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Balance del cervantismo de Francisco Rodríguez Marín


Daniel Eisenberg1





Tiene cierto sentido que haya procedido de Andalucía el erudito calificado justamente como el mayor cervantista de todos los tiempos. Me refiero, naturalmente, a Francisco Rodríguez Marín, nativo de esta comarca, del oriente de la provincia de Sevilla, de la vecina ciudad de Osuna. No ha habido otro cervantista tan famoso, ni en España ni en el extranjero, ni otro que haya ocupado puestos tan relevantes que director de la Biblioteca Nacional y presidente de la Real Academia Española. No hay otro cuyas publicaciones han estado continuamente a la venta durante casi un siglo.

Yo mismo comencé mi contacto con Cervantes y Don Quijote a través de una edición de Rodríguez Marín, y esto era frecuente entre las personas de mi generación. Se trata de la edición de Clásicos Castellanos, ocho tomos en rústica, adquiridos en la Casa del Libro, durante mi primera visita a España, a los dieciocho años. Mis ejemplares muestran muchos pasajes subrayados y notas en las márgenes de las páginas.

Rodríguez Marín no fue nunca catedrático ni profesor. Era «hombre del siglo XIX», como le califican los que le han estudiado. Cayó dentro de aquel humanismo, medio desaparecido hoy, que compartía el interés por las letras y artes con el ejercicio de una profesión. En su caso, fue el periodismo, en Osuna, y después la abogacía, en la capital provincial. Las dos profesiones se ocupan de hechos, de acontecimientos, de documentos. Hay que buscar, mediante estas «herramientas», una verdad histórica a veces necesitada del investigador para descubrirse.

Esta misma actitud hacia los textos y documentos sirve como principio organizador de todo el esfuerzo cervantino de Rodríguez Marín. Era un hombre que leía, escuchaba, apuntaba, hacía sus papeletas, y anotaba lo necesitado de aclararse. Explicó los vocablos oscuros, las referencias a libros raros, a geografía desaparecida, a la sociedad de la época. En este aspecto su contribución no ha sido superada, y dudo que lo sea nunca. Pero al mismo tiempo es su limitación.

Quisiera dar a los que no conocen quién fue Rodríguez Marín, una vista de pájaro de su trabajo y escritos. Primero, unas obras que caen fuera de mi pericia, y que sólo puedo nombrar. Fue poeta y cuentista, además de periodista. Falta un examen de conjunto de estos textos suyos, en gran parte sin recoger. También fue paremiólogo y colector de cantares populares andaluces, de coplas amorosas y de palabras. Documentó mucha cultura popular andaluza hoy desaparecida.

Rodríguez Marín llegó, por su estudio de la poesía popular andaluza, a la poesía erudita, y de allí a la literatura clásica de la época de Cervantes. Cuando se miran sus proyectos en conjunto, se percibe que los autores que estudiaba son en su gran mayoría andaluces, y precisamente los autores a los cuales Cervantes leía y conocía.

Sus proyectos de literatura clásica son de gran alcance y resonancia. También, trabajador infatigable, son proyectos que pudo llevar a cabo. (Es fácil crear proyectos, pero más difícil realizarlos.) Comienzan con una tarea altamente meritoria: la única edición completa de las Flores de poetas ilustres del poeta antequerano Pedro de Espinosa. Se trata de la edición príncipe de la segunda parte de la obra, y la única edición desde la príncipe, de 1605, de su primera parte. Las Flores son una antología poética, publicada el mismo año que Don Quijote. Es una visión única de la «nueva poesía» de la época, y el hecho de que quedó truncado el proyecto aurisecular demuestra que la poesía, en la época de Cervantes, no se vendía, igual que hoy.

Rescatar esta obra, y publicar por primera vez su segunda parte, fue una contribución fundamental de Rodríguez Marín (con la colaboración de Juan Quirós de los Ríos). No sólo la elaboración de la edición, sino también el encontrar cómo costearla, muestran calidades intelectuales y administrativas nada comunes, ni entonces ni hoy.

Además de esta magna obra, Rodríguez Marín publicó otros estudios y ediciones de poetas andaluces: una monografía sobre Luis Barahona de Soto, un estudio y edición de las Obras de Pedro de Espinosa, una edición de las Poesías de Baltasar de Alcázar, publicada por la Real Academia. También estudió prosistas contemporáneos como Mateo Alemán, Gálvez de Montalvo y Suárez de Figueroa.

