Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Azorín y Miró: Historia de una amistad

Edmund L. King



Clemencia Miró tenía, entre los muchos proyectos que no pudo llevar a cabo en su malograda vida, el de un libro titulado Azorín-Gabriel Miró. Sus intenciones, según se vislumbran en el bosquejo del libro que subsiste entre sus papeles, eran distintas de las mías, pero me siento complacido al ir por el camino que ella había señalado.





Azorín y Miró. Siempre ha sido posible hablar de Azorín sin nombrar a Miró, pero muchos críticos parece que no han encontrado la manera de comentar a Miró sino en combinación con su amigo Azorín. Tanto es así que fácilmente se piensa en Azorín y Miró como un doble apellido tan familiar como Menéndez y Pelayo o Milá y Fontanals. Entre muchos, sólo tres ejemplos de distintas épocas: Ya en 1922 el admirable Don Salvador de Madariaga publica en Hermes uno de sus más acertados ensayos de crítica literaria con el escuetísimo título «Azorín. Gabriel Miró». Más tarde, en 1954, el Duque de Maura me dijo, comparando espontáneamente a su tocayo con Azorín, que éste era astuto como pocos, cuando se trataba del valor monetario de su nombre, y que Miró, en cambio, era inocente como un niño en tales asuntos. Y ahora, hace poco, salió el interesante libro de José Ruiz-Castillo Básala, Las memorias de un editor, con el muy conocido retrato de Gabriel Miró al dorso de una hoja cuyo anverso lleva el de José Martínez Ruiz, Azorín.

Por haber llegado a ser Azorín el literato-periodista quizás más leído de su época, este emparejamiento siempre ha dejado a Miró en un estado de presunta inferioridad con respecto a su conterráneo. Por cierto, este no es el juicio de Madariaga. «Miró se ha adentrado, pues, más allá (en la región en la que mana la poesía grande) por la vía plástica de acceso a las cosas, porque, si inferior como artista, le es superior en sentido de la naturaleza y de lo humano»1. Y sin embargo, el lector de Don Salvador se queda con la impresión algo paradójica de que a fin de cuentas Azorín es más importante. Seguramente si los dos no hubieran sido alicantinos y casi de la misma edad, su habitual comparación no se habría hecho uno de los lugares comunes de la crítica literaria de nuestros días. Pero, como pensaba el Deán y vicario de la Diócesis de Oleza, «Las cosas eran; y eran según eran». Además, resulta que eran amigos. Los unía no la amistad pública, profesional, que tenía Azorín con, por ejemplo, Baroja y hasta con todos los escritores de su generación. Sino más bien, un sentimiento de parentesco casi consanguíneo, el cual daba una tonalidad especial a los artículos que inevitablemente cada uno de ellos escribía sobre la obra del otro. Devanar el doble hilo de esta relación será el intento de estas páginas.

La intimidad, por su naturaleza, resiste a la observación. Los amigos mismos no tuvieron motivo alguno por explicar cómo llegaron a serlo, de modo que tenemos que valernos de pruebas circunstanciales.

Ni en los papeles inéditos de Miró ni en su obra publicada hay el menor indicio de cómo conociera por primera vez a José Martínez Ruiz, pero Azorín nos pone en la pista: «Entre mis papeles -dice- guardo apuntes de conversaciones que en 1898 mantuve con don Lorenzo Casanova»2. Pero no nos alentemos demasiado por esta nota prometedora. La tesis, si es que tiene alguna, de este breve estudio será que en los escritos públicos de los dos amigos poco testimonio se encontrará sobre su amistad, precisamente por tratarse de una relación sumamente personal y privada. Hablando de sí mismo en sus memorias bajo la designación X, ha explicado Azorín que «lo hondo no gustaba de manifestarlo nunca. Ni en los escritos, ni a mí de palabra, ni a nadie, ha revelado nunca X sus íntimos sentimientos»3. Y más adelante: «No suelo interrogar, ni aún a los íntimos. Tengo el culto del respeto; lo que nuestro interlocutor no dice, no debemos forzarle a que lo exprese» (pág. 1453).

Sigámosle, pues, un rato a Azorín para que nos diga lo que le parezca sobre el encuentro con el Maestro Casanova. «Hacía unos sesenta años...» Pero está escribiendo en 1943. Restamos sesenta años y estamos en 1883. No puede ser. Falta exactitud. Se referiría sin duda al momento antes aludido en 1898.

Hacía unos sesenta años -dice- que había entrado en contacto con una reducida, simpática e independiente escuela de pintura que fundó en Alicante don Lorenzo Casanova, que había trabajado mucho en Roma; en aquel grupo figuraban -se complacía X en citar los nombres- López Tomás, Bañuls, escultor también, con algún monumento en la ciudad nombrada; Adelardo Parrilla, pintor con indudables condiciones nativas, autor de paisajes primorosos y bodegones expresivos; Luis Pérez Bueno, que, con los años, había de ser director del Museo de Artes Decorativas, en Madrid, y erudito historiador de cosas de arte españolas. De Adelardo Parrilla tenía X en su cuarto de trabajo un paisaje; cuando levantaba la vista del libro podía posarla y reposarla en un verde prado, con dos o tres álamos tembladores que se espejeaban en las aguas mansas de un río. Había siempre en los paisajes de Parrilla cierta veladura gris, suavísima, que era a modo de un ambiente de tristeza que los espiritualizaba4.


Texto interesante tanto por lo que calla como por lo que dice. Pues como bien se sabe, Gabriel Miró era sobrino de Lorenzo Casanova, cuya academia frecuentaba desde su niñez. Y aunque no nos ha quedado (que sepa yo -ojalá me equivoque) ninguna muestra de sus esfuerzos juveniles, se sabe que en un momento estuvo dispuesto a hacerse pintor bajo la tutela de su tío. ¿Qué duda cabe, entonces, de que cuando José Martínez Ruiz conoció en el taller de don Lorenzo a amigos íntimos de Gabriel Miró como Luis Pérez Bueno y Adelardo Parrilla, también conoció al joven Gabriel, Benjamín del grupo con sus diecinueve años, pero más bien aficionado que pintor serio, por lo cual no vendría al caso que Azorín apuntara su nombre entre los discípulos de Casanova? O bien es posible que el Azorín que escribía sus memorias en 1943 no recordase que fue ésta la ocasión en que saludara por primera vez a quien iba a ser amigo de toda la vida -lo mismo que en el recuento de sus retratos recuerda los de Ricardo Baroja, Ramón Casas, José Villegas, Sorolla, Echeverría, Zuloaga y Vázquez Díaz y se le olvida el de Adelardo Parrilla, que tiene que ser del año 1899 o antes5.

¡Cuán interesante sería estudiar esas notas que guardaba Azorín de sus conversaciones con Casanova! Pero sin ellas tenemos un pequeño testimonio de su visita que fue publicado poco después, una prosa brevísima que hasta ahora no ha sido recopilada por los editores de sus Obras completas. La desnuda nota bibliográfica dice así:

L. Pérez Bueno. Artistas levantinos. Prólogo de J. Martínez Ruiz. Madrid. Imprenta del Cuerpo de Artillería. San Lorenzo, 5, bajo. 1899. No se vende.


