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Libro XX



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Sumario

     Reunidos en consejo los cabos del ejército para determinar si convendría apoderarse de Venusa por sorpresa, se opone Telémaco a este dictamen y triunfa su opinión. Dase una batalla, y Telémaco y Adrasto se buscan recíprocamente deseosos de matarse. Mezclado y confundido este último con los aliados, hace una horrible matanza hasta que encontrándole Telémaco le vence, concediéndole la vida bajo ciertas condiciones. Repuesto Adrasto después del vencimiento, intenta herir a su vencedor y pierde la vida a consecuencia de su traición. [425]

Libro XX

     Reuniéronse entre tanto los caudillos del ejército confederado para deliberar si convendría apoderarse de Venusa, plaza fuerte usurpada por Adrasto en otro tiempo a los apulienses peucetas, que habían tomado parte contra él en la liga para reclamar la injusticia de esta agresión. Con el fin de apaciguarlos puso Adrasto en depósito aquella ciudad en poder de los lucanienses; pero corrompiendo con sus dádivas a la guarnición y al jefe de ella, de manera que estos tenían menos autoridad que él en Venusa, y en esta negociación fueron engañados los apulienses, que convinieron en que la guardasen aquellos.

     Cierto ciudadano de Venusa, llamado Demofante, había ofrecido a los confederados franquearles durante la noche una de las puertas de la ciudad; y esta ventaja era tanto mayor, cuanto tenía Adrasto todas las provisiones de boca y guerra en un castillo inmediato a ella, que no podía defenderse tomada Venusa. Opinaron Néstor [426] y Filoctetes debía aprovecharse tan feliz ocasión, y arrastrados por la autoridad de estos, y alucinados con la utilidad de tan fácil empresa, aprobaban su dictamen todos los caudillos; pero hizo Telémaco los últimos esfuerzos para que abandonasen este proyecto.

     «No ignoro, les dijo, que si algún hombre merece ser sorprendido y engañado es Adrasto, que tantas veces engañó al mundo entero. Conozco que sorprendiendo a Venusa lograríais ocupar una ciudad que os pertenece por ser de los apulienses, pueblo confederado. Confieso pudierais hacerlo con más apariencia de razón que Adrasto; porque puesta en depósito la ciudad, ha corrompido al comandante y tropas que la guarnecen para ocuparla cuando lo juzgue oportuno. Por último, comprendo como vosotros que ocupada Venusa seríais dueños al día inmediato del castillo en donde se hallan todas las provisiones y preparativos de guerra que ha reunido Adrasto, y que de este modo en dos días terminaríais esta formidable guerra. ¿Pero no vale más perecer que alcanzar la victoria por tales medios? ¿Deberá oponerse el fraude al engaño? ¿Se dirá que tantos reyes confederados para castigar los engaños del impío Adrasto, son tan engañosos como él? Si nos es lícito obrar como Adrasto, no es culpable él y somos injustos en querer castigarle. ¿Acaso la Hesperia entera, sostenida por tantas colonias griegas y por tantos héroes regresados del sitio de Troya, no tiene otras armas contra el perjurio y perfidia de Adrasto que la perfidia y el perjurio?

     Jurasteis por lo más sagrado dejar a Venusa en depósito en poder de los lucanienses; mas decís que la guarnición ha sido corrompida por el oro de Adrasto, lo creo así; pero esta guarnición se halla a sueldo de los lucanienses, no ha rehusado obedecerles, ha guardado a lo [427] menos en la apariencia la neutralidad, y ni Adrasto ni los suyos han entrado jamás en Venusa, subsiste el pacto, y los dioses no han olvidado vuestro juramento. ¿No se cumplirá la palabra dada sino cuando falten pretextos para violarla? ¿Ni habrá fidelidad y juramento sino cuando ninguna utilidad proporcione el violar la fe de él? Si el amor a la virtud y el temor a los dioses no os mueven, muévaos al menos vuestro interés y reputación; porque si dais a los hombres el pernicioso ejemplo de faltar a vuestra palabra, y violar el juramento para terminar una guerra, ¿cuántas excitaréis con la impiedad de semejante conducta? ¿qué vecino vuestro no os detestará temiéndolo todo de vosotros? ¿quién podrá desde hoy fiar en vuestra palabra, aun en la necesidad más urgente? ¿Qué seguridad podéis dar cuando pretendáis ser sinceros, y os sea conveniente persuadir vuestra sinceridad? ¿Algún pacto solemne? ya habéis hollado uno. ¿Algún juramento? ¡ah! ¿no sabrán todos que no respetáis a los dioses cuando el perjurio puede proporcionaros alguna ventaja? Para vosotros no tendrá la paz mayor seguridad que la guerra. Cuanto hagáis será considerado como una guerra fingida o declarada, seréis enemigos perpetuos de los que tengan la desgracia de vivir cerca de vosotros, os serán imposibles todas las negociaciones que exijan reputación, probidad y confianza, y no os quedará otro recurso que hacer creer aquello que prometáis.

     He aquí, añadió Telémaco, un motivo más poderoso que debe llamar vuestra atención, si aún respetáis la probidad y conocéis vuestros intereses, a saber, que un comportamiento tan falaz ataca la integridad de la liga, y la arruinará; porque vuestro perjurio proporcionará el triunfo a Adrasto.»

     Al oír esto preguntáronle todos cómo se atrevía a [428] decir arruinaría la liga una empresa que debía proporcionar la victoria.

     «¿Podréis fiar unos de otros, respondió Telémaco, si llegáis a hollar una sola vez los vínculos de la sociedad, de la confianza y de la buena fe? Después que hayáis establecido la máxima de que es lícito violar la fe, cuando medían grandes intereses, ¿quién de vosotros podrá fiarse de los demás, si estos hallan ventajas considerables en faltar a su palabra y engañaros? ¿Qué será de vosotros? ¿quién no prevendrá con el artificio los engaños de su vecino? ¿Qué es una liga de muchas naciones cuando convienen éstas en que es permitido hostilizarse y violar la fe jurada? ¿Cuál será vuestra mutua desconfianza, vuestras discordias, vuestros esfuerzos para destruiros? No tendrá Adrasto necesidad de atacaros, vosotros mismos os destruiréis justificando su engañosa conducta.

     ¡Sabios y poderosos monarcas que regís con prudencia numerosas naciones! no desoigáis los consejos de un inexperto joven. Si algún día llegáis a padecer aquellas calamidades espantosas que suele acarrear la guerra, podréis restableceros con vigilancia y con los esfuerzos que proporciona la virtud porque nunca llega a abatirse el verdadero ánimo. Pero una vez traspasada la barrera del honor y de la buena fe, se hará irreparable vuestra pérdida, porque no podréis restablecer la confianza necesaria al buen éxito de los negocios importantes, ni atraer a los hombres a las máximas de la virtud después de haberles enseñado a despreciarlas. ¿Qué os acobarda? ¿Acaso no tenéis valor suficiente para vencer sin engañar? ¿No bastará vuestra virtud unida a los esfuerzos de tantas naciones? Peleemos, muramos si es preciso antes que obtener la victoria por medios indignos. Adrasto, el impío Adrasto será vencido, si nos causa horror imitar su infamia y mala fe.» [429]

     Al acabar Telémaco este razonamiento conoció haber salido de sus labios la dulce persuasión, e introducídose en los corazones de los que le escuchaban. Notó en la asamblea un profundo silencio, todos pensaban no en él ni en la elocuencia de sus palabras, sino en la fuerza de la verdad que encerraba su discurso, y en los semblantes de todos se veía la admiración. Por último, percibiose un rumor que fue difundiéndose por toda la asamblea, mirábanse unos a otros, aunque sin atreverse a romper el silencio, esperando lo hiciesen los primeros caudillos del ejército, y costábales violencia ocultar su opinión.

     «Digno hijo de Ulises, exclamó en fin el grave Néstor, los dioses han movido vuestro labio; y Minerva que inspiró a vuestro padre tantas veces, os ha dictado el consejo sabio y generoso que acabáis de darnos. No atiendo a vuestros pocos años; considero haber hablado Minerva por vuestra boca. Recomendáis la virtud, sin la cual son verdaderas pérdidas las mayores ventajas, y se excita en breve la venganza de los enemigos, la desconfianza de los aliados, la indignación de los hombres de bien y el justo enojo de los dioses. Dejemos, pues, a Venusa en poder de los lucanienses, y pensemos sólo en vencer a Adrasto empleando para ello nuestro propio valor.»

     Dijo, y toda la asamblea aplaudió sus palabras; pero al aplaudirlas volvían todos la vista maravillados hacia el hijo de Ulises, que les parecía inspirado por Minerva.

     Suscitose en seguida otra cuestión que proporcionó igual gloria a Telémaco. El pérfido y cruel Adrasto envió al campo de los confederados a un trásfugo llamado Acante, que debía envenenar a los más distinguidos caudillos, con encargo especial de no omitir cosa alguna para dar muerte a Telémaco, que era el terror de los daunos. Conducido este por su valor y candidez, recibió [430] bondadoso a aquel desgraciado que había visto a Ulises en Sicilia, y referídole las aventuras de este héroe. Le alimentaba y procuraba consolarle en su desgracia; porque se lamentaba Acante de haberle engañado y tratado indignamente Adrasto. Así mantenía y abrigaba en su seno a la ponzoñosa víbora que se preparaba a causarle una herida mortal.

     Fue sorprendido otro trásfugo llamado Arión, a quien enviaba Acante para informar a Adrasto del estado del campo confederado y asegurarle de que al día siguiente envenenaría a los principales reyes y a Telémaco en cierto festín que debía este darles; y confesó su traición. Sospecharon su inteligencia con Acante por ser amigos; pero éste, llevando al extremo su intrepidez y simulación se defendió con tal destreza, que ni pudo convencérsele ni apurar la certeza de la conjuración.

     Opinaron algunos reyes debía sacrificarse a Acante en obsequio de la pública seguridad. «Preciso es, decían, [431] que perezca, la vida de un hombre nada vale cuando se trata de asegurar la de tantos monarcas. ¿Qué importa perezca un inocente para conservar a los que representan en la tierra a los dioses?»

     «¡Qué máxima tan inhumana! ¡qué bárbara política!, interrumpió Telémaco. ¡Cómo sois tan pródigos de sangre humana, vosotros que os halláis establecidos pastores de los hombres, y que sólo tenéis autoridad sobre ellos para conservarlos cual lo hace el pastor con su rebaño! Sois carnívoros lobos en vez de pastores, o a lo menos lo sois únicamente para esquilmar el ganado en lugar de conducirle al saludable pasto. Según vosotros es delincuente el que se ve acusado; merecedor de la muerte el que acrimina una sospecha; está la inocencia a merced de la calumnia y de la envidia; y a proporción que se aumente en vuestros corazones la desconfianza tiránica, será preciso degollar mayor número de víctimas.»

     Pronunciaba Telémaco estas palabras con tal vehemencia y autoridad, que arrastraba los corazones y llenaba de oprobio a los que dieran tan infame consejo; y moderándose algún tanto, continuó diciendo: «No amo tanto la vida que pretenda conservarla a tal precio, más quiero sea malvado Acante que serlo yo, prefiero que me arrebate la vida por medio de la traición, a sacrificarle en duda injustamente; pero escuchadme, vosotros que sois reyes, es decir, jueces de vuestros pueblos, escuchad. Debéis saber juzgar a los hombres con justicia, prudencia y moderación, permitidme interrogar a Acante en vuestra presencia.»

     Al momento comenzó a hacer preguntas a éste acerca de sus relaciones con Arión, estrechándole sobre varias circunstancias, diole a entender algunas veces que iba a enviarle a Adrasto como un trásfugo digno de castigo, [432] con el objeto de observar si le inspiraba temor esta amenaza; pero permanecían inalterables la voz y el rostro de Acante. Por último, no pudiendo arrancarle la verdad, le dijo: «Dadme vuestro anillo, quiero enviarle a Adrasto.» Al oír esto Acante se turbó y perdió el color del rostro, lo notó Telémaco, cuyos ojos estaban fijos en él, y tomó el anillo diciéndole: «Voy a enviarle a Adrasto por un lucaniense llamado Politropio, a quien conocéis, y que irá secretamente de parte vuestra. Si por este medio descubrimos vuestra inteligencia con Adrasto, pereceréis inhumanamente en medio de los más acerbos tormentos; si por el contrario, confesáis desde luego vuestro delito, se es perdonará la vida y seréis enviado a una isla en donde nada os faltará.» Entonces lo confesó todo Acante, y logró Telémaco que fuese perdonado, porque así se lo había prometido, enviándole a una de las islas Equinades en donde vivió pacíficamente.

     Poco tiempo después vino cierta noche al campo de los confederados un dauno, de nacimiento oscuro pero atrevido y violento, llamado Dioscoro, a ofrecer que degollaría al rey Adrasto en su propia tienda. Podía ejecutarlo, porque cualquiera es dueño de la vida de otro, cuando en nada estima la suya. Respiraba sólo venganza por haberle Adrasto quitado la esposa a quien amaba con delirio, y cuya hermosura igualaba a la de Venus. Estaba resuelto a dar muerte a Adrasto, recobrar la esposa o perecer en la demanda, y tenía inteligencias secretas para introducirse de noche en la tienda del rey, favorecido por varios capitanes daunos; pero creía necesario atacasen los reyes confederados al mismo tiempo el campo de Adrasto, para poder salvarse con más facilidad y extraer a su esposa, y hallábase resuelto a perecer si no podía conseguirlo después de dar muerte al rey. [433]

     Apenas manifestó Dioscoro su proyecto, volviéronse todos hacia donde se hallaba Telémaco como para exigir una resolución.

     «Los dioses, dijo, que nos han preservado de traidores, nos prohíben servirnos de ellos. Aunque no tuviésemos bastante virtud para detestar la traición, bastaría a resistirla nuestro propio interés; porque luego que la hayamos autorizado con nuestro ejemplo, mereceremos se vuelva contra nosotros, y entonces ¿quién vivirá seguro? Podrá evitar Adrasto el golpe que le amenaza, y hacer caiga sobre los reyes confederados. Así dejará la guerra de ser guerra, serán inútiles la virtud y la prudencia, y sólo se verán traición, perfidia, asesinatos. Experimentaremos nosotros mismos sus consecuencias funestas; y lo mereceremos por haber autorizado el mayor de los males. Concluyo, pues, ser necesario enviar este traidor a Adrasto. Confieso no lo merece tal rey; pero la Hesperia y toda la Grecia que nos observan atentas, son acreedoras a que observemos esta conducta para captarnos su estimación. Nos debemos a nosotros mismos este horror a la perfidia, y sobre todo le debemos a los justos dioses.»

     Fue enviado Dioscoro a Adrasto, el cual se estremeció al considerar el peligro que había corrido, y se sorprendió de la generosidad de sus enemigos; porque el malvado no puede comprender los efectos de la virtud. Admiraba Adrasto a su pesar lo que acababa de ver, y no se atrevía a elogiarlo. La noble acción de los confederados cubría con un velo de infamia todos sus engaños y crueldades, procuraba disminuir su generosidad, y se ruborizaba de obrar con ingratitud en tanto que les era deudor de la vida. Pero los hombres corrompidos se endurecen fácilmente contra lo que pudiera afectarles, y advirtiendo crecía por momentos la reputación de los [434] confederados, creyó urgente ejecutar contra ellos alguna acción célebre; pero no pudiendo inspirársela la virtud, procuró al menos obtener alguna ventaja considerable con las armas, y se apresuró a pelear con ellos.

     Llegó el día de la batalla, y apenas abría la aurora las puertas de oriente para proporcionar la salida del sol por un camino sembrado de rosas, cuando el joven Telémaco, previniendo cuidadoso la vigilancia de los más experimentados caudillos, dejó el pacífico sueño y puso en movimiento a todo el ejército. Brillaba ya en su cabeza el casco adornado de crines flotantes, y vestida la coraza deslumbraba a todos los guerreros, obra de Vulcano, tenía además de su perfección natural el celestial brillo de la égida que ocultaba. Con una mano blandía la lanza, y señalaba con la otra los puntos que debían ocuparse.

     Había dado Minerva a sus ojos un fuego divino, y tal majestad y fiereza a su semblante que anunciaba ya la victoria. Marchaba y seguían sus pasos todos los reyes confederados olvidando su senectud y dignidad, arrastrados por una fuerza superior que les obligaba a ello, sin que tuviese entrada en sus corazones la débil envidia; porque todo cedía al que invisiblemente guiaba Minerva de la mano. Sus movimientos ni eran impetuosos ni precipitados, manifestábase agradable, tranquilo, sufrido, dispuesto siempre a escuchar a todos, y a aprovecharse de sus consejos; pero activo, lleno de previsión, atento a las necesidades más remotas, arreglando todas las cosas en buen orden sin embarazarse en nada, ni embarazar a los demás, excusando las faltas, reparando los descuidos, previendo las dificultades, y sin exigir nunca demasiado e inspirando a todos libertad y confianza.

     Si daba una orden lo hacía en los términos más [435] claros y sencillos, repitiéndola para instruir mejor al que debía ejecutarla, y notaba en sus ojos si la había comprendido, hacía enseguida que la explicase familiarmente para cerciorarse de si había llegado a enterarse del objeto de su empresa; y luego que por este medio penetraba su buen sentido, y las miras que se proponía, no le dejaba partir hasta haberle dado algunas señales de estimación y de confianza para alentarle. Por esta razón se esforzaban todos a agradarle y complacerle; pero sin detenerles el temor de que les atribuyese el mal resultado, porque excusaba todas aquellas faltas que no provenían de mala voluntad.

     Aparecía encendido el oriente por los primeros rayos de Febo, y brillaba en las aguas el naciente día, veíase toda la costa cubierta de hombres, armas, caballos y carros, todos en movimiento, percibíase un confuso ruido, semejante al de las olas embravecidas cuando agita Neptuno violentas borrascas. De esta manera comenzaba Marte a excitar la ira en los corazones, por el estrépito de las armas y aparato terrible de la guerra. Cubrían la tierra las erizadas picas, cual las espigas cubren los surcos en la estación de las mieses. Ya se levantaba una nube de polvo que poco a poco iba oscureciendo cielo y tierra, y acercábanse la confusión, el horror y la desapiadada muerte.

     Apenas arrojaron las primeras flechas, levantó Telémaco las manos y la vista hacia el cielo y dijo estas palabras:

     «¡Júpiter, padre y dios de los hombres! ya veis se hallan de nuestra parte la justicia y la paz, que no hemos creído afrentoso recobrar. Peleamos por necesidad, desearíamos no fuese derramada la sangre de tantos hombres, no aborrecemos a nuestro enemigo, a pesar de que [436] sea cruel, pérfido y sacrílego. Presenciad y decidid entre él y nosotros; y si es preciso morir, nuestra vida se halla en vuestras manos, sí, libertad la Hesperia y abatid al tirano, confesaremos ser deudores de la victoria a vuestro poder y a la sabiduría de Minerva vuestra hija; y os será debida la gloria. Vos con la balanza en la mano, pesáis la suerte de las batallas, pelearemos por vos; y pues sois justo, más enemigo vuestro es Adrasto que nuestro. Si triunfa vuestra causa, antes que termine el día correrá sobre vuestros altares la sangre de una hecatombe.»

     Dijo, y al momento guió sus caballos fogosos a las filas que más estrechaba el enemigo. Encontró a Periandro, locriense, cubierto con la piel del león que matara en Sicilia durante sus viajes, y armado cual Hércules de una enorme maza, su estatura y su fuerza le igualaban [437] con los gigantes. Al ver a Telémaco despreció sus pocos años y la hermosura de su rostro. «Joven afeminado, le dijo, ¿te toca a ti disputar la gloria en las lides? Ve, ve a buscar a tu padre entre las sombras»; y al decir estas palabras alzó la nudosa y pesada maza armada de púas de hierro, cual un grueso tronco, cuya caída inspiraba temor a todos. Amenazaba la cabeza del hijo de Ulises; pero evitó el golpe y se arrojó sobre Periandro con la velocidad del águila que corta los aires. Quebró la maza al caer la rueda de un carro inmediato al de Telémaco, y entre tanto hirió el joven griego a Periandro en la garganta con un dardo, sofocando su voz la sangre que corría a borbotones de su ancha herida; y sintiendo sus fogosos caballos abandonadas las riendas, conducíanle a una parte y otra hasta que cayó del carro, cerró sus ojos a la luz, y apareció la pálida muerte en su desfigurado rostro. Compadeciose de él Telémaco, entregó el cadáver a sus criados, y guardó como trofeos de la victoria la piel del león y la maza.

     Corrió en busca de Adrasto precipitando al averno una tropa de enemigos: Hileo, cuyo carro tiraban dos caballos semejantes a los del sol, que alimentaron las dilatadas praderas que riega el Aufides; Demoleón, que rivalizó con Érix en el combate del cesto en Sicilia, Crantor, huésped y amigo de Hércules cuando pasando por la Hesperia privó de la vida al infame Caco; Menecrates, semejante a Pólux en la lucha; Hipocoon, salapino, imitador de Cástor en la destreza y elegancia para manejar un caballo; Eurímedes, célebre cazador manchado siempre con sangre de osos y jabalíes, que mataba en las cumbres cubiertas de nieve del frío Apenino, y que según decían fue tan querido de Diana que le enseñó a lanzar las flechas; Nicóscrates, vencedor de un gigante cuya [438] boca arrojaba fuego en el monte Gargan; Cleantes, esposo futuro de la joven Foloe, hija del Liris, prometida por éste al que la librase de la serpiente alada nacida en las orillas del río de su nombre, que debía devorarla dentro de breves días según la predicción de cierto oráculo. Este joven conducido por el exceso de su amor, consagró su vida a la muerte del monstruo, lo consiguió; pero no pudo gozar el fruto de su victoria, y en tanto que se preparaba Foloe a tan tierno himeneo, y esperaba llena de impaciencia a Cleantes, supo había éste seguido a Adrasto y cortado la Parca el hilo de sus días. Resonaban sus lamentos en los bosques y montañas inmediatas al río, anegábanse en lágrimas sus ojos, arrancábase el hermoso y rizado cabello, olvidaba las guirnaldas de flores que solía coger, y declamaba contra la injusticia del cielo; y como no cesase de llorar noche y día, compadeciéronse de ella los dioses, y accediendo a los ruegos del río pusieron término a su dolor, y a fuerza de verter lágrimas fue trocada en fuente, que mezclándose con las aguas del dios su padre aumentaba el caudal de ellas. Mas todavía son amargas las de aquella fuente, no florece nunca la yerba en sus orillas, ni se encuentra en ellas otra sombra que la de lúgubres cipreses.