Mi profesor de Cervantes, Alan Trueblood, nos dijo a la clase que aun sin escribir Don Quijote, Cervantes hubiera sido un autor importante por sus otras obras. Lo mismo Rodríguez Marín: lo que hizo para la literatura castellana clásica, dejando totalmente aparte a Cervantes y a sus trabajos de lexicólogo y paremiólogo, le identifican como un erudito importante.

Pero naturalmente, no nos acordamos de Rodríguez Marín hoy por sus poesías y cuentos, sus colecciones de cultura popular ni por sus estudios sobre poetas del Siglo de Oro, sino por sus trabajos cervantinos. Francisco sin duda hubiera querido que nos acordáramos de él principalmente como cervantista.

Parece probable que el bachiller Francisco de Osuna, como se autodenominó, sintiese un paralelismo, una identificación de su carrera con la de Miguel de Cervantes. Los dos eran andaluces. (Espero que nadie, a estas alturas, siga calificando a Cervantes de alcalaíno.) Los dos, aprendices de poeta, aunque no alcanzaron mucho éxito en el género. Los dos querían ser famosos y recibir público aplauso; los dos eran patriotas. Igual que Cervantes, Rodríguez Marín no menciona nunca a su esposa. (Su único trabajo de contenido «femenino» es Coser y cantar.) Cuando se escapa de Madrid durante la Guerra Civil, se refugia en «un lugar de La Mancha», como él mismo lo especificó en un libro de 1939.

El trabajo cervantino de Rodríguez Marín es un derivado de sus exploraciones en la cultura popular andaluza. Comienza su trabajo, en efecto, en Sevilla, con El Loaysa del «Celoso extremeño», su libro menos reputado de parte de los cervantistas actuales. Pero le siguieron unos trabajos fundamentales: sus ediciones de tres Novelas ejemplares. Su novela predilecta debe de haber sido la sevillana «Rinconete y Cortadillo», editada en 1905 y reeditada en 1920. Le siguieron ediciones de «La ilustre fregona», 1917 y de «El casamiento engañoso y coloquio de los perros», 1918. Las anotaciones son todavía útiles, y la introducción de Rodríguez Marín a su edición de «Rinconete» se reeditó en 1992.

Cuando llegamos a las ediciones de Don Quijote, sin embargo, encontramos la más enjundiosa contribución de Don Francisco. Elaboró en vida tres ediciones de la novela, cada una más y mejor anotada que la anterior: la de «Clásicos La Lectura», en ocho tomos, de 1911-1913; la «edición crítica», en seis tomos (1916-1917) y la «nueva edición crítica», en siete tomos (1927-1928). La última fue reeditada póstumamente, con correcciones y nuevas notas, en diez tomos (1947-1949).

La gloria de estas ediciones cervantinas de Rodríguez Marín son sus anotaciones. Cabal anotación, a toda la extensión que quería, con múltiples apéndices, según su criterio. No tenía que limitarse, ni resumir o remitir a discusiones de otros, como lo hacen otros editores y comentaristas. Sin restricciones económicas, con todos los recursos culturales de España a su disposición, con los libros de la Biblioteca Nacional a donde y cuando quisiera usarlos, representan el cenit de la edición anotada de Cervantes. Desde Rodríguez Marín han pasado más de 50 años, y no ha habido, ni puede que haya nunca, ediciones tan ricamente anotadas.

Ahora bien. Aun con ser el mayor cervantista de todos los tiempos, Rodríguez Marín fue todavía un ser humano. Tuvo sus defectos, prejuicios y cegueras, igual que todos nosotros.

Mi primera sospecha de que algo había de falsedad, fanfarronería o manipulación en la actividad cervantina rodriguezmarina me llegó bastante después de mi primer contacto con él. Fue cuando me di cuenta de que aquella edición que había comprado en la Casa del Libro en 1965 no era de los años cincuenta, como rezan sus portadas, sino de los años 1911-1913. Había comprado la edición de Rodríguez Marín que según su fecha era la más reciente, pero era en realidad la más antigua y caduca de las suyas.