Otra vez queda Azorín vinculado con el círculo de pintores que hubo alrededor de Casanova, ahora a través del folleto de Pérez Bueno, en donde son tratados con bastante detalle Casanova mismo, Lorenzo Pericás, Vicente Bañuls, Adelardo Parrilla, José López Tomás, Heliodoro Guillén y Francisco Prunier.

Tan breve es el prólogo, tan interesante, y tan desconocido que vale la pena citarlo en su integridad:

-«La pierna izquierda en flexión... así... La punta del florete mirando a los ojos del contrario...»

Y Pérez Bueno, el fino acero en la mano, va marcando con el ejemplo la palabra.

Todas las tardes, al caer el sol, en amplio patio levantino, bajo el toldo verde de una parra, -la lección de esgrima. Así conoció el prologuista (o sea Azorín) al autor del libro (o sea, a Pérez Bueno, amigo íntimo de Gabriel Miró).

Pérez Bueno es de la noble y grande raza de los hombres-niños. Se entrega desde el primer momento, y concede con su amistad el corazón entero. Hombre culto, desprendido, magnánimo, su espíritu forma entre aquellos que él sin par Montaigne llamó almas bellas, almas universales, «ouvertes et prestes à tout, si non instruictes, au moins instruisables». No hay en su cerebro prejuicios ni en su trato reservas. Yo no sé si el libro que hoy publica es de los que la crítica honra; yo no quiero decirlo. Respondo, sí, del hombre; respondo del amigo. Sujeto es el de su obra loable por extremo, porque ningunos pintores tan modestos como los levantinos, ni ninguna tierra tan propicia a este noble arte como la alicantina.

Nous sommes en Afrique, dice un distinguido viajero hablando de Alicante. Y es verdad, porque es paisaje africano aquel paisaje, y es panorama aquél de tal majestad severa y grandeza, que trae al ánimo la España de los valerosos capitanes y levantados poetas...

Alrededor de Lucentum, campos pelados, amarillentos, cubiertos de rastrojos, abierta la tierra por el arado, despedazada en enormes terrones, desnuda de árboles... De tiempo en tiempo un almendro retorcido y costroso, una copuda higuera, una palma solitaria que balancea en la lejanía del horizonte sus corvas ramas. Después, pasadas las cercanías de la ciudad, dejado atrás el desierto de bancales aterronados -grandes manchas de viñedos, bosques de algarrobos, el ejército gris de los olivos perennales. Y casas rojizas, lienzos de pared tostados por el sol, agujereados por ventanas diminutas... a la puerta un carro que eleva en diáfano azul sus varales, y en la muralla, contrastando con el verde de las albahacas que adornan los huecos, largas rastras de encendidos pimientos... Más arriba, perdida ya la franja blanca del mar, enormes moles azules, complicada malla de montañas, la formidable cordillera de Salinas, aledaño de la provincia, con sus estribaciones, ramas, cruzamientos, oteros, hijuelas mil que de la alta madre se desgajan y forman barrancos al abismo, recuestos de sembrado, planos de viñas, cuyo oleaje de pámpanos desborda de los blancos ribazos escalonados y baja saltando, como cascada bulliciosa, hasta morir mansamente en las orillas de la laguna... ¡Plena montaña levantina! En el fondo del inmenso collado, el lago blanco y sereno, bordeado de juncares, retratando en sus aguas grupos de álamos enhiestos, tupidos olmos, casas de labor con sus chimeneas humeantes, sus anchos corrales, sus dilatadas bodegas. Y por todas partes el empinado muro de las montañas, grises, verdinegras, zarcas las lejanas; en una ladera un pueblecito microscópico, y a lo lejos, perdido en el horizonte, asomando por una garganta de piedra, el triángulo rojizo de un castillo moruno que luce a los postreros rayos del sol como un grano de oro...

Artistas levantinos es obra meritoria. Plácemes merece su autor, hombre de corazón y doctrina, docto en la pluma y elegante en la espada.


J. Martínez Ruiz                


Digno es el texto de comentario, pero no antes que notemos otra indicación de los lazos amistosos entre Martínez Ruiz y la academia de Lorenzo Casanova. El dato bibliográfico en este caso es el siguiente:

J. Martínez Ruiz. La evolución de la crítica. Madrid: Librería de Fernando Fe, 1899.


Pero lo que nos interesa es la dedicatoria: «Para Luis Pérez Bueno, noble espíritu y amigo sincero. J. M. R.» Es dudoso que existan todavía muchos ejemplares de Artistas levantinos y La evolución de la crítica. Los que yo he manejado están en la biblioteca personal de Gabriel Miró, a donde llegaron, supongo, regalados o heredados de su tío pintor. Es que en el ejemplar de La evolución de la crítica se lee en la primera página, escrita en letra que no se puede identificar, la sencilla inscripción «Para don Lorenzo Casanova».

Queda por citar, con miras a reducir el elemento de conjetura en el cuadro que se ha venido trazando de un probable encuentro de Azorín, un valioso texto de Don Francisco Figueras Pacheco, amigo de Miró desde el instituto. En el capítulo inédito de su proyectado libro Del orto literario de Gabriel Miró Figueras incluye en el círculo de amistades de Miró «al concluir la centuria última» a «Adelardo Parrilla, que le sirvió de eslabón cultural con Azorín»6.

¿Qué significaría para el joven monovero y el todavía más joven alicantino este primer encuentro? Para Martínez Ruiz sin duda poco o nada. ¿Quién podía ser para él un Gabriel Miró de diecinueve años que no sólo no era escritor sino que ni era pintor en una academia de pintura? Pero para Gabriel sería todo lo contrario. Amante ya de las bellas letras, tenía junto a él a un verdadero escritor, que publicó su primer artículo, «La crítica literaria en España», en Valencia a los veinte años, que había colaborado ya en el periódico del entonces más famoso publicista levantino, Blasco Ibáñez, El Pueblo, que había gozado de un pequeño triunfo con los artículos iconoclastas, fogosos, como enfant terrible, terriblemente radical en El País, artículos que le merecieron los elogios del gran Leopoldo Alas, que escandalizaba a la burguesía con el librito Charivari. El Azorín ecuánime, blando, viejo, ha borrado de la memoria al joven polemista, volteriano, anarquista. Pues aquel joven era capaz de escribir sobre otro alicantino ya conocido y más ilustre que él, lo siguiente:

Rafael Altamira, el joven académico de la Historia, ha publicado un volumen titulado Cuentos de Levante. Altamira es mi amigo, y por lo mismo quiero declarar francamente lo que pienso de sus cuentos. Falta allí lo principal; falta color, color en el paisaje, en el diálogo, hasta en los nombres de los personajes. La tierra pintada por él, lo mismo puede ser Levante que cualquier otra. ¿Es que teme Altamira que, escribiendo para un público ajeno a la región que pinta, no se interese el lector por sus cuadros si los caracteriza demasiado? ¿Pues acaso no pinta así Pereda, no pinta así también en Francia Jean Aicard? Se echa también de ver en sus cuentos falta de argumento; pecan de desvaídos, de fatigosos. Altamira, como todo hombre que ha pasado su juventud sobre los libros, tiene agostada la fantasía. En sus novelas falta calor, amenidad, observación fresca y directa de la Naturaleza. Los Cuentos de Levante no servirán de nada a quien se proponga conocer la tierra que Altamira pretende pintar7.


