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ArribaAbajoCapítulo XVII

Martina, la mujer de Isidro Champí, luego que salió de la casa de su compadre Escobedo, después de sacrificar las cuatro cabezas de ganado vacuno ante la avaricia del compadre, asustada con la noticia de que la prisión de su marido era realmente por las campanadas de la asonada, fue corriendo a su casa, tomó los ponchos de abrigo de Isidro y se dirigió a la cárcel.

El carcelero le dejó entrada libre, y cuando vio a su marido se echó a llorar como una loca.

-¡Isidro, Isodrocha! ¿dónde te veo?... ¡Ay! ¡Ay!, ¡tus manos y las mías están limpias de robo y de muerte...! ¡Ay! ¡Ay...! -decía la pobre mujer.

-Paciencia, Martica, guarda tus lágrimas y pide a la Virgen -contestó Isidro procurando calmar a la mujer que, secándose los ojos con el canto de uno de los ponchos, repuso:

-¿Sabes, Isidro, he ido a ver a nuestro compadre Escobedo, y él dice que prontito te saca libre?

-¿Eso ha dicho?

-Sí, y aun le he pagado.

-¿Qué cosa le has pagado? Te habrá pedido plata, ¿no?

-¡No! Si ha dicho que te han traído por las campanadas de esa noche de las bullas de la casa de don Fernando. ¡Jesús! ¡Y tantos muertos que hubo...! Y ese Wiracocha dice que tiene plata y nos perseguirá -dijo la india santiguándose al mentar a los muertos.

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-Así dijo también don Estéfano -contestó Isidro, e insistiendo en la primera pregunta, pues harto conocía a los notables del lugar, dijo- ¿Y qué cosa has pagado, pues, claro?

-¡Isidrocha...! ¡Tú te enojas...! ¡Tú te estás poniendo amargo como la corteza del molle49! -repuso la india con timidez.

-¡Vamos, Martina!, tú has venido a martirizarme como el gusano que roe el corazón de las ovejas. Habla, o si no, vete y déjame solo... Yo no sé por qué no quieres decir... ¿Qué le pagaste?

-Bueno, Isidro. Yo le he dado a nuestro compadre lo que ha pedido, porque tú eres el encarcelado, porque yo soy tu paloma compañera, porque debo salvarte, aunque sea a costa de mi vida. No te enojes, tata, le he dado las dos castañitas, la negra y la afrijolada... -enumeró Martina acercándose más hacia su marido.

-¡Las cuatro vaquillas! -dijo el indio empalmando las manos al cielo y lanzando un suspiro tan hondo, que no sabemos si le quitaba un peso horrible del corazón o le dejaba uno en cambio del otro.

-Si él quería que se le diese vacas, y apenas, como quien arranca la raíz de las gramas, le he arrancado el sí por las vaquillas, porque una es para el gobernador, una para el subprefecto, otra para el juez y la afrijolada para nuestro compadre.

El indio, al escuchar la relación, inclinó la cabeza mustio y silencioso, sin atreverse a decir nada a Martina, quien después de algunos momentos salía en pos de sus hijos, enjugando nuevas lágrimas y con el corazón repartido entre la cárcel y la choza.

Entre tanto, Escobedo, que encontró a Estéfano, le dijo:

-Compañero, aseguratan...

-Ratan -contestó Benites.

-Y como reza el refrán. Ya el indio Isidro aflojó cuatro vaquillonas.

-¿Eh?

-Como lo oyes; vino la mujer lloriqueando y le dije que era grave la cosa, porque la prisión era por las campanadas.

-¿Y?...

-Me ofreció gallinas; ¿qué te parece la ratona de la campanera?

-¿Pero aflojó vaquillas?

-Sí, pues; ahora ¿cómo nos partiremos?

-Le daremos una al subprefecto, mejor ir derecho al santo, y las tres para nones -distribuyó Benites.

-Bueno, ¿y el indio sale o no sale?

-Ahora no conviene que salga; lo embromaremos unos dos meses, y después la sentencia hablará, porque primero está el cuero que la carne, hijo -opinó Benites.

-Eso es mucha verdad, que uno está antes que dos. ¿Y el embargo?

-El embargo que se notifique por fórmula y con eso sacamos cuando menos otras...

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-Cuatro vaquillas, claro. Si tú sabes como un vocal, Estefito, y con razón todos te hacen su secretario -agregó Escobedo frotándose las manos.

-¿Y para qué estudia uno en la escuela del Rebenque, sino para dictar la plana y ganar la vida, y ser hombre público y hombre de respeto? -dijo con énfasis sacando su pañuelo sin orlar y limpiándose la boca.

-¿Cuándo hacen el embargo? -preguntó Escobedo.

-Podemos hacerlo dentro de dos días, y se me ocurre una idea. ¡Qué canarios...! Tú no vayas al embargo, cosa que al indio le hacemos creer que tú, por ser su compadre, te has empeñado en guardar los ganados, porque si es otro el depositario se los lleva.

-¡Magnífico! Por ahora tu zorro te dicta como libro -repuso Escobedo riéndose y preguntando en seguida- ¿Qué dirá don Hilarión?

-El viejo ni lee lo que pongo. A todo dice amén, como que es sobrino de cura.

-No seas deslenguado. ¿Y don Sebastián? -advirtió y preguntó Escobedo.

-Don Sebastián dirá «francamente que así me parece bien», y nosotros de esta hecha estrenamos ropa y caballo para la Fiesta del pueblo -repuso riéndose a carcajadas Estéfano Benites, en cuyo cerebro quedaba combinado todo su plan para explotar la inocencia de Isidro Champí, con el apoyo del compadre Escobedo, padrino de pila del hijo segundo del campanero.

-Muy bien, compañerazo, y ahora que tenemos todo trazado a las claras, la lengua pide un mojantito -opinó Escobedo.

-De ordenanza, compadrito; pediremos un par de copas, a la pasada, donde la quiquijaneña o donde la Rufa -contestó Estéfano aceptando la idea de su colega y arreglándose la falda del sombrero.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Teodora, en la plenitud de su vida, como ya la hemos descrito al llegar a su pueblo, lucía una cabellera tan abundante y larga, que a tenerla destrenzada habríale cubierto las espaldas como una ancha manta de vapor ondulado. El conjunto de su persona era tan simpático y atrayente, con esa expresión dulce que enamora, que al verla don Fernando formuló en su pensamiento una especie de disculpa al subprefecto. Invitó asiento a las recién llegadas, y llamó desde la puerta:

-¿Lucía, Lucía? -arrojando afuera el pucho del cigarro que fumaba.

Mientras tanto, doña Petronila dijo quedito a su hijo:

-Te pillé, bribonazo, te pillé en tu querencia. -Y sonriose maliciosamente.

-¡Madrecita! -articuló Manuel como una disculpa de niño.

Don Fernando preguntó a Teodora:

-Señorita, ¿usted es recién llegada?

-Sí, señor; soy de Saucedo, y sólo hace horas que estoy aquí -contestó la joven con desenvoltura.

Lucía no se hizo aguardar, y entrando dijo:

-¿De dónde bueno por su casa, doña Petronila?... ¿Y esta señorita?... -y abrazó a una y a otra.

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Doña Petronila, desprendiéndose el pañolón sujeto al hombro, y con aire de franqueza, exclamó:

-¿Qué les parece a ustedes el dichoso coronel Paredes, que después de dejar el asperjes de la discordia en mi casa se fue a la de mi compadre don Gaspar a querer robarle su joya? -y señaló a Teodora.

-¡Madre! -dijo con timidez Manuel.

-¡Guá! ¿Por qué no he de hablar claro -continuó doña Petronila-, si don Fernando los conoce muchísimo y asimismo la señora Lucía? -y relató punto por punto todo lo ocurrido en Saucedo.

Cuando terminó su relación, que los esposos Marín escuchaban cambiando la mirada de la joven a doña Petronila y de ésta a aquélla, los carrillos de Teodora eran dos cerezas, permaneciendo ella con la mirada clavada en el suelo, sin atreverse a levantar los ojos. En esta actitud soportó uno de los momentos más difíciles de su vida, ora recogiendo los pies bajo la silleta, ora estrujando sus manos escondidas debajo de su pañolón de cachemira.

Manuel se sonreía a veces. Lucía bastillaba la orla de su fino pañuelo, encarrujándolo y volviendo a soltarlo.

-¿Así que esta señorita es una heroína del amor a su prometido? -dijo don Fernando.

-¡Muy bien! ¡Qué simpática! ¡Así fieles deben ser todas las mujeres cuando quieren! -expuso Lucía.

-¡Qué felicidad la de encontrar un cariño así! Envidio a Mariano -agregó Manuel.

-¡Pues me gusta la pasada corrida al subprefecto; bien, muy bien, señorita Teodora! -dijo don Fernando levantándose de su asiento y estrechando la mano de Teodora-. Me parece que estos pueblos se irán poniendo trabajosos día por día -continuó el señor Marín-; aquí todos abusan y nadie corrige el mal ni estimula el bien; notándose la circunstancia rarísima de que no hay parecido entre la conducta de los hombres y la de las mujeres...

-¡Si también las mujeres fuesen malas, esto ya sería un infierno, Jesús! -interrumpió Lucía guardando su pañuelo en el bolsillo de la bata.

-Usted, doña Petronila, debe salvar a su esposo y a su hijo, que es un cumplido caballero -dijo don Fernando dirigiéndose a la madre de Manuel, cuyos ojos brillaron con la luz del gozo materno. Manuel sonrió inclinando la cabeza, adivinando que la intención de su amigo era prepararle campo para convencer a doña Petronila.

Lucía salió en apoyo de su esposo, diciendo:

-Efectivamente, amiga, esto ya no es para nosotras; debemos alzar el vuelo a otras regiones serenas; nosotros nos retiramos pronto.

-¿Se van?... ¿Ustedes se van? -preguntó doña Petronila con interés.

-Sí, señora, lo hemos resuelto -contestó don Fernando apoyando a Lucía.

-¡Jesús! ¡Qué noticia tan triste la que vengo a recibir! -dijo doña Petronila, a quien Manuel insinuó diciendo:

-Ahora falta que tú te resuelvas, madre, y todos quedaremos contentos.

-Eso... veremos...

-¡Cómo! ¿Qué veremos?... ¡Ah!, pronto ha de saberse cuál de nosotros triunfa -repuso Manuel acompasando sus últimas palabras con golpecitos dados en el suelo con el tacón de sus botas.

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-¡Margarita, Margarita, ven! -gritó Lucía al ver a la huérfana que pasó junto a la puerta. Lucía tuvo el deliberado intento de ver qué impresión producía el conocimiento de la niña en el corazón de doña Petronila, pues desde la conversación que tuvo con su ahijada, en cuyo corazón existían para con Manuel mayores preferencias de las que ella alcanzó a medir, estaba preocupada con el porvenir de la huérfana.

-Presentaré a usted a mi ahijada Margarita -dijo Lucía tomando a la niña de una mano y dirigiéndose a la madre de Manuel.

-¡Qué linda señorita!

-Simpática y amable.

Fueron las palabras que simultáneamente repitieron doña Petronila y Teodora.

-¡Margarita! ¿No es verdad que lleva bien su nombre de flor? -agregó Manuel en momentos que su madre abrazaba a la huérfana, prodigándole palabras de alabanza que sonaron como música celestial en el corazón de Manuel, que, ebrio de felicidad, no cabía en el pecho.

A interrumpir esta escena de calma venturosa llegó una mujer despavorida, llorosa y confundida, que desde la puerta dijo entre sollozos:

-Señor, Wiracocha Fernando, ¡caridad por la Virgen!

-¿Quién es esta infeliz? -preguntó Marín sorprendido.

-Esta es la Martina... mujer del Tapara -repuso doña Petronila, cuando Lucía se tapaba los ojos con ambas manos, murmurando para sí:

-¡Marcela! ¡Marcela! Parece su hermana.

Don Fernando volvió a preguntarle:

-Di ¿quién eres, qué pides?

-Soy la mujer de Isidro Champí el campanero...

La última frase descorrió por completo el velo.

Don Fernando y Manuel se demudaron notablemente, y el primero dijo:

-¡Ah...! Ya lo sé, hija; tu marido está preso, ¿no?...

-Sí, Wiracochay, también ahorita se han llevado todos nuestros ganados.

-¿Quién?

-¿Quiénes?

Preguntaron a una vez Manuel y don Fernando.

-¡Las justicias, señor! -repuso lacónicamente Martina.

-¡Las justicias! Pero, ¿quiénes son esas justicias? -replicó Manuel.

-¡Jesús!, ¡qué cosa! -exclamó doña Petronila mientras Lucía, muda de emoción, apenas abrió sus labios para decir a Margarita:

-Hija, anda, ve a Rosalía y pide un vaso de agua.

Manuel, que en otra circunstancia habría sentido aquella despedida, dirigió a la señora de Marín una mirada que traslucía toda su gratitud, y sin desplegar los labios permaneció mirándola por varios segundos.

-¡El alcalde mayor50 y el gobernador, Wiracochay, misericordia! -dijo Martina, arrodillándose a los pies de don Fernando.

-¡Oh! ¡Levántate...! ¡Tranquilízate...! -repitió el señor Marín dando la mano a Martina.

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-¡Por Dios! ¡Que te salvaremos: se remediará todo; sosiégate! -dijo Manuel, acercándose hacia Martina.

-Bueno, ¿tú no nos persigues? -preguntó Martina a don Fernando.

-¡No, hija, no!

-¿Tú nos salvas entonces, sacas de la cárcel a Isidro y nuestros ganados del corralón de embargo?

-¡Sí, te defenderé!

-¿Sí?

-¡Crueles!

-¡Descorazonados! -repitieron sucesivamente, y Martina, sin más promesa que la de don Fernando y Manuel, salió llena de esperanzas, que su amante corazón de esposa quería transmitir sin tardanza al del esposo encarcelado.




ArribaAbajoCapítulo XIX

El cambio de autoridad se efectuó pacíficamente en la provincia. El nuevo subprefecto dirigió las circulares de estilo a los funcionarios de su dependencia, invocando la Ley, la Justicia, y la Equidad.

