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Bajo el signo de la alteridad: el escritor orientalista Isaac Muñoz

Amelina Correa Ramón





Juan Ramón Jiménez escribió a mediados del pasado siglo un poema titulado «Distinto», que dice así:



«Lo querían matar
los iguales,
porque era distinto.

Si veis un pájaro distinto,
tiradlo;
si veis un monte distinto,
caedlo;
si veis un camino distinto,
cortadlo;
si veis una rosa distinta,
deshojadla;
si veis un río distinto,
cegadlo...
si veis un hombre distinto,
matadlo.

[...] lo que seas, que eres
distinto
(monte, camino, rosa, río, pájaro, hombre):
si te descubren los iguales,
huye a mí,
ven a mi ser, mi frente, mi corazón distinto».1



Distinto, y marcado por el signo de la alteridad, se sintió siempre el escritor granadino Isaac Muñoz2 (Granada, 1881-Vallecas, Madrid, 1925)3, cuyo nombre ha sido uno de tantos que la historia literaria pareciera haber relegado al olvido. Hasta hace muy pocos años, casi nadie recordaba el nombre del amigo y colaborador de Francisco Villaespesa en varias de sus empresas literarias4; casi nadie, excepto algunos amantes de las rarezas bibliográficas, conocía los títulos de sus obras; menos aún se podían encontrar lectores de sus novelas. Sin embargo, la trayectoria vital y literaria de este autor ofrece un indudable interés, y, sobre todo, muestra su evidencia como síntoma de la época. Síntoma, en definitiva, de la crisis de fin de siglo, Muñoz plasma en su creación literaria las contradicciones, ambigüedades y deseos insatisfechos que marcaron la cultura de una etapa fecunda.

Dejando de lado dos obritas de juventud, publicadas en Almería en la emblemática fecha de 18985, la verdadera vida literaria de Isaac Muñoz comienza con su primera novela, que aparece en 1904 bajo el ambicioso título de Vida6. El escritor se muestra todavía como un novelista inmaduro, aunque se anuncian ya sus indudables valores estéticos, que quedarán claramente plasmados a través de su primera obra de madurez, editada después de instalarse en Madrid, corte literaria y capital cultural donde se concentran autores y tendencias de todo tipo, pero donde predomina en buena medida el ahora triunfante modernismo. Esta novela recibe el elocuente nombre de Voluptuosidad7. El año de su publicación, 1906, tendrá lugar un gran cambio en la vida de Muñoz. En efecto, para un joven sensible y atraído desde siempre por los valores estéticos del orientalismo, supone un descubrimiento decisivo el traslado de su padre, militar de alta graduación, a la plaza española de Ceuta. Una vez allí, Isaac Muñoz entrará en contacto con la realidad de Marruecos, por lo que pronto la fascinación vital se entremezclará con la recreación literaria.

Así, deslumbrado por un mundo que ofrece una alternativa a su hiperestésica sensibilidad, hastiada de la vulgaridad que representa la vida burguesa, Muñoz pronto mimetiza literariamente la realidad semita. Se trata del artista que cree en la estética como aspiración suprema y pauta, dentro de un mundo que considera caduco y triste. El escritor granadino no ocultará su adopción en todo momento de una actitud esteticista ante el Oriente.

Pero, como ya se ha adelantado, además de seguir la corriente orientalista finisecular, la obra de Isaac Muñoz se convierte en un reflejo de todas las contradicciones y ambigüedades presentes en la crisis finisecular. Así, un refinado erotismo decadente preside su obra literaria, lo que se plasma en sus peculiares novelas: Morena y trágica (1908), desventurada historia de amor entre una gitana del Sacromonte granadino y un misterioso joven de ascendencia judía; La fiesta de la sangre (1909), donde se relatan las rencillas entre opuestas tribus magrebíes, en un ambiente de refinada sensualidad; Alma infanzona (1910), que narra en primera persona la historia de un descendiente de hidalgos castellanos, amante del lujo y la suntuosidad, que constituye la encarnación del ideario de Nietzsche filtrado por el italiano Gabriele d'Annunzio; por su parte, Ambigua y cruel (1912) vuelve a situar la narración, escasa y de marcado carácter descriptivo, en un Oriente idealizado, al igual que sucederá en sus siguientes novelas, Lejana y perdida (1913), que al habitual Oriente musulmán incorpora los territorios lejanos de India y China; o Esmeralda de Oriente (1914)8, en la que la acción retorna al escenario predilecto del autor, es decir, el Magreb.

Por lo tanto, a poco que uno se acerque a la obra literaria de Muñoz, no tarda en percibir que una de sus características principales viene dada por su apasionado orientalismo. Tal y como lo describiera su coetáneo Dorio de Gadex:

«Isaac Muñoz es como un príncipe árabe, joven, bello, orgulloso y melancólico, que contara maravillosas historias de su alma entre el laudo sonar de las fuentes y en la gracia divinamente sensual de una tarde mogrebí»9.



Expulsado del paraíso de la seguridad espiritual, el artista finisecular deberá lanzarse a la búsqueda de un sueño consolador que le abra las puertas del edén perdido. Como afirma Ricardo Gullón en su estudio sobre las diversas direcciones en que se encauza el movimiento modernista, «[...] No sería exagerado decir que en algunos casos el modernista se encontró a sí mismo en el exotismo, o, dicho de otra manera, el exotismo le sirvió para crear una imagen de sí que el ambiente le negaba y le dio seguridad respecto a su identidad»10.

