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Bandoleros en escena: de la tragedia a la parodia

(El teatro de bandoleros: Enrique Zumel y otros dramaturgos)


Antonio Cruz Casado





La configuración del imaginario popular, en lo que se refiere a la figura arquetípica del bandolero andaluz, cuenta con una serie de elementos procedentes del mundo de la literatura. A través de diversos textos que, además de su valor artístico intrínseco, pueden ser considerados como fuentes auxiliares para la historia, un amplio público no siempre letrado pudo conocer y apreciar los hechos casi siempre ficticios que se atribuían a los míticos bandoleros. De esta suerte, junto a los pliegos de cordel, que ofrecían relatos extravagantes e imaginativos en torno a personajes reales o inventados, proliferaron las novelas de folletín enmarcadas en un ambiente de caballistas y, por último, las obras dramáticas que ofrecieron a un público ávido de ese tipo de hazañas situaciones y sucesos más concretos (puesto que transcurrían ante su propia vista de espectadores teatrales) pero no más verdaderos que los que le llegaban por la otras vías así como por medio de la tradición oral.

De algunos de esos dramas dimos ya noticia, en anteriores ediciones de estas mismas jornadas sobre bandolerismo andaluz, al ocuparnos de la figura de José María El Tempranillo1; en esta ocasión estudiaremos diversas piezas más y las situaremos en un contexto más amplio: el que hace referencia a otros bandoleros españoles que vivieron en la primera mitad del siglo XIX o cuya leyenda se forjó en torno al período romántico.

Creemos que no se ha reparado con la debida atención en que, por los mismos años en que se crea la novela romántica española, tras la etapa aparentemente vacía de narrativa que suele situarse en el siglo XVIII, está germinando también la novela de bandoleros. Los estudios sobre el período nos informan de que, entre las primeras novelas históricas que siguen de manera aproximada la línea del escocés Walter Scott, se encuentran Ramiro, Conde de Lucena (1823), de Rafael Húmara y Salamanca2, y Los bandos de Castilla o el caballero del cisne (1830), de Ramón López Soler, y que además a partir de la segunda mencionada se crea ya una trayectoria imparable que informa el sustrato básico de los grandes novelistas decimonónicos. Pues bien, hay una novela más, del mismo Ramón López Soler, que sirve de inicio el género de bandoleros y que sigue muy de cerca en el ámbito cronológico a Los bandos de Castilla: se titula Jaime el Barbudo o los bandidos de Crevillente, y se editó sólo dos años después, en 1832.

Se trata de una narración3 basada en un personaje histórico, pero que sólo conserva vagos ecos de la realidad del conocido malhechor levantino, Jaime Alfonso el Barbudo (1783-1824), en tanto que la mayor parte de la trama gira en torno a dos enamorados perseguidos injustamente, que sólo podrán unirse gracias a la intervención del bandolero noble y generoso. Retengamos algunos datos de lo dicho: un personaje y un ambiente históricos, la visión de un bandido que actúa en favor del débil injustamente maltratado por el poderoso, en una especie de justicia popular ajena a la oficialmente establecida, junto con una trama de carácter ficticio y folletinesco: éstos serán algunos de los rasgos que se repiten de manera continuada en el resto de las novelas en torno a los bandoleros más conocidos, ya sea el protagonista José María el Tempranillo, Diego Corrientes, Juan Palomo o los siete niños de Écija.

Pero en esta ocasión queremos dedicarnos a la expresión teatral más que a la narrativa, ya que la puesta en escena es un espectáculo indiscriminado para cualquier tipo de público, aunque, como sabemos, el acceso al texto de la novela por entregas era viable también para un público iletrado, al hacerse la lectura en voz alta, hecho que podía tener lugar algunos ratos en el taller de modistas o en la cocina familiar al lado del fuego; la lectura se hacía tanto para los que sabían leer, que eran los menos, como para los que por escasa edad o por falta de formación carecían de ese conocimiento. Sin embargo, en el teatro todo el mundo tiene la oportunidad de seguir la historia del bandolero y asistir a la narración de sus proezas, cuando no a la puesta en escena de las mismas, así como identificarlo por sus rasgos externos y su atavío, su comportamiento y su caballerosidad4. Las pautas de conducta que puede marcar un espectáculo visual como el teatro, fácilmente comprensible y asimilable para cualquier espectador, es algo de todos conocido, y más en nuestra época en la que, aunque el teatro parece batirse en retirada, surgen otros medios, como el cine o la televisión, que influyen enormemente en el comportamiento social. Y sin duda que el teatro de bandoleros influyó para que se les tuviese una consideración más bien positiva, casi heroica en algunos casos, sin reparar en que esos modelos de actuación habían sido personas reales al margen de la ley, malhechores y asesinos ya mitificados, que proponían explícita o subliminalmente ciertas actuaciones cuya influencia era, cuando menos, peligrosa. Recordemos al respecto lo que comentaba el periodista Pedro Gómez Sancho en un artículo de la revista malagueña El Guadalhorce (19 de marzo de 1839), acerca de la influencia de la figura del bandido en los jóvenes de la época: «Y no hay remedio. ¿A qué mozalbete animoso no le chispeará la sangre en el cuerpo, cuando vea pasear las calles de su lugar a uno de esos hombrarras [sic] haciendo piernas en su jaca cordobesa ricamente enjaezada, y llevando encima un parque portátil de armas prohibidas? ¿A qué corazón un poco ambicioso de gloria no causarán envidia el lujo de los relicarios y botonaduras, el honor de ser pregonado y el despejo y maneras cautivadoras con que saben estos campeones proporcionarse relaciones íntimas con personas de su rango? Por otra parte, ¿cuánto no conmoverá a un alma sensible la virtud de esos penitentes del desierto, que saben convertir el camino que frecuentan en una devota vía crucis? [nótese la ironía de la frase] Tan poderosos estímulos no deben ser perdidos para la juventud ardorosa y vividora de Andalucía»5.