Ejemplo útil para evocar el espíritu de José Martínez Ruiz y además lección que no se perdería para el joven Gabriel Miró. ¿Qué es lo que vale como materia literaria? El paisaje propio, la gente que habita en dicho paisaje -o sea, levantinos en Levante, representados sin equívocos y unívocamente como tales- lo cual en su día correspondería más al arte de Miró que al de Azorín. Aunque en el prólogo a Artistas levantinos, el pre-Azorín mismo ofrece un ejemplo de paisajismo que no sirve de marco ni de fondo al libro que viene a continuación, al parecer poco importante para Martínez Ruiz, sino que vale en sí mismo. Como he escrito en otro lugar, a Miró, muy dado desde niño a contemplar el paisaje, le debió impresionar el descubrimiento de un espíritu afín, para quien el paisajismo literario no era la expresión de un genérico «sentimiento de la naturaleza» sino la conciencia estética de la luz, el aire y el alma de su tierra alicantina.

Ahora bien. ¿Imitar Miró a Azorín? Absurdo. El paisaje en la obra de cada uno de ellos posee diferente sentido, responde a finalidades expresivas muy peculiares. Entre los varios escritos fragmentarios que se encontraron en el escritorio de Miró después de su muerte, estaba el texto siguiente:

Amo el paisaje de mi comarca porque lo han visto unos niños que fueron abuelos de mis abuelos. Todo el pasado familiar quedó y se deshizo en mi tierra. No creo que se trate de una fácil sentimentalidad; sino de una capacidad de recuerdos, de botánica, de piedras, de idioma, y de una incapacidad para la adquisición; incapaz de adquirir bienes, paisaje, idioma. El arte mismo es para mí un estado de felicidad por el ensanchamiento, por la multiplicación de mi vida, de llegar en mi tierra a posesiones espirituales8.


No se concibe que Azorín exprese semejante justificación. Como hemos visto, paisaje mío, de mis abuelos, extensión de mi vida, la tierra prometida de mis posesiones espirituales -todo ello es concepto ajeno a Azorín. Con lo cual no le quitamos nada al valor del paisajismo propio de Azorín.

En los próximos años buscamos en vano noticias de alguna relación entre Martínez Ruiz y Miró, que publicaba sus primeras páginas en la revista de Figueras Pacheco, El Ibero, y sus novelas luego repudiadas La mujer de Ojeda e Hilván de escenas. Si mandó estas obras al viejo Don Juan Valera, quien tuvo la amabilidad de reconocer la existencia de la primera, imitación obvia de Pepita Jiménez, es seguro que también las mandaría a otros literatos conocidos, entre ellos Martínez Ruiz. Pero como la biblioteca y el archivo de Azorín no han sido abiertos todavía a la investigación, los hechos encerrados allí quedan por comprobarse9, y tenemos que depender de lo publicado por Azorín y de sus mensajes a Miró para ver reflejada la actitud para con él de su amigo menor. Sin duda aquellas obras primerizas, provincianas, tan correctas, tan imitativas, no despertaban sino una sonrisa comprensiva en el que ya era amigo de Unamuno, Baroja, Maeztu, Blasco Ibáñez, Picasso, y que vivía y escribía en Madrid.

Miró, entretanto, queda recluido en Alicante. Pero en julio de 1902 termina la primera obra que no es imitación de nadie, que es auténticamente suya. Del vivir, a la cual añade una posdata en septiembre de 1903 y que publica en el verano o el otoño de 1904. Como era costumbre, mandaría ejemplares a destacados escritores del país. Galdós decía, por ejemplo, que «se lo había leído de un tirón y que era un buen libro»10. Y en el recién fundado diario ABC, a base de un comentario sobre Del vivir, desarrolla Azorín todo un concepto de la tierra alicantina bajo el título «El espíritu de Grecia». Leamos los párrafos que pertenecen a nuestro tema:

Yo amo este país de versatilidad, de luz, de ritmo, de desdén, de ironía y de olvido; un libro que llega hasta mi mesa, me trae una visión profunda de sus colinas y de sus huertos. Se titula Del vivir; quien lo ha trazado es un alicantino ilustre: Gabriel Miró. Todo el paisaje levantino vive con vida intensa en estas páginas. El autor es, ante todo, un paisajista; mas un paisajista originalísimo, que se ha creado en la lectura de los clásicos (especialmente de Santa Teresa, la gran desarticuladora del idioma), un estilo conciso, descarnado, lapidario, reseco, que nota los detalles más exactos con una rigidez inaudita y que llega, en ocasiones, a producir en el lector una sensación extraordinaria de morbosidad y de inquietud...

Yo envío mi saludo a este intérprete del gran pueblo; un hálito de la divina Grecia flota sobre sus campos y sobre sus poblados exultantes y claros11.


Crítica impresionista, dirán los técnicos de la teoría literaria, sobretodo hablando de la frase «una sensación extraordinaria de morbosidad y de inquietud». Es raro, si no insólito, que Azorín hable tan directamente de sus propias emociones frente a un texto literario cuando éstas trascienden los límites de la psicología normal. Es la demostración del carácter peculiar de la amistad que nace entre él y Miró.

Pero urge una advertencia. No quisiera negar un carácter especial a las demás relaciones amistosas que tuvieran o Azorín o Miró, la muy larga amistad que tenía aquél con Baroja, por ejemplo. Vivieron Baroja y Azorín todos los años de su madurez en Madrid -a lo menos los años que pasaban en España- y se verían con frecuencia. Su amistad no sería ni superior ni inferior en intimidad, en dignidad, a la que existía entre nuestros dos levantinos. Pero con personajes y escenario distintos, tenía ésta que ser distinta. Y hay que tener en cuenta que Miró vivió en Alicante hasta 1914, cuando trasladó su casa a Barcelona, y que no fue a parar a Madrid hasta el año 1920. La amistad con Azorín no podía ser la extensión de un compañerismo juvenil que jamás había existido. Aún en Madrid no se verían a menudo. A través de las manifestaciones públicas de esta amistad, nota uno en seguida que lo que siente Miró por Azorín es respeto, admiración, mientras que en la admiración que siente Azorín por Miró va mezclado un inconfundible elemento de cariño. Sigámoslo pues por las vías de la amistad.

