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Bases y tópicos morales de los sainetes de Ramón de la Cruz

Josep Maria Sala Valldaura


Universidad de Barcelona



Al analizar la ideología de un escritor de sainetes, se corre el riesgo de confundir la «ideología» del sainete con la del autor. Es decir, tales piezas exigen por lo general la presencia de los males sociales sobre los que -sin ánimo de moralizar, o sea, sin pretensiones ideológicas- montar una intrascendente burla. Ramón de la Cruz, como veremos luego, se aparta de tan definitoria y esencial característica, salvo en los entremeses de «figuras». Se podría incluso enunciar que el entremés niega la ideología del autor, por cuanto la encorseta al ser una pieza breve, deliberadamente trivial, de estructura, personajes y temática casi dadas; el amaneramiento reemplaza muchas veces la originalidad, que el espectador no desea.

El papel del público respecto a la moral transmitida por el sainete no puede ser desdeñado: «no pocas veces se observa una subida repentina de las recaudaciones después de la mera sustitución del sainete que completa el programa» (Andioc, 1976, pág. 33). Al autor se le impide en consecuencia discrepar de los receptores de su producto (Sala, 1973), por lo que es frecuente que se inviertan los papeles y sean éstos quienes dicten el mensaje y el código del escritor.

Si se permite la crítica de lo establecido, se debe sólo a que la deformación, la superioridad del espectador sobre lo que ocurre en el escenario y el compartido -por autor y público- propósito de simple pasatiempo difuminan lo que muy superficialmente parece una subversión o una puesta en duda moral. «El entremés acepta alegremente el caos del mundo, ya que su materia especial son las lacras e imperfecciones de la sociedad coetánea y de las mismas instituciones humanas» (Asensio, 1965, pág. 39). El propósito inicial, la esencia del entremés, el papel «fiscalizador» del público [...] invalidaban la potencial crítica dialéctica de dichas obritas. Y si algún «heterodoxo» cultivó el sainete, la minoridad de este teatro no dejó translucir aquella heterodoxia más que en escasa medida. De todos modos, el entremés tenía abiertas sus puertas tanto para quienes estaban interesados en el análisis moral de su época (Cervantes, Quevedo) como para quienes, por no haber escrito obras de más enjundia ideológica, no se manifestaron a este respecto (Quiñones de Benavente).

A las dificultades propias del subgénero (el amaneramiento, la deformación ridiculizadora, la brevedad, y un largo etcétera) y a las debidas a la relación entre el texto y el espectador (la mera función de entretenimiento a-moral), cabe añadir otra dificultad que concierne al autor: su dificultad con los personajes, su actitud con ellos. No profundiza en su interior, y por tanto -a la busca de lo típico y con una visión totalmente externa- el entremés observa al personaje «sin más emoción que la que exhibe el coleccionista al examinar sus lepidópteros» (Bergman, 1970, pág. 17). Bastante menos, probablemente.

Hay, con todo, una posible y leve objeción a esta frialdad. Las características que delimitan al entremés obligan a la búsqueda, por parte de sus autores, de lo que se aleje de la normalidad, de lo establecido. Esta necesidad introduce, por ejemplo, la figura del rufián que, por contraste, queda ensalzado al conducirse con sinceridad, valentía y libertad. Forzosamente, había de influir en la ideología de Cervantes y Quevedo el tipo que protagonizara algunos de sus más celebrados entremeses. (No se olvide, tampoco, que son los graciosos quienes interpretan, y a su manera, los papeles principales).

Objeción plausible... pero excepcional. Una de las claves de esa ausencia de ideología, o, en definitiva, de compromiso, está, más allá de la definición y de la tradición entremesiles, en una ausencia de lo subjetivo. Recurramos nuevamente a Eugenio Asensio: «El Siglo de Oro ignora las dos modalidades románticas: el costumbrismo nostálgico, que trata de retener un mundo que se va, y el costumbrismo progresista, que, condenando el atraso social, se dispara hacia un porvenir luminoso y avanzado. Ignora igualmente el costumbrismo documental, la saturación descriptiva del naturalismo, donde el ambiente, y no el hombre, sirve de protagonista» (pág. 140). Quien desee establecer la ideología de un entremesista o de un sainetero habrá, pues, de desbrozar mucho camino, limpiar los presupuestos del género, los dictados del público, la «frialdad» del oficio, etcétera. Podrá servirse de los «entremeses de figuras» si el autor que estudia los ha escrito; así lo hemos hecho con Ramón de la Cruz, pero el panorama ideológico tratado será siempre muy reducido: se limitará a la crítica más o menos tópica de las costumbres, y la lectura tendrá que desandar lo andado, para ver si detrás de la burlesca negación de unos comportamientos se esconde la afirmación de sus contrarios. Tarea difícil, que exige incluso tener presentes las estructuras formales del autor: así, por ejemplo, siempre tendrá en Ramón de la Cruz mayor importancia lo manifestado por ciertos personajes, lo dicho o lo acaecido al final, etcétera.

