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Barroco y romanticismo (dos ensayos)

Mariano Baquero Goyanes






Introducción

Según la conocida teoría de las constantes históricas, el Romanticismo vendría a ser una especie de resurrección del Barroco, tras el período neoclásico. El movimiento pendular Clasicismo-Barroco quedaría así determinado con un ejemplo significativo.

Pero a nadie se le oculta la excesiva simplicidad -y convencionalismo- de esta construcción. Ligar el fenómeno romántico al fenómeno barroco puede resultar expresivo y esclarecedor, siempre que no se desorbite tal aproximación. Pues junto al recuento de semejanzas entre uno y otro estilo, cabría situar el de reveladoras diferencias, entre las que se ha señalado alguna tan capital como la distinta actitud religiosa del hombre barroco y del hombre romántico.

De todas formas, parece evidente que entre el Barroco y el Romanticismo existen las suficientes afinidades para que, a despecho de las aún más importantes diferencias, pueda establecerse un paralelo entre ambos estilos, por lo menos en el concreto campo de la literatura.

Y así, alguna vez se ha hablado de cómo el paisaje literario barroco y el romántico se asemejan en contener una naturaleza distinta de la del paisaje neoclásico. Donde hay jardines en éste -es decir, una naturaleza geometrizada y recortada- hay en los paisajes barrocos y románticos bosques salvajes, vegetación indomeñable, frente a la que el hombre parece desaparecer o empequeñecerse1.

El paisaje serrano de la primera Soledad de Góngora semeja llenarlo todo, hasta un punto tal, que el ser humano casi se ha disuelto en él, pasando a ser un elemento decorativo más. El monólogo de Segismundo, la dolorida voz del hombre en toda su miseria, su desnudez y su orgullo, necesita de un fondo de naturaleza peñascosa y abrupta. Una naturaleza tan salvaje como la que rodea a otro gran solitario barroco, el Andrenio del Criticón gracianesco.

Cuando Saint-Pierre -nítidamente prerromántico- o Chateaubriand buscan escenarios adecuados para sus novelas amorosas y pasionales, acuden a exóticas islas, a lejanos paisajes de vegetación densa, no tocada aún por la mano del hombre. Y un personaje tan atormentado y tan calderoniano como el D. Álvaro del Duque de Rivas. necesitará -al igual que Segismundo- de una naturaleza áspera y peñascosa como marco para su espectacular muerte.

Frente a la victoria del hombre sobre la naturaleza, encarnada en el jardín neoclásico -Versalles, la Granja-, he aquí nuevamente, merced al Romanticismo, el triunfo de la naturaleza sobre el hombre y sobre su obra también. Pues no otra cosa representan las ruinas tan abundantes en los paisajes románticos. Y al llegar aquí resultaría fácil establecer una semejanza más entre Barroco y Romanticismo2.

Sin embargo, creo que un mismo tema, el de las ruinas, tiene sentido distinto según se le contemple desde las perspectiva barroca o desde la romántica. En ésta las ruinas representan el triunfo de la naturaleza sobre la obra del hombre. Si éste, en el período neoclásico, pudo entrar con sus tijeras y sus medidas en los jardines, sometiéndolos a esquema y a racional estructura: ahora la naturaleza toma su revancha, y en forma de yedra, jaramago y lagartos va royendo los edificios del hombre, hasta irlos reduciendo a unos esqueletos asfixiados por el follaje, oprimidos por la vegetación triunfante.

Por el contrario, las ruinas barrocas significan no tanto el triunfo de la naturaleza sobre la obra del hombre, como el triunfo del tiempo. Claro es que una idea va unida a la otra, interpenetradas ambas. Pero de esta doble victoria, la que atrae la atención del hombre romántico es la que a la naturaleza cabe adjudicar. De ahí que las ruinas sean presentadas siempre en medio de una vegetación que va recuperando el espacio que el hombre le robó, y destrozando, asimilándosela, la efímera creación humana.

Si ahora recordamos lo que ruinas como las de Itálica sugirieron a nuestros poetas barrocos, comprobaremos que lo que en ellas veían era el paso demoledor del tiempo.

No, no ha sido la naturaleza con sus dientes vegetales la que ha ido convirtiendo en polvo las espléndidas construcciones romanas. Ha sido ese fluido impalpable que se llama tiempo, capaz de derrumbar a través de los siglos el esplendor de un poderoso Imperio, y capaz también de convertir en ruina la belleza de una rosa o de una mujer. Pues ruinas son -barrocas ruinas con su lección de desengaño- el cadáver de la rosa -tan cantado por nuestros poetas del XVII- o esa calavera femenina del impresionante soneto de Lope de Vega.