Lo que parece fuera de toda duda es que este tipo de obras teatrales tuvo éxito, como atestigua Enrique Zumel al referirse a su drama José María y a otros parecidos, cuyos protagonistas son también bandoleros andaluces, y escribe al respecto: «Cuando logro atraer mil personas al teatro, y éstas espontáneamente aplauden y llaman a la escena al autor, y se repite el drama otra noche y vuelven, prueba de que algo bueno habrá en el conjunto defectuoso que usted censura»6, comenta el dramaturgo en conversación imaginaria con el crítico. De tal manera que no tiene reparos en confesar de manera explícita que escribe este tipo de obras pane lucrando, con una clara intención económica, y no con fines literarios o artísticos: «así es, que yo he escrito a conciencia para mi nombre literario, si algo puedo hacer para él, Guillermo Shakespeare, Enrique de Lorena, Cervantes y Sueños de un loco; para mi bolsillo, Diego Corrientes y José María»7. No puede darse mayor claridad en la justificación de la obra.

En la misma línea de atracción por lo popular andaluz se manifiesta un personaje galdosiano, en un episodio novelesco cronológicamente situado hacia 1841: «Hallábase entonces muy en boga el género andaluz, escenas de mujerío, guapezas de contrabandistas, amores y navajazos, con ceceo y habla macarena»8, escribe Galdós. Y para entretener los ocios forzados de la joven reina Isabel II y de su hermana, Mariano Centurión les suministra romances de ciego en los que se incluyen sucesos de majos y desafíos: «En tanto, si las señoras se aburren, yo les traeré otro romance andaluz, muy bonito...

-Ya hemos leído el de los guapos de Triana. Es precioso. ¡Cómo se parecen a ti en el modo de hablar! [la que interviene es la reina].

-Los que se parecen -dijo Luisa Fernanda-, son el Curriyo y Media-Oreja, cuando se van al Perché y tiran de las navajas...

-Traeré a las señoras la Feria de Mayrena, descripción en el gusto clásico y castizo, sin perjuicio de la gracia andaluza»9, añade Mariano. Previamente se ha indicado que «las niñas sabían de memoria trozos de esta literatura».

Era tal la atracción por estos productos que incluso los mismos malhechores podían convertirse ocasionalmente en espectadores de los dramas de bandoleros, como recuerda el censor Miguel de Manuel, hacia 1788, refiriéndose a una representación en Granada de la comedia de José Vallés, El más temido andaluz y guapo Francisco Esteban: «Por este capítulo de mala moral -escribe- son especialmente reprensibles las comedias de guapo, pues estos dramas representan ordinariamente un hombre amancebado que profesa el contrabando y defiende su profesión a balazos contra los ministros de la justicia. Unos contrabandistas crían a otros y el teatro los inflama a todos en la perdición. Cuando Martínez estuvo una temporada en Granada echó entre otras comedias la de Francisco Esteban. Estaba a la sazón en Granada Juan del Mármol, conocido comúnmente por el mal nombre de Zambomba y, no obstante de estar curándose de unas heridas, no quiso perder el espectáculo de su héroe. Fue al teatro y, de ver a Martínez hacer muy bien el papel de Francisco Esteban, se inflamó. Cuando llegó el caso de asesinar a Esteban, se desemboza Zambomba, que iba armado de dos charpas, y sin reparar que lo podían conocer y prender, exclamó: "¡Mal hecho! Por vida de...", y se salió. Toda la gente le dio paso y nadie se atrevió a ponérsele delante, aunque era público y notorio que estaba proscrito». Añade luego que estos espectáculos son altamente inmorales y deberían prohibirse por el mal ejemplo que suponen para los asistentes: «Semejantes frenesíes son muy contagiosos, y el teatro no debe dar causa a ellos. Unos guapos aprenden el mal idioma de otros, y en sus comedias se conserva este mal idioma, que en la apariencia es muy cortés, pero procedido únicamente de soberbia y desprecio de la sociedad humana. Está bien que se representen las acciones heroicas, que hartas han hecho los españoles, pero no las acciones injustas, escandalosas, seductivas de libertinaje y de independencia total, hechas por hombres ayudados de sus mancebas, proscritos por los tribunales, vasallos inútiles, despreciadores de la sumisión a las leyes, etc.»10.

