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Bases estéticas para la definición del Neorrealismo

José Enrique Monterde





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- I -

¿Cuál debe ser el estatuto que rija las relaciones entre Historia del Cine y Estética? ¿Cuál puede ser la aportación desde la estética para la construcción del discurso histórico-fílmico? En unos tiempos en los que aparece como sólidamente instaurada la mutua necesidad entre Historia y Teoría en el ámbito de lo fílmico, tal vez se haya perdido la atención respecto al papel de la Estética en favor de las tendencias estructuralistas decantadas del lado del rechazo de la sospecha de subjetivismo y de vitalismo, como penúltimo esfuerzo por aproximarse al paradigma cientifista. Aunque sólo fuese por adaptarse a las modas imperantes, en estos tiempos post-estructuralistas y de resurrección/negación de la Estética, cabría iniciar una reflexión capaz de reinstaurar el lugar de lo estético en el ámbito fílmico. Claro está que no se trata de una cuestión de mera moda, sino de intentar explotar toda la operatividad de unas posturas derivadas de las propias limitaciones del esfuerzo objetivista y metódico.

Cuestión previa es, sin embargo, recordar que en la permanente reconstrucción del objeto de la historia fílmica -el film no en su simple existencia sino en su materialidad significante- debemos guardar un espacio para su condición estética. Es decir, no deberíamos olvidar la condición del film como objeto estético (o en caso de discrepancia, discutirla), más concretamente como obra de arte. Hablar en esos términos puede parecer desfasado para muchos, perdidos en la superficialidad de la asunción de los conceptos y terminología semiótica; pero recordemos que la aproximación semiótico-textual no niega la condición artística del film. Antes bien, lógicamente debería integrarla como un parámetro determinante de las especiales condiciones bajo las que se da en él la potencialidad comunicativa. Y en todo caso, ¿podríamos negarle al film la presencia del equivalente de la «función poética» de la que habla Jakobson?

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Plantear ese recuerdo de la condición artística no es ocioso por varios motivos. Primero porque ello equivale a remarcar el valor autorreflexivo de la expresión fílmica; exento de su función artística, el film quedaría al albur exclusivo de la inmanencia estructural o de la más radical trascendencia extracinematográfica, pasto de aquellas disciplinas interesadas estrictamente en los calores puramente comunicativos de lo fílmico (sociología, ideología, economía, etc.). En segundo lugar, porque asumir la condición artística del film -sin confundirla con una categoría axiológica- significa inscribir de alguna manera la Historia del Cine en el marco de la Historia de las Artes, con sus implicaciones respecto a métodos, tradiciones y objetivos, aunque también en relación a sus inercias, vicios e indefiniciones. Eso no debe significar una inmediata asimilación desde las posiciones de la historiografía artística, sino una cuidadosa reflexión sobre las áreas de especificidad y la posible comunidad de métodos e intereses. Qué duda cabe que el Cine integra factores que lo asocian al ámbito de las artes plásticas, pero también a las artes narrativas, escénicas y musicales, lo cual -cuando menos- significa un grado de complejidad notable, tal como la vieja discusión sobre la imposibilidad de localizar un lenguaje cinematográfico nos aclaró.

No se entienda lo dicho hasta aquí como un retorno a la vieja empresa legitimadora del Cine por la vía de la reivindicación de su artisticidad. Ese fue el empeño de los primeros esfuerzos historiográficos -y teóricos- en torno al Cine, en una coyuntura significativa dentro de la progresiva infeudación del Cine por la cultura burguesa. Lejos, pues, nos queda todo eso; ahora sólo se trata de reactualizar algo que no por sabido y trivializado resulta menos importante. Tampoco debe entenderse esta reflexión como una pretensión expansionista de la Estética por áreas bien definidas como el Análisis fílmico y la Teoría cinematográfica. En sus diferentes formas, el Análisis pretende reconstituir el objeto de estudio tras profundizar en sus mecanismos significantes (desde perspectivas textuales, narratológicas, psicoanalíticas, etc.), pero moviéndose en el ámbito del film, esto es, de la actualización singular del sistema códico cinematográfico, lugar este de despliegue de la Teoría. Ambos aspectos son fundamentales y será desde ellos -mejor «con» ellos, para no levantar suspicacias- cómo la Estética podrá tener su aportación en la reflexión fílmica que, por otra parte, debe acompañar inexcusablemente cualquier empeño historiográfico que vaya más allá del banal inventario.