Así, aun cuando las ruinas románticas hablen al hombre de la muerte, de la caducidad de las cosas, es preciso reconocer que al lado de esa impresión de muerte hay un palpitar de vida, encarnado en el mismo lento avanzar de la naturaleza, del follaje roedor de las piedras vencidas, o en el bullir de aves y lagartos entre ellas.

Por el contrario, frente a esta muerte, engendradora de vida, en las ruinas barrocas -piedra, flor o mujer- no encontramos sino el compacto silencio, la plena inmovilidad de lo que jamás vivirá de nuevo, de lo que por nada ha sido sustituido.

Las ruinas románticas son esencialmente un decorado sobre el que mover pasiones legendarias. Las ruinas barrocas no son sino la plástica expresión de la caducidad de todo lo terreno, y simbolizan, por tanto, la necesidad de no ligarse a ello, ya sea, poder o belleza, Hay que saber buscar, a su través, la vida no sujeta a esa cruel mordedura del tiempo, ya que en el caso contrario podría suceder al hombre lo que al estudiante libertino de la leyenda -recreada por Espronceda-, que al ir a abrazar a la que creía bella dama encuentra la terrible imagen de la muerte. Tiempo, muerte, eternidad, es, por consiguiente, la lección que cabe extraer de las ruinas barrocas.

Su comparación con las románticas nos ha servido para determinar las semejanzas y diferencias entre dos estilos y dos épocas. Si ahora buscásemos otros temas de comparación, probablemente podríamos extraer conclusiones semejantes en cuanto a afinidades y desafinidades.

Pero no es ese mi propósito, y si he invertido tanto espacio en lo que había de ser simple introducción, ha sido para mejor comprender y situar las dos notas ofrecidas a continuación. En ellas se estudian breve y provisionalmente dos aspectos de la literatura española del siglo XIX, que parecen constituir dos ejemplos más de esa afinidad entre Barroco y Romanticismo.

El primero alude a cierros rasgos barrocos del lenguaje poético de Espronceda, sin pretender delimitar influencias o imitaciones. El segundo es más concreto y se refiere también a un problema de estilo. Si en el lenguaje poético esproncediano hay, difusos, ciertos matices culteranos, en determinados escritores decimonónicos encontramos una evidente y deliberada imitación de ciertos aspectos de la prosa quevedesca.




I. El lenguaje poético de Espronceda

Tal vez uno de los rasgos más característicos del romanticismo español venga dado por cierta incontinencia verbal, revelada sobre todo en la extraordinaria abundancia de adjetivos empleados por nuestros poetas3.

Indudablemente es la adjetivación lo que mejor revela la temperatura cordial, afectiva de un texto y de un estilo. Los estilos fríos, precisos, asépticos y correctos se caracterizan por la escasez de adjetivos, eludidos voluntariamente, con esa voluntariedad que lleva en nuestros días a Azorín a aconsejar a los escritores la parquedad y precisión en el uso de adjetivos. Y, sin embargo, en ciertas obras de Azorín, sobre todo del Azorín joven, puede observarse cómo algunas páginas de esas que pudiéramos llamar de inventario se caldean cordialmente con la aparición de adjetivos. En la página, hasta entonces fría y lejana, entran el color, la luz, el tacto, el olor, las alusiones, las llamadas a los sentidos todos. Ha desaparecido la lejanía, y el mundo azoriniano se nos acerca sostenido y traído por esos adjetivos rompedores de toda objetividad, y con los cuales el texto queda teñido con los efectos y sentimientos del autor.

Y no es que quiera yo ahora hacer una defensa estilística del adjetivo. Únicamente me interesaba hacer ver cómo conviene bien a la ardiente expresión romántica el que ésta sea rica en adjetivos. Realmente, aun con un criterio no demasiado purista, es preciso reconocer que no pocas veces nuestros poetas románticos se excedieron en este verter adjetivos a manos llenas.

Espronceda gusta tanto de ellos que muchas veces se complace en servirse de dos para encuadrar un sustantivo4:


La amarillenta mano descarnada;


Y fúnebres ensueños milagrosos;


Baña la negra cabellera riza;


El rápido relámpago lumbroso;


Plácido ardor fecundo;


Lánguida vela amarilla;


Sordo acento lúgubre;


En aérea danza fantástica, etc.



