la cárcel que te conduciría a la muerte. Yo acabo de salvarme de la muerte, para esconderme en una cárcel y poder vivir.

Cydia Pomonella revoloteaba alrededor de la joven para darle las gracias.

-Me gustaría ser gris y anodina como tú y poder volar al jardín del castillo sin que nadie notase mi presencia que despierta envidias.

Cuando Cydia Pomonella se despidió de Blancanieves, cruzó volando sobre las almenas. Estaba tan nerviosa que desovó en la primera flor que encontró en un hermoso manzano que había cerca del pozo.

Pasó mucho tiempo.

La malvada Reina Viuda había hecho traer las mejores manzanas del jardín del castillo.

Estaba furiosa.

Su espejo mágico le acababa de revelar que Blancanieves no sólo no había muerto, como le había hecho creer el cazador, sino que vivía felizmente entre los enanitos del bosque.

Y daba largos paseos buscando setas o recogiendo endrinas para hacer pacharán.

Y había aprendido el misterio de las hierbas medicinales: las que curan y las que matan.

Esto último le hizo tomar precauciones porque no la podría envenenar con facilidad.

Así que escogió una manzana en cuya piel se diferenciaran dos colores, el verde y el rojo.

La colocó sobre su halda sujetándola con las rodillas.

Era fundamental que el veneno se concentrara en el punto más apetitoso de la fruta.

Un fallo en el pinchazo... y ella también moriría.

-Yo morderé la mitad verde -se dijo, saboreando la venganza-, y le ofreceré la mitad roja, que es más atractiva.

Con una jeringuilla introdujo un veneno mortal en la mitad roja de la manzana, creyendo dejar la zona verde sana y comestible.

Gusanito Pomar vio desde su galería cómo penetraba en ella la aguja enorme que desprendía un líquido pestilente, que le hizo alejarse todo lo posible de aquel lugar.

Pensó que se había producido una inundación.

«Menos mal que en la parte de abajo tengo el salón, donde se puede almacenar el líquido», pensó Gusanito. «Lo que tengo que hacer es largarme cuanto antes de aquí, que huele muy mal.»

Y se puso a comer manzana a toda marcha, para hacerse una salida al exterior.

Mientras tanto, el veneno se iba depositando en el salón de la casa gusanil... que, mira tú por dónde, estaba enfrente de la parte verde de la fruta.

Gusanito comía y comía para hacerse una ventanita que le permitiera respirar aire puro.

Al final, lo consiguió.

Pero su manzana ya no estaba sobre el halda de la reina mala sino en una cestita camino del bosque de los enanitos.

Y desde la cesta observó cómo la malvada madrastra engañó a Blancanieves.

Y cómo le ofreció la manzana mortal.

-... Es que no debo comer la fruta sin estar lavada -dijo muy digna la joven.

-¡Mujer!, ya está lavada. La voy a probar, para que veas -añadió la madrastra.

Y le dio una dentellada en la mitad de la parte verde, justamente donde estaba acumulado todo el veneno que había destinado a su víctima.

Gusanito Pomar, desde la cesta, no le quitaba la vista de encima.

Enseguida la vio ponerse morada, hacer gestos extraños y poner los ojos en blanco.

La reina, que desconocía el laberinto de galerías interiores, tardó en entender que también podía estar envenenada la parte trasera de la manzana.

-¿Qué le ocurre, buena mujer? -decía la incauta de Blancanieves.

-¡Que me estoy muriendo, rediez! ¿Es que no te das cuenta?

-¿Y qué puedo hacer yo?

-Busca el antídoto del arsénico.

Blancanieves, que no sospechaba que el veneno iba preparado para matarla a ella, fue corriendo al botiquín, buscó el antídoto y se lo hizo beber.

-¿Cómo serás tan mema? -pensaba Gusanito.

Cuando llegaron los enanitos se encontraron a la Reina Viuda sentada en el mejor sillón y a Blancanieves que la estaba abanicando.

-¿Qué estás haciendo, so tonta?

-Curar a esta ancianita que me quería obsequiar con una manzana riquísima.

-¡Si es tu madrastra!

-¡Oh! No la recordaba.

-Era su madrastra -dijo la Reina-. Desde ahora seré su madre porque he descubierto que la belleza de la que me habla el Espejo Mágico no la tiene mi niña sólo en la cara sino en el corazón.

-¿Y dejarás de tenerme envidia?

-Siempre te tendré un poco de envidia porque aunque quiera ser buena como tú, nunca conseguiré alcanzar tu bondad.

Y se fueron del bracete a Palacio.

Los enanitos, que no se creían mucho el arrepentimiento de la bruja, avisaron al Príncipe, que estaba locamente enamorado de la princesa.

Blancanieves y el Príncipe se casaron en la Catedral.