El resultado de muchos de estos dramas carece efectivamente de calidad estética notable, como decía Zumel a propósito de sus piezas de bandidos, por lo que estos textos no se encuentran apenas estudiados ni siquiera reseñados en ensayos específicos o artículos de crítica literaria sobre este período; pero pensamos que serían profundamente atractivos para el público popular de entonces, público que en aquellos tiempos del siglo XIX y comienzos del XX tendría tiempo sobrado para emplear toda una tarde en asistir a la representación de los cuatro, cinco o siete largos actos de que podían constar el drama en cuestión.

Detengámonos ahora en algunos de estos textos de marcada índole popular en los que el componente dramático es fundamental. Ya señalamos como el origen de la novela de bandoleros puede situarse en la obra antes citada de Ramón López Soler; pues bien, entre las primeras piezas teatrales de la misma tendencia se encuentra un drama en tres actos y un epílogo sobre idéntico tema, Jaime el Barbudo (1853), de Sixto Cámara, que se estrenó en el madrileño Teatro de la Cruz, la noche del 2 de mayo de 1853 y que fue «sumamente aplaudido en sus numerosas representaciones» según se indica en la portada del texto impreso11.

Hay en esta pieza un fuerte componente romántico, hasta tal punto que se incluye en ella una adaptación de la conocida «Canción del pirata», de José de Espronceda, aplicada al bandolero, cuya figura es también símbolo de libertad y de exaltación del hombre al margen de la ley oficial. He aquí la canción, que parece haber sido acompañada de música, con un solista y un coro:

 
(Canta uno a toda orquesta)

 
UNO
   Con el puñal en el cinto 5
y el trabuco naranjero,
desafío al mundo entero
y el poder del huracán.
Hijo soy de la Aventura
y mi patria las montañas 10
que en sus lóbregas entrañas,
seguro asilo me dan.
 
CORO cantado por el cuerpo de bandidos

 
CORO
       Pasajero,
       ten la brida,
o a tu vida 15
pongo fin;
que es mi gloria
la venganza,
la matanza
y el botín. 20
UNO
   Puesta a precio mi cabeza
por el mundo se pregona,
pero si el Rey me perdona,
desprecio el perdón del Rey.
Que es mi dicha mi caballo 25
y la presa el bien que adoro,
la libertad mi tesoro,
la independencia mi ley.
CORO
      Pasajero, etc.
UNO
   Vivo Señor del desierto; 30
me dan música las fieras
y las aves carniceras
y el bramar del aquilón.
Y es mi gloria mi bravura
y la noche mi elemento, 35
la venganza mi contento
y el botín mi religión.
CORO
      Pasajero, etc.


En otro fragmento se advierte el acusado sentimiento del paisaje, tan propio del momento histórico romántico, puesto que la naturaleza puede considerarse una especie de prolongación de los estados de ánimo del personaje, y en último término del autor. En esta escena, Jaime aparece hondamente preocupado y recorriendo el paisaje, mientras monologa:

JAIME
Noche plácida y bella,
amiga fiel del alma dolorida; 225
¡cuánto presta consuelo
tu regalada calma deleitosa...!
Y vosotros ¡oh célebres lugares,
teatro de vandálicas hazañas;
palmeras del Oriente, 230
las de talle gentil y dulces pomas;
valles frondosos, húmedas cavernas
que servís de refugio al bandolero
errante y peregrino;
tuertas gargantas, empinadas cumbres 235
de Crevillente, sin igual fragosas;
¡oh! ¡cuántas veces resonar oísteis
en el silencio de la noche muda
mis ayes lastimeros!
¡Cuántas otras también, rey de la selva 240
venir solía triste y solitario
a derramar bajo peñasco duro
o en el fondo a esconder de las trenzadas,
limpias corrientes de plañir sonoro,
las lágrimas del padre, 245
del triste padre que ignoraba ¡oh cielo!
del fruto de su amor. ¡Hijo adorado...!
¡La esperanza de hallarlo sonreía
otra vez a mi afán, encantadora;
y el alma entonces, delirando bienes, 250
reverberaba en su cristal sombrío
los mágicos colores
de una estrella feliz, pronto apagada!

  (Reflexivo) 

Pronto apagada, sí; brilló un instante
para hacerme gustar el néctar grato 255
del bien; mas, ¡ay! cuando la dulce copa
a mis ardientes labios aplicaba,
¡la estrella entonces apagó su fuego!
¡la copa entonces se quebró en mis manos!
¡Cuán desgraciado soy...! Soñaba un día 260
poder reconciliarme con el mundo,
obtener su perdón... ¡y me lo niega...!
¡Inhumano...!

 (Cambio de tono) 

Es verdad que el de los míos
logré alcanzar, al fin; mas ni me atrevo 265
a decírselo, ¡ay Dios! Juraron todos
no transigir con su enemigo el mundo
y vengar en el crimen sus agravios.

 (Dudando.) 

Además que sin mí... ¡Oh! ¡Si pudiera
hacerles ver su error...! Si me prestasen 270
ora el Genio del Bien su dulce acento,
ora Eterna Verdad su lengua sabia...
¿Quién sabe...?, acaso... Y yo podría entonces...
¡Oh! Sí, sí; debo sin tardar probarlo,
que si el labio, elocuente, 275
a la virtud los torna,
podré decir al menos con orgullo:
«Si te di un criminal, en buena cuenta
también te quito, sociedad, setenta.»
Descargo me será; de todos modos 280
es fuerza abandonar estos lugares
donde del crimen el pendón tremola;
no quiero veros ya, montes amigos,
que hoy oprimís con vuestra masa enorme
mi pecho, fatigosos; 285

  (Con exaltación febril.) 

dejadme respirar aire más puro;
dejadme vaya a sepultar mi afrenta
allá en remotas vírgenes regiones
donde alzarse no puedan pavorosos
tanto testigo mudo, tanta sombra 290
cual me cerca do quier; aquí quedaos,
Genios precitos, hórridos espectros,
sangrientos manes que clamáis venganza...
¡Todos aquí quedad...! ¡Dejadme libre...!