En ocasiones los adjetivos se amontonan alrededor de un mismo sustantivo:


La dulce, bella, celestial Florinda;


Mística y aérea, dudosa visión;


De caracol torcida gradería
Larga, estrecha y revuelta;


Galvánica, cruel, nerviosa y fría
Histérica y horrible sensación;


Allí colgada la luna
con torva, cárdena faz
Triste, fatídica, inmóvil;


Agreste, vago y solitario encanto, etc.



Y en muchos casos no son versos aislados los que se caracterizan por la densa adjetivación, sino estrofas completas. Véanse estas dos de El estudiante de Salamanca:


Sublime y oscuro,
Rumor prodigioso,
Sordo acento lúgubre,
Eco sepulcral,
Músicas lejanas,
De enlutado parche
Redoble monótono,
Cercano huracán,




El carïado, lívido esqueleto,
Los fríos, largos y asquerosos brazos,
Le enreda en tanto en apretados lazos,
Y ávido le acaricia en su ansiedad:
Y con su boca cavernosa busca
La boca a Montemar, y a su mejilla
La árida, descarnada y amarilla
Junta y refriega repugnante faz.



Tan excesiva adjetivación se prestaba a la parodia, tal como la realizó Mesonero Romanos, tan aficionado a burlarse de los latiguillos románticos, en alguno de sus artículos. Pues sólo como parodia cabe interpretar estos párrafos tomados de su artículo Música celestial: «estado de beatitud diáfano, transparente, vaporoso y fantástico»; «nuestras obras prosaicas y poéticas, periódicas y fijas, sólidas y líquidas, son todas admirables, inimitables, inverosímiles, enormes y patagónicas»; «todos somos hombres grandes, genios no comprendidos, colosales, piramidales y chimboráceos»; «tiempos fatales, ominosos, ignorantes y nimios»; «hombre grande, fantástico, rutilante, providencial»5.

Es fácil observar cómo, muchas veces, Espronceda usa adjetivos, no porque sean necesarios, sino porque son eufónicos. De ahí su predilección por los adjetivos esdrújulos: Cárdeno, mísero, lóbrego, fúnebre, bárbaras, lívido, pálido, hórridas, lánguida, árido, rápido, trémula, cándida, plácido, fúlgido, vívido, bélico, gótico, mística, etc.

El poeta procura colocar estos esdrújulos en parte del verso en que coincidan con un acento fundamental, buscando siempre el máximo efecto de sonoridad6:


Fijos los ojos, vido el semblante;
Ante sus tiendas bregas paramos;
Pálida luz y trémula oscilando;
Lanzó tronido horrísono el averno, etc.



Espronceda procura extraer toda la sonoridad posible al verso, logrando efectos onomatopéyicos tan hábiles como el del último verso citado, o tan delicadamente musicales -sosiego, dulcedumbre- como el de este verso de Óscar y Malvina:


Y el blando susurrar del manso ambiente



que por el suave efecto aliterativo de la s nos recuerda aquellos endecasílabos garcilasianos:


Y en el silencio sólo se escuchaba
Un susurro de abejas que sonaba



Para Espronceda los adjetivos, más que calificar o determinar a los sustantivos que acompañan, les sirven de marcos fastuosos. Y sucede que, en muchos casos, la importancia se desplaza de lo apresado en tales marcos a éstos mismos. Con una valoración sentimental y sensorial, a la vez, de los hechos y de los seres, Espronceda presta más atención al color, luces y sonidos que los rodean que a ellos mismos.

En este deleite por lo sensorial Espronceda está cerca -aun cuando en otro plano- de nuestros poetas del XVII, sus modelos para la adjetivación, según Graves Baxter.

El que, para el autor del Diablo Mundo, los adjetivos tengan ante todo un valor sensorial, explica lo superfluo y recargado de su uso. Es característico de Espronceda el añadir a sustantivos que expresan ideas de luz o de oscuridad, adjetivos que refuerzan tales ideas; oscuridad y luto tenebroso, brillante fulgor, fúlgido sol, encendidas llamas, inflamadas ascuas, rayos de luz brillantes, brillo radiante, fulgor de ardiente rayo, brillantes antorchas, etc.