     Sabiendo Adrasto que Telémaco difundía el terror por todas partes, le buscaba ansioso con la esperanza de que fácilmente vencería al hijo de Ulises por su tierna edad, llevando en su compañía treinta daunos de extraordinaria fuerza, audacia y agilidad, a quienes prometió considerables recompensas si en la batalla sacrificaban a Telémaco de cualquiera manera que fuese, y si le hubieran encontrado entonces, sin duda habrían cercado los treinta hombres el carro de Telémaco, mientras Adrasto le hubiese atacado de frente; pero Minerva impidió su encuentro. [439]

     Creyó Adrasto oír a Telémaco en un lugar retirado de la llanura, al pie de cierta colina en donde había gran número de combatientes, y al momento corre para saciarse con su sangre; pero en vez de Telémaco descubre al anciano Néstor que con mano trémula lanzaba a la casualidad algunos dardos. Lleno de furor Adrasto quiso herirle; pero arrojáronse en torno de Néstor varios pilienses.

     Oscureció el sol una nube de flechas, sólo se oían gritos lastimeros de los moribundos y el estrépito de las armas de los que caían peleando, estremecíase la tierra al hacinarse tantos cadáveres, y corrían por do quiera ríos de sangre. Marte y Belona, acompañadas de las Furias infernales vestidas de túnicas manchadas de sangre, renovaban incesantemente la ira en los corazones y estas divinidades enemigas del hombre ahuyentaban la compasión generosa, el valor moderado y la sensible humanidad. En aquella aglomeración confusa de hombres encarnizados todo era mortandad, venganza, desesperación y furor, y a su vista se estremeció y retrocedió horrorizada la sabia e invencible Palas.

     Marchaba a paso lento Filoctetes en socorro de Néstor, llevando las flechas de Hércules. No habiendo podido Adrasto alcanzar a éste, las arrojaba a los pilienses arrebatando la vida a muchos, entre ellos a Ctesilao, tan veloz en la carrera que apenas dejaba huellas en la arena, y que aventajaba a las corrientes más rápidas del Alfeo y el Eurotas. A sus pies habían caído Eutifrón, más hermoso que Hilas, y cazador tan fogoso como Hipólito; Pterelao, que acompañó a Néstor en el sitio de Troya, y a quien apreció el mismo Aquiles por su fuerza y valor, Aristojitón, que habiéndose bañado en las aguas del río Acheloo recibió de este dios la virtud de adoptar toda [440] especie de formas, y que era tan ágil y pronto en sus movimientos que escapaba de las manos del hombre más vigoroso. Sin embargo, dejole Adrasto inmóvil de una lanzada y privole de la vida.

     Olvidó Néstor el peligro que le amenazaba, y exponía inútilmente su ancianidad al ver caían a los golpes de Adrasto los más valientes guerreros, cual la dorada espiga cede a la hoz del infatigable segador, habíale abandonado la prudencia, cuidaba sólo de seguir con la vista a su hijo Pisístrato, que sostenía denodado el combate para alejar el peligro que amenazaba a su padre. Mas había llegado el momento fatal en que Pisístrato debía hacer conocer a Néstor la desventura que ocasiona a las veces una prolongada vida.

     Descargó Pisístrato con la lanza tan fuerte golpe a Adrasto, que debió este sucumbir; pero le evitó, y mientras que Pisístrato recogía y enarbolaba de nuevo su lanza, le hirió Adrasto con un dardo en el vientre. Comenzó a abandonarle la sangre, se marchitó el color de su rostro como la flor que acaba de coger la ninfa en la pradera, y ya casi estaban cerrados sus ojos y había perdido la voz. Alceo, su ayo, que se hallaba a su lado, impidió cayese y tuvo tiempo únicamente para conducirle a los brazos de su padre, quiso hablar Pisístrato para dar a Néstor las últimas pruebas de su ternura filial; mas espiró al abrir la boca.

     Mientras que Filoctetes causaba mortandad y horror en torno suyo para rechazar los esfuerzos de Adrasto, estrechaba Néstor entre sus brazos el cadáver de su hijo, lamentando su desgracia. «¡Desventurado, decía, desventurado de mí por haber sido padre y vivido tantos años! ¡Ah! cruel destino, ¿por qué no has terminado mi vida, ora en la caza del jabalí en Calidonia, ora en el viaje a [441] Colchos, ora en el primer sitio de Troya?, habría muerto con gloria y sin pesadumbre; mas ahora arrastro una senectud dolorosa, despreciada, impotente, y sólo vivo para sufrir los males y sentir la aflicción. ¡Hijo mío! ¡caro Pisístrato! tú me consolabas cuando perdí a tu hermano Antíloco; pero ya no existes, y nada me servirá de consuelo, acabó todo para mí, hasta la esperanza, único alivio de las penas del hombre. ¡Antíloco, Pisístrato, hijos queridos! me parece que os pierdo hoy a entrambos, la muerte del uno renueva la herida que hiciera la del otro en mi corazón! ¡Ya no volveré a veros! ¡Quién cerrará mis párpados! ¡quién recogerá mis cenizas! ¡oh Pisístrato! moriste cual valiente como tu hermano, sólo yo no puedo hallar la muerte.

     Al decir estas palabras quería herirse con un dardo; [442] mas detuviéronle y le arrebataron el cuerpo de su hijo, condujeron a su tienda desfallecido al desgraciado anciano, en donde después de haber recobrado algún tanto las fuerzas, quiso volver de nuevo a la lid, mas se lo impidieron a su pesar.

     Buscábanse entre tanto Adrasto y Filoctetes, semejantes al león y el leopardo que aspiran a devorarse mutuamente en las orillas del Caistro, llenos de bélico furor y cruel venganza esparcían la muerte por do quiera, y mirábanles con espanto cuantos peleaban. Descubriéronse uno a otro, y ya tenía Filoctetes en la mano una de aquellas terribles flechas nunca inciertas, y cuyas heridas eran incurables; pero Marte favorecía al intrépido y sanguinario Adrasto, impidió pereciese tan pronto deseoso de prolongar los horrores de la guerra, y multiplicar la mortandad por su mano, pues todavía le consagraban los dioses a su justicia para castigar al hombre y derramar su sangre.

     Cuando intentó acometerle Filoctetes, fue herido éste por Anfímaco, joven lucaniense más bello que el famoso Nireo, cuya hermosura sólo cedía a la de Aquiles entre todos los griegos que pelearon en el sitio de Troya. Apenas recibió Filoctetes la herida, lanzó la flecha a Anfímaco, y le atravesó el corazón; y al momento oscureciéronse sus ojos cubriéndose de las pálidas sombras de la muerte; marchitose su boca más bermeja que las rosas que siembra Aurora en el horizonte; desapareció el color de sus mejillas, sucediéndose a él una palidez cárdena, y quedó desfigurado repentinamente su delicado rostro. El mismo Filoctetes le compadeció, y todos los guerreros se estremecieron al verle cubierto de su propia sangre, y arrastrada por el polvo la cabellera de aquel joven, más hermosa que la del mismo Apolo. [443]

     Vencido Anfímaco, viose obligado Filoctetes a abandonar la lid por la mucha sangre que perdía, y hasta su antigua herida estaba al parecer próxima a abrirse de nuevo y renovar sus dolores con los esfuerzos hechos para pelear; porque los hijos de Esculapio no habían podido curarle enteramente a pesar de su divina ciencia. Ya iba a caer sobre un montón de cadáveres; mas en el momento en que Adrasto le hubiera hecho perecer a sus pies le retiró Archidamo, el más diestro y valiente de todos los oealienses que le acompañaran para fundar la ciudad de Petilia. Nada osaba resistir a Adrasto ni retardarle la victoria, sucumbían todos o huían cual de un torrente que habiendo salido de madre arrastra furioso mieses, rebaños, aldeas y pastores.

     Percibió Telémaco la gritería de los vencedores, y advirtió el desorden de los confederados, que huían delante de Adrasto como la manada de tímidos ciervos cuando perseguida por el cazador atraviesa dilatadas llanuras, bosques, montañas, y hasta los ríos de más rápido curso.

     Estremeciose Telémaco, apareció la indignación en sus ojos, y dejó los lugares en donde combatiera largo tiempo con tanta gloria como riesgo. Voló a socorrerlos, avanzando por entre una multitud de enemigos a quienes dejó tendidos, y lanzó un grito que hirió los oídos de todos los guerreros.

     Había dado Minerva a su voz un sonido terrible, que repitieron las vecinas montañas, más espantoso que la del fiero Marte cuando invoca la guerra y la muerte en los montes de Tracia. Su voz excitó la audacia y el valor en el corazón de todos sus guerreros, y cubrió de espanto a los enemigos, avergonzándose el mismo Adrasto al observarse lleno de turbación. Estremecíanle funestos [444] presagios, y animábale la desesperación más bien que el valor. Tres veces vacilaron sus trémulas rodillas; tres veces retrocedió sin saber lo que hacía, cubrió sus miembros un frío sudor y una palidez mortal, su voz ronca e incierta no podía acabar las palabras, y llenos los ojos de un fuego sombrío parecía iban a saltar de sus órbitas, agitábanle como a Orestes las furias, y todos sus movimientos eran convulsivos. Entonces comenzó a creer que existían los dioses, imaginándose verlos irritados y escuchar su voz que salía de lo profundo del abismo para llamarle al oscuro Tártaro. Todo le hacía sentir una mano celeste e invisible que iba a descargar sobre su cabeza, y retardaba el golpe para herirle con mayor fuerza, había desaparecido la esperanza de su corazón, y disipádose la audacia como la luz del día cuando el sol se oculta en las olas del océano y cubren a la tierra las sombras de la noche.

     El impío Adrasto, tolerado largo tiempo por los dioses si no les hubiera sido necesario como instrumento de su justicia; el impío Adrasto se aproximaba a su última hora, corriendo a su inevitable destino, y llevando en pos de sí horror, remordimientos, furor, consternación, desesperación y rabia. Descubre a Telémaco, y al momento cree ver abierto el averno y las llamas que arroja el oscuro Flejeton que van a consumirle. Exclama, y queda abierta su boca sin que pueda articular una sola palabra, semejante al que duerme y hace esfuerzos dormido para hablar, procurándolo hacer inútilmente. Con mano trémula y acelerada arroja el dardo a Telémaco, mas éste se cubre con el escudo con aquella intrepidez que distingue a los favorecidos de los dioses, y cual si la Victoria le defendiese con sus alas descúbrese la corona del triunfo sobre su cabeza, se ven en sus ojos el valor y [445] la serenidad, y obra con tal prudencia en medio de tan grandes peligros, que podía considerársele cual si fuese la misma Minerva. Rechaza su escudo el dardo arrojado por Adrasto, y apresúrase éste a desnudar la espada para evitar que aquel le lance el dardo, y al advertirlo Telémaco desnuda también la suya.

     Cuando los demás guerreros los vieron dispuestos a pelear, depusieron las armas para observarlos silenciosos, esperando del éxito de aquella lid el destino de la guerra. Cruzábanse muchas veces los dos aceros brillando como la chispa que produce los rayos, multiplicando golpes inútiles sobre las bruñidas armas que los repetían, al recibirlos, separábanse y se aproximaban, se abatían, volvían a levantarse hasta qué por último se asieron. La hiedra que nace al pie del olmo, no estrecha tanto el [446] tronco duro y nudoso entretejiéndose hasta las más elevadas ramas de él como se oprimían uno a otro. Conservaba Adrasto toda su fuerza, y Telémaco aún no había desplegado la suya. Hizo el primero esfuerzos repetidos para sorprender y abatir a su enemigo procurando apoderarse de la espada del joven griego; pero en vano, porque al momento mismo de procurarlo le levantó de tierra y le tendió sobre ella. Entonces manifestó un cobarde temor a la muerte aquel impío que siempre despreciara a los dioses, y aunque avergonzándose de pedir la vida no pudo menos de manifestar que deseaba conservarla, procurando excitar la compasión de Telémaco. «Hijo de Ulises, le dijo, ahora conozco la justicia de los dioses, me castigan cual merezco, sólo la desgracia abre al hombre los ojos a la verdad, yo la veo, ella me condena. Pero el infortunio de un rey desgraciado traiga a vuestra memoria la de vuestro padre, todavía lejos de Ítaca, y este recuerdo mueva vuestro corazón.»

     «Jamás he apetecido otra cosa que la victoria y la paz de las naciones, en cuyo auxilio vengo, respondió Telémaco teniéndole bajo su rodilla y con el acero levantado para degollarle, no deseo derramar sangre. Vivid, pues, Adrasto, pero sea para reparar vuestras faltas: restituid cuanto habéis usurpado, restableced la tranquilidad y la justicia en la costa de la grande Hesperia que habéis manchado con tantos homicidios y traiciones, vivid y sed desde hoy otro hombre. Enséñeos vuestra caída que los dioses son justos. ¡Infeliz el malvado que se engaña buscando la felicidad en la violencia, en la inhumanidad y la mentira! Por último, nada es más lisonjero y venturoso que la virtud, dadnos, pues, como rehenes a vuestro hijo Metrodoro y doce personajes de los principales de vuestra nación.» [447]

     Dichas estas palabras dejó a Adrasto levantarse ofreciéndole la mano sin desconfiar de su mala fe; mas al momento arroja Adrasto a Telémaco otro dardo pequeño que ocultaba, tan agudo y arrojado con tanta destreza, que hubiera atravesado su armadura a no haber sido fabricada por manos divinas, y al mismo tiempo se guareció Adrasto del tronco de un árbol para evitar le persiguiese el joven griego. «Daunos, exclamó éste, ya lo veis, la victoria es nuestra, éste impío se salva por medio de la traición, el que no teme a los dioses teme a la muerte, por el contrario, ninguna otra cosa que los dioses inspira temor al que teme a ellos.»

     Se adelantó Telémaco hacia los daunos haciendo seña a sus soldados que se hallaban a la otra parte del árbol para que interceptasen el paso al pérfido Adrasto, que [448] temiendo ser sorprendido aparentó retroceder con intención de salvarse por entre los cretenses que se lo impedían; pero cayó sobre él repentinamente Telémaco, con la celeridad que se desprende el rayo de la diestra del padre de los dioses desde el alto Olimpo para herir la cabeza del delincuente, y asiéndole con mano victoriosa le tiende en tierra cual el fuerte aquilón a la tierna espiga que descuella en el campo, y sin escucharle, sin embargo de que aún se atreve a abusar de su bondadoso corazón, introduce el acero en su cuerpo precipitándole en las hogueras del oscuro Tártaro, castigo digno a sus maldades.

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Libro XXI

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Sumario

     Muerto Adrasto ofrecen los danienses la mano a los aliados en señal de paz y les piden permiso para elegirse un rey de su propia nación. Inconsolable Néstor por la muerte de su hijo no asiste al consejo que celebran los jefes en cuyo consejo opinan algunos por que se reparta el país de los vencidos y por ceder a Telémaco el territorio de Arpi, pero lejos de aceptar este el generoso ofrecimiento les hace ver que conviene al interés común de los aliados elegir monarca a Polydamas y dejarle sus tierras. Persuade luego a los danienses para que le den la comarca de Arpi a Diomedes, y practícase uno y otro. [451]

Libro XXI

     Apenas dejó de existir Adrasto regocijáronse todos los daunos por su libertad, en vez de llorar su derrota y la pérdida de su caudillo, y ofrecieron la mano a los confederados en señal de paz y reconciliación. Huyó cobardemente Metrodoro, hijo de Adrasto, a quien educara este en las máximas de simulación, inhumanidad e injusticia; mas un esclavo, cómplice de sus infamias y crueldades, colmado de riquezas después de haberle hecho libre, y el único a quien confió su fuga, le sacrificó a su propio interés, y dándole muerte le cortó la cabeza y la condujo al campo de los confederados prometiéndose grandes recompensas por este delito que terminaba la guerra, mas causó horror aquel malvado y pereció en el suplicio. Al ver Telémaco la cabeza de Metrodoro, joven de maravillosa hermosura, de buen carácter, y a quien habían corrompido los placeres y el [452] mal ejemplo, no pudo contener sus lágrimas. «Ay!, exclamó, he aquí los efectos que produce el veneno de la prosperidad en un príncipe joven, cuanto es mayor su elevación y vivacidad, tanto más se le extravía y se le aleja de los sentimientos que inspira la virtud. Tal vez me vería yo como él, si las desgracias en que he nacido (merced al favor de los dioses) y las instrucciones de Mentor no me hubieran enseñado a moderarme.»

     Reunidos los daunos exigieron, como la única condición para la paz, que se les permitiese elegir un rey de su nación que borrase con sus virtudes el oprobio de que el impío Adrasto había cubierto el reino. Tributaron gracias al cielo por haber derrocado al tirano, venían de tropel a besar la mano de Telémaco, que se tiñera en la sangre de aquel monstruo, y era para ellos su derrota un verdadero triunfo. De esta manera cayó en un momento el poder que amenazaba a toda la Hesperia, y hacia temblar a tantos pueblos; semejante a aquellos terrenos firmes y sólidos al parecer, pero que se socavan poco a poco por sus cimientos, burlan por largo tiempo el débil trabajo que los destruye, no se debilita su fuerza, permanecen unidos, nada les conmueve, y sin embargo se arruinan lentamente hasta hundirse y presentar un abismo. De esta manera el poder injusto y falaz abre un precipicio a sus pies, cualquiera que sea la prosperidad que se procure por medio de la violencia; pues el fraude y la inhumanidad minan con lentitud los fundamentos más sólidos de la autoridad legítima; se la admira y teme, se tiembla delante de ella hasta el momento mismo en que ha dejado de existir, cae por su propio peso, y nada basta a levantarla de nuevo, porque ha destruido con su propia mano el verdadero apoyo de la buena fe y de la justicia, que proporcionan la confianza y el amor. [453]

     Reuniéronse a la mañana siguiente los caudillos del ejército para conceder rey a los daunos. Complacíanse al ver confundidos los dos campos con amistad inesperada, y que ambos ejércitos componían uno solo. No pudo asistir a la asamblea el sabio Néstor, porque el dolor y la senectud oprimían su corazón a la manera que la lluvia abate y marchita por la tarde la flor que durante la mañana y al amanecer la aurora fue gloria y ornato de la verde pradera. Convertidos sus ojos en dos fuentes de lágrimas que no podían agotarse, huía de ellos el benéfico sueño que calma las penas más acerbas, había desaparecido de su corazón la esperanza, verdadera vida del corazón humano, a aquel anciano desgraciado le era amargo el alimento, odiosa la luz, y su alma pedía sólo abandonar el cuerpo para sumergirse en la eterna noche del imperio de Plutón. Procuraban en vano sus amigos consolarle, negábase su abatido corazón a la amistad cual el enfermo a los mejores alimentos, y a cuanto le decían para mitigar su dolor no daba otra respuesta que suspiros y gemidos. «¡Pisístrato! ¡Pisístrato!, decía de tiempo en tiempo, ¡hijo mío Pisístrato, tú me llamas! Yo te sigo, tú me harás agradable la muerte. ¡Oh querido hijo mío! no deseo otro bien que volverte a ver en las orillas de la Estigia. Trascurrían horas enteras sin pronunciar una sola palabra; pero gimiendo, levantando las manos al cielo y con los ojos anegados en llanto.»

     Entre tanto esperaban reunidos los príncipes a Telémaco que se hallaba cerca del cadáver de Pisístrato, esparciendo sobre él flores a manos llenas, olorosos perfumes y amargas lágrimas. «¡Querido compañero! decía, jamás olvidaré haberte visto en Pilos, seguido a Esparta y vuelto a encontrarte en las costas de la grande Hesperia, te soy deudor de mil y mil cuidados, te amaba, tú [454] me amabas también. Conocí tu valor que hubiera sobrepujado al de muchos griegos célebres. Él te ha hecho perecer con gloria; mas ¡ah! también ha privado al mundo de una virtud naciente que hubiera sido igual a la de tu padre. Sí, tu cordura y elocuencia hubieran sido en la edad madura semejantes a las de ese anciano a quien admira toda la Grecia. Adornábate ya aquella dulce persuasión a que nada resiste cuando habla, aquellas maneras francas para referir, aquella prudente moderación que aplaca como un encanto el enojo, aquella autoridad que proporcionan la prudencia y la fuerza de los buenos consejos. Cuando hablabas, prestaban todos el oído, te oían con prevención y deseaban hallar la razón en tu discurso, y tus palabras, sencillas y sin ostentación, penetraban en los corazones cual el rocío en la tierna yerba. ¡Ah! ¿por qué perdemos para siempre tantos bienes que poseíamos hace pocas horas? Pisístrato, a quien abracé esta mañana, ya no existe; sólo nos queda de él un [455] triste recuerdo. Si al menos hubieras tú cerrado los párpados de Néstor antes que nosotros cerrásemos los tuyos, no vería lo que hoy ve, no sería el más desventurado de los padres.»

     Luego que dijo estas palabras hizo lavar la sangrienta herida que se veía en el costado de Pisístrato, y que extendiesen el cadáver sobre un lecho de púrpura, en el cual inclinada la cabeza desfigurada con la palidez de la muerte, presentaba la imagen del tierno árbol que después de haber cubierto con su sombra la tierra, y dirigido hacia el cielo sus ramas floridas, se ve abatido por la cortante hacha del leñador, y no hallando apoyo en la tierra, madre fecunda que nutrió sus tallos, pierde el verdor, vacila, llega a caer, y vienen a arrastrarse entre el polvo secas y marchitas aquellas ramas que ocultaban el cielo, convirtiéndose en un tronco despojado de todos sus adornos. De esta manera Pisístrato, presa de la muerte, era conducido por los que debían colocarle en la hoguera fatal. Ya la llama se elevaba hacia el cielo, y le conducía pausadamente una tropa de pilienses con los ojos bajos y bañados en lágrimas, llevando las armas en señal de duelo; puesto en la hoguera y consumido en breve el cadáver por el fuego, fueron colocadas sus cenizas en una urna de oro que confió Telémaco cual un [456] tesoro inestimable a Calímaco, ayo de Pisístrato, diciéndole: «Guardad esas cenizas, tristes pero preciosos restos del que tanto amabais, guardadlas para su padre; mas esperad a presentárselas cuando haya recobrado fuerzas bastantes para pedirlas, pues lo que aumenta el dolor en una ocasión lo templa en otra.»

