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ArribaAbajoCapítulo VI

En que se cuenta la jornada de Trapaza a la Andalucía y cuéntase en el carro una novela, y cómo por un estraño accidente fue preso


Tres determinaciones conformes del bachiller Trapaza, de Estefanía y de Varguillas, se dispusieron a caminar, dejando a Salamanca por Andalucía. Para esto se valieron del bagaje de un carro, bergantín terrestre, que anda en corso, siempre aquellos pantanosos caminos de invierno y aquellos páramos desiertos en verano.

Concertaron, pues, tres lugares en donde poco antes hicieron lo mesmo un médico y dos hombres de Valladolid. El médico, que acababa de sacar licencia de la Corte para comenzar a esgrimir recetas, y quiso pasar por Salamanca y ver aquella insigne y célebre universidad, habiendo estudiado en la de Alcalá.

Los dos hombres, que eran hermanos, venían de acabar un pleito en Valladolid, y pasaban a Sevilla a aguardar a otro hermano suyo que había de venir del Perú en la flota que se esperaba.

Pues, acomodada esta gente con otra mucha ropa que cada uno acomodaba en el carro y la que el carretero llevaba por su cuenta, comenzaron sus jornadas camino de Sevilla, por el que dicen de la Plata. Iba Estefanía en predicamento de mujer de Trapaza, y así todos por esto la guardaban respeto, si bien su alegría y desenfado provocaban deseos de romper este decoro, y en el médico más que en ninguno, que le había parecido bien la moza. Ella era la levadura de las conversaciones, quien las movía, el regocijo de todos, porque su buena voz deleitaba y entretenía el cansancio de un carro, que es cosa bien intolerable aguardar a la flema con que camina y a la prolijidad de los carreteros y mozos dél.

Para entretener este tiempo, quiso el médico divertir los caminantes compañeros suyos; y así les dijo:

-En un camino largo, y que lo es más con la caballería que llevamos, ha de haber de todo para divertirnos: tiempos hay para cantar, tiempos para rezar y tiempos para la conversación. Cuando tal vez esto falta por ser cosa de novedad, se suele variar esto con referir algún suceso o leído en verdaderas historias o en libros ingeniosos que la inventiva formó para recreo de los ánimos y divertimiento de las ocupaciones.

Yo me ofrezco los ratos que faltaren los discursos que de diferentes pláticas se movieren, a entretener ese rato con algún cuento o novela con que pasemos el camino; que, como he leído tanto, así de lo italiano, en que tantas se han escrito, como en español, que de poco acá los han sabido imitar y aun exceder, no faltaré a lo que aquí prometo con mucho gusto.

Todos le agradecieron el deseo con que procuraba quererles divertir y le estimaron, y así, para comenzar a cumplir con su promesa, oyéndole todos atentos, y más Estefanía, a quien deseaba agradar, dijo así:

Novela

«Gobernaba el Imperio de Roma el invicto Valeriano, cuyo esfuerzo era temido de sus enemigos y cuya afabilidad amada de sus vasallos. Para aliviar las cargas deste gobierno, libró el peso de los negocios en Claudio, caballero romano, cuya persona era estimada en Roma, así por su noble sangre como por sus heroicas hazañas; pues, desde que ciñó espada, que fue en la edad de diez y seis años, se halló en la guerra y, en todas las ocasiones más peligrosas que se ofrecieron, mostró con gran valor ser patricio de Roma, ganando honrosos trofeos de sus contrarios y fuerzas y aun reinos al Imperio.

Esto le puso en el primer lugar de la Corte, porque conocido por su valor, su talento y partes tan dignas de estima, el emperador le admitió en su privanza y era su segunda persona, despachándose por su mano los negocios de más peso, las consultas y cosas tocantes a la cesárea persona, que es necesario y aun preciso tener un monarca privado para que alivie sus cuidados y minore sus ocupaciones.

Era Claudio de gentil disposición, hermoso de rostro, afable, discreto, cortés y amigo de todos; de manera que aquel lugar que tenía le ocupaba sin contradicción de envidia alguna, que es la mayor felicidad en la privanza.

Por ver en él partes de tan perfeto caballero, Otavia, hermana del César, puso los ojos en él con afición, de manera que en varias ocasiones se lo dio a entender los ojos, intérpretes de las almas.

Discreto era Claudio y había penetrado el amor de la hermosa Otavia; mas no se le dio jamás por entendido por parecerle que en aquel sujeto era muy peligroso el empeño; pues, si se engolfaba en él amando a Otavia, habría de hacerle perder la gracia del emperador, de quien sabía que deseaba casarla con Decio, su primo, que estaba entonces en el gobierno de España; y querer él turbar con su galanteo esto era perderse. Por esto no quiso admitir los halagos amorosos de la hermosa Otavia, desviándose de todas las ocasiones que se ofrecían por venirle a estar tan mal el esperarlas, conque la dama aumentaba sentimientos, pues veía de conocidos que huía della y pasaba todas las noches en continuo desvelo, no perdiendo del pensamiento a Claudio, de quien estaba firmemente enamorada.

Sucedió salir un día a caza el emperador por divertirse, y hallóse en ella su hermana con sus damas, y Claudio, que no faltaba del lado del César. Pues, como la caza se comenzase, que era de venados, cada uno discurrió por la parte que más gusto tuvo.

Claudio hubo de seguir la vereda que Otavia había tomado, por tener orden del César que no se apartase de su lado. Descubrieron los sabuesos por allí el rastro de un ciervo, al cual hallaron a muy pocos pasos; siguiéronle, y tras él Otavia y Claudio, llevando la dama intención de apartarse cuando pudiese de aquel puesto para lograr la ocasión que deseaba.

Alcanzaron los perros al ciervo, y haciéndole trofeo de sus presas, dieron alivio a su cansancio en el cristal de una fuente que se les ofreció. A su imitación, Otavia, que vio muerto el ciervo, se apeó en brazos de Claudio, y, atando los caballos a una encina, se sentaron en la verde hierba, margen de aquella clara fuente, adonde Claudio no pudo rehusar el venir, por mandárselo el emperador, que bien sabía por las acciones de la hermosa Otavia que se había de hallar muy atajado con ella.

Después que hubieron hablado los dos gran rato en algunas cosas Otavia le dijo así:

-Maravillada estoy, Claudio, de una cosa que, si no la oyera platicar en Roma, no la creyera, y es que siendo en esta ciudad la persona más lucida della, la más bien querida, no hayas dado al niño Amor feudo con dama que merezca que la sirvas. Esto digo porque oyendo hablar de muchos caballeros mozos los empleos que tienen y las damas a quien sirven, en tratando de tu persona, todos convienen en que no tienes amor. Quisiera saber si esto proviene de algún escarmiento, que no puede ser menos, porque estar una juventud tan florida, una gala tan bien vista y, finalmente, un caballero de tantas partes sin dama, arguye que mal pagado de alguna, sentido de su sinrazón, no quieres poner los ojos en otra, que suele ser el remedio contra este pesar.

Aquí calló Otavia, dando lugar a que Claudio respondiese así:

-Hermosa Otavia, no se debe maravillar quien viéndome en el puesto que estoy (más por favor del César que por méritos míos), no me ve servir dama alguna de Roma, siquiera para emplearme en ella con el vínculo del matrimonio, pues de propósito huyo de los lances de amor que se me pueden ofrecer para verme en estos empeños. Éstos suelen ser efectos de la ociosidad; y como en mí no la hay con los importantes negocios en que el César me encarga, y de que le tengo de dar cuenta cuando quiere aliviar conmigo sus cuidados, nunca ha tenido el amor lugar para mostrarme objetos en quien de veras emplee la vista, a quien le suceda la afición. Buscarlos tampoco lo hago, por ver cuán contrarios son divertimientos amorosos a ocupaciones de ministro, pues con ellos diera mala cuenta de lo que el César me tiene encomendado; yo deseo su acierto, que no le tuviera a no portarme así.

-Satisfecha me has dejado con la disculpa del ministro -dijo ella-, pero con eso no sé cómo lo podrás dar de mal entendido a una dama que sé yo con certeza que desea que tú pongas tu afición en ella, dándote para este motivo acciones que tú has visto en sus ojos.

-Mi desconfianza -dijo él- me ha hecho poco advertidos los míos, y así, habrán pecado de groseros en no haber reparado en tanta dicha.

-No la debes de juzgar por tal -dijo Otavia-, pues has hecho poco caso della, pues no es persona la que se ha atrevido a tal que ha ensayado estos papeles en otra parte, porque su estado y autoridad se lo defendieran, y aun para lo que ha hecho (que es demasía) le ha costado harto en vencer antes su pasión.

Finalmente, de palabra en palabra, Otavia vino a declararse con Claudio; y aunque él estimó mucho el sobrado favor que le hacía, y ponderó con hipérboles su estimación, le dijo cuán contra el gusto de su hermano sería el favorecerle, pues sabía de Su Majestad cuán diferentes propósitos tenía, pues le había comunicado el empleo que quería hacer de su persona en Decio, su primo, y que sobre ello le había ya escrito.

Mostró Otavia disgusto a este consorcio por no ser Decio muy conforme a su voluntad, que era hombre soberbio y no muy bien querido. Por esto, de nuevo le mostró con resolución deseos de que la sirviese, facilitándole que por aquel camino subiría a ser colega de su hermano, pues Amor había hecho otros mayores milagros.

Con este ánimo que le puso a Claudio, desde aquel día comenzó a gozar lícitos favores de Otavia, hasta llegar a verse a una reja de un jardín muchas noches. Pero siempre Claudio la servía con una grande desconfianza de poder alcanzarla por esposa, sabiendo que su casamiento se trataba con veras y casi estaba ya concertado, que, por estar España con algunas alteraciones, no venía Decio della a acabarlo a efetuar.

En esto estaban los dos amantes, muy enamorada Otavia, y Claudio muy dudoso de lograr aquel empleo, cuando, ofreciéndose unas grandes fiestas en Roma que se hacían al dios Júpiter, acertó a hallarse Claudio en su templo con el César, donde vio una singular belleza, una perfecta hermosura, una bizarra dama, que con su beldad excedía a cuantas celebraba la juventud romana.

Era recién venida de Francia, donde Atilio, su anciano padre, había estado gobernando aquel reino por el César, y por su mucha edad se había retirado a Roma, donde quiso colgar el acero y descansar. Era Porcia el consuelo de su senectud, el alivio de sus achaques y, finalmente, todo su gusto y contento.

A esta dama (que era de lo más principal de Roma) miró Claudio con tanto cuidado y desvelo, que desde aquel día le puso en él su estremada hermosura.

En cuanto asistió en el templo y se hicieron aquellos solemnes sacrificios a Júpiter, procuró con los ojos dar a entender Claudio a la hermosa Porcia el nuevo cuidado en que su hermosura le había puesto, y con tanto afecto la miraba, que ella hubo de reparar en ello, de manera que la obligó a preguntar a una amiga que la acompañaba quién era Claudio, que, como tan recién venida, no le conocía.

La amiga la informó muy a lo largo de las partes de aquel caballero, del puesto que ocupaba y de cómo era toda la privanza del emperador; todo esto haciendo las partes de Claudio, porque era muy aficionada suya.

No desestimó Porcia el verse mirar con tanto afecto y conocer, por las demostraciones del caballero, proceder esto de afición; y así, en su pensamiento (pareciéndole bien la persona de Claudio) propuso, si perseveraba en servirla, de favorecerle, pues empleada en la segunda persona del Imperio, no podía más desear.

Desde aquel día procuró Claudio servir a Porcia con mucho secreto, porque no viniese esto a oídos de Otavia, con quien también se comunicaba, sin faltar noche alguna del jardín, adonde se veía con ella y era favorecido en lo lícito y honesto. Llegó, pues, Claudio a tanto con Porcia que, favorecido della, no se acordaba si había Otavia en el mundo para amarla; si bien por la razón de estado la hablaba, que temía que, de no hacerlo, le podía descomponer con el César, su hermano.

En este tiempo murió Atilio, padre de Porcia, dejándola muy rica; hiciéronse las exequias a la usanza de su gentilidad. Porcia se retiró algunos días de comunicarse con Claudio; mas, pasado el sentimiento, él llegó a entrar en su casa, dándole primero la mano de esposo, conque pudo llegar a los brazos de su amada Porcia y gozarse con ella; esto con secreto siempre, por el temor que tenía de Otavia, de cuya afición había Claudio dado parte a su esposa, y con su licencia, no desistido del galanteo, asegurándola que había de durar poco, pues se esperaba presto la venida de Decio, su primo.

En tanto que pasaban estas cosas, Camilo, un fuerte capitán y experto soldado que gobernaba la Panonia superior, que hoy es Hungría, se rebeló contra el César, queriendo hacerse dueño y señor absoluto de aquel reino. Tuvo aviso desto el emperador y quiso en persona partir de Roma y castigar este desacato, sin bastar ruegos de su hermana para que no hiciese esta jornada.

Convocó sus legiones, y con ellas y nuevo ejército que en breve hizo, partió de Roma a toda priesa por no dar lugar al rebelde para que se fortificase con su tardanza. En la jornada hubo de ir Claudio, porque el emperador jamás le apartaba de sí para que le aliviase las cosas del gobierno.

Mucho sintieron Otavia y Porcia su ausencia; con la una mostró el caballero verdadero sentimiento de su partida, y con la otra fingió tenerle, deseando a la vuelta hallar en Roma a Decio, para que, casado con su prima, le diese lugar a dar parte de su casamiento al emperador, de su empleo, y hacer con la hermosa Porcia sus bodas.

Llegó el César a Hungría; halló en Belgrado (que es su metrópoli) fortificado a Camilo; sitió la ciudad, y habiendo sufrido tres asaltos en que se vio casi rendida, se defendía valerosamente.

No faltó quien, viendo la tiranía de Camilo contra su natural señor, no procurase entregarle la ciudad y aun la persona del traidor; y tratando esto secretamente con el César, vino por trato a dársele entrada en Belgrado. Y una noche, cuando menos se pensó Camilo, al ejército imperial le fueron abiertas las puertas, conque ganó la ciudad, dando muerte a los valedores del rebelde y a él poniéndole en prisión; y para escarmiento de otros, de allí a dos días le fue cortada la cabeza en un público cadahalso a vista de todo el ejército imperial que asistió a esta justicia.

Con esto alcanzó el César a toda Hungría y la volvió a su dominio, poniendo gobernador de su mano en persona de mucha satisfación.

Parecióle al César dar cuenta a su hermana deste feliz suceso, y comunicó con su privado Claudio la persona que podía ir a darle la nueva.

Él, que deseaba verse pronto en los brazos de su esposa, se ofreció a llevarla, cosa que estimó el emperador, pareciéndole que a aquello se ofrecía Claudio por autorizar más la embajada; y así se lo agradeció y partió de Hungría por la posta, acompañado de solos doce capitanes que le quisieron ir sirviendo en aquella jornada.

Llegó, pues, Claudio a Roma una noche algo tarde: esto de propósito por no ir luego a Palacio a verse con Otavia; y así se fue a casa de su esposa, donde contar el contento que recibió con su visita fuera alargar más este discurso.

Estuvo aquella noche y otras dos, encargando a los capitanes que también asistiesen encubiertos, mientras él hacía muchas galas con que ver a Otavia. Algunos de ellos sabían que no le faltaban para hacer lucidamente su visita, sino que esto era ocasión para gozar de su esposa, que ya ellos sabían muy bien su secreto consorcio; y así, como eran doce, entre ellos hubo alguno tan poco sufrido que quiso pasear por Roma, contraviniendo la orden de Claudio.