Por el contrario, en algunas ocasiones gusta Espronceda de barrocos contrastes como sombrío fuego, luna umbría, etc. Tal vez sean éstos dos de sus adjetivos favoritos, usados hasta la saciedad, como expresión de ese tan acendrado gusto del Romanticismo por lo melancólico y crepuscular: realidad sombría, región sombría, noche sombría, bosque umbrío, noche umbría, calle sombría, floresta umbría, gruta umbría, bosque sombrío, mar sombría, arboleda umbría, etc.

En general, la adjetivación esproncediana parece estar enderezada a conseguir efectos de luz y sombra, de fuego y de frío, como ya ha observado Allison Peers. Por un lado soles ardientes, ascuas inflamadas, lo radiante, lo vívido, lo ígneo, lo fosfórico. Por otro, lunas pálidas, crispante hielo, fríos brazos, lo lívido, etc.

Y entre la sombra y la luz, el temblor, el vacilante parpadeo de lo indeciso, el claroscuro. A este respecto resulta interesante comprobar cómo uno de los adjetivos más usados por el poeta es trémulo.

Hay, pues, en este oscilar entre un mundo sombrío de nieblas y de hielos, y otro solar de luces y de ardores, un cierto barroquismo7. Y lo hay no sólo por la insistencia en el contraste, sino sobre todo porque el tal contraste es, precisamente, ese de hielos y llamas tan grato a nuestro líricos del XVII para ponderar frialdades o ardores amorosos.

Este difuso barroquismo de Espronceda en ocasiones se concreta en gongorismo. Manuel García Blanco ha podido señalar diversos tipos de endecasílabos esproncedianos, construidos con técnica semejante a algunos de los que Dámaso Alonso presenta como característicos del autor del Polifemo8. «No podemos precisar -dice García Blanco- hasta qué punto practica Espronceda este recurso tan familiar a la técnica gongorina9: pero el testimonio aducido brinda cierta posibilidad a una seducción casi segura ejercida por la poesía de don Luis. Además, hay en la obra de nuestro poeta ciertas expresiones que involuntariamente despiertan un eco gongorino. He aquí algunas:


Y el que mayo pintó de rosa y nieve
Semblante alegre que salud destella



Otro:


Las campos de zafir con rayos de oro



Otro:


Cuando si llueve en la estación florida10»



A los ejemplos señalados por García Banco podrían agregarse algunos más. Así, el No ves que todo es humo y polvo y viento, de Espronceda, nos suena inmediatamente al En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada, de Góngora, imitado por Sor Juana Inés de la Cruz en su Es cadáver, es polvo, es sombra, es nada. ¿Y no suenan también a Góngora estos versos de El Diablo Mundo: Álzase lejos nebulosa bruma / De sombras rica, si de luces falta?

El Góngora del Polifemo y Las Soledades, tan execrado por los neoclásicos del XVIII, proporciona a los poetas románticos bellas metáforas y expresiones que imitar. Cuando Bécquer, por ejemplo, en El caudillo de las manos rojas emplea la expresión cien bocinas de marfil fatigan el eco de los bosques, nos recuerda inevitablemente el fatigar la selva de la dedicatoria del Polifemo.

Ascendencia barroca, si bien de distinto signo, tiene el gusto de Espronceda por lo macabro, por las imágenes de muerte y de descomposición, por las expresiones violentas en las que entran palabras que antes se hubieran rechazado por antipoéticas. Expresiones como el crujir de los nervios rompidos, cadáver fétido, centro es tu corazón de podredumbre, frente carcomida, seca calavera, vil mortaja de lienzo soez, estrecha y hedionda sepultura, corazón de cieno, etc.

Cabe, pues, aceptar que Espronceda en la búsqueda de la expresión romántica tuvo presente el ejemplo de la poesía barroca española del siglo XVII. Claro es que el tono, las circunstancias y hasta esa misma expresión han experimentado profundas transformaciones. El que ciertos versos esproncedianos tengan resonancias gongorinas no autorizaría, en ningún caso, a establecer su paralelo Góngora-Espronceda, tan grande es la distancia espiritual y expresiva existente entre ambos poetas.

Lo que aquí interesaba señalar no era un caso de imitación literaria, sino algo menos concreto pero tal vez más importante: cómo ciertos rasgos expresivos de un poeta nítidamente romántico, pueden calificarse también de barrocos sin excesiva dificultad.




