Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Ayacucho, símbolo de la libertad

José Félix Díaz Bermúdez



Grabado del Mariscal Sucre (siglo XIX), Colección Museo Nacional de Colombia

Grabado del Mariscal Sucre (siglo XIX)
Colección Museo Nacional de Colombia





Después de la derrota de Junín, los españoles reorganizan sus fuerzas dispuestos a vencer a sus enemigos, aquellos rebeldes colombianos que habían afrentado al mando de Bolívar el orgullo de la corona hispánica, cuyos dominios abarcaron las extensiones infinitas desde el Norte y hasta el Sur de América. En torno al Virrey La Serna, acuden presurosos al Cuzco, el General Valdés, desde la región meridional de las regiones altas, el General Canterac, que había marchado desde el río Apurimac, para conformar aquellas fuerzas militares el Ejército de Operaciones del Perú, integrado por 3 divisiones, 14 batallones, de 13 mil hombres y 1600 jinetes quienes defenderían resueltamente los derechos del Rey, y, en consecuencia, el 24 de octubre de 1824, La Serna emprende su vigorosa marcha y busca vadeando hábilmente aquella corriente fluvial, el camino medio entre la Cordillera occidental y la ruta que iba de Cuzco a Lima. Pretendía cortar de esa manera el flanco derecho de las tropas de Sucre e impedirle la retirada hacia Humanga y enervar cualquier comunicación de este con el Libertador que permanecía en la costa del pacífico.

Avanzan los realistas velozmente por los pueblos de Parcos, Pacmarca, Colcamarca, Quiñota, Haquira y Mamara a donde llegan el 31 de octubre con diestros jinetes, con caballos de buena raza, con hombres acostumbrados a marchar. Sus movimientos eran calculados, seguros y ágiles como correspondía a un ejército bien dirigido y experto en medio de aquel territorio accidentado que nadie como ellos conocía y el que habían gobernado durante siglos. En ese último lugar, los españoles principian victoriosos, sorprendiendo en el escarceo al General patriota Miller, apoderándose de diversas cargas entre ellas del equipaje de Sucre, que al decir del Brigadier realista Andrés García Camba: «todo se repartió inmediatamente a la tropa, y el uniforme del mismo Sucre fue entregado al Tambor Mayor del Gerona...»1, como gesto de desprecio.

Mientras La Serna alcanzaba ya el 18 de noviembre, el camino de Huamanga, Sucre había pensado aprovechar el aparente alejamiento de los realistas hacia los altos de Larcay para volverse sobre el Cuzco y apoderarse de la base de las operaciones de Virrey, pero varió del plan al advertir con ello, que se exponía, si se realizaba, entre las fuerzas enemigas de Olañeta en el Alto Perú y del Virrey en el Bajo, aislado entre los Andes mientras que Bolívar se encontraba próximo al mar.

Su resolución ahora no era como creían los españoles huir mientras lo perseguían, sino buscarlos y enfrentarlos antes que le contasen las comunicaciones con Bolívar y cuando La Serna pensaba que se encontraba en la retaguardia detrás del General Sucre, éste hábilmente se situaba detrás de los realistas. Ambos ejércitos andaban verificando una serie de complicados movimientos, de marchas y de contramarchas en medio de un territorio hostil, y que en el caso del Virrey, le había llevado desde Limatambo hasta el Apurimac, desde allí hasta Huamanga, retrocediendo al río Pampas y dando la vuelta hasta las Alturas de Carhuanca, donde se ubicaba el día 26. A los márgenes del Pampas, se divisaron ambos ejércitos el día 21, mientras Sucre llegaba a Uripa y La Serna a Concepción. Aquel, evitando un ataque, asciende a las alturas del Bombón que era inaccesible mientras que La Serna se veía impedido para alcanzarlo allí. El Virrey se encontraba en un serio dilema: o avanzaba contra Sucre situado en las alturas o retrocede a Andahuaylas, dejando a los patriotas dueños de ese territorio. Optaron los españoles por tratar de engañar al General Sucre para obligarlo a abandonar sus posiciones y que avanzase hacia Huamanga. Y en ese movimiento mientras los independientes creían que todo el ejército realista arremetía por la retaguardia, encabezados por el General Valdés, el Virrey La Serna dispuso el plan de retroceder otra vez, pasar el río Pampas con el grueso del ejército y una vez obligado el General Sucre a abandonar el sitio, sería envuelto por las fuerzas realistas en el valle de Pomacocha o en cualquier otro de los desfiladeros espantosos del lugar.