La falta de problematización de la realidad en el teatro menor, lejos de disminuir, se acentuó en el siglo XVIII. El acercamiento del entremés, convertido en sainete, a la comedia según la definición moratiniana1 procede de la influencia del Neoclasicismo: el teatro ha de ser útil y moralizador. De todos modos, las bases del subgénero estaban trazadas y Ramón de la Cruz las aceptó en su mayor parte: entre ellas, por supuesto, la ridiculización de ciertos tipos (verbigracia, los payos). Esta ridiculización de modales, indumentaria, formas de hablar y de hacer, etc., interesa sobre todo cuando la sátira se centra en personajes no tradicionales: los petimetres, el cortejo, los abates... Burlándose de ellos, se reafirma la vieja moral. Se trata de oponer lo tradicional a lo moderno, lo castizo a lo extranjero. Y la majeza, aunque con algunos defectos, conservaba los antiguos valores españoles de la virilidad y la conciencia del propio valer (el honor), el sentido del ridículo y la pasión correcta, en la opinión de Ramón de la Cruz.

Su reaccionarismo xenófobo y misoneísta contribuyó, quizá paradójicamente, a la liberación del pueblo con respecto a las clases altas, o lo que viene a ser lo mismo: a cierta toma de conciencia social de las clases bajas urbanas. Dejando a un lado estas consideraciones sobre las consecuencias de la ideología de Ramón de la Cruz, lo cierto es que la segunda mitad del siglo XVIII fue escenario de una crisis de la moral tradicional, y en cierto modo de una renovación de las costumbres (del lujo, del concepto de honor, del sentido de la dignidad humana, del consumismo, ...) y que los escritores fueron testigos y parte de aquel proceso. Cabía un progresismo y una mirada de añoranza, un costumbrismo progresista y un costumbrismo nostálgico. Máxime cuando el periodismo abría una ventana a la contemplación de la vida diaria y seguía el sainete, heredero del viejo entremés, asomado a la realidad en busca de lo pintoresco. La crisis de costumbres contribuyó pues a aclarar y a aclararnos el ideario moral de Ramón de la Cruz, de su nostalgia y defensa de los valores nacionales.

A esta relativa claridad sobre la ideología de Ramón de la Cruz, iluminada por circunstancias históricas (influencia de la teoría neoclásica -moralización, utilidad-, nacimiento del periodismo, crisis de costumbres y consecuente toma de partido del escritor abocado a la vida cotidiana), se añade la voluntad pedagógica del escritor madrileño que tergiversa en bastantes ocasiones la esencia de lo que había sido hasta entonces el teatro breve. Ramón de la Cruz quiere moralizar e incurre en redundancias ideológicas difícilmente asimilables por la condición sociológica y sobre todo estructural del subgénero publicado, redundancias por lo demás innecesarias para la comunicación de su pensamiento. Sólo la elementalidad del sainete puede coayudar a esta redundancia: escena final como moraleja dialogada o conclusión didascálica a una anécdota típicamente representativa; cultivo del entremés «de figuras» en ataque xenófobo y reaccionario a las costumbres recién importadas; elección de tipos ridículos, enfermos de mal de moda, en detrimento de personajes más tradicionales (padres, maridos al modo «clásico», payos, etc.).

La moralidad del autor de El hospital de la moda no es, como la que Asensio da como característica del entremés, «accesoria e implícita» (pág. 39). Hay un relativo compromiso entre creador y criaturas, entre autor y personajes, una emoción mayor que la del coleccionista de lepidópteros. Otro ataque de la práctica de Ramón de la Cruz a la tradicional teoría de la ecuación entre paso, entremés y sainete. Para resumir: existe un cierto costumbrismo nostálgico en su obra, una cierta «dedicación» ideológica conservadora, tradicionalista.

Una vez ha quedado planteada a modo de cuestión previa la relación entre las «ideas» del sainete y las del sainetista, para no caer en un determinismo excesivo que impida ver el margen de movilidad ideológica de cualquier escritor, incluso al servicio de su público, hay que tener presente el abanico de opciones que le ofrece su época. Se trata también de un análisis sobre el texto y el contexto, con que iluminar desde el campo general de las ideas ilustradas y tradicionalistas el terreno de las sátiras de Ramón de la Cruz. De este modo, podremos comprobar -o al menos ésta es mi esperanza- cómo el sainete y la literatura popularista no implican necesariamente una ideología nostálgica y tradicionalista, pese a decantarse a menudo hacia ella, y podremos, de este modo, abrir la posibilidad de saineteros liberales.