Finalizada la diversión en casa de Teodora, don Gaspar llegó a Kíllac para relatar por sí mismo a su virtuosa hija todo lo ocurrido en Saucedo después de su fuga, agradecer a su comadre doña Petronila el hospedaje, y volver en compañía de Teodora a hacer nuevamente la tranquila vida del campo, mientras se vencía el plazo señalado en los esponsales del honrado Mariano.

Nadie supo dar razón del paradero del coronel don Bruno de Paredes; porque, a pocas millas de su salida, despidió su escolta y, solo ya, buscó un refugio seguro.

Súpose, sí, en los días posteriores, que estaban bien mermadas las rentas de Predios rústicos y urbanos, y en manos de los indígenas una respetable cantidad de recibos de una contribución personal y forzosa, creada ad hoc por su señoría, titulada: «Derechos de Instrucción Popular.»

Don Sebastián, mohíno y cariacontecido, se golpeaba el pecho repitiendo:

-Francamente, mi mujer y Manuel sabían la media de la misa, francamente, me pesa, me pesa por no haber seguido sus consejos.

Tal confesión era un nuevo apoyo para que Manuel llevase a la práctica sus teorías en la casa, donde su opinión prevalecería respetada y obedecida.

Manuel pasó toda la noche en vela, lápiz en mano, marcando y borrando números sobre un pliego de papel que tenía cerca, y recorriendo su dormitorio con pasos acelerados, que de rato en rato se detenía para apuntar algo o buscar ligero descanso en el sofá.

-¿Y por qué mi anhelo se reduce a dejar el pueblo donde he nacido -se decía- cuando es propensión innata del hombre amar el engrandecimiento del suelo donde vio la luz primera?... ¿Por qué no aspiro a vivir aquí donde nació Margarita, y donde, junto a ella, brotó lozana y bella la flor de mis amores?... ¡Ah! Mi contrariedad se explica por la palabra de una experiencia razonada. Los lugares donde no se cuenta con garantías para la propiedad y la familia, se despueblan; todos los que disponen de medios suficientes para emigrar a los centros civilizados lo hacen, y cuando uno se halla en la situación en que yo me encuentro, solo   —825→   contra dos, uno contra cinco mil... no queda otro remedio que huir y buscar en otro suelo la tranquilidad de los míos y la eterna primavera de mi corazón... ¡Margarita! ¡Margarita mía! A ti te entumecería el invierno de los desengaños en esta puna, donde se hielan los buenos sentimientos con el frío del abuso y del mal ejemplo. Tú vivirás bella y lozana donde se comprenda tu alma y se admire tu hermosura; ¡tú serás el sol que me dé calor y vida bajo la sombra del árbol extraño...!

Por la mente del hijo de doña Petronila cruzaban, revoloteando, mil aristas chispeantes, llevando un enjambre de ilusiones sostenidas en su corazón por dos fuerzas activas: nobleza de sentimiento y pureza de pasión. Dio unas cuantas vueltas por la habitación, distraído y embebido en sus pensamientos, y sacó un cigarro guardado en una cajita de caucho. Manuel fumaba en raras ocasiones. El tabaco, lejos de constituir un vicio, era un agente de pasatiempo. Armó el cigarro, y después de encenderlo a la lumbre de la vela de sebo, darle tres chupetones seguidos y arrojar humo por la boca y narices, se dijo: «¡Sí! Ellos salen pronto... ¡Yo iré a encontrarlos, así sea al confín del mundo...! Y lejos ya de Kíllac, lejos del teatro de la tragedia del 5 de agosto, abriré mi corazón ante don Fernando, pediré la mano de Margarita, y una vez aceptado, fijado un plazo, seguiré con fe y aliento el término de la carrera que he abrazado. ¡Sí, sí! ¡Estoy resuelto...! Confiaré a don Fernando, a Lucía y a mi Margarita el secreto de mi nacimiento, porque esa confidencia asegurará mi felicidad: pero... antes hablaré a mi generosa madre, sobre cuya frente no puedo yo arrojar... ni las sombras siquiera de la deshonra. ¡Madre! ¡Madre querida...! La fatalidad me colocó en tu seno, y después... ¡Ay! ¡Mi presencia torturó tu vida, reflejándose en la terquedad de un padrastro...! Y, hoy que me siento hombre, ¿por qué no es para ti todo el calor de mis afectos? ¡¡Margarita...!!

El primer rayo de aurora, apacible y sereno, penetró por los resquicios de la puerta y ventana del dormitorio de Manuel, que veló desde la tarde a la mañana, de claro en claro, con el primer insomnio del amor y el deber.




ArribaAbajoCapítulo XX

El objeto de la visita de doña Petronila a la casa de los esposos Marín no era sólo presentar a Teodora y transmitir las noticias de Saucedo, sino obtener unas recomendaciones de don Fernando para la nueva autoridad. Por esto, luego que salió Martina, la mujer del campanero, dijo al señor Marín:

-He venido a molestarle, mi don Fernando, con una súplica.

-Molestia no será jamás, mi doña Petronila.

-Me han dicho que usted es amigo del nuevo subprefecto.

-Le conozco, verdad, aunque muy de lejos; pero... ¿qué se ofrecía?

-¡Lástima! Yo quería una carta de recomendación para Teodorita y mi compadre don Gaspar; después de todo lo que ha pasado, figúrese usted cómo no estarán temblando los pobres de que vaya otra vez gente de malos tratos como ese militar -dijo doña Petronila prendiendo su pañolón.

-Siento contrariedad al no complacerla; pero yo trataré de buscar la influencia de otro amigo -contestó Marín.

-Salas es pariente del nuevo subprefecto -indicó Lucía.

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-Sí, pero no es él de quien pienso valerme, sino de Guzmán; porque éste me ayudará a trabajar en favor de Isidro Champí.

-También usted, doña Petronila, por su parte, vea cómo arregla don Sebastián el asunto del campanero -recomendó Lucía.

-Eso queda a mi cargo, y... hasta prontito -dijo doña Petronila despidiéndose junto con Teodora y Manuel, a quien dijo don Fernando:

-Nos veremos luego para acordar lo de Champí.

Margarita, que fue al interior de la casa en busca de Rosalía, respiró un poco de aire libre lejos de su madrina, cuyas miradas se le habían hecho sospechosas desde las confidencias que tuvo con ella y el modo como se expresó de Manuel.

El aire que la soledad brinda a los corazones que sufren en la asfixia del dolor está impregnado de melancolía, y parece entibiado por el bálsamo del consuelo.

El amor es como una planta.

Colocado en terreno fértil, exuberante y rico, crece con rapidez sorprendente.

El temperamento vigoroso y el físico robusto de Margarita abonaban el desarrollo prodigioso de sus simpatías por Manuel, y las condiciones en que la había colocado el destino constituían un nuevo elemento motor, dándole a los catorce años los impulsos de un cerebro maduro y las fruiciones de un corazón de veinte primaveras.

Quedaban solos don Fernando y Lucía en el salón, y ésta dijo:

-No dirás, querido Fernando, que es adelantamiento de juicio femenino, pero creo saber que Margarita y Manuel se aman, y...

-Sería afecto celebrado por mí.

-¡Cómo, Fernando! ¿Y los miramientos sociales y los deberes de conciencia? ¡Margarita es la hija de Marcela, madre heroica, víctima de don Sebastián, y Manuel es el hijo del verdugo...!

-Aquí te gané la partida, hijita mía -dijo don Fernando sonriendo y tomando la mano de Lucía-. Manuel me ha dejado entrever un misterio en su nacimiento. Esa historia espero conocerla, y te aseguro que yo no he creído jamás que ese joven tan digno sea hijo de don Sebastián. Nunca lo he pensado, ni antes de que Manuel dejase escapar algunas frases en momentos de franqueza.

-¡Dios mío...! ¿Este viejo tan feo?... ¿Me ganarás, Fernando? Ese detalle importa la solución de un problema que me llena de pesar; porque he sembrado la semilla de la aversión en el tierno corazón de nuestra Margarita.

-¿Cómo, de qué modo? -preguntó con sorpresa don Fernando soltando la mano de Lucía y mirándola con atención.

-Señalándole a Manuel como el hijo del matador de su madre...

-¡Imprudente...! -exclamó Marín con amargura; mas, como hallando reparación, agregó- Si ella le ama, no habrá brotado el odio, y será doblemente feliz el día en que sepa que Manuel no es vástago del abusivo gobernador de Kíllac.

-¡Desde hoy trabajaré, Fernando mío, para disipar en el corazón de mi ahijada esa sombra que ha proyectado mi palabra imprudente! Sí, conozco que, en realidad, es un partido ventajoso para nuestra Margarita.

-Inmejorable, querida Lucía; yo amo a esa juventud estudiosa y seria que encuentra en su propia inspiración el aliento para el trabajo; por esto amo a Manuel y preveo que será un abogado distinguido, capaz de dar lustre al foro peruano. Fuera de esto, sabrás, Lucía, que los medios materiales de que dispone son más que suficientes para sostener con desahogo a su familia.

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-¡Tus palabras me comunican satisfacción infinita, Fernando! Es preciso que ellos sean felices.

-Coadyuvar a la ventura de Margarita es un deber para nosotros, hija mía.

-¡Sí, amado Fernando! Yo le juré esto a Marcela cuando en los umbrales de la muerte depositó en mi alma el secreto de que Margarita es la hija de aquel hombre, y me reveló los pormenores que tú sabes. Luego, ¡Margarita será tan feliz como yo, si ella ama a Manuel como te quiero, mi Fernando!

-¡Adulona! -dijo don Fernando con voz cariñosa abrazando a Lucía.

¿Por qué había revelado a don Fernando el secreto de Marcela? ¿Es verdad que la mujer no puede ser nunca la guardadora de un secreto?

¡No!

Lucía amaba mucho a su esposo para haberle callado nada, y es de explicarse esa intimidad inherente al matrimonio que realiza la encantadora teoría de dos almas refundidas en una, formando la dicha del esposo, que permite leer, como en un libro abierto, en el corazón de la mujer, que al dar su mano no esquivó la ternura del alma enamorada, como la ofrenda del amor perdurable jurado en el altar.

El matrimonio no debe ser lo que en general se piensa de él, concederle sólo el atributo de la propagación y conservación de la especie.

Tal será acaso la tendencia de los sentidos; pero existe algo superior en las aspiraciones del alma que busca su centro de repercusión en otra alma, como el ser espiritual unificado por las potencias de memoria, entendimiento y voluntad, y estrechado por el vínculo santo del amor.

Lucía, que nació y creció en un hogar cristiano, cuando vistió la blanca túnica de desposada aceptó para ella el nuevo hogar con los encantos ofrecidos por el cariño del esposo y los hijos, dejando para éste los negocios y las turbulencias de la vida, encariñada con aquella gran sentencia de la escritora española, que en su niñez leyó más de una vez, sentada junto a las faldas de su madre: «Olvidad, pobres mujeres, vuestros sueños de emancipación y de libertad. Esas son teorías de cabezas enfermas, que jamás se podrán practicar, porque la mujer ha nacido para poetizar la casa».

Lucía estaba llamada al magisterio de la maternidad, y Margarita era la primera discípula en quien ejercitara la transmisión de las virtudes domésticas.

-¡Bien, Fernando!, queda convenido que yo varíe totalmente de parecer acerca de la inconveniencia de los amores de Manuel y Margarita, para quien buscaré una explicación en los límites de la prudencia -contestó Lucía.

-¡Bien! Pero yo tengo que ocuparme de esa pobre familia del campanero.

-¡Fernando, Fernando mío...! Mi corazón tiembla de terror. ¡Ah...!, cuando entró Martina creí ver la imagen de Marcela, y no sabes qué lúgubres presentimientos me han asaltado. No he dicho nada, he callado porque primero eres tú, y temo...

-No temas nada, hija; no tomaré las cosas de frente, pero es imposible dejar que asesinen a otro hombre con el estoicismo del verdugo.

-¡Quisiera ya estar lejos de Kíllac para no ver estas cosas...! ¿Y Manuel, qué hará?

-Ten paciencia, hijita; pocos momentos te quedan en este lugar ya odioso.

Manuel se encargará de todo, de acuerdo con Guzmán, y voy a escribir a éste   —828→   ahora mismo -dijo don Fernando dirigiéndose a su escritorio. Lucía se retiró también de la sala.

Sentado a su pupitre escribió don Fernando las siguientes líneas:

«Kíllac, 13 de diciembre de 187...

SEÑOR DON FEDERICO GUZMÁN.

Aguas-Claras.

Querido amigo:

Estoy en vísperas de retirarme a la capital, resolución que he tomado por las razones que usted conoce.

Necesito de su amistad e influencia ante el nuevo subprefecto para sacar de la cárcel a Isidro Champí, campanero de este pueblo, a quien han apresado los verdaderos culpables de la asonada del 5 de agosto. Estoy perfectamente convencido de que ese indio es inocente; pero aquí nada se puede hacer contra las maquinaciones en masa de los vecinos notables que constituyen los tres poderes: eclesiástico, judicial y político. Casi me atrevería a asegurar que Estéfano Benites, Pedro Escobedo y el gobernador Pancorbo son los verdaderos culpables, habiendo desaparecido ya el cura Pascual Vargas.

Tal vez extrañará a usted que pida la intervención de la autoridad política en este asunto sometido al juzgado; pero si reflexiona usted por un momento sobre el personal que administra aquí la justicia, conocerá la necesidad de que una autoridad recta y bien intencionada haga cumplir las leyes.

No tengo interés en la prosecución del juicio. Deseo únicamente dejar salvado al campanero, cuya suerte me contrista, y es todo lo que le recomiendo.

Si puede usted conseguir esto, se lo agradeceré en el alma.

Necesito una cartita de recomendación de usted para el subprefecto, a favor de don Gaspar Sierra y su familia. Todavía por acá se presta mucha importancia, amigo, a las cartitas de recomendación; lo que para mí es buen indicio, porque todavía se cree en la amistad y los servicios desinteresados, y no se ha olido que en otras partes no hay recomendación posible fuera de una onza de oro.