El 25 de noviembre, Sucre, sorprendido por los españoles, trató de retirarse hacia Huamanga, amenazada su ala izquierda mientras los enemigos intentaban atraerlo hacia aquel valle, pero el noble cumanés, en medio de la noche, ejecutó tan rápido y ordenado movimiento que no pudieron alcanzarlo los realistas al amanecer y nuestra infantería, tal como lo recordaba el General Miller, «vadeó el río con agua hasta el pecho, y la corriente se llevó a muchos soldados...»2, hasta llegar a la otra orilla, donde pernoctaron el 30 de noviembre, sin haber podido descansar entre tantas inclemencias y sobresaltos. Ahora Sucre había burlado el acoso español.

Ascendieron los héroes más dos leguas y media hasta llegar a la meseta de Ocros y de allí la aldea de Matará, donde acamparon el 1 de diciembre. Las laderas que le circundaban eran hermosas, y permanecieron allí todo un día y toda una noche en medio de una constante lluvia. Los realistas les perseguían sin descanso. Se encontraron las tropas enemigas el día siguiente y formados en batalla, los patriotas se aprestaron con resolución a luchar, el General Sucre ya estaba resuelto a trabar el combate, pero el Virrey La Serna lo rehusó y retrocedió al advertir que el General Valdés no se le había reunido. En tal situación, los realistas optaron por volverse hacia su izquierda y disponerse sobre lo largo de la cresta de la loma, distantes de los independientes. Hábilmente el General Sucre se dio cuenta a tiempo del cercamiento que pretendían sus enemigos y mantuvo en su retaguardia el camino real, apresurando el día 3 su inevitable retirada por la áspera quebrada de Corpaguayco «por un paso tan estrecho y difícil, que no permitía el desfile sino de uno a uno...»3, donde el realista Valdés pudo sin ser visto adelantarse para atacarlo.

El combate desigual se produjo cuando las divisiones patriotas de Córdova, La Mar y Sucre mismo, ya habían pasado quedando atrás en el escarceo los batallones de la retaguardia Vencedor y Vargas primero y Rifles de Colombia después, que fueron dispersados aún cuando opusieron una heroica resistencia. El General Jacinto Lara, logró que se sostuvieran con firmeza nuestros soldados en la retaguardia y que terminara de pasar la caballería y los equipos en medio de la emboscada. El General Miller, aseguró la marcha de la caballería por el valle de Chonfa, resultado en aquel infortunado encuentro unos 200 patriotas muertos y unos 30 entre los realistas. Sin embargo, los hombres del General Sucre, con el mayor orden, continuaron su marcha hacia Tambo Cangallo, ubicado a siete leguas al sur de Huamanga.

Los realistas no habían logrado el peligroso intento de cortar en dos a nuestro ejército, que esta vez, se había salvado gracias a la intrepidez del General Lara. «Si La Serna lo hubiera logrado -señala Villanueva-, como pensaba, esto es, si hubiera destruido a Miller y a Lara, hubiera quedado Sucre reducido a dos divisiones, la de Córdoba y la de La Mar, sin caballos, artillería ni pertrechos. El desastre habría sido irreparable, y a los dos o tres días más de retirada, Sucre probablemente habría caído prisionero, fracasada la campaña, y el Alto y Bajo Perú otra vez en poder de los realistas...»4.

Aquella geografía era el teatro de inmensas dificultades para los soldados en medio de los andes peruanos, sometidos a todos los rigores, en donde: «subidas y bajadas inmensas rodean valles de una profundidad espantosa; muchas de las subidas tienen cuatro a cinco leguas, en desiertos de un aspecto verdaderamente grande e imponente...»5. Ese era el teatro donde los hombres llegados de las costas, de los llanos, de las montañas y de las selvas eternas y profundas de Venezuela y de Colombia luchaban siguiendo a Bolívar y a Sucre para forjar la patria, la gloria y la libertad.