Convertida España en «el esqueleto de un gigante», para usar las palabras de Cadalso, dos opciones se presentan al intelectual del siglo XVIII: intentar erguir o siquiera mantener la debilitada columna vertebral, o procurar crear un nuevo cuerpo. El abanico de ideas ofrecido se extiende desde la nostálgica apología de la época imperial hasta el liberalismo extremo, casi antimonárquico (Abellán, 1984).

El abate Marchena, «primer traductor del Emilio en lengua española» (Defourneaux, 1973, pág. 131n; cfr. Lafarga, 1983), escribe en un Manifiesto a la nación española de carácter prerrevolucionario: «La España está a diez mil leguas de Europa y a diez siglos del décimo octavo» (Elorza, 1971, pág. 38). Parecida idea preside casi toda la obra inglesa de José María Blanco White. El país ha cerrado con doble llave el sepulcro del Cid; ante lo cual, otro «heterodoxo», León de Arroyal, se expresa con sarcasmo: «Desprecia [España] como hasta aquí las hablillas de los extranjeros envidiosos, abomina sus máximas turbulentas; condena sus opiniones libres, prohíbe sus libros que no han pasado por la tabla santa y duerme descansada al agradable arrullo de los silbidos con que se mofan de ti» («Pan y toros», ibid., pág. 31).

Estas ideas del liberalismo antiabsolutista se reflejan -y es lo que mayor interés tiene para nuestro estudio- en la crítica de costumbres que desde la prensa2 o la poesía llevan a cabo los pensadores más avanzados. Una lectura de El Censor nos permite conocer cómo Cañuelo, en favor de los derechos de cada ciudadano, critica las prerrogativas nobiliares y la pasividad de clérigos y potentados; Antonio Elorza comenta el discurso diecisiete de El Corresponsal del Censor, debido a Manuel Rubín de Celis, en el que el liberal asturiano pide una igualdad de trato fiscal. «Estamos todavía -afirma Elorza (1970, págs. 229-230)- en el momento en que la revolución burguesa se afirma con carácter universal, más allá de los intereses ideológicos de clase. No. A nuestro modo de ver no es otro el sentido de las contraposiciones de Rubín de Celis que culminan lógicamente en la idealización de las formas de vida populares y el menosprecio de los poderosos entregados al lujo». Tan buena disposición por las clases útiles no podía sino ayudar al desarrollo de la creatividad popular y popularista, a pesar del paternalismo con que se ponía en práctica.

La opinión de Rubín de Celis coincide con la expresada por Meléndez Valdés en «La despedida del anciano»:


¿Destinaste a esclavos viles
a los pobres? ¿de otra masa
es el noble que el plebeyo?
¿Tu ley a todos no iguala?
Sólo es noble ante sus ojos,
el que es útil y trabaja,
y en el sudor de su frente
su honroso sustento gana.
[...]
Ella [la razón] busca, y se complace
del artesano en la hollada
familia, y sus crudas penas
con gemidos acompaña.
Allí el triste se conduele
del triste, y con mano blanda
le da el alivio, que el rico
en faz cruda le negara.
Allí encuentra las virtudes,
allí la mujer es casta,
y los obedientes hijos
cual un Dios al padre acatan
mientras en los altos techos
la discordia su impía rabia
sopla, y tras la vil codicia
a todos los vicios llama.


(Cueto, 1952, II, pág. 256)                


También Jovellanos, liberal más moderado, desea un cambio social y critica a la nobleza:


¿Y es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,
sin la virtud?


(Jovellanos, 1987, pág. 245)                


A esta frecuente crítica a la nobleza se unía, más veladamente por causa de la Inquisición, la dirigida al clero. Pero no se trataba, en el caso de los ilustrados españoles, de una crítica teológica, sino basada en la inercia científica de la escolástica y en la pervivencia de señoríos eclesiásticos (2591, amén de 1235 abadengos, en el Censo de 1797). Por esta razón, como Richard Herr ha demostrado (1975, págs. 166-194), los ataques por parte de los tradicionalistas al pretendido ateísmo o agnosticismo de nuestros ilustrados se perdían en el vacío de lo inútil, esfuerzo errado.

Fuera la educación3 o la economía4 el eje motriz de la Ilustración, la mayor parte de quienes se integraron en las sociedades económicas o lucharon por las reformas en el campo político, no pensaba en una revolución. La frase con que Sánchez Agesta define la raíz del pensamiento de Jovellanos es, pues, aplicable a casi todos sus compañeros: «Desde las filas ilustradas del racionalismo reformador, Jovellanos no ha dejado de identificar a España con su religión, su constitución, sus leyes, sus costumbres, sus usos, en una palabra, con su tradición» (1953, pág. 219). De ahí que, con la creencia en una evolución de las estructuras políticas, hubiera rechazado la solución revolucionaria: «Que nada bueno se puede esperar de las revoluciones en el Gobierno[...] Pero sí, escarmentadas [las naciones europeas], prefieren la paz y protegen las artes pacíficas, y sobre todo, la agricultura (la única que puede solidar su poder), evitarán su ruina» (Jovellanos, 1967, pág. 116). (Esta generalizada repugnancia de los liberales por la violencia podría explicar la actitud antirrevolucionaria del sainetero gaditano González del Castillo.