En qué año, exactamente, empezó Azorín a corresponder al envío de libros que le dedicaba Miró no lo sabemos. El primer tomo de que tenemos noticia es un ejemplar de Las confesiones de un pequeño filósofo (2ª edición aumentada; Madrid: Fernando Fe, 1909), que se encuentra en la biblioteca de Miró conservada por su familia. Pero difícil es creer que Miró no adquiriera y leyera toda obra que saliera de la pluma de su admirado modelo. En efecto, se encuentra un ejemplar de Antonio Azorín en los anaqueles -sin dedicatoria- y es inverosímil que Miró no hubiera poseído todas las obras de Azorín, falten los que falten en su biblioteca conservada.

A Carlos G. Espresati, autor de un libro muy próximo a nuestro tema12, le preocupa el que Azorín no comente ninguno de los libros de Miró que salieron en la década siguiente -Nómada (1908), La novela de mi amigo (1908), Las cerezas del cementerio (1910)- y especialmente Nómada, ya que fue la obra con que ganó Miró el premio del Cuento Semanal. Hasta se indigna el Sr. Espresati:

Publica Azorín en 1917 -escribe- su libro El paisaje de España visto por los españoles. Sus 14 capítulos tratan, cada uno, de distinta provincia o comarca, glosando lo que sobre ella hayan escrito autores indígenas o literatos foráneos que fueran entusiastas admiradores del país. El capítulo VII está dedicado a su tierra natal, «Alicante»; y, en su texto, Azorín reproduce y comenta descripciones de Castelar y juicios de Campoamor. Pero no hay ninguna cita ni alusión a las obras de Gabriel Miró. ¿Es que Azorín ignora la labor y arte maravilloso de su paisano? He aquí un enigmático silencio de Azorín.


(pág. 6)                


En cuanto al aspecto público del problema, el Sr. Espresati tiene toda la razón. A mí también me deja perplejo el silencio de Azorín. Pero hay que tener en cuenta que en sus colaboraciones periodísticas no es frecuente el comentario sobre un libro del momento; más bien son los del pasado, cercano o remoto, los que le interesan.

En cuanto al recinto privado, los documentos permiten un suspiro de tranquilidad. El año 1908 trae dos acontecimientos en la vida de Miró que inevitablemente llamaron la atención de Azorín. En febrero la novela Nómada fue seleccionada, como se sabe, para el premio de El Cuento Semanal, por un jurado formado por Felipe Trigo, Baroja y Valle-Inclán. Así se hizo Miró figura nacional en las letras españolas de la época, y en Madrid le festejaron con banquete en el Hotel Inglés la noche del 15 de febrero. Asistieron la flor y nata de la sociedad literaria madrileña -Pío Baroja, Valle-Inclán, Benavente, Felipe Trigo, Francisco Villaespesa, Linares Rivas, los hermanos Álvarez Quintero, Martínez Sierra, entre los ciento cincuenta comensales. Faltaban las más insignes figuras de la vieja generación, Galdós y la Pardo Bazán. Ambos se disculparon por escrito. Galdós había tenido una gripe, y Doña Emilia se excusa porque «en toda mi carrera literaria, ya larga, no he asistido a ningún banquete, excepto a uno que organicé yo misma»13. Y faltó Azorín.

Pocas semanas después, muere el padre de Gabriel, Don Juan Miró Moltó, y Azorín le manda estas letras:

El Diputado a Cortes por Purchena

Sr. D. Gabriel Miró.

Mi querido amigo: no leo los periódicos hace dos o tres días, y hoy un amigo me da la noticia de su desgracia.

Reciba usted mi más cordial pésame.

No me asocié a sus alegrías (porque no era necesaria mi modestísimo concurso); pero de todo corazón comparto con usted sus tristezas y sus dolores.

Su compañero y amigo

JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ

s/c Ventura de la Vega, 6, 1º.
Madrid 10 marzo 1908


Se ve que la relación, amigable, es todavía un tanto rígida, seca, correcta. No hay que buscar cartas entre los dos todas las semanas.

En 1909 recibe Miró un ejemplar de la segunda edición de Las confesiones de un pequeño filósofo (Madrid: Fernando Fe, 1909) con una dedicatoria sencilla: «A Gabriel Miró, su amigo y lector, Azorín». Pero no es lo más interesante de este libro la indicación de que la amistad entre Azorín y Miró se va consolidando. Lo es un manuscrito de Miró intercalado entre el final del capítulo VIII y el comienzo del IX. Está sin terminar, y no existe ningún otro texto mironiano sobre el mismo tema, que sepa yo. Desde luego, ha quedado inédito. Por su interés en relación con nuestro tema, si hay que buscar pretexto para citar un escrito inédito de Miró, lo doy en su integridad:

El Reloj de Azorín
Noticia de Otro Libro de Este Ingenio

Lector: hablemos otra vez de Azorín, la más clara y serena pureza de nuestra literatura contemporánea.

Hace algún tiempo estaba yo leyendo Las confesiones de un pequeño filósofo. Cerca de mi asiento, mis hijas, que son chiquitas, miraban las estampas de la Biblia. Todavía recuerdo que esas estampas eran las del Libro de los Reyes. Pues cuando llegué al capítulo XXXI, «el monstruo y la vieja», me puse a leerlo en alta voz.

«Yo estoy en la entrada de la casa de mi tío Antonio...»

Mis hijas se quedaron mirándome. Entonces estaban viendo el terrible grabado de Jezabel (así tiene que ser aunque Miró parece escribir Tebadil) devorada por los perros; y sin embargo, lo abandonaron para saber los que veía Azorín, abiertos en madera; una cigüeña que mete el pico por una ampolla, ante los ojos estupefactos de una vulpeja; un cuervo que está posado en una rama y tiene cogido un queso redondo; una serpiente que se empeña en rosigar una lima...

En la mirada de mis hijas asomaba la complacencia infantil por la clara representación de todas esas alimañas de los rudos grabados.

Después les sorprendí un movimiento de pasmo medroso de ansiedad cuando por la calle «se ha oído sonsonear una campanilla y una voz que gritaba: ¡Esta tarde, a las cuatro, el entierro de D. Juan Antonio!».

Pero las caritas de estas criaturas han llegado a la plenitud de la expresión. Al asomarse por el quicial de la puerta la viejecita arrugada y pajiza que después de rezar por todos los difuntos de la casa ha gritado «¡Señora, una limosnica por el amor de Dios!».

Y como hiciese una gran pausa y no saliese nadie, la vieja ha exclamado: ¡Ay Señor!


Es interesante observar que aquí empieza Miró a escribir en el revés de la hoja y que pone entre paréntesis y separada de su texto como una llamada la frase «(la nueva manera de contar de Azorín)», después de lo cual continúa el texto:

La emoción de mis hijas ha sido inmensa, por que todavía se sentían la soledad de la mañana en aquel vestíbulo, donde la figurita de la vieja y su suspiro hacían resaltar la quietud y el silencio, de todo el pueblo, de toda una raza, y de pronto en el arcaico reloj se ha hecho un sordo ruido (y) se abre una portezuela por la que se ha asomado un pequeño monstruo que ha gritado: Cu-cú, cu-cú...

Yo me he vuelto a mirarlas. Mis hijas, quietecitas, recogidas, muy juntas a mi lado me miraban ansiosamente.