     Enseguida entró Telémaco en la asamblea de los reyes confederados, en la cual guardaron todos silencio luego que se presentó deseosos de escucharle. Se ruborizó y no pudieron hacerle hablar; porque los elogios que le daban y las aclamaciones públicas, sobre todo por lo que acababa de ejecutar, aumentaron su vergüenza y hubiera deseado poder ocultarse, esta fue la primera ocasión en que se le vio turbado e indeciso. Por último, pidió como una gracia que no le tributasen ningún elogio, diciendo: «No porque yo no los aprecie, señaladamente cuando los dan tan buenos jueces, sino porque temo apreciarlos demasiado, y sé que corrompen al hombre llenándole de orgullo y haciéndole vano y presuntuoso. Es preciso merecer los elogios y huir de ellos, porque los exagerados son semejantes a los no merecidos. Los tiranos se hacen elogiar más que nadie por los aduladores, sin embargo de ser los mayores malvados. ¿Qué placer puede proporcionar el ser elogiado como ellos? Los elogios verdaderos serán aquellos que me deis cuando no esté presente, si tengo la fortuna de llegar a merecerlos. Si me creéis verdaderamente bueno, debéis creer también que deseo ser modesto y que temo la vanidad, omitidlos, pues, si me estimáis, y no me elogiéis por creerme deseoso de escucharlo.»

     Acabó de hablar Telémaco, y no dio respuesta alguna a los que continuaban ensalzándole, porque les impuso silencio el aire de indiferencia que manifestó. Comenzaron [457] a temer se disgustase, y por lo mismo terminaron los elogios; pero acrecentose su admiración al saber su ternura hacia Pisístrato, y su esmero en tributarle los últimos deberes, todo el ejército admiró más estos rasgos de bondad que los prodigios de valor y prudencia de que acababan de ser testigos. Es prudente y valeroso, se decían unos a otros, favorecido de los dioses y el verdadero héroe de nuestro siglo, es sobrehumano, cuanto obra es maravilloso y nos llena de sorpresa. Humano, bondadoso, amigo fiel y tierno, compasivo, liberal, benéfico, consagrado todo a los que debe amar, forma las delicias de cuantos viven con él, y ha desaparecido de su carácter la altivez, indiferencia y arrogancia, así cautiva nuestros corazones y nos convence de sus virtudes, y he aquí la causa de que estemos todos dispuestos a sacrificar por él nuestras vidas.

     No retardaron por más tiempo tratar de la necesidad de elegir rey de los daunos. Opinaron la mayor parte de los príncipes que concurrían al congreso debía dividirse entre ellos el país como conquistado, y ofrecieron a Telémaco la fértil comarca de Arpi, que produce dos veces al año los ricos dones de Ceres, los agradables presentes de Baco, y el fruto siempre verde de la oliva consagrado a Minerva. «Este país, le decían, debe haceros olvidar la pobre isla de Ítaca, sus cabañas, las espantosas rocas de Duliquio y las escabrosas selvas de Zacinto. No penséis ya en Ulises, que habrá perecido sin duda en las aguas del promontorio Cafareo, víctima de la venganza de Nauplio y en desagravio de Neptuno, ni en Penélope, a quien poseen sus amantes desde vuestra partida, ni tampoco en vuestra patria, cuya tierra no es favorecida del cielo como la que os ofrecemos.»

     Escuchaba tranquilo Telémaco estos razonamientos; [458] pero no son más sordas las rocas de la Tracia y de la Tesalia, ni más insensibles a las quejas del desesperado amante, que lo eran sus oídos a tales ofertas. «Ni me mueven, dijo, las riquezas ni las delicias, ¿de qué sirve poseer gran porción de terrenos y mandar considerable número de hombres? De mayor embarazo y menos libertad. Demasiadas desgracias acompañan la vida del hombre más sabio y moderado para añadirle todavía el trabajo de gobernar a otros hombres indóciles, inquietos, injustos, engañosos e ingratos. Cuando se aspira a ser señor de los hombres por amor propio, sin atender a otra cosa que a la autoridad, placeres y gloria, se llega a ser impío, tirano, azote de la especie humana. Por el contrario, si se les quiere gobernar para su bien, siguiendo las verdaderas reglas, se llega a ser tutor más que dueño, y entonces cuesta infinito trabajo, pero es preciso no abrigar el deseo de extender los límites de la autoridad; porque el pastor que no se come el rebaño, que le defiende del carnívoro lobo con peligro de su vida, que vela noche y día para conducirle al saludable pasto, no aspira a aumentar el número de las reses ni a arrebatar las de su vecino, pues en tal caso aumentaría también su trabajo y su cuidado. Aunque nunca goberné, las leyes, y los hombres sabios que las dictaron, me han hecho conocer cuán penoso es regir los imperios y las ciudades. Me contento, pues, con la pobre isla de Ítaca, por más que sea pequeña y pobre, harta gloria me cabrá si llego a reinar en ella con justicia, valor y piedad, aunque recelo que siempre será demasiado pronto para llegar a ocupar el trono. ¡Plegue a los dioses burle mi caro padre el furor de las olas, y reine hasta la más extremada senectud para que su ejemplo me enseñe a vencer las pasiones y moderar las de todo un pueblo! [459]

     ¡Príncipes aquí reunidos! escuchad lo que a mi entender conviene a vuestros intereses. Si dais a los daunos un rey justo, los regirá con justicia y les enseñará a conocer la utilidad de conservar la buena fe, y de no usurpar nunca las tierras de sus vecinos, ventajas que no han podido disfrutar bajo el cetro del impío Adrasto; y mientras sean regidos por él nada tendréis que temer, porque os serán deudores de un buen monarca, y de la paz y prosperidad en que vivan, y lejos de atacaros os bendecirán sin cesar, por cuyo medio el rey y su pueblo vendrán a ser obra de vuestras manos. Si por el contrario, aspiráis a adjudicaros el país, ved aquí las desgracias que os presagio. Desesperado este mismo pueblo volverá a comenzar la guerra, peleará con justicia por su independencia, y en su favor los dioses enemigos de la tiranía; y si estos le protegen llegaréis a ser confundidos tarde o temprano disipándose cual el humo vuestra prosperidad, faltará a vuestros caudillos el consejo y la prudencia, huirá el valor de vuestras banderas, y la abundancia de vuestras campiñas. Podréis lisonjearos, seréis temerarios en vuestras empresas, impondréis silencio a los hombres honrados que quieran decir la verdad. Sin embargo, caeréis repentinamente, y dirán de vosotros: «¿Son acaso estos aquellos pueblos florecientes que debían dictar leyes al universo? Y en el día huyen delante de sus enemigos, hechos ludibrio de todas las naciones que los desprecian hoy, he aquí la obra de los dioses, he aquí el castigo merecido de las naciones soberbias e inhumanas.» Considerad además que si tratáis de repartiros el país conquistado, todos se unirán contra vosotros, y llegará a hacerse odiosa la liga formada en defensa de la independencia común de la Hesperia contra el usurpador Adrasto, y de este modo os acusarán con razón de aspirar a la tiranía universal. [460]

     Pero supongo alcancéis la victoria contra los daunos y contra todas las demás naciones, la misma victoria os destruirá, he aquí la razón. Esta empresa introducirá la discordia entre vosotros; porque como no está apoyada en la justicia, careceréis de regla para establecer límites a las pretensiones de cada uno, cada cual deseará que la conquista sea proporcionada a su poder; y ninguno tendrá autoridad bastante para hacer la distribución pacíficamente, y éste será el origen de una guerra que no verán terminada vuestros nietos. ¿No vale más ser justos y moderados, que seguir los consejos de la ambición arrostrando tantos peligros y al través de tantas desgracias inevitables? La paz, los placeres inocentes y agradables que la acompañan, la venturosa abundancia, la amistad de las naciones vecinas la gloria inseparable de la justicia, la autoridad que se adquiere haciéndose árbitro de los pueblos extranjeros por medio de la buena fe, ¿no son bienes más apetecibles que la vanidad insensata de una conquista injusta? ¡Reyes, veis que os hablo por vuestro interés, escuchad pues al que os ama bastante para contradeciros y desagradaros haciéndoos conocer la verdad!»

     Mientras hablaba Telémaco de esta suerte, cual si fuera un ser más que humano, y admiraban suspensos los reyes la sabiduría de sus consejos, hirió sus oídos un confuso rumor que difundiéndose por todo el campo llegó a penetrar hasta el sitio en donde se hallaban reunidos. Acaba de arribar, decían a estas costas un extranjero acompañado de varios hombres armados, este desconocido es de alta estatura, y todo parece en él heroico, se advierte ha padecido largo tiempo, y que el valor le ha hecho superior a sus padecimientos. Al principio han querido rechazarle como enemigo los naturales del país [461] que defienden la costa recelando viniese a invadirlo; pero después de desnudar la espada con intrepidez, ha manifestado sabría defenderse si le hostilizaban, aunque sólo pedía la paz y reclamaba la hospitalidad. Al momento ha presentado una rama de oliva en señal de paz; le han escuchado, ha exigido le condujesen a la presencia de los que gobiernan en esta costa de Hesperia, y le traen aquí para que hable con los reyes que se hallan reunidos.

     Apenas fueron informados de esta novedad, se presentó a ellos un incógnito que les llenó de sorpresa, y hubieran podido creer fácilmente ser el dios Marte cuando reúne sus sanguinarias tropas en las montañas de Tracia.

     «¡Oh vosotros, comenzó a decir, pastores de vuestros [462] pueblos, reunidos aquí sin duda, ora para defender la patria contra sus enemigos, ora para hacer observar las leyes más justas, escuchad a un hombre a quien persigue la fortuna! ¡No permitan los dioses padezcáis nunca los infortunios que me agobian! Soy Diomedes, rey de Etolia, que hirió a Venus en el sitio de Troya. La venganza de esta deidad me persigue por todas partes, y Neptuno que nada puede rehusar a la celestial hija de los mares, me ha entregado al furor de los vientos y de las olas, que repetidas veces han hecho zozobrar los bajeles en que navegaba. Venus inexorable me ha privado de la esperanza de regresar a mi reino, de abrazar a mi familia, y de ver aquella hermosa luz del país do comencé a existir. No, jamás verán mis ojos lo que me era más caro sobre la tierra. Después de tantos naufragios, vengo a buscar en estas costas desconocidas un albergue seguro para vivir con algún descanso. Si teméis a los dioses, y sobre todo a Júpiter protector de los extranjeros, si sois compasivos, no me neguéis en estos dilatados países una corta porción de tierra inculta, algún desierto, arenal o roca escarpada para fundar con mis compañeros una ciudad que a lo menos sea imagen de la perdida patria. Sólo pedimos un pequeño espacio que sea inútil para vosotros, viviremos en paz y estrecha alianza, vuestros enemigos lo serán nuestros, tomaremos parte en vuestros intereses sin exigir otra cosa que la libertad de vivir según nuestras leyes.»

     En tanto que Diomedes hablaba de esta suerte, mirábale Telémaco dejándose ver en su rostro las diferentes pasiones que le agitaban, y cuando aquel comenzó a referir sus largos infortunios se prometió fuese Ulises; mas luego que declaró su nombre se alteraron sus facciones, cual se marchita la flor al recibir el soplo del helado [463] aquilón. Las palabras de Diomedes, quejándose del prolongado enojo de una divinidad, conmovieron su corazón recordándole iguales desgracias padecidas por él y por su padre, bañaron sus mejillas lágrimas de dolor y de gozo, y se arrojó a los brazos de Diomedes.

     «Soy, le repuso, el hijo de Ulises a quien habéis conocido, y que no os fue inútil cuando tornasteis los famosos caballos de Rheso. Los dioses le han tratado sin compasión como a vos. Si los oráculos del Erebo no son falaces, vive todavía; mas ¡ay! ¡no vive para mí! Abandoné a Ítaca para correr en busca suya, y ni he podido hallarle ni regresar a Ítaca, juzgad, pues, por mis desgracias la compasión que excitarán en mi corazón las vuestras. Ésta es la única ventaja que proporciona el ser desgraciado, saber compadecer las desgracias de otro. Aunque extranjero en este país, puedo ¡oh gran Diomedes! (porque sin embargo de las miserias que agobiaron a mi patria durante mi infancia, no ha sido tan descuidada mi educación que ignore cuánta sea vuestra gloria en las lides) puedo, digo, ¡oh el más invencible de los griegos después de Aquiles! ofreceros algún socorro. Los monarcas que veis, son humanos y saben que no hay virtud, verdadero valor ni gloria duradera sin humanidad. El infortunio añade nuevo lustre a la gloria de los hombres grandes, les falta alguna cosa cuando nunca fueron desgraciados; pues carece su vida de ejemplos de firmeza y sufrimiento, porque la virtud perseguida conmueve todos los corazones que aún respetan el nombre de ella. Dejadnos el cuidado de procuraros consuelo, toda vez que los dioses os conducen entre nosotros, es un presente que nos ofrecen, y debemos creernos dichosos al poder dulcificar vuestras penas.»

     Mirábale Diomedes atentamente lleno de admiración, [464] y sentíase conmovido al escucharle, abrazáronse ambos como si largo tiempo les hubiese unido estrecha amistad. «¡Hijo digno del sabio Ulises!, exclamó Diomedes, reconozco en vuestras facciones las suyas, la elegancia en las palabras, la elocuencia, la generosidad de sus sentimientos y la sabiduría de su recto juicio.»

     Al mismo tiempo abrazaba Filoctetes al célebre hijo de Tideo, y referíanse ambos sus tristes aventuras. «Sin [465] duda, dijo Filoctetes, os complacerá ver al sabio Néstor, acaba de perder a Pisístrato, el, último de sus hijos, y sólo le resta en la carrera de la vida un camino de lágrimas que le conduce al sepulcro. Venid a consolarle; porque un amigo desventurado es más a propósito que otro alguno para aliviar su dolor.» Al momento pasaron a la tienda de Néstor, que pudo apenas conocer a Diomedes, tan abatido se hallaba su espíritu. Lloró con él al principio, y su entrevista aumentó el pesar del anciano; mas poco a poco fue templando su corazón la presencia de aquel amigo, y llegó a conocer que la satisfacción de referirle sus padecimientos y escuchar los de Diomedes daba alivio al mal que le aquejaba.

     Reunidos entre tanto los reyes con Telémaco, se ocupaban de lo que debían ejecutar. Aconsejábales este adjudicasen a Diomedes la tierra de Arpi, y eligiesen a Polidamas rey de los daunos por ser de su nación. Era este un famoso capitán a quien nunca había querido emplear Adrasto por envidia, temiendo le atribuyesen los sucesos cuya gloria apetecía para sí solo, y que más de una vez le advirtiera en secreto exponía demasiado su vida por la salud del estado en aquella guerra contra tantas naciones, intentando atraerle a que observase con sus vecinos una conducta más recta y moderada. Mas por desgracia los hombres que aborrecen la virtud, aborrecen también a los que se atreven a decirla, sin que les mueva su sinceridad, celo y desinterés. Endurecía el corazón de Adrasto una prosperidad falaz contra los consejos más saludables, y desoyéndolos triunfaba cada día de sus enemigos; porque el orgullo, la mala fe y la violencia, le proporcionaban siempre la victoria, y porque nunca llegaban las desgracias que hacia tanto tiempo le anunciara Polidamas. Por lo mismo burlábase de la [466] prudencia tímida que preveía siempre inconvenientes, y le era insoportable Polidamas, le alejó de los empleos, y le dejó padecer solitario en la pobreza.

     Esta desgracia agobió a Polidamas al principio; mas le proporcionó aquello de que carecía convenciéndole de la vanidad de las grandes fortunas, llegó a ser sabio, y se regocijo de su desgracia, aprendió a callar, a vivir con poco, a cultivar las virtudes privadas, más apreciables aún que las ostensibles; y por último, a no depender de los hombres. Moraba al pie del monte Gargan en un desierto, sirviéndole de techo la bóveda imperfecta de una roca, apagaba su sed un cristalino arroyo que se precipitaba de la montaña, dábanle frutas algunos árboles, tenía dos esclavos que cultivaban una escasa porción de tierra, y trabajaba con ellos, recompensaba la tierra con usura su trabajo, y nada le faltaba. No solamente no carecía de frutas y legumbres en abundancia, sino de toda especie de flores, y allí deploraba las desgracias de los pueblos que arrastra a la ruina la insensata ambición de un monarca; y esperaba que los dioses, justos aunque sufridos, derrocasen el poder de Adrasto. Sin embargo, se aumentaba su prosperidad cuanto más próxima e irremediable le parecía su caída, porque la imprudencia feliz en sus errores, y la impotencia llevada al último grado de absoluto poder, son precursores de la destrucción de los reyes y de los imperios; y cuando supo la derrota y muerte de Adrasto no se manifestó gozoso, ni de haberla previsto, ni de encontrarse libre de aquel tirano, únicamente se lamentó temiendo cayesen los daunos en la servidumbre.

     Éste fue el hombre a quien propuso Telémaco para elevarle al trono. Hacia ya tiempo que conocía su valor y sus virtudes; porque siguiendo los consejos de Mentor [467] no cesaba de informarse de las cualidades, buenas o malas de todas las personas que ocupaban algún empleo considerable, no sólo en las naciones confederadas que concurrían a aquella guerra, sino en las enemigas. Su principal cuidado era averiguar qué hombres poseían algún talento o virtud particular en donde quiera que estuviesen.

     Manifestaron alguna repugnancia al principio los reyes confederados acerca de colocar en el trono a Polidamas, diciendo: «Hemos experimentado cuán temible sea un rey que apetece la guerra y la sabe hacer. Polidamas es gran capitán, y puede acarrearnos muchos peligros.» «Cierto es, respondió Telémaco, que Polidamas conoce el arte de la guerra, pero desea la paz, y he aquí las dos circunstancias que podéis desear; porque persuadido de las desgracias, riesgos y dificultades de aquella, es más capaz de evitarla que el que ninguna experiencia tiene de ellos. Habituado a gozar las delicias de una vida tranquila, ha condenado las empresas de Adrasto y previsto sus funestas consecuencias. Más temible os debe ser un príncipe débil, ignorante y falto de experiencia, que el que conocerá y decidirá por sí todas las cosas. El primero lo verá todo por los ojos de un favorito apasionado, o de un ministro lisonjero, inquieto o ambicioso, y este príncipe ciego se empeñará en la guerra sin querer hacerla. Jamás podréis vivir seguros de él, porque no podrá estarlo de sí mismo, faltará a su palabra, y en breve os reducirá a la extremidad sensible que haga indispensable, bien que le destruyáis, bien que él os destruya. ¿Y no es más útil y seguro, y al mismo tiempo más justo y más noble, corresponder fielmente a la confianza de los daunos dándoles un rey que sea digno de regirles?»

     Logró persuadir a cuantos le escuchaban. Lo propusieron a los daunos, que esperaban llenos de impaciencia, [468] y al oír el nombre de Polidamas dijeron: «Ahora nos convencemos de que los reyes confederados obran de buena fe, y quieren establecer una paz perpetua, pues nos dan rey tan virtuoso y capaz de gobernarnos. Si nos hubieran propuesto un hombre afeminado, cobarde e inexperto, habríamos creído que procuraban abatirnos y corromper la forma de nuestro gobierno, y esta conducta artificiosa hubiese producido un secreto resentimiento en nuestros corazones; mas la elección de Polidamas nos hace conocer el candor con que proceden. Sin duda nada se prometen de nosotros que no sea justo y noble, pues nos conceden un rey incapaz de obrar contra la libertad y gloria de nuestra nación. Por lo mismo protestamos a la faz de los justos dioses, que antes retrocederán las aguas de los ríos hacia sus fuentes que dejemos de amar a tan benéficos monarcas. ¡Ojalá que nuestros últimos nietos no olviden jamás el beneficio que hoy nos hacen, y que se renueve de generación en generación la paz del siglo de oro en toda la extensión de las costas de Hesperia!»

     Enseguida propuso Telémaco concediesen a Diomedes la comarca de Arpi para establecer en ella una colonia, diciendo: «Este nuevo pueblo os será deudor de su establecimiento en un país que no ocupáis. Acordaos de que todos los hombres deben amarse mutuamente, de que la tierra es demasiado dilatada, de que es preciso tener vecinos, y que son preferibles aquellos que están obligados desde su fundación. Muévaos la desgracia de un rey que no puede regresar a su país. Unidos Polidamas y Diomedes por los vínculos de la virtud y de la justicia, que son los únicos duraderos, viviréis en paz y os haréis temibles a todos los pueblos vecinos que aspiren a engrandecerse. ¡Daunos! ya veis que os hemos dado un rey [469] capaz de hacer llegue vuestra gloria hasta el cielo, dad vosotros también, pues os lo pedimos, la tierra que os es inútil a un monarca acreedor a toda clase de auxilios.»

     Respondieron los daunos nada podían negar a Telémaco, pues a él debían un rey como Polidamas, e inmediatamente partieron a buscarle al desierto para colocarle en el trono; pero antes de partir adjudicaron a Diomedes las feraces campiñas de Arpi para que estableciese un nuevo reino. Esto llenó de complacencia a los confederados, porque la nueva colonia griega podría auxiliarlos poderosamente, si alguna vez intentaban los daunos renovar la usurpación de que había dado Adrasto el mal ejemplo. [470]

     Ya no pensaron los reyes más que en separarse. Partió Telémaco con su tropa derramando lágrimas, después de haber abrazado afectuosamente al valeroso Diomedes, al sabio e inconsolable Néstor, y al célebre Filoctetes, digno heredero de las flechas de Hércules.