Prepáreme sus órdenes, querido amigo; acepte las memorias de mi Lucía, y disponga de la voluntad de su muy amigo y S.S.

Fernando Marín.»



Doblada y cerrada en un sobre azul, guardó don Fernando esta carta en el bolsillo interior de la levita, y salió en dirección a la calle, donde también esperaba ver a Manuel.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Martina penetró en el calabozo de su marido con paso acelerado y respiración agitada; pero la lobreguez que reinaba en ese recinto, para quien entraba de la claridad, cegó de pronto sus pupilas.

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La tenue luz que se cernía por los intersticios de una ancha claraboya tapiada de adobes fue bañando la retina de la india; que al fin distinguió las paredes, el suelo, el poyo que hacía de cama, y sentado en él a su marido, el cual contemplaba a la recién llegada sin atreverse a preguntarle nada, temeroso de escuchar el anuncio de nuevas desgracias.

Martina, al distinguirle, dijo con entusiasmo:

-¡Isidro, Isidro!, arranca de tu corazón la pena negra. El Wiracocha Fernando no nos persigue, es mentira, le he visto.

-¿Le has visto? -repitió Isidro con indiferencia.

-¡Sí, le he visto, le he hablado, y me ha dicho que te salva, que nos salva!

-¿Eso ha dicho? Y tú le crees, ¿no?

-¿Por qué no he de creer si él no es de aquí? ¡Isidro!, sólo en nuestro pueblo sacudió su poncho el diablo derramando candela y mentira.

-¿Y qué te ha pedido en pago?

-¡Nada! Ni siquiera me ha preguntado si tenemos ovejas.

-¿De veras? -preguntó el indio abriendo más los ojos.

-De veritas, Isidro, y dice que él no te persigue. ¡Ay!, ¡ay!, yo creo que él nos salvará, como ha recogido a las hijas de Yupanqui; no lo dudes, Isidro, se enojaría el Machula de la oración... Las nubes tapan el sol, la tarde oscurece, pero esas nubes pasan recogidas por el mismo que las extiende, y el sol aparece y brilla y calienta de nuevo.

-¡Acaso, acaso, Martinacha! -dijo el indio ahogando un suspiro y estirando ambos pies.

-¡Por la Virgen, Isidro, nuestras penas pasarán también! Sin duda tú no has sabido encomendarte a la Virgen cuando tocabas las campanas del alba, y por esto nos ha caído tanta desgracia, como la helada que pone amarillas las hojas y malogra el choclo -dijo ella sentándose junto a Isidro.

-¡Pudiera ser, Martina, pero... nunca es tarde para llorar! ¡La tierra que está un año, dos, tres, hasta cuatro sin dar fruto, de repente se sacude y... llena la troje con la cosecha.

-¡Bueno! Reza, pues, el Alabado. Y... hasta mañana; voy, por nuestros hijos.

-¿Qué dicen nuestros hijos? ¿Por qué no me traes siquiera a la sietemesina?

-Cuando me preguntan por ti, digo que estás en viaje. Miguel calla y se agacha, porque ya él entiende y no lo puedo engañar. ¿Que los traiga?... ¡Jesús! ¿Para qué?... ¡Ay!, basta con que tú y yo conozcamos la cárcel... hasta mañana -dijo, y besó a Isidro con el tranquilo y casto beso de las palomas.

Mientras pasaba esta escena entre Isidro y su mujer, en casa de Estéfano Benites se encontraban reunidos varios vecinos comentando los últimos sucesos entre copa y copa, cuando llegó Escobedo y dijo desde la puerta:

-¡A ver, qué convidan! Habrá miel cuando cargan moscas.

-¡Adelante, compadrito! -contestó Estéfano disponiéndose a servir una copa al recién llegado.

-Ni mandado llamar con alguacil de gobierno -dijo uno.

-Sus narices lo han traído, ha olido la tranquilla -aclaró otro, riendo.

-Por acá siéntese -agregó el primero invitándole asiento.

-No, amigotes, gracias; de sobre paradito no más, que estoy ocupao -contestó Escobedo recibiendo la copa de Estéfano, a quien dijo en secreto- ¡Te necesito, suena gordo!

  —830→  

-¡A la salud de ustedes! -brindó Estéfano, advirtiendo a su amigo con el mismo sigilo-: Allá voy.

Y después de trincar se retiraron los dos hacia la puerta, donde tuvo lugar el siguiente diálogo sostenido a media voz:

-¿Sabes que el tal don Fernando está dando pasos por el campanero?

-¡Hola...! ¿Pero no dicen que se va?

-Sí, es verdad que se va, y eso no se opone a que quiera defender al indio, y si mete el brazo perdemos soga y cabra.

-¡Esto no es posible! ¡Dejarse despabilar cuatro... qué! ¿Por lo menos ocho vacas? ¡Eso no es posible!

-También el hijo de don Sebastián está en correteos...

-¿Cómo?... ¡No entiendo lo que quiere ese pedante...! Bien dijiste que sonaba gordo.

-¿...qué ideas, pues?...

Estéfano permaneció mudo por unos segundos con la vista fija en el suelo, y de improviso dijo:

-Me oculto con el expediente.

-Me parece bien.

-Lo que importa ahora es saber qué día se marcha ese bergante de Marín. Lo que es al peruétano de Manuelito no le tengo miedo; don Sebastián está por medio, y... en último caso, le daremos una paliza.

-Así es. Yo averiguaré inmediatamente el día de la marcha, y los pasos que están dando, y...

-En el acto hago viaje al fondo de la tierra. Que me pillen... ¡Pist...! -dijo Estéfano pegando un silbido y agitando el labio inferior con el dedo índice de la derecha.

-¡Magnífico! ¡Dicho y hecho!, y vamos a dejar pelao al entrometido de Marín.

-¡Tomemos otro trago, y a nadar, pato! -dijo Estéfano alargando la mano a su camarada.

-Bueno, compadrito -repuso Escobedo estrechándole la mano, y ambos se llegaron a la mesa, sirvieron todas las copas, e invitando a beber, dijo Escobedo:

-¡Salud, caballeros!, éste es el anda vete. -Vació su copa, limpió sus labios con la orla de la sobremesa, y salió a cumplir su comisión.




ArribaAbajoCapítulo XXII

El transcurso de los días despejó el cielo de las nubes que lo entoldaban, y los arreglos económicos en casa de Manuel superaron todo cálculo.

Manuel iba a emprender su viaje a Lima para ingresar en San Carlos. Su alma recibió la esperanza de vivir cerca de Margarita, cuyo ingreso en uno de los mejores colegios de la capital era también cosa resuelta.

Entre tanto, todos los pasos dados por don Fernando y Manuel para arrancar de la cárcel a Isidro eran estériles, pues el juez de paz se encerró en el castillo de las fórmulas, pidió informe al promotor fiscal y se contentó con ofrecer a los interesados el despacho rápido del asunto.

Para don Fernando era imposible postergar su viaje, y dijo a su esposa:

  —831→  

-He ideado una forma, hija, de ver la reconciliación general entre los vecinos de acá y nosotros, pero con el solo propósito de alcanzar la libertad de Isidro.

-¿Cuál, Fernando? ¡Oh! Dios te inspire, porque verdaderamente nos sería doloroso irnos dejando en la cárcel a ese infeliz.

-Daremos un banquete de despedida para la mañana de nuestra salida, y allí comprometeremos a todos en favor de Isidro. Creo que éstos le han encarcelado sólo para que aparezca un culpable y sincerarse ellos. Una vez que nos vamos, desaparece todo motivo para continuar ese juicio, y la libertad de Isidro será cosa resuelta.

-¡Apruebo, querido Fernando, tu idea, y ahora mismo ordenaré que preparen todo, aunque ha de costarnos algo caro, porque he visto que aquí explotan al recién llegado y al que se va!

-¡No importa, hija! ¡Cuánto dinero se bota en cosas inútiles! Y sobre todo, sea un capricho nuestro querer libertar a ese indio. Con cien soles tendremos de sobra, ¿no?

-No tanto, hijo; ¿no sabes que una gallina vale veinte centavos, un par de pichones de paloma diez centavos, y un carnero sesenta centavos?...

-¡Qué baratura, por Dios! ¿Y así hay quienes le roban al indio?

-¡Admírate, hijito! ¡Oh! ¡Pobres indios! ¡Pobre raza! ¡Si pudiéramos libertar a toda ella como vamos a salvar a Isidro...!

Decía esto la señora Marín cuando tocaron a la puerta.

Era Manuel que llegaba con un rollo de papeles en la mano. Saludó, puso su sombrero sobre una silleta, y dirigiéndose a don Fernando, dijo:

-Vengo con el ánimo contrariado, señor Marín. Después de tantas andanzas y haber presentado estos dos recursos que están con decreto, resulta que el expediente lo tiene Estéfano Benites, y éste no se halla en el pueblo. Su mujer me ha asegurado que ha ido a Saucedo, de donde volverá dentro de tres o cuatro días.

-¡Qué contrariedad, amigo Manuel! -contestó don Fernando.

-Tal vez se habrá escondido. Ese mocito tiene una cara de Pilatos... -opinó Lucía.

-Eso no lo creo, señora, porque aquí no media interés privado -repuso Manuel.

-Lo peor es que no puedo postergar el día de la marcha. Esto de estar sujeto al silbato del tren... -dijo don Fernando moviendo la cabeza.

-¿Es mañana el viaje? -preguntó Manuel.

-Mañana, amigo; todo está listo, y de quedarse habría que postergar quince días la marcha; tenemos cinco días de a caballo, el tren viene sólo quincenalmente a la estación de los Andes, la última de la línea... en fin, usted que se queda...

-Sí, señor Marín, yo haré los esfuerzos posibles.

-Tal vez se arregle con tu plan -dijo Lucía.

-Veremos; he pensado invitar mañana a un almuerzo de despedida al vecindario, y allí hablar a todos por Isidro, comprometerlos, suplicarles...

-Encuentro feliz la idea, señor Marín, y concibo esperanzas de buen resultado.

-Se me ocurre una cosa, Fernando. Mándale una esquelita de invitación a Pilatos, y si está aquí, viene con seguridad -dijo Lucía.

-Vaya que lo has rebautizado al hombre -contestó riendo Marín, Manuel agregó:

  —832→  

-No será de más, porque a su regreso verá que usted no le ha excluido de la invitación, y tal vez se preste a servirnos.

-Sí, está bien; ocupémonos de invitarlos, porque otros quehaceres no me quedan ya; ¡felizmente estoy libre! -dijo Marín.

-Yo también voy a inspeccionar el campo de la cocina, porque las cosas preparadas con calma son sabrosas y sustanciosas -dijo Lucía, y salió.

-Pues la ocurrencia de la señora no ha podido ser más feliz, señor Marín. ¿Sabe usted que esa invitación a Benites o Pilatos, como ha dicho con tanta gracia su esposa, es muy importante? -observó Manuel a don Fernando.

-¡Oh, amigo!, las mujeres siempre nos ganarán en perspicacia y en imaginación. ¡Lucía tiene ocurrencias que me encantan! Le aseguro que cada día me siento más enamorado de mi mujer. Manuel, deseo que usted cuando se case sea tan feliz como yo -dijo Marín.

Manuel bajó los ojos, tomando sus carrillos el tinte de la grana, y el nombre de Margarita cruzó por su mente envuelto en el vaporoso tul de las ilusiones, y disimulando preguntó:

-¿En qué términos redactamos la invitación a Estéfano?

-Eso es sencillo; aquí hay recados de escribir -dijo don Fernando sentándose a la mesa, y después de trazar varios renglones alargó a Manuel el papel, donde leyó lo siguiente:

«Casa de usted a 15...

Estimado amigo:

Debiendo retirarme mañana a la capital, y deseando despedirme de los vecinos notables del lugar del modo más cordial, espero almorzar mañana en unión de todos: y siendo usted uno de los vecinos que deseo abrazar al separarme de Kíllac, tal vez para siempre, ruégole quiera honrarme aceptando el insinuado almuerzo, a su muy atento y S. S.

Fernando Marín...

Al señor don Estéfano Benites.

Presente.»



-Está muy bien, señor Marín, aquí viene bien aquello de que estrechamos manos que quisiéramos ver cortadas -dijo Manuel doblando el papel.

-¡Exactamente! Cuánta farsa hay en la vida, ¿no?

-¿Y qué se va a hacer, don Fernando? Bien; yo me encargo de remitir esta esquela con un sirviente.

-Gracias, amigo; y diga también a don Sebastián y doña Petronila que no falten, ¿eh?

-Así lo haré. Hasta pronto -dijo Manuel tomando su sombrero y saliendo.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

En el patio de la casa blanca se encontraban más de veinte caballos ensillados, pues los vecinos, al recibir la invitación de don Fernando, desearon hacerle los honores de costumbre, acompañándolo en su salida hasta una legua de la población.

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Doce mulas, con sus aparejos y arreos de marcha, recibían carga de varios capataces que levantaban ya maletones, ya baúles, ya almofreces de cuero.

Transcurrían las últimas horas de permanencia de don Fernando Marín en Kíllac.

Los invitados fueron recibidos con amabilidad según iban llegando, siendo de los primeros Manuel y su familia.

La mesa, arreglada en el espacioso comedor, ofrecía como novedad de estación las olorosas frutillas y las ciruelas moradas, artísticamente colocadas en fruteros de loza blanca, y enormes fuentes repletas de pichones, aderezados con el vinagre de manzana y ramos de perejil en el pico, incitaban el apetito.

La sala de recibo estaba llena de gente, y el judío a quien traspasó la estancia don Fernando paseaba de un lado a otro con el semblante contraído, como vigilando que no sufriese más deterioro la que, mediante el contrato, pasó a ser su propiedad.

Por en medio del barullo de bestias y cargadores que invadían el patio, pasaron vestidas de riguroso luto Margarita y Rosalía, conducidas por una sirvienta, y se dirigieron al cementerio, donde iban a orar por la postrera vez sobre la tumba de sus padres; a verter unas lágrimas de adiós, cuyo precio ignoraban ellas mismas.