Los ejércitos continúan sus recorridos no muy distantes unos de otros, como si anduvieran ciertamente en busca del instante preciso para la acción: ambos se vigilan, ambos se amenazan entre los precipicios y las ventiscas de las montañas.

Los patriotas el día 4 de diciembre de 1824, en Tambo Cangallo, ofrecen la batalla, pero los realistas no lo aceptan, no obstante que aquellos habían perdido hombres, caballos y equipos en el terrible combate de Corpahuainco.

Todos siguen el camino a Huamanga, van separados unos a otros, con apenas 2 leguas de distancia, pero el General Sucre resolvió proseguir no por el camino real sino tomando la derecha en medio de la difícil quebrada de Acros, viéndose las tropas una frente a otra, y más allá, los horrendos desfiladeros que les amenazaban. La naturaleza era cruel e imponente presagiando el desenlace de vidas y destinos de hombres y de pueblos ya resueltos definitivamente conjurarían la suerte de una patria, las determinaciones de la historia, el presente y el futuro de nuestra América y de Europa.

Se había realizado hasta entonces entre ambos ejércitos, una extenuante guerra de posiciones en la que los soldados habían recorrido distancias infinitas, en medio de los terribles obstáculos de la naturaleza y de los hombres, en la que se había intentado adelantar los movimientos, sorprender en los pasos difíciles, impedir las retiradas, engañar siempre, agotar hasta el extremo de las fuerzas y de la voluntad humana, marchar de día y marchar de noche, hambrientos y cansados los combatientes, intuyendo la manera de sobrevivir y de vencer, de lograr o que España conservara los dominios que por 300 años eran suyos o que América, nuestra América, ésta América, joven y mestiza, ignorada y sufrida, pobre y generosa, inocente y rebelde, noble, grande, hermosa siempre, naciera, luchara, triunfara y fuera...

Sucre y La Serna habían demostrado en la campaña militar arrojo, constancia y experiencia en uno de los territorios y sociedades más difíciles del continente: aquél sin conocerlos, éste ya conociéndolos; aquél asumiendo de manera imprevista el mando del ejército que hacía poco dirigía el Libertador; éste gobernando sin alteración a nombre del Rey; aquél extraño y combatido en medio del Perú dividido, entre las glorias de su virreinato y los sueños de una República; éste sostenido por hombres y recursos de varios siglos de conquista y de colonialismo.

El día 6, el General Sucre y sus soldados llegan por fin al poblado de Quinua, localidad situada a 3273 metros de altura. El cerro Condorcunca, eterno, majestuoso, admirable, les observa. Al poco tiempo, descubren a los realistas ubicados en las alturas de Pacaisaca, y creyendo ya que la batalla era inevitable, empieza a disponerse a la lucha, pero esta no se produciría al avanzar la tarde sobre el día.

En la mañana del 7, los realistas habían aventajado a los patriotas al haber entrado por Huamanguilla, cortando la retirada de los independientes y colocándolos de esa manera en una situación crítica. De nuevo el genio de Sucre ejecuta, para salir de aquel encierro, uno de aquellos movimientos que le permiten salvar a su tropa de la desventaja, mientras el Virrey, implacable, corta los puentes, impide las salidas, para acorralarlo y destruirlo, ya definitivamente, cansado como estaba de las marchas y contramarchas detrás de los rebeldes. En medio de circunstancias difíciles el ejército patriota había confrontando por igual a la naturaleza y a sus enemigos, había sufrido regulares pérdidas y ya se aproximaba el momento de decidirlo todo, la suerte de los hombres y la de la patria. «En los quince días anteriores -refiere de nuevo Miller- las bajas del ejército libertador ascendían a mil doscientos hombres, de forma que en Quinua no llegaba su fuerza total a seis mil hombres. Habiendo perdido la caballería sus mulas en Corpaguayco, tenía que marchar pie a tierra llevando del diestro sus caballos, y muchos de ellos se habían inutilizado por falta de herraduras»6.