El exotismo podía conducir a los sitios más diversos; y no importaba tanto cuál fuera su ubicación ni la forma concreta de ese mundo distante, sino, sobre todo, su posibilidad de contradecir la vulgaridad y medianía del mundo propio11. Para ello, se necesitaba de un lugar remoto, bien fuera en el espacio o en el tiempo, puesto que la distancia contribuía a hacer más improbable la decepción.

En su novela Lejana y perdida, de 1913, Muñoz escribe un pasaje muy revelador en este sentido, donde se hace palpable el fuerte poder de evocación que se confiere a los nombres geográficos de lugares lejanos y supuestamente fascinantes:

«Sonaban nombres maravillosos, El Cairo, Singapoore, y estos nombres de hechizo traían como un aroma de olvido y como una iluminación fosforescente.

Alegría edénica y salvaje de los fabulosos lugares vírgenes»12.



Los adjetivos «edénica» y «vírgenes» remiten, claro está, hacia esa búsqueda desesperada de sentido que se ven obligados a emprender los artistas sorprendidos por la crisis de fin de siglo y poseedores de una sensibilidad distinta. Dicho lugar de huida debía caracterizarse por una considerable dosis de pureza, erigiéndose como espacio incontaminado, «salvaje». Según explica Gullón, «[...] Alienado de la realidad, y no sólo de la sociedad, el hombre moderno modernista ha de enfrentarse con el hecho dramático de su soledad. Al descender a los abismos, busca estimular su sensibilidad con lo irracional y encontrar una esfera extrasocial y primitiva»13.

Isaac Muñoz encontrará definitivamente ese territorio virginal en el Oriente, tan prestigiado literariamente desde el romanticismo, como lugar donde realizar los íntimos sueños. Y es que, como advierte Luis Antonio de Villena, uno de los valedores actuales de la rica prosa del granadino, «[...] Aunque el orientalismo islamita (en pintura y literatura) nace como tema en el Romanticismo, es el Simbolismo -la época simbolista- la que lo erigió y profundizó como parada exótica, como exacerbado apetito de otra realidad»14. Así pues, Muñoz va a considerar, siguiendo las tendencias orientalistas de la época, que Oriente es la cuna de la civilización y de la cultura, y, aunque inclinado hacia todos los exóticos lugares que pueda abarcar su imaginación, tanto en Asia como en África, centrará su interés en el Oriente islámico, preferentemente las tierras del Magreb y Egipto, país éste por el que demostraría una especial fascinación desde muy joven15. Su interés por el Oriente se va a plasmar no sólo en sus novelas y obras de creación literaria, sino también en los varios cientos de artículos que escribió para periódicos y revistas, debiéndose destacar, en este sentido, su colaboración durante cerca de una década con el Heraldo de Madrid16.

Con frecuencia, recogió luego los artículos en volúmenes independientes, como La agonía del Mogreb17 (1912), Política colonista (1912), En el país de los Cherifes (1913), La corte de Tetuán (1913) y En tierras de Yebala (1913)18. A lo largo de sus documentados ensayos sobre los territorios del norte de África y el colonialismo, Isaac Muñoz permite entrever la cercanía de su pensamiento con el de ciertos sectores progresistas del partido liberal, que propugnaban la integración de Marruecos en un proyecto global que perseguía la regeneración de España y que partía de la consideración de un pasado histórico con raíces comunes19.

No obstante, conviene tener en cuenta que la literatura representa un discurso ideológico complejo que no obedece a una lógica inflexible y lineal, por lo que con frecuencia muestra facetas en contradicción. De este modo, puede explicarse la extraña mezcla de apasionada atracción por la realidad musulmana, así como el deseo ardiente por preservar sus formas intactas ante el avance inexorable de la sociedad mercantilista y pragmática burguesa, que predomina en sus obras de creación, junto a una indisimulada tendencia proteccionista hacia una zona que se considera subdesarrollada desde el punto de vista de Occidente, y que suele percibirse en sus artículos y ensayos20. A pesar de estas contradicciones que convierten el discurso de Muñoz en materia susceptible de ser estudiada desde la noción de «orientalismo» propugnada por Edward Said, las posiciones que adopta con respecto a la situación colonial de Marruecos pudieron perfectamente ocasionarle enemistades o rechazos. Este factor, unido al intenso, aunque refinado contenido erótico de sus novelas, debió de influir no poco en la exclusión de los paradigmas oficiales de este autor, cuyas características, evidentemente, se encontraban en franco desacuerdo con el canon de valores establecido.

Es decir, habría que plantearse probablemente en términos ideológicos la desaparición de un escritor interesante en muchos aspectos como Isaac Muñoz. Sucintamente, se pueden enumerar tres factores que contribuyeron de manera decisiva a su exclusión del canon oficial. Por un lado, sus postulados con respecto a la situación de Marruecos chocaban considerablemente con las tesis intervencionistas oficiales. Por otro lado, una concepción transgresora de la literatura y el arte, vinculada directamente con la consigna finisecular de «escandalizar al burgués» («épater le bourgeois»), a la vez que un sentido de la relación sexual como vía de trascendencia, hicieron de las novelas de Muñoz un ejemplo prototípico del erotismo decadente, en abierta oposición con la moral imperante. Por último, la misma concepción innovadora que proponía el modernismo conlleva el que sus obras disientan de las convenciones literarias establecidas y rompan la separación entre géneros desde su propio núcleo, con la escritura de novelas que reflejan características propias de la poesía y que muestran un escaso desarrollo de la acción y un predominio de la morosidad descriptiva.