Fuéronle con estas nuevas a Otavia, y mandó llamarle; supo dél por extenso la victoria de Hungría, y aun más de lo que quisiera, pues le dijo cómo Claudio la traía la nueva y la causa de habérsela encubierto dos días, que era por haberse visto con su esposa.

Tiernamente sintió esto Otavia; despidió al capitán diciéndole que no dijese a Claudio que ella sabía su venida, y con la pena que le había dado esta nueva, se retiró a su cuarto, donde a solas comenzó a manifestar con llanto su sentimiento, culpando de ingrato y fementido a Claudio; y todo el amor que hasta allí le tenía, con lo que supo de su empleo, se le convirtió en odio.

Entre tiernos suspiros y sollozos la halló Publio Emilio, un anciano cónsul a quien había dejado el César por gobernador de Roma, entretanto que volvía de Hungría, y éste asistía siempre en Palacio. Ya él sabía la venida de Claudio y estrañaba la detención suya en dar las buenas nuevas a Otavia, sin penetrar por qué había hecho esta tardanza. Pues como Emilio hallase a Otavia llorando, pidióle la causa de eso, y ella, fiándose dél, se la dijo, ponderándole el grande amor que le tenía a Claudio y cómo deseaba que su hermano el César viniese en que él fuese esposo suyo no obstante que lo trataba con Decio, su primo. Finalmente, ella le pidió parecer en lo que debía hacer en aquel caso, vengándose de Claudio y su esposa.

El consejo que Emilio la dio fue que en su persona de Claudio no se vengase, por ser la privanza de su hermano y en quien todo el pueblo romano tenía puestos los ojos; pero que, venido a su presencia, le hiciese llevar preso con guarda hasta la casa de su esposa, adonde le obligase el rigor a que la quitase la vida para que, quedando libre, pudiese después casar con él como deseaba.

Parecióle bien a Otavia este consejo, y así aguardó a que viniese Claudio a verla, dando orden a Emilio de lo que había de hacer conforme lo tratado.

Vino, pues, Claudio acompañado de sus capitanes con toda la bizarría que pudo ostentar, y fuele dada entrada donde estaba Otavia, que le recibió debajo de su dosel con grande severidad. Hízole relación muy por extenso del suceso de la victoria; diole cuenta cómo al César le dejaba con buena salud y con deseos muy grandes de dar la vuelta brevemente a Roma.

Lo que a esto respondió Otavia fue levantarse de la silla en que estaba y decir a Claudio:

-Cuando los monarcas gustan de que se guarden sus órdenes y mandatos, es inobediencia grande no seguirlos con toda la puntualidad que les mandan las ejecuten. Ya esta nueva la tenía sabida dos días ha, y fuera razón que el primero que me la dijera fuérades vos, sin deteneros adonde sabéis y todos sabemos.

Con esto le volvió las espaldas, dejando a Claudio admirado, así desto como del airado semblante con que esto le dijo, como de que ya supiese su empleo.

Pesóle extrañamente de haber excedido del mandato del César, y de que por esto se manifestase su empleo, que era bien, antes de haberle hecho, darle razón de todo a dueño que tanto le favorecía. Volverse quería a su posada cuando Emilio entró donde estaba y, apartándole de aquellos capitanes, le dijo estas razones:

-Señor Claudio, prudencia vuestra fuera, cuando tanta dicha habíades tenido en ser favorecido de la hermosa Otavia, agradecer su favor y saber conservaros en su gracia, pues vemos que amor suele igualar estados con matrimoniales uniones y ser disculpa de graves yertos. Otavia tenía intento de haceros dueño suyo persuadiendo al César, su hermano, a esto, y de no venir en ello, no dar la mano a Decio, su primo, porque vos viniérades a poseerla. Habéis pagado ingratamente su amor casándoos de secreto con Porcia, lo cual tiene sabido, y para castigo desto, traigo orden de Su Alteza que cincuenta soldados, que afuera os aguardan, os lleven preso a la casa de Porcia, donde Mario, que es quien viene por cabo desta gente, os fuerce a que por vuestras manos deis la muerte a vuestra esposa. Esto bien sé que se os hará duro si la tenéis amor; pero habráse de hacer, pena de perder vos y ella las vidas.

Con esto, sin aguardar respuesta de Claudio, el anciano Emilio le volvió las espaldas. Entraron aquellos soldados guiados de Mario y, quitando la espada a Claudio, le llevaron a su casa.

No esperaba la hermosa Porcia tener tan mal día como tuvo, la cual, viendo a su esposo (que entró primero solo, dejando la gente atrás), le recibió con los brazos abiertos y muchas caricias; a ninguna mostró Claudio semblante afable, cosa que le causó novedad a su esposa. Y preguntándole la causa de su mesura no acertó a responderla palabra, sino sólo lo que hacía era levantar los ojos al cielo y dar tiernos suspiros.

De nuevo instó Porcia con blandos ruegos a que la dijese la causa de aquella novedad que en él hallaba, y él le resistía el decírsela, hasta que las lágrimas de Porcia rompieron el silencio de su esposo, el cual la dijo todo lo que pasaba, el mandato de Otavia y el orden que Mario traía para que luego se ejecutase. Lo que respondió la valerosa matrona a esto fue (sin hacer mudanza de nuevo sentimiento) decirle:

-Quiéroos tanto, querido esposo mío, que viendo que de mi muerte resultan los aumentos vuestros, aumentando con esto la esperanza de mejoraros de esposa, que en vez de defender mi inocente vida, os ruego que apresuréis mi fin. Aquí estoy, sacad el puñal y dad el principio a vuestra dicha. Ea, ¿en qué dudáis? Dadme la muerte, que como sea por vuestra mano, dulce ha de ser para mí; no os turbe el amor que me tenéis para estorbar la ejecución della; bien mío, de rodillas os lo suplico.

Esto decía aquella hermosa romana con tanto afecto, que no sólo enternecía a su esposo, pero a algunos de los soldados que venían al cumplimiento desta rigurosa acción, que les estaban escuchando por orden de Mario.

Claudio oía a su esposa estas cosas tan absorto que parecía un mármol en el movimiento: sólo no tenía de piedra el derramar lágrimas; de hilo en hilo bañaba su rostro, impidiéndole la pena el poder hablar a su esposa.

Resultó, pues, en no ser ejecutor de tal ofensa y de morir antes mil muertes que hacer la de su amada esposa. Estaba abrazado con ella, llorando entrambos, cuyo espectáculo enterneciera a un risco.

Desta suerte estuvieron una larga hora; de suerte que Mario, cansado de esperar (por ser poco afecto a Claudio), entró donde estaban, diciendo:

-Señor Claudio, ya es mucho durar en lo que se os tiene mandado. Yo deseo volver presto a Otavia a darle las nuevas de que habéis muerto a Porcia. Resolveos luego en quitarla la vida, si no queréis perder la vuestra.

Aquí se enfureció Claudio, y loco de cólera, sacando el puñal, acometió a Mario diciéndole:

-Primero, viles ministros de tan sangrienta ejecución veréis en vosotros hecha la que deseo, que mi esposa pierda el vivir.

De poco le sirvió esto, porque mandando Mario a sus soldados que se abrazasen con Claudio sin ofenderle, él, excediendo de su comisión, se abrazó con su esposa; y para abreviar con su muerte, sin oír ternezas suyas, viendo una galería que caía al claro Tíber (río que atraviesa a Roma) la arrojó por ella a él, saliendo donde estaba Claudio, a quien dijo lo que había hecho. De nuevo se enfureció el lastimado caballero, deseando perder la vida a manos de aquellos soldados; mas ellos se la guardaron, llevándole a una torre hasta ver qué era lo que mandaba Otavia que se hiciese dél.

Volvió Mario con la nueva de lo que había hecho. Otavia le agradeció su resolución y mandó que con Claudio se tuviese mucha cuenta, de modo que no le faltasen personas que guardasen la suya, porque no se quitase la vida.

El pesar de ver muerta a Porcia le volvió el juicio, de modo que sin él andaba por las calles de Roma, diciendo mil males de Otavia y lastimándose de la muerte de su esposa, la cual fue el cielo servido que, sustentándose en las aguas con las basquiñas, pudo ir la corriente del Tíber abajo hasta venir a dar enfrente de una amena quinta del César, de donde salieron dos hortelanos suyos que la libraron del peligro de las aguas y la recogieron en su casa en compañía de dos hermanas suyas. Allí, en hábito tosco de villana, se estuvo hasta ver en qué paraban sus desventuras, no diciendo a nadie quién era ni aun a los restauradores de su vida.

Volvió el César de su jornada, y una milla antes de llegar a Roma, supo cómo Claudio, su privado, había perdido el juicio, cosa que sintió en extremo, porque le amaba tiernamente.

La causa de este accidente le dijeron haber sido una caída que había dado corriendo las postas, que a los reyes suele ocultárseles lo más público cuando no salen a saber lo que pasa en sus Estados.

No quiso aquel día llegar a Roma y quedóse en aquella quinta donde estaba Porcia, a quien fue fuerza ver. Y aunque adornada de pobres paños y con la tristeza de saber que su esposo había perdido el juicio, todavía su hermosura no se pudo encubrir. Contentóle al César mucho y deseó ocasión para hablarla a solas. Dispuso esto Fausto, un caballero romano de la Cámara del César, porque, despejando la gente de la quinta, dio lugar a que el emperador se fuese por el jardín hacia la parte donde Porcia estaba, a quien halló componiendo un ramillete de las flores que de un hermoso plantel cogía. Y viéndola el César en este curioso ejercicio, la dijo:

-Hermosa villana, ¿para qué os cansáis en fabricar de flores ese oloroso ramillete, si ellas sobran donde están las rosas de esas mejillas, el azahar de esa frente, los claveles de esos labios y los jazmines de vuestras manos? Dejad esa ocupación, y en esa clara fuente ved que todo lo que os digo está con la perfección que la divina mano quiso poner en ello, para que todo junto fuese imán de voluntades y rendimiento de corazones.

Desentendida se hizo Porcia destas razones, respondiendo al César con algunas toscas y simples, no al propósito que él se las dijo.

Volvió de nuevo a darle alabanzas y a encarecerle primores, mas de todo se reía Porcia, haciendo de la simple, conque al César le pareció que con tan rústico sujeto (en quien estaba mal empleada tanta hermosura) eran excusadas hipérboles en su alabanza; y así, pagado de lo hermoso cuanto desazonado de lo grosero de su entendimiento, quiso librar en fuerza lo que no había de alcanzar por persuasiones, presumiendo que tales sujetos nunca por finezas se vencen, como incapaces de entender ni estimar tales agasajos. Ejecutar quiso esto, mas halló en Porcia notable resistencia, hablándole siempre toscamente.

Temió que diera voces, y así la dejó con pensamiento de hacer que Fausto de su parte la regalase y con dádivas ablandase aquella rustiqueza. Aquella noche durmió en la quinta y esotro día hizo su solemne entrada en Roma con un grandioso triunfo, como acostumbraban los emperadores que venían victoriosos de ganar provincias y reinos.

Llegó con este majestuoso acompañamiento a Palacio, donde le esperaba la hermosa Otavia, su hermana, alborozada con su venida, si bien temerosa algo de que no se supiese el castigo de Porcia, de quien procedía el delirio de Claudio.

Luego que el César supo de la buena salud de su hermana, estando los dos hablando de la pasada guerra, oyeron unas descompuestas voces en la antecámara de Palacio con los porteros della. Preguntó el César qué ruido era aquél, y fuele dicho que Claudio, llevado de la furia de su delirio, porfiaba a querer entrar en su cuarto contra la voluntad de los porteros. Quiso el emperador, a costa de su sentimiento, verle y mandó que le diesen entrada.

Entró Claudio, rotos los vestidos, inquieto el semblante, espeluzado el cabello, y arrojóse a los pies del César, como a pedirle justicia, besándoselos muy a menudo.

Hallábase allí Emilio, el cual dijo al emperador que, desde que Claudio había perdido el juicio, su tema había sido aquélla de andar quejándose de un agravio y pidiendo justicia. Esto dijo para prevenir que no se le diese crédito a cuanto dijese.

Quiso oírle el César, y mandándole levantar; en mal compuestas razones comenzó a quejarse de Otavia, de cruel, de tirana de su gusto y, finalmente, en metáforas, dijo su crueldad, el agravio que se le había hecho y la muerte de su esposa, sin nombrarla, enfureciéndose.

Disimuló cuanto pudo Otavia y no mudó semblante a estas cosas; antes mostraba sentimiento de ver así a Claudio, el cual dijo tras de lo pasado mil desatinos, conque el emperador le mandó quitar de su presencia y que fuese llevado a la quinta donde estaba Porcia, para que allí fuese curado con mucho regalo, por si esto le volvía en su acuerdo.

Atáronle las manos con esposas y con grillos a los pies, fue llevado a la quinta, entregándosele a un caballero que tuviese cargo de regalarle con mucho cuidado.

Supo Porcia que su esposo estaba en la quinta y huyó cuanto pudo de no verse en su presencia, porque temía que, si se descubría, Otavia no la quitase la vida, acabando con todo; pues mejor era aguardar a ver sano a Claudio y con el tiempo esperar mejor suceso.

Con todo, no pudo un día encubrirse a los ojos de su esposo, que la vio junto a un estanque; y así como reconoció a su esposa, imaginando que en espíritu volvía al mundo a verle, la dijo:

-¡Oh tú, beldad superior, espíritu de aquella hermosura que adoraban mis ojos para llorar su desdichada muerte, dime si vienes por orden de los soberanos dioses a consolar mi aflicción, a dar salud a mi perdido juicio! Que no dudo que por hacerme este bien, compadecidos de mí, te hayan dado licencia para que, rompiendo los claros cristales del Tíber (sepulcro funesto de tu inocente vida), has venido a ser alivio de mis penas, descanso de mis congojas y sosiego de mi inquietud.

Íbasele acercando Claudio, y temiendo Porcia que, si se le descubría, pudiera ser, en vez de sosiego, rematar del todo con su juicio, quiso llevarle el humor y condescender con su tema, y así le dijo:

-Claudio, yo soy tu esposa, que por mandato de Júpiter he dejado mi solio de cristal (donde me colocó desde que Mario fue mi homicida), para darte consuelo. Esto ha permitido el dios supremo. No me toques, que será profanar mi pureza; sólo te consuela con verme, y si acaso pasas el límite de la compostura, tocándome tus brazos, no dudes que se ofenda aquella excelsa deidad y que no consienta que yo te consuele más.

Mucho sintió Claudio el impedimento que le ponía, y por no ser transgresor de los mandamientos de Júpiter, se abstuvo de gozar siquiera de los brazos de su esposa.

En este tiempo fue echado de menos de su guarda; y así bajó al jardín a buscarle, dándole voces, las cuales oídas de Porcia, dijo a su esposo:

-Buscándote vienen, Claudio; no conviene que otro que tú me vea, porque se enojará Júpiter; queda en paz, que yo tendré cuidado de verte a solas.

Encarecidamente se lo rogó que esto hiciese Claudio, conque Porcia se entró por lo espeso de unas murtas y se le encubrió, tomando el camino para la casa del hortelano.

En esta plática que tuvo la preguntó Claudio que cómo venía en hábito de villana, a lo cual, hallándose algo atajada Porcia, la salida que dio a esto fue decirle que Júpiter la mandaba que viniese en aquel traje; el porqué no dio razón, porque no era bien querer saber los secretos de un soberano dios, de una súbdita suya.

Desde aquel día mostró más sosiego Claudio; las nuevas desto le dieron al emperador mucho contento, y esa tarde quiso ir a verle con su hermana Otavia, previniendo a Fausto que le tuviese hablada a la villana y persuadida a que no resistiese a su gusto; que por fuerza o de grado había de venir a sus brazos.