II. Escritores quevedescos del siglo XIX

El hablar de escritores quevedescos del siglo XIX no puede sorprender demasiado, considerando cuán intensa ha sido la influencia del autor de los Sueños no sólo en su siglo, sino también en todos los siguientes. Suele siempre citarse como ejemplo de la perduración del barroco en el siglo XVIII, la obra literaria -quevedesca en intención y lenguaje- de Torres Villarroel.

Incluso en nuestros días -cuando no cabría alegar ya la proximidad cronológica- siguen existiendo escritores que imitan el estilo y los temas de Quevedo. No puede, pues, extrañarnos -por más que se trate de un aspecto poco o nada conocido- que también en el siglo XIX encontremos escritores de esas características, si bien teniendo siempre en cuenta que lo que toman o imitan de Quevedo suele ser lo más superficial y fácil.

En cuanto a las causas que determinaron el porqué de esta imitación, cabría pensar inicialmente en la aureola legendaria que rodeaba al escritor del siglo XVII y que, en el XIX, le permitió ser héroe de dramas, cuentos, leyendas y novelas. Recuérdense, por ejemplo, las obras dramáticas D. Francisco de Quevedo, de Eulogio Florentino Sanz; La Corte del Buen Retiro, de Patricio de la Escosura; ¿Quién es ella?, de Bretón de los Herreros; Una broma de Quevedo, de Luis de Eguílaz; La boda de Quevedo, de Narciso Serra, y Una noche y una aurora, de Francisco Botella y Andrés.

Recuérdense también la leyenda de A. Hurtado y Valhondo. Un lance de Quevedo; la narración de A. Sierra. Recuerdos históricos: dos poetas (sobre Quevedo y Villamediana) publicada en 1846 en el Semanario Pintoresco Español, o la titulada Anécdota histórica, Episodio de la vida de un gran poeta, publicada sin firma en la misma revista y en el mismo año. La figura de Quevedo fue, pues, muy popular en la novelística romántica del siglo XIX de carácter histórico walterscottiano. Algunas obras de Manuel Fernández y González podrían también dar fe de esa popularidad.

El episodio considerado como más novelesco de la vida de Quevedo, y por tanto el preferido por los escritores del siglo XIX, era el de su lance legendario en defensa de una dama, con un crimen en duelo y posterior huida a Italia, tenido hoy por falso.

De todas formas, la popularidad de Quevedo como héroe novelesco de episodios legendarios, gratos al paladar romántico, no sería suficiente para explicar y justificar la adopción de un lenguaje quevedesco por determinados escritores.

Tal vez podría explicarse esta imitación si consideramos que, a diferencia de los escritores del siglo XVIII, los del XIX no sólo no reniegan de la literatura española del siglo XVII, sino que buscan en ella sus modelos.

Acabamos de ver, a propósito del lenguaje poético de Espronceda, lo que éste debe a Góngora.

Por otra parte, parece innecesario recordar lo muy imitados, refundidos y editados que autores como Lope y Calderón fueron en el XIX. Buena parte del teatro decimonónico de temas históricos y legendarios nacionales se forma sobre el teatro seiscentista.

En este acercamiento -que lleva a la imitación- de los escritores románticos a nuestra literatura barroca hay que ver también un acercamiento a lo medieval.

La Edad Media grata a los románticos y por ellos recreada no fue la Edad Media auténtica, sino más bien una falseada imagen que de ella se formaron, quizás a través de nuestros escritores de los siglos de oro, como Lope y Calderón.

No otro signo tiene la aparición de los romances románticos, alineables no al lado de la vieja poesía medieval, sino al de los romances de un Lope o de un Góngora.

Si esto sucedía en la poesía y en el teatro, hay que considerar que si algún modelo había para la prosa narrativa satírica y humorística, un modelo tenido por clásico y encuadrable junto con los de los restantes géneros literarios, ese no podía ser otro que Quevedo, sobre todo el Quevedo del Buscón y de los Sueños, sus obras más populares y las que mejor debieron conocer los escritores del siglo XIX. Pues, como enseguida señalaré, a dichas obras -sobre todo al Buscón- solían acudir cuando de caricaturizar hechos y seres se trataba.

El quevedismo de estos escritores del XIX es, por tanto, muy superficial y, generalmente, de muy escasa calidad, y buena parte de él procede de esas desorbitadas descripciones caricaturescas que Quevedo sabía crear con extraordinario arte, del tipo de la del dómine Cabra.