Simplemente, el pensador liberal desea restringir los poderes nobiliar y eclesiástico, con lo que garantizar la neutralidad estatal y los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos (Elorza, 1970, pág. 41). La cultura no sólo iba a ser fuente de felicidad pública y privada, sino que también iba a dignificar el hombre, por ser instrumento de fraternalización y prosperidad social (Sarrailh, 1954, págs. 145-164). Naturalmente, reconocer como ciudadano a quien hasta entonces no había sido más que vasallo representa la «revisión del honor social, uno de los más significativos exponentes del pensamiento del siglo» (Sánchez Agesta, 1953, pág. 24), revisión que también queda ejemplificada desde otro ángulo por los sainetes.

La «dignificación de los oficios» es, por consiguiente, fruto de un cambio en la perspectiva social de la segunda mitad del siglo XVIII, la traducción jurídica del interés por lo útil y de la animadversión por el ocio del clero alto y la clase rica e improductiva.

Dado el carácter fundamentalmente agrícola de la economía española, la preocupación social de los ilustrados y de las sociedades económicas se pone asimismo de relieve en el estudio de los problemas del campo y del campesino. No sólo se redactan informes como el de la Sociedad Económica de Madrid sobre la Ley Agraria, obra de Jovellanos, sino que incluso el tema entra en la literatura de creación: la epístola VI, «El filósofo en el campo», de Juan Meléndez Valdés, escrita entre 1785 y 1797, «compara la dura, pero sana vida del campesino, con la muelle y decadente del cortesano» (Marco, 1969, pág. 19), quien concluye: «Meléndez es tanto un poeta anacreóntico, como un poeta didáctico-social, preocupado por el problema del campo, que incorpora a su poesía; un efectivo propagador de los problemas que se planteaban en las Sociedades Económicas de Amigos del País» (pág. 26). Tales sociedades, en efecto, desempeñaron un importante papel en el fomento de la industria popular y la agricultura (Anes, 1969, págs. 11-41). Circunstancias personales, con el tópico del «beatus ille», justifican la afirmación de Emilio Palacios: en Meléndez Valdés, «la naturaleza ya no sólo es el gozo, sino el refugio frente a la destrucción y agresividad de la Corte» (Palacios, 1979, pág. 105). Mientras tanto, el sainete, género literariamente conservador, continúa ofreciendo la imagen tradicional del campesino rudo e ignorante.

Pero los ilustrados sólo constituían una minoría, aunque activa y en la cúspide de la sociedad, en el panorama ideológico de la segunda mitad del siglo XVIII. La ayuda real contribuyó a que sus programas fueran algo más que papel mojado, e incluso pudo influir en la aceptación personal, de todos modos muy relativa, de su puesta en práctica: leyes en favor de los trabajadores manuales y de los campesinos; introducción de nuevos métodos agrícolas; suspensión de los desahucios de tierras; etc., lo atestiguan.

El drama de las dos Españas. José María Blanco White, lúcido testigo de aquella herida, ve su causa en la lucha entre una educación oscurantista y anacrónica y una formación que intenta basarse en la crítica racional. Así expone en 1831 el conflicto: «Si cualquiera de los dos bandos tuviese suficiente poder para subyugar al otro, la fiebre intelectual del país sería menos violenta y cabría esperar alguna crisis en una fecha próxima; pero ni la Iglesia ni los liberales (pues tales son en realidad las dos facciones opuestas) tienen la posibilidad más remota de desarmar al adversario. La contienda debe prolongarse desgraciadamente por un tiempo indefinido, durante el cual los dos sistemas de educación rivales que existen en el país están condenados a proseguir su obra de convertir a la mitad de los españoles en extranjeros y en enemigos de la otra mitad» (Blanco White, 1974, págs. 298-299). La contienda había de ser ganada, forzosamente, por los partidarios de la ilustración y del liberalismo, pero los ultras conservaban entonces el arma del Santo Oficio, la mayoría de las cátedras universitarias y la inercia e ignorancia temerosas del pueblo.

Si en Europa se intensifica el estudio de la geografía y de la historia política, las ciencias naturales y las matemáticas (Hazard, 1968, cap. VI, esp. pág. 255), el ejemplo dado por Feijoo apenas pudo abrirse camino en la universidad; las páginas que Torres Villarroel le dedica son de lo más revelador. El problema no era nuevo: «la identificación de la ciencia tradicional (reducida a unos menguados restos de Peripato) con la ortodoxia y la hispanidad, la sospecha de que lo extranjero, sobre todo si era nórdico, debía ser anticatólico y antiespañol, se fue forjando durante el siglo XVII, antes de salir a luz en las polémicas del XVIII» (Domínguez Ortiz, 1973, pág. 259). De ahí el empeño con que los científicos racionalistas españoles intentan deslindar religión y ciencia.