Prevínose lo necesario para estar en la quinta algunos días. Fue el César, su hermana y algunas damas suyas con el resto de los criados necesarios para su servicio. Llegaron y vieron a Claudio más sosegado, y preguntándole la causa, decía que el espíritu de su esposa le había visitado y consolado.

Ignoraba el César que la tuviese, y así lo que él hablaba concertado, a él le parecía que era mayor locura; con todo, se holgaba de verle con más sosiego.

Después que aquel día hubieron comido, habiendo sabido el César que Porcia estaba sola en el jardín, por aviso que desto le dio Fausto, fue a la parte donde estaba, y hallándola cerca de un intrincado laberinto que formaban unas verdes murtas, después de haber intentado con persuasiones que condescendiese con su deseo, viendo ser en balde esto para vencerla, libró a sus fuerzas el hacerlo, y viniendo con ella a los brazos, trató de resistirse cuanto pudo.

Acertó a venir por allí Claudio y vio al César con el espíritu que juzgaba ser de su esposa, de aquella manera y con voces comenzó a decir:

-¿Qué haces, invicto emperador? No profanes con tu violencia la beldad de un espíritu que goza ya de más perfecta vida. Mira que ofendes a los dioses.

Vio Porcia que en tal lance no era bien aventurar a su esposo contra el César, a quien tanto debía, y así le dijo:

-Supremo monarca, invicto emperador del orbe, refrena tu intento, que no conoces quién soy y dame atentos oídos para que me escuches lo que después de sabido te ha de admirar.

Ya lo estaba el César de ver un nuevo semblante de la que juzgaba por villana, y las compuestas razones con que le hablaba; y juzgando desto misterio, se apartó della y dio lugar a que, lo más sucintamente que pudo, Porcia le hiciese relación de los amores de Otavia y Claudio, y cómo por no ofender a Su Majestad él intentó casarse, sabiendo que su estado no era justo igualarle a su grandeza; que, sabido esto de Otavia, había procedido con el rigor que se ha dicho; cómo Mario la arrojó en el Tíber; cómo el cielo había permitido que no pereciese en él, debiéndole la vida al jardinero de aquella quinta.

Finalmente, le contó todo lo succedido hasta entonces, declarando con esto la causa de haber perdido el juicio Claudio; y arrojándose Porcia a sus pies, le suplicó se sirviese de que no perdiese a Claudio, mas que antes le permitiese que hiciese vida maridable con ella.

Admirado dejó al César la relación de Porcia, de la que él estaba tan ajeno. Vio en Claudio diferente semblante, pues, con saber que Porcia estaba con vida y era aquélla que tenía presente, se le asentó el juicio, volviendo a su ser primero.

Ofrecióles el emperador hacer mercedes, pero mandóles que tuviesen secreto por entonces, por amor de su hermana, con que no pensaba darse por entendido en nada, porque aguardaba a su primo Decio por hora. Él fue el iris destos nublados, pues los sosegó con su venida aquella noche.

No pudo Otavia replicar a la voluntad del César ni lo hiciera viendo a Claudio sin juicio; dio la mano a Decio, y después de sus bodas, se hicieron en público las secretas de Claudio y Porcia, con alguna pena de Otavia por ver que su poder no había sido bastante ni a quitarla a ella la vida ni a mudarle a él la afición».

Mucho gusto dio a los oyentes la bien repetida novela del médico, que procuró con su crespa prosa agradar a todo el auditorio, y en particular a la graciosa Estefanía, a quien se había inclinado a hurto de su respeto al bachiller Trapaza.

Llegaron aquella noche a Trujillo, ciudad por donde iba el carretero, porque había de dejar allí alguna ropa y tercios que en Salamanca le habían encomendado. Pararon en el mesón de los carros, adonde cada uno buscó su rancho. Trapaza, Estefanía y Varguillas se acomodaron en un aposento y los demás en otros dos, que el mesón era capaz para muchos huéspedes.

El siguiente día, el carretero comenzó a ir llevando los tercios que le habían encomendado a personas de aquella ciudad, entre los cuales llevó un arca grande a un Sebastián Antonio, ciudadano de Trujillo, juntamente con una carta; cargó con ella un ganapán, yendo detrás dél el carretero con su carta en la mano.

Halló en casa a la persona a quien iba; y habiéndosela dado, él, confuso por no conocer la letra, leyó estas razones:

«Al portador (que es el ordinario de Sevilla) he encargado lleve esa arca a vuesa merced; no lleva la llave della; pero yo doy licencia para que vuesa merced la abra y ponga en cobro todo lo que dentro encierra, que brevemente nos veremos en esa ciudad y conocerá vuesa merced en mí un verdadero amigo y servidor. -Leonardo de Pisa».

Confuso le dejó al ciudadano el no conocer a aquél que le escribía; y porque el carretero pedía el recibo y porte de su arca, que no se le había pagado el que se la dio en Salamanca, quiso el ciudadano saber si en el arca había valor de treinta reales que le pedía por haberla traído; y así, delante dél, pidió un martillo, y quitando la cerradura del arca, alzando la tapa della, halló (¡cruel espectáculo!) no menos que a un hermano suyo muerto a estocadas, vestido en hábito de estudiante y cubierto el cuerpo con algunas hierbas olorosas, que éstas y el ser en tiempo de invierno preservaron al cuerpo de no venir con mal olor.

Luego que el ciudadano conoció al difunto, con el dolor de tal objeto, comenzó a dar voces, asiendo del carretero, a las cuales se llegó alguna gente de la vecindad y, entre ella, un alguacil, que se suelen aparecer en tales ocasiones, trayéndose de runfla un escribano y dos corchetes.

Vieron éstos el difunto, y sabiendo que el carretero tenía mosca por ser muy conocido en aquella tierra, agarraron dél y pusiéronle en la cárcel, con ver que la misma acción de haber traído allí la arca manifestaba su inocencia. Con todo, por convenir que se supiese dél quien era el que le había encomendado la arca y qué señas tenía, fue puesto a la sombra, y sabiendo dél qué personas había traído en su carro y dónde se habían apeado, fueron a prenderlos a todos.

Entraron en el mesón cuando acertó a estar Estefanía y Varguillas con la huéspeda en su aposento; prendieron al médico, a los dos hermanos y a nuestro Trapaza, lo cual, visto por Varguillas y Estefanía, bajáronse a un sótano del mesón y en un nicho dél (que era de peña cavada) se escondieron entre mucha leña.

Embargaron toda la ropa de los caminantes; solamente se escapó una arca pequeña de Estefanía, que, luego que se apeó, dejó encomendada a la huéspeda y estaba en su aposento.

Los cuatro y el carretero fueron puestos en la cárcel con prisiones, no sabiendo los caminantes por qué los hubiesen traído allí, hasta que después se lo dijo el carretero.

Dejémoslos en su clausura y volvamos al hermano del difunto que, con él en casa, venido por tan extraño camino, estaba lamentando su temprana muerte.

Tenía rotas las dos piernas; pero esto no se le había hecho por ofensa, sino después de muerto, para que, dobladas, pudiese el cuerpo venir en el arca; tenía tres estocadas mortales, que de cualquiera dellas muriera, según eran penetrantes. Vinieron los deudos (que tenía muchos y honrados en aquella ciudad) a llorar al difunto y a consolar a su hermano. Hízosele aquel día, por comenzar a oler mal el cuerpo, el entierro, acompañándole a él todo lo noble de la ciudad, que era el difunto muy bien querido en ella.

Este joven estaba estudiando en Salamanca cánones y leyes, y era aquél el primero año que cursaba, parando en el curso de su vida.

Comenzóse a proceder contra el carretero y caminantes; a él le pusieron a cuestión de tormento, y antes que se le diesen, dijo que un día antes de su partida para Sevilla (donde era ordinario muy cosario en aquel camino), había llegado a él un estudiante alto de cuerpo, moreno de rostro, preciado de mostachos, acompañado de otro estudiante, que le pareció ser el que estaba preso con él (esto dijo por nuestro Trapaza), y que concertó que le llevase hasta aquella ciudad un arca de ropa, por la cual le pagarían treinta reales en Trujillo. Tomó recibo de la arca, diole aquella carta, y trújolo todo a quien venía el sobrescrito de la carta.

Esto dijo; con todo llevó el tormento muy cruel, mas no le pudieron sacar otra cosa. Fue llevado de allí, y puesto en su lugar el bachiller Trapaza, bien ajeno de lo que le estaba esperando. Fuele preguntado de dónde era, dijo que de Segovia, dijo su nombre propio y postizo, conque el alcalde mayor coligió que debían de convenir sus costumbres con lo de Trapaza; confesó la facultad que oía en Salamanca, y llegado a lo que le culpaba el carretero de venir acompañado con el estudiante que trujo la arca al carro, lo negó como quien no se había hallado en tal concierto. Por lo que el carretero dijo, no se libró Trapaza del tormento, y así se le dieron más cruel que al otro.

Era animoso el pobre y sufrió el dolor con grande tolerancia, y en vez de quejas, comenzó a brotar sátiras contra los escribanos y jueces. Ya el lector podrá entender qué tecla tocaría si seguía la opinión vulgar el atormentado, no la verdad que pasa, pues hay escribanos legalísimos y jueces rectos, limpios de manos, a pesar de la malicia de los que, por no ver uno diferente déstos, piensan que todos son unos.

Finalmente, el señor Trapaza se llevó un lindo tormento, conque le dejaron muy mal parado y casi estropeado, pero con negativa, que no confesó nada de lo que le preguntaban.

También con los demás presos procedieron, si no con el rigor de tormento, con las amenazas dél; mas convinieron todos en que, habiendo dado su dinero, se acomodarían en aquel carro, no tomando en la boca a Estefanía ni a Varguillas, que en esto anduvieron cuerdamente, pues ya que se habían escapado de la justicia, no era bien, por nombrarlos, ponerlos en prisión.

Fuese prosiguiendo en el proceso contra el carretero, como sabían que tenía qué gastar, y por este respecto, Trapaza pasó por la misma calamidad de la prisión; los demás se libraron, y tomó cada uno su derrota a donde más bien le estuvo, yendo el médico lastimado de no saber de Estefanía, que se holgara de llevársela consigo por lo que le estaba aficionado.

El hermano del difunto envió a Salamanca a saber cómo había sido su muerte, y lo que se pudo averiguar, que la noche que faltó dijo a un amigo suyo que iba a verse con una mujer que conocía, sin nombrarle quién fuese, y que desde aquel día no pareció más; que la ropa y libros todo estaba allí para cuando enviasen por ello.

Esto se averiguó con autoridad de justicia que intervino en ello con requisitoria sacada de Trujillo, cosa que no satisfizo al hermano del muerto; y así, viendo que no se averiguaba nada de esto y que el carretero padecía y gastaba en la cárcel juntamente con el compañero, desistió de la querella, y el fiscal la prosiguió hasta la sentencia, que fue condenar al carretero, aunque injustamente, en doscientos ducados, y al Trapaza, por no tener dinero, en dos años de destierro.

Consintieron en la sentencia, y, habiendo de salir otro día Trapaza, se encontró con un preso, y sobre palabras que tuvo con él, le dio con un mástil de grillos, con que le abrió muy mal la cabeza; conque fue embargado en la cárcel y puestas de nuevo prisiones.

Salió el carretero y, purgada la bolsa, tomó su camino para Sevilla, escarmentando en no recibir otra vez ropa alguna sin mirar primero lo que era, porque no le sucediese otro trabajo como éste. Despidióse de Trapaza, que ya se habían reconciliado de lo que le culpó, y porque no quedase quejoso, le dejó a la partida veinte reales para que comiese.

Ya el buen Trapaza estaba muy apurado de vestuario sin saber qué hacerse, lastimado de no saber de Estefanía ni su fiel compañero Varguillas. De lo que se valía era de su buen gracejo, con el cual campaba entre los presos.

Fue dicha suya estar preso entonces un caballero, por no quererse casar con una dama que alegaba haberle quitado su honra con palabra de casamiento; era rico, defendíase con decir que uno y otro era falso; el pleito era largo por tener contrarios poderosos, y así estaba en la cárcel a buen recaudo. Éste dio en gustar de los donaires de Trapaza, de las graciosas burlas que a los presos hacía, y era quien le sustentaba.

Dejémosle desta suerte y volvamos a decir lo que sucedió de los dos ausentes que se escaparon de la justicia en el mesón.




ArribaAbajoCapítulo VII

De lo que sucedió a Estefanía y Varguillas luego que se huyeron de la justicia, y la traza que dio Trapaza para vengarse del hermano del difunto y salir de prisión


Luego que la justicia salió del mesón con los presos, Estefanía y Vargas, pareciéndoles que no les estaba bien asistir allí, se salieron aquella noche de Trujillo, yendo Estefanía en un jumento del mesonero que se le prestó, y Vargas a pie. Caminaron tres leguas aquella noche, llegando a una pequeña aldea, adonde iban dirigidos por orden del mesonero, que se aficionó a la moza, para que en ella una tía suya, mujer anciana, los albergase y tuviese en su casa hasta que las cosas de Trapaza parasen en bien. Esto hizo el mesonero, con fin de tener por cuenta suya a Estefanía ausente de los ojos de su mujer y ir a verla de cuando en cuando.

Era marraja la hembra y conoció al mesonero por motolito y aficionado, el primer boquirrubio de los de su profesión; y así la suya fue darle con la entretenida, dilatándole el favorecerle y no dando ocasión a que él la viese sola, sin estar Varguillas delante, a quien llamaba hermano. Las esperanzas que le daba eran muchas, conque el mesonero gastaba francamente en el sustento de la moza y su compañía, esperando el día en que llegase a ser favorecido de ella.

Cada día era avisada Estefanía de lo que se hacía de su Trapaza, a quien también llamaba hermano. Mucho sintió la moza que por su cólera quedase segunda vez en la prisión, estando tan en víspera de salir della; y como le quería bien, parecióle que habiendo dos meses que su fuga pasó, podía ir seguramente a verle; y así, dando parte desto al mesonero, la acompañó de la aldea en que estaba hasta la ciudad; y a primera noche, antes de cerrar la cárcel, se llegó a una reja della, y preguntando por Trapaza, salió a hablarla.

Lo que se holgó el preso bachiller con su hembra no se puede referir con palabras; diole en breve cuenta adónde estaba y cómo la sustentaba el mesonero, y tratando los dos qué sería bien hacer en orden a su libertad, le pareció a Trapaza que no sería tan presto, por estar el enfermo herido todavía de peligro; mas en tanto diole a Estefanía una instrucción de lo que debía hacer, que, tomada muy en su memoria, sólo la contradijo en cierto particular, hallando por inconveniente que, para el designio que tenía, le era estorbo el mesonero, de quien había de ser conocida.

Echó de ver Trapaza que era buena la objeción, y por entonces no se determinó a más de que se estuviese en la aldea, como se estaba, hasta ver en qué paraba el herido. Volvióse con Vargas a ella, agradeciendo Trapaza al mesonero el favor que a su hermana le hacía, que duró poco, porque habiendo el tal hecho una fianza a un cuñado suyo de cierta cantidad de dinero, que no era poca, fuele pedida por la justicia, y no teniendo por el presente con qué pagar, húbose de ausentar.

Con el desamparo del mesonero, se hubo Estefanía de valer del consejo de Trapaza, en que estaba instruida; y así un día, alquilando una cabalgadura, acompañada de Vargas, se fue a casa del ciudadano hermano del muerto. Llegando allá a las oraciones, apeóse allí, enviando la cabalgadura, con el que la trujo a la aldea, y pidiendo por el dueño de la casa, bajó con una luz al zaguán della adonde estaba Estefanía, la cual, fingiendo lágrimas, que le sabía bien hacer, con ellas abrazó al ciudadano, el cual estaba confuso, así de ver aquella mujer que no conocía, como de verla derramar lágrimas. Preguntóla qué era lo que mandaba en su casa, y ella le suplicó la oyese a solas, conque subieron a una sala, y haciendo despejar a la gente de su casa, menos a su mujer, que se halló allí, quedándose a solas con Estefanía.