Al final del drama aparece un detalle curioso, que quizás se dio en la realidad histórica del período: la decisión de abandonar la lucha y el robo del viandante o del rico y dedicarse a combatir al invasor francés. Al respecto dice Jaime:

JAIME
      Pues bien; no olvidad
que nos vemos elevados
de bandidos a soldados
de la patria libertad. 815
Guerra, pues, y cruda guerra
al francés con fiero brío;
¡guerrilleros...! ¡al avío!
¡no quede uno en esta tierra!
JAVEQUE
Listos están los arneses. 820
JAIME
Pues ya de cólera estallo.

 (Se dispone a marchar) 

¡Sus! ¡A caballo!
TODOS

 (Partiendo como una exhalación) 

¡A caballo...!
JAIME
¡Guerra, guerra a los franceses...!


Otro drama de bandoleros, también en verso, es Los siete niños de Écija, de Luis Mejías y Escassy, estrenado en el Teatro del Balón, de Cádiz, el día primero de abril de 1865. En la edición de la obra se indica que el éxito de la puesta en escena fue extraordinario y que posteriormente se representó en los principales teatros de España y Ultramar. Lo cierto es que se trata de una pieza poco conocida y nada estudiada, que tuvo una continuación, y que volvió a editarse a comienzos del siglo XX. En ella están presentes los componentes característicos de este teatro: exaltación de la figura del bandido, como héroe y protagonista del drama, numerosos sucesos de carácter melodramático y sentimental que prestan un marcado aire romántico a la acción, crímenes, duelos, hijos abandonados que no han conseguido conocer a sus padres, amores apasionados e imposibles, etc. Por ejemplo, el protagonista, Juan Palomo, está enamorado de la mujer elegida por su propio hermano don Juan, primero miguelete y luego bandido. Ese sentimiento trágico de la vida del bandolero aparece expresado por el héroe del drama con un ritmo de seguidillas:

JUAN PALOMO
Del bandido
triste es la suerte;
siempre busca la vida
do está la muerte.
Son sus derechos:
el vivir en el mundo
solo, y muriendo.
Si el corazón se arrulla
de un amor tierno,
el bandido no puede
pensar en ello.
Libres son todos:
libertad del bandido,
morirse solo12.


Su drama personal reside, como hemos indicado, en el amor que profesa a su futura cuñada, la cual se interesa por la causa de su situación anímica, por su tristeza insondable, a lo que él responde:


Bien sabes tú que en la vida
hay arcanos tan crueles,
que como duros cordeles
ponen el alma oprimida;
que no se pueden decir,
pues no se deben saber,
que no hay más que padecer
y callarlos y sufrir.
De esa lucha en la balanza
miro que muriendo estoy,
porque mi mal, lo que es hoy,
es un mal sin esperanza.
Y en mi pesar insufrible
quiero hablar y sufro y callo,
pues por mucho que batallo
el vencerlo es imposible13.



De tal manera que Juan Palomo planea un asalto para poder retirarse de la vida de bandolero, de la que está cansado, y así dice:


Oigan todos. Un convoy
va a pasar por el camino,
conduciendo desde Cádiz
un tesoro. Me lo han dicho
confidentes reservados.
Robarlo nos es preciso;
si perdemos nuestras vidas
con nuestra suerte cumplimos;
pero si es que afortunados
se juega el lance, de fijo
será con él poderosa
la partida de los Niños.
Hagamos esta jugada,
y si de ella bien salimos,
será la última que hagamos
y de todo arrepentidos
con propósito de enmienda
nuestros indultos pedimos14.



Pero además, en el fondo de esta partida hay un oscuro secreto: la organización real depende de una sociedad que se lucra con sus robos, pero que no da la cara y que sustituye a cualquiera de los niños que sucumbe en el combate con la justicia, por lo que son siempre siete. Al respecto, comenta el protagonista:


      Oiga usted
de los Niños el secreto.
Nosotros no somos solos;
en Córdoba hay un sujeto
de campanillas, que tiene
formada una Junta. Bueno.
Esta Junta o Hermandad
son los Niños, mandan ellos
en nosotros, porque cuentan
con agentes en los pueblos
que amparan nuestra cuadrilla
y ayudan nuestros intentos...
Hay espías, confidentes,
gente gorda, por supuesto,
y no pocos pretendientes
a ir ocupando los puestos
que quedan vacantes, cuando
muere alguno de los nuestros.
Así es que siempre son siete
los Niños15.