[471]



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Libro XXII



[472]

Sumario

     Arriba Telémaco a Salento y sorpréndese al ver tan bien cultivada la campiña y tan poca magnificencia en la ciudad. Explícale Mentor la causa; le hace notar los defectos que impiden comúnmente que florezca un estado, y le propone por modelo la conducta y el gobierno de Idomeneo. Descúbrele el hijo de Ulises su inclinación a Antíope y su designio de pedirla por esposa. Apruébalo Mentor; elogian ambos sus buenas cualidades y le asegura que los dioses se la tienen destinada; pero que por entonces su único pensamiento debe ser tornar a Ítaca y librar a Penélope de las persecuciones de sus pretendientes. [473]

Libro XXII

     Deseaba con impaciencia el hijo de Ulises volver a reunirse con Mentor en Salento, y embarcarse en su compañía para Ítaca adonde esperaba arribaría en breve su padre. Luego que se aproximó a Salento le sorprendió hallar cultivados, convertidos en jardín, y poblados de labradores todos los campos inmediatos a la ciudad, conociendo ser obra de la sabiduría de Mentor; y dentro ya de sus muros advirtió ser más escaso en ella el número de artesanos dedicados a proporcionar los goces delicados de la vida, y desterrada en parte la antigua magnificencia. Llamó esto su atención, porque su carácter le inclinaba a todo aquello que tenía las exterioridades de opulencia y cultura; pero ocuparon su imaginación otras ideas. Descubrió de lejos a Idomeneo y a Mentor, y al momento conmovieron su corazón el gozo y la ternura. Sin embargo del éxito de sus empresas durante la guerra contra Adrasto, temía no estuviese Mentor [474] satisfecho de su conducta, y a proporción que se acercaba a él procuraba descubrir en su semblante si algo tendría que reprenderle.

     Abrazó Idomeneo a Telémaco cual pudiera hacerlo con su propio hijo, y en seguida se arrojó Telémaco a los brazos de Mentor bañándole con sus lágrimas. «Me hallo satisfecho de vos, le dijo Mentor, habéis cometido grandes yerros; pero os han servido para conoceros y desconfiar de vos mismo. Muchas veces proporcionan mayor fruto los errores que las bellas acciones; porque estas envanecen al hombre inspirándole una presunción peligrosa, al paso que aquellas le hacen conocer su interior y le proporcionan la prudencia que perdiera protegido por la fortuna. Sólo os falta alabar a los dioses, y no desear que vuestros semejantes os alaben. Grandes cosas habéis hecho; pero confesad la verdad, no habéis sido vos solo quien las ha ejecutado. ¿No es cierto que al obrarlas habéis conocido proceder de una causa extraña que obraba dentro de vos mismo? ¿no erais incapaz de ejecutarlas por vuestra impetuosidad y falta de prudencia? ¿no conocéis que Minerva os ha trasformado al [475] parecer en otro hombre superior a lo que sois para obrar lo que habéis ejecutado? Esta deidad ha suspendido los efectos de vuestros errores, como aplaca y suspende Neptuno las tempestades y las irritadas olas.»

     En tanto que Idomeneo preguntaba con curiosidad a los cretenses que habían regresado de la guerra, escuchaba Telémaco los sabios consejos de Mentor, y mirando a todas partes lleno de admiración decía a éste: «He aquí un cambio cuya causa no comprendo: ¿ha ocurrido alguna calamidad en Salento durante mi ausencia? No veo metales ni piedras preciosas; los trajes son sencillos; los edificios menos vastos y adornados; desfallecen las artes, y la ciudad ha llegado a ser comparable con la soledad.»

     «¿Habéis observado, respondió Mentor sonriendo, el estado de los campos inmediatos a ella?» «Sí, replicó Telémaco, por todas partes he visto honrada la labranza, y entrados en cultivo los campos. ¿Y qué vale más, volvió a decir Mentor, una ciudad opulenta en mármoles y ricos metales, cuyos campos se hallen descuidados y estériles, o una campiña bien cultivada y fértil con una ciudad mediana, y en cuyas costumbres resplandezca la modestia? Una gran ciudad bien poblada de artesanos que se ocupen en debilitar las costumbres, proporcionando delicias a la vida, cuando su territorio sea pobre y esté mal cultivado, puede compararse a un monstruo cuya cabeza sea de enorme tamaño, y el cuerpo extenuado por falta de alimento y sin ninguna proporción con ella. El número de la población y la abundancia de los alimentos, forman la fuerza y riqueza verdadera de un rey. En el día cuenta Idomeneo con un numeroso pueblo, infatigable en el trabajo que ocupa toda la extensión de su país. Éste forma una sola ciudad, cuyo centro es Salento. Hemos trasportado a la campiña los [476] brazos que faltaban en ella y eran superfluos en la ciudad, y atraído además a este país muchos pueblos extranjeros. Mientras más se multipliquen estos, más multiplicarán también los frutos de la tierra con su trabajo; y esta multiplicación, tan agradable como pacífica, proporcionará mayor aumento a su reino que las conquistas.

     Hemos arrojado de la ciudad las artes superfluas que alejan al pobre del cultivo de la tierra que sufraga a sus necesidades verdaderas, y corrompen al rico entregándole al lujo y la molicie; pero sin perjudicar a las bellas artes y a los que poseen talentos para cultivarlas, y por este medio es más poderoso Idomeneo que cuando admirabais su magnificencia, porque aquel brillo ocultaba la flaqueza y miseria que en breve hubieran destruido su imperio. Ahora es mayor el número de hombres, y los alimenta con más facilidad; y acostumbrados todos ellos al trabajo, al sufrimiento y al desprecio de la vida, por [477] su adhesión a las buenas leyes, están dispuestos a pelear en defensa de la tierra que cultivan con sus propias manos. El estado que hoy creéis abatido, será en breve maravilla de la Hesperia.

     Acordaos, Telémaco, de que en el gobierno de los pueblos hay dos cosas perniciosas que rara vez procuran remediarse: una la autoridad injusta y demasiado violenta de los reyes, otra el lujo que corrompe las costumbres.

     Cuando se acostumbran los monarcas a obrar sin otras leyes que su voluntad, y no ponen freno a sus pasiones, todo lo pueden; pero al mismo tiempo debilitan el fundamento de su poder, porque careciendo de regla y máxima cierta para gobernar, no rigen pueblos sino esclavos, cuyo número disminuye diariamente, a pesar de que todos les adulan a porfía. ¿Y quién les dirá la verdad? ¿quién opondrá diques a este torrente? Todo sucumbe, huyen los sabios, y se ocultan lamentando las desgracias públicas; y si acaso una revolución repentina y violenta hace entrar en sus antiguos límites el poder que los había traspasado, no pocas veces le conduce a su ruina el golpe mismo que pudiera salvarle. Ninguna cosa amenaza la funesta caída como la autoridad que llega a ser limitada, porque puede compararse a un arco cuya cuerda se estira con exceso, que llega a romperse de repente si aquella no se afloja; mas ¿quién osará hacerlo? Hallábase Idomeneo corrompido hasta el fondo de su corazón por la autoridad que le lisonjeaba tanto, y aunque caído de su trono había llegado a desengañarse. Ha sido, pues, necesario que los dioses nos enviasen aquí para que olvidase el abuso del poder ciego y opresivo que no conviene a los hombres, y aun así ha sido preciso también obrar maravillas para convencerle.

     El otro mal, poco menos que incurable, es el lujo; [478] porque así como la excesiva autoridad seduce a los reyes, seduce el lujo a las naciones. Suponen que este proporciona subsistencia al pobre a expensas del rico, como si aquel no pudiera hallarla con mayor utilidad multiplicando los frutos de la tierra, sin debilitar al rico extraviándole en la sensualidad. Se acostumbra una nación entera a considerar las cosas superfluas como necesarias a la vida, se inventan diariamente estas, y no pueden vivir sin lo que era desconocido treinta años antes, y a esto se da el nombre de buen gusto, perfección de las artes y cultura de la nación. Elógiase como virtud este vicio que acarrea otros muchos, y comunica su contagio desde el monarca hasta la plebe. Quieren los deudos de aquel imitar su opulencia, la de estos los grandes del estado, rivalizar con estos las clases medianas, porque ¿quién se hace justicia a sí mismo? y a estos quieren igualarse los pobres. Hacen todos más de lo que pueden, unos por fausto y por prevalerse de sus riquezas, otros por vergüenza mal entendida y por ocultar su pobreza, y aun aquellos que son bastante cuerdos para desaprobar el desorden, no lo son para corregirle los primeros, dando ejemplos opuestos. Arruínase la nación, y se confunden todas las clases. El deseo de adquirir bienes para sostener gastos inútiles corrompe las más puras almas, y sólo se trata de ser ricos, porque la pobreza es infamia. El sabio, el hábil. el virtuoso, el que instruye a sus semejantes, el vencedor en las batallas, el que salva la patria, el que sacrifica todos sus intereses, será despreciado si la opulencia no hace brillar sus talentos. Hasta el que nada posee quiere aparecer rico, gasta cual si tuviese, contrae deudas, engaña, y para conseguirlo se vale de mil artificios indignos. ¿Y quién remediará tantos males? Preciso es trocar el gusto y habitudes de una nación, y darla [479] leyes nuevas. Pero ¿quién podrá verificarlo sino un monarca filósofo que con el ejemplo de su moderación sepa avergonzar a los inclinados a gastos superfluos, y alentar al sabio, que adquirirá influencia sobre el pueblo viviendo en la honrosa frugalidad?»

     Escuchaba Telémaco a Mentor como el que despierta de un profundo sueño, conocía la verdad de sus palabras, y se grababan estas en su corazón a la manera que el escultor diestro imprime los rasgos que quiere sobre el mármol, dándoles vida y movimiento. Nada respondía; pero recordaba lo que le acababa de decir, y observaba con la vista los cambios ejecutados en la ciudad, y en seguida decía de esta suerte.

     «Por vos ha llegado a ser Idomeneo el más sabio de los reyes, le desconozco y también a su pueblo. Confieso [480] que lo que habéis hecho vale infinitamente más que nuestras victorias; porque la casualidad y la fuerza tienen gran parte en los sucesos de la guerra, y por lo mismo debe ser el soldado partícipe de la gloria en las batallas, al paso que vuestra obra procede de una sola cabeza, y ha sido preciso hayáis trabajado solo para corregir al rey y a su pueblo. Los sucesos de la guerra son siempre odiosos y funestos, y aquí todo es obra de una sabiduría divina, todo es agradable, puro, amable, y en todo ello se ven rasgos de un poder superior al del hombre. Cuando éste apetece la gloria, ¿por qué no se la procura empleándose en ejecutar el bien? ¡Ah! qué mal la comprenden cuando la buscan asolando la tierra y derramando sangre humana!»

     Manifestó Mentor su gozo al advertir desaprobaba Telémaco las victorias y las conquistas, sin embargo de hallarse en una edad en que era muy natural le alucinase la gloria que acababa de adquirir.

     «Cierto es, dijo Mentor, que cuanto veis aquí es bueno y laudable; pero sabed que podrían hacerse cosas todavía mejores. Idomeneo modera sus pasiones y se esfuerza a gobernar con justicia. Sin embargo, no deja de padecer algunos errores, consecuencias desgraciadas de los que antes ha padecido porque cuando el hombre quiere huir el mal, le persigue éste al parecer por largo tiempo, pues el hábito enerva su carácter con errores inveterados y prevenciones casi incurables. ¡Feliz el que jamás se extravió! Sólo él puede obrar el bien con perfección. ¡Telémaco! los dioses exigirán de vos más que de Idomeneo, pues habéis conocido la verdad desde la juventud, y jamás os entregasteis a las seducciones de una excesiva prosperidad.

     Idomeneo, continuó Mentor, es prudente e ilustrado; [481] pero se ocupa demasiado en los detalles, y no medita bastante sobre la generalidad de los negocios para formar planes. La habilidad de un monarca, superior a los demás hombres, no consiste en hacerlo todo por sí mismo; porque es grosera vanidad esperar conseguirlo o intentar persuadir al mundo de tener capacidad para ello. El rey debe gobernar eligiendo y dirigiendo a los que gobiernan bajo su autoridad, sin que sea preciso ejecute los pormenores, porque sería hacer lo que toca a estos; sino exigir le enteren de su ejecución y saber bastante para verificarlo con discernimiento. Elegir y aplicar según sus talentos a los que gobiernan, es hacerlo maravillosamente; pues el gobierno supremo y perfecto consiste en gobernar a los que gobiernan. Para ello es preciso observarlos, experimentarlos, moderarlos, corregirlos, animarlos, elevarlos o abatirlos, cambiarlos de lugar y no dejar nunca de vigilarlos. Aspirar el monarca a examinarlo todo por sí mismo, es pequeñez, desconfianza, entregarse a los detalles, que absorben el tiempo y la libertad del entendimiento que requieren las cosas de importancia; porque para formar grandes proyectos, debe estar el entendimiento libre y reposado, y pensar con quietud, separado absolutamente de la expedición de los negocios delicados. El talento agobiado con los pormenores puede compararse con las heces del vino que carecen de fuerza y no agradan al paladar, y el que gobierna por ellos se ocupa de lo presente sin entrar en las miras de un porvenir remoto; y arrastrados siempre por el negocio del día, cual su única ocupación, se contrae demasiado a ella y hace limitado su entendimiento, porque no se juzga bien de los negocios sino cuando se les compara en globo, ordenándolos para que tengan consecuencia y proporción. Desviarse de esta regla es imitar al músico que se [482] contentase con hallar sonidos armoniosos sin tomarse el trabajo de unirlos y ordenarlos para componer una música agradable, o al arquitecto que creyese haberlo hecho todo aglomerando hermosas columnas y piedras bien labradas, sin pensar en el orden y proporción de los adornos del edificio; pues al levantar un salón no prevé ha de ser necesaria la escalera, y cuando edifica el todo del edificio no cuida del portal ni del patio. Su obra será una aglomeración confusa de partes magníficas que no convendrán unas con otras, y lejos de hacerle honor será un monumento que perpetuará su oprobio; porque hará ver que no pensó con bastante extensión para concebir a la vez el plan general de la obra, carácter propio de un entendimiento escaso. El que ha nacido con entendimiento limitado a los pormenores, sólo es apto para ejecutar dirigido por otro. No lo dudéis, Telémaco; el gobierno de un reino requiere cierta armonía como la música, y justas proporciones como la arquitectura.

     Si todavía queréis que me sirva de la comparación de estas dos artes, os haré conocer cuán medianos son los hombres que gobernando se ocupan de los detalles. El músico que sólo canta en un concierto, por bien que lo ejecute nunca será otra cosa que un cantor; pero el que le dirige y ordena a la vez todas sus partes, es el verdadero maestro de capilla. Del mismo modo es operario o peón el que labra las columnas o levanta una parte del edificio, mientras que el que ha ideado la totalidad de él, tiene en la cabeza todas sus proporciones y es el verdadero arquitecto. Por igual principio son los que menos gobiernan aquellos que se ocupan en el mayor número de negocios; porque el verdadero genio que rige el estado es el que no ejecutando nada, hace [483] se ejecute todo, el que medita, inventa, penetra en lo futuro, retrocede a lo pasado, arregla, proporciona, prepara de lejos, se concentra sin cesar para luchar contra la fortuna, como el nadador contra el torrente de las aguas, y cuida noche y día de no fiar nada a la casualidad.

     ¿Pensáis, Telémaco, trabaje asiduamente un célebre pintor desde la mañana hasta la noche para concluir sus obras con más prontitud? No, esta tarea agotaría el fuego de su imaginación; no inventaría, porque es preciso hacerlo todo con irregularidad y por rasgos, según los produce el gusto y los excita el entendimiento. ¿Juzgáis que pase el tiempo en moler los colores y preparar los pinceles? tampoco; porque esta ocupación es de aprendices, y él se reserva el cuidado de meditar, y se dedica a ejecutar rasgos atrevidos que den a las figuras vida, pasión y nobleza. Tiene en su cabeza los conceptos, los sentimientos de los héroes que quiere representar, se transporta a los siglos en que florecieron y a las circunstancias en que se hallaron; y a esta especie de entusiasmo debe reunir capacidad para retenerle en su imaginación, y para que todo sea verdadero, correcto y proporcionado. ¿Y creéis sea preciso menos ingenio y menos esfuerzos del entendimiento para formar un gran monarca que un célebre pintor? Concluid, pues, que la ocupación de un rey debe ser crear grandes proyectos, y elegir hombres a propósito para ejecutarlos.»

     «Creo comprender todo lo que me decís, respondió Telémaco; pero en tal caso se vería engañado muchas veces el monarca no tomando parte en los detalles.» «Vos sí que os engañáis, replicó Mentor; lo que impide ser engañado es el conocimiento general del gobierno. Los [484] que no conocen los negocios ni tienen verdadero discernimiento, van siempre a ciegas, y la casualidad solamente impide se engañen; porque ni saben lo que buscan ni lo que deben buscar, y sin hacer otra cosa que desconfiar, desconfían más bien del que les contradice que del engañoso que les adula. Por el contrario, los que conocen el arte de gobernar, y aquello de que es capaz el hombre, saben lo que pueden prometerse de ellos y los medios de conseguirlo, penetran bastante, cuando menos en globo, si se valen de instrumentos a propósito para los planes, que entran en sus miras para lograr el objeto que se proponen; y como además no entran en los pormenores penosos, se halla más libre su entendimiento para penetrar de un golpe de vista el todo de la obra, y si se dirige al fin principal. Si se engañan, no es en lo esencial; y superiores a la envidia propia de almas bajas y talentos limitados, conocen que es imposible dejar de ser engañados en los negocios importantes, porque es imposible dejar de ocupar en ellos a los hombres que con tanta generalidad son engañosos. Pero se pierde mucho más en la irresolución que produce la desconfianza, que se perdería en dejarse engañar alguna vez; y es demasiada fortuna ser engañado en las cosas medianas, porque los poderosos no dejan de inclinarse a ellas, y esta es la única cosa que debe incomodar a un hombre grande. Preciso es reprimir con severidad la falacia cuando se manifiesta; pero también debe tolerarse algún engaño para no ser verdaderamente engañado. El artesano todo lo ve y ejecuta por sí mismo; mas el monarca no puede hacerlo y verlo todo, pues sólo debe ejecutar lo que ningún otro pueda hacer bajo su dirección, ocupándose únicamente en la decisión de cosas importantes. [485]

     Finalmente, dijo Mentor a Telémaco, los dioses os protegen y preparan un reinado lleno de sabiduría. Cuanto aquí veis, lo hacen menos por la gloria de Idomeneo que para instruiros. Los establecimientos sabios que admiráis en Salento son una sombra de lo que haréis algún día en Ítaca, si corresponden vuestras virtudes al alto destino que os aguarda. Tiempo es ya de que pensemos en partir, Idomeneo tiene preparado un bajel al efecto.

     Inmediatamente le abrió Telémaco su pecho, aunque con repugnancia, acerca de la causa que le hacia sensible dejar a Salento. «Tal vez, dijo, vituperaréis sea tan fácil en dejarme llevar de mis inclinaciones en los lugares por donde paso; pero serían continuos mis remordimientos si os ocultase que amo a Antíope, hija de Idomeneo. Querido Mentor, no es esta una pasión ciega como aquella de que me curasteis en la isla de Calipso, he conocido bien la profundidad de la herida que abrió el amor inspirado por Euchâris, y todavía no puedo pronunciar su nombre sin sentirme agitado, ni el tiempo ni la ausencia han podido cicatrizarla, y esta funesta experiencia me ha enseñado a desconfiar de mí mismo. Pero en nada es semejante a aquella mi inclinación a Antíope, no es un amor apasionado, sino estimación, afecto, persuasión de que seré feliz si vivo con ella. Si alguna vez me restituyen los dioses a mi padre, y me permiten elegir una esposa, lo será Antíope. Lo que me inclina a ella es su modestia, reserva, retiro, asiduo trabajo, perfección en las labores de lana y brocado, aplicación a los cuidados domésticos después de perdida su madre, su desprecio a los vanos adornos, y el olvido e ignorancia de su hermosura que sobresale en ella. Cuando la encarga Idomeneo dirigir las danzas de jóvenes cretenses al compás de la [486] música, podría equivocársela con Venus risueña, acompañada de las Gracias, cuando la lleva en su compañía a la caza, se presenta llena de majestad, y maneja con destreza el arco cual Diana en medio de sus ninfas, todos la admiran; sólo ella ignora lo que vale. Si entra en los templos, llevando sobre la cabeza los canastillos que contienen las ofrendas sagradas, pudiera creerse es la divinidad misma que habita en ellos. ¡Con qué temor [487] y respeto religioso no la vemos ofrecer sacrificios, y aplacar el enojo de los dioses, cuando es necesario espiar alguna falta o vencer un funesto presagio! Por último, al verla rodeada de mujeres con la aguja de oro en la mano, parece a Minerva que tomando forma humana inspira las bellas artes al hombre. Anima a todos al trabajo, dulcificando su tarea con los encantos de su voz cuando canta la historia maravillosa de los dioses, y aventaja a la más exquisita pintura la delicadeza de sus bordados. ¡Venturoso el hombre a quien una a ella himeneo! no tendrá que temer otra cosa que perderla y sobrevivirla.

     Querido Mentor, pongo a los dioses por testigos de que me hallo dispuesto a partir; porque si bien amaré a Antíope mientras viva, no por ello dilataré mi regreso a Ítaca. Si otro alguno debiera poseerla, trascurriría el resto de mis días triste y desconsolado. Sin embargo, me apartaré de ella aunque supiese que la ausencia podía hacérmela perder. No quiero hablar de mi amor, a ella ni a su padre, pues sólo a vos debo hacerlo hasta tanto, que sentado Ulises sobre el trono, preste su consentimiento. Por lo que acabo de decir podéis persuadiros de cuán diferente es este afecto, de aquella pasión hacia Euchâris que tanto me obcecó.»

     «Telémaco, respondió Mentor, conozco la diferencia. Antíope es amable, prudente y sensible; sus manos no desdeñan el trabajo; prevé de lejos y acude a todo; sabe callar y obrar sin precipitación, se la ve ocupada a todas horas, y lo hace todo con oportunidad, formando sus delicias el arreglo doméstico, que la adorna más que su propia hermosura; y sin embargo de extender su cuidado a todo, y de estar encargada de corregir, negar y economizar (cosas que producen odiosidad), se ha hecho [488] amable a los ojos de todos, por no encontrar en ella parcialidad, ligereza, ni obstinación como en las demás, pues de una sola mirada se hace entender, y temen todos desagradarla. Ordena con precisión, y sólo aquello que puede ser ejecutado; reprende bondadosa, y al hacerlo alienta a los que la obedecen. Descansa en ella Idomeneo, a la manera que el fatigado viajero a la sombra sobre la verde yerba; y en efecto, tenéis razón en decir que Antíope es un tesoro digno de ser buscado en los países más remotos. Ni su entendimiento ni su cuerpo se adornan jamás con ostentación; y aunque de imaginación viva, es discreta, habla sólo por necesidad, y cuando llega a abrir los labios corren de ellos la persuasión y la ingenuidad, hace callar a todos, y se ruboriza de ello; y si advierte que la escuchan con atención, falta poco para que olvide lo que intentaba decir. Así es que apenas hemos oído su voz.