Todo ello posibilita y condiciona el que Isaac Muñoz fuera considerado en su día como un autor minoritario y marginal. Posteriormente la historia literaria oficial, que, como toda norma triunfante, margina y relega a un segundo plano todo aquello que escapa a sus límites, se encargaría de eliminar un elemento distinto, un elemento en todo extraño al sistema, y actuaría mediante el procedimiento más eficaz: el del silencio21.

De este modo, durante décadas, Isaac Muñoz bien podría haber sido considerado un «ciudadano del olvido», parafraseando el título del poemario de Vicente Huidobro. En ese olvido silencioso permanecía aún cuando, en el año 1990, escuché por primera vez su nombre22.

Yo había acabado la carrera universitaria de Filología Hispánica, y me disponía a iniciar los estudios de Doctorado. Comenzaba entonces una de las constantes que luego han configurado mi devenir profesional, centrando mi trayectoria como investigadora en una línea de recuperación de escritores considerados no canónicos. Y es que, como recuerda Guillermo Carnero, «[...] Entender la Historia como un desfile de notables es peligrosa metodología; los fenómenos y procesos -dentro de los cuales muestran los mejores sus verdaderos quilates- se pierden de vista, y se cae en el error de omitir aquellos que no fueron encarnados por personalidades de primer orden ni se tradujeron en obras de especial relevancia»23.

Así pues, con un planteamiento de la historia literaria en todo ajeno a ese «desfile de notables» a que hace alusión Carnero, en 1990 se inició mi peculiar relación con un autor del que apenas nada se sabía, y del que pronto descubrí que era misterioso y fascinante. Acababa de dar comienzo -aunque aún lo ignoraba- una larga y peculiar historia común que dura ya casi tres lustros, una relación que bien podría definirse, utilizando el significativo título de la novela de Antonia S. Byatt, como una suerte de posesión24. Para quien no conozca esta novela, explicaré tan sólo brevemente que relata el apasionante vínculo que se establece entre dos profesores universitarios británicos -ella y él- y su objeto de estudio, constituido por el paulatino desvelamiento del hallazgo de una sorprendente trama literaria victoriana. La posesión a que alude el título se refiere, evidentemente, al alto grado de implicación emocional que ambos protagonistas alcanzan en el proceso de su búsqueda. Así, ella llega a manifestar en un momento dado: «Yo lo que quiero es... seguir... el camino. Siento que esto me tiene dominada. Quiero saber qué pasó, y quiero ser yo quien lo averigüe. [...] No es codicia profesional. Es algo más primitivo»25. A lo que su compañero le responde, definiendo: «Curiosidad narrativa»26.

Bien, pues «curiosidad narrativa» se puede denominar también lo que yo iba a sentir muy pronto. Para poder reconstruir lo que poco tiempo después supe que había sido una compleja trayectoria literaria y biográfica en el caso de Isaac Muñoz, enseguida me hallé inmersa en lo que verdaderamente se parecía mucho a una pesquisa detectivesca27. El nombre y la producción literaria de Muñoz se encontraban ausentes en la inmensa mayoría de las obras de referencia, y apenas si aparecían mencionados por muy contados críticos y estudiosos. Entre ellos, Eugenio de Nora, quien en La novela española contemporánea reivindicaba el interés de un escritor tan arbitrariamente postergado:

«Ninguno de los narradores dignos de cierta consideración pertenecientes a esta época todavía cercana ha caído en un más absoluto e injusto olvido que Isaac Muñoz [...]; hay mucho en él, si no de genial, de valioso: un fuerte y violento temperamento d'annunziano, enamorado de lo primario -la crueldad, la lujuria y la muerte como acicates potenciadores del instinto vital-, y una fabulosa riqueza verbal, de origen no solo "orientalista", sino finisecular y decadente [...].

[...] por la exaltación lírica de sus novelas, por su forma autobiográfica, y por la torturada búsqueda de un algo inconcreto y casi metafísico a través del desenfreno desgarrador o gozoso de la sensualidad, Muñoz es un escritor erótico, pero más cerca (en la sustancia, no en la expresión) de Henry Miller que de Felipe Trigo»28.