Y he terminado el capítulo con la repetida imploración de la viejecita, el silencio, el suspirar: ¡Ay Señor!

...Y en el viejo reloj, que repite sus horas, este pequeño monstruo, que es como el símbolo de lo inexorable y de lo eterno, ha vuelto a aparecer y ha tornado a gritar: Cu-cú, cu-cú...

El hondo reposo de aquella entrada había invadido mi cuarto. Después fue preciso que yo explicase a mis hijas como es Azorín, y cómo son esos relojes con un monstruo que gritan: Cu-cú... Pude mitigarles la inquietud, la avidez infantil que sentían con la promesa de mostrarles un reloj semejante.

Este verano, en la sala de una masía (no hay más.)


¿En qué periódico pensaba Miró para alojar esta truncada viñeta de su vida literaria casera? Estaba publicando en aquellos años cuentos y comentarios en El Heraldo de Madrid, en Los Lunes de El Imparcial, en El Diario de Alicante. Por fin mandó una cosa totalmente distinta al Diario de Barcelona, para el número del 22 de octubre de 1911: «El párrafo; la palabra. Azorín»14. Como el artículo es de difícil alcance en un tomo de Austral de muy corta vida, donde fue recopilado, lo voy a citar extensamente:

Era el «párrafo» trabajo de ensambladura, que podría lograrse separadamente de la idea. La palabra es la misma idea hecha carne, es la idea viva transparentándose gozosa, palpitante, porque ha sido poseída. Quien la tuvo hallóse iniciado y purificado para merecerla, y padeció y fue dichoso. Pasa, después, al lector, tan casta y verdadera, que percibe como la emoción inicial, y si también tiene preparada su alma, se apodera de la idea desnuda y madre de todas las evocaciones que en su regazo hierven como un dulce y sagrado abejeo, y le parece que llega a la suprema bienaventuranza de crear al lado del autor.

Hablando del patriciado de la palabra, no es posible callar el nombre de Martínez Ruiz (...) Todos los escritores castellanos de los años recientes (...) confesarán que el renacimiento de la palabra literaria en España se debe principalmente a Azorín. Y él, más que otros, ha hecho fuerte, sabio, claro, intenso y luminoso ese joyel y cifra del estilo que se llama adjetivo (tan oxidado y pobre antes), vehemente y rico, pero de tanta templanza y sobriedad, que nos ofrece en esencia toda la substancia de la emoción como un sorbo de vino añejo, del cual, aguándolo, se inflaban odres enteros de páginas.

Que Azorín haya resucitado el íntimo valor de la palabra, entregándosela, en la pureza y hermosura de su desnudez, de su transparencia, y que en Azorín se halle, el origen de nuevas y escondidas bellezas, no significa que a él le deban las plumas todo su ímpetu y enjundia.

Esas plumas han ensanchado el descubrimiento léxico de Azorín. Y con abundancia y sencillez idiomática han iluminado zonas de vida que para aquél permanecen apagadas, quizá voluntariamente y por reconcentración, por la intensidad de su temperamento, nunca por enjutez de sus «entrañas artísticas», como algunos han dicho (...) De Azorín se ha murmurado, también, que es tornadizo, y no me parece mal que lo sea (...) Su cambio o tránsito literario es honradísimo.


Y ahora Miró cita una carta de Azorín. (¿A quién? Fiel a su propia manera de contar, Miró no lo dice; no hace falta que el lector lo sepa. ¿A Miró? Entonces es raro que no se conserve en el archivo). La carta:

«Yo voy creyendo que la perfección en el estilo es la naturalidad. Todo lo que he leído en alta voz, en voz de conversación, y que parezca afectado, ridículo, artificioso, será malo. Flaubert estuvo toda su vida preocupado en hacer estilo; al final de su carrera vió la inanidad de su ilusión y escribió Bouvard et Pécuchet sin estilo. Y ésa es precisamente la obra que ahora se reputa, entre todas las suyas, por maestra. El estilo supremo es no tenerlo, o sea escribir como todos, pero con una cantidad de observación y de exactitud que nadie tenga (...)».


Notando la paradoja comprendida en los subrayados como todos y que nadie tenga, comenta Miró: «La palabra justa, preciada, necesaria hasta entonces, habrá de ser distinta a todos, ella será el estilo como nadie lo tenga; y si se dice vulgarmente, no se logrará esa exactitud como nadie tenga».

Más tarde. Miró le dirá a Ricardo Baeza muy sucintamente que Azorín «marca y enseña en la prosa castellana el paso del párrafo a la palabra»15.

Aunque los rasgos de estilo que Miró elogia en Azorín no estén ausentes de las páginas de éste, se ve en seguida que Miró, a lo mejor un poco inconscientemente, está destacando valores más estimados por él mismo que por Azorín y por lo tanto más presentes en su propio arte. Claro que fue Azorín quien logró la disolución de la retórica del párrafo, y no cabe duda que ha buscado la exactitud en el léxico, pero es Miró mismo quien ha logrado un estilo en que la palabra -no la cláusula, no la frase, sino la palabra- lleve todo el peso expresivo del discurso. O sea, que Miró está hablando de sí mismo no sólo al referirse a las plumas que «han ensanchado el descubrimiento léxico de Azorín» y que «han iluminado zonas de vida que para aquél permanecen apagadas» sino también cuando habla de Azorín mismo como resucitador del «íntimo valor de la palabra, entregándosela, en la pureza y hermosura de su desnudez, de su transparencia».

Las cerezas del cementerio lleva como fecha 1910, pero al parecer no salió hasta mayo o junio del año siguiente. Varios amigos agradecen a Miró el envío del libro -Juan Pujol, Francisco Giner de los Ríos, Rafael Altamira, un tal Dr. Vogel en Aquisgrán- pero falta carta de Azorín. Miró le escribe. (Así interpreto por la falta, la presencia, y el contenido de documentos archivados). Azorín contesta con las letras siguientes:

Querido amigo Miró: gracias cordialísimas por su carta. Me encantó su libro; me interesa vivamente cuanto usted hace. Personalidad relevante hay en su estilo y en su visión. Me propongo hacer algo sobre la novela; pero no sé cuando. La actualidad no pasa; siempre es tiempo para hablar de un bello libro.

Le quiere cordialmente,
J. MARTÍNEZ RUIZ

Madrid 4 abril 1912


Miró ansioso de reconocimiento por el crítico más influyente de España. Azorín amablemente evasivo. Pero firma Martínez Ruiz, señal de que ve en Miró al amigo de la época en que todavía no era Azorín. Corresponde con el regalo de su nuevo libro, Castilla, dedicado «A Gabriel Miró, dilecto amigo, sutil artista, Azorín». Por fin es Miró amigo dilecto. Ha vencido la reticencia tan asiduamente cultivada por Azorín. En el Diario de Alicante del 26 de noviembre de 1912 publica Miró unos párrafos titulados «Noticia de un libro de "Azorín"», artículo que también sale el 21 de diciembre en Cataluña.