     ¿Os acordáis, Telémaco, del día en que su padre la hizo venir al sitio en que nos hallábamos?, se presentó con la vista baja, cubierta con un velo, y sólo habló para templar el enojo de Idomeneo que deseaba castigar rigorosamente a uno de sus esclavos. Al principio tomó parte en su pesadumbre, y después la calmó, por último le manifestó cuanto podía disculpar a aquel desgraciado, y sin dar a entender al rey que se había dejado arrastrar demasiado de su enojo, le inspiró sentimientos de compasión y de justicia. No aplaca Tetis con más dulzura las irritadas olas cuando adula al viejo Nereo. Un día dirigirá Antíope el corazón de su esposo, sin procurarse autoridad alguna ni prevalerse de sus gracias; a la manera que hoy toca la lira cuando pretende producir en sus cuerdas agradables consonancias. Vuestro amor, Telémaco, vuelvo a decir. es justo, los dioses la destinan a vos, la amáis [489] razonablemente, y es preciso aguardar a que os la otorgue Ulises. Alabo no hayáis osado descubrir vuestras intenciones; mas sabed que si hubieseis procurado hacerlo, las hubiera desechado y dejado de estimaros, porque nunca se ofrecerá a nadie, dejará que su padre la otorgue, y no se enlazará con el que no tema a los dioses y posea virtudes. ¿No habéis observado que se deja ver menos, y baja más la vista después de vuestro regreso? Sabe los acontecimientos felices que os han ocurrido en la guerra, vuestro nacimiento, vuestras aventuras, y cuanto los dioses han hecho en vuestro favor, y esto la hace más reservada y modesta. Partamos, Telémaco; partamos a Ítaca, no me resta otra cosa que proporcionaros el encuentro con Ulises, y poneros en estado de obtener una esposa digna de la edad del siglo de oro. Y aun [490] cuando fuese pastora de la fría Algides, en vez de hija del rey de Salento, seríais demasiado feliz en llegar a poseer a Antíope.

[491]





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Libro XXIII



[492]

Sumario

     Sintiendo Idomeneo que se verificase la partida de sus huéspedes, intentó retardarla, diciéndole a Mentor que le era imposible despachar sin su consejo una multitud de negocios de gran consideración. Propónele Mentor las reglas que debía observar para ello, e insiste en tornar a Telémaco a su patria. Proyecta Idomeneo detenerlos excitando la pasión que el hijo de Ulises tenía a su hija y les convida al efecto a una cacería a la que también debía concurrir Antíope, y en la que fue salvada por su amante de los riesgos de ser despedazada a que la expuso un jabalí. Resístese de nuevo Telémaco a partir, empero triunfa Mentor y veríficase la partida. [493]

Libro XXIII

     Idomeneo que temía la partida de Mentor y de Telémaco, se ocupaba únicamente de retardarla. Manifestó a Mentor no podía arreglar sin su consejo cierta discordia suscitada entre Diofanes, sacerdote de Júpiter conservador, y Heliodoro que lo era de Apolo, acerca de los presagios que se extraían del vuelo de las aves y de las entrañas de las víctimas.

     «¿Por qué, respondió Mentor, os mezcláis en las cosas sagradas? Dejad la decisión a los etrurios, que poseen la tradición de los oráculos más antiguos, y se hallan inspirados para ser intérpretes de los dioses; y emplead solamente vuestra autoridad en sofocar en su origen tal discordia. Pero sin manifestar parcialidad ni prevención, y contentándoos con apoyar la decisión cuando haya recaído. No olvidéis que el monarca debe estar sometido a la religión, y no entrometerse jamás a arreglarla; porque viene de los dioses y es superior a los reyes. Cuando [494] estos quieren hacerlo, la esclavizan en vez de protegerla; pues son tan poderosos, y tan débiles los demás hombres, que si se les dejase intervenir en las cuestiones relativas a ella, todo correría el riesgo de ser trastornado a su voluntad. Dejad, pues, en libertad a los favorecidos de los dioses para que decidan, y limitaos a reprimir a aquellos que no obedezcan su juicio luego que haya sido pronunciado.»

     Enseguida se lamentó Idomeneo de la perplejidad en que se hallaba sobre gran número de procesos entre varios particulares que le instaban para que los decidiese.

     «Hacedlo, respondió Mentor, resolviendo todas las cuestiones nuevas que hayan de establecer máximas generales de jurisprudencia o para interpretar las leyes; pero nunca toméis a vuestro cargo juzgar los casos particulares, pues acudirán todos de tropel, seréis el único juez de vuestro pueblo e inútiles los demás, os agobiarán los negocios de poca entidad, distrayéndoos de los de grande importancia, y no os será posible arreglar el pormenor de ellos. Guardaos bien de dar lugar a esto; remitid los negocios particulares a los magistrados ordinarios; no hagáis sino lo que ningún otro pueda hacer para aliviaros, y de este modo llenaréis las funciones verdaderas de rey.»

     «También me estrechan, decía Idomeneo, a que haga varios matrimonios; porque las personas distinguidas que me han acompañado a la guerra, y perdido grandes bienes de fortuna por servirme, desearían encontrar alguna recompensa enlazándose con ciertas jóvenes ricas, y sólo una palabra mía basta a procurarles el establecimiento que apetecen.»

     «Cierto es, replicó Mentor, que sólo os costaría una palabra; pero también lo es que ésta podría costaros muy [495] cara. ¿Querríais privar al padre y a la madre de la libertad y consuelo de elegir yernos, y de consiguiente herederos?, sería poner a todas las familias en la esclavitud más rigorosa, y seríais además responsable de las desgracias domésticas de vuestros ciudadanos. Hartas espinas tiene en sí el matrimonio, sin agravarle con esta pesadumbre. Si tenéis servidores fieles que recompensar, dadles tierras incultas, añadidles honores proporcionados a su condición y a sus servicios, y aun algún numerario tomado de los fondos destinados a otros gastos; pero no paguéis jamás vuestras deudas sacrificando a las jóvenes ricas contra la voluntad de sus padres.»

     De esta cuestión pasó Idomeneo con brevedad a otra, diciendo: «Se quejan los sibaritas de que hemos usurpado las tierras que les pertenecen, y dádolas como campos incultos a los extranjeros establecidos aquí, ¿cederé yo a sus pretensiones? Si lo hago, creerán todos estar autorizados para hacerlas en perjuicio nuestro.»

     «No es justo, respondió Mentor, creer a los sibaritas en causa propia; mas tampoco lo es creeros en la vuestra. ¿A quién creeremos pues?, replicó Idomeneo.» «A ninguna de las dos partes, prosiguió Mentor. Preciso es elegir como árbitro un pueblo que no sea sospechoso a unos ni a otros, tales son los sipontinos, que ningún interés tienen contrario al vuestro.»

     «¿Pero acaso respondió Idomeneo, estoy yo obligado a someterme a un árbitro? ¿No soy rey? ¿Deberá someterse un soberano a los extranjeros, acerca de los límites de su dominación?»

     «Pues no queréis ceder, prosiguió Mentor, debéis juzgar ser bueno vuestro derecho. Por otra parte tampoco lo harán los sibaritas sosteniendo ser cierto el suyo, y en tal oposición o ha de aveniros un árbitro elegido por [496] ambas partes, o ha de decidir la suerte de las armas, no hay término medio. Si entraseis en una república en que no hubiese magistrados ni jueces, y en la cual se creyeran autorizadas las familias para hacerse justicia por medio de la fuerza, lamentaríais su desventura y os causaría horror tan espantoso desorden, pues se armarían unas contra otras. ¿Y creéis que los dioses no miren con el mismo horror al mundo entero, que no es otra cosa que la república universal, si cada pueblo, que es una gran familia, se cree con derecho a hacerse justicia a sí mismo por medio de la violencia contra los demás pueblos? El particular que posee un campo como patrimonio de sus progenitores, no puede mantenerse en él sino por la autoridad de las leyes y el juicio de los magistrados; y si pretendiese conservar por la fuerza lo que le ha dado la justicia sería castigado con severidad cual sedicioso. ¿Juzgáis que los monarcas puedan emplear la fuerza para apoyar sus pretensiones, sin haber tentado antes los medios suaves y humanos? ¿No es aún más sagrada la justicia, y más inviolable para los reyes con relación a la totalidad de otros países, que para las familias relativamente a algunos terrenos cultivados? ¿Será injusto y raptor cuando se apodera únicamente de cortas porciones de tierra? ¿justo, héroe, si ocupa provincias? Si se previene y lisonjea, si se ciega en los pequeños intereses del particular, ¿no deberá temerse todavía más que suceda así en los grandes intereses del estado? ¿Se creerá a sí mismo en lo que hay tantas razones para desconfiar del juicio propio? ¿No temerá engañarse en los casos en que el error de un solo hombre produce consecuencias terribles? El error de un monarca que se lisonjea en sus pretensiones, causa muchas veces estragos, hambres, mortandades, pérdidas, depravación de costumbres, cuyos funestos efectos se [497] trasmiten a edades remotas. ¿Y no temerá lisonjearse en tales ocasiones el rey que siempre está rodeado de lisonjeros? Si conviene en algún árbitro que termine su diferencia, manifiesta equidad, moderación y buena fe; publica las razones sólidas en que se apoya su derecho, y el árbitro elegido es un mediador amigable, no un juez rigoroso. Mas no se somete ciegamente a sus decisiones, sino que se le mira con deferencia, no pronuncia la decisión como juez soberano, hace proposiciones, y por sus consejos se sacrifica algo para conservar la paz. Si a pesar de sus cuidados por conservarla sobreviene la guerra, le tranquiliza al menos el testimonio de su conciencia, goza la estimación de sus vecinos y la protección del cielo.» Convencido Idomeneo, consintió en que los sipontinos fuesen mediadores entre él y los sibaritas.

     Viendo el rey eran inútiles todos sus esfuerzos para detener a los dos extranjeros, procuró conseguirlo por un vínculo más fuerte. Había observado que Telémaco amaba a Antíope, y se prometió lograrlo excitando su pasión, con este objeto la hizo cantar muchas veces durante los festines; y aunque lo ejecutó por obediencia a su padre, fue con tanta modestia y disgusto que no podía desconocerse el que experimentaba al obedecerle, y aún llegó Idomeneo a pretender cantase la victoria alcanzada sobre Adrasto y los daunos; pero no pudo resolverse a celebrar las alabanzas de Telémaco, negose con respeto, y no osó insistir en ello su padre. Penetraba su agradable voz en el corazón del hijo de Ulises, escuchábala absorto; e Idomeneo, que no apartaba de él la vista, se regocijaba al observar su turbación. Sin embargo, aparentaba Telémaco no conocer los designios del rey. No le era posible en ciertas ocasiones dejar de conmoverse; mas la razón era superior a sus sentimientos, ya no era aquel [498] Telémaco a quien una tiránica pasión cautivara en otro tiempo en la isla de Calipso. Mientras cantaba Antíope guardaba el mayor silencio, y cuando había acabado se apresuraba a atraer la conversación a cualquiera otro objeto.

     No pudiendo el rey lograr por este medio su designio, se resolvió a preparar una gran cacería para complacer a su hija. Lloró Antíope no queriendo concurrir a ella; mas fue preciso ejecutar la orden terminante de su padre. [499] Montó un fogoso caballo, semejante a los que domaba Cástor para las lides; y le guiaba sin dificultad, siguiéndola una tropa de hermosas doncellas, entre las cuales aparecía cual Diana en las florestas. La vio Idomeneo y no se cansaba de mirarla, y al verla olvidaba todos sus infortunios, viola también Telémaco, y más le conmovió la modestia de Antíope que su destreza y sus gracias.

     Perseguían los perros a un jabalí enorme, y tan furioso como el de Calidón, cuyas largas y erizadas cerdas eran semejantes a los dardos, centelleábanle los ojos, y sus bufidos se percibían a larga distancia cual el ruido de los vientos cuando los encierra Eolo en su gruta para calmar las tempestades, cortaba los troncos con el corvo colmillo del mismo modo que pudiera hacerlo la hoz del segador, despedazaba a los perros que osaban aproximarse a él, y los más atrevidos cazadores temían esperarle al perseguirle.

     Mas no temió acercarse a él Antíope corriendo con la velocidad del viento, le arrojó un dardo y quedó herido en el lomo; y comenzando a correrle la sangre, se aumentó su furor y corrió hacia la mano que le había herido. Estremecido el caballo de Antíope retrocede a pesar de su fiereza, arrójase a él el jabalí cual la pesada máquina cuyo golpe estremece las murallas más sólidas, vacila el caballo, cae, y queda tendida en tierra Antíope sin arbitrio para evitar el fatal golpe del colmillo del jabalí deseoso de vengar su herida. Pero a este tiempo ya había descendido Telémaco del caballo, cuidadoso por el peligro que pudiera correr Antíope, y con la celeridad del rayo se coloca entre el caballo y la fiera, e introduce por el costado de ésta un dardo que la hizo caer llena de furor. [500]

     Divide al instante del cuerpo la cabeza que todavía inspiraba temor al verla de cerca, y cuya magnitud sorprende a los cazadores, preséntala a Antíope, ruborízase ésta, y procura descubrir en los ojos de su padre lo que debía hacer, e indícale éste la acepte, complacido al verla fuera de peligro después de haberle llenado de espanto la situación en que se viera. Recibo de vos llena de gratitud, dijo Antíope a Telémaco al recibirla, otro don más grande, pues os debo la vida; y apenas hubo acabado de decir estas palabras, temió haber dicho demasiado, bajó la vista, y al observar Telémaco su turbación no se atrevió a hablar cual deseaba, y sólo la dijo estas palabras: «¡Venturoso el hijo de Ulises, pues ha conservado vida tan preciosa!, pero todavía más venturoso si pudiese pasar la suya a vuestro lado.» Oyole Antíope, y sin darle respuesta se incorporó precipitadamente con las demás jóvenes que la acompañaban, y volvió a ocupar la silla de su caballo. [501]

     En aquel momento mismo hubiera Idomeneo ofrecido su hija a Telémaco; pero quiso estimular su pasión dejándole en la incertidumbre, y aún creyó retenerle en Salento por el deseo de asegurar su enlace. Así pensaba Idomeneo; mas los dioses burlan la sabiduría humana, y lo que debía detener a Telémaco fue precisamente el motivo que aceleró su partida, pues lo que comenzaba a sentir en su corazón introdujo en él una desconfianza justa de sí mismo.

     Redobló su solicitud Mentor para inspirar a Telémaco un deseo impaciente de regresar a Ítaca, instando al mismo tiempo a Idomeneo para que les dejase partir. Ya se hallaba dispuesto el bajel; porque Mentor que dirigía todos los momentos de la vida de Telémaco para elevarle al más alto grado de gloria, no le permitía permanecer en lugar alguno sino en cuanto le era necesario para ejercitar sus virtudes y proporcionarle lecciones de experiencia, y había tenido cuidado de prepararle desde su regreso del campo confederado.

     Idomeneo que con tanta repugnancia le viera preparar, cayó en una mortal tristeza y en un desconsuelo que causaba compasión cuando vio iban a abandonarle los dos huéspedes que tantos auxilios le proporcionaran. Encerrábase en los sitios más retirados del palacio, y en ellos desahogaba su pecho sollozando y vertiendo lágrimas, olvidó el alimento, huyó el sueño de sus párpados, y consumíale la inquietud, semejante al corpulento árbol cuyas pobladas ramas proporcionaran sombra a la madre tierra, respetado en otro tiempo por el hacha del leñador, y nunca estremecido por los huracanes; pero que comenzado a roer por el gusano que se introdujera en los canales por donde circulaba la nutridora savia, llega a convertirse en un tronco vestido de corteza y poblado [502] de secos tallos, porque debilitándose sin causa conocida, se marchitó y perdió el adorno frondoso de su hoja, tal era el estado de Idomeneo.

     Enternecido Telémaco no osaba abrir los labios, temía la hora de la partida, buscaba pretextos para retardarla, y hubiera permanecido largo tiempo en tal incertidumbre si no le hubiese dicho Mentor: «Me complace veros tan demudado, nacisteis de carácter duro y altanero, no afectaban vuestro corazón sino las comodidades e intereses propios; mas por fin habéis llegado a ser hombre, y por la experiencia de los males propios comenzáis a compadecer los ajenos. Sin esta compasión no hay bondad, virtud, ni capacidad para gobernar a los hombres, pero es preciso no llevarla al extremo ni caer en la flaqueza. Hablaré gustoso a Idomeneo para que nos permita partir, y os evitaré la turbación consiguiente; pero no quiero que la vergüenza y la timidez dominen vuestro corazón, porque debéis acostumbraros a hermanar el valor y la firmeza con la tierna y sensible amistad, temiendo afligir al hombre cuando no sea necesario, tomando parte en sus penas cuando no puedan evitarse, y dulcificando en lo posible el golpe que no esté en vuestras manos evitar.» «Por eso mismo, respondió Telémaco, sería para mí preferible supiese Idomeneo por vos nuestra partida.»

     «Os engañáis, replicó Mentor, querido Telémaco, habéis nacido como los hijos de los reyes, nutridos entre púrpura, que pretenden se haga todo a su gusto, y que la naturaleza entera obedezca su voluntad, pero sin tener ánimo para resistir a persona alguna cara a cara; no porque desprecien a los hombres, ni porque llenos de bondad teman afligirles, sino porque deseosos de su propia comodidad no quieren ver en torno suyo al melancólico [503] ni al descontento. No les afectan las miserias y calamidades humanas cuando no se hallan a su vista, y si oyen hablar de ellas se entristecen considerándolo inoportuno, pues para agradarles siempre ha de decírseles que viven todos contentos; y en tanto que se entregan a los placeres, nada quieren ver ni oír que pueda interrumpirlos. Si es preciso reprender, corregir, desengañar a alguno, resistir a las pretensiones o injustos deseos de hombres importunos, lo encargan a otro; y en vez de hablar por sí mismos con entereza y agrado en tales ocasiones, permitirán les arranquen gracias las más injustas, y perjudicarán los negocios de mayor interés, por no decidir contra el parecer de aquellos con quienes tratan diariamente. Esta flaqueza que experimentan en sí mismos, hace que cada cual procure aprovecharse de ella, se les insta e importuna, se les agobia, y haciéndolo se llega a obtener lo que se apetece. Lisonjéaseles y se les inciensa al principio para insinuarse; pero luego que se ha obtenido su confianza y se está cerca de ellos en empleos de alguna categoría se les subyuga, laméntanse de ello y desean sacudir el yugo, sin embargo, arrástranle toda su vida. Aparentan celo por no ser gobernados; mas lo son siempre, y no pueden dejar de serlo, semejantes al débil tallo de la vid, que careciendo de apoyo propio lo busca en el tronco de algún árbol robusto.

     No permitiré caigáis en tal flaqueza, que hace al hombre imbécil para el gobierno. La ternura que impide os atreváis a hablar a Idomeneo, desaparecerá luego que estéis fuera de Salento; porque no es su dolor lo que os estremece, sino que os embaraza su presencia. Id, hablad a Idomeneo; aprended en esta ocasión a ser a la vez tierno y animoso, manifestadle vuestro sentimiento por apartaros de él; pero al mismo tiempo hacedle [504] ver con tono decisivo la necesidad de nuestra partida.»

     No se atrevía Telémaco a resistirá Mentor ni a presentarse a Idomeneo, ruborizábase de su timidez; mas no tenía valor para hacerse superior a ella, vacilaba, y dando algunos pasos retrocedió inmediatamente para alegar alguna excusa que lo retardase. Sin embargo, una sola mirada de Mentor le imponía silencio y desaparecían todos los pretextos. «¿Sois vos, decía Mentor sonriendo, el vencedor de los daunos, el libertador de la grande Hesperia, el hijo del sabio Ulises, que después de los días de éste ha de ser oráculo de la Grecia? ¡No os atrevéis a decir a Idomeneo no seros posible retardar más vuestro regreso a la patria para abrazar al que os dio el ser! Pueblo de Ítaca, ¡cuán desventurado serás si algún día llegas a tener un rey dominado por la mal entendida vergüenza, y que sacrifica los mayores intereses a sus debilidades en las cosas de menos importancia! Ved aquí, Telémaco, cuánta diferencia media entre el valor necesario en las lides y el que es propio de los negocios, no os inspiraron temor las armas de Adrasto, y tenéis a la tristeza de Idomeneo. He aquí lo que deshonra a los príncipes que ejecutaran las mayores hazañas, después de haber obrado cual héroes en la guerra, lo hacen como el menos capaz en las ocasiones ordinarias en que otros se mantienen con esfuerzo.»

     Penetrado Telémaco de la verdad de estas palabras y ofendido de las reconvenciones de Mentor, partió con celeridad; pero apenas se presentó en el lugar en que se hallaba sentado Idomeneo con la vista en el suelo, desfallecido de tristeza, temiéronse uno a otro y no se atrevió a mirarle. Entendíanse sin hablar palabra, y temían recíprocamente romper el silencio, comenzaron a llorar uno y otro, y por último arrebatado Idomeneo por el [505] exceso de su dolor, exclamó: «¡De qué sirve buscar la virtud si recompensa tan mal a los que la estiman! ¡Después de haberme hecho ver mis flaquezas, me abandonan!, incidiré de nuevo en el infortunio, no se me hable más de gobernar bien, no, no puedo hacerlo, me hallo ya cansado de los hombres. ¿Adónde queréis ir, Telémaco?, vuestro padre no existe, le buscáis inútilmente, Ítaca es presa de vuestros enemigos, y os sacrificarán si regresáis a ella; vuestra madre se habrá entregado ya a los brazos de otro esposo. Permaneced aquí, seréis mi yerno y mi [506] heredero, reinareis después de mis días y aun durante mi vida será aquí absoluto vuestro poder; no tendrá límites mi confianza. Pero si sois insensible a todas estas ventajas, dejadme al menos a Mentor, que es mi único apoyo. Hablad, respondedme; no se endurezca vuestro corazón, tened piedad del más infeliz de los hombres. ¡Qué! ¡nada respondéis! ¡Ah! comprendo, cuán desapiadados son para mí los dioses, sí, los veo todavía más rigorosos que cuando en Creta traspasé el pecho de mi propio hijo.