Lucía cuidaba de que las huérfanas mantuvieran en su corazón la reliquia del amor filial.

El camposanto de Kíllac es un lugar desmantelado y pobre.

Allí no existen ni mausoleos que pregonen vanidad ni inscripciones que señalen virtudes. Sólo pequeñas prominencias de tierra, señaladas con una tosca cruz de palo o de espino, indican la existencia de restos humanos bajo su seno.

Pero los esposos Marín, solícitos y buenos hasta para el sepulcro de Juan y Marcela, hicieron colocar una cruz de piedra blanca. Al pie de ella se arrodilló Margarita, cuyo corazón estaba preparado para todas las escenas en que la ternura ofrece mayor caudal.

Margarita, que al separarse de su madre muerta quedó en el mundo como el ruiseñor sin alas expertas para buscar su alimento y el árbol donde colgar su nido, se llegaba hoy ante los mismos despojos con el corazón ocupado por el amor de los amores.

-¡Madre! ¡Padre...! ¡Adiós...! -dijo Margarita después de recitar el padrenuestro y avemaría cuyas palabras, aprendidas de Lucía, hizo repetir una a una a Rosalía.

¿Saben acaso las niñas de la edad de Rosalía lo que es despedirse para siempre del sepulcro de una madre, urna sagrada que guarda las cenizas del supremo amor? ¡Dolor de los dolores! ¡Él podía resarcir los desvíos del corazón desnudo de afectos...!

Mientras las huérfanas hacen esta visita, veamos lo que pasa en la casa blanca.

En momentos de ir al comedor, se presentó Estéfano Benites.

Al verlo, don Fernando, Lucía y Manuel cambiaron una mirada que encerraba un libro de filosofía moral, y Lucía sonrió con la sonrisa del triunfo.

-Señora, señor -se apresuró a decir Estéfano, y dirigiéndose a Marín, agregó-: Yo solo, esta mañana, he llegado de un viajecito que hice a Saucedo, y recibiendo su cartita en el acto, me he pasado, aun en el mismo caballo, porque deseo acompañar a ustedes.

  —834→  

-Tantas gracias, don Estéfano; eso esperaba de su amabilidad -repuso don Fernando.

En aquellos momentos llamaron a la mesa.

-A la cabecera la señora Petronila -indicó don Fernando.

-No, señor; ¡qué disparate! Estando aquí el señor cura inter... -replicó ella.

-Sí, es el señor cura quien debe presidirnos -opinaron varios.

-Como ustedes gusten; yo lo hacía porque las señoras...

-Sí, mi don Fernando, dice usted bien; la señora Petronila que se siente ahí: yo aquí me arrellano -resolvió el inter.

-Don Sebastián por este lado.

-Para mí, francamente, cualquier punto es de comodidá.

-¿Todos están instalados?

-Sí, señor, todos -dijeron varios.

-¿Tomarán una copita de biter?-preguntó don Fernando.

-Cualquier cosa, señor; para abrir mañas todas son iguales -dijo el inter.

-Para mí, francamente, no hay como el purito; yo tomaré blanquito no más -pidió don Sebastián, que había cambiado la capa por un poncho de vicuña con fajas de seda color aroma.

-Gabino, sirve a todos -ordenó don Fernando al mayordomo.

-¿Y la señora Lucía, tomará algo? -propuso Manuel.

-Yo tomaré un poquito de vino y nos acompañará su mamá -contestó Lucía.

Estando todos servidos, don Fernando se puso de pie y dijo:

-Señores, no he querido irme de este generoso pueblo, que me brindó su hospitalidad, sin despedirme de sus buenos y notables habitantes, y me he permitido reunirlos en este modestísimo almuerzo. Brindaré la primera copa por la salud y la prosperidad de los habitantes de Kíllac.

-¡Muy bien!

-¡Bravo! ¡Bravo! -repitieron todas las voces masculinas y siguió el almuerzo en íntimo regocijo, sirviéndose buenas y variadas viandas, sin faltar el cabrito al horno.

Manuel estaba próximo a Lucía, y le preguntó a media voz:

-¿Qué es de su ahijada, señora?

-Margarita y Rosalía han ido a cumplir un deber de despedida; las niñas almorzaron temprano...

-Día de viaje no era posible de otro modo.

-Pero no tardarán mucho.

La bulla aumentaba por grados, y la confianza, por supuesto.

Don Fernando, que todo lo medía y calculaba, volvió a ponerse de pie y dijo:

-Señores: todavía pido la atención de ustedes. Ruego que mis amigos me den una muestra de afecto; quiero irme de Kíllac llevando sólo impresiones gratas, sin dejar tras de mí infortunio alguno. Creo que en la cárcel existe un preso, parece que es el campanero, y aguardo que trabajen todos por la libertad del preso.

-¡Bravo! -gritaron muchos entre nutrido palmoteo, que duró algunos segundos.

Restablecida la calma y pasando al sirviente el plato que acababa de despachar, don Sebastián dijo:

-Mi cura-inter que hable; francamente, a él le toca contestar.

  —835→  

El cura-inter, cruzando el tenedor y cuchillo sobre el plato, limpiose los labios con la servilleta.

-¡Sí, el señor cura tiene la palabra! -vocearon varios, chocando las copas sobre los platos.

-Aquí al señor juez le toca -repuso el inter, dirigiéndose a Verdejo.

Estéfano y Escobedo se miraron con intención y el aludido respondió:

-Loqués yo ojalás soltara toitos los presos, que me dan más dolores de cabeza que mi mujer.

-¡Jaaa! -exclamó a carcajadas la reunión, encontrándole gracia al chiste de don Hilarión, y Escobedo dijo a media voz a Estéfano:

-Compadrito, aviente por acá esa fuente de alcachofas.

-Allá va, que mal gusto tienes -repuso Benites, pasando la fuente.

-¿Entonces, por dada la libertad?... -preguntó Manuel que hubo disminuido la algazara.

-En lo que me toca, ¿comoede decir que no, don Manuelito? -dijo el juez.

-Pues entonces, por la libertad de mi compañero -propuso el inter.

-Sí, señores, copa llena, y... pensar en la marcha -dijo don Fernando, dirigiendo sus últimas frases a Lucía, quien repuso:

-Sí, hijo, vamos; es más de la una.

-¡Salud, señores!

-¡Buen viaje, señor Marín!

-¡Qué desayuno tan suculento! Pero así, así, yo no perdono el chocolate, que será del Cuzco -dijo el cura-inter, colocando la copa que acababa de vaciar, y limpiándose la boca con la servilleta.

Margarita y Rosalía, que acababan de dejar una lágrima y una plegaria en el altar de sus afectos, volvieron a la casa blanca, donde todo estaba listo para la marcha, cuando los concurrentes comenzaban a salir del comedor.

Manuel fue a recibir en sus brazos a la huérfana, rebosando de felicidad, porque, allanadas por ensalmo las dificultades, los sueños de rosa, como los tornasolados celajes que se apiñan en el horizonte, embargaron aquellos corazones juveniles, anunciando también venturosos días a los esposos Marín, interesados ya en tejer la cadena de flores que ligase para siempre aquella linda pareja.

¡Manuel! ¡Margarita!

Pluguiera al cielo que esos celajes de rubí no se tornasen nunca plomizos ni tétricos.

¡La virtud! Ese dorado sol de verano que todo lo embellece con su cabellera de oro extendida de los cielos a la tierra, que todo lo calienta y vivifica en los horizontes de la juventud, haciendo que el universo sonría de contento para quien ama y espera, no había plegado sus alas en el hogar de Lucía, pero la lucha es necesidad imperiosa de la vida para la perfecta armonía de lo creado.

Manuel y su madre tenían acordado ya su viaje a Lima, pero el primero iría antes a hacer los arreglos convenientes de casa, colocación de fondos y demás, estando ya resuelto que tomaría el inmediato tren para reunirse con don Fernando y su familia, quienes lo esperarían en el Gran Hotel, para seguir juntos el viaje hasta llegar a las playas del Callao.

-¡Señora Lucía, adiós!

-¡Adiós, amigo!

-¡Margarita mía!

  —836→  

-¡Un abrazo, don Fernando!

-¡Hasta la vuelta!

-¡No se olviden de Kíllac!

-¡Dichosos los que se van!

-¡Quien se va olvida, y quien se queda llora!

-¡Adiós, adiós!

Tales fueron las palabras que se cambiaron, rápidas unas, expresivas otras.

Lucía, vestida con su elegante bata de montar, sus guantes de cuero de Rusia y su sombrero de paja de Guayaquil con velo azul, iba a tomar la estribera cuando dejó caer su elegante chicotillo con puño de marfil.

Don Sebastián, que estaba próximo, se apresuró a levantarlo.

En este instante apareció por el zaguán de la calle una partida de hombres armados, al mando de un teniente de caballería llamado José López que, dirigiéndose a don Sebastián y mientras la tropa rodeaba la casa, dijo:

-¡De orden de la autoridad, dése usted preso, caballero!

Un rayo caído en medio de aquella gente no habría producido el efecto que causó la palabra del teniente López, quien sacando un papel del bolsillo del talismán, desdoblándolo y leyendo, agregó:

-Estéfano Benites, Pedro Escobedo, Hilarión Verdejo, se darán igualmente presos.

-¡Traición! ¡Don Fernando nos ha tendido una red! -gritó colérico Benites.

-¡Miserable traición! -repitieron Verdejo y Escobedo dando un brinco.

-¿Y por qué me aprisionan a mí, francamente? -dijo don Sebastián, mientras que el pánico cundía entre los presentes, que no alcanzaban a explicarse el origen de las prisiones, pues ni memoria hacían del asalto de la noche del 5 de agosto y olvidaban el derecho que asiste a una autoridad nueva para hacer justicia desde los primeros días.

Don Fernando, sin hacer mérito de las palabras de Benites, llamó al teniente López y le dijo:

-Señor oficial, ¿puedo saber a qué orden obedecen estas prisiones?

-No hay inconveniente en ello -repuso López alargando a Marín el pliego que aún tenía entre las manos.

Don Fernando, a quien se acercó Manuel lleno de ansiedad, tenía ante sí una resolución judicial, expedida a pedimento de la autoridad política, que mandaba capturar a los de la referencia. En seguida dijo a Manuel:

-Guarde usted; Manuel, su serenidad de hombre. La peor venda para los ojos de la razón es el acaloramiento, y con la frialdad necesaria proceda usted de frente. Póngase usted al habla con Guzmán, a quien escribiré por la primera posta.

-¡Jesús! ¡Si parece todo tramao! -decía Verdejo.

-¡No! ¿Cómo, a la cárcel? -gritaban Escobedo y Benites.

-Supongo que este incidente demorará la salida de usted -dijo don Fernando a Manuel, quien repuso, pálido como un convaleciente:

-Yo sabré salir del atolladero.

-Suplico a ustedes que no se alarmen tanto; esto se allanará en pocos días; yo respondo -dijo don Fernando intentando calmar los ánimos.

-No hay para qué desesperar -agregó Lucía queriendo también moderar la excitación general.

-Tomen sus cabalgaduras; ¡es hora de marchar! -ordenó en voz alta don   —837→   Fernando; y salieron de la casa dos grupos con destinos muy opuestos. Uno a la cárcel y otro al camino real.

Manuel contempló a Margarita, que estaba conmovida y anegada en llanto. Sus lágrimas eran las valiosas perlas de mujer con que sembraba el camino desconocido que comenzaba a cruzar aquel día, dejando su mundo todo entre las playas donde se meció su cuna y nació su amor.

¡Triste del que sale como Margarita!

¡Más triste aún del que queda como Manuel, libando gota a gota el acíbar de la ausencia con los suspiros que arranca al corazón la nostalgia del alma que llora por otra alma!




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Una escena de prisión en los pueblos chicos es como la de un incendio en los pueblos grandes.

Cuando los soldados salieron de la casa de don Fernando conduciendo en el centro a don Sebastián, Estéfano y demás, todos los vecinos salían a las puertas de sus casas, los muchachos se agolpaban en multitud sorprendente, y por todas direcciones se oía decir:

-¡Jesús, María y José!

-¡Jesús mampare! ¿Es verdad?

-¿Don Chapaco, Estefito?...

-¿Ques lo que ven estos ojos que se van a volver tierra?

-Diz que es traición de don Fernando, que los había convidao para hacerlos prender -notició una vieja.

-No, diz que más bien él ha salío fiador -afirmó un hombre recogiendo su poncho sobre el hombro derecho.

-¡Qué fiador! Así son estos forasteros, meten candela y se largan -dijo otro.

-Pa eso no leí comíu51 ni un pan -repuso la vieja dando una vuelta y mirando a su rededor.

-¡Valor, madre! No hay que asustarse; la confianza en Dios -dijo Manuel a doña Petronila, sobreponiéndose con toda su fortaleza viril al trance que torturaba su alma. Le ofreció el brazo y le condujo a su casa, tomando las calles más apartadas de la bulla.

Doña Petronila, que era reflexiva y serena, vertió algunas lágrimas, y en silencio siguió con paso firme a su hijo. Una vez en la casa, dijo a éste:

-¡Déjame, Manuel, y anda, haz tu deber!

Manuel, que ya tenía algunos conocimientos generales de Derecho, redactó inmediatamente un recurso de excepción y personería probando la inculpabilidad de su padre y ofreciendo en el otro sí la información de los testigos, cuya lista acompañaba en pliego separado, así como las preguntas que éstos debían absolver en el término probatorio del artículo.

En seguida fue personalmente adonde el juez de primera instancia que debía actuar en la causa, y se puso al habla con diferentes personas.

Aquella noche Manuel la pasó íntegra en vela consultando el Código de Enjuiciamientos,   —838→   anotando artículos con lápiz y haciendo extensos borradores en grandes pliegos de papel.

Abrió el cajón de su mesa de escribir, y sacando algunos papeles se puso a revisarlos.

-Esta es la defensa de Isidro Champí; ¿hoy la abordaré en conjunto para defender a la vez al inocente y al culpable? -se preguntó.