Este ingenio -escribe- ha subido ya a la más alta y clara pureza (...) Serenidad (...) Emoción que parece desnuda, limpia de egotismo, de individualidad, de lirismo; es una emoción objetiva, originaria de la vida, encima de la cual ha puesto Azorín una lente prodigiosa para que nuestra pobre mirada alcance lo escondido y sutil de las cosas, de las almas, de lo fatal, de la huella del tiempo, pero todo apurado y diáfano.


Otra vez la descripción del arte de Azorín, aunque no es falsa, parece más aplicable a Miró. Son lugares comunes -tan acertados como comunes- el impresionismo de Azorín, su manera de rozar la superficie de sus asuntos, su sentido de fugacidad. Es Miró más bien, como ha demostrado tan magistralmente Joaquín Casalduero16, que recupera para las cosas su integridad objetiva, que transmuta el tiempo en espacio, que alcanza «lo escondido y sutil de las cosas, de las almas». Yo diría que fundamentalmente es un artículo de Miró sobre sí mismo, la reseña que quisiera que Azorín escribiese sobre él. Lo cual no parece haberse ocurrido a Don Francisco Giner de los Ríos, quien le escribe a Miró en términos muy sencillos: «¡Qué excelente su art.º sobre Azorín!» (Carta del 8 de enero de 1913).

En los últimos meses de 1913 busca Miró la manera de salir de Alicante. Como luego escribe a su queridísimo Paco Figueras: «Es preciso modificarme, retorcerme; si no lo hago sacrifico a los míos. Y quiera Dios que si logro de mí esta transfiguración no me sacrifique a mí mismo»17. Es decir que tenía que ganar más dinero para el bienestar de su familia, y deseaba hacerlo en condiciones que le permitieran seguir su vocación de escritor. Sus amigos de Barcelona, los intelectuales de la Mancomunidad, con motivo de persuadirle que se estableciera en la ciudad condal; le ofrecieron un banquete el 22 de noviembre de 1913, víspera de la Fiesta de Aranjuez en Honor de Azorín, organizada por Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez «para que la Real Academia Española lo llevara a su seno»18. Llegó a Madrid el siguiente telegrama:

Reunidos en banquete obsequiar Gabriel Miró, los subscriptos adhiérense con toda efusión homenaje de mañana, haciendo votos para triunfo justos anhelos de la intelectualidad. JOSÉ CARNER, RUYRA, OLIVER, SITJA, LÓPEZ-PICÓ, JOAQUÍN MONTANER, CLASCAR, MORATO, BOFILL, PLANA, CARLES, SURIÑAC, MIRÓ.


(Fiesta de Aranjuez, pág. 65)                


No por falta de apoyo de la intelectualidad española le quedan cerradas a Azorín todavía once años las puertas de la docta casa.

Profundamente cristiano en su carácter y absoluta aunque amablemente escéptico frente al dogma católico. Miró nunca ocultaba ni en su vida ni en su obra su actitud religiosa. Por otra parte, sólo lectores endurecidos por un miedo perverso de la humanidad encontrarán en sus escritos algo peligroso para la fe sincera. Fueron éstos los que montaron un ataque feroz contra las Figuras de la Pasión del Señor, cuyos dos tomos se publicaron en 1916 y 1917. Quizá promoviera, más que dañara, la venta del libro. Sea como fuere, el editor (Doménech) solicitó a destacados escritores juicios sobre la obra para un folleto propagandístico (ca. 2 abril 1917). Azorín habría podido rozar el tema del drama evangélico, y lo rehúye para concentrarse en los valores estéticos:

Gabriel Miró -mi querido conterráneo- es un artista delicadísimo, sutil. Hay en su prosa la claridad y la limpieza de nuestro cielo de Levante. ¡Con qué amor pule, acicala y acendra este dilecto amigo el idioma castellano! ¡Cómo va rastreando en los místicos -especialmente en Santa Teresa- vocablos rancios y expresivos, y sabrosas maneras de decir!

He leído con profunda delectación estas Figuras de la Pasión. No se pueden escribir páginas sobre tal tema con más arte y más unción a la par.


Nuestros esfuerzos por detectar la índole especial de esta amistad empiezan a instruirnos, quizás sólo por la insistente yuxtaposición de los dos personajes, sobre el carácter de cada amigo, más sobre Azorín, precisamente porque se oculta ante la inspección, menos sobre Miró, de candorosa apertura. Los problemas humanos por los que Azorín se deja arrastrar son los cósmicos y metafísicos -el tiempo, el desmoronamiento, el dolorido sentir, el hastío- y en el nivel más exclusivamente humano, las personas-modelos que ya no se dan (p.ej., el hidalgo), el amor tibio o envejecido que sólo sirve para la melancolía. Pero ¿y dónde están los problemas de carne y hueso -no el dolor cósmico sino la emoción de estar vivo, de pasar crueldades, de sufrir hambre, de gozar, de amar, de odiar, de temer, de morir- todas esas emociones que perturban la ecuanimidad? Las rehúye Azorín en su arte y en su vida. Pero no he venido aquí para tener una oportunidad de menospreciar a Azorín. Gracias a sus reticencias pudo dejarnos esa ingente masa de crítica literaria, de descripción microscópica de su país a través de los siglos, que sigue siendo aun hoy el contenido de nuestra visión cultural de España. Miró no aspiraba a logros tales, ni con su psicología era capaz de ellos. Las pocas cartas que hemos visto de Azorín son de un carácter ritual; ahorraba sus palabras expresivas para el ABC. Las de Miró -y por eso los amigos las han guardado- rezumaban humanidad, bondad, interés, amor al prójimo, humor, unicidad. Quería ver el mundo según era, para amarlo auténticamente. En suma. Miró y Azorín eran fundamentalmente incompatibles. Mucho mejor para la amistad que convenía a los dos eran Azorín y Baroja. Ser amigo de Miró era exponerse a compromisos afectivos, a toda una serie de emociones que perturbarían la ataraxia, tan importante para el buen funcionamiento de un escritor ante todo profesional.

Pasando los años, Azorín fue elegido por unanimidad para ocupar el sillón de la Real Academia Española vacante por la muerte de Don Juan Navarro Reverter. Fue propuesto por Palacio Valdés, Leopoldo Cano y Rodríguez Marín. Ingresó el 26 de octubre de 1924. Miró vivía en Madrid desde 1920. Se verían de vez en cuando, sin duda, y precisamente por eso falta correspondencia. Otra vez Carlos Espresati, catador entusiasta de la amistad azoriniana, nos llena un poco et hueco documental. Acaba de leer Espresati el nuevo libro de Azorín. «Maravilloso deleite intelectual -escribe- el que habíame ofrecido en las páginas de Doña Inés». Pero hay un párrafo de esta última novela del maestro que le produce escozor. Lo cita:

«Sólo un gran poeta francés moderno y un gran novelista sajón han utilizado el poder evocador de los olores. La región de los olores está todavía inexplorada. Antiguas sensaciones de la niñez reviven por el olor de un aposento cerrado, o de una fruta, o de la brea de un barco, o del ramaje que se quema en el campo».