     «No soy mío, respondió Telémaco con voz tímida y turbada, los destinos me llaman a mi patria; y Mentor, que posee la sabiduría de los dioses, me manda partir en nombre de ellos. ¿Qué queréis que haga? ¿Renunciaré al padre, a la madre, y a la patria que debe serme todavía más cara? Nacido para ocupar el trono, no me hallo destinado a una vida tranquila y agradable, ni a obrar según mis inclinaciones. Más rico y poderoso es vuestro reino que el de Ulises; pero debo preferir el que me destinan los dioses al que tenéis la bondad de ofrecerme. Me contemplaría feliz si tuviese por esposa a Antíope sin la esperanza de sucederos en el reino; mas para hacerme digno de ella, debo ir a donde me llama mi deber, y debe ser también mi padre el que pida su mano para mí. ¿No me prometisteis enviarme a Ítaca? ¿no he peleado por vos contra Adrasto en el ejército confederado en virtud de esta promesa? Tiempo es ya de que repare las desgracias domésticas. Los dioses que me han dado a Mentor, han encomendado también a éste el hijo de Ulises para que le haga cumplir sus destinos. ¿Queréis que pierda a Mentor después que lo he perdido todo? Ni poseo bienes de fortuna, ni tengo a donde retirarme, ni padre, ni madre, ni patria segura, sólo me queda un hombre sabio y virtuoso, don el más precioso de Júpiter. Juzgad vos mismo [507] si puedo renunciar a él y consentir en que me abandone. No, antes moriré. Arrancadme la vida, que nada es, y no me dejéis sin Mentor.»

     A proporción que hablaba Telémaco, era más vigorosa su voz, y desaparecía su timidez. No hallaba Idomeneo qué responderle, ni podía convenir en lo que le decía el hijo de Ulises; y cuando no le era posible hablar, procuraba al menos excitar su compasión con sus gestos y miradas. Entonces vio aparecer a Mentor, que le dijo con gravedad:

     «No os aflijáis, os dejamos; mas permanecerá a vuestro lado la sabiduría que preside a los consejos de los dioses, pensad solamente que habéis sido demasiado feliz en que nos haya enviado Júpiter para salvar vuestro reino y sacaros del extravío en que vivierais. Filocles, a quien os hemos restituido, os servirá fielmente, y permanecerán siempre en su corazón la inclinación a la virtud, el amor al pueblo y la compasión al desgraciado. Escuchadle, servíos de él lleno de confianza y sin envidia. El mayor servicio que puedo haceros es obligarle a que os haga ver vuestros errores sin contemplación; pues el mayor valor de un buen monarca consiste en buscar amigos verdaderos que le digan sus defectos. Si tenéis ánimo para ello, en nada os perjudicará nuestra ausencia y viviréis feliz; pero si la lisonja, que se desliza cual la serpiente, vuelve a encontrar camino para introducirse en vuestro corazón, estáis perdido. No dejéis que os abata el dolor, y esforzaos a seguir la virtud. He dicho a Filocles cuanto debe hacer para aliviaros y para no abusar jamás de vuestra confianza, yo os respondo de él, pues os le han dado los dioses como me han dado a mí a Telémaco. Cada cual debe seguir animoso su destino, inútil es afligirse; si alguna vez tenéis necesidad de mí, volveré después que [508] haya restituido a Telémaco su padre y su patria. ¿Qué podría yo hacer más agradable para mí? No busco bienes de fortuna ni autoridad sobre la tierra, sólo quiero ayudar a los que desean la virtud y la justicia. ¿Cómo podré yo olvidar la confianza y amistad con que me habéis tratado?»

     Este razonamiento cambió repentinamente la situación de Idomeneo, sintió aplacado su corazón, a la manera que Neptuno aplaca con su tridente las olas embravecidas y las tempestades. Experimentaba únicamente un dolor pasivo, que era más bien tristeza y efecto de ternura que aflicción; y comenzaban a renacer en su pecho el valor, la confianza, la virtud y la esperanza de ser auxiliado por los dioses.

     «Pues bien, mi querido Mentor, dijo Idomeneo, lo perderé todo resignado; pero al menos acordaos de mí cuando hayáis llegado a Ítaca, en donde vuestra sabiduría os conducirá a la prosperidad. No olvidéis ha sido obra vuestra Salento, en cuya ciudad dejáis un rey desgraciado, que ninguna esperanza tiene sino en vosotros. Partid, digno hijo de Ulises, ya no os detengo más; no pretendo resistir a los dioses que me habían proporcionado tan inestimable tesoro, partid vos también, o Mentor, el más grande y más sabio de los hombres (si es que la humanidad puede hacer lo que vos habéis ejecutado, y si acaso no sois divinidad que haya adoptado la forma humana para instruir a los débiles e ignorantes); conducid al hijo de Ulises, más venturoso aún por poseeros que por la victoria alcanzada contra Adrasto. Partid ambos, no me atrevo a deciros más; perdonad mis suspiros. Id, viváis felices juntos, nada me resta sobre la tierra sino la memoria de que hayáis vivido conmigo. ¡Venturosos días, cuyo precio no he conocido nunca bastante bien, [509] días trascurridos con demasiada rapidez, ya no volveréis, ya mis ojos no volverán a ver lo que ahora miran!»

     Aprovechó Mentor para la partida este momento: abrazó a Filocles, que sin poder hablar una sola palabra le bañó con su llanto. Quiso Telémaco dar la mano a Mentor para libertarse de las de Idomeneo; pero colocándose éste entre los dos, se dirigió con ellos hacia el puerto. Mirábalos, suspiraba, comenzaba a hablar; mas no podía acabar palabra alguna.

     Entre tanto percibieron en la playa la confusa gritería de los marineros, prepararon estos las jarcias, izaron [510] las velas, y comenzó a soplar un viento favorable. Despídense del rey Telémaco y Mentor llorosos, estréchales por largo tiempo entre sus brazos Idomeneo, siguiéndoles con la vista mientras pudo divisarlos.

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Libro XXIV



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Sumario

     Durante la navegación hace Telémaco que le explique Mentor varias dificultades que acerca del modo de gobernar se le ofrecían. Al finalizar la conversación obligoles el mar a abordar en una isla en donde se encontraba Ulises recientemente arribado. Telémaco le ve y le habla sin conocerle; mas una secreta conmoción que siente al mirarle partir de nuevo, sin atinar la causa le tiene confuso hasta que Mentor se la explica consolándole con la idea de que pronto verá a su padre. Retardada la partida para hacer un sacrificio a Minerva, abandona ésta la figura con que hasta entonces se había ocultado, y desparece. Arriba Telémaco a su patria y encuentra a Ulises en la casa del fiel Eumeo. [513]

Libro XXIV

     Hínchanse las velas, levantan las anclas, y la tierra empieza a huir al parecer de su vista. Percibe de lejos el experimentado piloto los montes de Leucate, cuyas cimas se ocultan entre un torbellino de heladas escarchas, y los Acroceraunios, que ostentan su orgullosa frente humillada tantas veces por el rayo celeste.

     Durante la navegación decía Telémaco a Mentor: «Ahora me parece comprendo las máximas de gobierno que me habéis explicado. Parecíanme un sueño al principio; mas poco a poco se van desarrollando en mi entendimiento, presentándose con claridad, a la manera que todos los objetos aparecen sombríos y en confusión al amanecer y cuando brillan los primeros crepúsculos de la aurora, y saliendo de un caos al lucir la luz que crece insensiblemente, se les distingue dándoles las figuras y colores naturales. Estoy bien persuadido de que lo esencial en el que gobierna es distinguir los diferentes caracteres [514] del entendimiento para elegir y aplicar a cada uno según sus talentos; pero réstame saber de qué manera puede conocerse a los hombres.

     Es preciso estudiarlos para conocerlos, respondió Mentor; y para conocerlos, verlos y tratarlos. Los reyes deben hablar con los súbditos, consultarlos, experimentarlos en los empleos de poca importancia, de los cuales hagan les den cuenta para cerciorarse de si son capaces de otros más elevados. ¿Cómo es, mi querido Telémaco, que en Ítaca adquiristeis conocimientos de las buenas o malas propiedades de los caballos? A fuerza de observarlos y observar sus defectos o perfecciones al lado de los inteligentes. Del mismo modo llegaréis insensiblemente en lo posible a conocer las buenas o malas cualidades de los hombres, hablando con los sabios y virtuosos que por largo tiempo hayan estudiado sus caracteres. ¿Quién os ha enseñado a distinguir los poetas buenos de los malos? La frecuente lectura y las reflexiones de personas que conocen la poesía. ¿Por qué medios habéis adquirido discernimiento en la música? Aplicándoos a observar varios músicos. ¿Cómo podrá esperarse gobernar bien a los hombres sin conocerlos? ¿y cómo se llegará a conocerlos no habiendo vivido jamás con ellos? Porque no es vivir con ellos verlos en público, cuando sólo dicen cosas indiferentes o preparadas con estudio, sino tratarlos en particular, extraer del fondo de sus corazones los secretos que encierran, tantearlos y sondearlos para descubrir sus máximas. Mas para juzgar de ellos perfectamente, ha de conocerse primero lo que deben ser, y el mérito sólido y verdadero, para distinguir a los que le tienen de los que carecen de él.

     Sin conocer el mérito y la virtud, se habla continuamente de uno y otro, que para la mayor parte de los [515] hombres no son otra cosa que palabras que se honran de pronunciar a toda hora. Pero es preciso tener principios ciertos de justicia, de razón y de virtud para conocer al justo y virtuoso, y poseer las máximas de un gobierno sabio y bueno para distinguir al que las profesa del que se aleja de ellas por medio de sutilezas ingeniosas. Por último, para pesar muchos cuerpos es indispensable un peso fijo; y para juzgar, principios constantes a que se reduzcan todos nuestros juicios, y penetrar con exactitud el objeto de la vida humana a fin de no desconocer los que debe proponerse el que haya de gobernar a los hombres. Este objeto único, esencial, es no apetecer jamás la autoridad y el poder para sí; porque en este caso arrastrará la ambición a satisfacer el orgullo tiránico; sino sacrificarse a las infinitas penalidades del gobierno para hacer al hombre bueno y feliz. De otro modo se camina a ciegas por la senda de la vida, entregándose a la casualidad, a la manera que el bajel surca los mares sin piloto, sin consultar los astros, y desconociendo las inmediatas costas, necesariamente ha de naufragar.

     Por ignorar muchas veces los príncipes en qué consiste la verdadera virtud, ignoran también lo que deben buscar entre los hombres. A sus ojos se presenta la verdadera virtud con cierta aspereza; les parece demasiado austera e independiente; les espanta y disgusta, y dan oídos a la lisonja, desde este momento ya no pueden hallar sinceridad ni virtud, y corren en pos de un fantasma de falsa gloria que les hace indignos de la verdadera. En breve se acostumbran a juzgar que no existe virtud sólida sobre la tierra; pues así como el bueno conoce al malo, desconoce éste a aquel y no se persuade de que exista ninguno. Tales príncipes desconfían de unos y de otros; se ocultan, se aíslan, envidian las cosas de menor [516] importancia, y a todos temen mientras de todos son temidos. Huyen la luz, procurando no aparecer cuales son, sin embargo, aspirando a no ser conocidos no pueden lograrlo, porque la maligna curiosidad de los súbditos todo lo penetra y adivina. Complácense al verles inaccesibles las personas interesadas que les rodean; porque saben que siéndolo a los hombres lo son también a la verdad, y por lo mismo se esfuerzan a oscurecer el mérito con relaciones infames para alejar de su lado a los que pudieran abrirles los ojos. Los monarcas que obran de esta suerte, pasan la vida en una grandeza estúpida, en la cual temiendo a cada paso ser engañados, llegan a serlo inevitablemente muchas veces como merecen; porque desde el momento que no hablan sino a un corto número de personas, se obligan a recibir el influjo de las pasiones y preocupaciones de estas, y hasta los buenos tienen defectos y prevenciones. Además se entregan al arbitrio de los chismosos, raza infame y maligna que se alimenta de veneno, que emponzoña las cosas más inocentes, abulta las pequeñas, inventa el mal antes de dejar de perjudicar, y se goza por interés propio en sembrar la desconfianza e indigna curiosidad en el corazón de un príncipe débil y suspicaz.

     Conoced, pues, mi querido Telémaco, conoced a los hombres, examinadlos haciendo que hablen unos de otros; experimentadlos poco a poco sin entregaros a ninguno. Aprovechaos de vuestra experiencia cuando hayáis sido engañado en vuestros juicios; porque lo seréis alguna vez, y porque los malos poseen demasiado bien el arte de sorprender al bueno por medio del fingimiento. Aprended por tales medios a no juzgar bien ni mal con precipitación, lo uno y lo otro es igualmente peligroso; y así os instruirán con utilidad los yerros padecidos. [517] Cuando encontréis talentos y virtud en un hombre, servíos de él sin desconfianza; porque el hombre de bien apetece sea reconocida su rectitud, y aprecia más la estimación y la confianza que los tesoros. Pero cuidad de no corromperlos dándoles un poder ilimitado; porque tal vez siempre habría sido virtuoso el que no lo es por haberle dado demasiada autoridad y excesivas riquezas. Bastante favorecen los dioses al que encuentra en un reino dos o tres amigos verdaderos, de bondad y sabiduría constantes; pues en breve halla por su medio personas semejantes a ellos que ocupen los empleos inferiores. Confiándose el monarca a los buenos, conoce lo que no es posible conozca por sí mismo.»

     «¿Pero será preciso, decía Telémaco, servirse de los malos cuando son hábiles, como he oído decir tantas veces?» «Es necesario hacerlo frecuentemente, respondió Mentor; porque en una nación agitada y en desorden, se hallan hombres injustos y artificiosos que ya tienen poder, que poseen empleos de importancia de que no puede despojárseles, y que han adquirido la confianza de ciertas personas poderosas con quien es preciso contemporizar; y debe hacerse también, porque se les teme como malvados capaces de trastornar la sociedad. Indispensable es servirse de ellos por algún tiempo; mas debe cuidarse de que poco a poco lleguen a ser inútiles. Guardaos bien de depositar en ellos jamás vuestra íntima y verdadera confianza; porque pueden abusar de ella y sujetaros a pesar vuestro, por la importancia del secreto que les confiéis, cadenas mucho más difíciles de romper que las de hierro. Servíos de ellos para cosas de poca importancia tratadlos bien, empeñadlos por su propio interés en que os sean fieles; único medio de lograrlo; mas no les deis parte en vuestras secretas deliberaciones. Tened siempre [518] dispuesto un resorte que obre según vuestra voluntad; pero sin darles jamás la llave de vuestro corazón. Y cuando el estado goce de quietud, regido por hombres sabios y de probidad, de quienes estéis seguro, irán siendo inútiles los malvados que os fuera preciso emplear. Entonces continuad tratándoles bien, porque nunca es lícito ser ingrato aun con los malvados; pero tratándolos bien, procurad sean buenos, sin olvidaros de que es necesario tolerar ciertos defectos a la humanidad, recobrando sin embargo la autoridad poco a poco, y evitando los males que harían si no se les reprimiese. Es un mal producir el bien valiéndose del malo, y aunque aquel sea inevitable muchas veces, debe procurarse que desaparezca. Un monarca sabio, que sólo apetece la justicia, llegará a conseguirla con el tiempo sin el auxilio de hombres corrompidos y engañosos, y encontrará hombres de bien, dotados de la aptitud necesaria.

     Pero no basta encontrarlos, preciso es formar otros nuevos.» «Eso, respondió Telémaco, debe producir grandes dificultades.» «Ninguna, replicó Mentor, porque dedicándoos a buscar hombres hábiles y virtuosos para ensalzarlos, excitaréis y animaréis a los que posean valor o talentos, y todos se esforzarán a merecerlo. ¡Cuántos yacen en una oscura ociosidad, que serían grandes hombres si les estimulase al trabajo la emulación o la esperanza! ¡Cuántos a quienes la miseria o la imposibilidad de medrar por la virtud arrastra a lograrlo por el delito! Si destináis las recompensas y los honores al talento y a la virtud, ¡cuántos formaréis adornados de uno y otra! ¡Y cuántos haciéndoles ascender de grado en grado desde los primeros empleos hasta los de mayor importancia! Ejercitaréis sus talentos, experimentando la extensión de ellos y la sinceridad de su virtud; y los que lleguen a los [519] más elevados, habrán servido a vuestra vista en los inferiores, y juzgaréis de ellos no por sus palabras sino por la serie de sus acciones.»

     En tanto que discurrían de esta suerte Mentor y Telémaco, descubrieron un bajel feacio, que había recalado en cierta isla pequeña, inculta y desierta, rodeada de espantosos peñascos; y al mismo tiempo cesaron de soplar los vientos, suspendiendo al parecer sus agradables soplos, serenose el mar cual un espejo, no podían las velas dar movimiento al bajel, y eran inútiles los esfuerzos de los fatigados remeros. Fue preciso arribar a la isla, que era más bien un escollo, que propia para habitarla los hombres. En tiempo de menos calma no habrían podido arribar a ella sin gran peligro.

     Los feacios, que aguardaban el viento para partir no se hallaban menos impacientes de continuar su viaje que los salentinos, acercose a ellos Telémaco por entre aquellas escarpadas costas, y preguntó al primero a quien halló si había visto a Ulises, rey de Ítaca, en el palacio del rey Alcinoo.

     No era feacio el que casualmente fue preguntado por Telémaco, sino un extranjero desconocido, de semblante [520] majestuoso, aunque abatido y triste; pensativo al parecer, apenas escuchó al principio lo que le preguntaba Telémaco; mas al fin le respondió: «No os engañáis, Ulises fue recibido en el palacio del rey Alcinoo, como asilo en donde se teme a Júpiter y en donde se ejerce la hospitalidad; mas ya no existe allí, y le buscaríais inútilmente, partió para Ítaca, si es que los dioses aplacados ya, permiten pueda saludar a sus penates.»

     Apenas hubo pronunciado el extranjero estas tristes palabras, se introdujo en un pequeño bosquecillo que señoreaba una roca, desde el cual miraba atentamente las aguas, huyendo de los hombres afligido al parecer por no poder partir.

     Tenía Telémaco fija la vista en él, y se aumentaba su conmoción y sorpresa cuanto más le miraba. «Este desconocido, decía a Mentor, me ha respondido como el que [521] apenas escucha lo que le dicen por hallarse lleno de pesadumbre, compadezco a los desgraciados desde que lo soy, y siento que se interesa mi corazón por este hombre sin conocer la causa. Me ha recibido mal, apenas se ha dignado escucharme y responderme, sin embargo, no me es posible dejar de desear el término de sus desgracias.»

     «He ahí, respondió Mentor sonriendo, el fruto de los infortunios de la vida, hacer a los príncipes moderados y sensibles a los padecimientos del hombre. Cuando sólo han gozado el veneno halagüeño de la prosperidad, se consideran dioses, quieren que para satisfacer sus deseos humillen sus cumbres las montañas, desprecian a los hombres, y se burlan de la naturaleza entera. Si oyen hablar de padecimientos ignoran lo que sean considerándolos como un sueño, pues jamás han visto la distancia que media entre el bien y el mal. El infortunio solamente puede hacerlos sensibles y cambiar sus corazones de peña en corazones humanos. En este caso llegan a conocer que son hombres, y cómo deben tratar a sus semejantes. Si un desconocido excita tanto vuestra compasión, porque como vos va errante por esta costa ¿cuánta deberá excitaros el pueblo de Ítaca cuando le veáis un día padecer, considerando que os le confiaron los dioses cual el rebaño al pastor, y que será tal vez desgraciado a causa de vuestra ambición, lujo o imprudencia?, porque no padecen las naciones sino por culpa de los reyes que deberían vigilar para impedir que padeciesen.

     Mientras hablaba así Mentor, hallábase Telémaco melancólico y disgustado; mas al fin le respondió algo conmovido: «Si todas esas cosas son ciertas, bien infeliz es el rey; porque llegará a ser esclavo de los que manda, nacido para ellos, a ellos debe consagrarse enteramente. Encargado de sus necesidades, será padre del pueblo y [522] de cada individuo, deberá acomodarse a sus debilidades, corregirles cual padre y hacerlos sabios y felices. La autoridad que tiene no es al parecer suya, sino de aquellos, nada puede hacer para su gloria ni para sus comodidades. Únicamente reside en él la de las leyes; ha de obedecerlas para dar ejemplo a los vasallos; y hablando con propiedad, es el defensor de ellas para hacerlas obedecer. Para mantenerlas ha de velar y trabajar incesantemente; porque goza menos libertad y quietud que los demás, y es un esclavo que sacrifica su reposo y libertad por la libertad y felicidad públicas.»

     «Cierto es, respondió Mentor, que el rey lo es únicamente para cuidar de su pueblo, como el pastor del rebaño, o cual el padre de la familia; pero ¿pensáis Telémaco que sea infeliz por tener que hacer bien a tanto número de personas? Corrige al malo castigándole, alienta al bueno con la recompensa, y representa a los dioses conduciendo por el camino de la virtud a todo el género humano. ¿No le cabe bastante gloria en hacer observar las leyes? La de hacerse superior a ellas es una falsa gloria que merece desprecio y horror. Si es malo no puede dejar de ser infeliz, porque no sabrá hallar paz en el seno de la vanidad y de las pasiones, y si bueno debe gozar el más puro y sólido de todos los placeres, trabajando en obsequio de la virtud y esperando de los dioses la recompensa eterna.»

     Agitado interiormente Telémaco, parecía no haber llegado a persuadirse jamás de estas máximas, a pesar de enseñarlas a los otros. Contra estos sentimientos le suministraba la melancolía cierto espíritu de contradicción y sutileza para resistir las verdades que le explicaba Mentor, oponiendo a ellas la ingratitud tan común entre los hombres. «¡A qué, decía, esforzarse a costa de tantas fatigas [523] para hacerse amar de ellos, cuando acaso no os amarán nunca! ¡a qué hacer bien a los malvados que se servirán de los beneficios para causaros daño!»