También sería erróneo pensar que al introducir el factor estético en la reflexión fílmico-histórica estamos postulando una Historia Estética del Cine. Aclaremos que en ningún momento hemos hablado siquiera de «estética cinematográfica», entendible como reducción al sector cinematográfico de los elementos constituyentes del discurso estético; antes bien, cuando estamos   —41→   hablando de Estética lo estamos haciendo como disciplina general, más próxima a la «filosofía del arte» que no a la concreta Teoría cinematográfica. Desde ese presupuesto aparece otro tema como sería la vinculación de esa aproximación desde la Estética a la Historia fílmica con otras formas de aproximación no menos determinantes. ¿Cómo y bajo qué perspectivas podemos imbricar lo estético con lo tecnológico, económico, sociológico, ideológico, etc.? Ahí reaparece uno de los grandes problemas propios de la Historia (fílmica), la tentación de optar por una difícil síntesis de esos factores tan diversamente determinantes de la constitución del fenómeno fílmico o por las limitaciones epistemológicas de una historia sectorial.

En el marco de esta comunicación no podemos, evidentemente, pretender abarcar todos esos aspectos, porque sólo estamos sentando algunas condiciones que más adelante nos permitan una excursión historiográfica-estética concreta en torno a posibles bases estéticas de un segmento histórico como el Neorrealismo italiano. Pero sí que señalaremos al menos dos aspectos esenciales de la perspectiva estética absolutamente insalvables para un trabajo historiográfico serio: el problema del estilo y la interpretación de sentido, es decir, las bases estilísticas y hermenéuticas del trabajo histórico.

La relevancia de la estilística en la Historia del Arte es reconocida por la mayor parte de autores. En primer lugar porque sólo desde una perspectiva histórica podemos establecer una razón estilística que homogenice -hasta cierto punto- un segmento de la producción artística. Así, como bien señala Hauser, «el estilo es el concepto fundamental y central de la Historia del Arte» ya que «un arte sin estilo es tan inconcebible como un lenguaje universal que en su uso práctico permaneciera invariable e 'incontaminado' por las circunstancias»1. Es más, casi el concepto de estilo se nos ofrece como sinónimo de segmento, tal como reconocen Todorov y Ducrot cuando lo equiparan al periodo, género o tipo. Ese criterio temporal o cronológico de la noción de estilo se fundamenta en algo más que la coetaneidad de las obras, sino en sus propias características, pues como también indica Hauser, «el criterio más elemental de la existencia de un estilo consiste en la coincidencia de un cierto número de rasgos artísticos decisivos en las obras de una cultura delimitada temporal o localmente» o «el concepto de estilo sirve de criterio para juzgar en qué medida la obra de arte singular es representativa de su tiempo o de un aspecto determinado de él, y también para juzgar hasta qué punto una obra de arte se halla en conexión con otras obras de la misma época o de igual dirección»2. Con ello la razón estilística se nos   —42→   constituye -en la operación complementaria- en un criterio clasificador, como manifiesta Arnheim («el estilo estético es el único medio que poseemos para clasificar los objetos artísticos como objetos artísticos»)3. La complementariedad estriba en que si bien para la definición de la razón estilística debemos partir de las obras concretas, a su vez desde esa razón podemos fundamentar la adscripción de algunas obras a ese mismo segmento histórico.

Tras el criterio clasificador aparece, pues, en la razón estilística el registro de la diferencia, de «distinción» (incluyendo las resonancias sociales estudiadas por Bourdieu al respecto), esto es, el mecanismo del «cambio», elemento decisivo para cualquier constitución de una reflexión histórica dinámica (en su extremo dialéctica). Como tal lo considera Schapiro -autor decisivo en la reflexión sobre el concepto de estilo en las artes- cuando dice que el estilo es «un fondo común que puede ayudar a evaluar las innovaciones y el carácter individual de las obras particulares»4.

Ahora bien, esas aportaciones de la razón estilística deben fundamentarse en algunas componentes del concepto de estilo. En primer lugar la constancia: «Por 'estilo', se entiende la forma constante -y a veces los elementos, las cualidades y la expresión constante- en el arte de un individuo o de un grupo de individuos» o «un grado de constancia en arte que está en la base de toda investigación sobre el estilo»5. Luego su significado en pos de lo colectivo, como elemento cohesionador y expresivo de una comunidad de intereses y valores («el estilo refleja o proyecta la 'forma interior' del pensamiento y del sentimiento colectivos»)6. Esa vocación -matizada- de unidad, se extiende hasta una vocación de totalidad, como indica Bialostocki («la manifestación de una cultura como un todo» o «la suma de cualidades que son el resultado de innumerables factores de condicionamiento social, espiritual y artístico»)7, o como más sutilmente propone Hauser: «el estilo es la unidad ideal de una totalidad compuesta de una serie de elementos concretos y dispares, teniendo como horizonte los conceptos de 'tipo ideal' de Weber o de 'voluntad de forma' de Riegl»8.