En mi recopilación primera de información en torno a Isaac Muñoz pronto constaté una realidad, que no resulta infrecuente en las investigaciones acerca de autores considerados secundarios, como he podido comprobar después en muchos otros casos: los pocos estudios que mencionaban su nombre recogían una serie de errores de tipo biográfico, que se habían ido reiterando a lo largo de los años, sin que nadie se hubiera molestado nunca en comprobar su veracidad. Estos errores o inexactitudes hacían referencia, sobre todo, a sus fechas de nacimiento y muerte, pero también a otros detalles menos relevantes. Así, hasta 1994 todos los estudios y obras de referencia incluso los coetáneos al escritor coincidían en señalar 1885 como el año de su natalicio, y 1924 como el de su fallecimiento, en lugar de los correctos 1881 y 1925. En cuanto a la primera de las fechas, se puede suponer como hipótesis fiable que fuera el propio autor, con una costumbre en absoluto inusual en escritores de la época, quien contribuyera a la confusión, mixtificando la fecha de su nacimiento con la intención de parecer varios años más joven. Y por lo que se refiere a la cronología de su desaparición, el error parece provenir de una nota a pie de página que intercala Rafael Cansinos Assens en la segunda edición del volumen II de su obra La Nueva Literatura, donde afirma textualmente: «En el pasado año de 1924 ha fallecido este personalísimo escritor, que quiso dotar de la misma magnificencia exótica a su obra y a su vida, envolviendo en nubarradas de mirra oriental su cédula de hombre civil y moderno»29. Pero lo cierto es que la desaparición se había producido, no en 1924, sino en los primeros meses de 1925, en concreto, el día 7 de marzo, tras una larga y penosa enfermedad que había supuesto para el autor su completo alejamiento del mundo literario. Así pues, el propio Cansinos constatará que «[...] Su muerte llegó cuando casi se había olvidado ya su vida; su nombre era apenas conocido de los jóvenes»30.

Mencionar a Cansinos Assens implica recordar un nombre que supuso sin duda una importante fuente de luz en el complicado proceso indagatorio. Si bien ahora los datos recopilados aparentan reconstruir con facilidad una biografía completa, que semeja mostrarnos a Muñoz casi en una imagen holográfica, en su momento no parecían ser sino piezas sueltas de un puzzle, la mayoría de las cuales permanecían, además, ocultas o perdidas. De hecho, durante un tiempo tuve la sensación de que investigaba casi a ciegas, y de que el tema que había elegido para mi tesis doctoral era poco menos que el de un escritor fantasma, al que prácticamente nadie parecía conocer. Pero entonces, y simultáneamente a la búsqueda en archivos y otros centros documentales31, así como a la consulta de la parte de su producción literaria que se hallaba en la Biblioteca Nacional, encontré las obras de Rafael Cansinos Assens, y fundamentalmente dos, la ya mencionada La Nueva Literatura y su texto autobiográfico La novela de un literato. Allí, ante mis ojos sorprendidos, Isaac Muñoz cobraba vida y se revelaba aun más como un personaje atrayente y curioso, que manifestaba ante el autor sevillano su vitalismo esteticista radical y su pasión orientalista:

«¿No ve usted qué luz tan lívida y qué viento tan frío? ¡Oh, el Sol de mi Marruecos! ¡Si siquiera tuviésemos aquí ese sol! ¡Helios! El Sol es mi dios32... Yo soy un oriental... "Soy de la raza mora, vieja amiga del Sol" -¿qué admirables esos versos de Machado, verdad?-... "Tengo el alma de nardo del árabe español...". Y me consumo en esta tierra absurda y triste de Castilla, rodeado de vulgaridad y fanatismo cristiano..., de infanzonas e inquisidores33..., que ya ni siquiera queman a nadie... ¡Oh, sería bello morir en la hoguera, consumirse en la llama como una mariposa!... ¡La fiamma é bella!... ¡La fiamma é bella!... ¡Pero no!..., aquí nos morimos de fealdad y de frío... ¡Qué indumentaria tan grotesca la europea!... Echo de menos mi alquicel moruno, mi blanco turbante... Alguna vez he salido así en verano, por la noche, con Villaespesa... Pero si saliese así de día, me apedrearían los golfos... Este Madrid es un poblacho... ¡Oh mi Tetuán encantado, mi palacio árabe, mi esclavito Hamid, con su frente tachonada por un lucero!...»34.



La obra de Cansinos Assens -a pesar de los muchos problemas que, como es bien sabido, presenta35-, ofrecía una serie de datos que constituyeron sin duda la pista que andaba necesitando, el cabo de hilo con el que orientarme en el laberinto, además de permitirme escuchar, siquiera fuera a través de un filtro, las propias y expresivas palabras de Muñoz. De entre esos datos, fundamental resultó la mención de que el padre de Isaac Muñoz era militar de alta graduación destinado en Ceuta en los primeros años del siglo XX. Dicha pista me encaminó hacia el Archivo General Militar de Segovia, donde me facilitaron la Hoja de Servicios de Hipólito Pablo Muñoz de Solano, progenitor de Isaac. Además de lograrme explicar los sucesivos cambios de ciudad que vivió el futuro escritor durante su infancia y juventud -que coincidieron, claro está, con los sucesivos destinos del padre-, aquellos documentos ofrecieron un indicio que iba a ser crucial en mi investigación, a pesar de su aparente nimiedad. Hipólito Pablo solicita en una instancia fechada el día 9 de septiembre de 1911 permiso para contraer matrimonio en segundas nupcias, pues había enviudado de la madre de Isaac varios años antes. Dicho documento indicaba que el enlace se celebraría en la Capilla de la Sacra Familia, en el propio domicilio familiar del interesado en su localidad natal de Tendilla, en Guadalajara. Era lógico pensar que una casa que albergara una capilla en su interior, podría ser en buena medida una edificación que no hubiese desaparecido todavía. Así pues, decidí aventurar un viaje a Tendilla con el objeto de abrir nuevas posibilidades a mi investigación, aunque, también era consciente de que podía haber resultado infructuoso.