Uno de los más quevedescos escritores de los años románticos fue José Joaquín Soler de la Fuente, que en 1860 publicó, en El Museo Universal, un relato titulado Más vale precaver que remediar, sobre el ya citado lance legendario de Quevedo. El relato es quevedesco no sólo por el tema, sino también por el lenguaje. He aquí, como muestra, el comienzo de la narración:

«Con el chambergo atrás a lo pastor, capa más arrastrada que caída, brazos de péndulo, mirar solitario y de perpetuo guiño, como tuerto de ley, y pasos de palomino atontado, haciendo más zetas en el camino que párvulo en las planas de su escuela o amanuense andaluz de cartulario fariseo, iba en una noche de marzo del año de gracia de 1613, destemplada como chiribitil de estudiante y parda como la voz de sochantre en ayunas, un caballero...».



Hay que señalar cómo el tono quevedesco -desmayado y superficial- viene dado por el juego de las comparaciones, ya que la estructura del período carece de él, acusando, por el contrario, un muy romántico y amanerado retoricismo.

De Soler de la Fuente, y también quevedescos por el lenguaje, pueden citarse Cuando enterraron a Zafra, publicado en El Museo Universal en 1857, y Jesús el Pobre, que apareció en 1860 en la misma revista. En este último relato se leen las siguientes descripciones:

«Allá por los años de no sé yo cuantos, que la fecha no importa un comino al asunto, vivía en mi lugar una familia que, aunque ya andaba algo de capa caída, gastaba tantos humos como Gerineldo y más fantasía que lacayo de ministro. Pedro Lillo era el nombre del padre, un señor muy estirado, con cuello de cigüeña, nariz de gavilán, ojos de tortuga, flaco como los espárragos de sus trigos y más largo que una noche buena sin colación: pero las gentes del pueblo dieron en corromper las letras de su nombre y le llamaban polilla, sin duda por la alusión a la miseria de don Pedro, que tocante a liberalidades podía apostárselas con el mismo licenciado Cabra. Hallábanse todos en su casa siempre a la cuarta pregunta, y ni aun arañas se veían en ella, que por no haber, ni sitio donde tejer sus telas encontraban.

¿Y que diré de su mujer doña Damiana, con sus redondos anteojos, peluca rubia, nariz neutra, entre Roma y Cartago; boca de guerra, fortificada con almenas de dientes, y su cortés cuerpo de reverencia perpetua? Pues en lo avarienta y miserable no iba en zaga a su don Pedro, que un ojo de la cara hubiera perdido, ya que no dado, por haber nacido el día de Santo Tomás, en vez del de San Damián, y que la llamasen Tomasa y no Damiana, que ni aún en nombre podía sufrir el que le pidiesen».



Aunque, naturalmente, el pasaje carece de la calidad literaria y de la potencia expresiva de su antecedente quevedesco, parece evidente que éste no es otro que la descripción del dómine Cabra a la que en el mismo texto se alude, y de la que procede además el chiste nariz entre Roma y Cartago, en Quevedo entre Roma y Francia. El fácil conceptismo desplegado al jugar con las palabras Tomás-tomar, y Damiana-dar, tiene también un aire quevedesco.

Todo esto no quiere decir que el único autor español de caricaturas tan grotescas como la del dómine Cabra fuera Quevedo. Cervantes, creador de damas tan bellas como las que pululan en toda su producción novelística, supo, sin embargo, describir en el Persiles la figura de una tan vieja y fea peregrina, que tendríamos su retrato -conceptista y desorbitado- por quevedesco, de no ser cervantino.

Son, pues, las descripciones a lo dómine Cabra las que gustan de hacer estos escritores quevedescos del siglo XIX. Incluso Larra -tan quevedesco de intención en artículos como El mundo todo es máscaras- en Empeños y desempeños nos ofrece una de estas descripciones:

«...y entró un hombre como de unos cuarenta años, si es que se podía seguir la huella del tiempo en una cara como la debe de tener el judío errante, si vive todavía desde el tiempo de Jesucristo. Rostro acuchillado con varios chirlos y jirones tan bien avenidos y colocados de trecho en trecho, que más perecían nacidos en aquella cara que efectos de encuentros desgraciados: mirar vizco, como de quien mira y no mira; barbas independientes, crecidas y que daban claros indicios de no tener con las navajas todo aquel trato y familiaridad que exige el aseo; ruin sombrero con oficios de quitaguas; capas de estas que no tapan lo que llevan debajo, con muchas cenefas de barro de Madrid; botas o zapatos, que esto no se conocía, con más lodo que cordobán; uñas de escribano, y una pierna de dos que tenía, que en vez de sustentar la carga del cuerpo, le servía de carga, y era de él sustentada...»11.