Pero como toda totalidad, el estilo no puede darse en lo inmediato, sino como construcción analítica, como «estructura» o en todo caso como «sistema». Volviendo a Todorov, recordemos que «... el estilo es una unidad estructural,   —43→   no funcional»9, tal como también lo reconoce Hauser cuando plantea que «un estilo es una estructura que no puede obtenerse ni por adición ni por abstracción partiendo de las cualidades de sus representantes»10; es decir, obtenible sólo en el propio ser de la obra, no tanto en el sentido ontológico fuerte como en su idiosincrasia estructural. De ahí que la definición o la adscripción estilísticas sólo puedan proponerse en la medida en que desarrollemos algún tipo de análisis estructural de la obra; por ejemplo, un análisis textual. Y será desde ahí donde podremos ir más allá de la obra, constituir un sistema capaz de dar cuenta de los rasgos característicos comunes a una globalidad de textos; en eso parece pensar Schapiro cuando advierte que «el estudio estilístico constituye a menudo una búsqueda de correspondencias ocultas, que se explica con la ayuda de un principio organizador determinante a la vez del carácter de las partes y de la organización del conjunto»11. Eso es lo que, aproximadamente, hemos llamado hasta aquí «razón estilística» y que en definitiva debe convertirse en el objetivo central del trabajo en el área estilística.

Un par de observaciones más sobre el concepto de estilo: desde una perspectiva lingüística, es sabido que el estilo corresponde al ámbito del idiolecto, es decir, cristaliza la intermediación entre lengua y habla, entre lo general abstracto y lo individual concreto (hegelianamente lo situaríamos así en el terreno de la particularidad). Como dice Todorov, el estilo es «la elección que debe hacer todo texto entre cierto número de disponibilidades contenidas en la lengua»; por tanto corresponde a la concreta actualización de lo códico en el texto. Pero en esa misma medida, el estilo vuelve a ofrecerse como ámbito de la diferencia, aunque ahora entre el universo de lo sistemático -el código- y la coyunturalidad de cada texto, puesto que será en alguna medida un elemento diferenciador entre los textos en lo que tiene de «conjunto de las 'desviaciones' retóricas del lenguaje con relación a las reglas y a los usos»12. Pero lo importante es que esa vertiente estilística del texto artístico no es una mera marca diferencial formal, sino que implica un cierto «suplemento de información»13. No de esa información semántica -de la que habla Riffaterre cuando propone que se entienda el estilo como «un subrayado, énfasis (de naturaleza expresiva, afectiva o estética) que se añade a la información transmitida por la estructura lingüística, sin   —44→   alteración de sentido»-14, sino de aquella otra información estética de la que nos hablaban Moles y Dorfles. Con lo cual completamos una justificación de por qué el ámbito de lo estilístico se resuelve en la Estética.

Pasando al segundo aspecto que habíamos indicado entre los pertinentes para fundamentar la presencia de lo estético en el trabajo historiográfico, prestemos alguna atención al problema de la interpretación. En la crisis de las estéticas tecnológicas y positivistas, junto con lo que se ha venido llamando la «crítica al lenguaje» y la primacía de la «metáfora del lenguaje»; en la recuperación del protagonismo del sujeto, sea desde la perspectiva del artista o del espectador; en las propias quiebras de la radicalidad estructuralista a través de conceptos como el «significado flotante» de Levi-Strauss o la «asemiosis» del arte de Eco; en el desarrollo de las diversas estéticas hermenéuticas o de la recepción a partir de la tradición de Heidegger y Gadamer; en la crítica del logocentrismo lingüístico inherente a la desconstrucción en Lyotard o Derrida; en el despliegue de las post-estructuralistas «estéticas de la textualidad» afines a los antiguos miembros del grupo de «Tel Quel»; en esas y tantas otras formas más (Jauss y la «Escuela de Constanza», el «New Criticism» de Yale, etc.) encontramos el clima de un retorno a los valores de la interpretación de la obra de arte por encima de los designios positivistas que pretendían objetivar y cientifizar la aproximación a lo artístico como vía excluyente de toda subjetividad y vitalismo.

Frente a posturas duras del positivismo lógico, como las representadas en los años treinta por Carnap, Ayer («la crítica estética no se propone tanto proporcionar conocimiento cuanto comunicar emociones»)15, u Ogden Richards («hay una distinción neta entre el lenguaje cognoscitivo (definido como simbólico) y el lenguaje emotivo, el típico del arte y sin pretensiones cognoscitivas»)16, asumidas también en la perspectiva lingüística (Jakobson negando valor cognoscitivo a la función poética) y semiótica, nos encontramos la radical reivindicación gadameriana del valor esencial y lingüísticamente conclusivo del arte y la historia: «(filosofía, arte e historia) son formas de experiencia en las que se expresa una verdad que no puede ser verificada con los medios de que dispone la metodología científica». Disociando, como en otro momento haría Dorfles, la información y el valor en el territorio de la obra de arte, Gadamer dirá explícitamente que incluso las técnicas más modernas de reproducción de la imagen se prestan a un uso artístico en cuanto   —45→   «permiten sacar de lo representado algo que no está dado (...) en su modo de presentarse puro y simple»17.