     «Debe contarse con la ingratitud de los hombres, respondió Mentor con serenidad; pero sin dejar por ello de hacerles beneficios, pues ha de ejecutarse así, menos por amor hacia ellos que por satisfacer a los dioses, porque nunca es perdido el bien que se hace, si llegan a olvidarle los hombres, los dioses lo recompensan. Además, si la multitud es ingrata, siempre se encuentran algunos virtuosos que se interesan por la virtud; y aun la multitud misma, aunque caprichosa e inconstante, no deja de hacer justicia tarde o temprano al virtuoso.

     Pero si aspiráis a evitar la ingratitud de los hombres, no os ocupéis únicamente en hacerlos poderosos, ricos, temibles por sus armas, felices por la variedad de placeres; porque esta gloria, esta abundancia de delicias llegarán a corromperles, al paso que se aumentará su maldad, crecerá su ingratitud. Esto es hacerles un presente funesto; ofrecerles un veneno delicioso. Aplicaos a mejorar sus costumbres, a inspirarles sentimientos de justicia, de sinceridad, de temor a los dioses, de humanidad, de fidelidad, moderación y desinterés; y haciéndolos buenos, impediréis sean ingratos, les proporcionaréis el verdadero bien, que es la virtud; y si es sólida, les inclinará al que se la haya inspirado. De esta suerte os haréis bien a vos mismo dándoles bienes ciertos, y no deberéis temer su ingratitud. ¿Por qué ha de causar sorpresa que sean ingratos los hombres para con un príncipe que sólo les ha ejercitado en la injusticia, ambición, envidia, inhumanidad, altivez y mala fe? No debe prometerse el príncipe otra cosa de sus vasallos, que lo que les ha enseñado a hacer. Si emplease su poder y su ejemplo [524] en hacerlos buenos, encontraría el premio de sus fatigas en las virtudes de aquellos, o al menos hallaría en las suyas y en el favor de los dioses motivos de consuelo en sus errores.»

     Apenas terminó su discurso Mentor, se acercó Telémaco presuroso hacia los feacios del bajel que se hallaba detenido en aquella costa; y dirigiéndose a un anciano, preguntole de dónde venían, a dónde se dirigía su navegación, y si habían visto a Ulises.

     «Venimos de la isla de Feacia, respondió el anciano, y navegamos hacia el Epiro en busca de mercancías. Ulises, como ya os han dicho, pasó a nuestra patria; mas partió de ella.» «¿Y quién es, añadió Telémaco, ese hombre poseído de tristeza, que busca los lugares más apartados mientras vuestro bajel se da a la vela?» «Es, contestó, un extranjero a quien no conocemos, dicen se llama [525] Cleomenes, natural de Frigia, y que un oráculo había presagiado a su madre, antes que él naciese, sería rey con tal que no permaneciera jamás en su patria; y que si permanecía, experimentarían los frigios el enojo de los dioses sufriendo una peste cruel. Luego que nació le entregaron sus padres a unos marineros que le condujeron a la isla de Lesbos, y allí fue alimentado en secreto a expensas de su patria, tan interesada en que permaneciese lejos de ella. Pronto llegó a ser vigoroso, robusto, afable y diestro en todos los ejercicios corporales, y aún se aplicó gustoso a las ciencias y nobles artes; pero no pudieron sufrirle en ningún país. La predicción le hizo célebre; fue conocido en breve por donde quiera que iba, y causaba temor a todos los reyes, que recelaban les arrebatase la corona. Así vaga desde la juventud, sin hallar lugar alguno en que pueda permanecer. Ha transitado por varias naciones muy lejanas de la suya; mas apenas llega a una ciudad, descubren su nacimiento y el oráculo anunciado, y cree conveniente ocultarse y elegir en cada lugar un género de vida oscura, sin embargo, en todas partes sobresalen sus talentos a pesar suyo según dicen, ora en la guerra, ora en las letras, ora en los negocios de mayor importancia; porque en cada país se presenta alguna ocasión imprevista que le obliga a ser conocido del público. Su mérito le hace desdichado; pues por él es temible y se ve desterrado de todas las naciones en que quiere morar. Su destino le hace digno de estimación y de aprecio; pero le aleja de todos los países conocidos. No es ya joven, y sin embargo aún no ha podido hallar ninguna costa del Asia ni de la Grecia en donde le hayan permitido vivir con reposo. No le seduce la ambición, ni corre tras la fortuna, se consideraría feliz si el oráculo no le hubiese anunciado jamás la corona. [526] Ninguna esperanza le queda de volver a su patria; porque sabe no podría llevar a ella sino duelo y lágrimas a todas las familias. La misma corona, causa de sus padecimientos, no le parece apetecible, corre tras ella a su pesar, arrastrado por la fatalidad, de nación en nación, mientras aquella huye de él para gozarse en su desgracia hasta la senectud. ¡Presente funesto de los dioses que llena sus días de inquietud, y le causa pesares en la edad en que debilitado el hombre sólo ha menester el reposo! Corre, dice, hacia la Tracia en busca de algún pueblo salvaje e insociable para reunirle, civilizarle y regirle por algunos años; y después de haber cumplido el anuncio del oráculo, nada tendrán que temer de él las naciones más florecientes, y se promete retirarse a una aldea de la Caria para dedicarse a la agricultura, que aprecia con pasión. Es sabio y moderado, teme a los dioses, conoce a los hombres, y sabe vivir en paz en medio de ellos sin estimarlos. He aquí lo que refieren de ese extranjero por quien me preguntáis.»

     Durante esta conversación volvía la vista Telémaco repetidamente hacia el mar, que comenzaba a agitarse. Elevaba el viento las olas, que venían a estrellarse contra las rocas y las cubría de espuma, e improvisamente prosiguió el anciano: «Me es preciso partir, no pueden esperarme mis compañeros; y al decir estas palabras corre a la orilla, se embarca, y sólo se percibe la confusa gritería de los marineros que desean con impaciencia continuar su viaje.»

     El desconocido a quien llamaban Cleomenes había andado errante algún tiempo por lo interior de la isla, subiendo a la cumbre de las rocas y contemplando el espacio inmenso de los mares con semblante melancólico, sin perderle de vista Telémaco, y observando todos sus [527] pasos. Había interesado su corazón aquel hombre virtuoso, errante, desgraciado, destinado a los más grandes hechos, y convertido en blanco de la rigorosa fortuna lejos de su patria. «Al menos, decía Telémaco, yo veré tal vez a Ítaca, pero Cleomenes jamás podrá regresar a Frigia.» El ejemplo de un hombre aún más desgraciado que él, mitigaba las penas de Telémaco. Por último, viendo preparado el bajel, descendió de las rocas escarpadas con tanta agilidad y ligereza como pudiera hacerlo el mismo Apolo en las selvas de la Licia; y habiendo recogido el rizado cabello, pasó al través de los precipicios para herir con sus flechas a los ciervos y jabalíes. Llegó el desconocido al bajel, y cortando éste las aguas comenzó alejarse de la tierra.

     Entonces se apoderó del corazón de Telémaco una secreta impresión, afligíase sin conocer la causa, lloraba, y llorando hallaba consuelo. Al mismo tiempo descubrió [528] a los marineros de Salento tendidos sobre la yerba y entregados al sueño. Hallábanse cansados y abatidos, y el benéfico sueño se había insinuado en sus miembros, derramándose sobre ellos los narcóticos de la noche en medio del día por el influjo de Minerva. Maravillose Telémaco, al observar la pereza de los salentinos, mientras diligentes y atentos los feacios habían aprovechado el viento favorable; pero todavía se hallaba aún más ocupado en observar el bajel feacio, próximo a desaparecer entre las olas, que de acercarse a los salentinos para despertarlos de su profundo sueño. Una admiración y agitación interior le arrastraban a seguir con la vista el bajel, del cual sólo descubrían las velas que blanqueaban algún tanto sobre el campo azulado de las aguas. Ni aun escuchaba a Mentor que le hablaba; y fuera de sí, era su agitación semejante a la de las Menades cuando con el tirso en la mano hacen resonar sus gritos en las riberas del Hebra, y en las montañas de Rodopé y de Ismar.

     Por último volvió de la especie de encanto en que se hallaba, y comenzaron a correr de nuevo sus lágrimas. «No me maravilla, dijo entonces Mentor, veros llorar, la causa de vuestro dolor, que os es desconocida, no la ignora Mentor, la naturaleza habla y se hace sentir, y ella enternece vuestro corazón. El desconocido que ha producido en vos tan viva inquietud es el grande Ulises; y cuanto os ha referido de él el anciano feacio bajo el nombre de Cleomenes es una ficción dirigida a ocultar con más seguridad el regreso de Ulises a su reino. Va en derechura a Ítaca, ya se halla cerca del puerto, y vuelve por fin a ver aquellos lugares tanto tiempo deseados. Le habéis visto según os predijeron en otro tiempo; pero sin conocerle, en breve le veréis, le conoceréis y él os conocerá; pero los dioses no podían permitirlo ahora fuera [529] de Ítaca. No ha estado su corazón menos agitado que el vuestro; pero es demasiado prudente para descubrirse a mortal alguno en unos lugares en que pudiera verse expuesto a las asechanzas de los crueles amantes de Penélope. Ulises es el más sabio de los hombres; su corazón es semejante a un profundo pozo, del cual no podría extraerse el secreto. Ama la verdad, y jamás dice lo que puede ofenderla; pero sólo dice lo necesario, y la prudencia tiene cerrados sus labios cual un sello para articular palabras inútiles. ¡Cuán agitado se hallaba mientras os habló! ¡cuánta violencia se hizo para no descubrirse! ¡cuánto ha padecido al veros! He aquí la causa de su tristeza y abatimiento.»

     Lloraba Telémaco mientras Mentor hablaba, y los sollozos le impidieron responder en mucho tiempo. Por último exclamó: «¡Ah mi querido Mentor! no en balde experimentaba yo que este desconocido alteraba mis entrañas. ¿Mas por qué, conociéndole, no me habéis dicho que era Ulises antes que partiese? ¿Por qué le habéis dejado partir sin hablarle, y sin manifestar que le conocíais? ¿Qué misterio es éste? ¿Seré yo siempre desgraciado, o querrán los dioses, irritados contra mí, tenerme lleno de agitación como a Tántalo sediento, embelesado con una agua engañosa que huye sin cesar de su abrasado labio? ¡Ulises! ¡Ulises! ¿os habré perdido para siempre? ¡Acaso no le volveré a ver! ¡Acaso también le harán caer los amantes de Penélope en los lazos que me tendían! Si al menos le siguiese, moriría con él. ¡Ulises! ¡Ulises! si las tempestades no os conducen a algún nuevo escollo (porque todo lo temo de la enemiga fortuna), tiemblo al considerar si os aguardará en Ítaca suerte tan funesta como la de Agamenón en Micenas. Mas, querido Mentor, ¿por qué me habéis privado de tanta dicha? En este momento [530] le abrazaría, me hallaría con él en el puerto de Ítaca, y pelearíamos ambos para vencer a nuestros enemigos.»

     «He aquí, respondió Mentor sonriendo, cómo son los hombres, mi querido Telémaco, os halláis desconsolado por haber visto a Ulises sin conocerle. ¿Cuánto habríais dado ayer por tener seguridad de que existía? Sin embargo, asegurado hoy por vuestros propios ojos de que vive, os cansa pesadumbre lo que ayer habría colmado de gozo vuestro corazón. De esta manera desprecia el corazón del hombre lo que más deseaba luego que lo posee; y así se atormenta a sí mismo sobre lo que aún no ha poseído.

     Para ejercitar vuestro sufrimiento, obran de este modo los dioses, y mientras consideráis perdidos estos momentos, sabed son los más útiles de vuestra vida, pues os empleáis en la más necesaria de todas las virtudes para el que debe mandar. Porque para ser el hombre dueño de sí mismo y de los demás, debe ser sufrido; pues la impaciencia, que se reputa como vigor del alma, es una flaqueza, una impotencia para sobrellevar las penas. El que no sabe aguardar y padecer, puede compararse al que no sabe callar un secreto, ambos carecen de firmeza para reprimirse, como el que corre en un carro sin fuerza bastante para contener a los briosos caballos, que desobedeciendo el freno, se precipitan arrastrando en su caída al hombre débil cuya mano no obedecen. El hombre impaciente se ve arrastrado a un abismo de desgracias por sus propios deseos; y cuanto mayor es su poder, más funesta le es la impaciencia. Nada le contiene; todo lo violenta para satisfacerse; rompe las ramas del árbol para coger el fruto antes de maduro; destroza las puertas antes que aguardar a que se las abran, y quiere segar la mies cuando la siembra el labrador prudente. Cuanto hace con precipitación y fuera de tiempo, tiene tan poca [531] duración como sus inconstantes deseos. Tan insensato es el hombre que todo cree preverlo y se entrega a deseos impacientes abusando de su poder. Para enseñaros a sufrir ejercitan los dioses vuestra prudencia, y se gozan al parecer en la vida errante e incierta en que siempre os tienen. Si os presentan los bienes que apetecéis, y huyen cual el sueño, es para enseñaros que aquello que cree el hombre tener en la mano, desaparece en un instante. Las lecciones más sabias de Ulises no serían tan útiles para vos como su larga ausencia y las penas que padecéis por buscarle.»

     Todavía quiso Mentor poner a prueba el sufrimiento de Telémaco de un modo más fuerte. Cuando corría a estrechar a los marineros para que apresurasen la partida, le detuvo Mentor para que ofreciese a Minerva un sacrificio; y con la mayor docilidad lo ejecutó. Prepararon [532] dos altares de céspedes, ardió el incienso, y corrió la sangre de las víctimas. Dirigió Telémaco al cielo fervorosas súplicas, y reconoció la poderosa protección de la diosa.

     Acabado el sacrificio siguió Telémaco a Mentor por las sendas sombrías de un pequeño bosque, y observa alteradas repentinamente las facciones de su amigo; y a la manera que borra Aurora las sombras de la noche cuando al abrir las puertas de oriente inflama el horizonte, así desaparecen las arrugas que afeaban su rostro, bórrase el colorido de sus ojos, y resplandece en ellos un fuego celestial en vez de la austeridad de sus miradas, huye la descuidada y blanca barba, y admira Telémaco las facciones de una mujer de aspecto majestuoso y agradable al mismo tiempo; y en su tez, más fresca y hermosa que aparece la tierna flor que se abre al nacer Apolo, descubre el albor de las lises y el carmín de la rosa. Sobresalían en su rostro juventud permanente, sencillez y majestad, exhalaba ambrosía el flotante cabello, y veíanse brillar en las vestiduras los vivos colores que pinta el sol al comenzar su carrera en las oscuras bóvedas del firmamento y en las nubes que dora. El pie de la deidad no descansaba en tierra, vagaba por los aires cual el ave de ligera pluma, y empuñaba una lanza que causaría temor a las ciudades y naciones más guerreras, y aun al mismo Marte. Su voz era sonora y agradable; pero introducíanse sus palabras cual el rayo en el corazón de Telémaco. Brillaba en su pecho la terrible égida, y aparecía sobre el casco el ave de Atenas.

     Estas señales hicieron conocer a Telémaco que era Minerva, y exclamó: «¡Oh diosa! ¡sois vos la que os dignáis conducir al hijo de Ulises por amor hacia su padre!...» Mas quería decir; pero faltole la voz, y esforzábase en [533] vano para expresar las ideas que cual un raudal le presentaba el entendimiento. La presencia de la diosa le sobrecogía, y hallábase como el que oprimido por el sueño no puede articular palabra alguna por la agitación que entorpece su labio.

     «Hijo de Ulises, dijo por último la diosa, escuchadme por la postrera vez. A ningún mortal he instruido con tal solicitud como a ti, te he conducido por la mano al través de los naufragios, guerras sangrientas, tierras desconocidas, y cuantos males pueden poner a prueba el corazón del hombre. Te he hecho ver por medio de la experiencia las máximas verdaderas y falsas para reinar, y tus errores no te han sido menos útiles que las desgracias; porque ¿cuál es el hombre que pueda gobernar sabiamente si nunca ha padecido ni aprovechádose de los padecimientos a que le han arrastrado sus errores?

     Semejante a tu padre han llenado la tierra y los mares tus tristes aventuras, ya eres digno de seguir sus huellas. Ve, nada te falta sino la corta y fácil travesía hasta Ítaca, adonde arriba en este momento, pelea a su lado y obedécele como el último de sus vasallos, da ejemplo a estos. Será Antíope tu esposa, y vivirás feliz con ella por haber buscado menos la belleza que la virtud y la sabiduría.

     Cuando ocupes el trono, cifra tu gloria en renovar el siglo de oro, escucha a todos, cree a muy pocos; guárdate de creerte a ti mismo, teme engañarte; pero nunca temas conozcan que has sido engañado.

     Ama al pueblo y nada omitas para hacerte amar; porque el miedo sólo es necesario cuando falta el amor, y debe únicamente emplearse con disgusto como remedio violento y el más peligroso.

     Considera en todas ocasiones las consecuencias de tus [534] empresas, previendo los mayores inconvenientes, persuadido de que el verdadero valor consiste en prever los peligros y arrostrarlos cuando son inevitables. El que no quiere verlos carece de ánimo para sobrellevarlos con tranquilidad; y el que los ve todos y evita los que puede arrostrando los demás con esfuerzo es el sabio y magnánimo.

     Huye la molicie, el fausto y la profusión, cifrando tu gloria en la sencillez. Las virtudes y las buenas acciones sean el ornato de tu persona y de tu palacio, y la guardia que te custodie, aprendan todos en ti a conocer en lo que consiste el verdadero honor.

     No olvides nunca que los reyes no reinan para su propia gloria, sino para el bien de sus pueblos, que los beneficios que hacen se trasmiten a los más remotos siglos, y los males que causan se multiplican de generación en generación a la remota posteridad; pues un mal rey produce a las veces calamidades para muchos siglos.

     Sobre todo está siempre alerta contra tu genio, enemigo que llevarás hasta el sepulcro, y que tomará parte en tus decisiones, y te engañará si le escuchas. Él te hará perder las ocasiones más importantes, producirá inclinaciones o aversiones semejantes a las de la niñez, en perjuicio de tus verdaderos intereses, él decide los negocios de mayor consecuencia por razones frívolas; y él por último oscurece los talentos, abate el valor, y hace al hombre inconsecuente, débil, infame e insoportable. Desconfía pues de este enemigo.

     ¡Teme a los dioses, oh Telémaco!, este temor es el mayor tesoro del corazón humano, a él acompañan la sabiduría, la justicia, la paz, el gozo, los placeres puros, la verdadera libertad, la agradable abundancia y la gloria sin mancilla. [535]

     ¡Hijo de Ulises! yo te dejo; pero nunca te abandonará mi sabiduría con tal que no olvides jamás nada puedes sin ella. Ya es tiempo de que aprendas a marchar solo. No me separé de ti en Egipto y en Salento sino para acostumbrarte a la privación de mi compañía, a la manera que se desteta al infante cuando ha llegado el tiempo de suministrarle alimentos más sólidos.»

     Luego que la diosa terminó este discurso, se fue remontando en el aire, y ocultándose en una nube de oro y azul, desapareció. Maravillado Telémaco se prosternó [536] lloroso y alzando las manos al cielo. Fue después a despertar a sus compañeros; se apresuró a partir, corrió a Ítaca, y reconoció a su padre en casa del fiel Eumeo.



Fin del Telémaco

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Aventuras de Aristonoo



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Aventuras de Aristonoo

     Después de haber perdido Sofrónimo todos los bienes que heredara de sus mayores; por consecuencia de naufragios y otros infortunios, vivía retirado en la isla de Delos, y allí buscaba en su propia virtud consuelo a tantas pérdidas. Al compás de su lira de oro cantaba las maravillas de la divinidad que aquellos naturales adoraban; y favorecido de las musas, ora estudiaba con atención los secretos de la naturaleza, el curso de los astros, su movimiento y la fábrica entera del universo, ora las propiedades de las plantas y la conformación de los animales; ora en fin procuraba conocerse a sí mismo y perfeccionar su corazón con el ejercicio de las virtudes, burlando así los caprichos de la fortuna, que queriendo oprimirle le elevaba a la verdadera gloria.

     En tanto que vivía feliz en su retiro, sin haberes, vio cierto día a la orilla del mar un venerable anciano que le era desconocido. Era extranjero que acababa de [540] llegar a la isla, y admiraba la playa en que sabía haber flotado en otro tiempo la isla entera; contemplaba la costa sobre cuyos arsenales y rocas se alzaban vistosas colinas que perpetuaban el verdor y las flores, y las cristalinas aguas de los ríos y fuentes que regaban tan delicioso país; y al acercarse a los bosques sagrados que circuían el templo, maravillábale su permanente verdura que los más violentos aquilones no osaron nunca marchitar. Examinaba con asombro la bella arquitectura del templo edificado de mármol de Paros, blanco cual la nieve, y adornado de altas columnas de jaspe; y entretanto no ocupaba menos la atención de Sofrónimo el aspecto del extranjero. Caíale sobre el pecho la blanca barba, surcado el rostro de arrugas, pero sin deformidad, se conservaba aún exento de las injurias de la edad senil. Era su estatura alta y majestuosa, aunque algo encorvado su cuerpo, y apoyábase en un bastón de marfil. «¡Oh extranjero!, le dijo Sofrónimo. ¿Qué buscas en esta isla que parece te es desconocida? Si es el templo de la divinidad que la protege, hele allí, me ofrezco a encaminarte a él; pues respeto a los dioses, y sé lo que ordena Júpiter en cuanto a los socorros que deben prestarse a los extranjeros.»

     «Gustoso acepto, contestó el anciano, lo que con tanta bondad y cortesía me ofreces; y plazca a los dioses remunerar tu piadosa protección a los extranjeros, vamos, pues, al templo», y mientras llegaban a él refiriole el motivo de su viaje.