Ella, después de haber gemido otro rato, dijo con voz tierna desta suerte:

-Cuatro leguas de Salamanca, ciudad antigua de Castilla, está la villa de Alba, ilustrada con sus generosos duques, habiendo sido patria de los mayores soldados que la casa de Toledo ha producido. Ésta también lo es mía, en oposición de tan felices dueños, pues desde que nací me siguen desgracias y desdichas. Mis padres eran unos hidalgos honrados, que con su poca hacienda vivieron honestamente, no descayendo de su punto. Llevóles Dios en tiempo que me dejaron de doce años en poder de una tía mía, mujer anciana; ésta me crió hasta la edad de los diez y nueve, inclinándome siempre al recogimiento en que ella se había criado.

Sucedió, pues, que habiendo en Alba unas fiestas de toros y cañas, fue lo más lucido de Salamanca a ellas; entre los estudiantes que más alabanzas llevó de buen talle, diestro en la esgrima, ágil en saltar y fuerte en tirar la barra, que allí en Alba se ejercitan en esto, fue Hortensio, vuestro hermano. Hacíanse estas pruebas en un campo, adonde caían las ventanas de la casa de mi tía; de allí veía yo estas competencias, oía las alabanzas del que en ellas se señalaba, y como veía que vuestro hermano era el que se llevaba las ventajas a todos, puse en él mi afición, de modo que antes que de Alba se partiese se lo di a entender por un papel que le escribí. La sustancia dél era que una dama aficionada a sus partes le pedía que, antes de salir de Alba, se viese con ella a las diez de la noche, dejándose llevar de la portadora del papel, que acudiría a irle guiando. Él respondió muy cortés que haría lo que le mandaba; y así, volviendo mi criada por él a la hora señalada, le di entrada en un jardín, donde si me enamoró bizarro en los ejercicios de agilidad que he dicho, me dejó rendida su discreción.

Detúvose por mí ocho días en Alba, en los cuales, como Amor fomentaba las dos aficiones, dispúsolas de modo que, dándome palabra de esposo, yo le di entrada en mi aposento, y no sólo paró en esto mi libertad (que agora confieso ciega en quererle bien), sino que me fui con él a Salamanca.

Esto se hizo, volviendo de allí a quince días por mí, por no dar nota con su vista entonces, que pudieran atribuirle este robo por haberse allí quedado. Llegué a Salamanca, donde me buscó casa en que estar, acompañada de una señora anciana conocida suya.

Bien se habrían pasado dos meses que él gozaba la posesión de marido, acudiéndome cumplidamente con todo lo que había menester, cuando acertó a verme en un templo un caballero, hijo segundo de un título de los más ilustres de España y, aficionándose a mí, supo mi posada y dio en frecuentar mi calle con notable asistencia. Envióme regalos, ofrecióme dádivas; pero los unos le volví a enviar y las otras no las admití, volviéndole los papeles cerrados.

Vime tan apretada deste caballero y de persuasiones de la anciana que me tenía en su casa, a quien había sobornado, que hube de dar cuenta a Hortensio, mi esposo, el cual sintió mucho que se le ofreciese este tropiezo para suspensión de su gusto y principio de sus celos.

No consentía que saliese de casa, ni menos que me pusiese a la ventana, aunque estuviese con celosía; cada día tenía mil pesadumbres con él, sobre si miré y estuve, si no le respondí a tiempo, y otras cosas que los celos piden cuenta muy por menudo.

Viendo, pues, este nuevo pretendiente que mi esposo me celaba tanto, una tarde que acertó a verle en lición de vísperas, que le pareció que en el ínterin podría a su gusto hablarme, teníalo dispuesto con la anciana, mi huéspeda, y así se salió del general de escuelas, donde también cursaba, y vínose a mi posada. Acertó, por mi desdicha, a verle salir Hortensio, y sospechando lo que fue, salió también de lición, aunque algo después.

El caballero se entró donde yo estaba, dándome notable susto con su presencia y apenas había comenzado a decirme cuánto había que deseaba aquella ocasión para hablarme, cuando entró Hortensio, y hallando cierta su sospecha, perdió el color de modo que parecía un difunto, presagio de lo que había presto de ser.

Lo que dijo al caballero fue:

-Señor don Fernando, esta dama, que tanto paseáis, es mía; el llegar a ser su favorecido me cuesta muchas finezas y no menores desvelos; por mi cuenta corre en esta casa. Yo soy el dueño della y de su voluntad; querría suplicaros que la vuestra ponga en olvido el galantearla como hasta aquí, que hay prendas de por medio que me obligan a salir a la defensa.

Imitóle don Fernando, oyendo a Hortensio estas razones, en mudar el semblante, perdiendo el color del rostro, y lo que le respondió a tanta resolución fue decirle:

-Yo he ignorado hasta ahora que esta señora tuviese respecto, y a cualquiera que le conociera, que me pidiera cortésmente que no la hablara le diera gusto; mas helo oído de vuestra boca con tanta arrogancia que me obliga a no os lo sufrir; y así, de hoy en adelante, si me diere gusto de hacer lo que hasta aquí, lo haré sin temer que ose nadie estorbármelo, siendo quien soy, pena que tengo criados que le harán dejar la afición con muchas cuchilladas y no será poca honra.

-La que a mí me sobra -replicó Hortensio- me obliga a no sufrir demasías de ninguno, por noble que sea; y así, si el señor don Fernando gusta de darme por su persona esas cuchilladas, me holgaré de ver cómo me las da en el campo de San Francisco, que allí le aguardaré desde las diez de la noche en adelante con mi espada y broquel.

Aceptó don Fernando el desafío, saliéndose con esto uno y otro de mi posada, sin volver a verme Hortensio, cosa que me puso en notable cuidado. Lo que resultó de la pendencia fue morir Hortensio, todo mi consuelo, y quedarme yo sin él.

Esto se hizo con tanto secreto que no fue sabido, aunque se echó menos. No me atreví a descubrir el homicida, por ser persona tan noble. Quedé sin esposo, y sólo supe deste mancebo que me acompaña y se halló en la pendencia, que se acompañó el caballero de algunos criados suyos para mi desdicha. El cuerpo de Hortensio no pareció, ni yo supe qué se hizo.

A pocos días de su muerte me hallé más desconsolada, viéndome preñada; aconsejáronme algunas personas de la ciudad, a quien conté mis ansias (sabido lo que acá pasó de haber traído el cuerpo) que viniese aquí, y echándome a vuestros pies, manifestase mi trabajo, que vos érades de tan nobles entrañas que me favorecíades, porque volver a los ojos de mis deudos en Alba antes pasara por mil muertes que tal hiciera.

Aquí he venido a serviros como una criada de las de vuestra casa; como a ellas me tratad, hasta que el cielo se sirva de alumbrarme y os dé un hijo de vuestro querido hermano por sobrino, que, como salga a luz, después podéis ordenar de mí lo que fuéredes servido.

Dijo esto la Estefanía con tanto afecto y significando tan bien su pena, que otro más desalmado que el ciudadano lo creyera; y supo venir tan en ello con el hábito de viuda que no excedió un punto de la instrucción que Trapaza le había dado.

Recibió el ciudadano a su cuñada con mucho gusto, renovándose, con su presencia y la relación que le hizo, la muerte de Hortensio, su hermano; vio también el vientre de Estefanía, que manifestaba estar preñada de tres o cuatro meses, con la ropa que mentía el fingido preñado.

Finalmente, ella fue en todo creída, y como el ciudadano era rico, heredero de su hermano, y no tenía hijos en su esposa, compadecióse tanto de Estefanía que la ofreció su casa mientras viviese con muy sencilla voluntad, y esto mismo la dijo su mujer.

Agradeció la taimada hembra el honrado y piadoso ofrecimiento; y así ella como Varguillas quedaron en casa del ciudadano.

Luego pasó la palabra por Trujillo de la venida de Estefanía (que decía llamarse doña Marcela), y todos los deudos del difunto la fueron a visitar, a quien refería la muerte del malogrado, su esposo, sin variar un ápice de cómo la había referido al que llamaba su cuñado.

Regalábanla con mucho cuidado, y dentro de pocos días libró en ella su cuñada el gobierno de la casa (como la vio tan cuidadosa y solícita), fiándola las llaves de ella, cosa que Estefanía deseaba en extremo, que eso era a lo que tiraba.

Varguillas servía de criado al ciudadano y no dejaba de acudir a la cárcel a dar a Trapaza nueva de todo lo que sucedía. El herido estuvo bueno y con visura de médicos dado por tal, con lo cual Trapaza fue libre de la prisión y del destierro. Había cobrado en ella grandes amigos, por serlo de aquel caballero preso, y así, hoy con uno y mañana con otro, comía todos los días, no le faltando por lo bufón cuanto había menester, mejor que si fuera un hombre necesitado y de buen proceder.

Íbase entre los tres disponiendo la partida en la forma que Trapaza la tenía ordenada, que era con algún famoso hurto hecho al ciudadano que le había puesto en la cárcel, y los avisos de todos llevaba Vargas.

Hecho el concierto de la noche que Estefanía había de faltar, tres días antes Trapaza se ausentó de Trujillo, despidiéndose de aquellos caballeros y de algunos otros amigos, los cuales, a la partida, todos le dieron donativo.

Con este dinero y más el que Estefanía le envió (como quien gobernaba y tenía debajo de su mano todo cuanto poseía el ciudadano), compró en una aldea cerca de Trujillo dos rocines de paso muy buenos, cosa importante para su fuga que pensaba hacer, y trayéndolos a la ciudad la noche que tenían concertado, Estefanía y Vargas dejaron dormir a todos los de casa y, habiendo tomado el dinero que pudo haber en oro y plata, que serían más de mil escudos y otros mil de joyas, se salieron con buen compás y silencio de la casa de su fingido cuñado sin ser sentidos.

Ya sabían dónde habían de hallar a Trapaza, que los estaba aguardando con los rocines; halláronle en el puesto, y sin aguardar a solemnizar la vista entre los dos amantes, cada uno se puso a caballo y Varguillas a las ancas del de Trapaza. Dejaron a Trujillo en una noche algo obscura, que en esto les fue favorable para que no les viese nadie.

De lo que sucedió en casa del ciudadano esotro día no diré por no tocar a mi historia. Quién duda que a la mañana, habiendo echado menos a los dos, serían buscados con cuidado, hallando con su fuga menos el dinero y joyas, haríanse diligencias por orden de la justicia, dejarían mala opinión de sí, no sólo de ladrones, pero de amancebados; sentirían con mucho extremo la pérdida, mas todo se acaba con el tiempo.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De lo que sucedió a los tres fugitivos y cómo Trapaza perdió a Estefanía al entrar a Córdoba, con otras cosas


Alegremente caminaban Trapaza, Varguillas y Estefanía camino de Sevilla con la linda moneda y joyas que habían quitado al ciudadano de Trujillo; dos días caminaron y de noche, con la luna que hacía, por no ser hallados si acaso los siguiesen.

Llegaron, pues, a una venta que distaba media jornada de Córdoba, al amanecer; pidieron camas, y habiendo descansado hasta medio día, se levantaron y previnieron la comida, que fue de lo que se halló en la venta, de que están siempre todas las de aquel camino muy proveídas, así de perdices como de conejos y aves y toda suerte de caza menuda. Tomaron, pues, unas perdices y, aderezadas, comieron con mucho gusto.

Acabada la comida, oyó Trapaza en el portal de la venta rumor de juego y él, que era tahúr de corazón y le brindaba a jugar el verse con dinero, entró a hacer una parada de pintas, adonde se jugaba, con el dinero que en la faltriquera traía, que serían cosa de veinte escudos. Díjole mal el naipe, y en breve espacio se los quitaron, que había águilas en aquel juego.

Envió Trapaza a pidir más dinero a Estefanía con Varguillas; sintió ella la pérdida de lo que llevaba y por entonces (aunque lo sintió mucho) le dio doscientos reales en plata. Éstos siguieron a los perdidos, y, picado Trapaza de verse ganar cuando se tenía por uno de los únicos en la flor, volvió a enviar por más dinero; negóselo la dama, y porfiando con su recaudo Vargas, halló el mismo despacho que con el primero, con lo cual, enfadado, Trapaza dejó el juego, y acudiendo al aposento donde estaba su hembra, la pidió con caricias más dinero. Correspondióle con enfados, como señora del que había hurtado al ciudadano, y hízose fuerte en no dárselo; con lo cual, perdida del todo la paciencia, se atrevió Trapaza a la grosería de manotearla el rostro con algunas bofetadas.

Alzó el grito, creció la mohína en el perdidoso tahúr; acudió con más, derramándose el poleo, y vertiéronse las mayas, como dicen, que es alterarse la paz en buen romance; conque, porfiando ella a salirse con la suya, alborotó con voces toda la venta, obligando esto a dejar el juego los tahúres y entrar a ponerse en medio de la rencilla.

Compusieron a los amantes, y, siendo hora de caminar, Trapaza se puso a caballo y su gente, y tomaron el camino de Córdoba, donde iban aquella noche a dormir, yendo Estefanía con un capote de un palmo, y a las ancas de su rocín, Varguillas.

No había Trapaza llegado al dinero por ver que el juego se había deshecho con su pendencia; y así Estefanía se le llevaba en una valija de cuero delante de sí. Los que estaban en la venta seguían el mismo camino de Córdoba y iban todos en compañía: toda era gente moza y de grajante humor. Trapaza no lo era menos; iban todos diciendo donaires y contando cuentos graciosos, conque no se sentía el camino.

A todo cuanto en él se habló, aunque fueron chistes y donaires ridículos para provocar la risa al más compuesto, nunca mudó semblante Estefanía, yendo ella y Varguillas muy metidos en conversación aparte, como iban juntos a caballo, cosa que notó bien Trapaza, dándole un recelo esto, temiéndose de lo que después sucedió.

Llegaron a Córdoba cuando quería anochecer, y a la puerta de la ciudad, cosa de un tiro de piedra, vieron cuatro hombres que en medio de un llano, sacando las espadas con lindo brío, dijo uno dellos:

-Ea, señores, échese aparte esta diferencia, pues habemos salido a eso.

Comenzáronse luego a acuchillar alentadamente, al tiempo que desde el camino vieron esto Trapaza y los caminantes que venían en tropa. Parecióles que no era razón dejar pasar adelante aquella pendencia y, apeándose, se metieron en medio a despartirlos, cosa que no consiguieron luego, porque los desafiados estaban encarnizados y dos dellos heridos y querían concluir con aquel duelo. Con esto, los recién llegados acabaron que se diesen las manos, y hechos amigos se volviesen a la ciudad.

No debía de ser el negocio por que reñían muy pesado; y así vinieron en ello: obligado el uno de los cuatro a lo que trabajó Trapaza en que se compusiesen; y así le convidó con su casa para que posase en ella. No lo aceptó por ir en compañía de su enojada hembra; y así, volviendo a buscarla, no la halló en el sitio que la había dejado; sólo a su rocín le tenía de las riendas un muchacho, el cual le dijo que aquella señora, así como le vio metido en la pendencia, con el mancebo que la acompañaba, se entraron a toda priesa en la ciudad.

Era ya de noche y hacía luna, conque Trapaza se fue de mesón en mesón buscando a su Estefanía, y en todos cuantos tenía la ciudad no halló quien le supiese dar nueva alguna della por las señas que daba.