En algún caso, como en Ricoeur, la propuesta se centraba en la voluntad de mediación entre la perspectiva estructuralista y la hermenéutica a partir de sugerir una relación dialéctica entre explicación (según la validez del método) y la comprensión (como pretensión de verdad). Así, interpretar es para Ricoeur «apropiarse hic et nunc de las intenciones del texto», sabiendo que «la intención u objetivo del texto no es la presunta intención del autor, lo vivido por el escritor a lo que debamos transportarnos, sino lo que quiere el texto, lo que el texto quiere decir para quien obedezca a su imposición. Lo que el texto quiere es que nos introduzcamos en su sentido, es decir, según otra acepción de la palabra 'sentido', en su misma dirección»18. Por ello, «el fin de la interpretación no es el mundo que dio lugar a la obra, ni el lector o el autor original, sino el mundo 'configurado' a partir del texto por un lector concreto y actual»19, lo cual nos sitúa en una posición incluso moderada respecto a las posturas desconstruccionistas derridadianas, donde se deslinda la vivencia estética de la posible transparencia del sentido, en el extremo opuesto a la disolución de lo artístico en el lenguaje, propio del estructuralismo más radical, aunque ya Mukarovsky había distinguido el ámbito artístico del estético en función de considerar la obra como objeto (significante) o como valor.

Sirva ese rápido recorrido por los vericuetos de la Estética hermenéutica sobre todo para evidenciar el papel que puede tener, también en el Cine, la hermenéutica estética. Pero aún me parece más pertinente remarcar ese papel ante el periódico resurgir del positivismo más banal en la Historia del Cine. Frente a esas corrientes que Michèle Langy llama «una fuerte corriente archivística»20 nunca hay que dejar de reivindicar la componente interpretativa que todo trabajo historiográfico debe aportar. Seducidos por la supuesta preexistencia del objeto de estudio, algunos historiadores no van más allá de la mera acumulación -casi irreflexiva- de montañas de datos, en una pueril aproximación a la labor del coleccionista o, lo que aún es peor, al atrabiliario criterio del cinéfilo. Y todo ello desde un añejo resabio legitimador, por aquello de que la preeminencia del «dato» más o menos documentado permite soñar con ese positivismo que justifica la disciplina por su apariencia pseudocientífica e indirectamente otorga fundamento al propio Cine dentro de las actividades historiables, ofreciendo así un nuevo argumento a la causa de su artisticidad.

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Al respecto cabría recordar la distinción entre dato (estricto predicado de existencia) y fenómeno (siempre «para mí») en el pensamiento de Husserl, quien introducirá el concepto de «epojé» («puesta entre paréntesis») del mundo como existente, en su oposición al positivismo e historicismo. Esa visión fenomenológica -que vía Heidegger alimentará la posterior vía hermenéutica de la Estética- tendrá precisamente una importancia decisiva desde el prisma de la Estética cinematográfica de los años cincuenta (Bazin, Agel, Ayfre e incluso algunos aspectos de Morin), precisamente con una clara presencia en el discurso sobre el Neorrealismo.




- II -

Asumiendo un segmento de la Historia del Cine como es el Neorrealismo, intentaremos exponer algunas reflexiones sobre su dimensión estética, necesariamente incidente en los aspectos historiográficos. A partir del concepto de «estilo» -de lo que hemos llamado la «razón estilística»- se pueden establecer ciertas bases de delimitación y definición del movimiento neorrealista, lo que significa no solamente establecer un sistema de reglas de inclusión y exclusión capaz de definir un corpus relativamente homogéneo, sino también el complejo de rupturas y continuidades sobre el que se construye el propio movimiento, así como las relaciones establecidas con el resto de la producción fílmica coetánea, ya que si algo podemos tener claro es la particularidad de cualquier movimiento, escuela o tendencia cinematográfica. Es decir, en ningún caso puede darse ese universalismo que recorre los estilos tradicionales -anteriores al nacimiento de la vanguardia- de la Historia del Arte y la Literatura. Cuando hablamos de Expresionismo, Realismo poético, Neorrealismo o «nuevos cines» no podemos proponer un paradigma de carácter universal, sino un segmento delimitado cronológica y espacialmente que se integra dentro de una globalidad -el conjunto de la producción fílmica- y que por tanto necesariamente se relaciona con aquél.