No es lo fácil que debería de ser, el distinguir entre todas las cuatro ediciones de Don Quijote elaboradas por Rodríguez Marín. La primera -la de Clásicos La Lectura- está todavía a la venta, con fechas engañadoras. La póstuma también se llama, en las portadas de todos sus diez tomos, la «nueva edición crítica», copiando esta designación de la de 1927-1928. Otras veces, para no confundir, se designa como la «Edición del Centenario», término que no aparece en la edición misma. Estas dos ediciones, la de Clásicos La Lectura, ahora Castellanos, y la «del Centenario» son las que circulan actualmente. Su «edición crítica» y «nueva edición crítica» son piezas de bibliófilo.

Cuando me enteré de la verdadera cronología de estas ediciones, me arrepentí de mi primera compra. También quedé sorprendido ante el hecho de estar a la venta dos ediciones del mismo editor. Es el caso también de las ediciones de Don Quijote de Martín de Riquer, otra vez la más vetusta -la de Editorial Juventud- la más fácil de encontrar. Pero las de Rodríguez Marín estaban separadas por 40 años en su elaboración. Me sorprendí también ante la falsedad de las engañadoras portadas de la Editorial Espasa-Calpe, que han engañado, me consta, a muchos otros lectores inocentes. Lo atribuí a la falsa política comercial de la casa.

Estaba a la venta todavía -estamos en los años setenta- la edición póstuma de 1947-1949. Así que compré esta edición también, ya informado de que era más completa y más comentada, con treinta y tantos apéndices. Dejé de pensar en el asunto. La casa Espasa-Calpe me había engañado, pero ya poseía, por fin, la última edición del erudito ursaonense.

Cuando, hace unos quince años, me puse a trabajar en las cuestiones textuales de Don Quijote, me di cuenta de otro aspecto de lo que poco después llegaría a calificar de imperialismo cervantino de Rodríguez Marín. Rodríguez fue muchas cosas -bibliotecario, académico, abogado, periodista, editor, empresario- pero no era filólogo. Aunque redactó notas sobre todo lo popular y andaluz en las obras de Cervantes, no se molestó en informarle al lector de las diferencias textuales entre las ediciones de Juan de la Cuesta. Las cuestiones textuales, la depuración del texto de Cervantes, le tenían sin cuidado. Lo arreglaba a su manera, a lo que «le parecía bien», y ya estaba. Peor todavía, no dejó constancia de sus cambios.

Para el colmo, calificó sus ediciones más importantes de «críticas». Tal término, para el filólogo, significa una edición cuyo texto ha sido estudiado, depurado y, cuando necesario, reconstruido. Se exige el uso de todas las versiones relevantes del texto de la obra, y una documentación minuciosa de las decisiones tomadas. Pero Rodríguez Marín, director de la Biblioteca Nacional, incluso no entendía lo que era una edición crítica. Sus ediciones tenían y tienen mucha utilidad, nos brindan sobrados datos, pero ¿críticas? Ni cosa que se le parezca. Su mal uso del término ha tenido, en España especialmente, muchos seguidores.

No tanto por actos explícitos suyos, sino por un vasallaje espontáneo de parte de los editores, lo que estaba en contra de la línea de Rodríguez Marín no encontraba salida al público. El caso más serio, en cuanto a los textos de Cervantes, es la edición elaborada por dos filólogos, Adolfo Bonilla y San Martín, y Rodolfo Schevill. Preparada con un rigor textual no superado hasta la reciente edición del filólogo Francisco Rico, ofrecía una edición con notas textuales y con documentación de las enmiendas introducidas. Esta edición no despertó ningún interés en España. Tuvo que publicarse particularmente, por cuenta de los filólogos aludidos, con una subvención de una particular norteamericana, según consta en la edición misma. Apenas se reseñó.

Se trata también, en el caso de la edición de Schevill y Bonilla, de otra cosa que a Rodríguez Marín no se le ocurrió. La edición de los dos filólogos es una edición de las Obras completas de Cervantes. Las obras completas de Cervantes incluso no creo que le interesaran a Rodríguez Marín.