Tendilla es una pequeña localidad, antaño próspera, pero cuya progresiva decadencia36 había registrado ya a mediados del siglo XIX Pascual Madoz en su Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de ultramar (1849), en el que, por cierto, se recoge la existencia de la Capilla de la Sacra Familia, lo que puede dar una idea de la importancia en el municipio de esta fastuosa capilla doméstica37.

Así pues, una tarde de julio de 1992 me encaminé hacia dicho pueblo castellano en el único autobús que salía de Madrid con ese destino y que dicho sea de paso no ofrecía servicio de vuelta hasta el día siguiente. El autobús paró en la calle principal de la localidad, flanqueada a uno y otro lado por antiguos soportales de piedra, que -según averiguaría luego recibe ahora el nombre de calle del General Muñoz en honor al padre del autor, auténtica personalidad local. Preguntando a unos ancianos que distraían la monotonía de las largas horas del estío jugando al dominó en uno de los pocos bares que animaban la calle, me di cuenta de que la familia Muñoz era perfectamente conocida en el lugar, y que todavía se recordaba la figura del escritor por sus excentricidades. Además, me indicaron que la casa que buscaba todavía existía, muy cerca de allí, y que en ella habitaba una sobrina nieta de Isaac Muñoz. Retrocedí sobre mis pasos siguiendo sus indicaciones, y no podría acertar a decir lo que sentí cuando al fin me encontré delante de lo que había sido la casa familiar del autor. Mi primera reacción fue de asombro, pues lo que se hallaba ante mi vista era un auténtico palacio nobiliario, con su nombrada capilla anexa. De hecho, se trataba de una edificación señorial construida a comienzos del siglo XVIII por Juan de la Plaza Solano, Secretario Real de Hacienda del Rey Felipe V, ilustre antepasado del escritor y fundador del Mayorazgo de la Sacra Familia.

La portada principal estaba rematada por el conveniente escudo de armas. Con la lógica incertidumbre golpeé la aldaba de hierro que pendía de una de las hojas de su portón de entrada. Así fue como conocí a María José Cano Muñoz, quien, tras su previsible sorpresa inicial, me invitó amabilísimamente a pasar y me enseñó los innumerables aposentos de la mansión en ese momento venida a menos, donde tantas horas habría pasado Isaac Muñoz, un Isaac Muñoz que para la familia había sido poco menos que una oveja negra debido a su modo de vida poco convencional y a su literatura transgresora y atrevida. María José recordaba las admoniciones escuchadas desde su infancia por parte de sus mayores prohibiéndoles leer las obras de quien ellos conocían como el «tío Pepe», eludiendo su sobrenombre literario. Pero lo cierto es que en la casa toda, a pesar del rechazo familiar, a pesar del tiempo transcurrido y del expolio que sufrió durante la Guerra Civil, se notaba aun de alguna manera el aliento de Muñoz. En la planta baja, una habitación con zócalo de azulejos de estilo andalusí, sorprendente en esa sobria tierra castellana, recordaba aun que ése era el pequeño habitáculo que el autor utilizaba para fumar kif y cigarrillos egipcios durante sus estancias en Tendilla, encontrándose entonces, al parecer, adornado con alfombras y cojines al uso oriental. Así recordaría precisamente Dorio de Gadex al escritor, si bien que en otra localización diferente:

«Envuelto en el blanco sulham, tendido sobre cojines de Fez, fuma lenta y supremamente el kiff, y en su rostro pálido, de suprema aristocracia, hay una inmovilidad de ensueño infinito, un enigma de silencio y de éxtasis, como una visión de eternidad»38.



En otra estancia del piso superior, un precioso brasero calado con filigranas geométricas permanecía allí desde que Isaac lo trajera de uno de sus viajes por el Magreb. Poco más allá, y de idéntica procedencia, se advertía un hermoso tapiz tejido en sedas, con diseño de inspiración arábiga. Pero además, a la vista seguían estando las numerosas referencias encontradas en sus obras literarias, que ahora cobraban su verdadero sentido. Así se podrían explicar las alusiones a casas solariegas castellanas que aparecen en Vida, en Voluptuosidad o en Alma infanzona, a casas con capilla, a salas con armaduras de caballeros y a enormes salones adornados con cuadros antiguos. También, aquellas expresiones en las que el autor parece sentirse partícipe de un antiguo y venerable tronco común, del cual él constituye la savia nueva:

«Daniel no soñó aquella noche; se hundieron sus espectros familiares y en aquella alcoba inmensa de viejos muebles, de perfume antiguo, de alma marchita, donde amaron sus abuelos, se sintió fuerte, se sintió joven, y una onda de luz y de calor le llenó el alma»39.