Estando nuestras tropas en la Pampa de Quinua, los españoles se sitúan en las alturas del Condorcunca, en la tarde del 8 de diciembre, previendo descender sobre nuestros hombres acantonadas en el campo, con la ventaja de luchar contra soldados, inferiores en número, que para llegar a ellos, debían ascender hasta sus posiciones inexpugnables, soportar el choque con sus cuerpos, el impuso de la caballería y el fuego despiadado de los artilleros, en mejor situación que ellos. La noche se aproxima, la noche densa previa al combate. Noche de vigilia interminable..., no tan lejos se escucha el toque de corneta que dirige en la sombra a aquellos contendientes que realizan los primeros movimientos que anticipan el encuentro feroz, mortal a la vez que vivificador.

Sin embargo, se producen hechos admirables: «El efecto general que aquellas escaramuzas producía -vuelve a contarnos Miller- era en extremo hermoso y agradable; y el interés de la escena se variaba y crecía con la suspensión del fuego a intervalos, en virtud de tácito consentimiento. Durante estos intervalos, varios oficiales de uno y otro partido se adelantaban y hablaban unos con otros»7.

Mientras se presagian los acontecimientos por venir, el cruel enfrentamiento entre una fuerza superior mejor situada en las alturas de la escabrosa pendiente del Condorcunca, en el llano aguarda el ejército libertador, en medio de la noche Sucre observa la posición de los realistas y ordena un fuego continuo por parte de los puestos avanzados sobre los enemigos a fin de impedir que se desplegasen sobre el campo los hasta entonces señores del Perú.

Amanece el 9 de diciembre sobre el campo de Ayacucho... El sol empieza a desplegar sus rayos que aparecen sobre las cumbres e inevitablemente descienden sobre la pampa donde ya los hombres despiertos observan el lugar en el cual se decidirá el destino de sus vidas y de los pueblos a los que pertenecen, el dominio de la aguerrida España, la libertad de la rebelde América. «El día 9 amaneció hermosísimo -nos testimonia Miller-; al principio el aire era muy fresco y parecía influir en el ánimo de las tropas, pero así que el sol tendió sus rayos por encima de la montaña, los efectos de su fuerza vivificadora se vieron palpablemente: los soldados de uno y otro ejército se restregaban las manos, y visiblemente hacían conocer el placer que les causaba y el vigor que recibían»8.

A media mañana, los realistas comienzan a descender, tratando de esquivar el terreno escabroso de la montaña. La división de Villalobos y de Monet ingresan a la llanura. Se avista a la caballería y a la tropa que agrupada en columnas en formación disciplinada, como lo hicieron tantas veces, en tantas batallas, en tan distintos sitios, los temibles defensores de España, en cuyos estandartes se advertían los símbolos de la corona y la gloria del Rey. Los ricos y vistosos uniformes realistas contrastan con la sobriedad republicana y se exhiben allí: «...sobre el fondo verde pajizo del Cundurcunca aquellas largas líneas de matices móviles que rayaban la cuesta alternando con la gracia del blanco, el azul, el verde, el gris, el amarillo, el barroso, el encarnado y otros tintes, en las piezas de aquel vestuario de parada, en sus vueltas y divisas, en tantas ricas banderas y estandartes, y en aquellos millares de airosas banderolas que se agitaban impacientes de entrar en combate», como lo recordaba el Coronel López testigo de estos hechos9.

Pero Sucre está allí... En modo alguno le intimida el soberbio espectáculo que disponía ante él las luchas humanas: España con superiores fuerzas y mejor ubicadas sobre la montaña y ante la planicie, y las suyas menores que ven bajar y aproximarse a los enemigos armados y ataviados con el brillo y la gloria del ejército imperial.