Hasta Núñez de Arce, en alguna ocasión y accidentalmente, pagó tributo a este gusto por las descripciones quevedescas. En una narración titulada El gorro, publicada en El Museo Universal en 1857, se encuentra esta descripción:

«Era la tal, quintañona, remilgada y lo suficientemente fea para vieja, que es cuanto hay que decir. Tenía los ojos escondidos en el cogote, como avergonzados de estar en semejante cara; la nariz, afilada y larga, tanto que en caso de persecución su dueño hubiera podido ocultarse detrás de ella, como detrás de un biombo; la habla borracha, que a cada palabra daba un tropiezo; la barba prolongada como pescante de coche y más arrugado el rostro, que un trapo a medio secar...».



La ascendencia quevedesca es evidente, y el modelo, como siempre, el retrato del dómine Cabra, del que procede la hipérbole de los ojos escondidos en el cogote, en el Buscón, los ojos avecinados en el cogote.

Aun cuando cabe localizar la moda de tales descripciones en los años románticos o inmediatamente post-románticos, algún ejemplo puede encontrarse incluso en escritores más alejados de esa época. En pleno triunfo del naturalismo, un novelista como Galdós emplea alguna vez descripciones que por lo desorbitadas y caricaturescas parecen avenirse mal con las características de la nueva escuela literaria. En Misericordia se leen descripciones como éstas:

«Tan flaco era su rostro, que al verle de perfil podría tenérsele por construido de chapa como las figuras de las veletas. En su cuello no cabían más costurones, y en una de sus orejas el agujero del pendiente era tan grande, que por él se podría meter con toda holgura un dedo».



«Del cuerpo no he de decir sino que difícilmente se encontrarían formas más exactamente comparables a las de un palo de escoba vestido, o, si se quiere, cubierto de trapos de fregar; de los brazos y manos, que al gesticular parecía que azotaban, como los tirajos de un zorro que quisiera limpiar el polvo a la cara del interlocutor; de su habla y acento, que sonaban como si estuviera haciendo gárgaras»12.



Descripciones como éstas no se caracterizan ya por concretos rasgos quevedescos, pero aun así cabe considerarlas como una prolongación de las que sí los presentaban, como las antes transcritas.

Aun podrían buscarse otras huellas quevedescas en el estilo y expresión de algunos escritores del XIX, así como en los temas. Respecto a estos últimos sólo quiero recordar aquí un cuento de Miguel de los Santos Álvarez, titulado Amor paternal, que en otra parte he estudiado13. El narrador de este relato encuentra en un camino a un jinete que, tras conversar un rato, le da a leer unas cartas -de su hijo y de él mismo- en las que se contiene la terrible historia de cómo el hijo fue condenado a la horca, y el padre, verdugo de oficio, hizo un viaje para ajusticiarlo personalmente, ya que tenía mejor mano que el verdugo local. Creo que este macabro humorismo procede -hasta en la forma epistolar- del capítulo VII del Buscón, en que el tío de éste -verdugo- le envía una carta contándole cómo ajustició a su propio hermano, es decir, al padre de don Pablos.

Y cabría cerrar ya esta breve nota diciendo algo del que puede considerarse no solo el más destacado de los escritores quevedescos del XIX, sino también uno de los más extraordinarios y originales prosistas de dicha centuria. Me refiero a Antonio Ros de Olano al que, por haber dedicado cierta atención en mi ya citada obra, no me referiré aquí14. Quede, de todas formas, constancia de su valor y significado dentro de los seguidores de Quevedo en los años románticos e inmediatamente post-románticos.




Conclusión

Imitación gongorina e imitación quevedesca. Cara y cruz de una misma moneda. Y, en definitiva, prestigio y peso de la literatura barroca sobre la romántica.

Tan complejo y difícil es el sucederse de los fenómenos y movimientos literarios, que el romanticismo permanece hoy casi como una de esas tierras incógnitas que los antiguos cartógrafos acostumbraban a dejar en blanco en sus mapas, atreviéndose apenas a imaginar qué podría haber en el espacio por explorar.