Cuando este hecho se propala entre los otros componentes de la partida, se percatan de que son juguetes de una asociación de hombres ricos que delinquen sin ser castigados y sin arriesgar su vida. Es lo que comenta más adelante un personaje, el Greñudo:


¡Quién había de creer
que esos señorones fueron
los que fundaron los Niños
de Écija! ¡Ya lo creo!
Los Niños son los que roban,
pero quien gana son ellos.
Así Juan no tiene un cuarto,
y así siempre está completo
el número en la partida,
porque en cuanto cae uno muerto,
los señores de la Junta
mandan al punto el relevo16.



Hay en el fondo de toda esta historia un oscuro secreto, referido a la paternidad de los dos principales bandoleros, Juan Palomo y el miguelete don Juan, ahora bandido por amor a Luisa, la hija del Marqués de Guadalcanal. El final implica un parricidio, como si de una tragedia antigua se tratara. Es lo que ocurre cuando Juan Palomo asesina al presidente de la Junta secreta, el que mueve los hilos en la sombra; de aclararlo todo se encargará la gitana Clavellina, la madre del bandolero, que fue seducida y abandonada, por don Justo, y que tuvo dos hijos de aquellos amoríos. Así en el momento de su muerte, la gitana le dice con rabia concentrada, cuando lo oye pedir perdón:


¡Perdón! Dios te ha castigado.
¡Tus hijos son éstos, mira;
aquí los tienes, ingrato;
míralos, son bandoleros,
criminales pregonados,
como su padre, malditos,
porque su padre fue malo!17



Menos fuerza trágica tienen otros dramas posteriores, más cercanos a nuestra época, aunque en ellos también la figura del bandolero adquiere el rango de protagonista y una gran dignidad escénica. Es lo que sucede con el drama, también en verso, de Luis Fernández Ardavín, El bandido de la Sierra (1923).

La acción transcurre en cualquier serranía castellana y los sucesos están ambientados en la misma época del estreno de la pieza, es decir, a comienzos del siglo XX. Se trata de un drama rural, en el que aparece una disputa sentimental entre dos contendientes opuestos por el amor de una mujer, el terrateniente Hipólito Recio y el montaraz Salvador Peñalara, al que apodan «el bandido de la sierra». De nuevo aparece la contraposición entre maldad, riqueza y aparente honorabilidad por un lado, frente a la bondad, pobreza y vida al margen de la ley por otro. El héroe de la pieza es el segundo, que al mismo tiempo da título al drama. Como en tantas otras ocasiones, el bandido representa también la justicia de índole popular, como se desprende de sus propias palabras:


Pues también algo tengo de ladrón.
Pero no soy ladrón, que serlo encierra
más cobardía que ambición.
Llámame bandolero generoso;
rey de la soledad y la espesura;
brazo de Dios para el menesteroso
y Providencia de la desventura.
Llámame bandolero, que es lo justo;
que él, teniéndolo todo, nada tiene,
y no sigue otra ley que hacer su gusto;
mas, con nobleza, sin negar que viene,
arrogante y sereno,
a dar su sangre o a tomar lo ajeno18.



De su valentía y fortaleza da fe algún detalle significativo, como el hecho de lesionarse para entrar en contacto con la dama por la que se siente atraído, porque, según dice, «nada mueve a piedad como la sangre»19. En consecuencia, «saca un cuchillo de monte y se da un tajo en el antebrazo, haciendo brotar la sangre. Luego avanza, sombrero en mano, simulando entrar del campo»20. Entre las proezas o latrocinios que se le adjudican, casi siempre en contra de la hacienda de su enemigo Hipólito, están el romper las aceñas de los molinos, pegar fuego a los pinares, robar los corderos del redil y llevarse los perros que lo guardan, asaltar a los arrieros, robar las mozas del pueblo y permanecer en las montañas a la manera de una fiera en los abruptos riscos21; como puede comprobarse, algunos de estos hechos son un tanto atípicos en las actuaciones de los bandoleros. Hay un desafío entre los personajes masculinos y entonces el lenguaje es típico de los guapos y valentones:


Pues reñir con testigos es mejor.
«Si prosigue por ti nuestra querella
y andas tras de mis pasos al acecho,
allí donde salgas al camino,
sin decirte una palabra, te asesino
metiéndote las cachas en el pecho».
Esto te dijo entonces Peñalara
y ahora va a realizar lo que ofreció.
Y pues no solamente me has seguido,
sino que me has vendido a traición,
prepárate a morir como mereces
que te voy a partir el corazón22.



Por lo demás la obra se resuelve de una forma plácida, sin mucho conflicto, aunque el protagonista queda viviendo en la sierra. He aquí sus últimas palabras:


Allá arriba, en la montaña,
entre pinos y roquedas,
Salvador tiene una choza,
un jaco y una escopeta.
Si alguno le necesita
para que en su ayuda venga,
que suba a buscarle allí
o le avise con cualquiera;
porque para dar su sangre
en socorro de la ajena,
no hay quien tenga el corazón
ni quien la braveza tenga
que Salvador Peñalara,
¡el Bandido de la Sierra!23



Claro que tanta seriedad y tragedia, tanta repetición del estereotipo del bandido y de sus historias trae consigo no sólo el cansancio ocasional del público, sino también la irrisión, la parodia. Bien es cierto que para que se lleve a cabo la parodia teatral, o de cualquier otro tipo, tiene que haberse producido una especie de saturación por exceso. Sólo se parodia, o es objeto del chiste burlesco, lo que resulta ser del dominio público, lo muy divulgado. En consecuencia, el hecho de que haya parodias o comedias burlescas basadas en la figura del bandolero resulta indicativo de que su difusión teatral o novelesca estaba muy extendida. Es lo que sucede, por ejemplo, con el personaje de don Juan Tenorio, a partir del drama de José Zorrilla, del que existen diversas y divulgadas variaciones cómicas.