Valga lo recién dicho para plantear una línea de reflexión que ahora no seguiremos, pero que reviste un cierto interés. A diferencia de lo que propone Bialostocki, cuando sugiere sustituir el término estilo por el de «modo» para justificar la posible simultaneidad de posturas muy diversas en un mismo segmento histórico (por ejemplo los elementos neogóticos y los neoclásicos en la arquitectura inglesa de la década 1830-1840, definidos como modos diversos dentro de un mismo estilo), en el ámbito cinematográfico la noción de «modo de representación» introducida por Burch creo que funciona de una forma inversa. No sería el estilo quien aceptaría diversos modos, sino   —47→   el «modo de representación» quien podría manifestarse a través de una variedad de estilos (personales o colectivos). Así, el cine hollywoodense -culminación del MRI- no se definiría como «un» estilo, sino como el espacio donde puede desarrollarse una pluralidad de ellos. Eso nos es muy relevante en el supuesto de que nos planteásemos la hipótesis, por ejemplo, de un «modo de representación neorrealista» considerado como «no institucionalizado». Sustancialmente no creo que se pueda establecer este MRN, aunque eso nos introduce al problema -básico y poco afrontado hasta ahora- de las vías de transformación del MRI, de su dinámica evolutiva asumiendo aspectos propuestos desde formas periféricas (tendencias como el Expresionismo o Neorrealismo) o alternativas (la vanguardia en sus diversas formas). No cabe duda de que la posibilidad de mantenerse institucionalizado del MRI depende -entre otros factores- de su movilidad, de una dinámica interna asumida desde sus relaciones dialécticas con aquello que inicialmente o incluso programáticamente le es ajeno. De momento, concluyamos que el Neorrealismo no se propone al margen del MRI, aunque sí contribuye decisivamente a su transformación interna, siendo ésa una interesante y fundamental cuestión que deberemos abordar en otros momentos.

Entrando ya en cuestiones más directamente relacionadas con el segmento neorrealista (que pudiera no existir en sí mismo, pero que sin duda ya nos es pertinente en la medida en que aparece como historiográficamente reconocido), aún debemos señalar un par de observaciones antes de establecer las bases de una propuesta de definición estética, necesarias en la medida en que queramos refinar la justificación de su segmentación.

La primera observación nos remite a un problema de carácter contextual que muchas veces no se considera desde la perspectiva no italiana. El clima estético en que aparece el Neorrealismo está definido -en Italia sobre todo aún por la toma de posición respecto al paradigma estético-filosófico dominante: el pensamiento de Benedetto Croce (y en menor medida del de Gentile, despreciado por su compromiso con el fascismo). A favor o en contra de Croce: ésa es la palabra de orden desde la cual podemos ubicar a la mayor parte de autores preocupados por la estética y Teoría de las artes en Italia desde principios hasta mediados de siglo. En términos generales, podríamos decir que el Neorrealismo se aparenta como anticrociano, pero con matices; tan importantes estos últimos como para cuestionar parcialmente esa oposición. Anticrociano sería el Neorrealismo en su reivindicación de la inmediatez, en el rechazo por llevar a la pantalla la verdad de la vida negando así el momento sintético y teorético de la producción artística, en la ruptura de la inmanencia de la acción artística, en la reivindicación de un realismo que no sería más que una nueva revalorización de los aspectos miméticos del arte,   —48→   con lo que eso implica de fundamentar rasgos como la verosimilitud, la tipicidad, el arte de tesis, etc., tan radicalmente apartados por el filósofo del ámbito estético, entre otros muchos aspectos. En definitiva, el Neorrealismo, intrínsecamente vinculado a la Realidad (con mayúsculas) se enfrentaría a una postura neoidealista que sitúa la realidad como «presencia» en la conciencia, como acto de pensamiento, y no en su empiricidad, esa de la que el Cine debe dar cuenta.

Pero al mismo tiempo parece que la omnipresencia crociana no deja de reaparecer en algunos resquicios del Neorrealismo, no deja de contaminarlo. No muy lejos de las posiciones zavattinianas estaría el binomio intuición-expresión, central en Croce; o la identidad entre signo y significado o entre imagen y realidad figurada; también en esa fundamental componente -que luego desarrollaremos- del Neorrealismo como actitud negativa frente a lo que tradicionalmente consideramos elementos conformadores del «estilo» (veremos la paradoja de la razón estilística del Neorrealismo que se fundamenta en una actitud antiestilística que, lógicamente, deviene un nuevo rasgo de estilo); incluso podríamos hablar de la «liricidad» inherente al hecho artístico en Croce, que podría conectar con la «poesía» tantas veces detectada en De Sica-Zavattini. Y finalmente, comprender el historicismo latente en el movimiento neorrealista (fundado en la radical contemporaneidad de buena parte de los films, con excepciones como, por ejemplo, La terra trema) que se inscribiría en la senda del idealismo entendido como historicismo absoluto en Croce.