El General Monet reta, invita al General Córdova a la batalla, y éste de inmediato se dirige al General Sucre, ubicado en el centro de la sabaneta detrás de la división de vanguardia y, de pronto, el cumanés espuela su caballo, animal de pelambre castaña oscura y recorre al galope aquella pampa entre sus líneas, deteniéndose por momentos frente a todos sus batallones a los que arenga el alta voz: «...vencisteis en Pichincha, y disteis la libertad a Colombia...» «Estoy viendo las lanzas del Diamante de Apure, las de Mucuritas, Queseras del Medio y Calabozo, las del Pantano de Vargas y Boyacá, las de Carabobo, las de Ibarra y Junín...» «Esas son las bayonetas de los irresistibles Cazadores de Vanguardia de la epopeya clásica de Boyacá» «Es el de la Patria del Libertador, el de la ciudad sagrada que marcha con él al frente de la América», «...fuisteis vosotros solos el escudo de diamante de todo el ejército libertador», «...nadie aborrece tanto como vosotros el despotismo...», «Ilustre Pichincha... Esta tarde podréis llamaros Ayacucho...», «Acordáos de Colombia... del Libertador... Dadme una nueva palma que ofrecerle a ambos en la punta de vuestra bayonetas», «...el ángel de la victoria está tejiendo en este instante las coronas de laurel con que serán ceñidas vuestras sienes...», «De los esfuerzos de hoy, pende la suerte de la América del Sur»10. Y todo mientras señalaba con su espada admirable los batallones, las divisiones de los enemigos y, entre ellos, a todos los siglos de enseñoramiento y de barbarie expectantes allí, esperando otra vez sojuzgar y vencer a los hijos de América irredenta. Y al unísono, los soldados libertadores exclamaron con voz de trueno vivas a la patria y a la libertad de un mundo que nacía en torno al joven héroe, el dignísimo Sucre, dispuestos a triunfar, dispuestos a morir si era preciso para que todo fuese paz, justicia, libertad y gloria en la tierra, en la patria por la que luchaban.

No había terminado de dirigirse el héroe a la división de Vencedores, cuando la división realista de vanguardia, ágil y velozmente, se precipita sobre la llanura, con ímpetu y con fuerza se abalanza sobre nuestra ala izquierda «haciendo martillo con el resto del ejército»11 sobre los patriotas.

Con medio ejercito español ante él y principiando de tal modo la batalla, Sucre se sonríe, pica su corcel y vuelve al centro mismo del aquel campo sagrado, expuesto como estuvo al fuego de las armas de similar manera que sus hombres. El ejército español se adelanta con Monet y Villalobos contra los patriotas, mientras que las baterías del Virrey y sus cazadores de Guías, arremeten contra el Bogotá, y, por su parte, el experto Valdez, lanza su metralla contra la división peruana, que no podía resistir, viéndose obligado entonces el General Sucre a disponer la salida de Vencedores en su defensa.

Sin que las divisiones españolas entrasen todas en la lid, Sucre debe aguardar, se le observa inquieto recorriendo las líneas en espera de los movimientos definitivos de sus oponentes, quienes hasta entonces no había descendido completamente a la llanura, mientras el Bogotá, con insólito valor, recibe el fuego inclemente de la metralla.

Sucre con firmeza y serenidad resiste, se contiene, no puede decidir en ese instante el avance definitivo de sus tropas hasta que no lo hicieran a su vez los peninsulares. Y de pronto, se produce el momento... El frente del ejército real se decide por fin a bajar de las alturas heladas del Condurcunca. El General Monet marcha por las sinuosidades de la izquierda; por su parte, el General Villalobos lo hace por la derecha protegiendo la llegada de la artillería en ambos extremos del frente. El escuadrón San Carlos hizo lo propio por una de las sendas de la montaña, mientras aquel desfile ordenado y vistoso de tropas expertas bajando la pendiente, era dirigido por el Virrey La Serna y por Villalobos. Conscientes de su superioridad numérica y esperando que Valdez destrozase el ala izquierda de los republicanos, el resto de los cuerpos esperaban acabarnos por el centro y otros lados, para que se impusiese la fuerza desmedida que pretendía arrasar todo esfuerzo de victoria.

Pero Sucre descubre oportunamente los planes de sus contendores, adivinando el pensamiento y las acciones, y a tiempo, justo a tiempo, supo acometer y lanzar a sus tropas, cuando las masas del centro enemigo no estaban aún en orden, dirigiendo al intrépido General Córdova sobre ellos con inaudita determinación imprecando éste en alta voz: «¡División! Armas a discreción, de frente, paso de vencedores», ebrio de grandeza y valor en aquel instante extraordinario, portando el héroe un sencillo uniforme azul y su blanco sombrero de jipijapa y dando muerte a su propio caballo para no retroceder, avanza, hasta que al fin, se encontraron los tropas, hiriendo con ardoroso impulso los cuerpos humanos que caían, clavados los cuchillos y las bayonetas ensangrentadas.