En una comedia de Guillermo Perrín y Miguel de Palacios, los conocidos autores de La corte del Faraón, estrenada en 1916 y titulada Los niños de Écija, encontramos como referente habitual las actuaciones bandoleriles de los conocidos delincuentes. Se trata de un caso de intertextualidad literaria, puesto que un personaje simula actuar como lo hicieron algunos de aquellos personajes históricos. Además del desfase que provoca un robo al estilo de los bandoleros en una época reciente (como le ocurría a don Quijote que creía ser un caballero medieval en una época en la que se habían perdido ya los ideales heroicos), don Benigno, el personaje en cuestión, tiene un miedo enorme en el momento de cometer el delito, aunque se encuentra agobiado por una deuda pendiente que tiene que saldar. No es, por lo tanto, un asalto que tenga como objetivo enriquecerse, sino pagar una cantidad exacta, cuatro mil doscientas cinco pesetas, y es eso lo único que sustrae a un recaudador de impuestos, como si dijéramos a un inspector de hacienda, aunque en su cartera la víctima lleva mucho más dinero. Pero además le firma un pagaré con la intención de rembolsarle el dinero cuando pueda, aunque el recibo va firmado por los siete Niños de Écija. El robado se extraña mucho de que la firma sea de los siete, pero don Benigno afirma: «Sí, señor, por los siete, y en su representación, yo, que soy el mayor»24.

El origen del disfraz está en una comparsa de carnaval, y al respecto comenta un personaje: «Es que formamos el carnaval pasado una comparsa de los siete niño de Écija varios vecinos de este pueblo y nos retratamos y hoy le he traído a Patro esa ampliación»25. Por otra parte, don Benigno se da ánimos a si mismo trayendo a colación lo más representativo del mundo delictivo y dice así: «Yo era y he sido hasta ahora Benigno. Pero desde este momento me río yo de la benignidad de este Benigno. Sí. ¡No hay otro remedio! Jaime el barbudo a mi lado, un cómico afeitado. A mí a guapeza no me va a ganar el guapo Francisco Esteban. A José María, lo voy a dejar convertido en un Pepe cualquiera»26. Es precisamente la memoria del Tempranillo la que parece servirle como ejemplo concreto de bandolero: «Soy un ladrón en toda la extensión de la palabra, (dice). Pero no... No soy un José María... ¡Ca!... Porque si he robado ha sido porque tengo la seguridad de la restitución. Mendoza me girará y yo le pagaré al racaudador. ¡Pobre hombre!»27.

Pero veamos, algo más extensamente, su indecisión y su miedo, en el momento del atraco: «Bueno, ¿y cómo le robo yo?... ¿Cómo se hará eso? Yo creo que lo primero que debo decirle cuando aparezca es... ¡Alto!... ahuecando la voz. ¡Ah! y con acento de la tierra de María Santísima, porque en este momento, yo soy de Écija... ¡Arto, compare! echándome la escopeta a la cara.  (Lo hace. Bajando la escopeta)  Pero, ¿y si no se para?... ¿Y si saca un arma? ¿Qué hago yo con ésta que está descargada?... ¡Ay! A mí me va a dar mucho miedo... ¡Caramba! Ya me parece que me está dando. Pues no hay más remedio que aguantar y esperar  (Pausa)  ¿Eh? ¿Qué es eso?  (Echándose la escopeta a la cara) Nada... Algún conejo que me ha oído y se ha asustado.  (Se sienta sobre una piedra al lado de la tapia) ¡Benigno!


      Quién te había de decir
que en una noche de luna
ibas a esperar a uno
en vez de esperar a una...

¿Pero qué estoy diciendo? Me ha salido una copla flamenca. ¡Claro! Esto es del traje indudablemente [recordemos que va disfrazado de bandolero]. Pero ese hombre no llega. No viene. ¡Dios mío! ¡Qué paciencia se necesita para ser ladrón!»28. Finalmente se persignará varias veces antes de acometer al viandante.



Como puede comprobarse, la comicidad de la situación proviene del contraste entre una acción que exige grandes dotes de valentía y el personaje en cuestión, que carece por completo de ella.

El título es prácticamente el único elemento de relación entre la obra Las siete niñas de Écija (1927), de Torres del Álamo y Asenjo y cualquier otra pieza referida a los conocidos bandoleros andaluces. Subtitulada «Martingala cómico-lírica para atraer a los maridos descarriados; en dos actos, tres cuadros y un ratito a oscuras», resulta ser una comedia musical estrenada en el Folies Bergéres de Barcelona, el 10 de junio de 1927, con música del maestro Balaguer. Este último aspecto no se incluye en el texto editado sino que se señala en el transcurso de la representación. En diversos lugares de la obra se habla de la vecina del sotabanco, la viuda de Écija con sus siete niñas, que siguen la carrera de señoritas del conjunto musical29, que en definitiva vienen a ser casi al final las niñas del difunto Écija30, y de ahí el título de la pieza, en un juego verbal en el que se aprecia la ambigüedad de la construcción sintáctica. Claro que la madre y las niñas, a las que no quiere nadie y que incluso tienen que conformarse con un novio para las seis, son sólo un elemento episódico de la trama, puesto que el centro de la misma gira en torno a los recursos de los que tiene que valerse Gorita para que su enamoradizo marido no se marche de casa a correr fuera la juerga.