No obstante, el asedio a la literatura romántica ha comenzado ya, y posiblemente dentro de no demasiado tiempo podremos saber algo de ella, lo suficiente sólido y esclarecedor como para empezar a comprender lo que tras la palabra Romanticismo hay.

Tal vez en ese asedio al fenómeno romántico convenga encararse con él prescindiendo por completo del fenómeno barroco. En las líneas de introducción a estos dos ensayos han quedado expuestos algunos motivos de desconfianza frente a los forzados paralelismos de estilos. Pero al mismo tiempo y al lado de tales motivos de desconfianza, hemos alineado algunos ejemplos lo suficientemente expresivos como para hacer pensar que quizás no convenga prescindir del todo del fenómeno barroco para, a su luz, mejor entender el romántico.

A estos ejemplos aun pudiera agregarse alguno más. Así, la estimativa romántica de la fealdad artística puede, en algún aspecto, considerarse como una prolongación de ciertos gustos barrocos. En otra parte, y a propósito de Pedro Antonio de Alarcón, he tratado de explicar esta concepción romántica de la fealdad artística, relacionada en el autor de El Escándalo con una curiosa valoración de la pintura barroca de Ribera15.

En la investigación literaria hay temas y fenómenos que no cabe reducir a convincentes teoremas o a rígidas e impecables fórmulas. Resultados que parecen bastantes sólidos se convierten, con el paso del tiempo, en sólo provisionales o incluso erróneos.

De ahí que estas dos notas nuestras lleven la un poco huidiza y nada comprometida denominación de ensayos. Con tal denominación se ha querido evitar todo aire dogmático, confiando a estas líneas más la misión de una sugerencia que la de establecer doctrina irrechazable.

Góngora y Quevedo han actuado como de signos orientadores en una rápida investigación de ciertos aspectos de la literatura decimonónica, y concretamente romántica. Y es que cuando los hombres de un siglo reniegan del que les precedió, han de elevar la mirada por encima de éste en busca de unos más lejanos modelos. No otra cosa hicieron los escritores de la generación del 98. Deseosos de liberarse del lastre decimonónico, hubieron de saltar sobre el siglo XIX para encontrar unos escritores españoles que pudieran servirles de orientación, llegando a veces, en ese salto, al lejano y primitivo mundo de un Berceo o de un Arcipreste de Hita.

La literatura española del período barroco, tan intensa en temas y en expresión, tan pasional y vibrante, atrajo la atención de los hombres románticos y en primer lugar de los llamados teorizadores alemanes.

Los románticos españoles se encontraron ante el feliz suceso de cómo la literatura de su nación, de los siglos de oro, despertaba admiración e imitaciones en toda Europa.

Si esto sucedió fuera de las fronteras españolas, hay que pensar que dentro de ellas ocurrió otro tanto. Es éste un hecho que no parece suscitar discusión y que suele considerarse aparte -por su carácter histórico- del problema de las afinidades entre Barroco y Romanticismo, de carácter teórico.

Pero tal vez conviniera una visión conjunta de ambos aspectos, y en tal sentido desearía haber orientado los dos presentes ensayos. En ellos quisiera haber expuesto cómo dos notas características del Barroco tienen una prolongación romántica.

Si el Barroco rompió el equilibrio clásico, sustituyéndolo por un dinámico ascender y descender, volar y ligarse a la tierra, correspondería, en cierto modo, a la ardiente expresión romántica de Espronceda el impulso ascendente -llamas, soles- frenado tantas veces por la atadura de la carne, de la muerte -cadáver, ceniza, lodo-.

De signo contrario pero, en su raíz, nacido de un impulso semejante al que lleva a Góngora a embellecer la naturaleza, depurándola de todo lo feo, es la tendencia de escritores como Quevedo a acentuar esos elementos feos. Tan barroco, pues, como pueda serlo el más estilizado paisaje de las Soledades es el gusto por lo deforme, lo caricaturesco, lo hiperbólicamente monstruoso: es decir, por todo lo que va a ser grato a los románticos en un plano sentimental -la fealdad física unida a la belleza del alma: héroes victorhuguianos como Cuasimodo-, si bien no faltó el grotesco, según hemos visto a través de los ejemplos expuestos en el segundo ensayo.

Los dos extremos barrocos -ascensión de llama y descenso al esperpento- están representados en la literatura romántica como un signo que acredita una semejanza y un parentesco.





 
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