Lo que sí le gustaron eran las obras que pintaban las clases populares, sobre todo en un contexto andaluz. Su edición de las Novelas ejemplares para Clásicos La Lectura (1914-1917) no incluye sino la mitad de ellas: «La gitanilla», «Rinconete y Cortadillo», «La ilustre fregona», «El licenciado Vidriera», «El celoso extremeño», «El casamiento engañoso» y «El coloquio de los perros». Son precisamente las que hoy se leen más, y hay que reconocer el influjo de nuestro erudito ursaonense. Una novela cuya acción ocurre fuera de España, como «El amante liberal», o que es más filosófica y sicológica que popular -«La fuerza de la sangre»- no le interesaron. No podía comentarlas.

La obra que Cervantes consideró la mejor de las suyas, la que llegaría «al extremo de bondad posible» en sus propias palabras -Los trabajos de Persiles y Sigismunda-, no despertó ningún interés de parte de Rodríguez Marín. Hemos tenido que esperar hasta que Rafael Osuna y Juan Bautista Avalle-Arce la rescataran. Creo que el término «rescate» es correcto, y el que haya obras de Cervantes que haya sido necesario rescatar del trato del gran cervantista Rodríguez Marín es índice del grado de distorsión vigente.

Cervantes le convierte en lo que él mismo era, un periodista andaluz del siglo XIX -un observador, un mirón, un escritor, un documentador. Ya que Rodríguez Marín no fue pensador ni tuvo inquietudes filosóficas, pues Cervantes no las tuvo tampoco. Rodríguez Marín era un católico monárquico, y Cervantes igual.

Entre todos los escritos cervantinos de Rodríguez Marín, no hay ninguna monografía, ninguna visión de conjunto. Rodríguez Marín no tenía una visión de conjunto de Cervantes. La tarea era documentarle y anotarle, y con esto ya todo estaba hecho. Por decirlo con otras palabras, el mayor cervantista de todos los tiempos no escribió el mayor libro cervantino de todos los tiempos. Éste -el mayor libro cervantino- es El pensamiento de Cervantes, publicado en 1927 por el filólogo y pensador Américo Castro. En su prólogo, su famosa denuncia de la creencia de que ya no quedaba nada que decir sobre Cervantes, que los estudios cervantinos estaban paralizados, está dirigido al estado del cervantismo bajo Rodríguez Marín.

Rodríguez Marín no quería que otros estudiaran a Cervantes. Al parecer, su opinión era que no hacía falta. Aunque hubo homenajes dedicados a Rodríguez Marín, ninguno consiste en estudios cervantinos de otros eruditos, como es el caso de los juegos dedicados a Menéndez Pidal y a Menéndez Pelayo. El homenajear a Rodríguez Marín era reimprimir las obras, o el catálogo de las obras, de Rodríguez Marín.

Éste promovía incansablemente su propia obra. Hubo reparos sobre su primera edición de Don Quijote: en una larga reseña de Américo Castro, por ejemplo. En vez de aprender de la crítica y mejorar o corregir su edición, su respuesta fue la publicación de una pequeña antología de reseñas favorables: Algunos juicios acerca de la edición crítica del Quijote anotada por D. Francisco Rodríguez Marín. Sácalos a luz extractados y compilados un amigo del editor. El amigo entusiasta del editor era naturalmente el editor mismo. Aparece al final de esta obra un «Catálogo de las publicaciones de Francisco Rodríguez Marín», numeradas, que entonces llenaron tres páginas. Se repetía este catálogo, cada vez más crecido, al final de la mayoría de sus obras, las más veces editadas por él mismo sin ningún control editorial.

Se ocupaba en que todos sus estudios cervantinos estuvieran a la disposición de todos, no sólo por separatas de venta pública, sino por seudoseparatas y reediciones de artículos de periódico en forma de cuadernillo. Las conferencias que le gustaba dar, las publicaba y republicaba.

Quien recorra la exposición encontrará obras como «Adiciones y enmiendas al comento de MI nueva edición crítica (1927-28) de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha obra utilísima para la más provechosa lectura de MIS tres ediciones anotadas de la inmortal novela». Editó su propio epistolario. Preparó su propio homenaje. Es él mismo quien nos informa que sus notas a Don Quijote son «aun más interesantes y demostrativas» que las de la edición anterior, que ha ilustrado «por primera vez más de setecientos lugares, algunos, no entendidos a derechas antes de ahora», y sobrados comentarios por el estilo.