Francia representaba la heterodoxia política y científica, religiosa y moral. También literariamente, su influencia es rechazada por Forner en las Exequias a la lengua española y Tomás de Iriarte en Los literatos en Cuaresma. Nipho se esfuerza en hacer frente a las innovaciones desde la prensa. Valcárcel, Alcántara Castro, Ceballos... procuran rebatir las ideas antiescolásticas, el enciclopedismo y lo que denominan jansenismo. La Oración apologética por la España y su mérito literario (1786) se convierte en la biblia de los tradicionalistas y en el blanco de los liberales (Cañuelo escribe en el discurso 165 de El Censor una satírica Oración apologética por el África y su mérito literario); a España, según Juan Pablo Forner, se debe el correcto desarrollo de la ciencia y de la cultura en general.

Sin embargo, el misoneísmo y la xenofobia, faltos quizá de una sólida argumentación científica, se refugian en terrenos más superficiales y cotidianos: la «decadencia» de las costumbres, al abrigo de un probablemente mal entendido celo religioso. La generalización progresiva en los sectores altos, y en alguna gente de la clase media por imitación, de la costumbre del chichisveo, corre paralela al incremento en número e intensidad de las voces contrarias a dicha boga. A pesar de que la actitud del Santo Oficio, en opinión de Martín Gaite (1972, págs. 181 ss.), fue la de echar tierra al asunto y eludir el conflicto con la alta sociedad. Sirven como ejemplo de tan constante crítica a la «corrupción» las cartas del marqués de la Villa de San Andrés, escritas a mediados del siglo; así se lamenta: «Mas ahora que no sólo el pie, sino mucho más allá, a merced de las contradanzas y a favor de los tontillos, ve el que tiene ojos; que la mano en los minuetes y ambas manos coge, oprime y suelta el atrevido; que al tocador entra todo pisaverde; que el pariente o conocido, si viene forastero, abraza y en las mejillas (ahí es nada) besa; que todas las deidades tragan vino [...]» (Domínguez Ortiz, 1973, pág. 111).

Con todo, y aunque en materia filosófica, religiosa, política, científica y literaria, los apologetas del tradicionalismo y los ilustrados disentían totalmente, con aparente paradoja la sátira a los petimetres, a los abates eruditos a la violeta, al cortejo, va a ser común. Puede que tal coincidencia suponga cierta contradicción ideológica por parte de los ilustrados5, pero por lo general respondía a una convergencia de dos actitudes: los tradicionalistas velaban por «aquella modestia y gravedad que era propio del carácter de la nación»; los ilustrados criticaban el ocio inútil de la nobleza y grupos miméticos o asimilados. La coincidencia final -distintos los tratamientos de ambas críticas- abarca no sólo la burla de cierto esnobismo sin base (irracional para unos; inmoral para otros) sino la sátira a la nobleza, a ciertos conceptos del honor y de los celos, e incluso, aunque más forzadamente, a la crítica de la ignorancia de la sociedad rural.

Si Nicolás Fernández de Moratín escribe La Petimetra o Cadalso toma por tema para sus octavas la descripción algo burlesca del traje de un currutaco, a Juan Pablo Forner se atribuyen estas dos definiciones:




Definición de una niña de moda


Yo soy de poca edad, rica y bonita;
tengo lo que llamar suelen salero,
y toco, y canto, y bailo hasta el bolero,
y ando que vuelo con la ropa altita;

si entro en ella, devuelvo una visita,
y más si hay militar o hay extranjero;
voy a tertulia, y hallo peladero;
a paseo y me llevo la palmita:

soy marcial6: hablo y trato con despejo;
a los lindos los traigo con ejercicio,
y dejo y tomo a mi placer cortejo;

visto y peino con gracia y artificio...
Pues, ¿qué me falta?... Oyola un tío viejo,
y le dijo gruñendo: Loca, el juicio.





Definición de un petimetre


Yo visto, ya ve usted, perfectamente;
mis medias son sutiles y estiradas;

las hebillas, preciosas y envidiadas;
los calzones, estrechos sumamente:

charretera a la corva cabalmente;
mis muestras, de Cabrier, muy apreciadas;
mis sortijas, en miles valuadas;
sombrero de tres altos prepotente:

sé un poco de francés y de italiano;
pienso bien, me produzco a maravilla;
soy marcial, a las damas muy atento:

¿Tengo, señor, razón de estar contento?
¿Qué me falta?... No más que una cosilla:
temor de Dios y algún entendimiento.