En segundo término, parece evidente que una aproximación desde la estética al Neorrealismo no puede pretender partir de cero. Hablar desde el aquí y ahora del Neorrealismo significa también considerar las diversas interpretaciones propuestas hasta la fecha. Desde nuestra posición no podemos circunscribirnos al análisis de los films (textos) puesto que lo dicho sobre ellos puede estar dicho a partir de ellos pero no en ellos mismos. Es decir, para nosotros ya el Neorrealismo es lo que constatablemente fue (en los films), más lo que se ha dicho que fue (e incluso lo que supusieron que era los que lo hicieron). Ahora bien, resulta evidente que no tenemos aquí espacio para desarrollar una revisión de la teoría de y en torno al Neorrealismo, aunque evidentemente las propuestas que de inmediato hagamos han tenido en importante consideración esos extremos.

Brevemente, por tanto, situaremos las que creo son cuatro grandes áreas de discurso teórico-estético sobre el Neorrealismo: 1) la teoría italiana coetánea el propio despliegue neorrealista; 2) las aproximaciones marxistas de los años cincuenta; 3) la tendencia fenomenológica; y 4) las posturas revisionistas italianas de los años setenta y ochenta. Evidentemente, el análisis de   —49→   estos apartados implica un espacio y tiempo ingentes comparados con el marco de una comunicación, pero como corresponde a su importancia serán asumidos en trabajos más arduos sobre el tema ahora en curso.

El primer bloque está constituido por los patriarcas de la literatura fílmica italiana, incluso antecesores del Neorrealismo (Barbaro y Chiarini en primer término), junto al único neorrealista que explicita una pretensión teórica (Zavattini) y algunos cineastas que anteponen ciertas pretensiones programáticas a su propia poética (Antonioni, De Santis, Visconti, Alvaro, Lizzani, Mida, Puccini, Pietrangeli, etc.). En conjunto, un panorama más rico de lo que se reconoce tradicionalmente, pero que difícilmente permite sistematizar una teoría fílmica neorrealista y fundamenta la idea del predominio de los presupuestos poéticos sobre los estéticos en su seno. Ahí el Neorrealismo servirá a Barbaro para su definitivo despegue de Croce, al convertir el realismo en categoría axiológica en la doble perspectiva estética y ético-política, mientras que Chiarini remarcará el valor de ruptura, de «... exigencia espiritual, de una nueva actitud frente al mundo»21. También Zavattini hablará de una nueva manera de situarse ante la realidad («saber mirarla») y del valor moral de tal descubrimiento centrado en «hacer al máximo significativas las cosas tal como son, contadas casi por ellas mismas» a través de una vía analítico-documental que abrirá el camino hacia la comprensión y convivencia entre los hombres como designio superior a la evasión inherente al cine espectacular habitual. En resumen, como señala Petraglia, en Zavattini se suman una poética del hombre, la tensión de la representación del hecho y el ansia de hacerse de alguna manera explicación y moralidad22.

El Barbaro posterior al fascismo, junto con la siempre radicalizada actitud de los Aristarco o Fortini y la reflexión más filosófica de Della Volpe, constituyen el grueso de la aportación marxista italiana al debate post-neorrealista de los cincuenta. Centrado primordialmente en la cuestión del realismo, con resonancias obviamente lukacsianas como indica el concepto de «realismo crítico» trasplantado al Cine por Aristarco, la reflexión sobre la verosimilitud en Della Volpe o el debate sobre popularidad/populismo de Fortini, tiene una fuerte incidencia sobre la crítica e historiografía de izquierdas, convirtiendo -una vez agotado el propio movimiento, al menos en primera instancia- el ámbito teórico en una continuación del valor polémico y político del movimiento.

Desde la perspectiva extra-italiana ha sido sin duda la tendencia fenomenológica francesa de los cincuenta la más significativa aportación a la comprensión del Neorrealismo. Sesgada por una intencionalidad no menos marcada   —50→   que la posición marxista, la obra de Bazin, Agel o Ayfre está llena de sugerencias que escapan al propio Neorrealismo y, sobre todo en el caso de Bazin, alimentan los posteriores caminos de la teoría fílmica. Las observaciones sobre el significado ontológico del realismo cinematográfico («un cine asíntota de la realidad»), sobre el papel del montaje o el valor de la ambigüedad radical en la comprensión de una realidad devenida fenómeno (y por tanto, como vimos, mucho más que simple dato), la reflexión sobre el sentido de la temporalidad fílmica o el carácter humanístico de un estilo en pos de la trascendencia, nos ofrecen -incluso en sus momentos de exceso espiritualista- una de las más brillantes contribuciones de la Fenomenología a la Estética.