Y protesta el Sr. Espresati: «Cuando esto escribía Azorín, ya había publicado Gabriel Miró la mayor parte de su obra (...) Todos estos libros eran como pomos de olor ¿y Azorín los desconocía, o los olvidaba?». Le escribe una carta a Azorín agradeciéndole el regalo de Doña Inés, pero no deja de expresar también su desagrado sobre este detalle. En su contestación, Azorín ni menciona el nombre de Miró (23 noviembre 1925). (Espresati, págs. 23-26).

En el invierno de 1926-27, está el Sr. Espresati de paso en Madrid. Observa que «se lamenta Miró del desvío de Azorín que a la sazón anda bebiendo los vientos por estrenar sus comedias, hasta el extremo de no haber vacilado en colaborar con Muñoz Seca» (pág. 26). El silencio lo rompe Azorín con una carta:

Querido Miró: desde lejos -desde lejos en el espacio ideal- le contemplo a usted alguna vez. Usted puede llevar una vida serena, apartada; yo estoy condenado, amando la esquividad, a la vorágine y al torbellino. Alegre o triste -triste casi siempre- he de salir todas las noches a la pista del Circo. ¡Y he de poner ante la muchedumbre la cara jovial!

¿El premio de la Academia? Algo más deseo para usted, si ese algo le satisface. Yo ya estoy de vuelta de tales vanaglorias.

Le admira y abraza,

AZORÍN

Madrid 17 febrero 1927


Carta enigmática. ¿Le había escrito Miró? Parece que sí, sobre el envío de El obispo leproso para el premio Fastenrath. ¿Tales vanaglorias? ¿Los intentos comediográficos de Azorín? ¿El algo más? Sin duda es la candidatura de Miró para la Academia. La propuesta, leída el 24 de febrero de 1927, fue redactada por Azorín y firmada por él, y por Palacio Valdés y Ricardo León. Tan conocido es el documento que ya no hace falta citarlo. Destaca en los libros de Miró el reflejo de «la sobrehaz auténtica de la tierra española», su manera de ahechar, sopesar y escoger «los vocablos de un idioma que él ama con pasión», un influjo fundamental de Santa Teresa en su «prosa límpida y exacta», en su vocabulario psicológico, en su viva simpatía por todo lo que le rodea en la realidad cotidiana, su odio del rasgo genérico, su búsqueda de la «nota menuda, escrupulosa, arrancada pacientemente del natural» para fijar los gestos de sus figuras19.

El Sr. Espresati pudo estar tranquilo otra vez. Ni la candidatura para la Academia ni la de El obispo leproso para el premio Fastenrath habían prosperado, pero Miró había ganado por fin la auténtica amistad de Azorín. Miró mismo lo cuenta a Espresati:

«Desde que nos vimos en el Ministerio despertó la amistad de Azorín. Todo el invierno (de 1926-27) ha luchado en beneficio de mi obra y de mi nombre. A los dos nos han injuriado.

Y ahora cuando supo que yo estaba -recién llegado- en esta rinconada de Polop -95 kilómetros de Monóvar- me envió una comisión y un coche que me llevasen a su lado. Con él pasé dos días, en su casa solariega. De ningún escritor he recibido tantas pruebas de amistad fraternal. Todo humano; nada literario. Así como usted siente y proclama su júbilo, otros nos morderán y desollarán. Calidades y estirpes. Desde Madrid me escribe Azorín obstinándose en que la Academia ha de desagraviarme, y hasta entonces no practicará su cargo de académico. Otra comisión y otro coche me trajo a mi retiro. Y en estos valles con brisa salada, ¡qué me importa la Academia!».


(7 julio 1927: Espresati, págs. 29-30)                


¿Se referiría Miró a la carta que le dirigió Azorín el 4 de julio?

Reza así:

Querido Miró: muchas gracias por su cariñoso telegrama. La compañía de usted ha sido para mí gratísima. Y provechosa, psicológicamente. Aquí (en Madrid) se ha visto en el acto de Monóvar una corroboración de mi actitud en la Academia. Y eso es lo cierto. El proceso de este asunto será lento; pero interesante; nos vamos a divertir un poco. No se pueden hacer ciertas cosas impunemente y con vitanda reiteración. Y podremos transigir en lo secundario y adjetivo -eso es un deber social inexcusable- pero nunca en aquello que atañe a la honda justicia que es norma de los seres civilizados. Esa es una cuestión de innata delicadeza, y no se puede discutir...

Con un abrazo cordialísimo,

AZORÍN

Madrid, 4 de julio, 1927


Su «actitud en la Academia», en vista de lo que dice Miró, no puede ser otra sino la de no ejercer su cargo de académico mientras no haya acto de desagravio. En efecto, Azorín dejó de asistir a las sesiones, pero se arrepintió de haber dado un motivo tan personal, tan cargado de emoción, y dio otro, poco convincente.

La amistad entre Miró y Azorín ha llegado a un estado de plena madurez. Parece que Azorín busca ya ocasiones para hablar con Miró. Por ejemplo, en Superrealismo:

Gabriel Miró; Gabriel Miró, atento y meditativo; Gabriel Miró, que es como una montaña, como un río, como un valle de la provincia de Alicante; Gabriel Miró, elemento geográfico de esta tierra. Su atención, su escrupulosidad. Elemento geográfico; la geografía sentimental, subjetiva, tan diversa de la objetiva, la científica, la que lo reduce todo a cifras, diagramas y cuadros de líneas horizontales y verticales (...) A lo lejos, el gesto lento de Miró; la mano de Miró, que pasa y repasa suave, leda, por el paisaje, por las montañas, por los vallecitos, y tal vez también por los horribles barrancos (...) La voz de Miró; su gesto cuidadoso al escribir. Su delicadeza. Su escondido desdén (...) Gabriel Miró, que en silencio, como en un sueño, va pasando las manos por su querido Alicante. En las blancas páginas, que poco a poco dejan de ser blancas, la letrita, menuda, firme, letra del siglo XVI, de Gabriel Miró. Todas las cosas de Alicante, del Alicante de la Marina, depositadas con amor en estas cuartillas. Y un estilo sabroso, suculento, sensual. Estilo que es la sensualidad del paisaje de la Marina; paisaje mediterráneo, en que la sensual Valencia ha puesto su sello, dulce y blandamente. Con la caricia del deseo y del amor20.


Ya su editor, Ruiz Castillo, le había prevenido a Miró, en carta del 11 de septiembre de 1929: «No he querido demorar hasta que nos vemos la noticia de que está Vd. llamado a ser un capítulo del nuevo libro de Azorín "como elemento geográfico". Adjunto la carta en que así lo afirma éste. Ahora, échese a pensar, como yo me he echado, en la geografía, que va a salir tratándose de un libro que titula "Superrealismo" y es una prenovela». Y sigue una frase del Sr. Ruiz Castillo que nos deja -ver lo que pensaba a veces Miró sobre su amigo levantino a quien tenía tanto afecto, a la vez que revela sentimientos que Azorín ocultaba: «¡Y vea -termina Ruiz Castillo- y agradezca -lo muy presente (¡eso sí!) que le tiene siempre este hombre tan frío!».