Viendo a los independientes de ese modo resueltos, los realistas arremeten, por un lado con Rubín de Celis contra el batallón Bogotá, Villalobos contra el Voltigeros. A su vez, con templanza inaudita, el San Carlos se lanza contra el Pichincha, resultando en el enfrentamiento muertos de bando y bando.

Otros escuadrones de España buscan medirse contra la Húsares de Colombia y se produce de improviso un simulado retroceso y con las lanzas patriotas a la vuelta, como en las jornadas de los llaneros en Apure, el escuadrón San Carlos quedaba destrozado. El batallón Pichincha sigue adelante asediado ahora por los nuevos cuerpos españoles mientras que el Bogotá y Voltigeros seguían acabando con sus enemigos. La batería del centro española cayó en manos de los independientes y, a la vez, los cazadores colombianos cercaron la brigada de la artillería. El batallón Caracas, hasta entonces pasivo, fue puesto en movimiento cuando permanecía intacta la división del centro español.

El desenvolvimiento de la batalla preocupaba a Canterac, y pronto ordena a Monet salir a la carga y el mismo encabeza a Gerona, que permanecía en la reserva a salvar el combate. Sucre, por su parte, manda a Cordova que en su ascenso atacase por la izquierda realista y al Vargas igualmente y ordena que los Húsares de Junín sostuviesen a los peruanos y que contuviesen a Valdez. El batallón Caracas pudo detener la nueva llegada de los enemigos y acabó la resistencia de los que persistían. Por su parte, el Gerona ya enfrentado a nuestros batallones Pichincha y Voltigeros, se mostró insuficiente optando por abandonar sus posiciones y escabullirse ya perdida para ellos toda esperanza.

La embestida patriota trastocó los planes del Virrey, quien en desesperado intento organiza al batallón Fernando VII y a algunos escuadrones para que luchasen hasta morir, tratando de que se dirigieran contra los Granaderos de Colombia, quitarle apoyo al Bogotá y detener por la retaguardia el impulso de Córdova, pero los lanceros de Colombia los detuvieron, acabando para siempre a los jinetes españoles.

Los soldados realistas trepaban ya vencidos las alturas que los protegían, los americanos ya victoriosos, los persiguen hacia la cumbre del Condorcunca. «Jinetes y peones -señalaba un testigo-, montados o a pie, nivelado el escalafón por el común desastre, huían atropellándose despavoridos, dando por muertos a todos sus jefes, anunciándole al Virrey mismo que era muerto el Virrey, cuando ileso todavía, forcejeaba y se desgañitaba por contenerlos. El Fernando VII hizo algunas descargas desde su trinchera natural, soltó las armas y siguió la corriente; el Vitoria, desmereciendo su nombre, y los demás cuerpos que no entraron en la lid, habían desaparecido; los mimados Alabanceros del Virrey tampoco se ofrecieron al martirio de la fidelidad. Sin quererlo, sirvieron allí a nuestra causa mucha más efectivamente que a la suya»12.

Luego de 3 horas de lucha encarnizada y dolorosa en el campo de Ayacucho, la patria había nacido y América era libre. Regada con la sangre de los héroes del continente todo, el genio de Sucre había vencido siglos de conquista y coloniaje restableciendo los derechos sagrados de los pueblos y de la humanidad. Sucre había triunfado en la guerra, a su arbitrio de encontraban en el inmenso campo ensangrentado, los reductos de quienes fueron impenitentemente los señores del Perú, el orgullo de la España invencible en las tierras de América.

El cabo Villarroel, perteneciente a la división del General Córdova, originario de Puerto Rico, se tropieza con un hombre de noble aspecto, alto y distinguido, envuelto en un gran capote negro, sombrero de alón de vicuña, que exhibe hidalguía y templanza, el cual, sin embargo, es confundido con un sacerdote pero que al indagar su identidad responde a los soldados: «Soy el Virrey». En el acto le exigen rendición, La Serna se resiste y en el enfrentamiento es herido en la frente. El sargento Barahona, de los Húsares de Junín, ordena que no se le ajusticie y lo conduce con dignidad a su prisión en la Iglesia de Quinua y luego, ante la presencia del general Sucre: «...quien al ver al virrey herido y prisionero, se apeó de su caballo y, con el sombrero en la mano, lo saluda militarmente, pero La Serna adelantándose también y quitándose la espada trata de entregársela diciéndole: "Gloria al vencedor". Sucre emocionado le contesta: "Honra al vencido", y le suplica que ciña nuevamente su espada, súplica que no acepta La Serna conformándose a llevarla en la mano derecha»13.