(Cueto, 1952, II, pág. 319)                


Las diatribas de «El petimetre» de Iriarte censurándolo por su ociosa inutilidad son parecidas, e incluso en el final del soneto, este autor pone también en duda la racionalidad de tal comportamiento.

La comedia de magia y la de figurón, para ir descendiendo por los peldaños de la literatura poco considerada, zahieren de forma semejante, ya en El anillo de Giges, y el máxico rey de Lidia de José de Cañizares:


Soy de la nueva doctrina
que de reñir por mugeres
es una gran bobería,
con que de puro prudentes
son ya los hombres gallinas.


(Apud Caro Baroja, 1974, pág. 109)                


El figurón linajudo, procedente del Norte -como estudia el propio Baroja (pág. 410)-, es ridiculizado por su vanidad nobiliaria, su credulidad, su avaricia, desde mediados del siglo XVII, pero continúa dando lugar a comedias y sainetes a lo largo del todo el XVIII porque no pierde su vigencia o comicidad hasta avanzado el siglo XIX. Coinciden, pues, en el panorama de la segunda mitad del siglo de las Luces, la sátira ilustrada, la tradicional y aun la literariamente tópica.

Las conclusiones de tal convergencia crítica son de la mayor importancia para el presente estudio: el tema satírico de las nuevas costumbres, tan frecuente en los sainetes de Ramón de la Cruz y González del Castillo, no presupone una determinada ideología. Si el autor madrileño defiende, a trasmano de la raíz amoral del teatro que escribe, una moral tradicionalista, ello no obsta para que otro sainetero realice su sátira con unas bases distintas. Por tanto, la burla del cortejo y del petimetre no denota ni mentalidad conservadora ni mentalidad liberal. Sólo un análisis de la actitud que adopte el sainetero al tratar el tema detectará su ideología.

Afirmábamos que el conservadurismo estético de los géneros popularistas fomenta, sin imponerla, la ideología tradicionalista y la simple repetición de una manera, al amparo, además, de la escasa ambición literaria de su público. Tal vez igual efecto tiene el desprestigio moral del sainete (Palacios Fernández, 1983, págs. 215-233). Lo mismo ocurría con la literatura popular, y de ahí que «viva marginalmente cualquier transformación de la literatura culta, a menos que ésta signifique una honda y amplísima variación de gusto [...] El débil neoclasicismo español no logra hacer mella ni en la temática ni en los gustos populares, si exceptuamos los poemas de Cadalso, popular por diversos motivos, aunque no por su neoclasicismo» (Marco, 1977, I, pág. 245). Once días, por ejemplo, duró tan sólo en el Príncipe de Madrid Los menestrales, la más importante iniciativa teatral neoclásica e ilustrada en pro de los artesanos... y, para más inri, presentada por una loa de Ramón de la Cruz. Por tanto, al reflexionar acerca de las bases y tópicos morales de los sainetes popularistas del autor madrileño, conviene indicar que la ridiculización con que presentaba a los payos procedía de la tradición entremesil; que la crítica a las clases media y alta se centraba en sus costumbres (modo de comportarse, de hablar y de vestir) y en el ataque a su maledicencia, hipocresía y esnobismo. No quiere esto significar que Ramón de la Cruz deseara un cambio social; abunda en lo mismo Nigel Glendinning (1973, págs. 173-174): «prefirió mantener la disposición jerárquica de la sociedad española como siempre había sido. Se critica menos el absentismo de los propietarios de Las frioleras, por ejemplo, que los nuevos ricos de los pueblos rurales y los egoístas inmorales que no reconocían valores y no sentían ninguna consideración hacia los demás».

A pesar de la no aceptación de la fanfarronería, Ramón de la Cruz encuentra entre los majos la continuidad de las virtudes de nuestra época áurea (Caro Baroja, 1975, págs. 281-349). Se cumple en él el mismo rechazo al «afeminamiento», rechazo que llevó a los majos a exagerar su apariencia machista y a considerarse salvaguardadores de la tradición. Así también lo debió creer nuestro sainetero, y así lo expone Martín Gaite (1972, págs. 63-64): «Los hombres de los barrios bajos, como revancha a su miseria, se atrincheraron en aquella xenofobia y acentuaron su desprecio hacia los petimetres ricos. Se consideraban superiores a ellos, y llegaron a creerse depositarios y genuinos representantes del espíritu castellano en sus más puras esencias. Despreciaban especialmente a la clase media [...], que era la principal culpable de la degeneración caricaturesca de las nuevas modas».

La opinión de Ramón de la Cruz quizá coincida con la del manchego que, después de su visita a Madrid, concluye:

MERINO.-
Vayan, y vamos nosotros
contentos a festejarnos,
de haber conocido a tiempo
que en el lugar en que estamos
lo más del oro, que brilla,
es aparente, o es falso.