Finalmente, el revisionismo italiano sobre el Neorrealismo toma como simbólico inicio la celebración del Convenio de Pesaro en 1974. Ahí -o desde ahí- se han cimentado posiciones como la comprensividad del momento neorrealista en el conjunto de la historia del cine italiano, del valor del Neorrealismo como alteridad discursiva o como categoría axiológica; la policentralidad del movimiento y su tendencia al flujo de contaminaciones con el resto del cine italiano; el problema de la continuidad o ruptura respecto al cine del periodo fascista o respecto a tradiciones genéricas o extranacionales; la propuesta del Neorrealismo como «lengua nacional» del cine italiano o la reflexión desde el problema del signo y la referencialidad... Ese es el empeño de un gran número de historiadores y teóricos dispuestos a romper con la herencia -muchas veces coyuntural en su combatividad- de sus antecesores; entre ellos los Brunetta, Micciché, Bettetini, Farassino, Bertetto, Grande, Pecori, Casetti, Tinazzi, etc.




- III -

Dentro de nuestro empeño nos queda encontrar aquellos puntos de partida desde los cuales la fundamentación de una «razón estilística» que nos ayude a delimitar los rasgos del cine neorrealista se combine con una propuesta interpretativa; esos puntos de partida son lo que en el encabezamiento de la comunicación denominábamos «bases estéticas» para la definición del Neorrealismo. Tres son las propuestas desde las que considerar esas «bases»: la contigüidad, la implicación y el rechazo.

El Neorrealismo se ofrece como una estética de la contigüidad, donde se pretende una máxima transitividad entre el objeto y su expresión23, donde la pregnancia referencial parece salvar la distancia signo-referente, donde la   —51→   lógica de la «presencia» de la que habla Bettetini impone su ley24. Con otras palabras, estamos en discurso sobre «las cosas que hablan por sí mismas» tan caro a Zavattini («hacer al máximo significativas las cosas tal como son, contadas así por ellas mismas»)25 o incluso a Ayfre: «no se puede negar que Rossellini -y algunos otros con él- no hay intentado, como Husserl, ir 'a las cosas mismas', para pedirles lo que ellas manifiestan en sí mismas y por ellas mismas»26. Explícitamente ya lo señalaban Grande y Pecori en Pesaro: «si queremos permanecer en el ámbito de la poética neorrealista debemos limitarnos a evidenciar el equívoco que está en su base: el haber creído poder construir discursos 'realistas' poniendo simplemente en relación de contigüidad varias instituciones o enunciados...»27.

El propio Grande ha seguido con su discurso sobre la contigüidad inherente a toda estética realista, fundamentándola en una cierta «contigüidad icónica» consecuente a efectos como la «correspondencia analógica» y la «similaridad perceptiva» planteadas en el origen de la «base indicial» de la imagen cinematográfica28; con todo eso conectaríamos con las posturas que han pretendido llamar la atención sobre la importancia del valor de «index» de la fotografía (desde Morin a Dubois) y que sin duda juegan un papel decisivo en todos los realismos visuales. Pero la cuestión de la contigüidad no se queda en el ámbito del estatuto semiótico de la imagen, sino que tiene otras consecuencias. En ella, por ejemplo, basaríamos esa poética de la «inmediatez» teorizada por Zavattini y que como adecuadamente indica Oldrini se transforma en una «teoría de la espontaneidad»29; también esa ampliación del «espacio de lo real» de la que hablan varios autores y que no sería otra cosa más que una apertura de los márgenes de lo decible, ya no sólo visualmente, sino en la constitución de una nueva representación fílmica de lo cotidiano, revolución esencial en la cuenta del Neorrealismo e importante frontera respecto al cine del periodo fascista. Incluso la lacunareidad de la que habla Deleuze («... ya no hay vector o línea de universo que prolongue y empalme los acontecimientos de Ladrón de bicicletas»)30 o el valor de la interpretación baziniana («en vez de representar un real ya descifrado, el   —52→   Neorrealismo apuntaba a un real a descifrar, siempre ambiguo; de ahí que el plano-secuencia tendiera a reemplazar al montaje de representaciones»)31, precedente de la «imagen-hecho» deleuziana.