-¡Aberraciones de la vida! ¡Este es el tejido misterioso del bien y del mal! Entretanto, ¿hasta cuándo no podré salir de Kíllac? ¿Cuántos meses, pasados como siglos, estaré lejos de mi Margarita? -volvía a preguntarse Manuel cayendo de plano sobre el sofá, descansando cortos momentos y tornando a su labor y a su soliloquio.

-Ante todo, es preciso sacar a don Sebastián y a Isidro; redactaré dos distintos recursos con un mismo fin, pidiendo la libertad bajo fianza de haz. ¡Sí! Pero quién podrá garantizar a Isidro. Necesito buscar un fiador, y lo haré, pues, mañana. A don Sebastián lo puedo fiar yo... Ahora que recuerdo, don Femando me ha encargado ponerme de acuerdo con el señor Guzmán. Iré adonde Guzmán y no daré descanso a mi cuerpo mientras todo no quede allanado y pueda mi alma volar en busca de su centro... ¡Margarita! ¡Margarita!

Aquella invocación del joven fue la oración elevada al dios del sueño, y recibida por el ángel de la noche que, batiendo sus vaporosas alas sobre la ardorosa frente del estudiante de Derecho, le dejó profundamente dormido sobre el sofá de su habitación, teniendo un libro entre las manos.

Doña Petronila lloraba y rezaba elevando al cielo su cuidado por su esposo y su hijo; parecía resignada a todo género de calamidades, con esa resignación cristiana que lleva al hombre por encima de las desgracias a la cumbre del heroísmo.

-¡Tener fe y esperanza! -se dijo doña Petronila, y esperó el día de calma después de las horribles horas de tempestad.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Los viajeros ganaban terreno, dejando tras sí la tormenta desencadenada.

La Naturaleza, indiferente a las escenas dolorosas de Kíllac y sin armonizarse con la tristeza de algunos de los corazones, mostraba sus panoramas rientes y variados.

Al trote de los caballos cruzaba la comitiva de don Fernando pampas interminables cubiertas de ganados; doblaba colinas sombreadas por árboles corpulentos, o trepaba rocas escarpadas, cuya aridez, semejante a la calvicie del hombre pensador, nos habla del tiempo y nos sugiere la meditación. En cinco días que hay de Kíllac hasta la estación del tren, el viajero va hollando las flores de la campiña, cuyo aroma embalsama el aire que se respira; luego toca la empinada cordillera de los Andes, cubierta de algodón escarmenado, donde se refleja el sol derritiendo las nieves, que se precipitan en corrientes cristalinas; luego desciende nuevamente a la llanura, donde la paja repite el lenguaje murmurador de los vientos que la mecen.

-¡Fernando! ¿Qué te parecen las cosas que suceden? -preguntó Lucía a su esposo, después de caminar un buen trecho en silencio.

  —839→  

-Hija mía, estoy abismado contemplando las coincidencias. ¡Ah!, la vida es una novela -contestó el señor Marín deteniendo un poco su caballo.

-Dios no ha querido que saliéramos de Kíllac sin ver el castigo de los culpables -tornó a decir Lucía.

-En efecto, hijita; jamás debemos dudar de la Providencia justiciera, cuya acción tarda a veces, pero al fin llega.

-¡Cierto, Fernando; con razón se dice que para verdades el tiempo y para justicia Dios! ¿Cómo saldrá Isidro Champí?

-Espero que bien. Ese indio es inocente, no lo dudes.

-¿Yo? Jamás lo he dudado; sé que cuando hace algo malo el infeliz indio peruano, es obligado por la opresión, desesperado por los abusos.

-¡Cuidado con esa zanja...! Tuerce la rienda sobre la derecha -advirtió Marín.

-¡Jesús! Si no me adviertes me habría llevado un susto con el brinco.

-Eso es si no caes a tomar posesión del sitio.

-A ese punto no, pues que no soy tan chambona para viajar a caballo. ¿Cuánto dista a la posta?

-Todavía algo; a las siete de la noche estaremos acampando, esto es, si apuramos el paso y no nos detenemos a conversar.

-Entonces... punto en boca y... ¡adelante! -dijo Lucía pegando un chicotillazo a su caballo...

En estas llanuras inconmensurables serpentea a las veces el rayo que, terrorífico, lleva en cintas de fuego la destrucción a la cabaña, o la muerte al ganado, que huye despavorido en pos de refugio escondido.

Y en medio de esas imponentes soledades, de improviso se distinguen dos sierpes de acero reverberantes extendidas sobre la amarillenta grama, y sobre ellas el humo del vapor que, como la potente respiración de un gigante, da vida y movimiento a grandes vagones. De súbito se oye el resoplido de la locomotora, que con su silbato anuncia el progreso llevado por los rieles a los umbrales donde se detuvo Manco Capac.

-¡El ferrocarril! -gritaron varias voces.

Era, en efecto, el tren que llegaba a la última estación del Sur, situada en un pueblecito compuesto en su mayor parte de caseríos con techumbre de paja y paredes de adobe, sin ninguna pintura exterior, que ofrecen un aspecto tétrico al caminante.

Pocas horas después de distinguir el tren, y apeados de sus cabalgaduras, los viajeros se dirigieron a un pequeño salón situado en la misma estación.

Lucía, del brazo con su esposo, levantando las largas faldas de la bata con la correa pendiente de la cintura; las dos niñas por delante, y en seguida varios sirvientes.

-Ustedes entren acá a arreglarse: yo voy a ver el regreso de los caballos, el embarque de los bultos y el pago de pasajes -dijo don Fernando soltando el brazo de su esposa y señalando el salón.

-A ver; ese maletón verde que venga por acá, Gabino -dijo Lucía dirigiéndose al sirviente que cargaba.

-¿Madrina, nos cambiamos el traje? -preguntó Margarita aflojando las cintas de su sombrero.

-Claro, hija; desde aquí ya no nos sirven las batas de montar -repuso Lucía   —840→   sacando de su bolsillo un manojo de llaves con que fue a abrir el maletón, diciendo a su ahijada:

-Ponte el vestido gris con lazos azules, Margarita. Ese te sienta bien, y el color es aparente para viaje.

-Sí, madrina; ¿y tú cuál te pones? -preguntó la huérfana.

-Para mí, siempre el negro; no hay vestido más elegante que el negro para una señora.

-¡Y a ti que te viene tan bonito!

-¡Lisonjera! A ver ese sombrero.

En estos momentos llegaba un tren de carga previniendo paso limpio con la voz de la campana.

Al verlo, Gabino comenzó a santiguarse diciendo:

-¡Santísima Trinidad...! ¡Allí va el diablo...! ¿Quién otro puede mover esto?... ¡Supay! ¡Supay!52

Don Fernando, que regresaba, tocó la puerta y dijo:

-¡Apurarse mucho! Señora, el tren no espera a nadie.

-¡Jesús! ¡No vaya a dejarnos! -exclamó Lucía echando dentro del maletón la ropa cambiada, que estaba en desorden por el suelo.

-¿La botellita de elixir de coca? Hay que llevarla a la mano, porque es importante para precaverse del mareo y el soroche53 -dijo don Fernando entrando a la sala.

-Cabales, aquí está el elixir de coca -repuso Lucía después de escudriñar el maletón, y alcanzando a su esposo un frasco cuidadosamente envuelto en una hoja de papel rosado con las etiquetas verdes de la imprenta de «La Bolsa» de Arequipa.

-Tampoco olvides los libros, Lucía; el tren sin lectura es un tormento, ya lo verás -previno don Fernando; y al oírle, Margarita sacó un paquete liado con cintas de algodón color café, forrado con un número de El Comercio, y lo alcanzó a don Fernando diciendo:

-Padrino, aquí van los libros; tómalos tú, porque yo voy a llevar de la mano a mi hermanita.

Don Fernando recibió el paquete de la niña, lo colocó bajo el brazo y dijo:

-Esta es importante bucólica espiritual. Gabino, toma la maleta... -Y todos se encaminaron hacia el coche del tren, donde iban a viajar por primera vez las mujeres de esta comitiva.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

No obstante las recargadas tareas que tenía para sí Manuel, lo que podía ser fuente de distracción, la tristeza invadió su semblante y el silencio selló sus labios, antes expansivos, sin dar paso más que a sus suspiros de honda pena.

En su corazón se levantaban olas de sangre, para él desconocidas, que el de una mujer habría interpretado como presagio de desgracia.

Manuel comenzaba a desconfiar del porvenir, dudaba de la posibilidad de volver   —841→   a ver a Margarita; pero perseguía su propósito de arreglar los asuntos de don Sebastián y de Isidro, y salir después a cualquier costa.

Sus entrevistas con el juez de primera instancia, con el nuevo subprefecto y con el señor Guzmán tuvieron, al fin, un resultado, agregándose a esto los diversos empeños que corrían las familias de Estéfano, Verdejo y Escobedo.

Un día volvió a la casa y dijo a doña Petronila:

-¡Madre! He conseguido que se acepte la fianza de haz, y hoy saldrá don Sebastián.

-¿Ha decretado ya el juez? -preguntó ella con interés.

-Sí, madre, están todas las diligencias corridas, y a las doce lo tendremos en casa.

-Bendito seas, hijo de mi corazón. ¿Y los otros?

-No sé nada de los otros; no me cuido de ellos; sólo he hecho algo por Isidro, que también saldrá pronto. Ya lo hubiese sacado sin ese auto de prisión y de embargo, que hay que allanar y requiere paciencia.

Doña Petronila, que sumida en dolor contemplaba la actitud diaria de su hijo, después de recibir la noticia de la próxima libertad de don Sebastián, lo atrajo hacia sí y le dijo:

-Aparte de estas cosas del juzgado, ¡tú sufres, Manuelito; tu corazón está roído por un gusano que te llevará al amartelo54 y a la muerte...! -y gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas.

-¡Madre! ¡Madre mía! ¿Por qué lloras?

-¡Porque callas...! Mi corazón es el corazón de tu madre... ¡Acuérdate bien, Manuelito: mi vida es para ti...!

Manuel no pudo resistir. Estaba débil como una mujer. ¡Había sufrido tanto!

¡Se arrojó entre los brazos de su madre y escondió sus lágrimas de hombre, como en otra época ocultaba sus juguetes de niño en aquel mismo regazo!

-¡Madre! ¡Madre del alma! ¡Bendita seas...! Pero..., ¡yo me siento morir...! -repuso entre sollozos el joven que, tímido para las escenas del hogar y del corazón, sabía mostrarse héroe en los momentos de combate.

-¡Manuelito, hijo mío, si yo sé, yo he adivinado qué gusano roe tu alma; sí, tú amas a Margarita y lloras porque te has separado, porque temes no verla más...!

-¡Madre bendita...! Perdona si mi corazón no es hoy todo para ti; pero ese ángel cuyo nombre has pronunciado es el ángel de mi vida... Yo la amo, sí, y tal vez...

-¿Por qué te desesperas, Manuel? ¿Por qué no te casarás con ella? ¿Por qué no seré feliz teniendo dos hijos en lugar de uno?...

-¡Madre mía! ¡Tú eres mi Providencia; pero acuérdate que Margarita verá en mí al hijo del verdugo de sus padres, y me rehusará su mano, y me echará de su corazón!

-¡Qué herejía, Dios mío! ¿A ti? -repuso doña Petronila empalmando las manos al cielo y quedándose muda y cavilosa por unos momentos, contemplada por la cariñosa mirada de su hijo. Y como quien vuelve de un éxtasis de lucha, agregó:

  —842→  

-Eso to allanarás fácilmente; habla con don Fernando, y... revélale el nombre de tu verdadero padre.

-¡Madre mía!

-Sí, y ¿qué culpa tenemos nosotros? Fue una desgracia, y ¿por qué no he de pasar yo un bochorno por la felicidad eterna de mi hijo querido, por tu felicidad, Manuelito?

Doña Petronila hacía en este momento el último sacrificio de una madre amante y de una mujer engañada.

-¡Anda! -continuó doña Petronila-. Alcánzalos en su viaje; ¿tienes cómo hacerlo? No te faltan caballos ni plata; arregla tu casamiento y regresa tranquilo, para que puedas atender con razón cabal los asuntos de nuestra casa y del otro viaje. Ahora estás fuera de juicio.

Manuel besó una y cien veces, ya la frente, ya las manos de doña Petronila, con tal emoción, que por muchos segundos no se oyó otro ruido que el producido por los labios de Manuel al contacto de su madre, por cuyas mejillas encendidas resbalaron gruesas lágrimas, como el agua lustral que bendeciría el próximo enlace de Manuel y Margarita.

Doña Petronila, rompiendo aquel silencio de sublime fruición, dijo:

-Basta, querido Manuelito.

El joven, alzando la cabeza con arrogancia viril, repuso:

-Hoy te juro, madre adorada, sacrificar el último aliento de mi vida por labrar tu felicidad y la de mi Margarita. Voy ahora a terminar todos los arreglos pendientes, y mañana, al rayar la aurora, tomaré el camino para alcanzar a don Fernando, cuyo escrito de desistimiento y perdón ya no es tan urgente, y pedirle la mano de su ahijada -dijo, y salió apresuradamente, dejando a su madre entregada a tiernas meditaciones, que interrumpió ella exclamando:

-¡Virgen misericordiosa, ruega tú por él, que es tan bueno, y pide perdón para mí...! ¡Manuel...! ¡Yo...! ¿Somos culpables, acaso, ni el uno ni el otro?... ¿No fue el peso de la fatalidad negra, negra como la noche sin luna, que me condujo a los brazos vedados de un hombre sin fe?...

Doña Petronila cayó de rodillas sumergida en llanto, repitiendo entre sus sollozos un nombre y tapándose la cara con ambas manos...

Su corazón manaba sangre, sangre del alma, rememorando las escenas de veinte años atrás...




ArribaAbajoCapítulo XXVII

Un elegante coche de la máquina, bautizada con champaña bajo el nombre de Socabón, estaba listo a partir fuego que sonase la señal dada por el silbato del tren.

Mientras tanto los pasajeros de primera recorrían las mercaderías colocadas a izquierda y derecha de la línea, cuyas vendedoras indias ofrecían guantes de vicuña, duraznos en conserva, mantequillas, quesos y chicharrones de las acreditadas ganaderías del interior o sierra del Perú.