Pero aún me quedaba por encontrar la presencia más intensa, la más importante de Isaac Muñoz en la casona de Tendilla: sus propios libros, que hallé como vestigios yacentes sobre un arcón, pero primorosamente encuadernados por orden de su hermano menor, que lo quería y admiraba a pesar de lo diferente de sus personalidades. Su deseo de conservar intacta la memoria del escritor, fallecido prematuramente, llevó a Pablo Muñoz a encargar a un habilidoso artista, llamado José Panadero, la ilustración y encuadernación de las cubiertas de todos los volúmenes salidos de su pluma que la familia pudo recopilar. Y aquí sería cuando mis indagaciones hasta ese momento adquirirían un nuevo y magnífico sesgo, pues, conociendo ya la mayoría de las obras de Muñoz por haberlas consultado en la Biblioteca Nacional40, al extraer de su refinado estuche el volumen de mayor tamaño de cuantos allí había, descubrí un original manuscrito cuyo título, La Serpiente de Egipto, me resultaba desconocido. Se trataba, como luego de un análisis grafológico pude confirmar, de un texto que había permanecido inédito desde que su autor lo concluyese. Es decir, tenía entre mis manos una novela que había redactado de su puño y letra Isaac Muñoz, y que había dejado preparada para imprenta, sin que, por razones que se nos ocultan, llegara nunca a ver editada.

Dicha Serpiente de Egipto responde a la egiptofilia tan en boga desde al menos la segunda mitad del XIX, y en ella toman cuerpo nuevamente las particulares obsesiones de Muñoz: la búsqueda de la belleza, la torturante relación Eros/Thánatos, la estética del dolor y la exaltación de la sangre, temáticas todas ellas que lo vinculaban nítidamente con un simbolismo decadente de matiz orientalista.

Pero el hallazgo de su casa solariega y de sus libros, incluso de este hermoso original póstumo, no iba a ser la única aportación que me deparase la pequeña localidad castellana. En mi siguiente visita, ya en septiembre de ese mismo año, invitada por María José Cano Muñoz para investigar libremente durante varios días, ésta me llevaría a conocer el cementerio de la localidad, donde pude experimentar otro emocionante episodio al contemplar la lápida con el nombre de Isaac Muñoz en el panteón familiar41, más aún cuando sabía que en el momento de su muerte, su padre, y probablemente también sus hermanas, no permitieron que fuera enterrado allí, y que sólo tiempo después, por mediación de su hermano Pablo y de su madrastra, pudieron trasladarse sus restos para que descansaran para siempre en el solar de sus mayores.

Además de recorrer las habitaciones más significativas de la casa en innumerables ocasiones, de perderme en sus vericuetos, de traspasar sus puertas ocultas y registrar minuciosamente una bien surtida biblioteca con miles de volúmenes42, tuve la oportunidad también de conocer a la madre de mi anfitriona, María Luisa Muñoz de Solano. Frente a la abierta hospitalidad que me brindó la primera en todo momento, fascinada como estaba al conocer paulatinamente aspectos de la trayectoria de su tío que ignoraba hasta la fecha, su madre parecía albergar ahora, a pesar de su cortesía, algún tipo de recelo, pues no acertaba a comprender qué razones podían llevar a alguien a estudiar la figura de Isaac Muñoz. Reiteró, eso sí, lo que ya me había dicho su hija, en el sentido de que la familia estaba distanciada del escritor, y añadió una significativa alusión a su muerte, producida, según ella, «en aquellas circunstancias», sin precisar a qué se estaba refiriendo.

Poco después, y gracias nuevamente a la mediación de la sobrina nieta del autor, pude concertar en Madrid una entrevista con otro de sus sobrinos y hermano de su madre, José Manuel Muñoz de Solano, un tanto retirado del resto de la familia y, quizás por ese motivo, más dispuesto a hablar acerca de Isaac. Me recibió con suma amabilidad, y por él supe que las «circunstancias» a que aludía su hermana se referían a que, en el momento de su muerte, el escritor se hallaba viviendo desde hacía varios años con una mujer con la que, para escándalo de su familia, nunca había llegado a casarse43 pero con la que tendría un hijo. Según su relato, tras el fallecimiento de Muñoz, esta mujer -todavía anónima para mí en ese momento- fue con el niño a ver a la familia del autor, quien, tras ofrecerle una cantidad indeterminada de dinero, la despidió por la ilegitimidad de su relación y del hijo habido entre ambos.

Así las cosas, cada nuevo paso que daba abría un estimulante y prometedor camino en mis investigaciones, y me hacía sentir, en verdad, poseída por esa curiosidad narrativa que me impulsaba a reconstruir cada detalle de la trayectoria biográfica de Isaac Muñoz, como si de alguna manera estuviera escribiendo, más que una tesis doctoral, la narración de una vida fascinante. Ese Muñoz de quien Dorio de Gadex dijera que era «enigmático, extraño, absolutamente incognoscible»44 iba, pues, revelándoseme paulatinamente.

Tras mi estancia investigadora en Tendilla tenía nuevos datos e indicios que confirmar, y cada vez más piezas iban encajando en su sitio. Así, una vez averiguada la fecha exacta de su fallecimiento por la lápida de mármol blanco que contenía su nombre en el panteón familiar, me encaminé al Registro Civil de Madrid con el objeto de solicitar su Certificado de Defunción. Una vez conseguido, comencé también a comprender muchas cosas, puesto que éste revelaba como causa de la muerte -si bien eufemísticamente- lo que entonces se consideraba enfermedad infamante de la sífilis, también conocida como el mal del siglo. Esta situación arrojaba luz de igual modo sobre la referencia de su sobrina a la muerte del escritor en «aquellas circunstancias», implícitamente vergonzosas, porque así debió de ser vivido por parte de su familia. Pero también se hacía comprensible el progresivo alejamiento de Isaac Muñoz con respecto a los círculos literarios que se produciría en sus últimos años de vida, pues la sífilis era entonces una enfermedad con una larga pero implacable evolución, que acababa ocasionando la muerte del paciente en unas penosas condiciones finales.