(Cruz, 1985, Los usías contrahechos, pág. 199)                


Pero cuando prefiere moralizar -con una actitud, según hemos escrito, contraentremesil y didáctica, por influencia del neoclasicismo-, no recurre a los majos; don Ramón de la Cruz escoge como portavoz de sus ideas a un hombre acomodado, un hidalgo a la vieja usanza o un personaje simbólico. Prosigue, incluso, una escasa tradición: la del entremés de «figuras» (Asensio, 1965, págs. 77 ss.), para hacer desfilar una serie de entes ridículos ante los ojos de un caballero juicioso que muestra las ideas del autor. José-Francisco Gatti enumera los siguientes sainetes de «figuras» debidos a Ramón de la Cruz: La feria de la fortuna, El hospital de la moda, La academia del ocio, El hospital de los tontos y El almacén de las novias (De la Cruz, 1972, pág. 23). En La academia del ocio, Espejo indica el «sujeto» que está buscando:

ESPEJO.-
El más perfecto,
sea militar, golilla o artesano,
como tenga buen juicio y limpia mano,
que tenga horror al ocio
y sea familiar de su negocio
y no de los ajenos; porque arguyo
que los tales jamás cuidan del suyo.
BLAS.-
¿Si es hombre bajo?
ESPEJO.-
Como sea prudente,
honrado y hábil, él será eminente;
que la virtud no siempre da blasones
y los dan cada día los doblones.

(Cruz, 1915, I, pág. 58)                


En El almacén de novias (entre las que figura, rara avis, una dama estudiosa y erudita), el Pretendiente quiere hallar una mujer «santa, noble, hermosa y rica» (Cruz, 1928, II, pág. 404).

El buen juicio (o la prudencia, o la honradez) y la santidad, para Ramón de la Cruz, se han refugiado en quienes persisten en el camino de «nuestros abuelos». Tal mención -o la de Forner: «un tío viejo», en el poema transcrito anteriormente- indica cuál es el punto de partida del autor y, por esto, se le «lleva la pasión...»:


[...] cuando por la calle encuentro,
cuando miro en los teatros,
cuando a las mesas observo,
cuando escucho en las tertulias
y cuando en los libros leo
sin remedio a su dolencia,
tanto pobrecito enfermo
apestado de la moda.


(Cruz, 1915,1, pág. 52)                


Quien así habla, un hidalgo, viste «a la española antigua rigurosamente» y funda El hospital de la moda para curar afrancesados en el hablar, en el vestir o en el escribir. Los majos, que emplean «su lengua» y saben sólo seguidillas y tonadas, están sanos y libres de todo contagio.

La moda ha convertido el matrimonio en hazaña de valientes, pues la falta de medida de ciertas mujeres exige un cirineo (léase petimetre) que ayude económicamente; tal inmoralidad representa para Ramón de la Cruz el olvido del antiguo y legítimo honor, del recato de la dama y el de los celos.

El petimetre o el cortejo cifran su valía en la oportunidad de satisfacer un capricho de la dama, en conocer la moda, en vestir a la francesa y a la última, en aconsejar al perruquier, en saber dirigir un baile, etc. (véase, por ejemplo, La elección del cortejo). Ante la señora Moda, que «fomenta / el genio raro de las damas locas /con muchas batas y camisas pocas» (Cruz, 1915, La Academia del Ocio, I, pág. 57), ¿cuál ha de ser la actitud del marido?:

BENITO.-
Ea, señores: al punto
vayan tomando la puerta;
que yo basto a acompañar
a mi mujer aquí y fuera,
a servir de secretario,
a ponerla la escofieta
y a enderezarla de un palo
si acaso no anda derecha.

(Cruz, 1928, Sanar de repente, II, pág. 403)                


¿Cuál la del caballero honesto?:

DON MODESTO.-
[...] y quien las mira con casta
intención evitar debe,
con razón cuerda y cristiana,
el riesgo que le engañen
y el delito de engañarlas.

(Cruz, 1972, El petimetre, págs. 72-73)                


Los finales moralizadores abundan en la obra de Ramón de la Cruz: a la postre sabemos que el marido hará valer su autoridad y, en muchos casos, que la esposa rechazará la extranjera e inmoral costumbre del cortejo. En la última escena de El marido discreto (repárese en el título el uso de un adjetivo tan propio de la edad de Oro), don Santos desea que

DON SANTOS.-
[...] algunas se estremecieran
o de vergüenza o de asco
y volvieran a querer
sus maridos a dos manos.

(Cruz, 1972, pág. 293)                


Los sainetes de Ramón de la Cruz permiten, sin embargo, una mayor hondura interpretativa. Creo que la causa de la corrupción de costumbres estaría, según la opinión del autor madrileño, en la mujer. Don Modesto, en El petimetre, así lo pone de manifiesto:

DON MODESTO.-
La culpa la tienen aquellas
que han puesto en tan bajo precio
los favores, que cualquiera
puede haberlos, y las cosas
se estiman conforme cuestan.