Cuando se dieron el beso delante de la multitud, salió volando, como quien no ha roto un plato, Gusanito Pomar, ahora ya, Cydia Pomonella.

Cydia Pomonella se fue con los novios al Caribe y se quedó a vivir en un manzano de frutas amarillas porque ya estaba harta de las rojas y verdes.

Primavera 2003. Bilbao.




ArribaLa guirnalda de espumillón

La Hermana Tornera tuvo que salir al portal para recoger aquel enorme regalo que no cabía por el torno del convento.

Todas las monjas se acercaron sorprendidas e hicieron corro alrededor del abeto sin entender su significado.

-¿Qué es esto? -se preguntaban las monjitas más ancianas.

-Un Árbol de Navidad -dijo la Hermana Marina, la última novicia que había ingresado en religión.

-Y ¿para qué necesitamos nosotras un Árbol de Navidad?

-Para adornar la Capilla.

-Por ahí sí que no paso -afirmó muy decidida la Madre Abadesa-. Nosotras adornaremos la Capilla con el Nacimiento como nos enseñó nuestro Padre San Francisco. Eso del árbol me parece una moda pagana.

-Es que Su Reverencia hace muchos años que entró en clausura y desconoce las tradiciones más modernas; pero a nuestra madre Santa Clara seguro que no le importaría compaginar el Árbol con el Nacimiento -dijo, con un hilo de voz, otra monjita joven-. Cuando servidora vivía en el mundo -añadió-, en casa de mis padres, colocábamos el Niño Jesús a los pies del Árbol y colgábamos de sus ramas obsequios para toda la familia.

-Pagano. Pagano.

La Maestra de Novicias, más actualizada que la Abadesa, intervino en la conversación:

-¿Qué le parece, Reverenda Madre, si dejamos a las jóvenes que coloquen el dichoso abeto en el refectorio? El Nacimiento lo seguiremos poniendo en la Capilla.

-Con el Niño Jesús, por supuesto.

Las novicias comenzaron el insólito trajín de adornar el Árbol.

Como no tenían bolitas de colores, decidieron colocar en sus ramas frutos, caramelos y galletas que encontraron en la despensa.

Gusanito Pomar vivía dentro de una manzana roja y redonda, que colgaba en el extremo de una de las ramas.

Cuando Gusanito sintió que se balanceaba dentro de su hogar, pensó que estaba en un columpio y cerró los ojos para disfrutar más.

El balancín se quedó quieto y oyó que, a través de sus paredes comestibles, le llegaban las alegres notas de un villancico en latín. Prolongó su oloroso túnel y llegó hasta la mismísima piel de la manzana. Con unos certeros mordiscos construyó una ventana ovalada, por la que contempló la alegría de la comunidad.

Cuando las monjas se fueron a la Misa del Gallo dejaron encendida la bombilla que habían colocado sobre el Árbol a modo de estrella.

Gusanito Pomar decidió salir de su escondite y recorrer despacio aquel ramaje verde en el que había tantos adornos hasta llegar al lugar misterioso en el que se encontraba la luz. Porque Gusanito no había visto nunca ningún resplandor: él había nacido dentro de la manzana, que era dulce y oscura.

Al aproximarse al extremo de una hoja puntiaguda, se quedó mirando hacia abajo, donde resplandecía silencioso aquel Niño en su cunita. Era el Dios al que las monjas cantaban, y aquella noche era su cumpleaños.

Creyó que Jesús le sonreía. ¿Sería, acaso, también, el Dios de los gusanitos?

¡Cómo deseó dar un salto y llegar hasta la cuna para pasearse junto a su carita sonrosada! Le dio mucho miedo bajar sin paracaídas, por lo que decidió explorar hacia arriba, hacia la Estrella.

No se había dado cuenta de que, a medida que avanzaba, iba dejando tras de sí una estela sedosa que delataba su recorrido a través de ramas y regalos.

Cuando llegó a la cúspide y acarició la estrella que coronaba el Árbol, sintió un delicioso placer... y la Estrella de Navidad, al recibir aquel beso, convirtió su húmeda huella de humilde gusano en una brillante cinta dorada que rodeaba zigzagueante al abeto.

Fue la primera cinta de espumillón.

Gusanito Pomar se agarró fuertemente a ella, tomó impulso, cerró los ojos, saltó con todas sus fuerzas y... zas. Llegó hasta la cuna.

Las monjas volvieron de la Misa del Gallo a recoger los regalos de las novicias y vieron sorprendidas cómo el Árbol estaba rodeado de una guirnalda de oro que, enlazando sus ramas, llegaba hasta el Niño. Junto a Él dormía el más insignificante de los seres vivos.

La Madre Abadesa miró a las novicias sonriendo:

-... El Hermano Gusano, como diría nuestro Padre San Francisco.

Navidad 2001.

P. J. Blanco Rubio





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