Por otro lado, y casi simultáneamente, dedicaba mis esfuerzos a una exhaustiva búsqueda hemerográfica, tratando de encontrar el reflejo de la desaparición del autor en la prensa escrita. Tras horas de paciente revisión de publicaciones periódicas, pude dar con una sentida necrológica publicada en el periódico del que había sido colaborador durante tantos años, el Heraldo de Madrid, en la cual se recogía que el escritor había fallecido internado en un sanatorio del entonces pueblo madrileño de Vallecas45. El siguiente paso fue, como es fácil deducir, la consulta de su Archivo Histórico. Por el documento anexo al Padrón de 1924 donde se da cuenta de las bajas producidas por defunción, pude saber que Muñoz llevaba tres años residiendo en dicha localidad. Ampliando después la consulta de los Padrones, pude localizar también una casa en la calle Manuel Vélez, número 9, donde habría residido el autor, acompañado efectivamente de una mujer y de un hijo que abandonaban finalmente y ante mí su anonimato. Sus nombres: Carmen Peracho Ortega y José Luis Muñoz Peracho.

El reto que se me planteaba consistía en no dejar detenida la investigación en ese punto, sino tratar de averiguar algo más acerca de quién había sido la compañera de Isaac Muñoz, al objeto de confirmar datos todavía en cuestión, o de recoger posibles nuevas aportaciones documentales. Puesto que «Peracho» es un apellido ciertamente poco común, si había suerte, y los posibles familiares de Carmen Peracho continuaban domiciliados en Madrid, quizás podría localizarlos mediante un recurso tan prosaico como útil en ocasiones, la guía de teléfonos. Redacté, pues, una carta explicando mi situación y el objeto de mi búsqueda, y la envié a todos los «Peracho» que aparecían en dicho listín telefónico. Varios de ellos me contestaron, pero ninguno parecía saber nada de Carmen Peracho Ortega. Incluso alguno, amablemente, me explicaba el origen del apellido, o me decía de dónde era oriunda su familia. Hasta que un día, a comienzos de 1994, se produjo el hallazgo. Recibí una llamada telefónica de un señor llamado Vicente Peracho García, quien declaraba ser sobrino carnal de Carmen, a la que había conocido y tratado mucho, sobre todo de niño. Para mayor fortuna, Vicente Peracho, pintor, tenía previsto inaugurar una exposición en Granada, ciudad donde yo residía, pocas semanas después. Así que concertamos una cita, en la que, a través de las fotografías que puso en mis manos, pude conocer físicamente los rasgos de la compañera sentimental de Isaac, así como del hijo de ambos, fallecido en su temprana juventud a causa de una peritonitis. Retratos familiares que mostraban al niño disfrazado de Pierrot o vestido de marinero, solo o acompañado por su madre. Testimonios conmovedores de lo que debió de ser la vida cálida y cotidiana de Isaac Muñoz en la última etapa de su vida, al menos desde 1917, fecha del nacimiento de su único hijo. Vicente Peracho explicó también que su tía Carmen era una mujer alta y delgada, con un aspecto distinguido y unos hermosos ojos grises con matices azulados, y así se seguía mostrando en una fotografía que la retrataba, ya anciana, erguida y arreglada pero vestida impecablemente de negro, guardando un luto que venía durando ya décadas. Dotada de fuerte carácter y cultivada, su sobrino la recuerda sumida en la desolación desde la pérdida de sus dos seres queridos, cuya huella marcaba cada rincón de su casa, situada ahora en el madrileño barrio de Tetuán de las Victorias, donde parecía haber consagrado su existencia a la evocación melancólica. Por desgracia, había fallecido hacía poco tiempo, en una fecha que Vicente Peracho no pudo precisar, pero en torno a 1992, y con su pérdida había desaparecido cualquier último legado del escritor.

Este fue, contado muy a grandes rasgos, el primer proceso de investigación que realicé en profundidad sobre un autor finisecular, un proceso apasionante, largo, complejo, que algunos de los amigos hoy aquí reunidos conocen bien por haberlo oído de mis labios en charlas informales, adornadas de anécdotas y peripecias que aquí han sido omitidas en aras de la claridad argumental, pero que nunca hasta hoy había sistematizado y puesto por escrito. Sin embargo, mi contacto actual con alumnos y doctorandos me hace considerar la posibilidad de que quizás se pueda extraer alguna enseñanza útil de la narración de una experiencia de investigación en primera persona, con la seguridad de que no me resultan extrañas las fases de desaliento y de sensación de caminar a ciegas que ellos viven ahora, así como el abrumador peso de lo que se puede llegar a sentir como inabarcable presencia bibliográfica y la indudable dificultad que se siente a la hora de ordenar el profuso material y darle una forma discursiva que satisfaga aquella curiosidad a la que hacía referencia el personaje de la novela Posesión. Todo ello entreverado con instantes luminosos en que predomina la inefable sensación de hallazgo y un gratificante sentimiento de empatía con el objeto de estudio. Pero, al fin y al cabo, como decía Nicolás Marín, «[...] Toda obra intelectual, [...] es el resultado de mucho esfuerzo y de mucho sacrificio [...]. El texto claro es el final de un doloroso proceso creador, incluso en la crítica literaria, tan semejante en sus dudas, ratificaciones y anhelos a la obra artística»46.