Bien es cierto que, entre otros motivos, Emiliano, el marido, se va del hogar con mil escusas porque su mujer es muy fea («en cuanto a la fealdad es un rifeño»31, se dice en una acotación dramática), lo que explica que no la lleve consigo a los sitios de diversión e incluso cuando la invita a comer en un restaurante comenta: «Ya fuimos la otra noche a un restaurant, y me dijo el mozo que si queríamos un reservado... Yo le contesté que sí, que fuera lo más reservado posible, porque me daba vergüenza que me vieran con ella» . Así que Gorita le prepara una actuación musical en casa, en un escenario habilitado en el jardín, para que no tenga que salir fuera a divertirse, y ese puede ser el resumen o moraleja de la comedia: «para atraer al marido basta con darle en casa lo que busca fuera»32. A lo largo de la representación se intercalan numerosos chistes y comentarios burlescos, como el que refiere el criado Juan respecto al señorito Emiliano: «Dice que las mujeres son como el queso de Roquefort, que contra más echao a perder, contra más le gusta»33, o los originales sacrificios de Gorita para que su marido no salga a correrla y divertirse: «Dios lo quiera (dice al respecto); porque ustedes no tienen idea de las cosas que yo he intentado para atraerle. Últimamente hice un sacrificio. Le ofrecí a San Expedito que mi hermana, la que padece reuma, iría descalza a la iglesia lloviendo, si conseguía llevarle al buen camino»34. Es, como puede comprobarse, una pieza amable que utiliza el señuelo del bandolerismo sólo en el título.

Más inserta en nuestro tema es la obra El bandido generoso (1934),de Pedro S. Neyra y Pablo Sánchez Mora, definida como un «romance grotesco en tres actos y un prólogo». El prólogo es efectivamente un poema paródico, con muchos ecos forzados del estilo lorquiano, de estilemas procedentes del Romancero gitano (1928), tal como se percibe en estos versos iniciales, recitados por el primer actor, vestido a la andaluza, es decir, con cierto aire de bandolero:


«La noche se sorbe el día
y, en el cielo azul violeta,
al limpiarse con el deo,
pone una raya de crema.
Montado en su jaco blanco
-¡nieve en la blanca vereda!-
va Generoso, el valiente,
emperaor de la Sierra,
bandido entre los bandidos,
que, bandidos, bandidean.
La cara, verde limón;
el cuerpo, mimbre de sesta;
el pelo, color de túnel;
la piel, color de canela.
Son los rizos en su frente
garabatos de una verja.
Bajo las cejas fruncidas,
los ojos relampaguean
cual si fueran aceitunas
de esas negras, negras, negras...
La luna le sale al paso
al cruzar la carretera.
La luna sale de naja
al ver la cara que lleva.
La luna, luna, se esconde.
La luna, luna, se quea.
La luna le está mirando.
¡Luna, lunita, lunera!»35.



La acción se inicia en la fonda de un pueblo, en la época actual, es decir, la de la comedia. Allí, en una reunión de las autoridades más representativas del lugar, se habla del miedo que ha provocado el atraco realizado por un bandido, y el propio alcalde comenta: «Menudo miedo hay en er pueblo con er bandido. Hasta los serenos, por la noche, van toos juntos y agarraos»36. Entre los robados está José Luis, el hijo del alcalde, que añade que el malhechor ha vuelto a actuar de nuevo: «Esta mañana le ha salío ar... paso ar "Sirbio", er capatá, y le ha quitao la yegua pía»37. Y no hay duda de que se trata del mismo bandido porque coinciden sus rasgos externos: «La misma seña: sombrero ancho, faja encarná, bizco der derecho, etc. No, y la misma palabra: "Anda con Dio, y cuidaito con da parte, que te parto". Iguá, iguá que a mí cuando me quitó las tres mil pesetas»38.

Al extenderse la noticia de la existencia del bandido, la autoridades competentes intentan capturarlo y prometen recompensar al que lo consiga. Pero se advierte también que el hecho tiene un rendimiento económico inmediato: la fonda, en la que no había ningún huésped hasta ese momento, se va a llenar ahora de periodistas y de curiosos extranjeros que quieren entrevistar al terrible bandido, y así se lo hacen saber al dueño del establecimiento mediante telegramas que conllevan al mismo tiempo la correspondiente reserva de habitaciones. «Son extranjeros que acuden a la leyenda...», como dice el alcalde. Así que, llenita la fonda como nunca lo ha estado, al dueño no le queda más remedio que exclamar: «¡Que bendita sea la madre der bandido ese!»39. Claro que hay opiniones contradictorias sobre la cuestión, unas a favor y otras en contra del bandolero.