Fuese, desesperado de pesar, a posar en un mesón, con determinación de levantarse de mañana y no dejar en toda la ciudad rincón en que no la buscase, porque, aunque desde la pesadumbre de la venta quedó receloso de su voluntad, no se persuadía a que la mudaría dejándole, ni tampoco que Varguillas se lo consintiera. No estaba en lo cierto, porque sentida Estefanía de que la hubiese maltratado en la venta, todo el tiempo que gastó en llegar a Córdoba, vino concertando con Varguillas irse de la compañía de Trapaza; y como viesen tan buena ocasión de meterse a poner paz en la cuestión dicha, quedáronse fuera de Córdoba con ánimo de volverse del camino y dar con sus personas en Madrid, adonde Varguillas procuró inclinar a Estefanía con ánimo de ser de allí adelante su respecto y obligarla para que lo quisiese.

No fueron menester muchos ruegos, porque es natural en las mujeres escoger lo peor; y así, ofendida Estefanía del manoteado de Trapaza, quiso vengarse en dejarle y irse con Varguillas, escogiéndole por galán. Así tomaron su derrota a Madrid, donde a su tiempo se hablará de Estefanía, por volver a Trapaza que quedó aquella noche metido en varios pensamientos de lo que había hecho Estefanía, nunca determinándose a culparla, por tener de sí confianza de que era amado de ella.

Vino el día; y levantándose de mañana nuestro Trapaza, con el cuidado de buscar su moza de nuevo, volvió a no dejar posada en Córdoba en que no preguntase por ella: no halló las nuevas que deseaba, o ninguna por decir mejor; sólo en una le dijeron que la habían visto pasar la puente y ir camino de Sevilla, dando algunas señas de las que pedía Trapaza. Esto le fue de gran dicha a Estefanía, porque volviera por el camino que había traído y era fuerza encontrarla.

Con esto se determinó Trapaza a partirse luego a Sevilla, pero hallóse sin blanca con que hacer esta jornada y no con prenda alguna que vender, si no era el rocín; determinóse a venderle, y entrando en la caballeriza para limpiarle y sacarle a vender, vio que cerca dél estaba otro de su mismo pelo, que era rucio, y prontamente se le vino una traza para tener rocín y dineros, que fue vender el ajeno por suyo y salir de allí a caballo. El rocín, de un forastero que asistía allí a un pleito, persona que por miserable no traía un criado consigo, teniendo hacienda para tener dos; y así, con toda su calidad (de que se preciaba no poco), iba a echar paja y cebada a su rocín, sin remitir este cuidado siquiera a un mozo del mesón, entendiendo que le había de sisar el pienso.

¡Oh codicia, lo que haces! ¡Oh miseria, a qué de bajezas te pones! Ninguno ha tenido las dos, que con la primera no se haya visto en muchas afrentas, y con la segunda no haya gastado más que hiciera un generoso.

Baste de sermoncito y volvamos a Trapaza, que sacó el rocín del forastero a vender con lindo desenfado delante del mesón. Como el suyo era del mismo pelo y tamaño, nadie se pensó que era el ajeno, y así, viniendo compradores, se trató de la venta; hubo algunos codiciosos, y en breve dieron por el rocín cincuenta ducados, conque se le llevaron, habiendo pagado su dinero a Trapaza.

Él estaba ya metido en nuevo pensamiento de cómo sacaría el suyo sin dar nota: no halló otro medio sino llamar a un muchacho y darle medio real porque le sacase el rocín a beber al río, ensillado y puesto el freno en el arzón de la silla, advirtiéndole que si le preguntasen quién se lo mandaba, dijese que el forastero pleiteante de quien ya sabían el nombre. Sucedióle bien esto, porque el muchacho sacó el rocín y dijo lo que le advirtió Trapaza; llevóle hasta el río, adonde le esperaba su dueño. Allí se le tomó y, enfrenándole brevemente, se puso en él y tomó el camino de Sevilla.

Al tiempo de volverse el muchacho por el mesón, ya el forastero había venido a él y entrado a la caballeriza a ver su rocín, y como no le hallase en ella, preguntó con no poca alteración al huésped por él. Él le dijo que un muchacho, por orden suya, le había llevado a beber al río.

-Yo no mandé tal -dijo el forastero.

Replicaba el huésped afirmando habérselo dicho así el muchacho, y él porfiaba que tal no había mandado.

Estando en esto, volvió por allí el muchacho, y como fuese conocido de algunos que le habían visto llevar el rocín, le llamaron. Preguntóle el pleiteante por él, y él dijo de plano toda la verdad, juntamente con el advertimiento de Trapaza, conque dieron por constante que se le llevaba. Íbale la reputación al huésped en no dejar pasar así aquello por no descontentar al pleiteante, porque también se iba Trapaza sin pagarle dos camas y otras cosas que había tomado de su casa. Era hombre ágil, tenía un rocín grande andador, y, puesto en él, y dando otro de un forastero al pleiteante, en breve tomaron el camino de Sevilla en seguimiento del ladrón de Trapaza, bien prevenidos de armas de fuego.

Caminaba Trapaza con cuidado, pero no le tuvo en dejar el camino real, con la confianza de pensar que se podía alejar mucho dellos primero que echasen menos el hurto. No le sucedió así, porque los ofendidos siguieron el camino a toda priesa, galopeando los rocines, de modo que en un llano le alcanzaron y, apeándole del rocín, con los arcabuces le molieron a palos, le quitaron el rocín y cuanto dinero llevaba; y le dejaron allí, tendido en el suelo, lamentando su desdicha.

Esto le sucede a quien se vale de lo ajeno por tales medios.

Con la similitud de los rocines, el forastero no desconoció el que había tomado. Dejémosles, que allá lo averiguará o como mandare, y volvamos en otro capítulo al lastimado Trapaza.




ArribaAbajoCapítulo IX

De cómo Trapaza se acomodó en un carro hasta Sevilla, cómo un estudiante les entretuvo con una novela y la mala obra que a Trapaza y a otro caminante les hizo el carretero, y cómo se vengaron


«Tendido en la verde hierba» (así comienza un romance antiguo), estaba el lastimado bachiller Trapaza, despojado de su rocín y de los mal adquiridos dineros de la venta del ajeno, (que esto hizo el mesonero de oficio a título de cuadrillero de la Santa Hermandad), no fue muy humano en la caridad con el despojado, mas todo lo había merecido su término. Entre el dinero que le dieron de la venta del rocín que fueron cuarenta reales de a ocho, y éstos se puso en un aforro del jubón, de manera que éstos le quedaron para consuelo de su angustia.

Tomó, pues, el trote, y como era ligero, en breve espacio llegó a mediodía a un lugar seis leguas de Córdoba, donde, al irse a un mesón, vio que estaba para partirse un carro para Sevilla. Concertó con el carretero si le quería llevar en la compañía de otros que en él llevaba, y concertado su flete, le dio en señal un real de a ocho, montándose más, que reservó a pagar en Sevilla. Con esto se acomodó en el carro; iban en él dos estudiantes de Córdoba, un maestro de armas de Ciudad Real, un clérigo de Adamuz y un muchacho de Almodóvar, de edad de diez y seis años, muy bien vestido y con su daga y espada.

Comió Trapaza y aguardáronle a que comiese los demás, de quien fue muy alegremente recibido en el carro por compañero, conque partieron de allí.

En breve supo Trapaza de dónde eran los compañeros, y él también dijo su lugar, y que le obligaba a llegarse a Sevilla tener un hermano enfermo. En lo de ir a pie dio la salida de habérsele muerto un rocín en Córdoba, y tuvo razón, que el forastero se le afufó de su poder y aun el dinero del suyo el mesonero.

Alegres iban todos por su camino, tratando de varias materias; sólo Trapaza no llevaba muy buen humor con lo que le había sucedido, así con Estefanía como con el mesonero. Quiso un estudiante de los dos divertirles un rato porque no se les hiciese pesada la jornada, y tomando licencia de todos, les refirió esta novela:

Novela de Lucendra y Rugero

«Bramaba el mar Tirreno, y con sus soberbias olas amenazaba a las estrellas, pareciendo a la vista que quería turbar su luciente esplendor; la furia de dos encontrados vientos era grande, de manera que ella levantaba montañas de espuma en el salado golfo de Neptuno, causando horror ver desde tierra el cielo oscuro, tronando las nubes y de cuando en cuando mostrar entre lo oscuro de sus opacos senos los relámpagos anunciadores de los tremendos rayos. Todo era confusión, todo espanto, aun de los que se hallaban en tierra. ¿Qué sería quien fluctuaba con las aguas y pasaba recia tormenta?

Cerca del puerto de Mesina, entre esta confusión de olas, derrotó un hombre que arrojó el mar de sí como a una de sus algas a la orilla; venía abrazado con una gruesa tabla, que fue quien le libró de la muerte. Vieron su salvamiento desde una quinta vecina al mar, unas damas que estaban solazándose en ella un mes había, y mandaron a un criado que fuese a valer aquel hombre.

Hallóle ya besando la tierra en agradecimiento de haberse librado del mar. Era un joven de veinte y cuatro años, hermoso de rostro, buena proporción de cuerpo, y venía con sola una ropilla de lama de oro verde y en calzones de lienzo que el conflicto de la tormenta no le dejó, con la priesa, desnudar del todo. A éste, pues, llegó a hablar el criado diciéndole cómo unas damas que habían vístole venir por el mar batallando con sus olas, compadecidas dél, le habían enviado a que lo socorriese. Agradeció el buen deseo y estimóle con razones discretas y de hombre prudente.

Traía orden el criado de llevarle a la quinta, y así se lo dijo; él aceptó la merced que se le hacía, y para ir allá más encubierto, arrojó de sí la ropilla y jubón, quedándose con sola la camisa y calzoncillos de lienzo, que por ser verano se pudo tolerar.

Advirtió en esto el criado, y dejándole ir adelante, a otro compañero suyo (que acudió también allí) le dijo en secreto que se llevase aquella sopa a la quinta; no advirtió en esto el naufragante, y así se hizo sin saberlo él. Llegaron, pues, a la quinta, donde halló en la primera entrada della tres damas que le estaban esperando, todas de singular belleza, pero una dellas se aventajaba a las dos en esto con grandes excesos, en quien puso el recién venido los ojos, admirado de ver tanta hermosura. Ella y las demás preguntaron al recién derrotado cómo le había sucedido aquella desgracia y de dónde era; a que respondió en su misma lengua siciliana (que él sabía muy bien) que era un mercader veneciano, que venía con una nave de mercadurías de Venecia, su patria, para Sicilia, y que, con una recia tormenta, se había abierto el vaso y perecido a más de la gente que traía con toda la ropa, y que había sido gran suerte suya poderse desnudar y echarse al mar abrazado a una tabla, en que había aligerado el peso de su persona y salvado la vida en tierra de cristianos, adonde lo primero que había experimentado en ella era su caridad, de que les daba las gracias.

Pagadas las dejó a las damas la persona del forastero y sus razones. Preguntáronle su nombre y dijo llamarse Filipo, con cuyo nombre le llamaremos de aquí adelante.

Aquella dama superior a las dos en belleza mandó al criado que le había traído que le llevase consigo y que en la recámara de su padre le vistiese de algún vestido lucido de los de su merced. Hízolo así el criado; vistióse Filipo desde la camisa hasta todo lo demás, y mientras se vestía, preguntó al criado que por cortesía le dijese quiénes eran aquellas damas. Él le dijo que la más hermosa era hija del duque de Calabria, única heredera suya, y las otras, sus primas. El nombre de su señora era Lucendra, y los de las primas (que eran hermanas), el de la mayor Laudomira, y la otra Lineydas.

Holgóse mucho el forastero de que aquella dama fuese de tanta calidad como le decían, que, estando en su casa, no podía dejar de recibir merced della.

Acabó de vestir un vestido de color, de lama de oro parda, guarnecido con alamares bordados; diole aderezo de espada y daga dorado, sombrero con muchas plumas pardas y doradas, y muy a lo soldado, se volvió a presentar a los ojos de las tres damas, que se holgaron sumamente de ver cuán galán era, en particular la hermosa Laudomira que puso en él los ojos con alguna amorosa y casta afición.

Allí dio las gracias a la hermosa Lucendra de la singular merced que recibía, y ella le dijo:

-Yo espero aquí brevemente al duque de Calabria, mi padre, que no se holgará poco en saber lo que he hecho contigo. En tanto te puedes estar y descansar en esta quinta, y si del trato de Su Excelencia y casa te pagares, no teniendo por el presente otra comunidad, te puedes quedar hasta dar aviso en tu tierra a tus parientes y amigos de lo que te ha sucedido.

A esto respondió Filipo:

-Hermosísima Lucendra, a mí me sobra la merced que con vuestro ofrecimiento me hacéis, y es mayor la comodidad que yo merezco; y de suerte que, olvidada mi patria, gastaré lo que me quedare de vida en servicio del duque, mi señor y vuestro, no saliendo de vuestra casa, pues tal amparo he hallado en ella.

Deseó Lucendra saber qué letra hacía y mandóle escribir; hízolo, y, aunque no era muy asentada, le pareció sería bastante para ocupar el oficio de secretario suyo, que había poco que se le había ido a España el que tenía.

Con esto se le señaló alojamiento, y por acercarse la noche le mandó Lucendra recoger. Ella quería hacer lo mismo, cuando el criado que le había traído allí entró en su cuarto, y, diciendo que la quería hablar aparte, se apartó con él a otra pieza, donde la dijo:

-Vuesa Excelencia sabrá que cuando quise traer a vuestra presencia a Filipo, él traía vestida una ropilla y jubón que son los que aquí veréis -y mostróselos-; y éstos se quitó y arrojó de sí, y yo, viendo que en tanta necesidad y aflición hacía aquello, lo estrañé, y encargué a Leonelo se lo trajese secretamente.

Vio Lucendra la ropilla y el jubón, y como está dicho, la ropilla era de lama de oro verde, muy guarnecida de alamares de plata y oro; el jubón era de ámbar, bordado también de oro, con matices verdes, cosa que puso en grande admiración a la dama.

-Pues no para en esto -dijo el criado-, que, sin advertir en ello, con el susto terrible de su derrota, dejó al ojal del mismo jubón esta bolsa de reliquias, que no la he abierto hasta que Vuesa Excelencia lo haga.

Era la bolsa de cuero de ámbar, toda ella era bordada, algo crecida; en ella estaba metido un relicario de oro y diamantes; y en dos puertecillas que le cerraban había dos retratos, uno de dama de mucha hermosura y otro de un caballero parecido a Filipo, el cual tenía al cuello el Tusón de Oro que da el rey de España, insignia bien conocida de Lucendra; conque se acabó de admirar y de tener al forastero por persona de mayor porte que el que había publicado, y, si hasta entonces había dormido la voluntad, aunque le había visto, desde aquel punto despertó para amarle con alguna pensión de celos que le daba el hermoso retrato que vio en las puertecillas del Agnus, porque se presumió (como era cierto) ser de alguna dama que tuviese.

Encargó mucho a Camilo (que así se llamaba el criado) que no dijese nada de aquello que había visto, hasta averiguar del todo quién fuese aquel forastero.

Con esto se retiró a cenar con sus primas, y con el cuidado grande que le daba el recién venido, cenó poco y durmió menos, que una pasión recién nacida inquieta mucho. En toda la noche pudo reposar, viniéndole mil pensamientos e imaginaciones, y con el deseo grande de verse con el fingido Filipo, se levantó más de mañana de lo que acostumbraba, cosa que a sus damas se les hizo grande novedad. Diéronle de vestir, y bajóse luego a un ameno y deleitoso jardín a pasearse por él.