Después de ese intenso acercamiento inicial, y aunque haya ampliado mi campo de acción a otros muchos de sus contemporáneos, he seguido siempre vinculada, de alguna manera, a la figura y a la obra de Muñoz, continuando con pequeños descubrimientos que han ido jalonando estos últimos años. La memoria gráfica del autor se ha ampliado con tres nuevas fotografías de primer plano reproducidas en la revista Nuevo Mundo47, así como con una curiosa tarjeta postal impresa en Argelia, que lo muestra ataviado a la usanza árabe48. La postal fue hallada por Vicente Peracho tiempo después de nuestro primer encuentro, entre los papeles privados de su padre, y constituye para mí un precioso pequeño tesoro, ya que tuvo la gentileza de hacerme donación de la misma. Bajo la fotografía de Isaac Muñoz, la pluma del hermano de Carmen Peracho anotó con tinta azul la fecha de su muerte a modo de recordatorio. En el reverso, la misma mano escribió con tinta roja el nombre, «Isac [sic] Muñoz Llorente» y el parentesco que los unía: «Cuñado».

En ese sentido, también ha resultado significativo el hallazgo de su exlibris, diseñado por Juan Gris49, al igual que el de otros de sus compañeros en la lucha por la renovación modernista como Francisco Villaespesa o Manuel Machado, para su reproducción en 1905 en las páginas de la efímera revista Renacimiento Latino, una de tantas que fundara el siempre emprendedor poeta almeriense50. El del escritor granadino, en concreto, muestra un libro abierto con una calavera tendida sobre sus páginas, junto a un reloj de arena, representando elocuentemente el tópico latino de Tempus fugit51.

La amplitud y calidad de las relaciones literarias y artísticas de Muñoz quedan puestas también de manifiesto por la presencia de su nombre en libros de memorias y epistolarios. Así, Villaespesa lo considera en 1911 «la mentalidad más fuerte y amplia de la juventud española»; Rubén Darío lo llama en ese mismo año «admirable artista»52; mientras que el escritor peruano Felipe Sassone se refiere a él en su autobiografía La rueda de mi fortuna como «un joven guapo y atildado que [...] se las daba de arabista y escribía cuentecillos y artículos con buen donaire en español, pero yo nunca supe que supiera el árabe»53.

En los últimos años he podido concretar también algunos detalles de la relación que mantuvo Isaac Muñoz con el importante librero y editor modernista Gregorio Pueyo, con el que publicaría sus obras Libro de las Victorias, La fiesta de la sangre, La sombra de una infanta, Alma infanzona y Esmeralda de Oriente»54. Gracias al contacto establecido con Miguel Ángel Buil Pueyo, bisnieto del editor, se ha podido recuperar una exótica tarjeta postal, remitida por Muñoz desde el Hotel Villa de France, en Tánger, el día 9 de abril de 1911, en la que el autor muestra su interés por adquirir varias obras de Darío y Villaespesa, que solicita le envíe Pueyo, además de conminarlo a que manifieste si «quiere o no» publicar una de sus novelas, cuyo título no menciona, para, en caso contrario, «hacer otras gestiones»55. Dada la fecha, probablemente se trate de Ambigua y cruel, que no fue, en efecto, publicada por Gregorio Pueyo, sino por la Imprenta Helénica unos meses más tarde.

A lo largo de todo este tiempo, y desde la publicación de mi tesis por parte de la Universidad de Granada en 1996, he continuado localizando nuevos trabajos periodísticos de Isaac Muñoz en revistas como Europa56 o España Nueva57, o en periódicos como El Telegrama del Rif58, así como abundantes reseñas de sus obras, firmadas por, entre otros autores59, Eduardo Gómez de Baquero, Nicasio Hernández Luquero o Andrés González Blanco, quien afirmará elocuentemente:

«Isaac Muñoz es un artista, plenamente artista y nada más que artista. Las palabras le fascinan como piedras preciosas. Tiene el gusto oriental de las descripciones pomposas, del estilo resplandeciente como una gema. Sólo la vida le interesa; y luego la vida traducida en frases. Es de los que piensan que el mundo ha sido hecho para llegar a un buen libro. Por eso no es extraño que le preocupe escasamente la moral y la sociología. Sus novelas no son edificantes, ni a cien leguas de ello. Son novelas llameantes de lujuria africana; novelas cuyas páginas están calcinadas por un sol de fuego»60.



La investigación sobre el escritor sigue, pues, su curso. Un devenir que ha ido entremezclándose, con el paso del tiempo, con otros nombres, libros y autores, volviéndose aún más intenso y contribuyendo a dibujar un panorama bastante más complejo y pormenorizado de lo que fue el momento de entre siglos, tan propicio a los escritores bohemios, raros y olvidados. Por el camino se hace cierta, además, la cita de Oscar Wilde, cuando señala que «[...] Un gran poeta, un poeta realmente grande, es la más prosaica de todas las criaturas. Pero los poetas menores son absolutamente fascinantes». Isaac Muñoz, créanme, es buena prueba de ello.





 
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