     «Aristonoo es mi nombre, le dijo, nací en Clazomena, ciudad célebre de la Jonia situada en la hermosa costa que se extiende hasta el mar, y que parece va a unirse con la isla de Chio, patria afortunada de Homero. Fue pobre mi familia, aunque noble. Mi padre Polístrato, [541] cargado de hijos, no quiso darme a criar, y encargó a uno de sus amigos de Teos que me expusiese. Criome en su casa con la leche de una cabra cierta anciana de Eritrea, que poseía una heredad próxima al lugar en que me habían expuesto; mas era tan pobre aquella infeliz mujer, que al llegar yo a la edad en que ya era capaz de servir, me vendió a un mercader de esclavos que me condujo a la Licia. Vendiome éste en Pataro a Alcino, hombre rico y virtuoso que cuidó de mi educación y protegió mi juventud. Parecile dócil, moderado, sencillo e inclinado a todo lo bueno y honesto que podía enseñárseme, y me dedicó a las artes favorecidas de Apolo. Hízome aprender la música y los ejercicios corporales, y sobre todo el arte de curar las llagas, que en breve me hizo célebre, inspirándome Apolo maravillosos secretos; y Alcino, cuyo cariño se aumentaba de día en día, satisfecho en extremo de mi buena correspondencia a sus cuidados, me dio la libertad y me envió a Polícrates, tirano de Samos, que en medio de su increíble prosperidad, abrigaba el temor de que llegase a abandonarle la fortuna que por tanto tiempo le fuera favorable. Amaba la vida, llena para él de delicias, y temía perderla, esforzándose a prevenir hasta las más leves apariencias de enfermedad; por cuya razón veíasele siempre rodeado de los hombres más célebres y experimentados en la medicina. Complaciole en extremo mi resolución de pasar mi vida en su compañía, y para que le fuera más adicto, diome grandes riquezas y me colmó de honores. Permanecí mucho tiempo en Samos admirando los favores que le dispensaba la fortuna, en todo conforme a sus deseos. Si emprendía la guerra, alcanzaba la victoria; y hasta sus más arduos proyectos se efectuaban con brevedad. Crecían diariamente sus tesoros en tanto que sus enemigos [542] se humillaban a sus pies, y conservaba la salud a la par de la prosperidad.

     Cuarenta años habían corrido desde que aquel afortunado tirano tenía al parecer cautiva la fortuna, sin que en tanto tiempo le hubiese esquivado esta sus favores una sola vez; y tan inaudita prosperidad excitó mis temores, porque le amaba cordialmente, y me atreví a comunicarle mis recelos. Causáronle alguna impresión mis palabras; pues aunque afeminado por los placeres y engreído con su poder, conservaba afecto a la humanidad, cuando le recordaban los dioses y la inconstancia de las cosas terrenales. Me permitió le dijese la verdad, y moviéronle tanto mis temores, que resolvió interrumpir su dicha. «Bien veo, me dijo, que no hay hombre exento de la persecución de los hados; y cuanto más favorables han sido estos, más temibles deben ser los reveses. Largos años me han colmado de bienes, y debo por lo mismo temer los mayores infortunios, si no huyo los que me amenazan. Quiero, pues, prevenir las traiciones que me prepare la lisonjera fortuna»; y al acabar de decir estas palabras, sacó del dedo su precioso anillo, muy estimable para él, y le arrojó en mi presencia al mar desde una elevada torre, prometiéndose haber satisfecho con esta voluntaria pérdida la necesidad de sufrir una vez a lo menos en la vida los rigores de la fortuna. Mas cegábale la prosperidad; pues no deben reputarse como adversidades aquellas que elegimos o nos causamos por nuestra propia mano, ni nos afligen otras que las forzosas e inesperadas con que nos castigan los dioses. Ignoraba Polícrates que el medio más seguro para prevenir los golpes de la fortuna, es desprenderse con moderación y prudencia de los bienes caducos con que nos enriquece. Desdeñó la fortuna el anillo que le sacrificaba Polícrates, y viose, a pesar suyo, más [543] dichoso que nunca. Había un pez tragado el anillo, cayó en la red, fue llevado a casa de Polícrates, y al prepararle para su mesa le halló el cocinero en el vientre y fue presentado al tirano a quien causó asombro ver que la fortuna se obstinaba en favorecerle. Mas acercábase ya el término de su prosperidad, y debía trocarse ésta de repente en la adversidad más espantosa.

     El gran rey de Persia Darío, hijo de Histaspes, emprendió la guerra contra los griegos y subyugó en poco tiempo todas las colonias griegas de la costa de Asia e islas vecinas situadas en el mar Egeo. Cayó Samos en su poder, fue vencido el tirano, y Oronte que mandaba las tropas de aquel rey mandó alzar el suplicio en que fue aquel ahorcado. De esta manera pereció en el más cruel e infame de todos los suplicios aquel hombre que gozara tan prodigiosa prosperidad y que no pudo hallar el infortunio que buscaba; tan cierto es que nada amenaza tanto al hombre de algún grande infortunio como una gran fortuna: la fortuna, que abate a los más elevados y saca del polvo a los más infelices; la fortuna, que había precipitado a Polícrates desde lo más alto de su instable rueda, y colmádole de bienes desde la más miserable de todas las condiciones humanas. Nada me quitaron los persas, al contrario, apreciaron mis conocimientos en el arte de curar, y la moderación con que me condujera mientras gocé el favor del tirano. Mas no hicieron lo mismo con los que habían abusado de su confianza, a quienes castigaron de varios modos.

     Como ningún daño había causado, y sí favorecido a cuantos estuvo a mi alcance, fui el único a quien respetaron los vencedores y me trataron honrosamente, complaciéndose todos en ello, porque me estimaban conociendo había gozado de la prosperidad sin provocar la [544] envidia, mostrar dureza ni orgullo, ambición ni injusticia. Permanecí algunos años en Samos sin que fuese turbada mi tranquilidad; mas sentí al cabo de ellos el vehemente deseo de regresar a la Licia en donde pasara agradablemente los primeros años, con la esperanza de ver de nuevo a Alcino autor de mi fortuna.

     Pero a mi regreso tuve la triste nueva de su muerte después de haber perdido los bienes y sufrido con la mayor constancia las desdichas que acarrea la senectud. Esparcí flores y vertí lágrimas sobre sus cenizas, coloqué una honrosa inscripción sobre su sepulcro, e investigué la suerte de sus hijos. Sólo existía Orsiloco, uno de ellos, que no pudiendo resolverse a permanecer sin bienes de fortuna en la misma patria en que su padre viviera en la opulencia, la había abandonado embarcándose en un [545] bajel extranjero para pasar una vida oscura en cualquiera remota isla; mas había naufragado cerca de la de Carpacio, sin que quedase ningún descendiente de la familia de mi bienhechor. Al momento me decidí a adquirir la casa en que Alcino viviera y los fértiles campos que poseía en su derredor.

     Hallábame muy satisfecho de encontrarme en aquellos lugares que me recordaban la dulce memoria de tan lisonjera edad y de un señor tan bondadoso, y parecíame estar aún en la flor de los primeros años en que había servido a Alcino; mas apenas hube adquirido los bienes que le pertenecieran, vime obligado a pasar a Clazomena por haber fallecido mis padres Polístrato y Fidilia dejando otros muchos hijos entre quienes reinaba la discordia. Me presenté a ellos luego que llegué, vestido de un traje humilde como hombre sin bienes de fortuna, y les mostré las señales que comúnmente se usan para que sean conocidos los expósitos. Sorprendiéronse al ver aumentado el número de los herederos de Polístrato que debían ser partícipes de su corta fortuna, y desconocieron mi origen negándose a reconocerme ante los magistrados. Para castigar su inhumanidad consentí en ser considerado como extraño, y solicité fuesen excluidos para siempre de la sucesión de mis bienes. Acordáronlo así los magistrados, y entonces hice alarde de las riquezas conducidas en mi bajel, dándome a conocer como el mismo Aristonoo que tantos tesoros adquiriera al lado de Polícrates, tirano de Samos, manifestándoles no haber contraído jamás el lazo conyugal.

     Arrepintiéronse mis hermanos de haberse conducido conmigo tan injustamente, y seducidos por la esperanza de heredarme, hicieron inútilmente los mayores esfuerzos para lograr mi benevolencia. La desunión que reinaba [546] entre ellos produjo la venta de todos los bienes paternos, que yo compré, teniendo ellos el sentimiento de verlos en poder del mismo a quien no habían querido dar la menor parte. Viéronse, pues, reducidos a la más aflictiva pobreza; mas luego que conocieron su falta les abrí mi corazón, les perdoné, fueron recibidos en mi casa, proporcioné a cada uno de ellos medios para ejercer el comercio marítimo; y reunidos todos viven juntos pacíficamente en mi casa, habiendo yo llegado a ser el padre común de aquellas familias cuya unión y aplicación al trabajo les proporcionó en breve considerables riquezas. Mas entre tanto la senectud, como ves, ha venido a blanquear mi cabello y arrugar mi rostro, advirtiéndome que no disfrutaré por largo tiempo tan cumplida prosperidad. Antes de morir he querido ver por la última vez la tierra querida, más grata para mí que mi propia patria; la Licia donde aprendí a ser bueno teniendo por modelo al virtuoso Alcino. Supe antes de llegar a ella por un negociante de las islas Cíclades, que aún existe en Delos un hijo de Orsiloco, digno imitador de las virtudes de su abuelo Alcino; y al momento dejé el camino de la Licia apresurándome a venir en su busca a esta isla consagrada a Apolo, bajo los auspicios de este dios como vástago de la familia a quien todo lo debo. Réstame poco tiempo que vivir; pues la parca, enemiga del reposo que tan rara vez conceden los dioses a los mortales, no tardará en cortar el hilo de mis días; mas moriré contento si antes de cerrarse mis párpados para siempre, llego a ver al nieto de mi antiguo señor. Tú que habitas en esta isla ¿dime si le conoces? ¿dónde podré encontrarle? Si me proporcionas que le vea, otórguente los dioses la recompensa, permitiéndote acariciar sentados sobre tus rodillas a los nietos de tus nietos hasta [547] la quinta generación, y plázcales conservar en tu casa la abundancia y la paz como fruto de tus virtudes. En tanto que así hablaba Aristonoo, lloraba Sofrónimo, ora de gozo, ora de dolor; y sin poder articular palabra tendió al fin los brazos al cuello del anciano, y estrechándole contra su corazón se esforzó a decirle entre sollozos.



     «Yo soy, oh padre mío, el que buscáis, aquí tenéis a Sofrónimo, nieto de vuestro amigo Alcino, al escucharos, no me queda duda de que os traen los dioses para [548] consolar mis infortunios. En vos se halla la gratitud que parecía haber huido de la tierra. En mi infancia oí decir que un hombre célebre y rico se hallaba establecido en Samos después de haber sido educado en casa de mi abuelo; mas habiendo muerto joven mi padre Orciloco, dejándome en la cuna, nada más he podido saber; y en la incertidumbre jamás me atreví a pasar a Samos, prefiriendo permanecer en esta isla, procurándome consuelo a mis desgracias, con el menosprecio de las vanas riquezas, y cultivando las musas en el templo consagrado a Apolo; y la virtud, que habitúa a los hombres a contentarse con poco y a vivir con tranquilidad, ha sustituido hasta ahora al goce de los demás bienes.»

     Al acabar de decir estas palabras habían llegado ya al templo, y propuso Sofrónimo a Aristonoo hacer oración y presentar sus ofrendas. Hicieron un sacrificio de dos ovejas más blancas que la nieve y de un toro en cuya frente se veía un hermoso lunar. Cantaron himnos en honor de la divinidad que alumbra el universo, arregla el curso de las estaciones, alienta a las ciencias y preside el coro de las nueve musas; y pasaron el resto del día en volver a referir sus aventuras; recibiendo Sofrónimo en su casa al anciano, con el respeto y ternura que hubiera recibido al mismo Alcino si aún viviese.

     Embarcáronse al día siguiente para la Licia, y allí condujo Aristonoo a Sofrónimo a una fértil campiña situada a las orillas del río Janto, en cuyas aguas se bañara y lavara tantas veces su hermosa y rizada cabellera Apolo al regresar de la caza fatigado y cubierto de polvo. Veíanse en ella multitud de álamos y sauces cuyas ramas llenas de verdor y frescura ocultaban nidos de innumerables avecillas que en incesantes gorjeos pasaban noche y día. Al precipitarse el río de una alta roca causaba [549] gran ruido, y cubríase de blanca espuma la superficie de sus aguas, resbalando estas por un canal cubierto de conchas. Ondeaban en la campiña las doradas mieses, y las vides y árboles frutales poblaban las colinas que se elevaban en forma de anfiteatro. La naturaleza entera, finalmente, se presentaba en aquellos parajes risueña y agradable, el cielo sereno y apacible, y la tierra pronta siempre a arrojar de sus entrañas nuevas riquezas para recompensar las fatigas de sus cultivadores. Descubrió Sofrónimo, al adelantarse por la orilla del río, una casa sencilla y mediana, pero de agradable arquitectura y justas proporciones. No la adornaban el mármol, el oro, la plata ni el marfil, ni muebles lujosos; pero todo en ella respiraba aseo y comodidad aunque sin magnificencia. En medio del patio veíase una fuente cuyas aguas corrían por el canal que formaba el verde césped matizado de flores; y aunque los jardines no eran muy vastos, producían frutas y plantas útiles para alimentar al hombre. A derecha e izquierda de ellos veíanse dos florestas cuyos árboles parecían tan antiguos como la tierra que los nutría, y cuyas espesas ramas producían una sombra impenetrable a los rayos del sol. Entraron en un salón en donde comieron de cuanto producían los jardines; mas de ninguna de las cosas que la sensualidad va a buscar tan lejos y con tanto dispendio a las ciudades. Leche tan dulce como la que ordeñaba Apolo mientras fue pastor en la casa del rey Adunto, miel más exquisita que la que labran las abejas de Hibla en Sicilia, o del monte Himeto en el Ática; legumbres y frutas acabadas de coger, y vino más delicioso que el néctar servido en copas cinceladas; y mientras duró aquella frugal comida no quiso Aristonoo sentarse a la mesa, excusándose al principio con diversos pretextos para ocultar su modestia; mas [550] estrechado por Sofrónimo, manifestó su resolución de no comer jamás con el nieto de Alcino a quien por tanto tiempo había servido como a su señor en aquel mismo lugar. «He aquí, dijo, el sitio en que aquel sabio anciano acostumbraba a comer, a conversar con sus amigos y a entretenerse en diversos juegos. He allí donde paseaba leyendo a Hesiodo y a Homero. He allí, por último, el lugar en donde reposaba durante la noche; y al recordar todas estas circunstancias enternecíasele el corazón y corrían de sus párpados abundosas lágrimas.»

     Acabada la comida condujo a Sofrónimo a las dilatadas praderas en que vagaban rumiando grandes piaras de ganados mayores a la orilla del río, y vieron venir numerosos rebaños que regresaban de pastar llenas de leche las madres y seguidas de sus tiernos corderillos que las seguían retozando; y por último considerable número de esclavos que se animaban al trabajo por el interés de su señor, que por su dulzura y humanidad se hacía amar de ellos, suavizando las penalidades de la esclavitud.

     «El gozo enajena mi corazón, dijo Aristonoo a Sofrónimo, mostrándole la casa, los esclavos, los ganados y aquellos terrenos que habían llegado a ser fértiles por virtud de esmerado cultivo, al veros en el antiguo patrimonio de vuestros mayores, me hallo satisfecho al poneros en posesión de estos lugares en que serví por largo tiempo a Alcino. Disfrutad en paz de lo que fue suyo, vivid dichoso y preparaos un término más agradable que el suyo.» Al mismo tiempo le hizo donación de aquellos bienes con todas las solemnidades que la ley prescribía, declarando excluidos de la sucesión a sus herederos naturales si alguna vez llegaban a ser tan ingratos que disputasen aquella donación que hacia al nieto de Alcino su bienhechor. [551]

     Mas no bastaba esto para satisfacer el generoso corazón de Aristonoo; adornó toda la casa de muebles nuevos, aunque sencillos y modestos, aseados y agradables; llenó los graneros de los ricos presentes de Ceres, y la bodega de vino de Chio digno de ser servido en la mesa del gran Júpiter por la mano de Hebe o de Ganimedes, añadiendo alguna porción de vino parmeniano y provisión abundante de miel de Himeto y de Hibla, y de aceite de Ática, casi tan dulce como la misma miel; y por último, innumerables vellones de lana muy fina y tan blanca como la nieve, rico despojo de las tiernas ovejas que se alimentaban en las montañas de la Arcadia y en las grandes praderas de la Sicilia; en cuyo estado entregó la casa a Sofrónimo con cincuenta talentos euboicos, reservando para sus parientes los bienes que poseía en la península de Clazomena, en las inmediaciones de Esmirna, de Lebedo y de Colofón, que eran de mucho valor, y enseguida se embarcó Aristonoo para regresar a la Jonia.

     Admirado y enternecido Sofrónimo con tan grandes beneficios, le acompañó lloroso hasta el bajel, estrechándole entre sus brazos y llamándole su padre. Un viento favorable condujo en breve a Aristonoo al seno de su familia, y ninguno de los individuos de esta se atrevió a quejarse de lo que acababa de hacer con Sofrónimo. «He dispuesto, les decía, en mi testamento, que todos mis bienes se vendan y se distribuya su valor entre los pobres de la Jonia si alguno de vosotros llega a oponerse a la donación que acabo de hacer al nieto de Alcino.»

     Vivía en paz aquel sabio anciano gozando de los bienes que el cielo concediera a sus virtudes; y a pesar de su senectud, iba todos los años a la Licia a ver a Sofrónimo y hacer un sacrificio sobre el sepulcro de Alcino [552] que había enriquecido con los más bellos adornos de la arquitectura y de la escultura; disponiendo que después de su muerte fuesen colocadas sus cenizas en el mismo sepulcro para que descansasen al lado de las de su querido señor. Impaciente Sofrónimo de ver a Aristonoo, tenía fija la vista en el mar durante la primavera, deseoso de descubrir el bajel que le conducía, pues era la estación en que verificaba su viaje; y renovábase anualmente el placer de ver venir surcando las olas a aquel bajel tan deseado, cuyo arribo era para él infinitamente más agradable que cuantos tesoros arroja la naturaleza al aparecer la primavera después del rigoroso invierno.

     Mas llegó un año en que el bajel no parecía, y la tristeza y el temor aparecieron en el rostro de Sofrónimo. Lloraba amargamente, abandonole el sueño, y negose a los más agradables manjares. Inquietábale el menor ruido, y con la vista fija en el puerto preguntaba a cada momento si había arribado algún bajel de la Jonia. Arribó uno, mas ¡ah! no conducía a Aristonoo sino sus cenizas en una urna de plata que le presentó afligido Amficles, antiguo amigo de aquel, de su misma edad con corta diferencia, y fiel ejecutor de su última voluntad. Al acercarse a Sofrónimo, enmudecieron ambos, mas sus sollozos expresaron su dolor. Besó Sofrónimo la urna cineraria, y habiéndola bañado con sus lágrimas exclamó. «¡Oh virtuoso anciano! Tú hiciste dichosa mi vida, mas hoy me atormentas con el más acerbo dolor. Ya no te veré más, y sería afortunado si muriese, pues podría verte en los campos Elíseos, donde tu sombra goza la bienaventurada paz que los justos dioses tienen reservada a la virtud. Tú has hecho renacer en la tierra la justicia, la piedad y la gratitud, mostrando en este siglo de yerro aquella bondad e inocencia que florecieron en la edad de oro. Antes [553] de coronarte los dioses en la mansión de los justos, te han concedido en la tierra una vejez dichosa y prolongada, mas ¡ah! nunca dura demasiado lo que debiera ser eterno. Ningún placer me proporciona el goce de lo que me diste, pues me veo reducido a gozarlo separado de ti. ¡Sombra querida! ¿Cuándo te seguiré? Preciosas cenizas, si aún soy capaz de sentir, sin duda os causará placer veros mezcladas con las de Alcino. También las mías se mezclarán con ellas algún día. Entretanto, será mi único consuelo conservar los restos mortales del que más he amado. ¡Oh Aristonoo! ¡Aristonoo! No, no has muerto, vives todavía en el fondo de mi corazón. Pueda yo antes olvidarme de mí mismo que borrar de mi memoria aquel hombre tan digno de ser amado, que con tal extremo me amaba, que tanto apreció la virtud y a quien todo lo debo.»

     Acabadas estas palabras interrumpidas de sollozos, colocó Sofrónimo la urna cineraria en el sepulcro de Alcino; sacrificó multitud de víctimas, cuya sangre inundaba los altares de floridos céspedes que circuían la tumba; derramó abundantes libaciones de vino y de leche; quemó perfumes traídos de lo interior del Oriente, y se esparció por los aires su oloroso humo; estableciendo para siempre la celebración de juegos fúnebres en honor de Alcino y de Aristonoo en aquella misma estación. A ellos concurrían desde la Caria, comarca feliz y abundante; desde las encantadas riberas del Meandro que deja pesaroso el país que riega prolongando su curso por él con multiplicados rodeos; desde las orillas siempre verdes del Caistro; desde las del Páctolo que arrastra arenas doradas; desde la Panfilia que hermosean a porfía Ceres, Flora y Pamona; y por último desde las vastas llanuras de la Cilicia, regadas cual un jardín por los numerosos [554] torrentes que descienden del monte Tauro siempre coronado de nieve; y durante aquella solemne fiesta cantaban himnos en loor de Alcino y de Aristonoo, jóvenes de ambos sexos vestidos de túnicas de lino blancas cual la azucena; porque no era posible alabar al uno, sin loar al otro; ni separar a aquellos dos hombres tan íntimamente unidos aun después de su muerte.

     Una gran maravilla se advirtió el mismo día en que Sofrónimo derramaba las libaciones de vino y leche. Durante ellas nació en medio del sepulcro un hermoso mirto de verdura y exquisito olor, se alzó de repente su copuda cabeza para cubrir las dos urnas y protegerlas con su sombra. Exclamaron todos al ver este prodigio que los dioses para recompensar la virtud de Aristonoo le habían convertido en tan precioso arbusto. Tomó a su cargo [555] Sofrónimo el cuidado de regarle y honrarle cual una divinidad; y lejos de envejecer se renueva de diez en diez años; sin duda porque los dioses han querido mostrar con tal maravilla, que la virtud que tan agradables perfumes esparce en la memoria de los hombres, no perece jamás.





FIN

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