En batalla quedaba Canterac, segundo de La Serna, quien en vano propicia un ataque con la retaguardia. Resuelve presentarse finalmente ante La Mar y reconociendo la derrota, solicita a los patriotas parlamentar y acordar un armisticio. La Mar conduce al jefe realista ante Sucre, indicando: «Presento a Vuesencia al señor general Canterac, en quien ha recaído el mando del ejército español, por estar herido y prisionero el Virrey», a lo cual contesta Sucre: «Tengo el honor de saludar al señor general Canterac, me pongo a sus órdenes y acepto la capitulación que propone».

Había alcanzado así Antonio José de Sucre el cenit mismo de la gloria, el más virtuoso de nuestros generales, el más sublime de los libertadores, el admirable cumanés que en Ayacucho alcanza el laurel más hermoso, la joya más preciada de las grandezas de Colombia, arrebatarle a España definitivamente un mundo entero. El león castellano es rendido por Sucre ante la presencia de la patria. «Ay Cumaná quien te viera...» cantaban en el mismo Ayacucho los paisanos que fueron a la lucha marchando junto a él, «Ay Cumaná quien te viera» venciendo a los que te oprimían y teniendo piedad al mismo tiempo, cuando quedaron a la merced de Sucre más de 2000 soldados, más de 500 oficiales y de 15 generales orgullosos y altivos, que en el pasado derrotaron al mismo Bonaparte en la península; «Ay Cumaná quien te viera» cuando los hombres te recuerdan como el sitio inmortal donde naciera un día Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho.

La espada infatigable que cortara las cadenas que esclavizaron a la América, fue sustituida en el mismo campo de la acción por la pluma que escribiera el texto hermoso de aquella capitulación inigualable con la que fuera resultado después del heroísmo, la paz. Nunca antes y nunca después, ni en su tiempo ni en el nuestro ahora, ningún otro militar, estadista o político había establecido tan honrosos términos para los vencidos en los que aseguraban la vida, la honra, los bienes, la opinión, el perdón como lo hizo Sucre con los derrotados en Ayacucho, lo que constituye a juicio del general O'Leary, un «monumento eterno de su generosidad»14.

«La noticia del triunfo -testimonia de nuevo el general O'Leary- que puso término a la dominación española en el Perú, se recibió en todo el país con aplauso; pero fue en Lima donde produjo la sensación que el suceso merecía, pues la presencia del Libertador contribuyó a aumentar las demostraciones de júbilo. Nada falto de cuanto pudiera sugerir el entusiasmo para dar mayor realce a la celebración de tan fausto acontecimiento. Pero ¿cuáles debieron ser las emociones de Bolívar?... fuertes debieron ser las emociones que lo agitaron»15. Y tal como lo refiere el escritor Rufino Blanco Fombona: «La emoción de Bolívar fue tal cuando recibió la noticia del triunfo, que obró como un enajenado; quitándose el dormán, lo arrojó al suelo como para significar que se despojaba de toda insignia militar y de mando, y se echó a bailar por la pieza, en un exceso de emotividad, de ímpetu, que necesitaba pronto y violento desahogo, gritando: ¡victoria, victoria, victoria! Hasta pasado un buen momento no llegó a serenarse y poder explicar a los circundantes lo que decía el oficio que lo puso en tal estado»16.

¿Qué mejor testimonio, cuál más elocuente que la propia proclama del Libertador al homenajear las sublimes proezas de sus soldados, los mismos que con él habían marchado desde los confines de Venezuela?:

«¡Soldados! Habéis dado la libertad a la América meridional, y una cuarta parte del mundo es el monumento de vuestra gloria. ¿Dónde no habéis vencido?