Era por el mes de mayo, cuando las flores alegran y guarnecen los campos y su fragancia llena los aires de suaves olores. Habiendo, pues, estado un rato entreteniéndose en formar un ramillete de varias y diferentes flores, envió a llamar a Filipo sobre el cual había discurrido bastantemente, no pudiendo dar en lo cierto de la desgracia que le habría conducido a Sicilia, y deseaba en estremo saberla.

Llegó Filipo algo más alentado con los nuevos favores que recibía, y habiéndole hecho una gran cortesía a Lucendra, ella le preguntó si había descansado, a que respondió que sí, pues con la merced recibida en su casa era fuerza que el gusto le tuviese muy descansado y cuidadoso de servirla toda su vida en agradecimiento del amparo que hallaba. Mientras decía esto, no quitaba la hermosa Lucendra los ojos de Filipo, pareciéndole todas sus acciones muy de señor, aunque en las sumisiones que hacía, correspondiendo con lo que hablaba, las quisiese desmentir.

Díjole Lucendra que desde aquel día le encargaba la ocupación de escribir sus cartas de correspondencia, en particular a las que recibía del duque de Terranova, su primo, con quien trataba su padre de casarla. No le hizo buen estómago esto a Filipo, que había pagádose de la hermosura de Lucendra, y quisiera hallarla libre y no tratada de casar para servirla y festejarla.

Bien echó de ver Lucendra la mudanza de su semblante, y no la pesó de que, al nombrar al duque de Terranova, su primo, se enmudeciese y demudase.

Él dijo que en su servicio estaba, y dispuesto desde aquel día a agradarla, que era sobrada ocupación a su poca calidad y suficiencia, pero que sus fuerzas procurarían ajustarse a su ánimo, que era de no faltar a su gusto.

En esta y otras materias diferentes que se trataron, hallóla discreta y hermosa Lucendra muy capaz a Filipo, de manera que se acreditó desde aquel día de bien entendido.

Llegaron a esto las primas; y Laudomira, con la demasiada atención que puso en el forastero, descubrió su voluntad a quien penetraba ya los pensamientos, que era Lucendra, como interesada en quererle; y así, habiendo tenido intento de descubrir el secreto de las prendas que le hallaron a su prima, viendo esto, propuso celarse della de allí en adelante.

Mostrábase tan contento Filipo con estar en servicio del duque, que no hablaba en otra cosa con los criados, estando ellos no poco envidiosos de verle en tan breves días con tanta privanza con la hermosa Lucendra, que es muy propio de los palacios de príncipes y grandes señores no faltar en ellos muchas envidias de las medras de otros o de las ventajas y favores con que se ven excedidos en el entendimiento, porque son elegidos a mayores puestos de los señores.

Vino el viejo duque de la Corte de Sicilia; recibióle su hija con el contento que se puede creer de quien tan de veras le amaba; presentóle a Filipo, díjole su desgraciado naufragio, exageróle su talento, y el anciano duque confirmó la elección que había hecho su hija en hacerle secretario suyo.

Desde aquel día comenzó Lucendra a hacer averiguación de la calidad de Filipo, enviando a Venecia, su fingida patria, a saber si tal mercader había en aquella gran ciudad, de quien se publicase la pérdida de su nave, señalando el día della.

Esto se cometió al embajador del rey de Sicilia que asistía en aquella poderosa República, pero aunque hizo con todo cuidado la averiguación posible, no halló que tal hombre hubiese en Venecia, sino uno que asistía allí, ni se supo tampoco entre los navegantes y mercaderes tal pérdida, que es de ordinario quien presto lo sabe, porque ninguno parte a otro reino a vender su hacienda que no se lleve las de otros amigos encomendadas, y faltando éstas, era cierto saberse la tal pérdida. Con esto tuvo aviso Lucendra de ser falsa la relación de Filipo, aunque tuvo en breve otra del reino de Nápoles, en que el príncipe de Salerno, habiéndose embarcado y tomando la derrota para Sicilia, se había anegado en el mar, y que aquel estado había quedado sin sucesor, por ser mozo, y le pleiteaban dos damas, primas suyas, aguardando la sentencia a su favor quien más derecho tuviese a él de las dos. Por esto le hizo a Lucendra pensar que fuese éste el fingido Filipo; y así anduvo con algún cuidado por hallarse en ocasión con él, en que por cifra supiese della que sabía era más de lo que había manifestado antes de verse en ella. El criado que le mostró la joya reveló a Laudomira este secreto y cómo lo sabía Lucendra; conque la dama entregó del todo la voluntad al amor. Y para darle motivo a que comenzase su galanteo, un día que estaba en un retrete Filipo respondiendo a unas cartas que le habían escrito a la hermosa Lucendra (estando él de esto muy descuidado), por entre la puerta, que estaba medio abierta, le arrojaron un papel: viole caer, y levántose con mucha presteza a ver quién se lo había arrojado; mas por mucha que se dio en salir del retrete, se le escondió Laudomira, que era quien se atrevió a esta acción por no fiarse de nadie.

Alzó el papel del suelo y en él leyó estas razones:

«Una dama de Su Excelencia desea que paséis una mala noche por ella, fiando que vuestra cortesía sabrá pasar muchas por quien le sepa obligar con favores. A la ventana última de la galería que cae al jardín os espera después que la gente esté recogida. El cielo os guarde».

Determinóse Filipo a ir a verse con esta dama a la hora concertada, no presumiendo que fuese Laudomira la que le llamaba ni su hermosa hermana, sino alguna dama de Lucendra. Volvióse a la ocupación que tenía, y estando en ella, fue llamado de Lucendra por una dama suya; acudió a su cuarto a ver lo que le quería y hallóla escribiendo. Pidióle una carta que le había dado para que se la consultase después, y con la turbación de ver su hermosura, Filipo le dio envuelto con la carta el papel que poco antes había recibido, sin reparar en ello; tomólo todo Lucendra, y mandóle que acabase de responder a las cartas que tenía a su cargo, conque dejó su presencia.

Bien echó de ver Lucendra el otro papel que, turbado, la había dado sin ver lo que hacía, y por eso le despidió luego, que quiso ver si era suyo para ella, pues, como quedase sola, abrióle y conoció ser la letra de su prima, cosa que sintió en extremo, dejándola los celos abrasada. Quiso gozar la ocasión, y así aquella noche ocupó a su prima de manera que, dejándola con su hermana y a las dos cerradas en su aposento, ella salió a la media noche a la galería; desde ella vio a Filipo que estaba esperando ser llamado della; hízole una seña, conque llegó a ponerse debajo de donde estaba la ventana.

Lucendra, disimulando la voz, le dijo:

-Mucho habréis sentido, señor Filipo, la mala obra que os habré hecho en dejar la quietud de la cama por el sereno; mas de quien es tan galán como vos me prometí que al mandato de una dama vendríades muy obediente, como yo lo experimento, sin sentir perder las comodidades de la cama y sueño.

-Habéis acertado en conocerme la condición -dijo Filipo-, que es siempre de servir a las damas, y por la primera vez fuera grosero término no venir aquí muy de voluntad.

-¿Y por la segunda? -replicó ella.

-De la segunda no os digo nada, que soy tan leal criado de la hermosísima Lucendra, que todo aquello con que sé que se ha de disgustar huyo de dilinquir en ello. Sé que hace confianza de mi persona, véome indigno de merecer este favor que recibo, sé que mi humildad no se debe colocar en empleo tan superior con el fin de matrimonio; y así, conociendo todo esto, veo que para pasar tiempo me pongo a riesgo de desdecir de la opinión en que me tienen. Y así esta noche sabré lo que me mandáis en qué me ocupe de vuestro servicio, y lo que dél más se os ofreciere me lo podréis avisar por el modo con que me avisasteis que viniese aquí.

-¿Por qué modo fue -dijo Lucendra (como ignoraba de la suerte que le habían dado el aviso)- que yo encomendé a una amiga que os diese aquel papel?

-Arrojándomele -dijo él-, en el retrete donde escribo.

-Ya quedo advertida -dijo ella-, pero agraviada de que seáis tan poco cortesano que a la primera noche me desahuciéis de que no volveréis a hablarme. ¿Qué sabéis lo que traigo que deciros en vuestro favor?

-Cualquiera cosa -dijo él- que sea, será para entreteneos conmigo, como nuevo en esta casa, y no me habéis de persuadir a otra cosa.

-Y si yo fuese tercera -dijo Lucendra-, de unos amores ocultos de que vos no tenéis noticia, ¿qué me diríades?

-A mucho os aventuráis -dijo él-, y sois muy moza para tomar eso por vuestra cuenta.

-¿Cómo echáis de ver que lo soy? -dijo ella.

-En que vuestra palabra -dijo él- me asegura que esto es verdad y que, siendo anciana, no buscárades horas incómodas para hablarme.

-¿Veis cómo voy echando de ver -dijo ella- que habéis sentido el sueño que os he quitado, pues a media noche os parece hora fuera de costumbre? ¿Qué más dijera una delicada doncella?

-No me afrentéis -dijo él-, que no sabéis lo que yo sé hacer cuando me importa, y el sueño que pierdo cuando quiero bien.

-¿Habéis tenido amor -dijo ella- que dudo desto?

-Sí he tenido -replicó Filipo-, y tanto que no quisiera hablar en este particular por la pena que siento tratar en él.

-Yo os daré un buen despique -dijo ella-; sabed que una dama de mi señora desea que la comuniquéis mucho, si bien con secreto, por esta ventana o por otra parte por donde fuéredes avisado, y esto hace aficionada a vuestras partes. Mal galán haréis si temores os hacen dejar esta empresa en que os aseguro una grande dicha si llegáis a lograr este empleo.

-Muy mal galán haré con la voluntad sola, desdiciendo de mi condición, que es servir a mi dama no sólo con finezas de afición, sino con presentes y regalos, que en esto se conoce el verdadero amor; desto carece un forastero recién llegado a este reino, sin conocimiento de nadie, arrojado de la fortuna en esta tierra, que parece segundo nacimiento el mío, pues salí desnudo a la orilla del mar.

-¿No os quedó alguna joya siquiera de vuestros naufragios?, -dijo Lucendra maliciosamente.

Aquí reparó Filipo, que hasta entonces no se había acordado que en el jubón que arrojó cuando salió del mar iba el relicario de diamantes con los dos retratos, y presumió si acaso lo habían hallado y aquello se lo decían por esto; y así respondió qué joya había de sacar quien se quisiera desnudar del pellejo por venir más ligero a ser posible.

-Ahora bien -dijo Lucendra enternecida-, no os piden dádivas ni esas galanterías aquí, sino que améis firmemente; y así, por esta noche sólo os pido que no faltéis la que vendrá, no hablándome aquí, sino a una reja baja de ese jardín, y esto ha de ser más tarde.

Ofrecióselo así Filipo, conque se despidió de Lucendra muy contenta con esperarle la futura noche. Diferente gusto tenía Laudomira, su prima, pues con la ocupación en que la puso y el ver la puerta de su aposento cerrada, se le malogró el verse con Filipo, conque no pudo dormir de pena, sospechando si Lucendra llegó a saber algo del papel, a que no podía persuadirse, y así quiso asegurar a su prima por unos días sin avisar a Filipo.

La siguiente noche acudió a la hora señalada Filipo y halló a Lucendra en la reja que le había avisado que acudiese, habiéndose fiado de una dama, su privada, que la hacía centinela, temiéndose de Laudomira. Hablaron en varias cosas, declarándose Lucendra ser ella la dama que deseaba ser servida, cuyo nombre no le decía por entonces hasta haber conocido de sus finezas que le mereciese saber, y porque no sintiese hallarse imposibilitado para servirla, ella no quería más dél de una firme fe y una pura voluntad. Ofrecióle Filipo tenérsela, y al despidirse aquella noche, Lucendra le arrojó un lienzo en que iban envueltas joyas de mucho valor.

No vio lo que le daba Filipo con la oscuridad de la noche; y así, en su aposento, desdoblando el lienzo, vio las joyas, cuya riqueza le admiró y puso en grande confusión, no sabiendo quién sería la dama que dádivas de tan grande precio le había dado, porque dudaba que fuese de las que servían a la hermosa Lucendra, y persuadíase a que sería una de sus dos primas.

Estas joyas mandó comprar Lucendra en la ciudad para dar a Filipo, porque las suyas no fuesen conocidas. La Corte estaba entonces en Mesina, dos millas de aquella quinta, y el duque de Terranova, deseando que su prima volviese a la Corte, publicó un torneo para el día de San Juan, del cual quiso ser mantenedor. Previniéronse galas e invenciones, no dudando ninguno de cuantos entraban en él de gastar, que, como eran enamorados, lo hacían con mucho gusto.

Luego que se supo la publicación del torneo en la quinta, esa noche, viéndose Filipo con la encubierta dama, que aún no le había dicho su nombre, trataron del torneo, diciéndole ella cómo era fuerza que su señora Lucendra fuese a la Corte a verle, pues por su causa se hacía; cosa que ella sentía mucho, por dejar la comodidad de la quinta y el verle.

Filipo, llevado de su inclinación generosa, y no acordándose de la profesión y ejercicio que publicó tener cuando allí vino derrotado, dijo que a no hallarse forastero y solo, él se holgara de tornear.

Mucho gusto recibió Lucendra de oírle esto, porque ya en ello descubría su ilustre sangre, pues era cierto que siendo mercader no se le levantaran los pensamientos a tal ejercicio, propio de los caballeros generosos; y así le dijo que si él quería tornear, tendría ella mucho gusto de ver cómo lo hacía y que, porque se le cumpliese, le acomodaría de lo que se le ofreciese y que ese día sabría su nombre. Para otra noche le mandó que no faltase en todo caso, y él se lo prometió, conque se fue a dormir.

Como Laudomira deseaba hablar con Filipo y no se le lograse el deseo, aquella noche, habiendo dejado asegurar a Lucendra, le volvió a arrojar otro papel en que le decía:

«El papel que os escribí os habrá tenido confuso no hallándome en el señalado puesto de la ventana de la galería. Esta noche, sin falta, acudid a ella, donde pienso desenojaros y que sepáis quién os estima. Acudid temprano».

En notable confusión dejó a Filipo el leer este papel, y no sabía qué determinar. Citábale para hora cómoda, y así quiso aquella noche salir de la confusión en que se hallaba, de si eran dos damas las que le convidaban con plática, si bien a ninguna se inclinaba, como la verdadera inclinación la tenía a la hermosa Lucendra, y nada fuera della le satisfacía.

Vino la noche algo oscura, como la había menester; y acudió al primer llamamiento debajo de la galería, donde halló a Laudomira que le estaba esperando. Diósele a conocer luego, diciéndole:

-Filipo, yo he deseado satisfaceros de la queja que tendréis de mí por no haber venido con el primero aviso a hablaros; túvome aquella noche ocupada mi prima, y temiéndome que podía haber sabido algo de mi aviso, he querido asegurarla estos días. Ahora que sé que lo está, vengo a hablaros, que, en esta soledad, divertimiento debemos buscar las que estamos en continua clausura. Lo primero que os quiero pedir es que me digáis con certeza quién sois, porque la relación que habéis hecho de vuestra persona no nos satisface, desmintiendo las prendas vuestras que habéis dejado de manifestar, porque no pensásemos de vos lo que nos queréis encubrir. Por vida mía que yo sea desengañada y que alcance de vos el saber esto; y creed que si me sale mi sospecha cierta (como lo espero), podéis vos esperar mayores aumentos.