Don Fernando, después de acomodar a Lucía y las niñas, se arrellanó muellemente al lado de su esposa en una butaca de dos plazas, forrada con pana granate. Sacó un cigarro, lo armó en silencio, y después de encenderlo guardó su caja   —843→   de fósforos, arrojó unas cuantas bocanadas de humo, colocó el cigarro en los labios y desató el paquete de libros; volvió a dar dos chupetones al cigarro y dijo a su esposa:

-¿Cuál quieres leer tú, querida Lucía?

-Dame las Poesías de Salaverry55 -respondió ella con una sonrisa de satisfacción.

-Bien, yo gozaré con las Tradiciones de Palma56; son relatos muy peruanos y me encantan -dijo don Fernando alargando al mismo tiempo un volumen a su esposa.

Y en seguida cruzó las piernas sostenidas en la tablilla del asiento inmediato, arrimó la espalda a la butaca y abrió su libro, que era la segunda serie, en momentos en que el tren empezaba a caminar con la velocidad de quince millas por hora, tragando las distancias, dejando atrás llanuras, chozas, vaquerías y praderas con rapidez vertiginosa.

Los distintos pasajeros que ocupaban sus asientos y a quienes Lucía pasó revista con una mirada curiosa, principiaron también a buscar entretenimiento.

Iba un militar flaco, trigueño y barbudo, junto a dos paisanos entrados ya en años, antiguos comerciantes en cochinilla y azúcar, a quienes invitó el militar, diciendo:

-¿Vamos matando el tiempo con una manita de rocambor?

-No sería malo, mi capitán; pero aquí, ¿de dónde diantres sacamos naipes? -contestó uno de los paisanos que estaba envuelto con una bufanda de vicuña.

El capitán, sacando un juego de barajas de bolsillo, dijo:

-Salte la liebre, don Prudencio: militar que no juega, bebe y enamora, que se meta a fraile.

Frente a éstos iba un mercedario que, teniéndose por aludido, retó con airados ojos a los jugadores, que sin parar mientes en ello voltearon sobre la izquierda el espaldar del asiento inmediato, instalando así su mesa de rocambor.

El mercedario sacó a la vez un libro, y tres mujeres que estaban inmediatas se pusieron al habla con Margarita y Rosalía, convidándolas manzanas peladas con una cuchilla.

Media hora después, las muchachas y las mujeres dormían como palomas acurrucadas en un mismo asiento, y el padre mercedario roncaba como un bendito, sin que las voces de: Más, solo, codillo y voltereta, repetidas con entusiasmo por los rocamboristas, interrumpiesen aquel dormir a pierna suelta; hasta que, abriéndose la portezuela del coche, se presentó un sujeto como de treinta años, alto, grueso, de tez tostada por el aire frío de las cordilleras, bigote atusado y lunar de carne en la oreja derecha.

Vestía pantalón y saco grises; cubríale la cabeza una cachucha de visera de hule negro y llevaba unas tenazas-tijeras en la mano.

-¿El boleto, mi reverendo? -dijo llegándose lo suficiente y levantando su voz de contralto, hasta que el padre abrió los ojos soñolientos, y sacando con aire perezoso de entre su libro el boleto amarillo lo alargó a su interlocutor sin desplegar los labios.

  —844→  

El conductor del tren pegó su tijeretazo al cartoncillo y volvió a entregarlo, pasando donde los rocamboristas.

Los dos paisanos alcanzaron sus boletos respectivamente, y el militar desabrochándose el talismán sacó del bolsillo un papel que enseñó al conductor. Este, después de examinar las firmas, lo devolvió murmurando para sí:

-Estos siempre andan con papeletitas.

Cuando se llegó hacia don Fernando, y mientras picaba los boletos, le dijo Lucía:

-¿Puede usted hacerme el favor de decir cuánto hemos andado?

-Cuatro horas, señora, es decir, dieciséis leguas, y nos resta otro tanto -respondió el conductor, y pasó de largo.

-¿Qué prodigio de viaje, no? Y sin penurias ni molestias, pronto estaremos en la ciudad -dijo don Fernando a su esposa, cerrando su libro.

Lucía, que miraba a las chiquillas, repuso:

-¡Mucho prodigio, hijito...! Mira, Fernando, ¡qué preciosas están dormidas...! ¡Parecen dos ángeles de paz...!

-Cierto que son angelitos americanos, con toda la sangre peruana que colora sus mejillas.

-¿Margarita soñará con Manuel?... Todavía no soñará...

Y en aquel momento, los grandes ojos de su ahijada levantaron sus arqueadas pestañas, fijando la mirada en su madrina.

En ese trecho del camino se alzaba un puente de madera y hierro, artísticamente colocado sobre un río vadeable.

El silbato dio la voz de alarma con repetidos resoplidos, pues al centro mismo del puente se encontraba una tropa de vacas, cuya presencia no fue notada por los maquinistas sino cuando ellas huían despavoridas, mas no con la rapidez que la velocidad del tren exigía.

Las maniobras del primer maquinista, los esfuerzos de los palanqueros y el galope de la vacada no fueron bastantes a impedir un choque, y el siniestro llegó a ser inevitable.

El animal rodado, exhalando bufidos como el resoplido de la fiera, llevó la confusión primero y la consternación después a los pasajeros, cuya muerte era casi segura.

-¡Misericordia!

-¡Favor! ¡Dios mío!

-¡Esposo mío!

-¡Lucía! ¡Hijas!

-¡Madrina!

-¡Padrino!

-¡Ay, qué va a ser!

-¡Bestias!

-¡Misericordia!

Tales fueron las palabras pronunciadas en distintos tonos en medio de la confusión y gritería espantosa levantada en los coches.

Mas, ¿adónde huir embodegados?

Todo el convoy iba con la destructora velocidad del rayo, y alcanzando a los ganados, pasó sobre ellos, triturando sus huesos y abandonando su vía trazada por los rieles.

  —845→  

¡Iba a precipitarse al río!

Míster Smith, el valiente maquinista, prefirió el sacrificio de su vida al de tantas existencias confiadas a su vigilancia, y quiso reventar los calderos con los tiros de su revólver, mas era tarde, y el coche de primera, desabracado por el brequero, fue a encallar en las arenas mojadas de la ribera izquierda del río.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

La actividad de Manuel se había centuplicado durante el día.

Volvió a casa y dijo a su madre:

Toda va bien, madre. Parece que Dios protege mis esperanzas. Don Sebastián y Champí ya están libres. Se acaba de pasar la orden al alcaide de la cárcel, y calculando el momento iré a traer personalmente a don Sebastián.

-Conque aceptó el juez... Y, ¿qué condiciones ha dictado? -preguntó doña Petronila.

-Nada más sino que esté a derecho y tenga por prisión el pueblo.

-¿De modo que no podremos salir de aquí?

-Ustedes no; pero yo me marcho mañana mismo, para tomar el tren del jueves y poder alcanzar a don Fernando y mi Margarita.

-Pero hijo, si el juicio sigue todavía, y tu padre no sabrá dirigirlo.

-Todo lo he prevenido para los pocos días de mi ausencia, y sobre esto, como a mi regreso he de traer el recurso de transacción, nada importaría -repuso Manuel dando paseos.

-¿O sería mejor que pidieses la mano de Margarita y esos papeles por carta? -dijo doña Petronila, como arrepentida de haber consentido en la partida inmediata de su hijo.

-¡Madre, madre! En otras circunstancias sería correcto el escribir una carta, pero recuerda que tengo que aclarar algo... -observó Manuel.

-Sí, sí, te entiendo, pero...

-¡Madre!, el corazón de veinte años, fogoso y apasionado, no retrocede ante el peligro y la dilación le asesina. Yo marcho; ajustaré mi compromiso y volveré sin detenerme, a tu lado.

-¡Qué he de hacer...! -repuso ella, moviendo la cabeza.

-¡Madre! ¿Confías en mí?

-Del todo, hijo; ¿por qué me preguntas eso?

-Porque te veo vacilante; porque tú debes comprender que, aparte de mi amor a Margarita, está mi deber para contigo y mi interés respecto a don Sebastián, aun cuando él fue conmigo, en la niñez, un verdadero padrastro.

-¡Para qué recuerdas esas cosas! Ahora se maneja bien contigo... -decía doña Petronila, cuando se presentó don Sebastián acompañado de un sirviente de la casa.

-¡Chapaco! -dijo doña Petronila, echándole sus brazos al esposo.

-Me ha ganado usted -exclamó Manuel.

-¿Petruca? -dijo don Sebastián, correspondiendo al abrazo de su mujer, y dirigiéndose a Manuel, agregó:

-¿Conque no regresaste, no? Francamente, yo esperaba que fueras a traerme.

  —846→  

-Don Sebastián, usted me ha ganado, pues vine a dar la noticia a mi madre para que no se sorprendiese al verle de repente y ya estaba para ir.

-Bueno, bueno; ¿qué convidas, Petruca? Francamente, que tengo una ...

-Te haré una chabela57; hay buena chicha y buen vino.

-Más que sea.

-Ya que está usted en casa, le pediré su bendición y su permiso, don Sebastián.

-¿Cómo? No te entiendo, francamente.

-Es usted mi segundo padre. Pienso pedir la mano de Margarita, lo que cortará más de raíz estas desavenencias -dijo con estudiada intención Manuel.

-No desapruebo tus intenciones, Manuelito, francamente; la niña es una perla, pero todavía es muy huahua, y en estos tiempos... bonitos están los tiempos para casaca, francamente -repuso don Sebastián.

-No trato de casarme en el día, don Sebastián; quiero pedirla, y una vez comprometido, seguir mis estudios, recibirme de abogado, y cumplir...

-Ese es otro cuento, hijo; francamente me das gusto.

-Quiere ir en alcance de don Fernando -dijo doña Petronila desde un extremo de la sala.

-¡Qué disparates! Francamente, te digo, Manuel, que esa es una... descabellada de colegial, ¿qué?

-Don Sebastián, es una necesidad mi viaje. Mi presencia aquí no hace falta, y tengo que sacarle a don Fernando el recurso de transacción y desistimiento, para que este juicio quede fenecido y no nos vuelvan a molestar. De otro modo, estaremos pleiteando hasta el día del Juicio.

-Esa es otra cosa; francamente, yo no me opongo a que marche Manuel, y dale mi reloj de oro y mi poncho de vicuña con fajas azules -contestó don Sebastián, dirigiéndose a doña Petronila, que se aproximaba con un vaso conteniendo un líquido mixto y curioso con el fondo amarillo y la superficie roja.

-Está visto, Chapaco, que una cosa es hablar de uno y otra cosa hablar de otro -dijo doña Petronila, alcanzando el vaso a su marido.

-¡Ajá! ¡Ajá! ¡Ajáa! Como que el dolor de la barriga, francamente, no es lo mismo que el dolor de muelas -dijo tosiendo don Sebastián y recibiendo el vaso.

-¡Jesús! ¡Qué tos! ¡Te habrás constipado en la cárcel! ¡Pobrecito...!

Don Sebastián consumió la última gota de la chabela, paladeándola con sonido parecido a un beso, limpió sus labios y dijo:

-¡Qué chabela tan rica! Petruca, con esto, francamente, engorda un ético. -Y después preguntó a Manuel-: ¿Y cómo, cuándo quieres marchar?

-Mañana temprano, señor.

-Bueno: dale, pues, todo, Petruca, y que escoja caballos y demás, francamente, que en otras tierras como nos ven nos tratan.

-¡Gracias, señor! Usted me colma de favores -repuso Manuel, y salió a preparar su marcha.

Eran las nueve de la noche cuando volvió Manuel y entró en el cuarto de doña Petronila; encontró allí a don Sebastián platicando íntimamente con su madre.

  —847→  

-Buenas noches, don Sebastián; madre mía, vengo a despedirme; todo queda arreglado definitivamente con el auxilio de Dios -dijo Manuel.

-¡Hijo mío! Que la Virgen te lleve con vida y salud y me devuelva mi hijo -contestó doña Petronila sacándose un escapulario del Carmen que llevaba puesto al cuello y colocándolo en el pecho de Manuel, a quien abrazó enternecida.

-¡Don Sebastián, tenga usted mucha prudencia... solo... en silencio! Nadie le molestará. Ustedes no tengan cuidado por mí. A ver, un abrazo... ¡Adiós!

-Que no tardes, que no tardes... Francamente, muchas esperanzas me da tu marcha... ¿Llevas el reloj? -contestó don Sebastián despidiendo a Manuel, que salió para ir a descansar en su cuarto, pues al rayar la aurora, en las alas de sus esperanzas y con el brío de su edad, iba a emprender el mismo camino por donde días antes vio partir a su gentil Margarita.

Isidro Champí, acompañado de su fiel Martina y seguido por Zambito y Desertor, llegó también aquel día a su casa, pálido y triste.

Al verlo, sus hijos corrieron hacia él, como la bandada de perdices que distingue a su madre.

El corazón del campanero, que estaba lóbrego como el boquerón de que hablan los cuentos de brujas, recibió luz y calor al beso de sus hijos, a quienes acariciaba silencioso.

Martina penetró con paso lento en la choza; se arrodilló en el centro de la habitación levantando sus manos empalmadas al cielo.

-¡Allpa mama! -exclamó ahogando en su pecho, con una palabra, todos los cargos que su alma herida podía abrir a la humanidad injusta representada por los notables de Kíllac, y sus ojos vertieron copiosas lágrimas.

-¿Lloras, Martinacu? ¿Aún no cesó la lluvia en tu corazón? -preguntó Isidro fijándose en su mujer.

-¡Ay, compañero! -repuso Martina, levantándose-; el dolor nada en el llanto como la gaviota en el remanso de las lagunas, y como aquélla, moja las plumas, pero refresca el pecho; ¡ay!, ¡ay!

Isidro parecía consolado con la presencia de sus hijos; pero al pasar revista llamándolos por sus nombres, su mente se fijó en el recuerdo de sus vaquillas, perdidas, y dijo suspirando:

-¡La castañita! ¡La negra...!