Sí, es cierto. Si a Miró le había parecido que en muchas temporadas de su vida Azorín le tenía muy abandonado, ahora en lo que iban a ser sus últimos meses, le colmaba su conterráneo de atenciones. Le dedicaba el libro de cuentos Blanco en azul: «A Gabriel Miró. Pintor maravilloso -singularmente en Años y leguas- de una de las más finas tierras de España; la de Alicante; la de los grises suaves, desleídos, tenues; grises azulinos, grises rojizos, grises verdosos, grises morados; grises áureos; la tierra fina; finos los moradores; las mujeres limpias, pulidas y bellas. Su amigo, su admirador, su conterráneo».

Miró le había mandado su último libro a principios del año. «Muchas gracias -le escribe Azorín el 4 de febrero de 1929- por su carta y por el libro. Hasta hace poco no he podido yo ver el paisaje de nuestra tierra; por eso veo ahora sus libros con un nuevo matiz. Pienso insistir sobre este tema; en algunas impresiones que he enviado a La Prensa (de Buenos Aires) el mes pasado, también menciono a usted. Ahora en estos días, en tanto que releo sus novelas voy leyendo La Tierra de Campos, de Macías Picavea, que desconocía. ¡Qué contraste!».

Y el 24 de marzo le agradece a Miró la felicitación por su santo:

No celebro mi santo; me asomo un momento al abismo del tiempo en que hay ya tantos seres queridos -deudos y maestros- y siento una profunda emoción. Y nada más.

Defiendo a la juventud por razones estéticas, sociales y biológicas; estas últimas son las más poderosas; cuanto más avance en los años, me aferraré más a lo nuevo; esa estribación es la razón suprema -para mí- del vivir. Y abandonaré a esta juventud, en cuanto salga otra, si llego a vivir tanto.

El 26 es el pranzo (sic) -en latín- o banquete a Jarnés; mucho gusto tendríamos en verle a usted por allí; creo que debe usted asistir. Yo hace tiempo que he tomado la resolución de no ir a ninguna comida ni enviar adhesión; pero esto es un caso escepcional (sic).


Esto en privado. En el ABC del 31 de enero de 1929 ya había comentado Azorín Años y leguas. Conviene aquí tener presente la crítica antes citada de los cuentos de Altamira para ver precisamente cómo Miró responde por fina una nostalgia, un anhelo y una exigencia lo mismo personal que profesional en el crítico monovero. Todo lo deseable que faltaba en el amigo Altamira se encontraba en el amigo Miró:

En la historia de la prosa española -y en la de todas las prosas literarias- encontramos prosistas auditivos, prosistas visuales, prosistas táctiles. El olfato apenas ha penetrado en la región de la estética. Y ¡qué raro son los prosistas en quienes predomina el tacto! En toda la literatura española, ¿encontraremos muchos? ¿Podremos, rebuscando ahincadamente, encontrar un prosista del relieve, de las cosas en bulto, táctil, en la persona, tan lejana, del Arcipreste de Talavera? Las especies intelectivas en la prosa de Gabriel Miró, se han agrandado, se han colocado en su tamaño natural. De microscópicas que eran, se han convertido en cosas de relieve, con color, con definidos, claros, terminantes contornos. Aquí, en las páginas claras, sencillas de Años y leguas, se halla la esencia del escritor. Ningún libro, en el acervo de sus libros, tan tópico como este. Todo el Alicante de la Marina, costanero, se encuentra retratado limpia y diáfanamente en estas páginas. El lector va leyendo con vivo interés, con emoción -tal acontece al autor de estas líneas-, todas estas descripciones del novelista. Lo vemos todo claro, distinto; las montañas, los árboles, el mar lejano, las casitas amarillas, doradas, los ramblizos rojos, los frágiles almendros, las aguas susurrantes y cristalinas. Todo, presente, sin pasado, sin futuro. Sensación aguda, casi morbosa, de momento actual. Vértigo profundo de no poder retroceder ni poder avanzar. Las manos del escritor, manos inmensas, que lo tocan todo, están aquí, continuas, persistentes, deteniendo las cosas. Las cosas no pueden escaparse, zafarse, evanescerse. Las manos de Gabriel Miró las detienen en este minuto. En este segundo presente, entre el pasado y el futuro (...) Todo el paisaje -el bello paisaje alicantino- tocado por Gabriel Miró (...) En Miró, todo eterno en el segundo actual, en el segundo en que sus manos van acariciando y reteniendo las cosas. Reteniéndolas para que esta casita frágil alicantina, y este labrador sentencioso y agudo, y esta bella y serena campesina -trasunto de la gracia clásica-, no sean arrastrados terrible y trágicamente hacia la sima insondable del pasado21.


Es poco frecuente en Azorín una crítica tan pasional, con intención evidente de conmover al lector. Nada de reticencias. Se entrega a la sensualidad de su conterráneo, a las «manos cariñosas, manos acariciadoras, manos movidas por un íntimo, profundo amor, que lo van tocando todo, dando vueltas a las cosas, contorneándolas, sopesándolas». Y ningún texto mejor para marcar y enseñar tan abierta, tan bondadosamente, la mucha diferencia que separa la prosa impresionista de Azorín de la prosa sustancialista (diría Casalduero cubista) de Gabriel Miró.

Ya no dejará de escribir sobre Miró. Estaba releyendo sus novelas porque salían en las Obras completas publicadas por Biblioteca Nueva, y el libro agradecido en la carta arriba transcrita tendría que ser El abuelo del Rey, que no mereció noticia de Azorín cuando salió en 1915 pero que ahora le inspira una reseña extensa (ABC, 19 de junio de 1929). De ella extracto la última cita en esta ponencia sobrecargada de textos citados, por las observaciones nuevas y sugestivas que ofrece el léxico de Miró:

Gabriel Miró no ha necesitado recoger de los libros muchos de los vocablos que usa; bastaba con que los recordara. En las primeras páginas de El abuelo del Rey tropezamos, por ejemplo, con una de estas palabras; la palabra bresca, o sea panal; palabra corriente entre la gente de la tierra alicantina. Sería curioso hacer un estudio en las obras de Miró del léxico arcaico en Castilla, y que no lo es en algunos pueblos alicantinos.


Después de la operación que le fue practicada el 26 de mayo de 1930, Gabriel Miró sabía que la muerte le acechaba. Dispuso que sus exequias fueran de una sencillez absoluta, y que no se hiciera espectáculo de su cuerpo muerto. En efecto, la noche del martes 27 de mayo murió, y el miércoles fue Azorín a la casa del Paseo del Prado para dar el pésame. Accediendo a su deseo, por excepción, Olympia Miró le condujo al aposento donde descansaban los restos de su padre. Descubrió la cara, y Azorín lloró. Por la muerte de su amigo, Azorín lloró22.

Alicante, agosto de 1973.





 
Indice