Repercusiones sobre la propia «razón estilística» aparecen, pues, de una forma directa; pero a la vez que sostienen una interpretación centrada en el propio debate sobre el significado del Realismo lo trascienden si entendemos esa contigüidad desde una perspectiva histórico-social. En efecto, el referente aparece primado en la medida en que la «realidad» contextual se presenta -como en ese final de la guerra e inmediata postguerra- tan cargado de atributos, tan ineludible, tan objeto de obligada toma de postura, de compromiso, tal como recordaba en su momento Debreczeni: «La actualidad de la guerra y de los problemas de postguerra se tradujo en hechos cotidianos que el contexto histórico convertía en excepcionales o en proezas extraordinarias insertas en la realidad cotidiana»32.

También en la segunda base estética -«una estética de la implicación»- encontraremos la correlación entre «razón estilística» e interpretación global, aunque aquí invirtamos el orden. Nadie discutirá que en el empeño neorrealista existe una auténtica voluntad de revelación de la realidad contextual en pos de una toma de conciencia, de lo que podemos denominar una «implicación» en esa realidad por parte del espectador; en cierto modo esa opción estaría en los orígenes de todas las posturas realistas. Ahora bien, entendido el cine como ámbito de la representación -por realista y «contigua» que sea- no dejamos de movernos en el terreno de una práctica significante, donde ese reclamo a la implicación adoptara ciertas formas retóricas. Partiendo de una tradición cultural -ya analizada por Gramsci- y orientándose en una perspectiva popular, las vías de esa implicación espectatorial pasarán por el doble ámbito del melodrama y la comedia. En ese binomio, en las formas de representación que utilizan, encontraremos otros tantos elementos originantes de la «razón estilística» neorrealista. Muy especialmente en la primera fase del Neorrealismo será la retórica melodramática la que predominará y que se hará evidente en aspectos tan diversos de los films como el uso del primer plano, los subrayados musicales, ciertas funciones narrativas (el tema de la muerte de los niños, por ejemplo) o en la definición de la tipología de los personajes, entre otros muchos que aquí no podemos desarrollar. Se trata, pues, de una implicación emocional, sentimental (recuérdese el concepto central de Agnes Heller del sentimiento como implicación) que aparece formalizado bajo las formas del melodrama. Y en último término, moviéndonos en el   —53→   territorio del imaginario, abriríamos en el Neorrealismo un espacio para el deseo; en este caso, el deseo del contacto con una realidad sujeta al impulso transformador desde lo político, lo social o simplemente lo humanístico33.

Última propuesta: el Neorrealismo como una estética del rechazo. ¿En qué medida podemos hablar de la negatividad neorrealista? Muchas veces se ha dicho que en su misma dispersión y policentralidad el Neorrealismo se cohesionaba por su política de antítesis. Sin entrar en detalles, hagamos un rápido recuento: el Neorrealismo como negación del espectáculo (Zavattini), de la ficción (Casetti), de la historia argumental y del guión (Ayfre), del montaje (Bazin), de la elipsis (Bonitzer), de la técnica (Grande-Pecori), del oficio (Chiarini), del personaje, del héroe de la retórica, etc. Autores como Lotman o Chiarini, por citar nombres bien diversos, han fundado su tesis sobre el Neorrealismo en esa poética del rechazo; así Chiarini proponía que «el Neorrealismo italiano en su antiformalismo redescubría, casi instintivamente, el esencial valor 'documental' del film, pero con la nueva conciencia surgida de la guerra»34. En verdad parecería que nos estamos contradiciendo, puesto que aparentemente nos situamos en una especie de «grado cero» del Cine (recuérdese la referencia a Lumière en el Congreso de Parma), que equivaldría a la disolución de toda razón estilística. Consecuencia de la inmediatez (contigüidad) y de vocación popular/populista (implicación), el rechazo no es más que una vía ascética, una depuración de lo estilístico que, en el fondo, deviene en una nueva forma de retórica.

Dejando de lado el análisis de la realidad de los supuestos rechazos del Neorrealismo (donde había ficción, argumento, guión, elipsis, movimientos de cámara, angulaciones complejas, nuevos héroes y divas, etc.), lo cierto es que su conjunto se define no como negación del estilo (y mucho menos del modo de representación dominante), sino como depuración y reformulación de la tradición cinematográfica, pues no en vano el Neorrealismo se constituye en uno de los puntos de arranque de la modernidad cinematográfica, bien apoyado en su conciencia histórica (de la Historia del Cine) y en su autoconciencia (lingüística y estética) aun en el terreno de las puras intuiciones.

Y desde aquí empieza la verdadera labor: fundamentar en los textos concretos, en sus rasgos estilísticos y en sus interpretaciones locales, esas tres bases centrales para la definición de lo estilístico, esa triple estética de la contigüidad, la implicación y el rechazo desde las que nos es posible definir productivamente el Neorrealismo y asignarle su lugar en la Historia del Cine.





 
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