La América del Sur está cubierta con los trofeos de vuestro valor, pero Ayacucho, semejante al Chimborazo, levanta su cabeza erguida sobre todo.

¡Soldados! Colombia os debe la gloria que nuevamente le dais. El Perú, vida, libertad y paz. La Plata y Chile también os son deudores de inmensas ventajas. La buena causa, la causa de los derechos del hombre, ha ganado con vuestras armas su terrible contienda contra los opresores. Contemplad, pues, el bien que habéis hecho a la humanidad con vuestros heroicos sacrificios...

¡Soldados peruanos! Vuestra patria os contará siempre entre los principales salvadores del Perú.

¡Soldados colombianos! Centenares de victorias alargan vuestra vida hasta el término del mundo.

¡Peruanos! El ejército libertador, a las órdenes del intrépido y experto general Sucre, ha terminado la guerra del Perú y aun del continente americano, por la más gloriosa victoria de cuantas han obtenido las armas del Nuevo Mundo...»17.



Huamanga en la colonia, Ayacucho en la independencia. El conquistador Pizarro había fundado esa ilustre ciudad el 9 de enero de 1539 bajo el nombre de San Juan de la Frontera de Huamanga y, en ella, se asentaron conquistadores e hijosdalgos de noble estirpe y distinción. En el sitio se había producido la batalla de Chupas el 16 de septiembre de 1542, cuando el insurrecto Diego de Almagro fue derrotado por Vaca de Castro. Pero antes, el Inca Viracocha, sometió duramente a los chancas y pocras, inundando con sangre el «Rincón de los Muertos», allí en el sitio admirable donde Sucre destruyó siglos después para siempre al imperio de España en nuestra América. Hechos grandes se verificaron en aquella llanura floreciente en los tiempos de la colonia y rebelde durante el surgir de la República, predestinada por la historia a ver llegar a ella en 1824, a Bolívar triunfante luego de Junín y a Sucre vencedor en Ayacucho, monumento, símbolo, vindicta de la libertad del hombre, eterno como el sol, inmortal como el nombre del inmaculado Mariscal.

Para nosotros los hombres de este tiempo Sucre está aquí, es el héroe inmortal, la espada vencedora, el ser de virtudes sublimes libertador de pueblos y fundador de Repúblicas, bienhechor de patrias indistintas del continente inmenso por el que lucha y sueña; el hombre superior que concilia y perdona y que salva la vida de los derrotados, y que defiende la integridad, el derecho y la paz del ciudadano libre que ha nacido de él; es el hombre que se sacrifica y que no aspira más que haber servido recta y dignamente a la Colombia, a Bolívar, a la América toda, a la humanidad definitiva, la que existe y la que vendrá. Nunca antes como en Sucre había sido tan alta la virtud patriótica y tan digno el ejemplo de lealtad, desprendimiento y sacrificio, que desde los 15 años le llevara a servir a la República, donde quiera que la tiranía se exhibiera, donde quiera que existieron pueblos oprimidos, sin más recompensa que servir y que honrar la gloria de Colombia y la gloria infinita del Libertador.

Sucre está aquí y en las causas actuales del mundo que creó, y está también allá en la pampa sagrada, la pampa de Ayacucho, como lo recuerda uno de sus soldados de aquel tiempo glorioso: «...lo estoy viendo, y uno por uno vibran en mis oídos sus acentos. Su tipo, todas sus facciones, son las de la delicadeza, la circunspección y el pundonor; el timbre de su voz es fino y firme como él. Viste levita azul cerrada, con una simple hilera de botones dorados, sin banda ni medallas; pantalón azul, charreteras de oro, espada al cinto. Geraldino y dos más lo acompañan. Tocados por su presencia como una corriente eléctrica, al llegar él echamos arma al hombro, nos saluda cortésmente moviendo la mano derecha, deja descansar la izquierda con la rienda sobre el pico delantero de su galápago húngaro; y a tiempo que la inquietud de su castaño contrasta con su tranquilidad británica de actitud y expresión, nos dirige...»18. Salve la gloria del Mariscal Sucre, viva la libertad y viva nuestra América.





Retrato del Mariscal Sucre. Colección Museo Nacional de Colombia

Retrato del Mariscal Sucre
Colección Museo Nacional de Colombia



 
Indice