Confuso se hallaba ahora Filipo, viendo que la que le hablaba conocidamente era Laudomira, diferenciándose en la habla mucho de la otra dama; veía que instaba en que le dijese quién era, pero satisfecha de su relación, veía que le daba luz de las prendas que había dejado en la ropilla y jubón, y que daba su riqueza indicios de ser más que mercader y de Venecia, cuya República pone la mira de su buen gobierno en que ninguno della traiga costosos trajes, principalmente la gente de pueblo, como él había fingido ser, y sin esto, temía que el perdido relicario no manifestase en su retrato el porte de su gran calidad.

Lo que respondió a la dama fue:

-Hermosísima Laudomira, yo no puedo negar que esas prendas las arrojé de mí al tiempo del venir a esta quinta, no porque hallasen indicios de mayor calidad, que ésa no la tengo más de la dicha, sino porque lo mal tratado del agua no diese asco a quien me viese; y aunque yo sea veneciano, guardaré los estatutos de mi República en ella, mas fuera de mi patria, si no lo niego, por lo menos por mi porte quiero ser tenido en más que mercader; y así me vestí costosamente. Mas llegado a preguntarme la verdad, y más una tan gran señora como vuestra hermosa prima, hiciera muy mal en negarla donde esperaba amparo y el favor que ahora recibo. Esto es lo que os puedo decir a lo que me preguntáis; y si más fuera, por dejaros segura de vuestra sospecha lo supiérades de mí.

Bien echó de ver Laudomira que se quería encubrir y, por entonces, no quiso apretarle más en aquel particular, sino pidirle que viniese allí la noche siguiente a la misma hora. Ofrecióse a obedecerla, y, porque Laudomira sentía ruido dentro, temiendo no la hallase allí Lucendra, se despidió de Filipo, volviéndole a encargar que no faltase esotra noche.

Con lo que allí se detuvo, se hizo hora para acudir a la ventana del jardín, adonde partió de allí, llevando grande deseo de conocer a aquella dama que había sospechado ser la que acababa de hablar, porque la riqueza destas joyas le había parecido ser de otra que de Lucendra, de quien vivía seguro que no sería la que hablaba, por parecerle que no humillara sus pensamientos a hacer tales bajezas, sabiendo la poca calidad que había manifestado de su persona. Que a saber cierto que fuera Lucendra, le obligaba a declarar quién era, si bien el temer no ser creído le había acobardado para no lo hacer, por no saber cómo sería recibido del duque, su padre, que no se había portado muy amigablemente con el suyo, sobre cierta competencia de amores que los dos tuvieron en el reino de Nápoles, de que resultaron dos desafíos; y ésta fue la principal causa por que Filipo se encubrió allí.

Llegó, pues, a la reja del jardín, donde no faltó la encubierta dama, hallándola algo quejosa de su tardanza, culpándole por esto de poco fino. Diole algunas disculpas que la satisfacieron y estuvo con ella muy fino, de modo que, mostrándose desto obligada Lucendra, le dijo que quería anticiparle el favor diciéndole su nombre. Estimóselo Filipo con muchas exageraciones, y, al cabo dellas fingió la dama con él, diciéndole ser su prima Laudomira.

Atento estuvo Filipo a esto, mucho más que antes, y conoció muy bien ser la que le hablaba Lucendra, cosa que le dio tanto gusto que fue dicha no hacerle perder el juicio. Disimuló cuanto pudo y dejóse llevar del engaño, estimando el gran favor que le hacía y ponderando que a sus cortos méritos era exorbitante. Encargóle el secreto, y por ningún caso manifestase con acción pública que ella le favorecía, que en aquel punto perdería su gracia y aun la vida. Así se lo prometió, conque estuvieron pasando la noche en varias pláticas.

Y volviendo a tratar del torneo que se esperaba, le preguntó Lucendra si estaba con intención de entrar en él, como lo había dicho. Él dijo que sí.

-Pues si es así -dijo ella-, tomad ese papel y adiós, que es tarde.

Diole un papel y fuese, el cual visto después a la luz, vio ser una cédula de un mercader, en que decía a otro para quien iba dirigida que a la persona que aquélla entregase le diese mil doblones en oro.

Admiróse Filipo desta fineza y advirtió que estas galanterías nacían de ser en algo conocida su persona, porque su buen talle no humanara a una señora a hacer aquellas finezas, no obstante que era tan discreto, que su confianza no le desdecía desto, presumiendo poco de sus partes miradas sin su calidad; dejó hacer al tiempo, teniendo siempre en propósito de no descubrirse hasta ver el fin de aquel torneo.

Íbase disponiendo la fiesta a toda priesa, y sólo faltaban tres días para el señalado, conque siendo convidado el duque a ella y su hija, hubieron de dejar la quinta y irse a sus casas a Mesina. En aquel breve tiempo, Filipo, con el mayor secreto que pudo, fue previniendo sus galas y vestidos de sus cuatro padrinos, que habían de salir de embozo, fiándose desto de un criado napolitano que había recibido, el cual sabía quién era y dél había fiado aquel secreto, ofreciéndole tenerle siempre, hasta que fuese su voluntad de hacer otra cosa.

Mientras el duque estuvo en Mesina no pudo hablar con Filipo Lucendra de noche, como acostumbraba, ni tampoco Laudomira, cosa que las dos damas sentían mucho, porque estaban muy aficionadas a él.

Llegóse el día del torneo en que el duque se prometía que, acabado, había de dar la mano a Lucendra, con la voluntad del duque, su padre, porque ya se había dado cuenta al rey y tenían la dispensación de Roma traída.

Habiendo, pues, acabado de comer el rey, salió al balcón de su palacio, que caía a una gran plaza, la cual estaba cercada de tablados ricamente adornados de varias y vistosas telas; en medio había otro tablado de cien pies en cuadro para tornear. Tenía cuatro entradas para hacerlas los combatientes. A un lado dél estaba una rica tienda de campaña; ésta era de brocado para que descansase en ella el mantenedor, su ayudante y padrinos con todos los caballeros que torneaban.

Vino a la plaza la hermosa Lucendra y sus primas, bizarrísimas de galas; acompañaban su carroza todo lo lucido y noble de los caballeros de la Corte. Subieron a Palacio y ocuparon un balcón largo dél, donde había otras muchas damas, no menos bizarras y hermosas.

Llegó la hora, y, oyéndose grande cantidad de varios instrumentos, vieron entrar por la una parte de su plaza cincuenta cajas y pífanos, vestidos todos de tela de plata verde, guarnecida con muchos pasamanos y alamares de oro, sobre pestaña leonada, que eran éstas las colores de la hermosa Lucendra. Seguíanse a éstos doce padrinos vestidos de tela riza verde, bordados los vestidos con torzales de oro y leonados. Detrás destos salió el mantenedor, de lo mismo que los padrinos: calzones y tonelete guarnecidos de luceros de plata, armas blancas listadas de verde, y en un grande penacho verde y leonado, puestos por empresa, un bordón de plata y encima un lucero grande de plata. La letra era ésta:


    Yerra aquél que peregrina
sin aquesta luz divina.

Hizo su entrada airosamente, púsose en su puesto, y dejando la pica de guerra con que entró, le dieron una de combatir.

Siguióle luego su ayudante, que era un título de Sicilia, que no salió menos lucido, así de colores como de cajas, padrinos y todo lo demás. Su empresa, la de los que le sucedieron y las galas de todos, dejo de expresar por menudo; sólo diré que el torneo se comenzó.

Había estado al principio viendo la entrada Filipo, cosa que estrañó Lucendra, viendo el sosiego con que estaba, juzgando desto que la había engañado con decir que quería entrar en el torneo. No se había aguardado hasta aquel punto en balde Filipo, sino sólo para hacer una treta a Lucendra, y era que, como ella se había fingido Laudomira, su prima, aquella noche, quiso darla un picón con su mismo engaño; y así, poniéndose en puesto donde pudo dejarse ver de Laudomira, le hizo una seña de cómo iba a armarse; esto sin mirar por entonces a Lucendra.

No le entendió Laudomira por no haberle avisado desto, y así le dio a entender que ignoraba lo que le decía. De nuevo le hizo la seña, partiéndose de allí, dejando con esto a Lucendra casi fuera de sí de pena, sintiendo que ella misma se había hecho el daño en haberle dicho que era su prima y no veía la hora de deshacer lo que había hecho sin declararse.

Bajóse Filipo del balcón, y fuese a una casa donde le estaba aguardando su criado con ocho cajas y cuatro padrinos, vestidos todos de tela riza azul con alamares de plata, color que era de Laudomira. Él sacó unos calzones y tonelete de tela azul, bordados de ojos de plata y negro; el manto, que le arrastraba por el suelo, gran parte era de la misma tela y bordadura; el penacho, de plumas azules y blancas, y por empresa un sol cercado de lucientes rayos, y decía la letra:


    Cobarde es quien se retira,
puesta en vos siempre la mira.

Aludió al fin del nombre de Laudomira. Con estas galas entró Filipo en la plaza, bizarrísimo, excediendo a cuantos habían entrado, de modo que se llevó los ojos de todos, alabando su gala y su buen aire.

Llevó calada la vista por no ser conocido; y así no lo fue sino de sola Lucendra, pero con sentimiento de ver cuán a la clara se manifestaba por de Laudomira, su prima, maldiciendo entre sí su mal acuerdo en haberle engañado, pues sólo había servido de empeñarle en aquella afición y favorecerle contra sí. Si excedió a los torneantes en gala Filipo, no lo hizo menos en el combate, pues tocándole verse con el duque, le ganó precio. Éste dio a la hermosa Laudomira, conque de nuevo atravesó el corazón de Lucendra, que cada cosa déstas era saeta que le penetraba las entrañas.

Llegóse el tiempo de la folla; en ella corrió la valla dos veces, a pesar de uno y otro puesto, y así se llevó después de ella dos precios, uno de folla y otro más de galán.

Estos dos dio juntos a la hermosa Lucendra, poniendo esto cuidado a Laudomira, pero aun con ser señora dello Lucendra, no perdió del todo el recelo que de su prima tenía, culpándose a sí en ser ella la causa dél.

Acabóse el torneo de noche, y cuando todos se habían prevenido de hachas, Filipo escusó esta prevención, y encubriéndose de los ojos de todos por la confusión que había, sin toque de caja ni pífano, se volvió a la casa donde se había armado.

No fue tan a su salvo que no le siguiese un pajecito por orden y mandado de Laudomira, que, estando ella incierta de quién aquel caballero fuese, se lo mandó; y así el muchacho anduvo tan diligente en servirla que trujo nuevas cómo era el secretario del duque su señor el combatiente: juraba haberle visto desarmar.

Esto se publicó por la casa del duque, de modo que cuando Filipo volvió de desarmarse, ya todos lo sabían; pero era cosa increíble para todos, por haberle visto estar al principio del torneo allí y saber que no podría tener con qué lucir de aquella manera.

Los que esto deshacían eran los envidiosos que tenía, que no querían que aún se dijese tal de Filipo, el cual, cuando le vieron, a modo de fisga le comenzaron a dar la norabuena de lo bien que había torneado. Él se halló al principio confuso y tardó en responderles, admirado de que se hubiese sabido tan presto que él había torneado; mas por si hablasen en duda, lo echó en chacota, y en burlas admitía las norabuenas que le daban, con una falsa socarronería, de modo que dejó con esto deslumbrados a los que tenían por el pajecillo alguna luz de que había torneado.

Al volver acompañando a Lucendra a su casa, una dama de las suyas, que era la privada, le dio un papel a la salida del cuarto de Lucendra. En él leyó esto:

«Esta noche os guarda quien sabéis, a una reja baja del jardín. No faltéis de verla y adiós».

Leyó Filipo esto y luego se pensó que sería Lucendra, a quien determinó dar un lindo picón aquella noche, llevando el engaño adelante.

Llegóse la hora, y acudiendo Filipo a la señalada reja, halló en ella a Lucendra, la cual le dijo muy contenta:

-Filipo, no hay negaros que estoy muy agradecida de que hayáis en mi servicio salido al torneo, donde tanto habéis lucido: no creyera que los mercaderes de Venecia sabían usar tan bien, en los actos militares, de las armas.

-Todo lo ejercemos allá -dijo Filipo, muy falso-, y en mí no era mucho que me esforzara el deseo que llevé de serviros, que ése me hizo salir bien del torneo, cosa que la he praticado poco. Mas quien es aficionado a las armas como yo, con un ensayo que vea, tengo harto.

-También os agradezco -dijo ella- el premio que me enviasteis, si bien estoy quejosa de que salió mejorada mi prima en tercio y quinto, pues se llevó dos de vuestra mano.

-Hícelo -dijo él- por dos cosas: la una por el disimulo, y la otra, porque, a ser conocido, era fuerza que echara de ver que en reconocimiento de dueño mío, la servía más que a otra dama.

-No sabéis -replicó Lucendra- cuán poco la debéis.

-¿Qué tanto? -dijo él.

-Que si ella supiera que yo estaba aquí, y más con vos -dijo ella-, os dijera mañana tantas pesadumbres que os obligara a dejar su servicio, y a mí no me viera la cara en un mes con afabilidad.

-Qué, ¿tan terrible condición tiene? -dijo él.

-Es insufrible -dijo ella.

-Pues haga lo que mandare -replicó Filipo- que ya que desea estorbaros de que os divertáis, por mi parte no se le logrará ese intento, que amándoos firmemente y pagándome mi amor vos con favorecerme, irá en aumento cada día.

-Lo que podrá culparme -dijo ella- es que favorezco a un hombre desigual mío, pues dél no sabemos más de que es mercader veneciano.

-Por eso no os acobardéis -dijo él-, que si hasta ahora lo he dicho, ha sido porque me pareció, cuando aquí llegué, encubrirme; mas yo os digo que tengo más calidad de la que pensáis.

-¿Pues quién sois? -dijo ella, muy contenta de que iba descubriendo tierra en lo que tanto deseaba saber.

-Soy un caballero español -dijo él- de la más ilustre familia de Cataluña y mi nombre es don Hugo de Cardona.

-Oído he ese apellido -dijo ella.

-Es el más conocido y estimado de España -dijo él-, de cuya casa hay algunos títulos, y yo soy hijo segundo de uno.

-Ahora habladme español -dijo ella-. Veré si me tratáis verdad.

-Yo os la trato, hermosa Laudomira, como persona que desea tanto vuestro empleo -dijo él, hablando esto en español, que le sabía hablar sin acento alguno italiano.

Creyó Lucendra que le decía verdad, y sospechando por cosa cierta que él pensaba que estaba enamorado de su prima, quiso con el desengaño que no se empeñase más en quererla, y así le dijo:

-Mucho me huelgo que seáis quien decís, y os tengo en tan buena opinión que os he dado crédito; y para que de aquí adelante me habléis sin rebozo y no os engañéis en el empleo que habéis hecho, quiero que sepáis con quién habéis estado. Aguardadme aquí, que luego vuelvo.

Fuese, dejándole contentísimo de que la ficción hubiese salídole tan buena que se la quisiese manifestar Lucendra, la cual, yéndose de allí, trujo una llave del jardín, con que abrió la puerta dél y le mandó entrar. Obedeció Filipo, y volviendo a cerrar la puerta, le guió a un cenador que estaba en el jardín, adonde la dama, su privada, tenía luz.

A ella conoció del todo Filipo que la dama que hablaba era no menos que la hermosa Lucendra, hija del duque de Calabria. Fingió turbarse con admiración, y ella, conociendo esto, si bien no penetró lo oculto del pecho de Filipo, le dijo:

-Yo, Filipo, he sido la que os he hecho favores estas noches, dándome motivo para esto haber hallado un papel que os escribía Laudomira, mi prima. Sé con certeza que no sois mercader; y así se ha visto en que prevaricáis de la primera relación que nos hicisteis, y tampoco es verdadera la segunda, pues he averiguado que sois Rugero, príncipe de Salerno, que, viniendo embarcado, os ha sucedido la desgracia, porque vuestro estado anda en lites, presumiendo en Nápoles que sois anegado, según han certificado personas que se libraron de la pasada desgracia como vos. Ahora quiero, pues os he hablado sin embozo, que vos me digáis si esto es así.