Ante los problemas que se avecinan, al niño del alcalde no le queda más remedio que confesar que el bandido no existe, y que las tres mil pesetas que él había dicho que le fueron robadas por el facineroso se esfumaron de otra manera: «Las tres mir pesetas me las jugué en la feria de Piedrasblancas a la sota de bastos y salió el rey de oros»40, confiesa. En cuanto a la yegua, acaba por decir también la verdad: «¿La yegua? ¡Mardita sea!... El muy sinvergüenza der "Sirbio" sabía lo de la sota de bastos y ha vendido la yegua a los gitanos en treinta duros»41.

Pero como se han creado falsas expectativas, sobre todo de cara al exterior, se precisa un ladrón, como dice el posadero: «Aquí hase farta un bandido. Y eso es lo que hay que hasé: encontrá un bandido que sepa su obligasión»42, al mismo tiempo que, para salir del paso, hace a los concurrentes una proposición deshonesta: «Se busca una persona seria, de sorvensia. ¡Tie que se un hombre de confiansa! ¡De mucha confiansa! Se le hace su contrato, se le paga su suerdo, y ¡en pa!»43. El mismo juez del pueblo, también presente, impone alguna condición adicional: «Pero, señores: sólo impongo dos condiciones: secreto absoluto y además que la persona designada para bandido ha de ser de una honorabilidad intachable. ¡En esto no transijo!»44.

Casi convencen a Viriato, criado formal del establecimiento, que pide a cambio «sincuenta duros mensuales y un vestío»45 de bandolero. Pero claro, como es comunista y está muy al tanto de sus derechos, acaba diciendo que su dedicación será de «¡Ocho horas de trabajo, ni minuto más, ni minuto menos!»46. Así que, finalmente, el candidato se arrepiente. Entonces surge Generoso, el sacristán, otro personaje agobiado por la falta de dinero y una familia que mantener, que se presta al trabajo, se «va a colocá de criminá»47, como dice él mismo. Tras muchas dilaciones y vacilaciones, Generoso acepta y decide disfrazarse de bandolero con un traje, una manta jerezana y un trabuco, que dejó en la fonda una cupletista que no pudo pagar la estancia. El traje es todo un poema: «Pañuelo rojo liado a la cabeza con las puntas colgando por los hombros. Encima del pañuelo el catite o castoreño, que se le queda pequeñísimo. Chaquetilla muy corta, con muchos alamares, lentejuelas y lazos de vivísimos colores, y muy estrecha por la espalda, de forma que no puede abrocharse, las mangas muy cortas. Corpiño, escotadísimo, azul celeste, también con lentejuelas y que deja ver la camisa de lunares muy grandes o listas anchísimas blancas y negras. Faja de raso encarnada con los flecos de plata colgando al lado izquierdo. Pantalón ceñidísimo con franja plateada y que no le llega a la rodilla. De aquí hasta media pierna, que es donde llega la media bota de cuero labrado, enseña sus calzoncillos de bayeta, pues Generoso es algo reumático. Manta zamorana muy pequeñita y un trabuco adornado con lacitos de vivos colores y un portafusil de colores chillones»48. Vestido así, al alcalde le parece: «¡Er Tempraniyo clavao!»49.

No vamos a seguir el resto de la obra, en la que existen escenas de acertada comicidad, como la entrevista que le hace un corresponsal del periódico, los requiebros de que es objeto por parte de la joven Araceli, que se manifiesta prendada del bandido y de su atavío; y eso que los turistas -dice- han empezado «a quererse yevá recuerdos der bandido, y el uno me quita un laso, el otro un botón, la señora mechone de pelo, ¡que mira cómo me han dejao la cabesa!, hasta las balas del trabuco s'han yevao. Que no creí yo que había tantos extranjeros. Debe está yena la fonda»50. Además, Araceli le dice que van a empezar a sacar cajas de polvorones, marca «El bandido», con su retrato, y pasas, vinos, postales, panderetas: un negocio completo para el pueblo. Hay también una estrella de cine, venida de «Jólivu», que se siente irresistiblemente atraída por Generoso y que le propone ir a la meca del cine a rodar películas de bandidos.

En realidad, las adaptaciones cinematográficas de estos temas son un escaparate más, muy visible por otra parte, para que el mito del bandolero siga atrayendo la atención del público. De esta manera se contabilizan diversas películas, mudas y sonoras, rodadas en el primer tercio del siglo XX en nuestro país, entre las que se pueden señalar Los siete niños de Écija o los bandidos de Sierra Morena (1911), de José María Codina, diversas versiones de Diego Corrientes (1914, de Alberto Marro; 1924, de José Buchs; 1936, de Ignacio F. Iquino; 1959, de Antonio Isasi-Isasmendi), Luis Candelas, el bandido de Madrid (1926), de Armand Guerra; El bandido de la sierra (1927), de Eusebio Fernández Ardavín, basada en la obra antes citada de su hermano Luis, a las que se pueden unir algunas versiones mejicanas, como Los siete niños de Écija (1946), de Miguel Morayta y El secreto de Juan Palomo, del mismo año y del mismo director. También existe una versión fílmica más reciente de El bandido generoso (1954), de José María Elorrieta51.

Así que los bandoleros abandonan las tablas, quizás para siempre, y entran en el mundo de luces y sombras del celuloide. Pero esto ya forma parte de otra historia.





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