-¡Guay, Isidro! En la noche la tormenta, cuando relampaguea el rayo y truena en la roca, el hombre se esconde en su cabaña y salen de la guarida el puma y los zorros a robar los corderos. Para nosotros sonó la fiera tempestad -dijo Martina, sentando en la cama del poyo a su hija la sietemesina.

-Dices bien, ¿qué vamos a hacer? Los zorros de camisa blanca han robado nuestros ganados, como robaron mi libertad, como nos roban el trabajo de cada día -dijo Isidro convencido y aun entusiasmado por las palabras de su mujer, echándose en la cama junto a la chiquilla sietemesina.

-Para el puma y el zorro tenemos la trampa de la piedra amarilla; pero de éstos no hay cómo libertarse. Paciencia, paciencia, Isidro, que la muerte es dulce para el triste -agregó Martina volviendo a tomar su actitud melancólica.

-¡La tumba debe ser tranquila como la noche de luna en que se oye la quena58 del pastor! ¡Ay!, si no tuviésemos estos pollitos, qué dichosos moriríamos,   —848→   ¿eh? -preguntó Isidro, señalando a los muchachos, que daban vueltas y brincos junto a Miguel el primogénito.

Martina contestó:

-Nacimos indios, esclavos del cura, esclavos del gobernador, esclavos del cacique, esclavos de todos los que agarran la vara del mandón.

Isidro Champí, acomodando un poncho doblado en cuatro bajo su cabeza, como un almohadón, repitió:

-¡Indios, sí! ¡La muerte es nuestra dulce esperanza de libertad!

Martina se había llegado junto a su marido, y deseando apartar de él la negra pena, le preguntó pasándole la mano por entre los cabellos:

-¿Volverás a subir a la torre?

-Tal vez -repuso el indio-, mañana volveré a tocar esas malditas campanas que, desde ahora, aborrezco.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

El primero que se lanzó en tierra, enfangándose hasta las rodillas, fue míster Smith, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¿Eh? Nadi se muve, ¿eh? Todos quieta, ¡no más!

Y al punto asomaron multitud de cabezas por las ventanillas del coche, que habían quedado sin un vidrio.

El choque que hizo salir de quicio el wagon ocasionó heridas felizmente leves.

-¡El susto ha helado toda nuestra sangre! Hijita, ¿tú te has asustado mucho? -dijo don Fernando a Lucía.

-Mucho, hijo; ¡sólo Dios nos ha salvado!

-Estás muy pálida. ¿Si se habrá roto la botellita de la coca? -preguntó Marín buscando una maletita de mano.

-¡Dios mío! -volvió a exclamar Lucía asomando la cabeza por la ventanilla del tren para ver en qué región se hallaban, sin atender a los gritos de Margarita, que levantaba a Rosalía bañada en sangre, ni a los comentarios de los demás.

-¡Caracoles, de lo que escapamos! -dijo el militar.

-¡Hemos vuelto a nacer! ¡Bendito sea Dios! -articuló el mercedario.

-¡Si estos gringos brutos son capaces de llevarnos a los profundos! -dijo uno de los rocamboristas; a lo que otro agregó:

-Me lo temía desde que vi subir al reverendo.

-¡Chist...! Que hay señoras, ¿eh? -observó aquél.

-A todo esto, ¿cómo salimos?

-Pues ha salvado el elixir de coca; voy a darte un poquito, hija -dijo don Fernando buscando en su bolsillo una cuchilla con tirabuzón.

-Felizmente ha sido un descarrilamiento ya pasado el puente, que se remediará -dijo un brequero corriendo de un extremo al otro del coche con un rollo de piolas, y a quien interpelaron varias voces:

-Hombre, ¿qué hacemos?

-Na, mi patrón, no es na, que ya too ha pasao -respondió el brequero.

Mientras esto pasaba en el coche de primera, los pasajeros de segunda, que quedaron al otro extremo desenganchados con oportunidad, corrían hacia el primero, encallado, dando voces:

  —849→  

-¡Paulino!

-¡Indalecio!

-Por acá, hombre.

-¡Con siete mil diablos!

-Calma, señora pasajera; el culpa no es mí, ¿entiende? Culpa los vacas, e fácilmente se remedio -dijo el maquinista Smith, ilustrando el habla de Castilla con el modismo del hijo de la América del Norte, cuya palabra llevó la confianza a los atribulados espíritus de los pasajeros de primera.

-Míster Smith, ¿cuándo llegaremos? Casi nos despachamos -dijo don Fernando dirigiéndose al maquinista, que era su conocido.

-¡Oh, señor Marín, mucho fatalidad el mí! Pero llegará tren a la mañana, tener pacienso -repuso míster Smith dirigiendo la maniobra que había ordenado.

Y con la energía que distingue a la raza, se practicaron evoluciones de ruedas y chumaceras que, en constante trabajo de dos horas, sacaron el coche encallado, colocándolo sobre los rieles en disposición de continuar la marcha.

-Verdaderamente, hemos vuelto a nacer; ¡pobres hijas mías! -dijo Lucía limpiando con su pañuelo la sangre que brotaba de los labios de Rosalía a causa de un golpe recibido en la boca.

-¡Oh, por Dios! ¡Calla, hija mía!... ¡Pobrecita...! -agregó don Fernando llegándose a la chiquilla con un paquetito de galletas de Arturo Field, que puso en sus manos.

-Todavía tardaremos cinco horas -dijo el capitán de artillería.

-Estas cosas sólo en el Perú pasan; en otra parte lo desuellan al gringo -observó el comerciante en cochinilla.

-No me ha vuelto aún el alma al cuerpo.

-Ni a mí, ¡Jesús! -dijeron las dos mujeres.

Y el tren seguía su marcha rápida y acompasada, como antes de sufrir la catástrofe aquella.

El silbato se dejó oír otra vez con insistencia.

-¿Otro siniestro? -preguntaron varias personas sorprendidas.

-No, ésta es la segunda estación de la ciudad; dan la señal de llegada -aclaró el militar.

-¡Jesús! ¡Cómo se pone el cuerpo nervioso con los sustos! -observó Lucía.

-Es que la cosa ha sido seria -contestó don Fernando.

Al poco momento los viajeros señalaban por las rotas ventanillas un punto blanco en medio de un panorama de verdor vivo y alegre.

-¡La ciudad! -exclamaron varios.

Y el silbato volvió a gritar, como el animal aguijoneado por una arma punzante.

-¡Qué hermosa campiña! ¡Qué linda ciudad! -dijo Lucía asomando más la cabeza a las ventanillas.

-Parece una paloma blanca reposando en su nido de sauces y moreras -agregó el señor Marín, a quien preguntó su esposa:

-Fernando, ¿es la segunda ciudad del Perú? ¿Qué tales serán sus habitantes?

-Sí, hija, la segunda; y su belleza sólo es comparable con la bondad de sus hijas; gozarás mucho durante los días que hemos de quedarnos -contestó don Fernando.

Y la campana, con su toque de esquilón, avisaba que entraba el convoy en la   —850→   estación principal, donde aguardaba un gentío considerable, pues el alambre telegráfico ya había comunicado la noticia del siniestro y la curiosidad convocó centenares de personas.

Abiertos los coches, bandadas de granujas se precipitaron sobre ellos en demanda de equipajes, confundiéndose los pasajeros del tren con los del ferrocarril de sangre, que recorriendo una línea conveniente condujo a don Fernando Marín y su familia hasta la puerta misma del Gran Hotel Imperial, donde se apearon todos.




ArribaAbajoCapítulo XXX

Entraron en una sala espaciosa, cuyas paredes estaban empapeladas con un papel color sangre de toro con dorados y grandes pilastras de oro también formando esquinas; las puertas y ventanas, cubiertas con cortinajes blancos como el armiño, coronados por su sobrepuesto de brocatel grana y cenefa dorada, recogida por cordones de seda. El piso, cubierto con ricos alfombrados de Bruselas, formaba un contraste agradable con los muebles, estilo Luis XV, entapizados con borlón de seda azul opaco, multiplicados por dos enormes espejos que cubrían casi el total de la testera derecha.

-Esta es la sala de recibo; ¿agrada a la señora? -dijo monsieur Petit, inclinándose con reverencia exagerada.

-Sí, el azul es mi color favorito; yo estaré contenta acá -respondió Lucía al hotelero, que era monsieur Petit.

-¿Ese debe ser el dormitorio? -preguntó don Fernando señalando una puerta de comunicación.

-Exactamente, mi señor; aquí hallan toda comodidad y buen servicio los pasajeros que hacen la gracia de honrar el Hotel Imperial -contestó monsieur Petit con toda la urbanidad de un francés, recomendando su hospedaje.

-Así lo esperamos.

-Si algo necesitan, mi señor, mi señorita, ese cordón es del llamador -advirtió el hotelero, se inclinó y salió.

Margarita, que escudriñaba cuanto veía, preguntó con candorosa sencillez:

-Madrina, ¿qué habría dicho de esto Manuel?

Lucía se sonrió con la sonrisa de la madre que goza con el ardor de los sentimientos, leyendo en esa pregunta todo el poema de los recuerdos del corazón virginal, y contestó:

-Él mismo te lo dirá cuando llegue.

-¿Aquí lo esperamos?

-Sí, pues, hija -aseguró don Fernando, tomando parte en las confidencias de la madrina y la ahijada.

Rosalía fue a abrazar las rodillas del señor Marín, diciendo:

-Dame, pues, otra galleta.

El sirviente apareció en la puerta, conduciendo al carretero con los equipajes...

Ocho días fueron suficientes para que los viajeros conocieran la gran ciudad, observándolo todo, escudriñando sus tendencias y costumbres, con la prolijidad propia del que viaja con aquellos conocimientos rudimentarios, pero de propia   —851→   convicción, que van a explayarse ante el libro abierto de la instrucción, adquirida en la escuela práctica del gran mundo.

Calles anchas y rectas mal empedradas; templos de construcción morisca y variada, de asfaltos y traquitas enfriadas o petrificadas por el transcurso de los años; mujeres bellas como una leyenda de oro; campesinas robustas con todo el candor de su alma pintado en el semblante; casas de judíos con anuncios de compra y venta; teatros en camino de su ensanche civilizador; todo vieron y juzgaron. Nada escapó a la microscópica observación de Lucía, ilustrada a cada paso por la autorizada palabra de don Fernando, a quien ésta dijo:

-Te declaro, Fernando mío, que ésta sería mansión celestial sin los inconvenientes morales que he notado con mi simple experiencia.

-Lo sé, hijita; de antemano lo sabía, el inconveniente que presenta en el espíritu, para quedarse en cualquier parte, la ansiedad de llegar a Lima, a ese foco de luz que cautiva a todas las mariposas del Perú; verdad que es invencible.

-Me gusta tu lógica, Fernando, pero no has dado en la clave -repuso Lucía riendo y dándole una palmada en el hombro.

-¿No?... Pues dime en tal caso, ¿qué es lo que más ha cautivado tu atención?

-A mí dos cosas me han llamado la atención -repuso Lucía con llaneza, llevándose el pañuelo para enjugar sus labios ligeramente humedecidos por su risa.

-¡Ah...! ¡Ya las sé... Picarona! -contestó don Fernando, devolviendo la palmadita de afecto.

-¿Di, cuáles?... Y cuenta que... no adivinas.

-Será la cantidad de frailes de todos colores que transitan por las calles.

-Pues te fuiste a Roma, hijo.

-¿Y qué?...

Lucía se puso grave, reconcentró su espíritu como evocando algo lejano, lanzó un suspiro del fondo de su corazón, y dijo:

-¡Lo que más ha llamado mi atención es el número sorprendente de huérfanos en la casa de expósitos! ¡Ah! ¡Fernando mío! Yo sé que la mujer del pueblo no arroja así a los pedazos de sus entrañas... sé que no tiene necesidad de arrojarlos, porque esos miramientos sociales que ponen la careta de la virtud fingida, nada, nada de familiar tienen entre la madre del pueblo y el hijo nacido del acaso... o del crimen. ¡Fernando, perdone Dios mi mal pensamiento; pero esta idea ha sugerido en mí tristes, tristísimos pensamientos, recordando, sin quererlo yo, el secreto de Marcela...!

Don Fernando escuchaba sorprendido aquel razonamiento de moral filosófica. Estaba abismado por la lucidez de un alma grande, cuya superioridad acaso ignoraba hasta aquel momento; reinó el silencio junto a los esposos, hasta que él suspiró con igual pena que Lucía, diciendo:

-¡También la miseria abre a veces los buzones de las casas de expósitos! -se acercó a su esposa y besó la frente de la que pronto iba a ser madre de su primogénito.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

Manuel hizo un viaje de todo punto feliz. Parecía que los dioses alados del Amor y el Himeneo hubiesen soplado su aliento de ámbar sobre los nevados   —852→   y los pajonales que recorrió en el ferrocarril, ignorando los peligros en que días antes se encontró la familia Marín y con ella su Margarita, ese poema de ternura entonado para él con las notas arrancadas a las fibras más delicadas de su corazón, como el arpa eólica pulsada por los ángeles de la Felicidad al batir sus vaporosas alas en la inmensa llanura.

También él distinguió la deseada ciudad de los valles andinos, para él entonces la sultana del mundo, porque hospedaba a la reina de su corazón. Llegó; fue a tomar alojamiento en el Casino Rosado, aligeró sus afeites indispensables, cambió de ropa, y se lanzó a la calle en dirección al Imperial, diciéndose:

-¡Dios mío, gracias! ¡Voy a verla! ¡Es tan cierto que a los veinte años la sangre quema y la tardanza exaspera! Yo no puedo retardar ni un día más la realidad de mi ventura... pero... hablaré en seguida a don Fernando... Esta exigida prudencia que refrena los ímpetus del alma. Ya los celos me han picado con su aguijón envenenado en los días de su ausencia... ¡Oh! ¿Cómo no pensar que la hermosura peruana de Margarita, la belleza de su alma virgen de las frases del mundo, no la rodee de adoradores, que aturdiendo sus oídos manchen el corazón de la mujer que yo amo?...