Había Lucendra hecho ir a Nápoles de propósito a saber del príncipe y a que le trujesen dél un retrato, y esto le tenía secreto, aguardando esta ocasión para declararse con él. No pudo el fingido Filipo (ya Rugero) negar a Lucendra la verdad, y así confesó ser el príncipe de Salerno. Quiso saber la causa de su salida de Nápoles la dama, y para contársela despacio, él tomó asiento a su lado en aquel cenador, diciendo así:

-Servía en la cámara de Arnesto, rey de Nápoles, a quien Su Alteza hacía tanta merced, que era yo el archivo de sus secretos; entre los que me descubrió, fue decirme un día que se hallaba enamorado de la princesa de Orbitela, que era la que a todas aventaja en hermosura en aquel reino. Deseara yo que no me diera parte desta afición ni de otras, pues no servía de más que hacerme inquieto, llevándome a ver estas damas todas las noches, cosa que la reina, su madre, sentía mucho. Esta dama era bizarra, como he dicho, y de lo más calificado de Nápoles: su estado era riquísimo, y así tenía algunos príncipes por pretensores que la galanteaban para casamiento. A ésta me mandó el rey que la visitase de su parte y la dijese cuán aficionado le estaba y que permitiese dar lugar a que una noche la visitase. Fui con este recaudo; recibióme Casandra (que así se llamaba la princesa) afablemente, oyó el recaudo, y a su respuesta dijo estas razones:

-A venir el recaudo, señor Rugero, de vuestra parte y no de la del rey, le estimara en más, porque della me venía a estar bien, granjeando en vos un gran príncipe que me sirviese para ser mi esposo, antes que un rey que me pretenda para ser su dama, tan a costa de mi opinión. Bien sé que esto, así como os lo digo, no se lo habéis de decir a Su Alteza; pero diréisle que soy su sangre y hija del mayor soldado que ha tenido la Corona de Nápoles, de quien fió siempre el gobierno de la guerra contra sus poderosos enemigos. Murió sirviendo y no esperaba por paga de tan grandes servicios galardones tan costosos para mí; que Su Alteza lo mire más prudentemente y advierta que para el fin que pretende hallará mayores beldades en Nápoles que la mía, estando desde hoy aborrecida yo con tenella, pues ha dado causa que se halla aficionado de mí con intento tan dañoso a la autoridad de un rey justo y que tantas alabanzas merece.

Íbala a replicar, y no quiso oírme razón alguna; sólo me dijo al levantarse de la silla para entrarse en otra pieza:

-Señor Rugero, todo lo que intercediéredes por el rey es gastar tiempo; emplealde si os está bien en favorecer esta casa vos solo, que vuestra persona será preferida a muchas que desean esto y no lo alcanzan de mí.

Estimé la merced que me hacía y díjela que me aprovechara de aquel favor a no estar de por medio el rey, a quien veía muy empeñado en quererla, por cuya causa no me atrevería a pretender lo que me estaba tan bien.

-Pues desengáñese Su Alteza -replicó ella-, que no conseguirá lo que desea, y menos con estorbar, por ese camino, que yo me emplee en quien gustare.

Con esto me dejó, algo enojada, y se entró en otra pieza. Volví al rey, dile el recaudo de Casandra, no tocándole en mi particular, porque no se ofendiese. Sintió mucho el rey este desprecio, y fue aumentarse más su deseo, y así comenzó desde aquel día a galantear en público a Casandra; dábale músicas de noche, hacía fiestas públicas. Viose algunas veces con ella a solas, yéndole yo acompañando, mas siempre halló en ella gran resistencia. Con los ojos me daba a entender Casandra que holgara ser amada de mí; yo me hacía desentendido desto, por lo mal que me estaba enojar al rey. Mas con todo recibí algunos papeles suyos en que me enviaba a llamar; vime con ella, y no halló en mí la correspondencia que quisiera, todo por causa del rey.

Pensó ella que yo tenía alguna dama en Nápoles, y a esto atribuía mi remisión en servirla.

Gustó el rey que yo fuese mantenedor de una justa, fiesta que trajo por servir a Casandra. Yo previne galas, saqué invenciones y dispúselo todo para el día señalado. Uno antes me envió Casandra una banda bordada y un relicario, en cuyas puertecillas envió su retrato junto con uno mío que hizo sacar de otro de mi casa. Yo estimé el favor y, el día que me estaba armando, habiéndoseme olvidado, le pedí para llevar conmigo. Fue por él el conde Alfrido, que me ayudaba a armar, y desde donde le tomó hasta dármele, pudo su curiosidad abrirle y ver en él el retrato de Casandra, cosa que le admiró.

Era el conde compañero mío en la cámara del rey y estaba envidioso de mi privanza; y, para descomponerme, dio, después de la fiesta, cuenta al rey del favor que tenía, que él dijo aun sin saberlo, ser de Casandra. Alborotóse el rey con esto mucho y atribuyó su desprecio a que estaba aficionada de mí. Disimuló por entonces su pena y trató con el conde de ver el relicario mío: esto se lo facilitó con decirle que pues los de la cámara hacían la semana que les tocaba servir, durmiendo en Palacio, que entonces procuraría quitarle de la cabecera de la cama. Así sucedió, viendo el rey por sus ojos lo que no quisiera. Volvió el relicario a su lugar y, un día que me halló a solas, me dijo que ya sabía la causa por qué Casandra no le favorecía. Yo le pregunté que por qué, y él entonces me dijo cómo el galantearla yo estorbaba no hacerle favores y que él sabía que me los daba de su mano, declarándose hasta decirme lo del relicario. Yo, sin turbarme nada, le dije:

-Señor, Vuestra Alteza me culpa ahora, y, si supiese cuán fino he andado en su servicio, me lo había de agradecer.

Con esto le conté cuanto pasaba y le mostré el relicario y, por remate desta plática, le dije que porque se asegurase de mí, aquella misma noche me determinaba partirme de Nápoles y venirme a Sicilia.

Algo se sosegó el rey con esta satisfación que le di, y quisiera que me ausentara por su seguridad y también tenerme consigo, que me amaba mucho. No me dio licencia para partirme sino mandóme que me estuviese en mi casa retirado. Yo no quise con esto hacerme culpado, y, así, previniendo una galera, me embarqué en ella con mis criados. Levantóse tormenta en el mar, y resultó ella el perdernos todos, y yo, por milagro del cielo, venir a salir a nado en donde el mismo permitió que hallase vuestro amparo.

Aquí dio fin Rugero a su relación, habiendo estado Lucendra colgada della, mudando semblantes conforme los sucesos della. Lo que después resultó fue que los dos amantes quedaron muy conformes de quererse mucho hasta disponer el casarse, dando al duque, su padre, cuenta desto.

Antes que a ello se llegase, se remedió por otro camino, y fue que al rey le vino una carta del de Nápoles en que le pedía le hiciese saber si en Sicilia había derrotado una galera del príncipe de Salerno, porque corría nueva que se había anegado.

Quien trajo esta carta era un caballero napolitano, el cual, mientras esta diligencia se hacía, acertó a ver al príncipe, aunque disfrazado, el día antes del torneo, y supo que servía encubierto en casa del duque de Calabria. Díjoselo al rey la noche misma que fue acabado el torneo, conque, el día siguiente, fue llamado del rey.

Acudió Rugero a Palacio y, viéndose en la presencia del rey, le dijo:

-Rugero, ¿qué causa os ha movido a encubriros en mi tierra sirviendo?

Él, algo turbado, le dijo que había salido de Nápoles tan en desgracia del rey que no quería que supiese dónde estaba.

Quiso saber el de Sicilia por qué se había venido de Nápoles. Díjoselo Rugero sin faltar nada, de que se admiró el de Sicilia. Aquí halló Rugero buena ocasión y le dijo cómo pensaba naturalizarse en Sicilia, quedando en ella por vasallo suyo como Su Alteza gustase, que él casase con la hermosa Lucendra, hija del duque de Calabria, de quien era muy favorecido.

Admiróse el rey que tan pronto hubiese hallado tan buen empleo y prometióle facilitar con el duque su casamiento, si bien veía lo que estaba concertado con el duque de Terranova; mas si Lucendra no tenía desto gusto, era cansarse su padre en balde.

Aseguróselo así Rugero, conque el rey, mandando llamar al duque, le dijo todo cuanto había en esto y cómo su hija amaba a Rugero. Persuadióle a que la casase con él, pues esta afición estaba tan adelante, y acabó con el duque que, sabida la voluntad de su hija, se haría luego el casamiento. Súpola y declaróse con su padre, diciendo que amaba a Rugero y que no sería otro su esposo sino él.

Viendo, pues, que el duque de Terranova quedaba quejoso, quiso Rugero contentalle con ofrecerle a una prima suya, princesa de Conca, por esposa. Efectuáronse las dos bodas con muchas fiestas, conque los novios quedaron muy contentos con sus esposas, en quien tuvieron felice sucesión.

A todos dio contento la novela que había referido el estudiante a los compañeros del carro, los cuales, gustosos de oírla, no sintieron el camino. El rematar la relación y la jornada, todo fue uno. Apeáronse al mesón de los carros; allí tomaron camas, acomodándose según la posibilidad de cada uno.

Nuestro Trapaza hizo rancho con aquel mancebo que venía con ellos, tomando una cama para los dos.

Trataron de cenar, y después de la cena, armóse un juego entre el carretero y unos forasteros que allí estaban, y de manera se encendió que al carretero le quitaron cuanto tenía, sin dejarle un solo real. Quiso desquitarse, y así pidió el dinero del flete a los que traía en su carro. Todos le pagaron lo que le restaban debiendo, menos Trapaza y su camarada, que habían quedado con él de acabarle de pagar luego que llegasen a Sevilla, porque Trapaza iba con muy poco dinero, como se ha dicho, y esto le acobardó para no haber probado la mano en el juego. Pues, como el carretero viese que los dos no le socorrían como los otros, aunque alegaban justamente el pagarle enteramente en Sevilla, los desahució de ir en su carro más.

Hubo algunas voces sobre esto; mas el carretero, como dueño de todo, se salió con la suya, y fomentó esta opinión el acabar de perder lo que le habían dado los otros, conque se fue a acostar muy como carretero, que es blasfemando y renegando de quien le había parido y enseñado a jugar.

No se escandalizaron los presentes por haber caminado en carros algunas jornadas y saber que los de su profesión tienen muy poco de compuestos.

Durmióse sosegadamente aquella noche, y Trapaza y el compañero, que se llamaba Lorenzo de Pernia, con el desengaño de que no habían de ir en el carro, se quedaron en la cama, no obstante que oyeron antes de amanecer despertar el carretero a su mozo con grandes voces, para hacerle dar el pienso último, para llamar a los caminantes a almorzar y hacer luego poner las mulas al carro.

Al querer subir en él los estudiantes, dijeron al carretero que no era razón dejar ir a pie a los compañeros, habiendo concertado flete con ellos. Juraba el carretero que no habían de ir con él, pues habían tenido tan grosero término en no haberle socorrido viéndole perdido.

Todo lo oían Trapaza y Pernia, y estaban quietos escuchándolos, jurando Trapaza que se lo había de pagar el carretero o no sería quien era.

Partió el carro, dejándoles a pie dos jornadas de Sevilla, con muy poquito o casi ningún dinero a los dos, porque haciendo Trapaza alarde del que traía, sacó tres reales que solos le habían quedado del último real de a ocho que trocó. Pernia no tenía más que cinco cuartos.

Al fin, por aquel día, vieron que era suficiente el dinero para poder comer los dos, y levantándose, pagada la cama, almorzaron y pusiéronse en camino apostólicamente.

Iba Trapaza echando rayos de cólera contra el carretero, maquinándole alguna burla para que se acordase dél. Desta suerte caminaron con buen aliento, tratando de varias cosas, hasta que descansando a mediodía en una sombra de una alameda, comieron allí lo que habían sacado de la posada, y habiendo dormido un poco, se levantaron a proseguir el camino.

Topáronse al carro, y por no encontrarse con él, rodearon un poco y pasáronle delante, de modo que antes que él llegase con más de dos horas, ya ellos habían llegado a Villanueva del Río, donde preguntando Trapaza si allí había familiares o comisarios del Santo Oficio, le dijeron que sí.

Fuese a casa del comisario, que era un sacerdote anciano muy buen cristiano y escrupulosísimo. A éste dijo Trapaza:

-Señor, yo, movido del celo de nuestra santa fe que debe tener todo cristiano, he oído tantas blasfemias a un carretero, ordinario de Sevilla, que vendrá aquí dentro de dos horas, que me salí de su carro con este mancebo, escandalizado de oírle, que quise más venirme a pie que esperar ser castigado con algún rayo juntamente con él, por venir en tal compañía. Doy a vuesa merced cuenta desto, para que se le dé el castigo que merece.

Procuró el comisario que declarase algunas cosas de las que le habían oído; hiciéronlo con juramento sin mentir, porque en el discurso del camino habían oídole aún muchas más.

Firmaron sus dichos, y dejáronle luz de los que también harían sus deposiciones, conque se despidieron del comisario, diciendo que querían proseguir su jornada. No lo consintió el comisario, diciéndoles que qué les obligaba a querer salir de aquel lugar de noche.

Trapaza se atrevió a decirle su necesidad, conque el buen clérigo se compadeció dellos y les dijo que no pasasen adelante, que en su casa cenarían y dormirían aquella noche, estando secretos en ella sin que el carretero supiese que ellos estaban allí, porque así convenía. Quedáronse muy contentos con verse remediados aquella noche.

No se descuidó el comisario de hacer la diligencia contra el carretero, pues, llamando a dos familiares que había en aquel lugar, les dio cuenta de lo que habían depuesto y, con ella, orden para que luego que el carretero llegase se pusiese preso y a buen recaudo, haciéndole secuestro de las mulas y carro. Tomáronlo por cuenta los familiares; y así, luego que llegó, habiéndole espiado y dado recaudo a sus mulas, luego entraron en el mesón con ocho hombres y le prendieron por la Inquisición. Turbáse el carretero viendo tan impensado prendimiento, y hallándose inmune de delicto contra la fe, que él nunca pensó que el jurar y blasfemar era caso de Inquisición, sino requisito de la carretería, que era forzoso usarle, pena de ser mal carretero. Lleváronle a la cárcel preso y luego volvieron por la gente que venía en el carro, que llevaron a casa del comisario, donde les fueron tomados sus juramentos y hecho las preguntas que a Trapaza y a Pernia. Lo que en sus deposiciones dijeron fue que muchas veces le habían visto jurar despechadamente, con poco recato y muy a menudo, explicando con esto algunos juramentos de los más abultados con que escandalizaron los oídos de nuestro comisario; pero no de manera que le pareciese que era para remitirle a los señores del Santo Oficio de Sevilla.

Quedóse aquella noche preso el buen carretero, que no fue poca venganza para los dos que hizo apear de su carro, viendo que le obligaban a detención.

Pasó aquella noche, y los dos a la mañana, pidiendo licencia al comisario, que los regaló muy bien, partieron a Sevilla muy aliviados de dinero.

El carretero estuvo preso tres días y la gente aguardándole este tiempo; salió con sentencia, dada por el comisario, de cincuenta escudos para los pobres vergonzantes del lugar. No tenía con qué pagarlos, y así dejó una de cinco mulas que llevaba, empeñada; conque prosiguió su camino, jurando que se la habían de pagar los dos que había despedido del carro, que bien echó de ver que le habían hecho la buena obra.



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