(Cruz, 1972, págs. 84-85)                


El dinero y su necesidad han contribuido decisivamente a este proceso de degradación. En La oposición a cortejo, sorprende a la ingenua y recatada Laura la mala crianza y educación de la gente bien vestida, cuando su madre le busca cortejo:

DOÑA OROSIA.-
[...] ¡Honra! No tuvieron nada
más de sobra sus abuelos;
pero yo y mi chica más
necesitamos dinero.
DOÑA LAURA.-
¡Oh, qué mal piensa mi madre!

(Cruz, 1972, pág. 229)                


La sátira al cortejo, los petimetres, abates, usías, poetas afrancesados, peluqueros..., es, en el caso de Ramón de la Cruz, reflejo de una moral tradicionalista. Sin embargo, la caricaturización en el tratamiento de los tipos y la coincidencia en diversas críticas morales a las clases media y alta de tradicionalistas e ilustrados indujeron a Agustín Duran (1843) a leer a Ramón de la Cruz como afecto a las nuevas ideas, lo que también ha sido defendido más recientemente: el sainetero madrileño «consiguió hacer llegar a esa gran masa amorfa muchos de los principios de unos ilustrados, cuyos libros, discursos y proclamas se veían la mayor parte de las veces restringidos a estrechos círculos pertenecientes a las clases más pudientes de la sociedad» (Vilches de Frutos, 1984, pág. 181 y Caldera, 1978). En realidad, cuando el tema o el comportamiento no le exige una respuesta más personal, es decir, cuando el sainete discurre parcial o totalmente al margen de la sátira de las nuevas costumbres, Ramón de la Cruz adopta la base tradicional literaria, la propia de los entremeses; la ridiculización del hidalgo de lugar en El peluquero soltero (como la del protagonista de Los jugadores, de González del Castillo) puede entroncarse con piezas cortas de Cervantes; las burlas del médico disparatado y de la justicia mercenaria eran frecuentes en el XVII; la figura del payo se remonta hasta casi el más antiguo teatro castellano del que hay noticia; ... Desde su particular apología tradicionalista, Ramón de la Cruz se inquieta por algunos hábitos españoles pero, sobre todo, por la adopción de nuevos hábitos, lo cual confiere a su obra un especial didactismo, una rara -en el sainete- inquietud:

DON ZOILO.-
[...] pues yace oculto de miedo
el duelo o la patarata
de aquel honor que fundaron
en ser las doncellas castas,
muy religiosas las viudas,
recogidas las casadas,
los ancianos venerables
y los niños de cera blanda,
los hombres ingenuos y
muy hombres de su palabra.
Que porque me dijo mientes...,
porque me sopló la dama...
u otras tales bagatelas,
¿he de andar a cuchilladas?
¡Hubo en nuestros antiguos
gentiles extravagancias!
DON MODESTO.-
Gentiles serían; pero
ahora no son muy cristianas.

(Cruz, 1972, El petimetre, págs. 67-68)                


Para mayor abundamiento, los sainetes que abordan cuestiones teatrales (La crítica o El poeta aburrido) o bien parodian un género neoclásico (especialmente Manolo, Inesilla la de Pinto y El Muñuelo) o corroboran, desde el punto de vista estético y literario, lo que acabamos de observar en el campo de la crítica de los usos y costumbres. Como señala Luciano García Lorenzo (1988, pág. 210), ninguna obra es «inocente», y las burlescas «persiguen, a través de la caricatura, de la mascarada, de la pintura, grotesca, de tipos y situaciones, ridiculizar unos gustos -una estética- determinados y defender, a través de otra estética, el grupo social que demanda en el escenario esas obras». También, pues, por este camino paralelo Ramón de la Cruz sirve el conservadurismo de su público. Por él revelará cierta simpatía, aunque, por ejemplo, critique la rapidez con que algunos gastan su jornal o la fanfarronería ociosa de otros, mientras que desaprobará la clase media alta, que ha perdido en aras de la mimesis y el afrancesamiento su personalidad y españolismo. No interesa aquí averiguar si Ramón de la Cruz generaliza en exceso, sino poner punto final a esta aproximación a la ideología de quien fuera maestro de los saineteros de finales del XVIII, con la opinión de Arthur Hamilton (1926, pág. 366): «A thorough reactionary, he believed that in the past and only in the past, lay the greatness of Spain, and therefore that all customs of that past were excellent, and all changes and innovations of his own day were, ipso facto, to be condemned»7. Los sainetes de González del Castillo o acaso los de Cornelia nos hubieran mostrado que el sainete puede servir en parte como vehículo de un pensamiento más avanzado.






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