Rodríguez Marín incluso tuvo un acólito: Aurelio Baig Baños, director de la biblioteca de la Casa de Velázquez. Baig no aparece en los estudios cervantinos sino como defensor de Rodríguez Marín. Participó en la empresa rodriguezmariniana de desprestigiar al gran archivero Cristóbal Pérez Pastor. Baig explica, por ejemplo, que aunque Pérez Pastor descubrió y publicó muchísimos documentos cervantinos, Rodríguez Marín tuvo una lista más completa. Hoy la colección de Pérez Pastor es difícil de encontrar, pero la menos importante colección de Rodríguez Marín se reimprimió en su Estudios cervantinos póstumo.

Quisiera hacer constar que Rodríguez Marín no sólo menospreció la contribución documental de Pérez Pastor, que hizo posible la documentada biografía de Fitzmaurice-Kelly, que no pudo publicarse en España. También un documento inédito, descubierto por Pérez Pastor pero sin publicarse, lo publicó y republicó Rodríguez, sacándole mucho provecho, sin indicar jamás que realmente fue Pérez Pastor quien lo había descubierto. Fue un acto de mezquindad, completamente innecesario, el no reconocer su deuda a Pérez Pastor. Igual, en sus comentos a Don Quijote se aprovechaba de los trabajos de comentadores anteriores, sin hacer constar, muchas veces, la fuente de sus datos.

Otros también lo han hecho. Quien esté sin pecado, que tire la primera piedra. La obra del bachiller de Osuna es una mezcla de contribuciones positivas y negativas. Él es quien ha reclamado «El cordobesismo y el andalucismo de Miguel de Cervantes», que tenemos que agradecerle mucho. Pero también es quien se mete en cosas que no son de su competencia, como el supuesto retrato de Cervantes por Juan de Jáuregui. La autenticidad de este retrato, entonces recién «descubierto», no la defiende ningún historiador de arte ni antiguo ni moderno, pero para Rodríguez Marín, cayó de su peso. Hasta hoy no hemos conseguido desterrar este cuadro de la iconografía cervantina.

Hay un paralelo con la obra de Ramón Menéndez Pidal. Hoy se da por sentado que la literatura española comenzó con El Poema de Mio Cid, que Rodrigo Díaz de Vivar es el gran héroe de la Edad Media castellana, pero no es así. Bernardo del Carpio fue, para el Siglo de Oro, el gran héroe español. Fue Menéndez Pidal, con su edición crítica y su edición también de Clásicos La Lectura, en la cual defiende el «valor nacional del poema», quien ha creado esta honra para «su» Cid.

Se piensa, también, que Don Quijote ha sido siempre una figura «española», un símbolo de la nación. No es así, y este mito fue creado en el siglo veinte. Participaron varios en este proceso, pero el representante «académico» fue Rodríguez Marín. Las estatuas de Don Quijote y Sancho -y no de Cervantes- no han estado siempre en la Plaza de España en Madrid. Este logro se lo debemos.

Hay otro paralelo con Menéndez Pidal. Tanto Ramón Menéndez como Francisco Rodríguez vivieron muchos años, conservando su buen estado mental hasta los últimos momentos. Los dos no sólo dominaban sino controlaban su materia. Lo que no estaba en su línea, lo que no aprobaron, tenía que publicarse o a cuenta de los eruditos, o en el extranjero. Éste fue, por ejemplo, el caso del ataque de Spitzer al supuesto realismo del Cid, y la biografía de Cervantes por Fitzmaurice-Kelly. Si hubieran muerto más joven, triste es decirlo, los estudios tanto medievales como cervantinos hubieran tenido un progreso que se retrasó muchos años.

¿El balance? No fue Rodríguez Marín una de estas personas que no sólo desperdician el papel, sino que hacen daño. Al contrario. El pequeño daño que hizo, el retraso que se produjo en los estudios cervantinos durante un tiempo, están más que compensados por sus aclaraciones de las vidas y obras de Cervantes, por sus ediciones, por hacer accesible a Cervantes, como lo fue para mí a la edad de dieciocho años. Puede enorgullecerse Sevilla de lo que ha contribuido, por su hijo Francisco Rodríguez Marín, el bachiller de Osuna, al mejor conocimiento y a la difusión de la obra de otro gran andaluz, Miguel de Cervantes.





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