Manuel caminaba como un ebrio, sin fijarse en nada de las calles que transitaba por primera vez, obedeciendo maquinalmente a la dirección que le dio el portero del Casino.

-Los celos son ruines y son nobles a la vez -tornó a decirse-; en el fondo del amor supremo y satisfecho duermen enroscados como una víbora; en la superficie de un amor vulgar se arrastran y muerden con su veneno. ¡Que no despierten mis celos! ¡No, no! ¡Yo amo mucho a Margarita...!

Los pasos de Manuel resonaron en el patio del Hotel Imperial, y aquel sonido hizo estremecer el alma de Margarita.

¿Por qué razón la mujer que ama conoce no sólo el sonido de los pasos de su amante, sino que siente el perfume de su aliento a la distancia y el eco de su voz vibra sonoro entre multitud de otras voces?

¡Misterios de esa corriente magnética que une las almas sacudiendo el organismo!

El portón de vidrios giró sobre sus bisagras; el viento agitó ligeramente los finos cortinajes, y Manuel apareció en la sala azul, con el porte más distinguido y simpático.

-¡Sí, era él! -se dijo Margarita, que estaba parada junto a una mesa con tablero de mármol, sobre la que se alzaba un enorme jarrón de porcelana de la China lleno de juncos y jazmines que perfumaban la atmósfera.

-¡Señora! ¡Señor! -dijo Manuel alargando la mano a quienes se dirigía.

-¡Don Manuel! -respondieron casi a una voz los esposos Marín, estrechándole la mano a su vez.

-¡Margarita mía...

-Manuel, ¿has llegado?...

Los dos jóvenes iban a abrazarse, y un algo los detuvo. Sin embargo, sus pupilas tradujeron el abrazo de dos almas que sueñan en confundirse para siempre.

-Siéntese, pues, y... ¿cómo quedan los de Kíllac? -preguntó Marín.

-Bien, señor.

-¿Se arregló el asunto de su padre? ¿Salió Isidro, el pobre campanero?

-Don Sebastián ha salido libre sin muchos trabajos; sólo para Isidro necesité   —853→   de otras diligencias por haber mediado auto de prisión, embargo y qué sé yo; así es que vengo con el corazón feliz después de dejar cumplido su encargo, don Fernando -contestó Manuel.

-¡Hombre!, es usted un cumplido caballero. No pude mandarle la carta para Guzmán por no haber encontrado ni un correo en las postas del tránsito. Y la autoridad política sigue...

-Mal, muy mal, don Fernando. Los primeros días, como cedacito nuevo. Después sé que para la libertad de Estéfano, de Escobedo y de Verdejo ha recibido unas vaquillas.

-Está visto, amigo, no hay remedio -dijo don Fernando levantándose.

-¿Y qué le pareció mi perspicacia respecto al viaje fingido de Estéfano? -preguntó Lucía a Manuel.

-¡Ah! ¡Señora! Ustedes nos ganarán siempre la partida en tratándose de malicia y conocimiento de las gentes. Para mí se ha hecho insoportable el tal sujeto -repuso Manuel.

-Esos tinterillos, con ilustración a medias y aspiración no definida, son la verdadera plaga de aquellos pobres pueblos -dijo don Fernando.

-Son... Pilatos, como los bautizó la señora -agregó sonriendo Manuel.

-¡Jesús!, es el primer día que me río desde el susto -observó Lucía, mirando a Margarita, que también se sonreía.

-¿Usted no sabe los percances que pasamos en el tren? -preguntó don Fernando a Manuel.

-No, señor; ¿qué hubo?

-Pues hemos salvado en un hilo de morir triturados.

-¿Cómo? -preguntó Manuel estremeciéndose y mirando a Margarita.

-Se descarriló el tren. ¿No le han dicho nada en el camino?

-Sí, ahora que recuerdo, algo oí a dos pasajeros que conversaban, pero creí que se referían a época muy anterior.

-¡Jesús, qué escenas! -interrumpió Lucía.

-Rosalía salió herida -dijo Margarita.

-¿Y ustedes?

-No hubo más, felizmente, y todo pasó. No hablemos de esto, porque se le sublevan los nervios a Lucía -opinó don Fernando.

-No es para menos, señor Marín.

-¿Y qué dice usted que exigió el juez para la libertad de Isidro? -preguntó don Fernando.

-Para sobreseer la causa, se necesita que usted presente un escrito manifestando que el asalto de su casa fue un error de concepto, persiguiendo a unos asaltadores que se creían refugiados, y que ha sido una poblada y demás. Yo volveré inmediatamente para arreglar todo, asegurar la tranquilidad de don Sebastián y mi viaje definitivo a Lima -instruyó Manuel.

-Pues voy a redactar el recurso claro y terminante, amigo mío. Yo no regreso a Kíllac y deseo asegurar al pobre del indio inocente, que algún día podría ser molestado con este pretexto. ¿Cree usted que se acabe todo con mi recurso? -dijo el señor Marín.

-Sí, don Fernando, aunque sin él la acción sería del ministerio Fiscal, y... llamémosle cero.

  —854→  

-Así es que usted ha libertado a Isidro Champí, ¡oh! Y, ¿quién libertará a toda su desheredada raza?

-¡Esta pregunta habría que hacerla a todos los hombres del Perú, querido amigo...!

-¿De modo que usted regresa a Kíllac? -preguntó Lucía.

-Sí, señora.

-¿Y no seguimos a Lima? -dijo a su vez Margarita, estrujando un jazmín que había arrancado del ramo.

-Sí, Margarita, yo voy y vuelvo; los viajes son muy sencillos para un hombre -repuso Manuel.

-¿Y doña Petronila, cómo está? -preguntó Lucía.

-¡Considere usted, señora, cómo habrá quedado con mi ausencia la pobre...!

-Bien, pues, mañana sale correo; luego estará listo el recurso que he de dirigirle a Guzmán para que llegue antes que usted; ahora tengo que hacer unas diligencias en la calle, y usted dispensará -dijo don Fernando poniéndose de pie.

-Perfectamente, señor Marín; me parece abreviar el tiempo mandando el pliego al señor Guzmán; pero... tengo también otro asunto muy importante de que hablar a usted. ¿Cuándo podrá atenderme? -preguntó Manuel, visiblemente emocionado, alzando su sombrero.

-Esta noche, amigo, de ocho para adelante estoy a su disposición.

-Véngase a tomar el chocolate con nosotros -invitó Lucía.

-Gracias, señora, no faltaré -contestó el joven despidiéndose cortésmente, y tras él se cerró el portón de vidrios que le separaba de la soberana de su existencia.

Una vez en la calle púsose a recorrer la ciudad, y al pasar por una joyería, vio una preciosa cruz de ágata, delicadamente engastada en oro y puesta en su caja de terciopelo morado.

-¡Qué bonita prenda! ¡Cómo luciría en el pecho de Margarita! -pensó Manuel; y se detuvo a examinarla-. ¡Pues la compro! -resolvió entrando a la joyería, trató y pagó con tres gruesos billetes del Banco de Arequipa, y guardando la cajita en el bolsillo siguió su camino, absorbido por pensamientos que revoloteaban en su mente, ora como lucientes aristas, ora como golondrinas que pasan rozando las veredas con sus negras alas.




ArribaCapítulo XXXII

La luna, en sus primeras horas de menguante, suspendida en un cielo sin nubes, derramaba su plateada luz, que si no da calor ni hiere la pupila como los rayos solares, empapa la Naturaleza de una melancolía dulce y serena, y brinda atmósfera tibia y olorosa en esas noches de diciembre, creadas para los coloquios del amor.

Manuel consultaba con frecuencia su reloj de oro, inquieto y pensativo.

Los punteros marcaban la hora, y tomando su sombrero salió con paso acelerado.

La sala azul del Imperial, profundamente iluminada por elegantes arañas de cristal, tenía las mamparas de la puerta abiertas de par en par.

Margarita, recostada en uno de los asientos inmediatos a la mesa y las flores,   —855→   jugaba con la orla de un pañuelo blanco, con el pensamiento transportado al cielo de sus ilusiones, y el silencio más imponente reinaba en su rededor.

Cuando asomó Manuel a la puerta, ella cambió de posición con ligereza, y su primera mirada se dirigió a la alcoba, donde sin duda estaba Lucía.

-¡Margarita, alma de mi alma! Yo vengo, yo he venido por ti -dijo Manuel tomando la mano de la niña y sentándose a su lado.

-¿De veras? Pero tú te vuelves -replicó ella sin apartar su mano, que oprimía suavemente la de Manuel.

-¡No dudes ni un punto, querida Margarita; voy a pedirte por mi esposa a don Fernando...!

-¿Y sabrá mi madrina? -interrumpió la muchacha.

-A los dos; tú... vas a ser mía -dijo el joven clavando su mirada en los ojos de Margarita a la vez que llevaba la mano de ésta a sus labios.

-¿Y si no quieren ellos? -observó con inocencia Margarita bajando su mirada ruborosa.

-¿Pero tú me quieres?... ¡Margarita!... ¿Tú me quieres?... ¡Respóndeme, por Dios! -insistió Manuel dominado por la ansiedad de los ojos: su mirada lo devoraba todo.

-Sí -dijo con tímido acento la hija de Marcela, y Manuel, en el vértigo de la dicha, acercó sus labios a los labios de su amada y recibió su aliento, y bebió la purísima gota del rocío de las almas en el cáliz de la ventura para quedar más sediento que antes.

Margarita dijo conmovida:

-¡Manuel...!

Por la mente de Manuel cruzó un recuerdo con oportunidad novelesca, llevó la mano al bolsillo, sacó la cajita de terciopelo, la abrió, y presentándole la joya, dijo:

-¡Margarita, por ésta, te juro que mi primer beso de amor no ha de mancharte...! ¡Guárdala, querida mía; el ágata tiene la virtud de fortificar el corazón...!

Margarita tomó casi maquinalmente la cruz, cerró la caja y la guardó en su seno con la ligereza del hurto, pues crujieron las mamparas de la alcoba y salieron Lucía y don Fernando.

Manuel apenas podía moderar sus impresiones.

Su semblante tenía el tinte de las flores del granado, y un ligero temblor agitó su organismo. Si hubiésemos podido tomarle la mano, la habríamos encontrado humedecida por un sudor frío; penetrando en su pensamiento, habríamos visto cien ideas agolpadas como abejas, disputándose la primacía para brotar moduladas por la palabra.

Margarita, como aturdida por todo lo nuevo que pasaba en su corazón, mal podía disimular su estado.

-Algo grave pasa a usted, Manuel -dijo don Fernando fijándose en el joven.

-Señor Marín -repuso él con voz temblorosa y frase entrecortada-. ¡Es... lo más grave que espero... en mi vida...! Amo a Margarita y he venido... a pedirle su mano... con... un plazo de... tres años.

-Manuel, tendría yo sumo placer, pero don Sebastián...

-Señor, ya sé su argumento, y es necesario que comience por destruirlo. Yo no soy hijo de don Sebastián Pancorbo. Una desgracia, el abuso de un hombre sobre la debilidad de mi madre, me dio el ser. Estoy ligado a don Sebastián por la   —856→   gratitud, porque al casarse con mi madre estando yo en su seno, le dio a ella el honor y a mí... me prestó su apellido.

-¡Bendito seas! -dijo Margarita elevando las manos al cielo sin poder conservar su silencio.

-¡Hija mía! -articuló Lucía.

-La hidalguía de usted nos obliga a usar del derecho que legó Marcela, antes de su muerte, en el secreto que confió a Lucía -respondió don Fernando con gravedad.

-Me place, don Fernando; el hijo no es responsable en estos casos, y debemos culpar a las leyes de los hombres, y en ningún caso a Dios.

-Así es.

Manuel, bajando algo la voz y aún la mirada avergonzada, dijo:

-Don Fernando, mi padre fue el obispo don Pedro Miranda y Claro, antiguo cura de Kíllac.

Don Fernando y Lucía palidecieron como sacudidos por una sola corriente eléctrica; la sorpresa anudó la palabra en la garganta de ambos, y reinó un silencio absoluto por algunos momentos, silencio que rompió Lucía exclamando:

-¡Dios mío...! -y las coyunturas de sus manos entrelazadas crujieron bajo la forma con que la emoción las unió.

Por la mente de don Fernando pasó como una ráfaga el nombre y la vida del cura Pascual, y se dijo:

-¿La culpa del padre tronchará la dicha de dos ángeles de bondad? -y como dudando aún de lo que había oído, preguntó de nuevo- ¿Quién ha dicho usted?

Manuel se apresuró a decir, menos turbado ya:

-El obispo Claro, señor.

Don Fernando, acercándose al joven y estrechándole contra su pecho, agregó:

-Usted lo ha dicho, don Manuel; ¡no culpemos a Dios, culpemos a las leyes inhumanas de los hombres que quitan el padre al hijo, el nido al ave, el tallo a la flor...!

-¡Manuel! ¡Margarita...! ¡Aves sin nido...! -interrumpió Lucía, pálida como la flor del almendro, sin poderse contener, y gruesas gotas de lágrimas resbalaron por sus mejillas.

Manuel no alcanzaba a explicarse aquel cuadro donde Margarita, muda, temblaba como la azucena juguete del vendaval.

La palabra de don Fernando debía finalizar aquella situación de agonía, pero su voz viril, siempre firme y franca, estaba temblorosa como la de un niño. El sudor invadía su frente noble y levantada, y sacudía la cabeza en ademán ya de duda, ya de asombro.

Por fin, señalando a Margarita con la acción, como recomendándola a los cuidados de su esposa, y dirigiéndose a Manuel, continuó:

-¡Hay cosas que anonadan en la vida...! ¡Valor, joven...! ¡Infortunado joven...! Marcela, en los bordes del sepulcro, confió a Lucía el secreto del nacimiento de Margarita, quien no es la hija del indio Juan Yupanqui, sino... del obispo Claro.

-¡Mi hermana!

-¡Mi hermano!

Dijeron a una voz Manuel y Margarita, cayendo ésta en los brazos de su madrina, cuyos sollozos acompañaban el dolor de aquellas tiernas aves sin nido.